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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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viernes, 18 de junio de 2010

Mercenarios del Infierno

“JUNTO A LUCIFER, CON BELIAL A MI ESPALDA,
HE NADADO EN EL LAGO DE LLAMAS,
CAMINADO POR LAS SENDAS PROHIBIDAS,
LE HE HECHO EL AMOR A LILLITH,
HE BAILADO LA DANZA DE LOS NO-MUERTOS,
HE ESTRECHADO LA MANO DE LOS SEGADORES”
“Llegado desde el infierno”. VENOM.
Mercenarios del Infierno

Era el año 1411 del Señor. Los polacos luchaban a muerte contra los caballeros teutónicos, vencidos estos últimos por el soberano Ladislao II. Polonia triunfaba sobre el poder alemán. Mas todavía persistían ejércitos teutones, como aquél que asolara la ciudad de Cztesjow.
Era una fría y lluviosa tarde de otoño. El cielo encapotado invitaba a lúgubres reflexiones. La llanura bajo tal firmamento ofrecía aún peor aspecto: la enfangada planicie aparecía cubierta de cadáveres. La mayoría eran teutones, guerreros cuyas armaduras y cotas de malla se veían rajadas y abolladas. Los mercenarios de Wolfgang El Rojo, vencedores en aquella contienda cuyos frutos eran tres mil quinientos dieciocho muertos, deambulaban por entre los caídos, rapiñando las armas y los pertrechos aún servibles.
Sobre una alta loma esperaban cinco mil soldados polacos. Constituían la gran guardia de Cztesjow. Estaban comandados por el burgomaestre Otón, antaño famoso militar. Junto a éste permanecía el Abad Mayor Ivar.
Mil metros atrás del ejército polaco, Cztesjow levantaba sus altas y pétreas murallas. Ahora los habitantes podían respirar tranquilos, pues los teutones habían sido masacrados.
-Y todo gracias al esfuerzo de Wolfgang El Rojo y sus mercenarios -dijo el burgomaestre Otón. La lluvia repicaba sobre su casco. Pasó una mano sobre las crines del caballo. Era un hombre de espíritu marcial. Aún conservaba ese amargo gusto por las vistas de una batalla.
-El problema comienza ahora, pues hemos de pagarle -el Abad Mayor Ivar dirigió una mirada penetrante hacia Otón. Ivar era un político nato. Acostumbrado a una vida cómoda y lujosa, le fastidiaba tener que hallarse allí, sometido a la lluvia, a pesar de que un joven monje le librara de mojarse gracias al paraguas que su mano derecha sostenía. El muchacho, por contra, estornudó violentamente, calado hasta los huesos.
-Hay suficiente oro en las arcas de la ciudad -respondió Otón, con el ceño fruncido.
-Recordad que estamos en guerra, y en tiempos bélicos el oro redobla su valor.
-Nuestro rey Ladislao ha consolidado el Estado polaco. La guerra prácticamente ha acabado.
El Abad dirigió una mirada desdeñosa hacia el campo de batalla.
-Me parece impropio de personas civilizadas repartir sus riquezas con bárbaros mercenarios. Miradlos: sucios, desarrapados, sanguinarios... Son aún peores que los teutones. ¡Ni siquiera son católicos! Profesan adoración a dioses paganos; hay quien sostiene que ofrendan sacrificios al Maligno.
Se santiguó rápidamente.
-Pero vos y yo le prometimos a Wolfgang ese oro. Nuestros soldados están frescos. La Compañía de El Rojo ha hecho el trabajo sucio. Ahora se les debe pagar.
-Recordad que no hay prueba por escrito de tal contrato -el Abad Mayor sonrió maliciosamente-. Ese pacto fue una decisión apresurada, un error por nuestra parte.
Otón le miró con ojos escandalizados.
-¡Pero vos sabéis que, si no les pagamos, atacarán nuestra ciudad!
Ivar sacudió lentamente su oronda cabeza.
-Mi buen Otón, mirad fijamente el campo de batalla. Allá abajo hay unos ochocientos mercenarios, cansados y heridos tras la refriega. Aquí arriba, cinco mil soldados polacos. Podemos aplastarlos con facilidad.
-¿Sugerís que los exterminemos? ¡Son nuestros aliados!
-¡Son herejes y ateos! -Rugió el Abad Mayor-. ¡La mayoría ni siquiera están bautizados!
-¡El rey no lo aprobaría!
-El rey nunca lo sabrá. No haremos prisioneros. Éste no es momento para gastos superfluos. Nuestra ciudad nos lo agradecerá.
-Me niego -afirmó Otón-. Mercenarios o no, son hombres, soldados que han luchado por nuestra causa.
-Por nuestro dinero, no lo olvidéis. Además, un soldado nace para morir -los ojos de Ivar se clavaron en el burgomaestre-. Tal vez el rey Ladislao, cuando pase por aquí con sus ejércitos, llegue a conocer esos pequeños desfalcos que vos habéis realizado en el erario público de Cztesjow...
Otón desorbitó los ojos.
-¡No seríais capaz de contárselo!
-¿Seguro que no? -el Abad sonrió maliciosamente. De pronto, sus rasgos se endurecieron-. Burgomaestre Otón, vos sois el entendido en cuestiones bélicas. Dad las órdenes pertinentes y acabad con los bárbaros mercenarios. Es hora de hacer limpieza.
Durante diez segundos, Otón luchó contra sí mismo. Al fin, apesadumbrado, hizo girar al caballo y llamó a voces a sus oficiales mayores.
-Lo haré -dijo con resignación-. Que Dios Nos perdone.
-Él lo hará -contestó el Abad-. Somos Sus siervos.
Las huestes polacas se movieron rápida y eficazmente. Cuando los más avispados oficiales de la Compañía Mercenaria comprendieron que les estaban rodeando, ya era demasiado tarde.
La infantería polaca, armada con largas picas ideadas para ensartar al enemigo antes de llegar al cuerpo a cuerpo, avanzaban a la carrera, cerrando el círculo en torno a los mercenarios. Éstos se agruparon, gritando rabiosamente, pues entendían que habían sido traicionados y que los polacos iban a exterminarlos.
Las picas empalaron a los mercenarios. El erial volvió a llenarse de hombres armados que luchaban para matar o morir. Cada soldado de fortuna valía por tres infantes, pero, aunque peleaban con nervio y denuedo, la superioridad numérica polaca no dejaba dudas acerca de quién vencería.
Las hachas silbaron bajo la lluvia, las espadas rajaban petos, camisolas y cotas de malla, las mazas aplastaban yelmos y corazas. El espantoso vocerío resultaba ensordecedor. Sobre el repiqueteo monótono de la lluvia oíase el rechinar brutal del acero. La vida y la muerte uníanse en un orgasmo enfermizo y arrasador. La lluvia mezclaba sangre y fango.
En menos de una hora, los polacos aullaban gritos de victoria. Algunos mercenarios aún sobrevivían. Entre ellos se hallaba Wolfgang El Rojo. A pesar de un serio tajo en el hombro izquierdo, permanecía en pie. Lo llevaron con el resto de los cautivos (cincuenta mercenarios y quinientos teutones). Los prisioneros marchaban en largas filas, custodiados por la caballería polaca.
Al fin, Wolfgang y los suyos pasaron cerca de los pabellones de mando polacos. El burgomaestre Otón y el Abad Mayor Ivar contemplaban con rostro impasible las columnas de cautivos. Muchos de éstos pedían unirse a los vencedores. Mas esta vez no habría misericordia para los vencidos. Ingentes mercenarios paganos y ateos imploraban convertirse al catolicismo para así salvar sus vidas. En general, los presos suplicaban un sacerdote que les confesara antes del momento final. El Abad Mayor Ivar, cruelmente, denegó tales permisos que normalmente se administraban a los prisioneros de guerra.
Cuando Wolfgang El Rojo, de melena color fuego y cuerpo hercúleo, descubrió a Ivar y Otón, rugió tal que una alimaña y salió de la fila de prisioneros. Echó a correr en dirección a los dos grandes pares de Cztesjow, esquivando milagrosamente las lanzas de los jinetes guardianes. Wolfgang logró descabalgar a un polaco y apoderarse de su alabarda. Clavó la punta en el caballo de otro jinete. El animal herido se encabritó y su amo cayó sobre un costado.
-¡Detenedlo! -rugió Otón.
El rostro de Ivar temblaba, temeroso. Comenzó a hacer retroceder su caballo. Los mercenarios cautivos se removían tumultuosamente. Pero una sección de arqueros polacos aplastó la rebelión a flechazos.
-¡Otón! -rugió Wolfgang, aún mientras peleaba contra cinco infantes polacos. La lluvia pegaba su leonina cabellera al rostro cosido a cicatrices-. ¡Nos habéis traicionado! ¡Te mataré! ¡Y a ti también, Abad Mayor! ¡Os mataré a los dos!
Una flecha le atravesó el muslo derecho. Cayó al fango. Otro dardo le rompió un hombro. Mas aquel hombre salvaje aulló un grito rabioso y, aunque cojo, siguió corriendo hacia la pareja mandataria.
La guardia personal del burgomaestre cerró filas, pero Wolfgang, totalmente enloquecido, cargó contra ellos y cayó con cinco soldados al suelo. Alguien le golpeó con una maza, rompiéndole un omóplato. Pero se levantó y saltó por encima de varios hombres. Ya sólo estaba a diez metros de Ivar y Otón, quienes lo observaban con hipnótico horror.
-¡Aunque muera, volveré para mataros! -gritó Wolfgang-. ¡Lo juro por mi alma!
Una flecha se le hundió en el ojo derecho y surgió por la sien izquierda. Recibió nueve saetazos más en la espalda, abdomen y garganta. Gruñó y se desplomó, muerto.
Otón miraba con ojos desorbitados al líder mercenario. Ivar vomitaba, apoyado en su monje de confianza. Cuando se incorporó, el Abad estaba muy pálido. La lluvia volvía lustrosas sus fláccidas facciones.
-¡Matad a los prisioneros! -aulló-. ¡Matadlos!
En vano rogaron los teutones. Se les llevó a una hondonada baja. Los arqueros polacos dispusieronse alrededor suyo y dispararon hasta vaciar las aljabas.
