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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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martes, 19 de mayo de 2009

BESTIARIO -- MITO : LA SIRENA -- RAY BRADBURY


La Sirena
RAY BRADBURY
*
* *
Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
*Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? *preguntó McDunn.
*Sí *dije*. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
*Bueno, mañana irás a tierra *agregó McDunn sonriendo* a bailar con las muchachas y tomar gin.
*¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
*En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
*Los misterios del mar *dijo McDunn pensativamente*. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
*Oh, hay tantas cosas en el mar. *McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa*. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
*Sí, es un mundo viejo.
*Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
*Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? *McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza*. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año *dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla*, algo viene a visitar el faro.
*¿Los cardúmenes de peces?
*No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
*Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a tí toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida».
La sirena llamó.
*Imaginé esta historia *dijo McDunn en voz baja* para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
*Pero... *interrumpí.
*Chist... *ordenó McDunn*. ¡Allí!
Señaló los abismos.
Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
*Calma, muchacho, calma *murmuró McDunn.
*¡Es imposible! *exclamé.
*No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
*¡Parece un dinosaurio!
*Sí, uno de la tribu.
*¡Pero murieron todos!
*No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
*¿Qué haremos?
*¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
*¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
*¿Entiendes ahora *susurró McDunn* por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
*Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir.
»El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
*El año pasado *dijo McDunn*, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego e hielo.
*Así es la vida *dijo McDunn*. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
*Veamos que ocurre *dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
*¡McDunn!* grité*. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
*¡Abajo! *gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
*¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
*Escucha *dijo McDunn en voz baja*. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultado bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
*Se vino abajo, eso es todo *dijo McDunn gravemente*Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
*Por si acaso *dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
*Se fue *dijo McDunn*.Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.
F I N

BESTIARIO -- MITO : LA VARIANTE DEL UNICORNIO



Roger Zelazny

La Variante del Unicornio





Era un jolgorio de luminarias, una explosión de luces; se movía con una deliberación clara, casi como predestinada, entrando y saliendo en fase de existencia y no existencia como el paisaje de un anochecer de tormenta eléctrica; aunque quizá la oscuridad que hay entre los relámpagos estuviera más de acuerdo con su verdadera naturaleza: un remolino de negras cenizas reunidas en danzante cadencia al maullante compás del viento del desierto, arroyo abajo tras los edificios; tan vacío pero sin embargo lleno cual las páginas de libros nunca leídos, o los silencios que hay entre las notas de una canción.
Desaparecido de nuevo. Aparecido de nuevo. Desaparecido de nuevo.
¿Energía? Sí. Se necesita una considerable fuerza de identidad para manifestarse antes o después del tiempo de uno. O ambas cosas.
Y mientras se desvanecía y concretaba también avanzaba, moviéndose a través de la tarde, con sus huellas borradas por el viento. Es decir, en aquellas ocasiones en las que dejaba huellas.
Una razón. Siempre debería haber una razón. O razones.
Sabía por qué estaba allí... pero no por qué estaba allí; en aquel lugar en particular.
Presuponía que iba a enterarse de aquello bien pronto, mientras se acercaba a la línea, agobiada por la desolación, que era la vieja calle. No obstante, sabía que la razón también podía llegar antes, o después. Y, sin embargo, el tirón estaba de nuevo allí y la fuerza de su entidad era tal que tenía que estar cerca de algo.
Los edificios estaban destartalados y algunos de ellos caídos y todos ellos con corrientes de aire y polvorientos y vacíos. Crecían hierbas en las rendijas de las maderas del suelo. Los pájaros hacían nidos sobre las vigas. Por todas partes había excrementos de animales salvajes; y aquello los conocía a todos, tan bien como los hubiera conocido si se los hubiera encontrado cara a cara.
Se quedó helado, pues de algún punto por delante y a la izquierda había sonado el más leve pero inesperado ruido. En aquel momento estaba entrando de nuevo en fase de existencia y esto liberó su silueta, que desapareció tan rápidamente como un arco iris en el infierno; pero la desnuda presencia permaneció más allá de toda sustracción.
Invisible pero existente, fuerte, se movió de nuevo. La clave, la pista.
Delante. A la izquierda. Más allá de la borrada palabra SALOON en el envejecido cartel de encima. A través de las puertas batientes, una de ellas clavada en la posición abierta.
Hacer una pausa y observar.
Barra a la derecha, polvorienta. Espejo roto tras ella. Botellas vacías.
Botellas rotas. Un apoyapiés de latón, manchado. Mesas a la izquierda y atrás, en varios estados de degradación.
Un hombre sentado en la mejor de todas. De espaldas a la puerta. Tejanos. Botas de montañero. Camisa azul desteñida. Una mochila verde apoyada contra la pared a su izquierda.
Ante él, sobre el tablero de la mesa, está la casi invisible cuadrícula de un tablero de ajedrez pintado, ahora manchado, rayado, casi borrado.
El cajón en el que ha encontrado las piezas aún está medio abierto.
Le habría sido tan imposible pasar por delante de un juego de ajedrez sin trabajar en un problema o volver a jugar una de sus mejores partidas, como ir por ahí sin respirar, sin que circulase su sangre o sin mantener una temperatura corporal relativamente estable.
Aquello se acercó más, y quizá hubiera huellas frescas tras él en el polvo, pero nadie las vio.
Aquello también jugaba al ajedrez.
Aquello miró cómo el hombre volvía a jugar la que quizá hubiera sido su mejor partida, de las preliminares de los campeonatos mundiales de hacía siete años.
Tras eso se había deshinchado, sorprendido de haber logrado llegar tan lejos como había llegado, pues la verdad era que nunca podía jugar bien cuando se sentía presionado. Pero siempre se había sentido orgulloso de aquella partida, y la revivía, tal como todos los seres sensibles reviven algunos momentos cruciales de sus vidas. Durante quizá unos veinte minutos nadie había estado a su altura. Se había notado brillante y puro y duro y despejado. Se había sentido como los mejores.
Aquello se colocó al otro lado del tablero, frente a él y miró. El hombre completó la partida, sonriente. Luego volvió a disponer las piezas, se alzó y tomó una lata de cerveza de su mochila. Abrió la lengüeta.
Cuando regresó, descubrió que el peón de rey blanco había sido adelantado a 4 rey. Frunció el ceño. Volvió la cabeza, rebuscando por el bar, encontrándose con su propia mirada desconcertada en el roto espejo. Miró bajo la mesa. Dio un trago a la cerveza y se sentó.
Tendió la mano y movió su peón a 4 rey. Un momento más tarde vio al caballo del rey blanco alzarse lentamente en el aire y planear hacia adelante para aterrizar en 3 alfil rey. Miró largo rato hacia la nada que había al otro lado de la mesa antes de avanzar su propio caballo a 3 alfil rey.
