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EL ARTE OSCURO

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viernes, 26 de junio de 2009

BESTIARIO -- HEREJIA FUTURISTA : HEREJIAS DE UN DIOS INMENSO

HEREJÍAS DEL DIOS INMENSO
Brian W. Aldiss
EL LIBRO SECRETO DE HARAD IV






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Yo, Harad IV, Escriba Mayor declaro que éste mi escrito solo puede ser mostrado a
los sacerdotes de rango de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificial y a los Ancianos
Elegidos del Consejo de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificial, porque aquí se
entiende en cuestiones relativas a las cuatro Herejías Viles que no deben ser vistas ni
discutidas por el pueblo.
Para una Correcta Consideración de las más recientes y viles herejías, debemos
contemplar en perspectiva los acontecimientos de la historia. Así pues, retrocedamos al
Primer Año de nuestra era, cuando las Tinieblas del Mundo fueron desterradas por la
venida del Dios Inmenso, nuestro más verdadero y enorme Señor, a quien todos
honramos y tememos.
Desde este año actual, 910 D.I., es imposible recordar cómo era el mundo
entonces, pero a partir de los pocos registros que todavía se conservan podemos
hacernos cierta idea de aquellas épocas e incluso realizar las Contorsiones Mentales
necesarias para ver cómo debieron ser juzgados los acontecimientos por aquellos
pecadores que tomaron parte en ellos.
El mundo sobre el que descendió el Dios Inmenso estaba repleto de gentes y de
sus maquinarias, todos completamente desprevenidos para Su Visita. Puede que
hubiera cien mil veces más gente de la que hoy existe.
El Dios Inmenso aterrizó en lo que ahora es el Mar Sagrado, sobre el que
actualmente navegan algunas de nuestras más bellas iglesias dedicadas a Su Nombre.
En aquellos tiempos, la región era mucho menos placentera, pues estaba dividida en
numerosos estados que pertenecían a distintas naciones. Tal era el sistema de
posesión de la tierra antes de que se formasen nuestras actuales teorías sobre la
migración y evacuación constantes.
Las patas traseras del Dios Inmenso se extendieron muy hacia el interior de África -
que entonces no era el continente insular que es hoy en día, casi tocando el río Congo,
en el punto sagrado donde ahora se alza la Iglesia Sacrificial de Basolo-Aketi-Ele, y en
el punto sagrado donde ahora se alza el Templo Santuario de Adén, arrasando el
antiguo puerto de Adén.
Algunas de las patas del Dios Inmenso se extendieron sobre el Sudán y a través de
lo que entonces constituía el Reino de Libia y ahora es parte del Mar del Viejo Pesar,
mientras que uno de sus pies reposaba en una ciudad llamada Túnez en lo que
entonces era la costa de Tunicia. Allí se posaron algunas de las patas del costado
izquierdo del Dios Inmenso.
Las patas de su costado derecho bendijeron y comprimieron las arenas de Arabia
Saudita, hoy denominada Valle de la Vida, y las estribaciones del Cáucaso, arrasando
el Monte llamado Ararat en el Asia Menor, en tanto que su pata Más delantera se
extendió sobre el territorio de Rusia, destruyendo de inmediato la gran ciudad capital de
Moscú.
El cuerpo del Dios Inmenso, descansando en reposo sobre tres antiguos mares, si
hemos de creer a los Viejos Registros, llamados el Mar del Mediterráneo, el Mar Rojo y
el Mar del Nilo, que juntos forman parte del actual Mar Sagrado. Con su Gran Mole
erradicó también parte del Mar Negro, que ahora llamamos Mar Blanco, así como
Egipto, Atenas, Chipre y la Península Balcánica hasta las cercanías de Belgrado, hoy
Santo Belgrado, puesto que sobre esta ciudad se irguió el Cuello del Dios Inmenso en
su Primera Visita a nosotros los mortales, rozando casi los tejados de las casas.
En cuanto a su Cabeza, se cernía sobre la región montañosa que denominamos
Italandia y que entonces era conocida como Europa, una región muy poblada del
planeta, alzándose a tal altitud que en los días despejados fácilmente podía divisarse
desde Londres, entonces como ahora la ciudad principal de la tierra de los
anglofranceses.
En aquellos primeros días se calculó que la longitud del Dios Inmenso era de más
de siete millares de kilómetros de extremo a extremo, y cada una de sus ocho patas
media sobre un millar y medio de kilómetros. Ahora profesamos en nuestro Credo que
el Dios Inmenso cambia su forma, longitud y número de patas según esté Complacido
o Enojado con el hombre.
En aquellos días se desconocía la naturaleza de Dios. Ningún preparativo se había
hecho para su venida, aunque corrían algunos rumores sobre el milenio. Por lo tanto,
las especulaciones sobre su naturaleza se alejaban mucho de la verdad y con
frecuencia eran sumamente blasfemas.
Aquí sigue un resumen del notorio Documento Gersheimer, que contribuyó en gran
medida a precipitar los acontecimientos que condujeron a la Primera Cruzada en 271
D.I. Ignoramos quién era el Gersheimer Negro, con la salvedad carente de significado
de que se trataba de un Profeta Científico de un lugar llamado Cornell o Carnell,
obviamente una Iglesia del Continente Americano (cuya forma era entonces distinta).
"Los reconocimientos aéreos parecen indicar que esta criatura —si podemos
llamarla así—, que se extiende más o menos en línea recta a lo largo del Mar Rojo y
por el sudeste de Europa, no es un ser viviente, al menos tal y como concebimos
nosotros la vida. El hecho de que se parezca vagamente a un lagarto de ocho patas
puede deberse a una mera coincidencia, así que no debemos preocuparnos por su
posible carácter maligno, como han sugerido algunos periódicos sensacionalistas".
La vil jerga de aquellos remotos días no resulta hoy plenamente comprensible, pero
creemos que "reconocimientos aéreos" es una referencia a los aparatos voladores
mecánicos que aquella última generación de Impíos poseía. El Gersheimer Negro
prosigue:
"Si este objeto no está vivo, tal vez sea un fragmento de escombros galácticos que
se ha adherido momentáneamente al planeta, quizá del mismo modo en que una hoja
puede adherirse a un balón de fútbol durante su trayectoria. Esta creencia no implica
necesariamente una modificación de nuestros conceptos científicos del universo. Tanto
si la cosa tiene vida como si no, no hemos de volvernos todos supersticiosos.
Sencillamente, debemos recordarnos que en el universo, tal como lo concebimos a la
luz de la ciencia del siglo XX, existen muchos fenómenos que nos siguen siendo
desconocidos. Por muy dolorosa que resulte esta aparición inesperada, podemos
consolarnos en parte pensando que nos proporcionará nuevos conocimientos, tanto
sobre nosotros mismos como acerca del mundo que se extiende más allá de nuestro
sistema solar".