Al cabo de veinte minutos, en la depresión no había más que cadáveres y flechas. La lluvia arreció. Un trueno crujió desde las nubes. Los polacos volvían hacia su ciudad.
Aquella noche, Cztesjow sufrió la ira del Cielo: fantásticos relámpagos culebreaban con luz azulada sobre el manto nocturno. La lluvia era una cortina densa que tornaba a los hombres sombras borrosas y oscuras. Pequeñas riadas se deslizaban sobre el empedrado de las calles. El viento destrozó varias casuchas e hizo volar tejados como si fuesen hojas de árbol.
En la mansión del burgomaestre, Otón sufría pesadillas. El rostro de Wolfgang se le aparecía una y otra vez en sueños. Despertó, gritando, cubierto de sudor.
Destemplado, ordenó que le trajeran vino y carne. Ya había cenado, mas tenía la esperanza de que el yantar le liberaría de aquella plomiza desazón.
Fue entonces que a su mansión llegó un mensajero. Era un soldado de la guardia sita en la muralla externa Sur.
El chico, empapado de lluvia, con la tez blanca y los ojos espantados, le dio las nuevas:
-Señor, fuera de la ciudad hay un pequeño ejército, a menos de mil metros. Se acercan rápidamente hacia las murallas.
-¿Son teutones? -preguntó Otón.
-La lluvia impide distinguir sus banderas. Pero... no creo que sean... teutones, señor.
-¿En qué se basa esa creencia?
El muchacho tragó saliva ruidosamente.
-Señor, sería mejor que vos mismo los contemplarais.
Diez minutos después, Otón observaba desde una tronera en la fachada de la gran fortificación el amplio y oscuro barrizal. El oficial mayor de la guardia señaló con el índice hacia la llanura, más allá del enorme foso, ahora rebosante. Otón aguzó su mirada de águila, pero la lluvia furiosa era un velo grueso que obstaculizaba cualquier observación. Cuando ya el burgomaestre se disponía a abandonar el intento, un relámpago iluminó el mundo entero y bajo su luz distinguió, allá fuera, a menos de quinientos metros del foso, hombres armados, corriendo o andando. Al menos serían doscientos. Hubo algo en ellos que le espantó.
El burgomaestre retrocedió. El trueno crujió violentamente. Miró a los oficiales, en cuyos ojos se reflejaba un leve temor, semejante al suyo.
-Teniente, reforzad las murallas y enviad parlamentarios a ese ejército. Quiero saber cuáles son sus intenciones. Movilizad a la soldadesca y reforzad la vigilancia en toda la defensa exterior. Cualquier nueva me será inmediatamente comunicada. Y nada de todo esto llegará a conocimiento de la población civil. ¿Entendido?
-Como ordenéis.
El oficial se marchó a la carrera.
El burgomaestre, seguido de sus mandos inmediatamente inferiores, repartió órdenes con rapidez y decisión. A pesar de ejercer la política, tenía alma de militar, así que estas situaciones le eran íntimamente agradables. Aun así, constantemente debía sofocar un extraño temor engarfiado en su espíritu, y no osó mirar de nuevo por las troneras.
Los parlamentarios no volvieron. Los observadores informaron que Cztesjow estaba rodeado por hombres armados, quizá unos dos mil. La lluvia hacía difícil una aproximación exacta. Las fuerzas de la urbe ascendían a más de seis mil hombres armados. En caso extremo, podría movilizarse a la población civil.
Fue entonces cuando el Abad Mayor Ivar se personó en el Centro de mando de la fortificación exterior. Le acompañaba su monje de confianza. El religioso jadeaba debido al esfuerzo que le había supuesto subir a la carrera la escalinata de la torre.
Los oficiales de Otón lo miraron con desconfianza. El burgomaestre les ordenó retirarse.
-Compruebo que no se te escapa ninguna noticia -dijo Otón, ya a solas con Ivar.
-Mi servicio de espionaje es eficaz. ¿Qué ocurre ahí afuera?
-Al parecer, vamos a ser atacados. Y no sabemos aún quiénes son los agresores.
Un joven muchacho, vestido con el uniforme de infantería, y un oficial mayor, entraron en el cuarto.
-¡Perdonad la intromisión, burgomaestre! -se disculpó el superior-. Escuchad a este soldado de la guardia, os lo ruego.
-Señor... -comenzó el joven, con voz temblorosa. La lluvia tornaba lustroso su rostro, en el que resaltaban los ojos desorbitados-. ¡La guardia del Nordeste ha caído!
Se hizo el silencio en la sala.
-¡Habla! -rugió Otón.
-Los... ¡Los asaltantes! ¡Señor, os lo juro! ¡Derribaron las piedras del muro exterior! Su fuerza es increíble... ¡No son humanos!
-¿Habéis reforzado la brecha? -preguntó inmediatamente Otón al oficial mayor. Por alguna extraña razón, no dudaba de la palabra del joven.
-Si, Señor. He enviado hacia allá trescientos infantes.
-Sigue hablando -ordenó Otón al muchacho.
-Utilizaron un ariete metálico -continuó el joven-. Lograron cruzar con él el foso y golpearon en la base del muro, hasta abrir un enorme boquete en él.
-¿Romper el muro? -casi chilló Ivar.
Un trueno reventó sobre sus cabezas.
-Sí, Señor Abad Mayor -respondió humildemente el soldado-. Parece increíble, pero ocurrió. Les arrojamos flechas y piedras desde los parapetos. Pero ellos... ¡ellos volvían a levantarse, a pesar de ser heridos sin compasión!
-¿A qué te referías cuando dijiste que no eran humanos? -preguntó Otón.
El informador titubeó. Al fin, se persignó rápidamente y echó a hablar.
-¡Son diablos, Señor! Visten cotas de mallas y armadura, pero tienen cuernos y colmillos. ¡Y rabo! ¡Sus ojos son rojos, y algunos exhalan fuego por la boca! ¡Os lo juro por Dios Nuestro Señor!
-¡Blasfemo! -gritó Ivar-. ¡Estás loco! ¡Serás interrogado y juzgado por los inquisidores!
-¡No! -el mozo lloraba, histérico-. ¡Yo lo vi! ¡Lo vi!
-Llevaoslo -ordenó Otón.
El oficial mayor casi lo tuvo que sacar a rastras del cuarto.
Otón e Ivar cruzaron lúgubres miradas. Entonces, un oficial de la guardia penetró a la carrera en el cuarto. Su armadura ligera aún chorreaba agua de lluvia.
-¡Burgomaestre Otón! -el hombre luchaba contra el miedo y la desesperación-. ¡Todo el sector Oeste de la fortificación externa ha caído! Nuestros hombres lucharon denodadamente, pero sólo unos pocos logramos escapar. Los invasores son increíblemente fuertes... ¡y el acero no les afecta!
Otón vestía la armadura de batalla, incluido el yelmo de hierro. La lluvia empapaba su rostro, convulsionado por el horror.
Había ordenado movilizar a todo varón capaz de empuñar un arma. Un contingente de mil hombres armados quedaba encargado de establecer el orden entre la población civil, que a estas alturas ya habría perdido los nervios. Durante la última hora toda la muralla externa de Cztesjow había caído con pavorosa celeridad. Los soldados desertaban de sus puestos cuando contemplaban a los invasores. Y no había promesa o castigo capaz de hacerles volver al frente.
Al parecer, la fuerza invasora en realidad contaba con más de diez mil soldados, y continuaba cerrándose en círculo alrededor de la ciudad. Otón aún no quería creer lo que se contaba de los agresores: cuernos, piel escamosa, lengua viperina y ojos rojos y brillantes como polilla ahítas de sangre. Y ninguno de ellos moría: aun erizados de flechas y tajados brutalmente por hachas y espadas, seguían peleando sin disminuir su vigor.
No mostraban compasión: diezmaban a los polacos con la facilidad de la guadaña en el trigal. Y reían mientras lo hacían. No tomaban prisioneros.
La cuestión de salvar la ciudad había quedado obsoleta. Ahora se trataba de encontrar la mejor vía de escape. Otón había hecho multitud de planes con sus estrategas. La mejor forma, la única, de hacer huir a la población civil, aún segura en el centro de la ciudad, consistía en atacar sobre el enemigo con un ejército en cuña. Tal vez por la brecha pudieran huir los habitantes de Cztesjow. Por supuesto, era un plan imposible, pero había que intentarlo.
Otón siempre creyó ser capaz de empuñar el arma y morir luchando. Mas, cuando, desde aquella alta torre en el borde de la zona edificada, contempló a los enemigos, su resolución vaciló como una llama de vela golpeada por el viento.
Bajo la lluvia furiosa pudo distinguir una masa de seres levemente parecidos a hombres que empuñaban picas, hachas y espadas. Reían y aullaban locamente. Sus ojos brillaban con fulgor de rubí. Y se abrían paso alzando y bajando maquinalmente las armas, destrozando los cuerpos de quienes osaran cruzarse en su camino. Aquello parecía un enjambre de cuerpos rabiosos, una ola arrasadora de carne y metal.
En menos de veinte minutos llegarían a la torre desde cuya azotea el burgomaestre contemplaba la batalla.
Otón escuchó a uno de sus oficiales rezar el Padrenuestro. Nadie más osaba hablar. Sólo Borowsky, uno de sus mejores estrategas:
-Señor, hemos de retroceder.
-¿A dónde? -preguntó Otón con voz átona-. No hay posibilidad de salvación. Valdría más que empuñáramos aquí y ahora nuestras armas y lucháramos hasta el final.
-Pero el plan para salvar a los civiles...
-Están ya muertos. Todos lo estamos. Los enemigos no nos permitirán huir. No atenderán a razones. ¿Es que no los veis? Son diablos. Van a aplastar entera nuestra ciudad.
Un capitán mayor echó a correr hacia las escaleras. Otón no se lo reprochó. Otros pocos también huyeron, resbalando sobre el suelo de piedra encharcado. El horror había quebrantado su sentido de la disciplina.
Otón endureció el mentón.
-Dadme una espada y un escudo.
-Pero... ¡Señor!
-En vos queda el mando de la ciudad. Renuncio al cargo de burgomaestre. ¡Vuelvo a ser un simple soldado!