El caballo blanco se movió para matar su peón. Se olvidó de lo inusitado de la situación y movió su peón a 3 reina. Prácticamente se olvidó de la ausencia de un oponente tangible cuando el caballo blanco regresó a 3 alfil rey. Hizo una pausa para dar un sorbo de cerveza, pero apenas hubo depositado la lata sobre la mesa, cuando ésta se alzó de nuevo, pasó sobre el tablero y fue inclinada.
Siguió un sonido de gorgoteo. Luego la lata cayó al suelo, rebotando con ruido de vacía.
–Lo lamento –dijo, alzándose y volviendo a su mochila–. Le habría ofrecido una si hubiera supuesto que le iba a gustar.
Abrió dos latas más, regresó con ellas, colocó una cerca del borde más alejado de la mesa y otra junto a su mano derecha.
–Gracias –dijo una voz suave desde algún punto más allá.
La lata fue alzada, inclinada ligeramente y devuelta a la mesa.
–Me llamo Martin –dijo el hombre.
–Puede llamarme Tlingel –dijo la voz–. Pensé que quizá su especie se había extinguido. Me complace el que al menos usted haya sobrevivido para permitirme disfrutar de esta partida.
–¿Cómo? –se asombró Martin. Mi especie seguía viva la última vez que miré por ahí... hace un par de días.
–No importa. Me ocuparé de eso más tarde –repuso Tlingel–. Me engañó la apariencia de este lugar.
–¡Oh! Es que es un pueblo abandonado. Me gusta ir de excursión a lugares como éste.
–No es importante. Estoy cerca del punto adecuado de su especie. Eso al menos puedo notarlo.
–Me temo que no le sigo...
–No estoy totalmente seguro de que le gustara seguirme. Supongo que pretende usted matar ese peón.
–Quizá. Sí, deseo hacerlo. ¿De qué está usted hablando?
La lata de cerveza se alzó. La entidad invisible dio otro trago.
–Bueno –dijo Tlingel–, para explicarlo de un modo sencillo, le diré que sus...
sucesores se están impacientando. Y como es importante su lugar en el esquema de las cosas, tuve el poder suficiente como para venir y estudiar la situación.
–¿Sucesores? No entiendo.
–¿Ha visto a algún grifón recientemente?
–He oído esas historias –dijo Martin riendo– y he visto las fotos de uno que supuestamente habrían cazado en las rocas. Naturalmente es un engaño.
–Naturalmente debe de parecerlo. Así acostumbra a suceder con las bestias míticas.
–¿Está tratando de decirme usted que era real?
–Ciertamente. Su mundo no está demasiado bien. Cuando murió el último oso gris, recientemente, se les abrió el camino a los grifones... tal como la muerte del último de los aepyornis trajo de vuelta al yeti, la del dodo al monstruo del lago Ness, la de la paloma pasajera al sasquatch, la de la ballena azul al kraken, la del águila americana al pájaro roc...
–Eso habría que demostrarlo.
–Dé otro trago.
Martin tendió la mano hacia la lata, detuvo su mano y miró muy fijamente.
Un ser de aproximadamente unos cinco centímetros de largo, con rostro humano, cuerpo parecido al del león y alas con plumas estaba agazapado junto a la lata de cerveza.
–Una miniesfinge –prosiguió la voz–. Llegaron aquí cuando ustedes mataron los últimos virus de la viruela.
–¿Está tratando usted de decirme que, cuando una especie natural muere, otra mítica ocupa su lugar?
–Para decirlo con una sola palabra... si. Ahora. No siempre ha sido así, pero han destruido ustedes los mecanismos de la evolución. Y el equilibrio es ahora restablecido por los de la tierra del amanecer... nosotros que nunca hemos estado realmente en peligro como especies. Regresamos, en nuestro propio tiempo.
–Así que usted... sea lo que usted sea, Tlingel... ¿dice que la Humanidad sí que está en peligro de extinción?
–Y mucho. Pero no hay nada que usted pueda hacer al respecto, ¿no es así? De modo que sigamos con la partida.
La esfinge se fue volando. Martin dio un sorbo a la cerveza y mató el peón.
–¿Quiénes van a ser nuestros sucesores? –preguntó entonces.
–La modestia casi me impide contestar a eso –afirmó Tlingel–. Porque, tratándose de una especie tan preeminente como lo es la de ustedes, naturalmente debe de ser la más hermosa, la más inteligente y la más importante de todas las nuestras.
–¿Y qué es lo que son ustedes? ¿Hay algún modo en el que pueda echarle una ojeada?
–Bueno... sí, aunque tenga que hacer un cierto esfuerzo La lata de cerveza se alzó, fue vaciada y cayó al suelo. Siguieron una serie de sonidos tableteantes, que se retiraban de la mesa. El aire comenzó a centellear sobre una gran área sita frente a Martin, oscureciéndose dentro del creciente llamear. La silueta siguió aumentando su brillo, mientras que el interior se hacía negro carbón. La forma se movió, pavoneándose por el salón, mientras pequeñas huellas de cascos hendidos marcaban los maderos del suelo. Con un relámpago final casi cegador, apareció a plena vista y Martin abrió mucho la boca, al verlo.
Un unicornio negro con burlones ojos amarillos se mostraba ante él, alzándose por un momento sobre sus patas traseras para imitar una pose heráldica. Los fuegos centellearon en derredor de él, por un instante más, luego se desvanecieron.
Martin se había echado hacia atrás, alzando una mano en ademán defensivo.
–¡Míreme! –exclamó Tlingel–. ¡Aquí estoy ante usted; un antiguo símbolo de valor, de belleza y de sabiduría!
–Creí que el típico unicornio era blanco –dijo por fin Martin –Yo soy arquetípico –le respondió Tlingel, dejándose caer sobre las cuatro patas–, y poseo virtudes que van más allá de lo ordinario.
–¿Como cuáles?
–Continuemos con nuestra partida.
–¿Y qué hay del destino de la raza humana? Ha dicho usted que...
–...Y dejemos la charla sin importancia para luego.
–Desde luego, yo no considero que la destrucción de la Humanidad sea algo sin importancia.
–Y, si tiene usted algo más de cerveza...
–De acuerdo –aceptó Martin, retirándose hacia su mochila mientras aquel ser avanzaba, con sus ojos como un par de soles pálidos–. Ahí va algo de cerveza.
Algo había desaparecido de la partida. Cuando Martin se sentó ante el cuerno color ébano que había en la inclinada cabeza de Tlingel, como un insecto a punto de ser atravesado por una aguja, se dio cuenta de que acababa de perder su habilidad para jugar. Había notado la presión en el mismo momento en que había visto a la bestia... y además estaba aquello del inminente fin de la Humanidad.
Si hubiera sido el típico pesimista el que hubiera dicho tal cosa, no le hubiera perturbado, pero viniendo de una fuente tan peculiar como aquélla...
Su anterior ánimo había desaparecido. Ya no se encontraba en una forma insuperable. Y Tlingel era bueno, muy bueno. Martin se descubrió pensando si, al menos, lograría forzar tablas.
Al cabo de un tiempo vio que no iba a poder lograrlo y concedió la partida.