Aunque términos como "escombros galácticos" han perdido todo su significado, si
es que alguna vez lo tuvieron, el sentido general de este párrafo es claramente
injurioso. Se decreta una restricción contra el culto al Dios Inmenso, oponiendo en su
lugar un herético Dios de la Ciencia. Sólo hace falta citar otro pasaje de este ofensivo
revoltijo, porque resulta esencial para Mostrar la Actitud mental de Gersheimer y, es de
suponer, de la mayoría de sus contemporáneos.
"Como es natural, todos los pueblos del mundo, y especialmente aquellos que aún
se demoran en los umbrales de la civilización, se hallan hoy muy asustados. Les
parece ver algo de sobrenatural en la llegada de esta cosa, y creo que cualquier
hombre, si es sincero consigo mismo, admitirá sentir en su corazón un eco de este
temor. Solamente podremos suprimirlo, solamente podremos enfrentarnos al caos en
que el mundo se halla ahora sumergido, si retenemos en nuestras mentes una imagen
galáctica de la situación. La propia inmensidad de esta cosa que yace perniciosamente
tendida sobre nuestro planeta es causa suficiente para el terror. Pero imaginémosla en
proporción. Un ciempiés está posado sobre una naranja. O, para elegir un ejemplo que
resulte menos repulsivo, una pequeña salamanquesa de unos nueve centímetros
descansa momentáneamente sobre un globo terráqueo de plástico de sesenta
centímetros de diámetro. Nos corresponde a nosotros, a toda la raza humana, con
todas las fuerzas tecnológicas a nuestra disposición, unirnos como nunca lo hemos
hecho y expulsar esta cosa, esta cosa grande y estúpida, hacia las profundidades del
espacio de las que ha surgido. Buenas noches".
El motivo que me impulsa a repetir esta Blasfemia Inicial es que veamos en este
mensaje de un miembro de las Tinieblas del Mundo las huellas de aquel pecado
original que —pese a todos nuestros sacrificios, a todas nuestras penalidades, á todas
nuestras cruzadas— aún no hemos logrado extirpar. Por eso nos enfrentamos ahora
con la mayor Crisis de la Iglesia Ortodoxa Universal Sacrificial, y por eso ha llegado la
hora de una Cuarta Cruzada que supere en su envergadura a todas las anteriores.
El Dios Inmenso permaneció donde se hallaba, en lo que hoy designamos la
Posición del Mar Sagrado, durante cierto número de años, en todo y por todo inmóvil.
Para la humanidad, éste fue el gran período de formación de la Creencia, marcado
por el establecimiento de la Iglesia Universal y caracterizado por sus numerosas
convulsiones. Grandemente hubieron de sufrir los primeros sacerdotes y profetas a fin
de que la Palabra se diseminara por el Mundo y las sectas blasfemas fuesen
destruidas, aunque el Libro Clandestino de los Hechos de la Iglesia parece indicar que
muchos de ellos eran en realidad miembros de anteriores iglesias que, viendo la luz,
mudaron su lealtad.
La poderosa figura del Dios Inmenso se vio sometida a multitud de pequeños
agravios. Las Mayores Armas de aquella remota era, frutos de la charlatanería técnica,
eran llamadas Nucleares, y ésas le fueron arrojadas al Dios Inmenso, pero, como cabía
esperar, sin efecto alguno. Muros de fuego se alzaron en vano a su alrededor. Nuestro
Dios Inmenso, al que todos honramos y tememos, es inmune a la debilidad terrenal. Su
cuerpo estaba revestido como con un Metal —ésa fue la semilla de la Segunda
Cruzada— pero no tenía ninguna de las debilidades del metal.
Su descenso a la tierra fue acogido por la naturaleza con una respuesta inmediata.
Los antiguos vientos que hasta entonces prevalecían se estrellaron contra sus
poderosos costados y fueron desviados hacia otros lugares. Esto produjo el efecto de
enfriar el centro de África, de tal manera que desaparecieron las selvas tropicales y
todas las criaturas que en ellas moraban. En las tierras limítrofes de Caspana
(entonces llamadas Persia y Járkov, según antiguos relatos), se desencadenaron
huracanes de nieve durante una docena de crudos inviernos, llegando por el este hasta
el interior de la India. En los demás lugares, por todo el mundo, la venida del Dios
Inmenso se dejó sentir en los cielos, en forma de lluvias inesperadas, vientos erráticos
y temporales que duraron muchos meses. También los océanos fueron perturbados,
mientras que el gran volumen de agua desplazado por su cuerpo inundó las tierras
cercanas, matando a muchos millares de seres y arrojando diez mil ballenas muertas a
los muelles de Colombo.
La tierra se sumó a las convulsiones. Mientras se hundía el territorio situado bajo la
gran masa del Dios Inmenso, disponiéndose a recibir lo que luego seria el Mar
Sagrado, las tierras de alrededor se elevaron hacia Arriba formando pequeñas colinas,
como las abruptas y salvajes Dolominas que hoy protegen los límites meridionales de
Italandia. Hubo seísmos y nuevos volcanes y géiseres allí donde jamás había manado
el agua, y plagas de serpientes, florestas incendiadas y muchos signos prodigiosos que
ayudaron a los Primeros Padres de nuestra fe a convertir a los ignorantes. Por todas
partes se extendieron, predicando que la única salvación se hallaba en entregarse a él.
Numerosos Pueblos Enteros perecieron en esta época de convulsión, entre ellos
Búlgaros, Egipcios, Israelitas, Moravos, Kurdos, Turcos, Sirios, Turcos de las Montañas
y también la mayor parte de los Eslavos del Sur, Georgianos y Croatas, los robustos
Valacos y las razas Griegas, Chipriotas y Cretenses. Además de otras cuyos pecados
eran muy grandes y cuyos nombres no fueron recogidos en los anales de la iglesia.
El Dios Inmenso abandonó nuestro mundo en el año 89 o, como algunos sostienen,
en el 90. (Ésta fue la primera Partida y como tal se celebra. en el calendario de nuestra
Iglesia, aunque la Iglesia Católica Universal lo denomina Día de la Primera
Desaparición). Regresó en el 91, grande y temido sea su nombre.
Es poco lo que sabemos del periodo en que estuvo ausente de la Tierra. Podemos
hacernos una idea de cómo pensaba entonces la gente si consideramos que, en
general, las naciones de la Tierra se regocijaron grandemente. Siguieron
produciéndose cataclismos naturales, pues los océanos se derramaran en el enorme
hueco que él había creado, formando así nuestro amado y venerado Mar Sagrado. En
toda la faz del planeta estallaron Grandes Guerras.
Su regreso en el año 91 puso fin a las guerras, como un signo de la gran paz que
su presencia le prometía a su pueblo elegido.
Pero los habitantes del mundo en Aquella Época no eran todos de nuestra religión,
por más que los profetas andaban entre ellos, y numerosas eran sus blasfemias. En el
Museo Negro que hay adjunto a la gran basílica de Omán y Yemen se conservan
pruebas documentales de que en este periodo intentaron comunicarse con el Dios
Inmenso por medio de sus máquinas. No hace falta decir que no obtuvieron respuesta;
pero muchos hombres razonaron entonces, en la confusión de sus mentes, que esto se
debía a que el Dios era una Cosa, tal y como había profetizado el Gersheimer Negro.