Rió a carcajadas, y más cuando empuñó la recta y larga espada y se embrazó el escudo.
Bajó celéricamente las escaleras. Su rostro apasionado y demente hizo huir a cuantos subordinados hallaba en su camino.
-Si hay que morir, ¡lo haré luchando! -gritó.
Su risa de loco resquebrajó la moral de los hombres, quienes se dispersaron confusamente. Pero muchos lo siguieron, enarbolando las armas, dispuestos a caer en liza. También los hubo que se arrodillaron y rezaron entre sollozos.
Otón no subió a ningún caballo. A los mozos de caballería les resultaba imposible controlarlos. El burgomaestre echó a correr sobre el fango en dirección a la multitud enemiga. Cerca de quinientos guerreros polacos le acompañaban, aullando, enloquecidos por el horror y la sed de sangre.
La lluvia le impedía ver los cuerpos de los enemigos, pero en la oscuridad resplandecían sus ojos de color bermellón. Otón descargó un espadazo en el cráneo de un luchador con garras descomunales y rostro de pesadilla. Le hendió la cabeza hasta la garganta. El ser seguía riendo, pese a soltar chorros de sangre humeante. Su aliento hedía a azufre. Una flecha rota surgía de entre sus costillas, cubiertas por el peto de la compañía de Wolfgang El Rojo. Otón paró un espadazo. Guerreó sin control alguno de sí mismo. El ejército polaco le alcanzó, como una marea de cotas de mallas, espadas y escudos. La infantería se abrió paso a tajo limpio. Un relámpago iluminó la escena, mostrando cuerpos sobre cuerpos, sangre que la lluvia se llevaba, demonios con patas de carnero y cola serpentina contra soldados aterrados y rabiosos.
La oscuridad volvió, y con ella el crujido del trueno enmudeciendo momentáneamente los gritos y el restallar de los aceros.
Otón sintió colmillos en el cuello. Alzó el brazo izquierdo y golpeó con el muñón, pues le habían amputado la mano de un hachazo. Cinco criaturas gargolescas lo apresaron con dedos inexpugnables, acarreándolo acto seguido fuera de la carnicería. Reían obscenamente y hablaban entre ellos en un idioma digno de reptiles.
Al fin lo arrojaron al suelo enfangado. Otón levantó la cabeza, molida a golpes. Su único ojo sano distinguió, tras la cortina lluviosa, una figura que conocía: Wolfgang El Rojo. Sus ojos brillaban como el vino tinto bajo el sol. Ahora poseía cola, un largo apéndice escamoso que latigueaba en todas direcciones.
-¡Wolfgang El Rojo! -aulló Otón-. ¡Sirves al Diablo!
Sonó como una acusación, mas Wolfgang rió a carcajadas.
-¡Ya le servía antes de morir! -contestó-. Pero deseaba tanto vengarme de Ivar y de ti que le vendí el alma a cambio de esta justa revancha. Un alma tan condenada como tu negro corazón. Mi señor Lucifer hizo revivir a las huestes de la Compañía Mercenaria y me prestó además unos cuantos de sus ejércitos infernales... ¡Todo para haceros pagar vuestra sucia traición!
Cara a cara con la muerte, hay hombres que se derrumban y sollozan. Pero otros la aman más que a cualquier otra mujer e inconscientemente la buscan durante toda la vida. Entonces, cuando la encuentran, alzan la cabeza y ríen loca y desafiantemente. Otón pertenecía a este segundo tipo.
-¡Acaba ya de una vez, Wolfgang, perro amargado! -gritó el burgomaestre-. ¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Mata también a Ivar, ese gordo clérigo, que corrió levantando sus faldones cuando olió el peligro!
-No te preocupes por Ivar... Otro Más Fuerte que yo se encargará de él.
Abrió la garra y un mercenario del Infierno le pasó un hacha descomunal.
Otón miró fijamente al rival, gruñendo como un perro de presa. Se debatió, pero le obligaron a arrodillarse y humillar la cabeza. Le despojaron del yelmo, el peto y la cota de mallas. Manos escamosas doblegaron su testa. Ahora mostraba el cuello, desnudo, brillante, mojado. El burgomaestre reía rabiosamente. De pronto, experimentó un chispazo de dolor. Estaba rodando sobre un charco. Su cuerpo decapitado, a un metro de él, temblaba espasmódicamente. Otón deseó gritar, aullar contra el mundo entero. Pero se hizo la Nada.
Ivar corría y tropezaba. Un pillo le había arrancado la túnica de terciopelo y ahora su larga ropa interior se le pegaba a las orondas carnes. Casi no podía ver a través de la lluvia. Cayó al suelo y durante un instante gateó en el fango. Los tumultuosos le despojaron del caballo y el cofre con las joyas. Su guardia personal huyó, abandonándole. También su monje de confianza.
La ciudad era un caos absoluto.
Un relámpago disipó brutalmente las tinieblas. En la calle, un demonio golpeó de revés con su maza a una muchacha, reventándole el cráneo. El monstruo reía alegremente. Una gárgola viviente devoraba las entrañas de un anciano recién degollado. Una partida de soldados infernales saltaba y correteaba sobre el suelo infestado de cadáveres. No dejarían ningún habitante con vida.
Ivar echó a correr de nuevo. Súbitamente, una mano le tomó del brazo.
-Venid conmigo, Abad Mayor. Yo os ayudaré.
Era un hombre vestido con lujosa armadura dorada. Su voz resultaba profunda, un oasis de calma en medio de aquel estrépito. Ivar se dejó llevar y al poco entraron en el más próximo edificio.
El Abad respiró profundamente, ahora a salvo de la lluvia. Se sentó sobre algo plano. Escuchóse el chocar del pedernal y el eslabón. El caballero desconocido sopló sobre una lámpara con paja seca y se hizo la luz. Llevó el candil hasta la mesa junto a la cual habíase sentado el Abad Mayor. Era un hombre delgado, alto, de porte imponente. Cuando se quitó el yelmo, tocado en la frente por una pequeña cabeza de león rugiente, Ivar descubrió un rostro masculino tan hermoso que le cortó la respiración.
-No os preocupéis, Abad Mayor -dijo aquel caballero, que tenía al tiempo facciones de adulto y de niño inocente. Mas sus ojos... En ellos podía haber de todo menos inocencia.
-¿Quién sois vos, que me habéis salvado de esas criaturas infernales? -preguntó Ivar, aún fascinado por su salvador.
-Yo soy su amo.
Ivar quedóse en silencio. Sus ojos trataban de desentrañar el misterio; mientras, el caballero sonreía plácida... y malignamente.
De pronto, Ivar comprendió. Y gritó. Cayó al suelo. Una cucaracha huyó a la carrera para no ser aplastada bajo su peso. El Abad retrocedió casi a rastras, hasta que su espalda chocó con una pared.
-¡Padre Nuestro y Señor Jesucristo, salvadme del Mal! -chilló el Abad, con los ojos horrorizados clavados en el desconocido.
El caballero dorado rió alegremente.
-Mi buen Abad, no debéis temerme -dijo, con voz suave-. A partir de hoy sois mío, de mi propiedad, y no sería correcto por vuestra parte mostrarse irrespetuoso con vuestro nuevo dueño. He subido para contemplar el trabajo de mis huestes. Y su labor me agrada.
-¡Retrocede, Maligno! -clamó Ivar-. ¡El Buen Dios me protege, porque yo Le he servido!
El caballero rió de nuevo. Clavó su mirada en Ivar.
-No. Me habéis servido a mí. Engañasteis a un mercenario llamado Wolfgang El Rojo. Y ello provocó una serie de hechos que han desembocado en el exterminio de miles de inocentes. Siempre me habéis servido, mi buen Abad, aunque sin saberlo. Lo habéis hecho mejor que muchos de mis más fervientes lacayos. Y, aunque se dice que mi Reino está lleno de buenas intenciones, vos y yo sabemos que ése no es vuestro caso.
-No... -Ivar casi musitaba las palabras-. Yo... yo he contribuido a la construcción de catedrales... Cumplí con las bulas...
-Ntsch, ntsch... Gracias a vuestras maquinaciones y sed de poder, se ha incrementado el sufrimiento y el odio globales.
-¡No! -chilló Ivar-. ¡No acabaré en el Infierno! ¡He sido fiel a las Normas! ¡Subiré al Bendito Cielo!
-Permitidme dudarlo, Abad Mayor -sonrió de oreja a oreja-. Si estáis equivocado, en mi reino sufriréis un castigo acorde con vuestras acciones. Averigüemos quién de los dos lleva la razón.
Cerró su puño derecho. El corazón de Ivar dejó de latir.
El caballero dorado miró durante un instante el cadáver del religioso y después salió a la calle, aún poblada de diablos y muerte. Un relámpago iluminó la ciudad arrasada. El trueno retumbó ominosamente. La lluvia persistía.
Nota del autor: Cztesjow es una ciudad imaginaria. Igual ocurre con sus habitantes y la Compañía Mercenaria de Wolfgang El Rojo. Cualquier parecido con los sucesos acaecidos en esta historia es fruto de la casualidad.
Sí es verídico que durante el siglo XV los polacos lucharon denodadamente contra los teutones, y que el rey Ladislao II consolidó la soberanía polaca sobre el país. Como testimonio histórico, cabe citar un comentario acerca de la batalla de Tannenberg, en 1410, tras la cual los polacos quedaban como vencedores y los Caballeros Teutónicos conocían la derrota:
“En este combate encontraron la muerte cincuenta mil enemigos y cuarenta mil fueron hechos prisioneros. Fueron capturados cincuenta y un estandartes. Los vencedores se enriquecieron con los despojos del enemigo. Aunque cuesta trabajo creer las cifras de muertos, hay un medio de confirmarlas: a lo largo de algunas millas, el camino estaba cubierto de muertos. La tierra estaba impregnada de sangre y el aire se cubría con los gritos y lamentos de los moribundos. (Joannis Dlugossi seu Longini Canonici Cracoviensis Historiae Polonicae libri xi).”