El unicornio le miró y sonrió.
–No juega nada mal... para ser un humano –admitió.
–Otras veces lo he hecho mejor.
–No es ninguna vergüenza perder ante mí, humano. Incluso entre los seres míticos hay bien pocos que puedan ofrecerle al unicornio una buena partida.
–Me complace ver que no se ha aburrido usted del todo –dijo Martin–. Ahora, ¿me dirá eso de que me estaba hablando antes acerca de la destrucción de mi especie?
–¡Oh, eso! –repuso Tlingel–. En la tierra del amanecer, en donde habitan aquellos que no son como yo, noté que la posibilidad de que ustedes desaparecieran llegaba como una suave brisa a las ventanas de la nariz, con la promesa de abrir el camino para nosotros...
–¿Y cómo se supone que va a suceder esto?
Tlingel hizo un gesto de indiferencia, con su cuerno estremeciéndose en el aire y un movimiento de la cabeza.
–Realmente no lo puedo saber. Pocas veces las premoniciones son especificas. De hecho, eso es lo que vine a descubrir aquí. Y ya debería haberlo hecho, pero usted me distrajo con su cerveza y una buena partida.
–¿Y no podría equivocarse en eso?
–Lo dudo. Esa es la otra razón por la que estoy aquí.
–Haga el favor de explicarse.
–¿Le queda alguna cerveza?
–Creo que dos.
–Por favor.
Martin se alzó y las cogió.
–¡Maldita sea, a ésta se le ha roto la lengüeta! –exclamó.
–Colóquela sobre la mesa y agárrela con fuerza.
–De acuerdo.
El cuerno de Tlingel cayó hacia abajo con rapidez, perforando la tapa de la lata.
–Es útil para muchas cosas –observó Tlingel, retirándolo.
–La otra razón por la que está usted aquí... –le recordó Martin.
–Es únicamente porque yo soy especial. Puedo hacer cosas que los otros no pueden hacer.
–¿Cuáles?
–Hallar su punto débil e influir en los acontecimientos para aprovecharlo...
para acelerar las cosas. Para convertir la posibilidad en una probabilidad y, entonces...
–¿Es usted quien nos va a destruir? ¿Personalmente?
–Ese es un modo equivocado de mirarlo. Es más bien como una partida de ajedrez.
En ella se trata tanto de aprovecharse de las debilidades del contrario como de emplear las fuerzas propias. Si ustedes no me hubieran preparado ya el camino yo sería impotente Yo sólo puedo influir en lo que ya existe.
–Entonces, ¿qué es lo que será? ¿La Tercera Guerra Mundial? ¿Una catástrofe ecológica? ¿La mutación de una enfermedad?
–Realmente aún no lo sé, así que le agradecería que dejase de acosarme con ese tipo de preguntas. Le repito que, en este momento, sólo estoy observando. Soy un agente de..
–A mí no me parece que las cosas estén así.
Tlingel siguió en silencio. Martin comenzó a recoger las piezas del ajedrez.
–¿Es que no va a colocarlas de nuevo en el tablero?
–¿Para divertir un poco más a quien me va a destruir? ¡No, gracias!
–No hay que tomarse las cosas así...
–Además, éstas son las últimas cervezas.
–Oh. –Tlingel se quedó mirando con deseo a las piezas que iban desapareciendo de la vista, y luego indicó–: Estaría dispuesto a volver a jugar con usted, aunque no haya más bebida.
–No, gracias.
–Está usted irritado.
–Si la situación fuera la inversa, ¿no lo estaría usted?
–Está usted antropomorfizando.
–¿Y bien?
–¡Oh!, supongo que sí lo estaría.
–Podría darnos una oportunidad, ¿sabe usted? Al menos, dejarnos cometer nuestros propios errores.
–Ustedes no les han dado ninguna oportunidad a todos los seres extintos, a esos a los que mis colegas están sucediendo.
Martin enrojeció.
–De acuerdo, se han apuntado un tanto. Pero no tiene por qué gustarme cómo están las cosas.
–Es usted un buen jugador, lo sé...
–Si fuera capaz de volver a jugar como en mis buenos tiempos, estoy seguro de que le ganaría, Tlingel.
El unicornio resopló lanzando dos pequeñas nubecillas de humo.
–No es usted tan bueno –negó Tlingel.
–Me parece que eso no lo va a saber usted jamás.
–¿Es una proposición?
–Posiblemente. ¿Qué valor le daría usted a otra partida?
Tlingel hizo un sonido parecido a una risita.
–Déjeme imaginarlo: va usted a decirme que, si me gana, quiere que prometa que no voy a actuar sobre el eslabón más débil de la Humanidad para provocar el fin.
–Naturalmente.
–¿Y qué es lo que obtengo yo si gano?
–El placer de jugar. Eso es lo que usted desea, ¿no?
–Me parece que las condiciones son un tanto favorables a usted, ¿no?
–No si, de todos modos, usted me va a ganar. Y no deja usted de afirmar que me va a ganar...
–De acuerdo, coloque las piezas.
–Antes tiene usted que saber otra cosa de mí.
–¿Sí?
–No juego muy bien cuando me siento presionado, y esta partida va a representar para mí una tensión terrible. Y quiere usted que juegue lo mejor que sepa, ¿no es cierto?
–Sí, pero me temo que no tengo modo en que ajustar sus propias reacciones.
–Creo que eso es algo que podría hacer por mí mismo si tuviera entre cada movimiento más tiempo del usual.
–Acepto.
–Pero le hablo de un montón de tiempo.
–¿En qué está pensando?
–Necesito tiempo para apartar mi mente de la partida, para relajarme, para volver ante el tablero como si las posiciones de las piezas fueran únicamente problemas.
–¿Quiere decir que se quiere ir de aquí entre los movimientos?
–Sí.
–De acuerdo. ¿Por cuánto tiempo?
–No lo sé. Quizá unas pocas semanas.
–Tómese un mes. Consulte a los expertos de su raza, ponga a los ordenadores a trabajar en ello. Quizá eso haga que la partida resulte algo más interesante.
–Realmente, no pensaba hacer esas cosas.
–Entonces, lo que está intentando es ganar tiempo.
–Bueno, eso no puedo negarlo. Por otra parte, lo necesitaré.
–En ese caso, yo también tengo algunas condiciones. Quisiera que este sitio estuviese limpio, ordenado, más apropiado para vivir; está hecho un desastre. Y quisiera un barril de cerveza.
–De acuerdo, me ocuparé de que así sea.
–Entonces, estoy de acuerdo. Veamos quién juega primero.
Martin cambió un peón blanco y uno negro de una mano a la otra debajo de la mesa. Luego levantó los puños cerrados y los extendió hacia su contrincante.
Tlingel se inclinó y con la punta de su cuerno negro tocó la mano izquierda de Martin.
–Bueno, combina con mi piel lustrosa y brillante –anunció el unicornio al ver el peón negro.
Martin sonrió, acomodando las blancas para él, y las negras para su contrincante. Apenas hubo terminado movió su peón a 4 rey.