En ésta su Segunda Venida, el Dios Inmenso bendijo nuestra tierra aposentándose
principalmente dentro de los confines del Círculo Ártico, o lo que entonces era el
Círculo Ártico, con su cuerpo extendido sobre el norte del Canadá, como era llamado,
por encima de una gran península denominada Alaska, a través del Mar de Bering y
por las regiones septentrionales de las tierras rusas hasta el río Lena, hoy Bahía de
Lenn. Algunas de sus patas traseras quebraron grandes fragmentos del Hielo Ártico,
mientras que otras patas delanteras se sumergían en el norte del Océano Pacífico.
Pero en verdad para él no somos más que arena bajo sus pies y sus pies son
indiferentes a nuestras montañas y nuestras Variaciones Climáticas.
En cuanto a su pavorosa cabeza, desde todas las ciudades de la franja costera del
norte de América se la podía ver alzándose hasta la estratosfera y refulgiendo con un
brillo metálico; desde ciudades hoy desaparecidas como Vancouver, Seattle,
Edmonton, Portland, Blanco, Reno e incluso San Francisco. Fue la enérgica y
pecaminosa nación que poseía estas ciudades la que entonces se volvió con más
fuerza contra el Dios Inmenso. Todo el peso de su impía civilización científica se volvió
contra él, pero lo único que consiguieron sus gentes fue destruir sus propias costas.
Mientras tanto, se produjeron nuevos cambios naturales. La masa del Dios
Inmenso desvió a la Tierra en su diario girar, de modo que las estaciones se alteraron y
los libros proféticos nos cuentan cómo los grandes árboles hacían brotar sus hojas para
cubrirse en invierno y las perdían en verano. Los murciélagos volaban a la luz del día y
las mujeres daban a luz niños peludos. La fusión de los casquetes polares causó
grandes inundaciones, olas de marea y rocíos ponzoñosos, y sabemos que una noche
se agitaron las aguas de la Profundidad, de tal forma que la marea que surgió de las
Tierra Altas Malayas (como hoy las conocemos) fue tan poderosa que en pocas horas
formó la península continental de Bestlandia con lo que hasta entonces habían sido los
Continentes o Islas independientes de Singapur, Sumatra, Indonesia, Java, Sidney y
Australia o Austria.
Con tan impresionantes portentos, nuestros sacerdotes pudieron Convertir a los
Pueblos, y millones de supervivientes se apresuraron a ingresar en la Iglesia. Ésa fue
la Primera Gran Época de la Iglesia, cuando la palabra se extendió por todo el asolado
y transformado planeta. Nuestras instituciones se crearon a lo largo de las siguientes
generaciones, principalmente en los diversos Concilios de la Nueva Iglesia (algunos de
los cuales han sido luego reconocidos como heréticos).
No nos establecimos sin dificultades, e hizo falta quemar a mucha gente antes de
que el resto se apercibiera de la fe que Ardía En Ellos. Pero, según fueron pasando las
generaciones, el Verdadero Nombre del Dios se extendió por un territorio cada vez más
amplio.
Solo los habitantes del norte de América seguían aferrándose mayoritariamente a
su abyecta superstición. Fortificados por su ciencia, rechazaban la Gracia. Así fue
como en el Año 271 se emprendió la Primera Cruzada, especialmente contra ellos pero
también contra los Irlandeses, cuyas opiniones heréticas no estaban sustentadas en la
ciencia: los Irlandeses fueron rápidamente Erradicados casi hasta el último hombre.
Los Americanos eran más formidables, pero esta dificultad sólo sirvió para agrupar a la
gente y unir aún más a la Iglesia.
La Primera Cruzada se libró para combatir la Primera Gran Herejía de la Iglesia, la
herejía que proclamaba que el Dios Inmenso era una Cosa y no un Dios, según lo
había expuesto Gersheimer Negro. Concluyó satisfactoriamente cuando el jefe de los
Americanos, Lionel Undermeyer, se reunió con el Venerable Obispo Emperador del
Mundo, Jon II, y consintió en que los mensajeros de la Iglesia disfrutaran de libertad
para predicar en América sin ser estorbados. Tal vez habría podido forzarse un
convenio más severo, como aducen algunos comentaristas, pero para entonces ambos
bandos padecían grandes penurias a causa de la peste y la hambruna, porque las
cosechas del mundo se habían perdido. Fue una afortunada coincidencia que la
población del mundo ya se hubiera reducido a la mitad, pues de otro modo la
reorganización de las estaciones habría ido seguida del hambre más absoluta.
En todas las iglesias del mundo se rogó al Dios Inmenso que diera una señal de
que había sido Testigo de la gran derrota infligida a los infieles Americanos. Quienes se
opusieron a este inspirado acto fueron destruidos. El Dios respondió a las plegarias en
el 297, avanzando velozmente una Pequeña Porción y acomodándose principalmente
en el Océano Pacífico a donde llegaba por el sur a lo que ahora es la Antarta, entonces
era el Trópico de Capricornio y anteriormente había sido el Ecuador. Algunas de sus
patas izquierdas cubrieron numerosas ciudades de la costa occidental de América,
entre las que se contaban algunas de las que ya hemos citado, como San Francisco, y
llegaron por el sur hasta Guadalajara (donde el Templo del Santo Dedo honra todavía
la huella de su pie). Este es el movimiento que designamos Primera Mudanza, y fue
justamente considerado como una prueba indiscutible del desprecio del Dios Inmenso
hacia América.
Tal sensación prevaleció también en la propia América. Purificados por el hambre,
los descomunales terremotos y otras catástrofes naturales, sus habitantes quedaron
mejor preparados para aceptar las palabras de los sacerdotes y se convirtió hasta el
último hombre. Se emprendieron peregrinaciones en masa para contemplar el enorme
cuerpo de Dios, que cubría su nación de un extremo a otro. Los peregrinos más osados
ascendían en aeroplanos voladores y sobrevolaban su lomo, barrido Sin Cesar por
terribles tempestades durante más de cien años. Los que allí se convirtieron se
volvieron más Extremados que sus hermanos del otro lado del mundo, más antiguos en
la fe. Apenas se habían unido las congregaciones americanas con las nuestras cuando
ya se separaban por una desavenencia doctrinal en el Concilio de la Tenca Muerta
(322). Esta fecha marca el surgimiento de la Iglesia Católica Universal Sacrificial. En
aquellos remotos días, los creyentes de la fe Ortodoxa no disfrutábamos de la armonía
que reina hoy con nuestros hermanos Americanos.
El punto de la doctrina que dio lugar al cisma de las iglesias fue, como por todos es
sabido, la cuestión de si la humanidad debía o no utilizar vestiduras que imitaran el
lustre metálico del Dios Inmenso. Se adujo que esto equivalía, a equiparar al hombre
con la Imagen de Dios, pero en realidad se trataba de una calumnia deliberada contra
los sacerdotes Ortodoxos Universales, que utilizaban prendas de plástico o metal en
honor de su hacedor.