Vida y Muerte -- Krantor El Poderoso




Vida y Muerte

Krantor El Poderoso dominó a lo largo de su azarosa vida numerosos países. Conquistó gracias a su bravura y temeridad legendarias el corazón de incontables hombres y mujeres. Cuando sus ejércitos atacaban los enemigos huían o eran aplastados sin compasión. Él mismo, aunque estratega y emperador, avanzaba siempre a la vanguardia de sus huestes. Su espada hacía volar cabezas y se revolvía entre los adversarios con tales furia, valor y destreza que provocaba admiración en amigos y enemigos.

Fue también buen gobernante en la paz, implacable con los traidores, dadivoso con los justos y los honrados.

Su familia le amaba, su pueblo le quería, sus guerreros cabalgarían hasta el Infierno por él. Incluso los enemigos, en el fondo de sus corazones, le respetaban y envidiaban sin poder evitarlo, y por ello le aborrecían dos veces más y más aún se odiaban a si mismos.

El Imperio de Krantor El Poderoso se extendió como fuego sobre pasto seco. Nadie se atrevía a hacerle frente.

Así pues, en el seno de una prosperidad tan arduamente ganada, el Rey fue envejeciendo y las arrugas visitaron su rostro. Sobrevivió a su amada esposa y a muchos de sus amigos y, con el transcurso de los años, llegó un momento en que alrededor suyo sólo encontraba desconocidos. Sus hijos le querían, mas no comprendían su forma de pensar; ellos habían nacido y sido criados en la paz, mientras que Krantor había forjado su carácter entre espadas, flechas y cadáveres.

Sintiéndose solo, los días pasaban largamente para el viejo rey. El hastío llenaba sus horas. Únicamente hallaba placer rememorando con dulce dolor las aventuras y gestas del pasado. Ahora ya nadie quería combatir, los jóvenes se dedicaban a la ciencia, la política o la economía. La civilización extendía sus tentáculos y los aventureros comenzaban a extinguirse.

El anciano monarca, antaño poderoso, se había convertido en un anacronismo sin sentido. Todo le resultaba absurdo y vano. Ni siquiera podía confiar a nadie sus pensamientos, ya que todos sus viejos camaradas habían muerto tiempo ha.

Entonces, el mal llegó a Krantor. Los físicos de la Corte intentaron curarlo con sanguijuelas, ungüentos y reposo. Pero la corrupción se había engarfiado en su todavía fuerte cuerpo. A veces, experimentaba mareo y vomitaba sangre y hasta trozos de carne. Otras, los pies que antaño pisotearan reinos no podían sostenerle y se desplomaba miserablemente de rodillas.

El mal también corrompía su espíritu. Negras pesadillas pobla ban sus noches. En tan febriles visiones los cadáveres se alzaban desde las tumbas y le pedían cuentas por todas las muertes que él había causado. Pero en la vigilia no había mejora, espesas depresiones aniquilaban su voluntad, hasta el punto de que el Imperio todo pensaba que Krantor iba a morir. Sus habitantes suspiraban por la suerte del anciano Señor y ya se preguntaban quién sería su nuevo amo...

Una noche especialmente tenebrosa, el Rey vio en sueños una calavera envuelta en un aura azulada. La testa espectral se expandía más allá de los límites del Tiempo y el Espacio. Abrió su quijada y rió profunda y burlonamente. Aquel sonido provocaba en Krantor una indeci ble agonía.

Despertó, exhalando un ronco grito. Bañado en sudores, comprendió entonces que quien se le había aparecido en sueños era la mismísima Muerte, la Señora Parca, que se regocijaba contenta porque en días u horas le arrebataría el fresco hálito de la existencia.

Krantor saltó de la cama y paseó inquieto y angustiado por los solitarios y ve tustos pasillos de palacio. Negras espadas hendían su alma. Contempló amargamente los cuadros de batallas, los escudos heráldicos, las espa das que habían hecho posibles tantas gestas. El Rey sentía un espeso nudo en la garganta. De haber sido ésa su costumbre, habría llorado. Pero era duro de carácter y mostrar sus más íntimos sentimientos en público, incluso cuando él era todo el público que podía contemplarle, le resultaba impo sible. ¡Sí aún tuviera enemigos contra quien batallar o una empre sa arriesgada que llevar a término...! Entonces, podría sentirse vivo y al menos gozar con intensidad del tiempo que le restaba hasta la muerte. Pero ya no quedaban adversarios y la guerra era un recuerdo turbulento del pasado.

Entonces, el viejo rey alzó su mirada. En ella chispeaba un fuego que él creía extinto. Había tenido una visión.

-Si no tengo enemigos y la Muerte me consume poco a poco... –musitó, para alzar la voz en un bravo juramento:- ¡Lucharé contra la misma Parca, ella será mi rival! ¡Y la venceré!

Exhaló una brutal y loca carcajada, impropia de un anciano. Tal sonido reverberó entre las columnas de mármol y los muros de roca, despertando a los sirvientes y alarmando a la guardia.

Todos ellos descubrieron al Rey vistiendo su mejor armadura, pertrechado con la espada más afilada, el escudo más resistente y el más fiero hacha y se cubrió la cabeza con un pesado yelmo. Bajó a las caballerizas reales y ensilló al mejor caballo de combate, un macho negro como el azabache y cuyo nombre era Tormenta.

Intentaron persuadirle para que volviera a sus aposentos, pero les apartó con rudeza. Todos temieron el fuego de su mirada. Krantor había recuperado el vigor de otros tiempos.

Montó en el magnífico Tormenta y se dirigió a sus súbditos con voz de trueno:

-¡Apartaos! ¡Debo librar la más dura batalla de mi vida! ¡Pelearé contra la misma Muerte y triunfaré!

Los presentes menearon sus cabezas, incrédulos, pensando que el monarca sufría locura senil.

Pero lanzó otra carcajada demoníaca. Entonces, el mal se cebó en él, haciéndole vomitar sangre en un negro chorro. La debilidad casi lo arrojó del caballo, pero él endureció el mentón y resistió sobre la silla, sonriendo malignamente.

-Tormenta, la Muerte nos teme -dijo al fiel caballo-. Me ataca con todas sus fuerzas ahora que le he declarado la guerra. ¡Mas no me conoce si cree que voy a abandonar! ¡Adelante, amigo!

El noble bruto relinchó salvajemente, pues amaba profundamente a su señor. Después, echó a cabalgar.

Jinete y caballo salieron del castillo y atravesaron las calles de la capital imperial, provocando el asombro de los soñolientos ciudadanos.

Al salir a terreno abierto, Krantor descubrió que su propia caba llería, más de treinta mil guerreros, le seguía los pasos.

-¡Míralos, Tormenta! -susurró el rey- Quieren devolverme a mi castillo, a mi cama, a los tratamientos de los físicos. ¡Corre, fiel amigo, galopa como el viento huracanado! ¡No permitas que nos atrapen!

El caballo aumentó su velocidad. Un furor salvaje, el espíritu de la vida, que también había poseído al animal, dio alas a los cascos. Su marcha se tornó tan rápida que el mundo alrededor de ellos dos devino un jirón confuso y multicolor. El rey su corcel se perdieron definitivamente de la vista de sus perseguidores.

Ya lejano el peligro, Krantor frenó a Tormenta y ambos descansaron en un fresco bosque. El rey cazó con su lanza. Después, co mió la presa, un fuerte y joven venado, crudo. Aquel tosco manjar le satisfi zo mil veces más que las exquisitas viandas de palacio.

Continuaron su imparable camino, siempre hacia Oriente, atrave sando el Imperio y saliendo, por fin, de sus límites.

Surcaban ahora tierras desconocidas: estepas nevadas, praderas frescas y brillantes, pasos montañosos de arisca roca y un sinfín más de parajes libres, bellos, salvajes.

Peleó contra bandidos y asaltadores, vencién dolos una y otra, ora gracias a la fuerza, ora a la astucia.

Mas a quien no podía derrotar era al Mal de la Muerte, que se cebaba en él con crueldad inusitada; entonces, el rey sentía sus ojos ciegos, de ellos caían sangre y mucosidades; las arcadas doblaban su cuerpo brutalmente, temblaba y sufría incluso espasmos y horrendas jaquecas le impedían pensar con claridad.

Durante tales estados Tormenta acariciaba con el hocico el ajado rostro y, a pesar del dolor, Krantor sonreía desafiante. Y decía:

-Mi buen Tormenta, la Muerte trata de aniquilarme por completo, mas yo resistiré. Mi cuerpo está maltrecho, sus golpes hacen retemblar todo mi ser... ¡Pero al final, yo venceré!

Tanta era su obstinación que en los momentos de mayor debili dad lograba alzar su espada y golpear a los fantasmas del aire, aquellos espectros invisibles, servidores de la Muerte, que robaban el vigor a los fuertes. Así lo hacía hasta que caía al suelo sin sentido.

Cuando despertaba, notaba su cuerpo débil y maltrecho. Pero montaba sobre Tormenta, incapaz de rendirse.

No se detenía en aldeas o burgos. Los observaba a distancia con el ceño fruncido.