La pata delicada y de color ébano de Tlingel adelantó el peón de rey negro a 4 rey.
–Supongo que ahora necesitará un mes para pensarse el próximo movimiento, ¿verdad?
Martin no respondió, pero movió su caballo a 3 alfil rey. Tlingel movió inmediatamente un caballo a 3 alfil reina.
Martin bebió un trago de cerveza y luego movió su alfil a 5 caballo. El unicornio movió el otro caballo a 3 alfil. Martin enrocó inmediatamente y Tlingel movió el caballo para matar su peón.
–Creo que lo lograremos –dijo Martin repentinamente–, si nos dejan solos.
Siempre aprendemos de nuestros errores, a su tiempo.
–Las criaturas mitológicas no existen especialmente en el tiempo. Su mundo es un caso particular.
–¿Quiere decir que su gente nunca comete errores?
–Cuando los hacemos, son algo poético.
Martin respiró profundamente y adelantó su peón a 4 reina. Tlingel respondió en seguida moviendo el caballo a 3 reina.
–Tengo que parar –dijo Martin poniéndose de pie–. Me estoy volviendo loco y eso afecta mi juego.
–¿Quiere decir que se marcha?
–Sí.
El hombre se volvió para coger su mochila.
–¿Le veré aquí mismo dentro de un mes?
–Sí.
–Muy bien.
El unicornio se levantó, pateó con fuerza el suelo y unas luces comenzaron a iluminar su piel oscura. De pronto, brillaron esparciéndose por todas partes, como una explosión silenciosa. Luego, siguió una ola de oscuridad.
Martin se encontró apoyado contra la pared; estaba temblando. Cuando se quitó la mano de los ojos, descubrió que estaba solo, a excepción de los caballos, los alfiles, los reyes, las reinas, las torres y los dos peones del rey.
Se marchó.
Tres días después, Martin regresó al mismo sitio en una camioneta, con un generador, maderas, ventanas, herramientas, pintura, productos de limpieza y cera. Quitó el polvo, pasó una aspiradora y cambió todas las maderas rotas.
Instaló las ventanas y pulió el viejo latón hasta dejarlo brillante. Limpió y fregó, enceró los suelos y luego les sacó brillo. Arregló los agujeros y limpió los cristales. Apiló toda la basura y la sacó de allí.
Le llevó prácticamente toda la semana convertir aquel viejo lugar en el saloon que alguna vez había sido. Luego condujo nuevamente hasta la ciudad, devolvió todo el equipo que había alquilado y compró un billete de avión para el noroeste del país.
El bosque, enorme y húmedo, era otro de sus sitios favoritos para esconderse, para pensar. Estaba deseando cambiar de ambiente, rodearse de un paisaje completamente distinto. No era que su siguiente movimiento no fuese obvio, completamente normal; sino que había algo que le molestaba...
Sabía que era más que una simple partida. Antes de aquello, había estado preparado para alejarse otra vez, para caminar adormecido entre las sombras, respirando aire puro.
Descansando, con la espalda apoyada en las enormes raíces de un árbol gigante, extrajo un pequeño juego de ajedrez de su mochila y lo acomodó sobre una roca que previamente había acercado para que le hiciese de mesa. Caía una lluvia muy fina, que casi parecía niebla; pero por ahora el árbol le protegía. Reconstruyó el inicio del juego hasta el movimiento del caballo de Tlingel a 3 reina. Lo más común hubiese sido matar el caballo con el alfil, pero él no lo hizo.
Observó el tablero durante largo rato, sintió que los párpados le pesaban y los cerró adormeciéndose. Sólo pudieron pasar unos minutos; pero después nunca estuvo seguro de ello.
Algo le despertó, no sabía lo que era. Parpadeó varias veces y volvió a cerrar los ojos. Luego, los abrió rápidamente.
Tenía la cabeza inclinada hacia. abajo y sus ojos, que miraban el suelo, se encontraron con un enorme par de pies peludos y descalzos; eran los pies más grandes que había visto jamás. Estaban inmóviles delante de él, un poco hacia la derecha.
Lenta, muy lentamente levantó la mirada; pero no llegó muy lejos. La criatura medía menos de metro y medio. Como estaba mirando hacia el tablero de ajedrez y no hacia él, tuvo oportunidad de observarla.
No llevaba ropa, pero los pelos cubrían todo su cuerpo, que era de color marrón oscuro y obviamente masculino. Tenía unas cejas tupidas y gruesas, y unos ojos profundos que hacían juego con el color de su piel. Sus hombros eran anchos y tenía manos de cinco dedos similares a las humanas. Se volvió repentinamente y observó a Martin, mostrando sus grandes dientes brillantes.
–El peón blanco debería matar al peón –dijo la criatura con voz suave y nasal.
–Vamos –dijo Martin–, es mejor que el alfil mate al caballo.
–¿Quieres darme las piezas negras a mí y hacer esa jugada? Te aplastaré.
Martin volvió a mirarle los pies.
–O déjame las blancas a mi y yo mato ese peón. De todas formas te aplastaré.
–Coge las blancas –dijo Martín enderezándose–, veamos si sabes bien lo que dices. –Se acercó la mochila y dijo–: ¿Quieres una cerveza?
–¿Qué es una cerveza?
–Un elemento recreativo. Espera un momento.
Antes de terminarse el paquete de seis cervezas, el ser –que ahora Martin sabía que se llamaba Grend– había acabado con Martin. Grend había entrado rápidamente en un medio juego feroz, le había hecho retroceder a una posición cada vez menos segura y le había empujado hasta un punto en el qué había tenido que resignarse ante el inminente final.
–Ha sido un juego desastroso –dijo Martin, se recostó en el árbol y examinó al contrincante con forma de mono que tenía delante.
–Sí, nosotros los Pies Grandes somos muy buenos, aunque no está bien que sea yo el que lo diga. Es nuestra mayor distracción y somos tan terriblemente primitivos que no tenemos muchos tableros ni piezas. La mayoría de las veces, jugamos solamente en nuestra mente. No hay muchos que puedan igualarnos.
–¿Qué me dices de los unicornios? –preguntó Martin.
Grend asintió con un movimiento lento de la cabeza.
–Son prácticamente los únicos que nos pueden hacer frente. Son un poco delicados, pero muy ingeniosos. Sin embargo, debo decir que siempre están insoportablemente seguros de sí mismos, hasta cuando se equivocan. No he visto ninguno desde que dejé la tierra del amanecer, por supuesto... ¿No tienes más cerveza?
–Me temo que no, pero escúchame. Volveré aquí mismo dentro de un mes y te traeré más si tú también – vienes y vuelves a jugar conmigo.
–¡Trato hecho, Martin Oh, lo siento, no quería pisarte.
Limpió el saloon nuevamente y llevó un barril de cerveza que instaló debajo de la barra, rodeándolo con bloques de hielo. También llevó unas cuantas banquetas, mesas y sillas que había adquirido en los almacenes Goodwill. Colgó cortinas rojas. Ya para entonces era de noche. Martin colocó el tablero, tomó una cena liviana, instaló su saco de dormir detrás de la barra y se acomodó para pasar allí la noche.