De ahí surgió la Segunda Gran Herejía. Como este prolongado y confuso periodo
ha sido estudiado a fondo en otros tratados, no es necesario que nos detengamos en
él: diremos tan sólo que la disputa llegó a su apogeo con la Segunda Cruzada, que los
Católicos Universales Americanos emprendieron contra nosotros en el año 450. Puesto
que todavía poseían una gran preponderancia de máquinas, consiguieron imponer sus
opiniones, saquear varios monasterios a las orillas del Mar Sagrado, deshonrar a
nuestras mujeres y regresar gloriosamente a su tierra.
Desde entonces, todos los habitantes del planeta se cubren únicamente con
prendas de lana o piel. Quienes se opusieron a este inspirado acto fueron destruidos.
Sería un error resaltar excesivamente las querellas del pasado. Durante todo este
tiempo, la mayoría de las personas se dedicaban pacíficamente al culto, eran
sacrificadas regularmente y rezaban cada amanecer y cada anochecer (fuera cuando
fuese) para que el Dios Inmenso abandonara nuestro mundo, ya que no éramos dignos
de él.
La Segunda Cruzada dejó un reguero de problemas tras ella; en conjunto, los
cincuenta años que siguieron no fueron años felices. Las huestes Americanas
regresaron a su país para descubrir que la enorme presión ejercida sobre la plataforma
continental occidental había creado muchos volcanes en su mayor cordillera, las
Montañas Rocosas. Su tierra estaba cubierta de lava y fuego, y su aire cargado de
hedionda ceniza.
Acertadamente, aceptaron esto como una señal de que su conducta dejaba mucho
que desear a los ojos del Dios Inmenso (pues, aunque nunca se ha podido demostrar
que tenga ojos, no cabe duda de que Nos Ve). Puesto que el resto del mundo no había
sido Visitado por un castigo de semejante escala, adivinaron correctamente que su
pecado era que seguían aferrándose a la tecnología y a las armas de la tecnología
contra los deseos de Dios.
Con fe intensa en sus corazones, destruyeron hasta el último artefacto de la ciencia
que aún quedaba, desde los Nucleares a los Abrelatas y, como acto propiciatorio,
arrojaron a cien millares de vírgenes de la fe en los volcanes más a propósito. Quienes
se opusieron a estos inspirados actos fueron destruidos, y algunos ceremonialmente
devorados.
Nosotros, los creyentes de la fe Ortodoxa Universal, aplaudimos esta ejemplar
acción de nuestros hermanos. Pero no estábamos seguros de que se hubieran
purificado lo suficiente. Puesto que ya no poseían armas y nosotros aún teníamos
algunas era evidente que podíamos ayudarles en su purificación. Por consiguiente, una
poderosa flota de ciento sesenta y seis navíos de madera zarpó con rumbo a América,
para ayudarles a sufrir por la religión y, de paso, para recobrar parte del botín que se
habían llevado. Esta fue la Tercera Cruzada del año 482, bajo Jon el Rechoncho.
Mientras los dos ejércitos contendientes libraban la batalla en las afueras de Nueva
York, se produjo la Segunda Mudanza. No duró más allá de cinco minutos.
En este lapso, el Dios Inmenso se volvió hacia su costado izquierdo, se arrastró
sobre el centro de lo que entonces era el continente del Norte de América, cruzó el
Atlántico como si fuera un charco, se desplazó a través de África y vino a detenerse al
Sur del Océano Indico, destruyendo Madagaska con una pata trasera. En Todas las
Partes de la Tierra se hizo la noche.
Cuando llegó el amanecer, difícilmente podía quedar un solo hombre que no
creyera en el poder y la sabiduría del Dios Inmenso, a cuyo nombre corresponde todo
el Terror y la Fuerza. Lamentablemente, entre los que no podían creer figuraban los
dos ejércitos rivales, que habían sido engullidos por una Oleada de Tierra y Rocas ante
el paso del Dios.
En el caos subsiguiente sólo prevaleció una nota de cordura: la cordura de la
Iglesia. La Iglesia estableció como Tercera Gran Herejía la idea de que al hombre
pudiera serle permitida ninguna máquina contra los deseos de Dios. Hubo cierta
disputa doctrinal acerca de si los libros debían considerarse o no como máquinas. Por
las dudas, se decidió que sí lo eran. A partir de entonces todos los hombres quedaron
en libertad de no hacer nada más que trabajar en los campos y rendir culto, y orar al
Dios Inmenso para que se retirase a otro mundo más digno de su poderío. Al mismo
tiempo se incrementó el número de sacrificios y se introdujo el Método de la Quema
Lenta (año 499).
A continuación vino la gran Paz, que duró hasta el 900. Durante todo este tiempo,
el Dios Inmenso no se movió; en verdad se ha dicho que los siglos no son más que
segundos para él. Es probable que la humanidad no haya conocido jamás una paz tan
prolongada como la de estos cuatrocientos años; una paz que existía en el interior de
los corazones ya que no en el exterior, pues, naturalmente, el mundo se hallaba
sumido en Cierto Desorden. La enorme fuerza del desplazamiento del Dios Inmenso a
través de medio mundo había trastornado en gran medida la sucesión de los días y las
noches. Algunas leyendas afirman que, antes de la Segunda Mudanza, el sol salía por
el este y se ponía por el oeste; precisamente al contrario que el orden natural de las
cosas según nosotros las conocemos.
Gradualmente, este periodo de paz conoció cierto restablecimiento del orden de las
estaciones y cierta cesación de las crecidas, chubascos de sangre, pedriscos,
terremotos, diluvios de carámbanos, apariciones de cometas, erupciones volcánicas,
nieblas miasmáticas, vendavales destructivos, plagas agrícolas, plagas de lobos y
dragones, maremotos, tornados de un año de duración, lluvias feroces y demás azotes
que las escrituras de este periodo con tanta elocuencia describen. Los Padres de la
Iglesia, retirándose a la relativa seguridad de los mares interiores y las soleadas
praderas de Gobilandia, en Mongolia, establecieron una nueva ortodoxia bien calculada
en su rigor de oraciones y sacrificios humanos en la hoguera para incitar al Dios
Inmenso a dejar nuestro pobre y miserable mundo rumbo a otro mejor y más
substancioso.
Con esto la historia llega casi al momento actual. El año 900, apenas una década
antes del momento en que vuestro escriba redacta estas notas. ¡Ese año el Dios
Inmenso abandonó nuestra tierra!
Recordad, si os place, que la Primera Partida en el año 89 no duró más de veinte
meses. ¡Ya ahora el Dios Inmenso se ha alejado de nosotros casi la mitad de este
número de años! ¡Necesitamos su vuelta; no podemos vivir sin él, como habríamos
debido comprender Hace Mucho de no haber sido blasfemos en nuestro corazón!