-Mi trato con los humanos ya ha pasado -solía murmurar a Tormen ta, su único amigo-. Ahora me enfrento a enemigos más poderosos.

Y reía, poseído por la alegre locura de la que nada saben los hombres cabales.

Un día, se hallaba sobre una rompiente de rocas, observando al mar agitado destrozarse contra los colosos pétreos. El aire fresco y cargado de salitre golpeaba su rostro y nubecillas de brillan te espuma salpicaban sus botas. Krantor había quedado embelesado, mientras contemplaban el infinito mar, dejando que los recuerdos fluyeran y trazaran dulces heridas sobre la piel del alma.

Entonces, el mal se fue. Inesperadamente, Krantor lo sintió salir de su cuerpo como un humor espeso e invisible, un gordo gusano húmedo exhalado por los poros de su piel.

Ahora volvía a experimentar la plenitud de la carne sana. La ceguera, los dolores, las jaquecas y las náuseas habían desaparecido. El rey cerró su puño y sintió la bendita potencia de músculos y tendones robustos y ágiles, el rápido fluir de la san gre, la respiración profunda y la visión clara.

Sonrió, pensativo y triunfal.

-He ganado la primera batalla. He logrado que retroceda el enemigo. Pero la guerra sólo terminará cuando lo haya vencido definitivamente.

El caballo lo miró con sus negrísimos e inteligentes ojos. Tal vez comprendiera o no la locura o la agudeza del rey. De cualquier modo, en ellos brillaban el cariño y la lealtad.

Continuaron camino, un viaje hacia ninguna parte.

Llegaron a un gigantesco y triste erial. En él no había vida, excepto ellos dos: ni siquiera las moscas o los gusanos se aventuraban en aquel reino, el Imperio de la Muerte.

Krantor desmontó. El silencio se espesaba sobre los sonidos de roces y pisadas como una serpiente aplastando lentamente a su presa. Tal pesadez re sultaba terrible, por momentos intolerable.

Krantor desenvainó su espada y enarboló en la otra mano el hacha de batalla. Alzó las dos armas hacia el cielo y su voz tronó:

-¡Yo, Krantor El Poderoso, te injurio a ti, Muerte, con la Maldición de la Vida! ¡Estoy poseído por el Espíritu de la Vida y te reto a luchar noblemente y sin piedad!

El silencio continuó durante unos minutos.

Entonces, se escuchó sobre el Universo una bestial carcajada y una voz maligna y antigua:

¿QUIÉN ERES TÚ, HOMBRECILLO, QUE OSA RETARME A MÍ, QUE SOY AQUÉLLA A QUIEN NADIE PUEDE ESCAPAR, LA MAYOR FUERZA DEL COSMOS?

Tormenta a punto estuvo de caer en la histeria. Se revolvía y relinchaba, aterrorizado. Mas continuó en su sitio. Krantor descubrió, recortada contra las sombras, una figura en pie. Era alta y delgada. Vestía túnica rasposa y oscu ra que la cubría desde la cabeza a los pies. La capucha estaba alzada y al observar la negrura de su interior Krantor experimentó crudo vértigo, como si se tambaleara al borde de insondables abismos. Tuvo que desviar su mirada y concentrarla en un punto bajo el cuello del ser. De las amplias mangas surgían dos ma nos de hueso desnudo que sujetaban el asta de una larga guadaña.

-¡Al fin has salido a recibirme! -exclamó Krantor, sacando fuerzas del puro miedo.

-Te lo aseguro, hombrecillo: sufrirás el más terrible fin que jamás ser inteligente alguno haya podido imaginar. Rebasarás um brales de agonía más allá de toda comprensión. Concentraré mi inconmensurable crueldad en un tormento inacabable, y cuando me supliques a gritos el sueño eterno, afilaré el dolor hasta volverlo delirante, enloquecedor.

Krantor, de pronto, experimentó una tremenda debilidad. Al fin y al cabo, aunque él era un rey poderoso, sólo se trataba de un humano, peleando contra Aquélla que había hecho doblar la rodi lla a todos los vivos sin excepción.

Pero sintió el salvaje fluir de la sangre en sus arterias y el violento galopar de su corazón. Su rostro se contorsionó, iracundo.

-¡Tú eres la Muerte, pero yo la Vida! ¡Tú permaneces, te mantienes inmóvil, pero yo vuelo y me elevo sobre las nubes oscuras! ¡No soy yo quien te reta, sino la Vida misma, y sin vida eres menos que nada!

La Muerte guardó silencio, como rumiando aquellas pala bras. Alzó una de sus cadavéricas manos y el suelo entre Krantor y Ella se abrió súbitamente, provocando un estruendo ensordecedor.

El rey se tambaleó. Tormenta relinchó, víctima del pánico. Pero no sólo los humanos pueden realizar gestos heroicos: permaneció junto a su amo.

Por la grieta surgieron Pesadillas. No tenían otro nombre. Eran los miedos agazapados en el fondo de la mente humana, convertidos en materia sólida. Surgieron de la grieta en legión, como una enjambre de insectos gigantes. Eran el mal, el mal puro. Los había de todas las formas, algunas capaces de quebrar la cordura del más se reno. Los Miedos Humanos, transmutados en músculos, carne, patas, seudópodos, ojos, colmillos y pelo, cerraron contra Krantor.

El rey se sintió a punto de desfallecer, el horror que supuraba tanta alimaña le golpeaba en el rostro como un puño de hiero. Pero, sin explicarse cómo, afirmó las piernas en el suelo quebrado y abierto en múltiples grietas, alzó el hacha y la espada y golpeó sin piedad.

El glorioso metal hendió la carne y el hueso. Había que luchar y matar. Era un trabajo que Krantor conocía bien. Se abandonó a la batalla, como un guerrero joven y deseoso de honores. De nuevo experimentaba aquella loca euforia, como en épocas lejanas, cuando los días y las noches transcurrían nebulosamente entre lucha y lucha. Empujaba, rajaba, pinchaba, aplastaba. Ellos eran muchos, pero una vez se les hacía frente, sin miedo, resultaba fácil vencerlos.

Al poco, el rey se halló rodeado de cadáveres informes, salpica do de sangre multicolor, temblando el hacha y la espada entre sus fuertes dedos. Los Miedos Humanos habían retrocedido, asustados ellos mismos por el ímpetu y el salvajismo de su oponente.

La Muerte alzó de nuevo su mano y las criaturas volvieron a las entrañas del mundo. Las heridas de la tierra cerraron y cicatrizaron velozmente. Los labios de la gigantesca grieta fueron unidos y se transformaron en simple y llano erial.

-¿Y bien, Muerte? -rugió Krantor, con ojos desorbitados- ¡Ya he vencido a tus primeras huestes!

-Poco has hecho, hombrecillo -contestó la Parca-. Ahora te enfrentarás a tus semejantes.

Krantor notó que el suelo bajo él temblaba. Se apartó de un salto. De allá donde apoyara los pies surgió una cabeza macilenta, plagada de diminutos y reptantes carroñeros. Tras la testa surgió el resto del cuerpo, humano, pero decrépito, surcado por jirones y abierto en decenas de agujeros. Tal ser llegaba precedido por un hedor insoportable, el olor de la putre facción. Era un cadáver, un muerto viviente regurgitado desde los intestinos del mundo por su Señora la Muerte. El muerto miró a Krantor, que se hallaba traspuesto a causa del horror, y sonrió malignamente, abriendo las quijadas ahítas de tierra.

-Míralos -ordenó la Muerte-. Son mis hijos, mis retoños, pero también tus semejantes, aquéllo en lo que sin duda te convertirás cuando ponga mi fría mano sobre tu nuca. Conócelos mejor. Intima con tus congéneres.

Por todo el erial surgían los cadáveres, como obscenos vegetales creciendo y desarrollándose a un ritmo anormal. Pronto Krantor se halló rodeado de cientos de muertos redivivos. El rey retrocedió, intentando ven cer el alucinante horror. Su mente se convertía en agua mientras contemplaba a los niños, las mujeres, los hombres y los ancianos espectrales que se le acercaban mugiendo triste, estúpidamente. Había allí soldados, sacerdotes, damas de alcurnia, mendigos, reyes, campesinos, comerciantes, prostitutas, caballeros, mercenarios,... To dos por igual habían muerto y ahora nacían de nuevo, impulsados por un malsano y tosco instinto, imbuido por La Parca.

Tormenta relinchaba agudamente junto a Krantor. El animal se alzaba sobre sus patas traseras y se revolvía, aterrorizado. El rey, ejecutando, un su premo esfuerzo de voluntad, atravesó la barrera del miedo y car gó contra los cadáveres animados.

De nuevo el hacha y la espada hacían volar miembros y cabezas, mas esta vez los enemigos no sucumbían, pues ya estaban muer tos. Desmembrados, tullidos, decapitados, andaban o se arrastraban en su busca. El filo de las armas se manchó de tierra, gusano y sangre estancada. Aquél no era un combate honorable ni limpio. Krantor a duras penas reprimió un sollozo cuando hubo de partir a un niño espectral. También, contra su costumbre, debía aniquilar a mujeres y ancianos. Sin embargo, procuraba pensar que aquellos seres ya habían fallecido, horas, meses o años antes de caer bajo sus armas.

Cuando ya el cerco se estrechaba peligrosamente, los cadáveres se detuvieron y separaron de él, rodeándolo. Sumidos en escalofriante silencio, se abrieron para dejar pasar a un compañero más.

Krantor vio llegar a su esposa, a su dulce mujer, fallecida años ha por culpa de unas fiebres malignas. No era como el resto, se presentaba tan bella y resplandeciente como el día que la desposó. Los rizos de oro caían sobre su rostro sereno y angelical.

-Esposo mío, únete a mí. Bebe la miel de mi boca y permite a tu cansada frente yacer en mi regazo.