El día siguiente transcurrió muy rápidamente. Como Tlingel podía aparecer en cualquier momento, no abandonó las proximidades, comió allí y se sentó a tratar de resolver problemas de ajedrez. Cuando comenzó a oscurecer, encendió varias lámparas de aceite y velas.
Miraba el reloj cada vez con más frecuencia y comenzó a recorrer el salón dando grandes pasos. No podía haberse equivocado, en el día convenido. El...
Oyó un ruido.
Volviéndose, vio una cabeza de unicornio negro flotando en el aire sobre el tablero de ajedrez. Mientras él le observaba, el resto del cuerpo de Tlingel se materializó.
–Buenas noches, Martin –dijo Tlingel alejándose del tablero–. Este sitio esta un poco mejor. Se podría poner algo de música...
Martin se dirigió a la barra y encendió la radio de transistores que había traído. Las notas de un cuarteto de cuerda llenaron el aire. Tlingel se sobresaltó.
–No va con la atmósfera de este lugar.
Martin cambió las estaciones hasta que localizó un programa de música country.
–Creo que no... –dijo Tlingel–, pierde un poco con la transmisión.
Martin la apagó.
–¿Tenemos una buena provisión de bebida?
Martin sirvió una enorme jarra de cerveza –el vaso más grande que había conseguido en un almacén de chucherías– y la colocó sobre la barra. Llenó una mucho más pequeña para él. Estaba decidido a emborrachar a la bestia, si es que podía.
–¡Oh! Mucho mejor que aquellas pequeñas latas –dijo Tlingel, cuyo hocico salió de dentro de la jarra sólo por un momento–. Muy bueno.
La jarra estaba vacía. Martin la llenó nuevamente.
–¿Podría traérmela a la mesa?
–Por supuesto.
–¿Ha tenido un mes interesante?
–Supongo que sí.
–¿Ha decidido ya cuál será su próximo movimiento?
–Sí.
–Entonces prosigamos con el juego.
Martin se sentó y movió su peón.
–Mmm, interesante.
Tlingel miró el tablero durante un largo rato, luego levantó una pata para coger la pieza.
–Sencillamente mataré aquel alfil con este caballo. Ahora, supongo que querrá otro mes para decidir el próximo movimiento.
Tlingel se inclinó hacia un costado y se bebió toda la cerveza.
–Déjeme considerarlo –dijo Martin– mientras le sirvo otra.
Martin se sentó y miró el tablero fijamente; llenó la jarra tres veces más. En realidad, no estaba planificando la próxima jugada, sino que estaba esperando.
Su respuesta a Grend había sido: «caballo mata alfil», y él ya tenía el próximo movimiento de Grend preparado.
–¿Bien? –dijo Tlingel finalmente–, ¿qué piensa hacer?
Martin bebió un sorbo de cerveza.
–Ya estoy casi preparado –respondió. Resiste la cerveza increíblemente bien.
Tlingel rió.
–El cuerno del unicornio es un desintoxicante. Su sola posesión significa un remedio universal. Espero hasta alcanzar el punto óptimo y luego utilizo mi cuerno para eliminar cualquier exceso y mantenerme justo ahí.
–Oh –dijo Martin–, buen truco.
–Si ha bebido demasiado, toque mi cuerno durante un momento y le pondré a punto en el acto.
–No, gracias. Estoy bien. Sólo colocaré este pequeño peón delante de la torre de la reina, dos casillas más adelante.
–¿Ah, sí?... –dijo Tlingel– Eso sí que es interesante. ¿Sabe qué es lo que este sitio necesita en realidad? Un piano, la–la–la. ¿Cree que podría ingeniárselas?
–No sé tocar el piano.
–Lástima.
–Supongo que podría contratar a un pianista.
–No, no quiero que otros humanos me vean.
–Si fuese uno realmente bueno, supongo que podría tocar con los ojos vendados.
–No importa.
–Lo siento.
–Usted es muy ingenioso. Me imagino que para la próxima vez ya se le ocurrirá algo.
Martin asintió.
–Otra cosa, estos viejos lugares ¿no solían tener serrín en todo el suelo?
–Creo que sí.
–Sería muy bonito.
–Vale.
Tlingel buscó el tablero con la vista durante unos momentos, con furia.
–Sí. He querido decir «sí». He dicho «vale», que significa también que sí.
–Oh. Muy bien, mientras estamos aquí... Tlingel adelantó el peón a 3 reina.
Martin miró el tablero asombrado. Eso no era lo que Grend había hecho. Por un momento, pensó que lo mejor sería seguir por si mismo de ahora en adelante.
Hasta ese momento, había considerado a Grend como su entrenador. Había alejado la idea de enfrentar cruda e insensatamente a uno de ellos contra el otro. Hasta peón 3 reina. Luego, recordó la partida que había perdido con el sasquatch.
–La dejó aquí –dijo–. Me tomaré mi mes.
–De acuerdo. Bebamos otro trago antes de despedirnos, ¿quiere?
–Claro, ¿por qué no?
Permanecieron sentados durante algunos minutos y Tlingel le contó cosas de la tierra del amanecer, de sus bosques primaverales y sus enormes montañas escarpadas; mares de color púrpura, magia y bestias mitológicas.
Martin se volvió hacia él.
–No entiendo por qué están tan ansiosos por venir aquí teniendo una tierra tan maravillosa como hogar –dijo.
Tlingel suspiró.
–Supongo que ustedes dirían que para tener más que el vecino. Es loque se estila en estos tiempos. Bueno... hasta el próximo mes.
Tlingel se puso en pie y se volvió.
–Ahora estoy dominando yo, ¡mire!
La forma del unicornio se desvaneció, se fue desintegrando, tornándose blanca, y desapareció por completo.
Martin se dirigió a la barra y se sirvió otra cerveza. Era una pena desperdiciar lo que quedaba. A la mañana siguiente deseó que el unicornio estuviese allí, o al menos su cuerno.
Era un día gris en el bosque y Martin sostenía un paraguas sobre el tablero de ajedrez apoyado en la roca. Las gotas caían de las hojas produciendo un sonido monótono y persistente sobre la tela del paraguas. El tablero estaba otra vez en la posición que había quedado después del peón 3 reina de Tlingel. Martin se preguntaba si Grend lo recordaría, si tenía noción exacta de los días...
–Hola –la voz nasal provenía de la izquierda, detrás de él.
Martin se volvió para ver cómo Grend se acercaba, apoyando sus enormes pies sobre las raíces del árbol.
–Lo has recordado –dijo Grend–. ¡Qué bien!, confío en que también te hayas acordado de traerme la cerveza.
–He traído una maleta llena. Podemos instalar el bar aquí mismo.
–¿Qué es el bar?
–Bueno, es un sitio al que la gente va a beber, resguardado de la lluvia y un poco oscuro, para crear atmósfera; y en el que las personas se sientan en taburetes o alrededor de pequeñas mesas y hablan los unos con los otros. Algunas veces también hay música y todos beben.