Al partir, impulsó nuestro humilde globo hacia un rumbo tal que estamos
condenados a vivir todo el año en el más crudo de los inviernos; el sol está lejano y
encogido; los mares se congelan durante la mitad del año: témpanos de hielo desfilan
por nuestros campos; a mediodía, es demasiado oscuro para leer sin una vela. ¡Ay de
nosotros!
Pero, en verdad, merecemos nuestro sino. Es un castigo justo, pues durante todos
los siglos de nuestra época, cuando nuestra especie vivía relativamente feliz y sin
perturbaciones, orábamos como dementes para que el Dios Inmenso nos dejara.
Solicito a todos los Ancianos Elegidos del Consejo que repudien tales oraciones
como la Cuarta y Mayor Herejía y declaren que, de ahora en adelante, todos los
esfuerzos de la humanidad se encaminarán a llamar al Dios Inmenso para rogarle que
regrese a nosotros de inmediato.
Igualmente solicito que vuelva a incrementarse el número de sacrificios. Es inútil
tratar de escatimar sólo porque se nos están acabando las mujeres.
Igualmente solicito que se emprenda una Cuarta Cruzada a toda prisa, ¡antes de
que el aire empiece a congelarse dentro de nuestras narices!

jueves, 18 de junio de 2009

LA LEYENDA DE JUAN SALVADOR GAVIOTA


JUAN SALVADOR GAVIOTA
Richard Bach


---
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el
aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se
aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día
de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan
Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su
pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición
requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento
no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá
abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella
torsión un... sólo... centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en
aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-,
no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo
más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las
gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo,
no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan
Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular
entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan
pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,
experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas
inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más
tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón
al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y larga al
rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su
cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego
revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil
ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a
los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que
hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer
en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos
barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres
estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito,
pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es
comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse
como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la
Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y
algún pez. Pero no le dio resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente
disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar
empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia
alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más
acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en
un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no
hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos volo a cien
kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al
máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego
inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez que trataba de
mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba violentamente hacia ese lado,
y al tratar de levantar su derecha para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una
descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez veces lo intentó, y
las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, terminó en un montón
de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas quietas a alta
velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas
quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, el
pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el
momento en que pasó los setenta kilómetros por hora. Necesitó un esfuerzo
tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos, volaba como una centella
sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora.
¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el
instante en que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e
incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace
fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un
mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de la
Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de plomo,
pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente deseó que el
peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay
forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si estuviese
destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación.
Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un
halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía razón. Tengo que
olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de
ser como soy: una pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar para
una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota
normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido de lo que
había aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo
lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y volaré como
tal.
Así es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más fuerza
luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera de la Bandada.
Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender, no
habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar,
en la oscuridad, hacia las luces de la playa.
La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la
oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces
centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan
pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para
volar en la oscuridad, tendrías los ojos de búho! ¡Tendrías por cerebro cartas de
navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus
dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy
pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con
los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el
fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su cuerpo, dejó solamente
los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora,
ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a
doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con
un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y
salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y
se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si pico desde mil
metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento.
Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho
consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan
lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa
clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde dos mil metros
los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada de la Comida
una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera
bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus antealas, extendió los cortos y
angulosos extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. Al pasar los dos mil
metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante pared
sonora contra la cual no podía avanzar con más rapidez. Ahora volaba recto hacia
abajo a trescientos viente kilómetros por hora. Tragó saliva, comprendiendo que
se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa velocidad, y se
despedazaría en un millón de partículas de gaviota. Pero la velocidad era poder, y
la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza. Empezó su salida del picado
a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos en ese
gigantesco viento, y justamente en su camino, el barco y la multitud de gaviotas se
desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Asi es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, Juan Salvador
Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la Comida marcando
trescientos dieciocho kilómetros por hora, los ojos cerrados y en medio de un
rugido de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y
nadie resultó muerto. Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun
zumbaba a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender
sus alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad maxima! ¡Una gaviota a trescientos viente
kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más grande y singular en
la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva epoca se abrió para Juan
Salvador Gaviota. Voló hasta su solitaria área de practicas, y doblando sus alas
para un picado desde tres mil metros, se puso a trabajar en seguida para
descubrir la forma de girar.
Se dió cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción
de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda velocidad. Antes
de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movia más de una pluma a
esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue Juan la primera gaviota de
este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió
volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo, el balance lento, el
balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche. Estaba
mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo para aterrizar y
un tonel rápido justo antes de tocar tierra. Cuando sepan, pensó, lo del
Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. ¡Cuánto mayor sentido tiene ahora
la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, hay una
razán para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos
descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser
libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó tierra,
y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo. Estaban,
efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de la Gaviota Mayor
sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias. Ponerse en el Centro
sólo significaba gran vergüenza o gran honor. Situarse en el Centro por Honor, era
la forma en que se señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. ¡Por
supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana: vieron el
Descubrimiento! Pero yo no quiero honores. N
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga.
La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer y
vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan se hizo
oir:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más responsable que
una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un fin más alto para
la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces, pero
ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir; para ser libres!
Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado...
La Bandada parecía de piedra.
-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo
cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda.
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá
de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras
gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se
negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad
podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros
bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para
sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través
del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. Con el
mismo control interior, voló a través de espesas nieblas marinas y subió sobre
ellas hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en
tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra
adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada, lo obtuvo ahora
para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado.
Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, son las razones por
las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer aquellas de su
pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico y
solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que aparecieron juto a sus alas eran
puras como luz de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo
nocturno. Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los
extremos de sus alas avanzando a un preciso y constante centímetro de las
suyas.
8
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había
superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro por
hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron tambien la suya, en
formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. Se dejaron
caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras fueron firmes y
serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exilado. Y ahora volamos a la
vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de metros más, y no
podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha terminado, y ha
llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el entendimiento iluminó
ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían razón. El era capaz de volar
más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica tierra de plata donde tanto
había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes gaviotas para
desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No era muy respetuoso
analizar el cielo justo en el momento en que uno está a punto de entrar en él.
Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación cerrada con las dos
resplandecientes gaviotas, vió que su propio cuerpo se hacía tan resplandeciente
como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que siempre había
existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había cambiado.
Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que con el antiguo.
¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el doble de velocidad, el
doble de rendimiento que en mis mejores dias en la Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y sus alas eran lisas y
perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a familiarizarse con
ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que estaba logrando su
máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez pensó que estaba
volando al tope de su capacidad, y se sintió ligeramente desilusionado. Había un
límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque iba mucho más rápido
que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin embargo un límite que le
costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó, no debería haber
limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que otra gaviota se
afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el Norte, en el
horizonte mismo, volaban unas cuantas mas. Nuevos horizontes, nuevos
pensamientos, nuevas preguntas. ¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso
debería estar lleno de gaviotas! ¿Y por qué estoy tan cansado de pronto? Era de
suponer que las gaviotas en el cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se le estaba haciendo
borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido mucho, por
supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo de la lucha
por la comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a saludarle sin que ni
una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la bienvenida y que esta era su
casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo amanecer ya no recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta pararse un instante en el
aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena. Las otras gaviotas aterrizaron
tambien, pero ninguna movió ni una pluma. Volaron contra el viento, extendidas
sus brillantes alas, y luego, sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus
plumas hasta detenerse en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había
sido una hermosa muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado
cansado para intentarlo. De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera
pronunciado ni una sola palabra, se durmió.
Durante los proximos días vió Juan que había aquí tanto que aprender sobre el
vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una diferencia. Aqui había
gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de ellas lo más importante
de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo que más amaban hacer:
volar. Eran pájaros magníficos, todos ellos, y pasaban hora tras hora cada día
ejercitándose en volar, ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había venido, ese lugar
donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de volar, empleando
sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida. Pero de cuando en
cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor mientras
descansaba en la playa después de una sesión de toneles con ala plegada.
-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya bien acostumbrado a
la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de graznidos y trinos-.
¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo había...
-... miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su cabeza afirmativamente-. La
única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres una gaviota en un millón. La
mayoría de nosotros progresamos com mucha lentitud. Pasamos de un mundo a
otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de donde habíamos venido, sin
preocuparnos hacia donde íbamos, viviendo solo el momento presente. ¿Tienes
idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de
que hay mas en la vida que comer, luchar. o alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil
vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas más hasta que empezamos a aprender
que hay algo llamado perfección, y otras cien para comprender que la meta de la
vida es encontrar esa perfección y reflejarla. La misma norma se aplica ahora a
nosotros, por supuesto: elegimos nuestro mundo venidero mediante lo que hemos
aprendido de éste. No aprendas nada, y el próximo será igual que éste, con las
mismas limitaciones y pesos de plomo que superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has tenido que pasar por
mil vidas para llegar a esta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era difícil mantener la
formación cuando giraban para volar en posición invertida, puesto que entonces
Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento, cambiando la curvatura, y
cambiándola en exacta armonía con la de su instructor.
-Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de nuevo. -Y por
fin-: Bien.-Y entonces empezaron a practicar los rizos exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos nocturnos se
quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y
se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá
de este mundo.
-Chiang... -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
-¿Si, hijo mío?
En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía
volar más y mejor que cualquier gaviota de la Bandada, y había aprendido
habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.
-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea
como el cielo?
-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste
en ser perfecto. -Se quedó callado un momento-. Eres muy rápido para volar,
¿verdad?
-Me... me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el
Mayor se hubiese dado cuenta.
-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta
velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la
velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un límite, y la perfección no
tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar alli.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde
del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una
milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
-Es bastante divertido -dijo.
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?
-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-. Yo he ido donde y
cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es extraño. Las gaviotas que desprecian
la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen
lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas
partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque
el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...
-¿Me puedes enseñar a volar asi? -Juan Gaviota temblaba ante la conquista de
otro desafío.
-Por supuesto, si es que quieres aprender.
-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus
ojos-. Dime qué hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.
-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista -dijo-,
debes empezar por saber que ya has llegado...
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como
prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro
centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber
que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito,
simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el amanecer hasta
después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró moverse ni un
milímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no necesitaste fe para
volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el vuelo. Esto es exactamente
lo mismo. Ahora intentalo otra vez...
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos, concentrado, como un
relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin limitaciones! -Y se estremeció
de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa completamente
distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos soles gemelos y
amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control necesita algo mas de
trabajo...
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos? En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor
ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde y una estrella doble
por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba pronunciado desde que
dejara la Tierra:
-¡RESULTO!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se sabe lo que se hace. Y
ahora, volviendo al tema de tu control...
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas, miraron a Juan con
reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto desaparecer de donde
había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
-Soy nuevo aqui. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender de vosotros.
-Me pregunto se eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie cerca de él-. En diez mil
años no he visto una gaviota con menos miedo de aprender que tú. -La Bandada
se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de turbación.
-Si quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo Chiang-, hasta que
logres volar por el pasado y el futuro. Y entonces, estarás preparado para
empezar lo más difícil, lo más colosal, lo más divertido de todo. Estarás preparado
para subir y comprender el significado de la bondad y el amor.
Pasó un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con tremenda rapidez.
Siempre había sido veloz para aprender lo que la experiencia normal tenía para
enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en Persona, asimiló las
nuevas ideas como si hubiera sido una supercomputadora de plumas.
Pero al fin llegó el día en que Chiang desapareció. Había estado hablando
calladamente con todos ellos, exhortándoles a que nunca dejaran de aprender y
de practicar y de esforzarse por comprender más acerca del perfecto e invisible
principio de toda vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se hicieron más y
más resplandecientes hasta que al fin brillaron de tal manera que ninguna gaviota
pudo mirarle.
-Juan -dijo, y estas fueron las últimas palabras que pronunció-, sigue trabajando
en el amor.
Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había desaparecido.
Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y otra vez en la Tierra
de la que había venido. Si hubiese sabido allí una décima, una centésima parte de
lo que ahora sabía, ¡cuanto más significado habría tenido entonces la vida!
Quedóse allí en la arena y empezó a preguntarse si habría una gaviota allá abajo
que estuviese esforzándose por romper sus limitaciones, por entender el
significado del vuelo más allá de una manera de trasladarse para conseguir
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algunas migajas caídas de un bote. Quizás hasta hubiera un Exilado por haber
dicho la verdad ante la Bandada. Y mientras más practicaba Juan sus lecciones
de bondad, y mientras más trabajaba para conocer la naturaleza del amor, más
deseaba volver a la Tierra. Porque, a pesar de su pasado solitario, Juan Gaviota
había nacido para ser instructor, y su manera de demostrar el amor era compartir
algo de la verdad que había visto, con alguna gaviota que estuviese pidiendo sólo
una oportunidad de ver la verdad por sí misma.
Rafael, adepto ahora a los vuelos a la velocidad del pensamiento y a ayudar a que
los otros aprendieran, dudaba.
-Juan, fuiste Exilado una vez. ¿Por qué piensas ahora que alguna gaviota de tu
pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el refran, y es verdad: Gaviota que ve
lejos, vuela alto. Esas gaviotas de donde has venido se lo pasan en tierra,
graznando y luchando entre ellas. Están a mil kilómetros del cielo. ¡Y tú dices que
quieres mostrarles el cielo desde donde están paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden
ver los extremos de sus propias alas! Quédate aquí. Ayuda a las gaviotas novicias
de aqui, que están bastante avanzadas como para comprender lo que tienes que
decirles.
Se quedó callado un momento, y luego dijo:
-¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus antiguos mundos? ¿Dónde
estarías tú ahora?