Krantor se sintió de pronto exhausto. También ridículo y viejo. Al fin y al cabo, ¿qué era él? Sólo un hombre. Y el destino de todo hombre era la muerte. Libraba una batalla sin sentido, ahora lo comprendía. Deseó reposar entre los brazos de su esposa, añoraba sus cuidados, su amor, hacía demasiado tiempo desde que desapareció de su vida y el dolor de su pérdida había llena do los últimos años con un negro peso. A lo largo de su azarosa existencia conoció a muchas, pero ella fue su favorita.

Tiró la espada y el hacha y recibió el abrazo. Acarició el suave cabello ensortijado. Los labios de su reina se entreabrieron para entregarle un largo y cálido beso.

Entonces, algo gritó dentro de su mente, algo a miles de leguas de distancia y al mismo tiempo tan cercano que parecía a punto de hacer reventar su cráneo. Aquéllo era el instinto de la supervivencia, que siempre lo había avisado cuando el peligro arreciaba. Al contrario que otros, él nunca lo tomó a la ligera.

Los labios del rey no llegaron a tocar a su esposa. Se paró su cabeza de ella.

-¡Bésame! -ahora, aquella dulce voz se ha bía tornado un crujido de piedra sobre piedra- ¡Abrázame, esposo mío!.

Krantor abrió sus ojos y contempló el pútrido cadáver de su mujer deshacerse entre sus brazos como lluvia de ceniza, gusa nos y tierra.

Retrocedió, espantado, y escuchó un alegre y maligno tronar. Miró a la Muerte con amarga ira. Los cadáveres habían desaparecido y en el sombrío erial La Parca reía con voz cascada, profunda como las simas oceánicas.

-¡Estúpido! ¿Ves a lo que te ha llevado tu insensato juego? Dolor en tus ojos, éso es lo que descubro. ¡Sólo un inútil sufrimiento!

-No... -musitó Krantor, confuso.

-¿Te consideras el paladín de la Vida? -continuó La Segadora- ¡Yo te enseñaré qué es la vida!

Krantor mantenía los ojos abiertos, y ante ellos el yermo campo desapareció y contempló animales y seres humanos heridos, sufrimiento físico y espiritual, miseria y desesperanza por doquier. Se hundía en un océano de lágrimas amargas. Divisó a los hombres batallando y muriendo, hermano contra hermano, padre contra hijo, amigo contra amigo, palpó su odio, descubrió la codicia y la lujuria que pervertían al inocente, el engaño que destruía la ilusión, la corrupción espi ritual, el amargo desamor, las hirientes traiciones... Vio seres afanándose por continuar en pie un día, una hora, un segundo más, resistiendo y aguantando el peso de su propia infelicidad y resultando, al fin, aplastados sin piedad. Asistió a penosos espectáculos, como el del joven idealista cuyos sueños languidecían y acababan por desintegrarse en un mar de cinismo, a medida que la realidad aplastaba sus convicciones. También lo observó envejecer y ambicionar más dinero y poder. De igual modo, la muchacha dulce, risueña y amorosa se convertía, al final de su vida, en una arpía envidiosa de las mocitas que po seían lo que en ella se había secado y curtido. Rabia, cólera, desengaño, resignación... Incontables seres que caminaban arrastrando los pies, caían y se levantaban de nuevo, sobre una rueda sin principio ni fin, sufriendo una existencia implacable, hasta que caían desde el borde al eterno abismo.

“¡Esto es la vida! -la voz de la Muerte acompañaba a todas aquellas imágenes- Dolor, agonía, desencantos... Una alegría aplastada por mil tristezas y rencores. Pero yo soy quien acaba con esta locura. Mi mano trae el descanso y la placidez que tú, viejo débil y senil, deseas, te atreves a rehusar.

“Eres el Campeón de la Vida. Pues entonces, experimenta lo que la vida es,... ¡siento el dolor de vivir!

Y el sufrimiento atravesó, arrasó y dominó a Krantor. La agonía física y espiritual de los seres aferrados a la vida se concen tró en él. Gritó. Estaba ciego, en el paroxismo del malestar. Aquéllo resultaba insoportable, pero la Muerte no le per mitía morir. Por el contrario, le mantenía plenamente consciente.

Tras una espantosa infinitud, las garras de La Parca solta ron su torturado espíritu. El rey se desplomó en la tierra, medio loco, jadeante, farfullando ininteligibles sonidos. Sollozaba, como un niño desamparado.

Por contra, la Muerte, ante a él, emitía burlonas y eufóricas carcajadas.

-Hombrecito, ya has experimentado en qué consiste realmente la vida. ¿Te ha gustado la experiencia? ¿Sigues dispuesto a continuar tu patéti ca existencia cuando has descubierto lo que verdaderamente entraña?

Un atisbo de voluntad quedaba en Krantor, y a él se agarraba el rey, como un náufrago a la tabla. Buscaba razones, buscaba el porqué. Pero ya no podía encontrar las suficientes fuerzas como para seguir batallando.

De rodillas, derrotado e impotente, concentró su mirada angustiada en el negro suelo del erial. Y entonces descubrió algo brillante que surgía de la yerma tierra. Lo miro con atención y comenzó a reír estruen dosamente.

La Muerte cesó sus carcajadas. Lo que Krantor había descubierto era un simple trébol, un trébol de cuatro hojas, brillante, verde y fresco. También La Parca percibió aquella excepción en su seco y oscuro reino.

-¡Esto es la vida! -bramó Krantor- ¡Oponerse a la muerte! Luchar contra ella segundo a segundo, como este ser que ha nacido donde nada debería crecer! ¡Ha surgido de nuestra lucha, y constituye mi victoria y tu derrota!

“Puedes hablar hasta el fin del mundo, Muerte. Puedes dar incontables razones sobre la conveniencia de morir, de abandonar la vida. Pero la vida no exige ni precisa motivos. La vida surge. No tiene un porqué, ella misma es fuerza pura, derrochadora y rebosante.

“La muerte es debilidad, la vida es el Poder, el Poder de resistir, luchar... ¡y ganar!

Aquellas palabras llenaban la mente de Krantor. Sentía fuego en todo su ser. Agarró el hacha que había sol tado y lo lanzó contra La Parca.

La Segadora desapareció y el hacha pasó allá donde se alzara su triste figura y chocó contra la tierra.

La Parca había huido. Krantor venció al fin.

Una majestuosa paz le invadía al hombre. De pronto, la inmortali dad corrió a través de su arterias. Llegó hasta el fiel Tormenta y montó. El caballo relinchó, contento. Su dueño le palmeó el robusto cuello.

-¡Vámonos, amigo! -exclamó Krantor el Poderoso- ¡Aún nos queda mucho por vivir!

El caballo echó a trotar y los dos se alejaron, entre nubes de polvo y tierra, abandonando el negro y yerto erial.