–¿Vamos a tener todo eso aquí?
–No, sólo la oscuridad y las bebidas; a no ser que consideres la lluvia como música. Estaba hablando figuradamente.
–Oh, sin embargo, supongo que debe de ser muy agradable visitar un sitio así.
–Sí; si tú aguantas el paraguas, procuraré convertir este sitio en lo más parecido a un bar como me sea posible.
–Muy bien. Oye, esto parece una variante de la partida que jugamos la otra vez.
–Lo es. Me he estado preguntando qué hubiera pasado si hubiese hecho este movimiento en lugar del que hice.
–Mmm..., déjame ver.
Martin extrajo cuatro cajas de seis cervezas cada una de mochila y abrió la primera.
–Aquí tienes.
–Gracias.
Grend cogió la cerveza, se puso en cuclillas y le pasó el paraguas a Martin.
–¿Las blancas son aún las mías?
–Sí.
–Peón a 6 rey –¿De verdad?
–Sí.
–Creo que lo mejor que yo puedo hacer es matar aquel peón con este otro.
–Estupendo. Así yo comeré tu caballo con éste.
–Será mejor devolver el caballo a 2 rey –Entonces yo adelantaré éste a 3 alfil. ¿Puedes darme otra cerveza?
Una hora y cuarto más tarde, Martin se resignó a perder. La lluvia había cesado y él había cerrado el paraguas.
–¿Otra partida? –preguntó Grend.
Estaba cayendo la noche, la urgencia ya había pasado. La siguiente partida sería sólo para entretenerse. Martin probó combinaciones extrañas, pensando en su otra partida, tal como había hecho en la ocasión anterior...
–Jaque mate –anunció Grend después de un rato–. Sin embargo, ha sido una buena partida, has mejorado considerablemente.
–Estaba más relajado. ¿Quieres jugar otra?
–Puede que dentro de un rato. Cuéntame más cosas acerca de los bares.
Martin lo hizo y finalmente le preguntó:
–¿Qué efecto te está haciendo toda esta cerveza?
–Estoy un poco mareado, pero muy bien. Aún tengo que ganarte la última partida.
Y así fue.
–No está mal para un humano, realmente no está nada mal. ¿Vas a volver?
–Sí –Bien, ¿traerás más cerveza?
–Si aún me queda dinero...
–Oh, tráeme entonces un poco de argamasa. Te haré unas buenas huellas a las que podrás sacar provecho. Creo que esas cosas están muy buscadas.
–Lo recordaré.
Martin se levantó, tambaleándose un poco, y recogió las piezas y el tablero de ajedrez.
–Hasta entonces.
–Chao.
Martin limpió el sitio nuevamente, metió el piano y tiró serrín en el suelo.
Instaló un nuevo barril bajo la barra; colgó algunas reproducciones de la época y unos cuadros horribles que había encontrado en una tienda de baratijas. Colocó algunas escupideras en lugares estratégicos.
Cuando hubo terminado, se sentó sobre la barra y abrió una botella de agua mineral. Escuchaba con atención el viento de Nuevo Méjico que susurraba en la calle, levantando arena que golpeaba contra los cristales de las ventanas. Se preguntó si todo el mundo estaría así de seco y triste cuando Tlingel encontrara el medio para acabar con la humanidad, si es que lo encontraba; o si los sucesores de su propia especie no convertirían las cosas en algo que se pareciese a la mitológica tierra del amanecer.
Este pensamiento lo tuvo preocupado durante un tiempo; pero luego se dirigió hacia la mesa. para preparar el tablero tal como había quedado la última vez; peón negro 3 reina. Cuando regresaba hacia la barra, vio una hilera de huellas avanzando en el polvo.
–Buenas tardes, Tlingel –dijo–. ¿Qué desea tomar?
El unicornio apareció de repente, sin pirotecnias preliminares. Se dirigió hacia la barra y apoyó una pata sobre la barandilla de latón.
–Lo de siempre.
Mientras Martin servia la cerveza, Tlingel miraba a su alrededor.
–Este sitio ha mejorado un poco.
–Me alegra que le agrade. ¿Quiere escuchar algo de música?
–Sí.
Martin manipuló torpemente la parte trasera del piano, buscando la llave para conectar la pequeña computadora a transistores que controlaba el mecanismo y hacía que el piano sonara. El teclado cobró vida inmediatamente.
–Muy bien –dijo Tlingel–. ¿Ha decidido ya su próximo movimiento?
–Peón. a 6 rey –dijo Martin colocando las piezas.
–¿Qué?
–Eso mismo.
–Espere un momento, quiero estudiar esto un poco.
–Tómese su tiempo.
–Mataré el peón –dijo Tlingel después de una larga pausa y otra jarra de cerveza.
–Entonces yo mataré el caballo.
–Caballo a 2 rey –dijo Tlingel después de un largo rato.
–Caballo a 3 alfil.
Siguió una pausa extremadamente larga, hasta que Tlingel movió el caballo a 3 caballo.
Al diablo con preguntarle a Grend Martin decidió repentinamente que ya había pasado por esta parte muchísimas veces y movió su caballo a 5 caballo.
–¡Cámbiele la canción a esa cosa! –gritó Tlingel golpeando la mesa.
Martin se puso en pie y obedeció.
–Ésa tampoco me gusta; ¡busque una mejor o apáguelo!
Después de tres nuevos intentos, Martin lo desconectó.
–¡Y tráigame otra cerveza!
Martin llenó ambos vasos.
–Muy bien.
Tlingel movió el alfil a 2 rey Lo más importante ahora era tratar de que el unicornio no enrocara; así que Martin movió su reina a 5 torre. Tlingel emitió un sonido suave y reprimido, y cuando Martin levantó la vista, vio que el unicornio estaba echando humo por las ventanas de la nariz.
–¿Más cerveza?
–Si no es demasiada molestia.
Cuando volvía de la barra, vio que Tlingel movía el alfil para capturar el caballo. Ahora, parecía no haber elección para él; pero, de cualquier forma, estudió la posición durante varios minutos.
Finalmente dijo:
–Alfil mata alfil.
–Por supuesto.
–¿Cómo va el «punto justo»?
Tlingel rió entre dientes.
–Ahora verá.
El viento comenzó a soplar otra vez, con fuerza; el destartalado edificio crujía.
–Muy bien –dijo finalmente Tlingel y movió la reina a 2 reina.
Martin miró asombrado. ¿Qué estaba haciendo? Hasta ese momento, todo había ido bien, pero.. Escuchó otra vez el viento y pensó en el riesgo que estaba corriendo.
–Esto es todo –dijo apoyándose en el respaldo de la silla–. Continuaré el próximo mes.
Tlingel suspiró.
–No se vaya, tráigame otra. Déjeme que le cuente sobre mis averiguaciones acerca de su mundo durante este último mes.
–¿Buscando el punto débil?