El último punto era el decisivo, y Rafael tenía razón. Gaviota que ve lejos, vuelta
alto.
Juan se quedó y trabajó con los novicios que iban llegando, todos muy listos y
rápidos en sus deberes. Pero volvióle el viejo recuerdo, y no podía dejar de pensar
en que a lo mejor había una o dos gaviotas allá en la Tierra que también podrían
aprender. ¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado cuando
era un Exilado!
-Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien. Te podrán incluso
ayudar con los nuevos.
Rafael suspiró, pero prefirió no discutir. -Creo que te echaré de menos, Juan -fue
todo lo que le dijo.
-¡Rafa, qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas necio! ¿Qué
intentamos practicar todos los días? ¡Si nuestra amistad depende de cosas como
el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio y el tiempo,
habremos destruido nuestra propia hermandad! Pero supera el espacio, y nos
quedará sólo un Aqui. Supera el tiempo, y nos quedará sólo un Ahora. Y entre el
Aqui y el Ahora, ¿no crees que podremos volver a vernos un par de veces?
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Rafael Gaviota tuvo que soltar una carcajada.
-Estás hecho un pájaro loco -dijo tiernamente-. Si hay alguien que pueda mostrarle
a uno en la Tierra cómo ver a mil millas de distancia, ése será Juan Salvador
Gaviota. -Quedóse mirando la arena-: Adiós, Juan, amigo mío.
-Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver. -Y con esto, Juan evocó en su pensamiento la
imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de otros tiempos, y supo,
con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y plumas, sino una perfecta
idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna.
Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya sabía que no había pájaro
peor tratado por una Bandada, o con tanta injusticia.
-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se nubló mientras volaba
hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es tanto más importante que un simple
aletear de aqui para alla! ¡Eso lo puede hacer hasta un... hasta un mosquito! ¡Sólo
un pequeño viraje en tonel alrededor de la Gaviota Mayor, nada más que por
diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos acaso? ¿Es que no pueden ver? ¿Es
que no pueden imaginar la gloria que alcanzarían si realmente aprendiéramos a
volar?
Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es volar! No seré más que
un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré que se arrepientan...
La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le asustó tanto que
se equivocó y dio una voltereta en el aire.
-No seas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas
solamente se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán cuenta de ello; y un
día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender.
A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la gaviota más
resplandeciente de todo el mundo, planeando sin esfuerzo alguno, sin mover una
pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.
El caos reino por un momento dentro del joven pájaro.
-¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?
Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento, exigiendo una
contestación:
-Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?
-¡SI, QUIERO VOLAR!
-Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a la Bandada, y
aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás para ayudarles a comprender?
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No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por orgulloso o herido
que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.
-Sí, quiero -dijo suavemente.
-Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y la voz fue muy tierna-,
empecemos con el Vuelo Horizontal...
Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados; observaba. Este rudo y
joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi perfecto. Era fuerte, y ligero, y
rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador deseo de
aprender a volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un rugido,
pasando como un bólido a su instructor, a doscientos veinte kilómetros por hora.
Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance de dieciséis puntos, vertical
y lento, contando los puntos en voz alta.
...ocho... nueve... diez... ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad -del-aire...
once... Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas... doce...... pero-
¡caramba!-no-puedo-llegar... trece... a-estos-últimos- puntos... sin... cator...
¡aaakk...!
La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al
fracasar. Se fue de espaldas, volteó, se cerró salvajemente en una barrena
invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se
hallaba su instructor.
-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado
estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo lograré!
Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.
-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan
brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros por hora en la entrada! ¡Tienes
que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese encabritamiento.
Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero
curiosos por esta nueva visión del vuelo por el puro gozo de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos que
a comprender la razón oculta de ello.
17
-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea
ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa -, y el vuelo de alta
precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza.
Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas
prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias... y sus alumnos se
dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era
rápido y excitante y les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada
lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota, había llegado a
creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las
plumas.
-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-,
no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes ver. Rompe las
cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero
dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable ficción, y ellos
necesitaban más que nada dormir.
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de
volver a la Bandada.
-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos
bienvenidos!
-¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos,
¿verdad?
-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se
elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada
que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una sola vez en diez
mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar
adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por si solo a la hostil Bandada.
-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada,
¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es allá donde se
nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en
formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas.
Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros
por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique
Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la formación entera giró
lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro... de horizontal... a...
invertido... a... horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.
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Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la
formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les
observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros
ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que
terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como si este tipo de
cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica de vuelo.
-Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al
momento de juntaros...
Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto!
¡Y eso... eso no puede ser! Las predicciones de Pedro acerca de un combate se
desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero, oye,
¿dónde aprendieron a volar asi?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la
Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado. Quien
mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan,
quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus sesiones de prácticas
exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus
alumnos hasta el límite de sus habilidades.
-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el vuelo lento! Pruébalo
primero y alardea después! ¡VUELA!
Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso Gaviota, paralizado al
verse el blanco de los disparos de su instructor, se sorpendió a sí mismo al
convertirse en un mago del vuelo lento. En la más ligera brisa, llegó a curvar sus
plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde la arena hasta las nubes y abajo
otra vez.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló sobre el Gran Viento de
la Montana a ocho mil doscientos metros de altura y volvió, maravillado y feliz y
azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al otro día.
Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró superar su caida "en
hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día siguiente, con sus plumas refulgentes
de soleada blancura, llegó a su culminación ejecutando un tonel triple que fue
observado por más de un ojo furtivo.
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A toda hora Juan estaba allí junto a sus alumnos, enseñando, sugiriendo,
presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y tormenta, por el puro
gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonoba miserablemente en tierra.
Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y llegado el momento
escuchaban de cerca a Juan. Tenía él ciertas ideas locas que no llegaban a
entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.
Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de los alumnos; un
círculo de curiosos que escuchaban allí, en la oscuridad, hora tras hora, sin deseo
de ver ni de ser vistos, y que desaparecían antes del amanecer.
Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada cruzó la línea y
pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence Lowell Gaviota se
convirtió en un pájaro condenado, marcado por el Exilio y octavo alumno de Juan.
La próxima noche vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota, vacilante por la
arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los pies de Juan.
-Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-. Más que nada en el
mundo, quiero volar...
-Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atras la tierra y empecemos.
-No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.
-Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu verdadero ser, aquí y
ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la Ley de la Gran Gaviota, la Ley
que Es.
-¿Estás diciendo que puedo volar?
-Digo que eres libre.
Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el menor esfuerzo, y se
alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus fuerzas y desde doscientos
metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño:
-¡Puedo volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!
Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de alumnos, mirando
con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no vistos, y escuchaban,
tratando de comprender a Juan Gaviota.
Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota vuele; que la libertad
es la misma escencia de su ser; que todo aquello que le impida esa libertad debe
ser eliminado, fuera ritual o superstición o limitación en cualquier forma.
-Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de la Bandada?
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-La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad -dijo Juan-. No hay
otra.
-¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra voz-. Tú eres
especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.
-¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a Maria Antonio! ¿Son también
ellos especiales y dotados y divinos? No más que vosotros, no más que yo. La
única diferencia, realmente la única, es que ellos han empezado a comprender lo
que de verdad son y han empezado a ponerlo en práctica.
Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se habían dado cuenta de
que era eso lo que habían estado haciendo.
Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a idolatrar, a
despreciar.
-Dicen en la Bandada que si no eres el Hijo de la misma Gran Gaviota -le contó
Pedro a Juan, una mañana después de las prácticas de Velocidad Avanzada-,
entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por delante de tu tiempo.
Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido, pensó. Te llaman diablo o
te llaman dios.
-¿Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro tiempo?
Un largo silencio.
-Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de quien quisiera
aprender a descubrirla; y esto nada tiene que ver con el tiempo. A lo mejor nos
hemos anticipado a la moda; a la manera de volar de la mayoría de las gaviotas.
-Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear invertidamente por un rato-. Eso
es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro tiempo.
Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba explicando los principios
del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos alumnos. Acababa de salir de su
picado desde cuatro mil metros -una verdadera estela gris disparada a pocos
centímetros de la playa-, cuando un pajarito en su primer vuelo planeó justamente
en su camino, llamando a su madre. En una décima de segundo, y para evitar al
joven, Pedro Pablo Gaviota giró violentamente a la izquierda, y a mas de
trescientos kilómetros por hora fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.
Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y gigantesca puerta hacia otros
mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de tinieblas se le echó encima
junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un cielo extraño, extraño, olvidando,
recordando, olvidando; temeroso y triste y arrepentido; terriblemente arrepentido.
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La voz le llegó como en aquel primer día en que había conocido a Juan Salvador
Gaviota.
-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la superación de nuestras
limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos cruzar a través de rocas
hasta algo más tarde en el programa.
-¡Juan!
-También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su instructor, secamente.
-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he... no me había... muerto?
-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás viendo ahora, es obvio que no
has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue cambiar tu nivel de conciencia
de manera algo brusca. Ahora te toca escoger. Puedes quedarte aquí y aprender
en este nivel -que para que te enteres, es bastante más alto que el que dejaste-, o
puedes volver y seguir trabajando con la Bandada. Los Mayores estaban
deseando que ocurriera algún desastre y se han sorprendido de lo bien que les
has complacido.
-¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas empezando con el
nuevo grupo!
-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de que el cuerpo de
uno no es más que el pensamiento puro...?
Pedro sacudió la cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y se halló al pie de la
roca y en el centro de toda la Bandada allí reunida. De la multitud surgió un gran
clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a moverse.
-¡Vive! ¡El que había muerto, vive!
-¡Le tocó con un extremo del ala! ¡Lo resucitó! ¡El Hijo de la Gran Gaviota!
-¡No! ¡El lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a aniquilar a la Bandada!
Había cuatro mil gaviotas en la multitud, asustadas por lo que había sucedido, y el
grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como viento en una tempestad oceánica.
Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.
-Pedro, ¿te parecer mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.
-Bueno, yo no pondría inconvenientes si...
Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los relampagueantes picos de
la turba se cerraron en el vacío.
-¿Por qué será -se preguntó Juan perplejo- que no hay nada más difícil en el
mundo que convencer a un pájaro de que es libre, y de que lo puede probar por sí
mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será tan dificil?
22
Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.
-¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
-Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?
-¡Si! pero, ¿cómo has...?
-Como todo, Pedro. Práctica.
A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia, pero no Pedro.
-Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo acerca de amar lo
suficiente a la Bandada como para volver a ella y ayudarla a aprender?
-Claro.
-No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de pájaros que acaba
de intentar matarte.
-Vamos, Pedro, ¡no es eso lo que tú amas! Por cierto que no se debe amar el odio
y el mal. Tienes que practicar y llegar a ver a la verdadera gaviota, ver el bien que
hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean en sí mismas. Eso es lo que quiero
decir por amar. Es divertido, cuando le aprendes el truco. Recuerdo, por ejemplo,
a cierto orgulloso pájaro, un tal Pedro Pablo Gaviota. Exilado reciente, listo para
luchar hasta la muerte contra la Bandada, empezaba ya a construirse su propio y
amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora,
construyendo su propio cielo, y guiando a toda la Bandada en la misma dirección.
Pedro se volvió hacia su instructor, y por un momento surgió miedo en sus ojos.
-¿Yo guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el instructor aqui. ¡Tú no
puedes marcharte!
-¿Ah, no? ¿No piensas que hay acaso otras Bandadas, otros Pedros, que
necesitan más a un instructor que ésta, que ya va camino de la luz?
-¿Yo? Juan, soy una simple gaviota, y tú eres...
-...el único Hijo de la Gran Gaviota, ¿supongo? -Juan suspiró y miró hacia el mar-.
Ya no me necesitas. Lo que necesitas es seguir encontrándote a tí mismo, un
poco más cada día; a ese verdadero e ilimitado Pedro Gaviota. El es tu instructor.
Tienes que comprenderle, y ponerlo en práctica.
Un momento mas tarde el cuerpo de Juan trepidó en el aire, resplandeciente, y
empezó a hacerse transparente.
-No dejes que se corran rumores tontos sobre mí, o que me hagan un dios. ¿De
acuerdo, Pedro? Soy gaviota. Y quizá me encante volar...
-¡JUAN!
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-Pobre Pedro. No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo muestran limitaciones. Mira
con tu entendimiento, descubre lo que ya sabes, y hallarás la manera de volar.
El resplandor se apagó. Y Juan Gaviota se desvaneció en el aire.
Después de un tiempo, Pedro Gaviota se obligó a remontar el espacio y se
enfrentó con un nuevo grupo de estudiantes, ansiosos de empezar su primera
lección.
-Para comenzar -dijo pesadamente-, tenéis que comprender que una gaviota es
una idea ilimitada de la libertad, una imagen de la Gran Gaviota, y todo vuestro
cuerpo, de extremo a extremo del ala, no es más que vuestro propio pensamiento.
Los jóvenes lo miraron con extrañeza. ¡Vaya, hombre!, pensaron, eso no suena a
una norma para hacer un rizo...
Pedro suspiró y empezó otra vez:
-Hum... ah... muy bien -dijo, y les miró críticamente-. Empecemos con el vuelo
horizontal. -Y al decirlo, comprendió de pronto que, en verdad, su amigo no había
sido más divino que el mismo Pedro.
¿No hay límites, Juan? pensó. Bueno, ¡llegará entonces el día en que me
apareceré en tu playa, y te enseñaré un par de cosas acerca del vuelo!
Y aunque intentó parecer adecuadamente severo ante sus alumnos, Pedro
Gaviota les vió de pronto tal y como eran realmente, sólo por un momento, y más
que gustarle, amó aquello que vió. ¿No hay límites, Juan?, pensó, y sonrió. Su
carrera hacia el aprendizaje había empezado...
---
Fin

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