El Asirio





El Asirio
“Con el mandato del Dios Assur, el Gran Señor, caí sobre el enemigo como un huracán... Los derroté y los hice retroceder. Atravesé las unidades del enemigo con flechas y jabalinas... Corté sus gargantas como a borregos... Mis caballos encabritados, enjaezados, se sumergieron en la sangre que corría como en un río; las ruedas de mi carro de batalla se salpicaron de sangre y despojos. Llené la llanura de cadáveres de los guerreros, como si fueran hierba...”
Sennacherib, emperador de Asiria, tras la
batalla de Halklue, en la ribera del río
Tigris, s. VII a. C.
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Se llamaba Tilat. Era un soldado de infantería, al servicio del emperador Sargón II, señor de la hermosa Nínive, la temible Assur, propietario de toda Asiria, de Babilonia la de las fuentes brillantes, de Samaria, del país de Media, de los vergeles que bebían del Tigris y el Eufrates. Tilat tenía un rostro ajado, de labios gruesos, nariz ancha y aguileña y penetrantes ojos oscuros. La corta melena, espesa y negra, surgía por los bordes del casco cónico y ondulado, con fina punta y orejeras metálicas. La barba también resultaba densa, en bucles regulares que cubrían toda la garganta. Era una cabeza poderosa, sobre un grueso cuello, entre dos macizos hombros. Una camisola verde-parduzca, de mangas cortas, se le ceñía al ancho y duro torso. Lucía cinto de cuero duro, adornado con rombos azules y rojos, más grueso en sus bordes, sujeto por un recio cordel. Bajo él reposaba una banda de tela, a rayas rojas y azules, igualmente ancha. La falda era vasta y cómoda, en tono cremoso oscuro. A la altura de los muslos caía en espesos flecos blancos y azules. Venía cortada entre las dos piernas, y aquella abertura quedaba cubierta por otra línea de flecos. Tilat, como buen infante, mostraba los pies desnudos, bajo unas piernas densas, acostumbradas a correr y saltar. Sobre las endurecidas plantas podrían desmenuzarse cantos de grava. Los dedos parecían piedrecillas, con uñas carcomidas por los arbustos y la arena.
Su recio brazo derecho empuñaba una lanza, tan alta como él mismo, de afiladísima punta en forma de hoja estilizada. En el izquierdo llevaba embrazado el escudo circular, un cono de piel rígida recubierto de bronce, adornado con pinturas geométricas y tachones alrededor del centro. Tal protección lograría cubrirle desde la cabeza a la cintura, y le había salvado la vida una docena de veces, tal y como demostraban las marcas de puntas de flecha, lanza, y los rayones provocados por las hojas de espada.
Una ancha tela le cruzaba el torso, desde un hombro a la cadera contraria. Estaba decorada con círculos rojos y blancos, y sostenía la espada corta, recta, de puño estrecho y sin guardas, envainada en metal, ideada para luchar en distancias cortas.
Tilat saltaba sobre las piedras y guijarros de tierra seca, internándose en la ancha cañada, rojiza y veteada de naranja. Era un terreno áspero y ardiente, al pie de varios montes cuyos nombres desconocía. El Sol de Oriente castigaba implacablemente, el sudor le resbalaba por el surco lumbar, hasta las nalgas. La camisola estaba empapada en las axilas y el bajo vientre, las manchas de humedad se mezclaban con las de la sangre arrancada de venas enemigas.
Escudriñó el desierto paso, pues la vida le iba en ello. Su mente, afilada a causa de los múltiples peligros que llenaban su existencia, imaginaba enemigos tras cada tocón y talud. Respiraba con fuerza por la nariz, con las aletas tensas, y caminaba velozmente, procurando evitar todo ruido innecesario. No estaba dispuesto a dejarse matar, ni a que se le escapara la presa.
Distinguió diminutas flores de sangre seca, sobre los guijarros del suelo. Al lado, huellas profundas en la tierrecilla, marcadas por un hombre aterrorizado. Sonrió. Llevaba persiguiéndolo desde la noche anterior. Era un urartio, un enemigo de Asiria. Habíase opuesto al poder de Assur y por ello tenía que morir. Sus compañeros rebeldes fueron azotados, empalados, quemados vivos, perdieron los ojos, las narices, los dedos, las orejas y la piel. Pero este logró escapar al castigo.
Tilat rememoró los acontecimientos de los últimos días. La campaña de Urartia había sido dura...
Todo comenzó muchos años atrás, cuando el rey de Urartia y Midas de Frigia, señor de Mushki, habíanse aliado para controlar las rutas de comercio a través de la Cilicia. También el monarca de Tabal quiso entrar en la conspiración, pero Sargón, El Brazo de Assur, conquistó su territorio. Midas también cedió ante el Puño Asirio. Rusas de Urartia permaneció rebelde, e incluso derrocó al gobernador imperial de la región Mannea. Mas, al poco, las hordas nómadas cimerias golpearon duramente su ejército. Era el momento propicio para que Sargón atacara, con el grueso de sus fuerzas, dispuesto a arrasar toda Urartia, sin piedad alguna.
Las tropas de Assur, comandadas por el mismo emperador, atravesaron llanuras, desfiladeros y ríos de rápidas corrientes, precedidos por un grueso de zapadores que arrasaban y allanaban, que construían puentes y balsas. El astuto Sargón evitó la línea de fortificaciones urartias, al Oeste del lago Urmia, avanzando por la orilla contraria. Cada noche, el emperador y sus soldados oraban y le pedían a Assur la derrota de los enemigos, su muerte y su dolor. Y cada amanecer retornaban al duro camino de la guerra, sedientos de sangre y victoria.
Al fin, hallaron al titánico ejército urartio en un valle entre escarpadas montañas. Los asirios habían atravesado el país a marchas forzadas, estaban cansados y faltos de sueño. Los urartios les retaron, confiando en su victoria.
No se esperaban la explosiva reacción asiria: Sargón ordenó el ataque sin dilaciones, marchando él al frente, sobre su espectacular carro de combate tirado por cuatro corceles. Le rodeaban los qurubti sa sheppe, la Caballería de la Guardia, lanceros a caballo, ciñéndose con las rodillas a la basta tela o piel de leopardo que constituía su única silla, capaces de disparar a pleno galope con su arco rígido y triangular y bajar al salto del noble bruto si éste era herido, pues no calzaban estribos. En aquella carga brillaron los penachos sobre las testas equinas, las puntas de lanza, el bronce de cascos y corseletes y los coloridos flecos al vuelo de lanzas y faldones.
La caballería se abrió para dejar paso a la temible línea de carros: pesados monstruos de acero, tirados cada uno por cuatro caballos enfundados en armaduras de tejido, ante los cuales la vanguardia enemiga sentía un indecible pavor. Los carros arrollaban las filas de caballería e infantería, los cascos y las tachonadas ruedas de bronce convertían en pulpa miembros, cabezas y torsos. Además de su contundencia en el choque, el carro servía como atalaya para los tiradores selectos, que desde tal punto privilegiado masacraban a flechazos cuantos enemigos podían divisar.
Tras la carga de carros y caballería le tocó el turno a la marea de infantes. Llegaron a la carrera, internándose en la densa neblina de polvo, pisando con sus pies descalzos los cuerpos deformes. La mayoría preferían la lanza, que arrojaban, o cuya hoja pinchaba y sajaba. Los honderos tiraban piedras o bolas metálicas que abrían cráneos y rompían rostros. Pocos usaban la espada, ya que no solía producirse la lid a distancias muy cortas. Los escudos anchos y cónicos chocaban estruendosamente, el poderoso lanzaba al débil al suelo y lo lanceaba bajo el riñón, en el cuello o en la ingle.
Tilat participó en la batalla, pues era un infante más. La garganta y los ojos se le llenaron de polvo, pero continuó corriendo, casi a ciegas. Distinguió un cuerpo urartio que gemía y braceaba, con las piernas destrozadas por las ruedas de un carro. Los huesos sobresalían, blancuzcos, entre jirones de carne húmeda. Su boca parecía un agujero difuso. Tilat desorbitó los ojos y hundió la lanza en la cara rival, atravesándola hasta que la punta tocó el interior del casco.
Siguió avanzando sobre el terreno devastado, que hedía a muerte y resonaba con los gritos de ira y dolor. Poco a poco, la tierra iba depositándose y podía verse con mayor claridad. Los combates eran aislados, en general de un hombre contra otro, mas a veces podía contemplarse un tumulto abigarrado, hasta una docena de guerreros cuyas lanzas y escudos chocaban violentamente. Tanto asirios como urartios corrían hacia tales combates en grupo, pero todo terminaba tan rápidamente como había empezado, normalmente quedando la victoria en manos asirias.
Tilat caminaba cerca de otros compañeros, la mayoría pertenecientes a distintas tropas, y por tanto desconocidos. Muy lejos, hacia el frente, distinguió una espesa nube, donde la caballería y los carros continuaban destruyendo las líneas urartias.
Tilat observó un carro volcado, y alrededor varios cadáveres asirios, sin duda los arqueros y el auriga. El eje central estaba quebrado, una de las dos pesadas ruedas tachonadas yacía a cierta distancia. Los caballos relinchaban espantosamente, con las patas rotas, algunos reventados bajo el peso del armatoste. Sin duda, el vehículo había tropezado con un bache o socavón profundo, y voló por los aires, rebotando y hundiéndose sobre los cuerpos y la tierra.
Un soldado urartio surgió de su escondite, tras el carro. Vestía una camisola parda, de mangas cortas, con protecciones rectangulares metálicas, una falda que superaba los muslos, igualmente marrón, medias de tela roja y azul, y botas de cordones que subían hasta la rodilla. Un irtu o círculo metálico, sujeto por cuatro bandas de cuero, protegía su pecho. El casco era cónico, coronado por una cresta en forma de gancho, con flecos de vivos colores. La barba caía, recortada y gris, sobre la garganta. El rostro estaba contraído por la furia. Se armaba con una lanza, un pequeño escudo plano y redondo, y una espada corta, envainada.
Aquel hombre arrojó su lanza. El compañero a la derecha de Tilat no había descubierto aún al enemigo. La hoja se le hundió en la zona lumbar, sin más protección que la basta camisola. La punta surgió a la altura del hígado. Era una herida mortal. El ensartado trastabilló y cayó de rodillas, jadeando de puro dolor.
Tilat aulló y echó a correr hacia el carro volcado. Le seguían cinco asirios más. Un segundo urartio asomó por la diestra del carro. Era un arquero. La cuerda crujió al ser reculada, y restalló cuando los dedos envueltos en manoplas de cuero la soltaron. Tilat se agachó y cubrió con el escudo. El proyectil chocó contra el bronce y su brazo vibró dolorosamente, hasta el hombro. Siguió corriendo.
El arquero urartio desorbitó los ojos. Una punta metálica le sobresalía por el estómago, bajo el irtu. Un asirio cercano, aún tambaleante, le había arrojado su lanza. El otro urartio se había perdido. Agachado junto a un cadáver, trataba de arrebatarle la lanza. Pero Tilat le atacó. El urartio esquivó la hoja asesina y desenvainó su espada. Alzó el escudo y paró una nueva estocada. Un asirio reculaba su lanza, más no se atrevió a arrojarla, debido a la cercanía de Tilat.