–Están plagados de ellos, ¿cómo pueden soportarlo?
–Fortalecer esos puntos débiles es mucho más difícil de lo que usted piensa.
¿Algún consejo?
–Tráigame una cerveza.
Hablaron hasta que el cielo se tornó pálido en el este; y Martin terminó tomando apuntes furtivos. Su admiración por la gran habilidad analítica del unicornio fue creciendo a medida que avanzaba la tarde.
Cuando finalmente se pusieron en pie, Tlingel se tambaleó.
–¿Se siente bien?
–Olvidé desintoxicarme, eso es todo. Espere un momento; luego, me desvaneceré.
–¡Espere!
–¿Qué ocurre?
–Yo también podría utilizarlo.
–Oh, entonces, agárrese.
Tlingel bajó la cabeza y Martin cogió la punta del cuerno con las yemas de los dedos. Inmediatamente, notó que una sensación cálida y deliciosa le invadía el cuerpo. Cerró los ojos para disfrutarla. Sintió que se le aclaraba la mente, que el dolor cada vez mas fuerte de las sienes desaparecía. El cansancio de los músculos se evaporó. Abrió nuevamente los ojos.
–Muchas...
Tlingel había desaparecido, no había ahora más que un poco de aire entre sus dedos.
–...gracias.
–Rael es mi amigo –afirmó Grend–. Es un grifón.
–Ya me he dado cuenta.
Martin saludó con un movimiento de cabeza a la criatura de pico curvo y alas doradas.' –Encantado de conocerle, Rael.
–Igualmente –chilló el ave con voz aguda y estridente–. ¿Tiene una cerveza?
–Esto... sí.
–Le he estado hablando de la cerveza –explicó Grend, como disculpándose–. Puede beber un poco de la mía. No se va a meter en la partida ni nada por el estilo.
–Seguro, está bien. Cualquier amigo tuyo...
–¡La cerveza! –gritó Rael–, ¡los bares!
–No es demasiado listo –susurró Grend–, pero es una buena compañía. Te agradecería mucho que tratases de comprenderle.
Martin abrió la primera caja de seis cervezas y alcanzó una al grifón y otra a Grend. Rael agujereó inmediatamente la lata con el pico, la bebió de un trago, eructó y tiró la lata.
–¡Cerveza! –chilló–. ¡Más cerveza!
Martin le dio otra.
–Oye, todavía estás dándole vueltas a la primera partida, ¿verdad? –comentó Grend observando el tablero–. ¡Vaya!, ésa sí que es una posición interesante.
Grend bebía y observaba el tablero atentamente.
–Por suerte hoy no llueve –dijo Martin.
–Sí, pero lloverá. Espera un poco y verás.
–¡Más cerveza! –gritó Rael.
Martin le alcanzó otra sin ni siquiera mirarle.
–Moveré mi peón a 6 caballo –dijo Grend.
–Estás bromeando.
–No. Luego, tú matas aquel peón con tu peón de alfil, ¿no?
–Sí...
Martin estiró la mano e hizo lo que Grend le decía.
–Muy bien. Ahora yo moveré este caballo a 5 reina.
Martin lo mató con el peón. Grend movió su torre a 1 rey.
–Jaque –anunció.
–Sí, está bien –observó Martin.
Grend rió entre dientes.
Voy a ganar esta partida –dijo.
–Eres muy capaz de hacerlo.
–¿Más cerveza? –dijo Rael nuevamente.
–Claro.
Cuando Martin le pasó la lata, se dio cuenta de que el grifón estaba ahora apoyado contra el tronco del árbol.
Después de varios minutos, Martin puso su rey en 1 alfil.
–Sí, eso es lo que pensé que harías –dijo Grend–. ¿Sabes un cosa?
–¿Qué?
–Juegas como un unicornio.
–Hum.
Grend movió su torre a 3 torre.
Más tarde, cuando la lluvia caía ya sobre ellos y Grend le había vencido nuevamente, Martin se dio cuenta de que había prevalecido un largo período de silencio. Se volvió para observar grifón. Rael había escondido la cabeza debajo del ala izquierda, estaba de pie sobre una sola pata y, apoyado contra el árbol, dormía profundamente.
–Te dije que no causaría demasiados problemas –manifestó Grend.
Después de dos partidas más, la cerveza se había acabado, 1as sombras estaban cubriendo la vegetación y Rael se estaba despertando.
–¿Nos vemos el mes que viene?
–Sí.
–¿Has traído la argamasa?
–Sí.
–Entonces, vamos. Conozco un buen sitio bastante alejado de aquí. No queremos que haya gente buscando por todas partes entre estos arbustos. Así puedes ganarte algún dinero.
–¿Para comprar cerveza? –preguntó Rael asomando la cabeza por debajo del ala.
–El próximo mes –dijo Grend.
–¿Quieres que te lleve?
–No creo que puedas transportarnos a los dos–dijo Grend– y, aunque pudieras, creo que en este momento no me atrevería.
–Bueno, entonces adiós –dijo Rael y se lanzó hacia el aire chocando las alas contra ramas y troncos, hasta que se elevó suficiente y desapareció.
–Es un tipo realmente decente –dijo Grend–. Lo ve todo nunca olvida nada. Sabe cómo funciona todo, en la tierra, en aire y hasta en el agua Es muy generoso, también, cuando tiene alguna cosa.
–Hum –observó Martin.
–Vamos a hacer esas huellas –dijo Grend.
–¿Peón a 6 caballo? ¿De verdad? –dijo Tlingel–. Muy bien, el peón de alfil se come ese peón.
Los ojos de Tlingel se entrecerraron cuando Martin movió el caballo a 5 reina.
–Por lo menos, es una partida interesante –afirmó el unicornio–. Peón mata caballo.
Martin movió la torre.
–Jaque.
–Sí que lo es. El próximo movimiento lo haré después de beber tres jarras de cerveza. Por favor, tráigame la primera.
Martin pensaba en todo lo que había ocurrido, mientras observaba al unicornio beberse la enorme jarra de cerveza. Se sentía culpable por engañarle de esa forma, con un respaldo tan fuerte como el que el enano le proporcionaba. Ahora, estaba convencido de que el unicornio iba a perder. Con Grend, había jugado todas las posibles variantes de la partida y él, con las piezas negras, siempre había perdido. Tlingel era muy bueno, pero Grend era un sabio que no hacía otra cosa que jugar mentalmente al ajedrez. Era injusto, pero no era una cuestión de honor personal; y se repetía esta idea todo el tiempo, para convencerse de que estaba jugando para proteger a su especie de una fuerza sobrenatural que perfectamente podía precipitar la Tercera Guerra Mundial con alguna extraña manipulación mental o un error de alguna computadora inducido mágicamente. No se podía arriesgar á darle una oportunidad a aquella criatura.
–La segunda jarra, por favor.
Le trajo otra. Martin estudiaba al unicornio de la misma forma que éste estudiaba el tablero. Era hermoso; se había dado cuenta la primera vez que lo vio. Era la criatura viviente más hermosa que nunca había visto. Ahora que la tensión estaba a punto de evaporarse y que podía observarlo sin el miedo que siempre había habido de por medio, podía detenerse a admirarlo. Si alguien tenía que suceder a la raza humana, no podía haber mejor elección...
–Ahora, la tercera.
–Enseguida.
Tlingel la bebió y movió el rey a 1 alfil.
Martin se inclinó sobre el tablero e inmediatamente movió la torre a 3 torre.
Tlingel levantó la vista y le miró asombrado.
–No está mal –dijo.
Martin quería escabullirse. La nobleza de aquella criatura le dañaba. Deseaba con todas sus fuerzas jugar y vencer al unicornio por sus propios medios, limpiamente. No de aquella forma.
Tlingel volvió a mirar el tablero, luego movió el caballo a 4 rey, sin prestar demasiada atención.
–Continúe, ¿o desea tomarse otro mes?
Martin gruñó suavemente, adelantó la torre y capturó el caballo.
–Claro.
Tlingel mató la torre con su alfil. La última variante de la partida que había jugado con Grend no había ido de esa forma. Sin embargo...
Martin movió su torre a 3 alfil rey. Mientras lo hacía, el viento comenzó a soplar más fuerte que nunca,, con un ruido particular proveniente de arriba, de los edificios en ruinas.
–Jaque –anunció.
¡Al diablo con todo! Decidió que era lo suficientemente bueno como para terminar la partida solo.
Observó a su contrincante y esperó: finalmente, Tlingel movió el rey a 1 caballo.
Movió su alfil a 6 torre. Tlingel colocó la reina en 2 rey. El ruido del viento se sintió otra vez, ahora más cerca. Martin mató el peón con el alfil.
El unicornio levantó la cabeza y se detuvo unos momentos como escuchando. Luego, volvió a poner su atención en el tablero y mató el alfil con el rey.
Martin colocó su torre en 3 caballo rey.
–Jaque.
Tlingel hizo retroceder su rey a 1 alfil. Martin movió la torre a 3 alfil rey.
–Jaque.
Tlingel colocó el rey en 2 caballo. Martin llevó la torre a 3 caballo rey.
–Jaque.
Tlingel movió el rey a 1 alfil, levantó la cabeza y le miró fijamente, mostrando los dientes.
–Se diría que es una partida de tablas. ¿Le importaría si jugáramos otra?
–Acepto, pero no por el destino de la Humanidad.
–Olvídelo. Ya abandoné la idea hace tiempo. Decidí que, después de todo, no me gustaría vivir aquí. Exijo un poco más que esto. Excepto por este bar –Tlingel se volvió al oír un ruido extraño detrás de la puerta, seguido por unas voces–.
¿Qué es eso?
–No lo sé –respondió Martin poniéndose de pie.
Se abrieron las puertas y entró un grifón dorado.
–¡Martin! –gritó–. ¡Cerveza, cerveza!
–Oh, Tlingel; éste es Rael y... y...
Tres grifones más entraron detrás de él. Luego lo hicieron Grend y tres criaturas más de su especie.
–...y aquél es Grend –dijo Martin débilmente–. A los demás no los conozco.
Todos se detuvieron al ver al unicornio.
–Tlingel –dijo uno de los enanos–, creí que aún estabas en la tierra, del amanecer.
–De alguna forma, aún lo estoy. Martin, ¿cómo es que conoce a mis ,antiguos coterráneos?
–Bueno, eh... Grend es mi entrenador de ajedrez.
–¡Ajá! Ahora empiezo a comprender., –No estoy muy seguro de que pueda comprenderlo. Permítame que sirva primero un trago para todos.
Martin conectó el piano y sirvió cerveza para todos.
–¿Cómo habéis encontrado este sitio? –preguntó en voz baja a Grend. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
–Bueno... –Grend parecía confundido–. Rael te siguió.
–¿Siguió a mi avión?
–Los grifones son increíblemente veloces.
–Oh.
–Luego, les habló a sus parientes y a algunos de mi especie sobre lo que había visto. Cuando vimos que los grifones estaban decididos a visitarte, pensamos que lo mejor sería que viniésemos con ellos para que no se metieran en ningún lío.
Ellos nos trajeron hasta, aquí.
–Ya veo... muy interesante.
–No había duda de que jugabas con un unicornio; aquella partida con tantas variantes...
–Eh... si.
Martin se volvió y fue hasta el final de la barra.
–Bienvenidos –dijo–. Tengo que anunciarles algo. Tlingel, hace un tiempo usted hizo varias observaciones con respecto a los posibles desastres urbanos y ecológicos de la Tierra, además de otros peligros menores. También hablamos sobre posibles formas de protección y prevención para algunos de ellos.
–Lo recuerdo –dijo el unicornio.
–Ya se las he comunicado a un viejo amigo de Washington, un antiguo compañero del club de ajedrez. Le dije que el trabajo no era completamente obra mía.
–Espero que así haya sido.
–Él ha sugerido que convierta el grupo que está involucrado en esto, en un «almacén de ideas». Hará todo lo posible para pagarles de alguna forma los esfuerzos.
–Realmente yo no he venido aquí para salvar al mundo –manifestó Tlingel.
–No, pero ha sido de gran ayuda, y Grend me ha dicho que los grifones, a pesar de tener un vocabulario tan limitado saben prácticamente todo sobre ecología.
–Probablemente sea así.
–Como ellos han heredado una parte de la Tierra, les beneficiaría ayudar a preservarla. Puesto que todos ustedes están ahora aquí, me ahorraría varios viajes si fijásemos un sitio de reunión, como este mismo, por ejemplo, una vez por mes; y ustedes me cuentan sus puntos de vista sobre el tema. Ustedes deben saber más de cómo se extinguen las especies que cualquier persona especialista en el tema –Por supuesto –dijo Grend agitando su jarra de cerveza–, pero en realidad tendríamos que preguntarle al yeti, también. Yo puedo hacerlo, si lo deseas.
¿Eso sale de esa caja grande de música?
–Sí.
–Me gusta. Si hacemos eso del «almacén de ideas», ¿tú puedes hacer que este sitio siga funcionando?
–Compraré toda la ciudad.
Grend consultó con los grifones, emitiendo unos sonidos guturales en voz baja, y los enormes pájaros le respondieron con chillidos.
Luego dijo:
–Ya tienes tu «almacén de ideas» y ellos quieren ahora más cerveza.
Martin se volvió hacia Tlingel.
–Las observaciones fueron suyas. ¿Qué piensa?
El unicornio dijo:
–Podría resultar divertido hacerlo ocasionalmente. ¿Dijo que quería jugar otra partida?
–No tengo nada que perder.
Grend se encargó de atender el bar mientras Tlingel y Martin regresaban a la mesa donde estaba el tablero.
Martin venció al unicornio en 31 movimientos y tocó la punta de su cuerno.
Las teclas del piano subían y bajaban. Delicadas miniesfinges revoloteaban alrededor de la barra, bebiendo la cerveza derramada.

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