Los escudos chocaron y resbalaron. La espada partió el astil, Tilat retrocedió y tiró el arma rota. Desenvainó su espada, golpeando en el mismo movimiento. Se rodearon, estudiándose el uno al otro. Los guerreros imperiales les observaban y animaban a Tilat. Éste llevaba puesto un corselete de placas de bronce que le restaba movilidad. El urartio atacó con varias estocadas y un golpe de escudo. Tilat los paró y, al acercarse, trabó su pierna en la del rival y empujó. El rebelde se estrelló en el suelo, rodó y la espada asiria sólo probó tierra. Al levantarse, el urartio golpeó con su escudo hacia arriba y estoqueó por lo bajo. El bronce abrió la boca de Tilat, quien tragó sangre y un diente. Se revolvió y la hoja maligna resbaló sobre las broncíneas placas, cortando las sujeciones de un costado. El corselete voló, semi suelto, y el borde inferior rasgó la barbilla de Tilat. Éste lanzó una serie de tajos, que rebotaron en el escudo plano. Retrocedió y, puesto que le estorbaba, se deshizo del corselete.
Ahora sentíase más ligero, y cargó como un toro furioso. Las espadas restallaron de nuevo, en los oídos de Tilat rugían los gritos de sus compañeros: “¡ASSUR! ¡ASSUR! ¡ASSUR!”. El rostro urartio se llenó de miedo. Tilat le tajó una sien, lo arrolló con el escudo y le cortó la garganta. Alzó la hoja húmeda y sintió un éxtasis indescriptible. Aún riendo, echó a andar, en busca de más enemigos.
La batalla pronto llegó a los estertores. La caballería y los carros habían abierto la vanguardia como un cuchillo la manteca. Se daba caza a los huidos y los infantes peleaban contra los resistentes. Cada soldado asirio entonaba una loa de agradecimiento a Assur mientras cortaba el cuello de un rival que inútilmente sollozaba piedad.
Cuando el carro del emperador paseó por la zona, seguido de la Caballería de la Guardia, y Sargón levantó las flechas de la victoria, los soldados asirios rugieron vítores, enloquecidos de felicidad y adoración.
En la tarde, se organizaron grupos de caza. Debían hacerse con todos los huidos y traerlos, vivos o muertos, ante el emperador, quien, como en otras ocasiones, dispondría una pila de cadáveres descomunal, símbolo de su poder y promesa de venganza para quienes no se le sometieran en el futuro.
Tilat, ya sin su protección de placas, se internó en los secos montes adyacentes a la batalla, al igual que cientos de compañeros más, siguiendo un rastro de pisadas apresuradas y manchas de sangre. El dios Assur les ayudó, pues la Luna y las estrellas iluminaron aquella búsqueda; gracias a su fulgor, muchos urartios que confiaron en las sombras nocturnas para escapar, gritaron de miedo y dolor antes de perecer bajo la lanza asiria.
El rastro fácil llevó a Tilat a través de un terreno que se escarpaba poco a poco. Estuvo tan sumido en la persecución que casi no se percató del tránsito entre la noche y el día.
Ahora, Tilat sabía que su presa estaba muy cerca. En aquella estrecha barranca, la sangre seca restallaba contra el Sol cegador, marcando un camino sencillo de seguir. El asirio se maldijo durante un instante por no haberse apropiado de otro corselete o armadura. En el calor de la batalla y la euforia del triunfo, tal punto se le pasó por alto. Sí tomó una lanza, de un compañero muerto. Apreciaba la espada, pero sentíase desnudo si no empuñaba un astil tocado de filoso metal. El labio partido, amoratado y brillante, le ardía como si hubiese mordido un rescoldo de hoguera. Pero estaba acostumbrado al dolor, y su voluntad de soldado mantenía tal molestia en un plano intrascendente.
Entonces, escuchó una respiración débil y jadeante. Era casi un silbido inapreciable, mas él lo había detectado. Comprendió que había un enemigo tras un recodo del camino; sin duda, cuando doblase ese talud rojizo, una hoja afilada caería sobre su rostro.
Muy lentamente, se desembrazó el escudo y lo pasó por sobre el casco y un hombro, quedando sujeto a su espalda por las tiras de cuero. Sin hacer el más mínimo ruido, rodeó el talud, hasta hallar una rampa natural fácil para la escalada. Ató con un cordel la espada envainada al muslo y la nalga, para que no chocara contra la piedra, y comenzó a ascender lentamente, metiendo manos y pies en grietas, tan sigiloso como un gran felino, poniendo infinito cuidado en que el borde del escudo no rozara el firme duro y caliente.
Al llegar a la cúspide, se levantó y avanzó semiagachado, notando el ardor de la piedra bajo sus durísimos pies. El corazón atronaba en sienes y garganta, el sudor untaba párpados y mejillas. Llegó al borde del talud. Abajo, tras una caída que como poco le rompería las piernas, distinguió al urartio.
Estaba recostado sobre una piedra, casi escondido tras ella. Sus ropas oscurecían, empapadas en sudor. Su casco brillaba bajo los rayos solares. Tenía un muslo vendado, con telas ennegrecidas que supuraban sangre. Mostraba la pierna roja hasta el tobillo. Tilat imaginó que habría perdido demasiado líquido vital y con probabilidad la herida estaría infectándose. La lanza y el escudo urartios reposaban cerca de su dueño. Era un arquero, y sostenía con flojeza su arma, reculando malamente la cuerda, en esta una flecha siempre a punto de caer. El herido cabeceaba, como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo para seguir despierto. En secreto, Tilat alabó su valor. Aquel arquero sabíase moribundo, pero, aun así, esperaba al perseguidor para, en sus últimos momentos, clavarle la flecha. Quería morir matando, como un guerrero.
La sombra de Tilat caía hacia atrás, y no sobre el urartio. El asirio levantó la lanza, tomó aire, lo retuvo, taladró con su mirada al enemigo y arrojó su arma. Llegó con tal fuerza que la punta abrió la armadura ligera, pasando el filo entre dos placas de bronce, junto al cuello, y se hundió hasta el astil. Sin corselete, el urartio habría sido empalado cuan largo era.
El hombre sufrió un espasmo, soltó un gañido y cayó al suelo, sobre su propio arco. Tilat ahogó un rugido triunfal. Se embrazó el escudo y bajó a la carrera. Ya de nuevo en la garganta, desenvainó la espada y se encontró con el herido.
Aún tenía clavada la lanza en la espalda alta. Había logrado sentarse, apoyado contra la piedra. Sus piernas estaban empapadas de rojo. El líquido se le escapaba por bajo del corselete, el cinto y los faldones. Sus ojos iban y venían, enfebrecidos. Tosió sangre por la boca y la nariz; su respiración sonaba húmeda. El metal debía haber alcanzado un pulmón.
Tilat se le acercó en silencio, con rostro sereno e implacable. Agradeció una vez más a su dios la oportunidad de matar a un enemigo. Estoqueó en la garganta, un golpe recto, eficiente, casi misericordioso. Al tiempo, el urartio le agarró de un antebrazo. Tilat sintió un pinchazo en la piel. Apartó la espada rápidamente. Un cordelillo rodeaba la mano del moribundo, bajo los nudillos. En el centro de tal tira, sobre la palma, había un alfiler de punta húmeda, manchado con la sangre de Tilat. El urartio logró esbozar una extraña mueca antes de expirar.
Tilat se frotó el antebrazo, alarmado. Sospechó que aquel artero rival le había envenenado. Aferró la mano exangüe y olfateó la aguja con sumo cuidado. Era un aroma agrio, le recordaba al de las naranjas podridas. Abrió un tajo leve donde la aguja le hirió, chupó la sangre y la soltó en rápidos escupitajos.
De pronto, sintió mareo. El mundo se bamboleó a su alrededor. Se levantó, pero cayó de rodillas. Una arcada lo dobló en dos y vomitó, únicamente jugos digestivos, ya que tenía el estómago vacío. Se limpió con el dorso de la diestra, notando el amargor aceitoso en la garganta y el paladar. Una debilidad fría y rápida se apoderaba de sus miembros. Se preguntó qué veneno corría por sus venas: ¿el de una serpiente? ¿O quizás un mejunje preparado a conciencia por viejas malignas o un experto asesino?
Hizo un esfuerzo y volvió a levantarse. Su mirada iba y venía. Debía caminar, volver con los suyos, tal vez entonces los médicos de campaña pudieran suministrarle el preciso antídoto.
Envainó la espada y recuperó su lanza. Se obligó a caminar, aunque las piernas le pesaban como si fuesen de plomo y la vista se le nublaba a cada paso. Un pie resbaló y cayó, hincando la rodilla, dolorosamente, en las piedras. Se levantó y volvió a caminar. Sentía frío. Comprendió que iba a morir y experimentó profunda congoja. Recordó su hogar de Nínive La Hermosa, repleta de fuentes cantarinas, de jardines verdes y brillantes, sus mujeres dulces y seductoras, los paseos columnados flanqueados por titánicas palmeras, los palacios de mármol cremoso y veteado, de basalto y roca negra, donde los leones y las panteras deambulaban caprichosamente a través de salas y pasillos...
-No moriré... -se dijo, procurando encontrar la convicción que le faltaba.
Se apoyó en la pared de la barranca, sin aliento. Jadeaba, con la garganta rasposa y ardiente.
Frente a él, distinguió una cueva, un agujero negro abierto en la roca, que antes pasó por alto. Escuchó un cántico lejano, que iba y venía en sus oídos, una letanía de voces etéreas, tan hermosas como jamás pudiera imaginar. Sintióse tentado y, antes de poderse controlar, se introdujo por la grieta.
Tanteó en la oscuridad, torpemente. El suelo desapareció bajo un pie y rodó por una escalera de anchos bloques. El escudo rechinó al raspar la roca. La caída fue breve. Tilat, su cuerpo un manojo de dolor y contusiones, se apoyó en la lanza y se levantó, gruñendo y jadeando. En la negrura, distinguió un fulgor suave, amarillento. Fue hacia allá. Tropezó con un muro y lo siguió hasta doblar un recodo. Sus ojos parpadearon al descubrir una tea lejana. De ella nacía el resplandor antes distinguido. A la primera le seguían otras, regularmente espaciadas, asidas por aros de hierro clavados en la roca. Su luz delimitaba un ancho pasillo artificial, de negros muros. El humo que expelían las antorchas se remansaba en el techo, pero varias volutas pesadas provocaron el lagrimeo y las toses del explorador.
Mareado y débil, atacado de fría temblera, el guerrero echó a andar por el corredor. La música extraña guiaba sus erráticos pasos. Sonaba con mayor intensidad, llena de tonos mágicos, en un idioma lánguido y extraño. Quizá cantaran mujeres. En todo caso, no eran mujeres humanas.
Tilat logró a duras penas doblar varios ángulos, siempre bruscos y afilados. Tras superar uno más, descubrió la última sección del corredor, conducente a una gran caverna de la que él aún podía distinguir poco, en cuyo centro brillaba una superficie ancha y ovalada.
Tras instantes que eran siglos, surgió a tan vasta estancia. Lo que antes observara refulgir era un gran estanque, sin ornamento alguno, quizá una oquedad en el suelo rocoso. Había agua en ese lago perfecto, y aquel líquido sereno, sobre el cual titilaban los reflejos de las antorchas, captó la atención de Tilat. Nunca había visto una superficie tan bella y clara. El fondo negro era profundo, y ningún pez o culebra enturbiaba la plácida humedad.
Haciendo un esfuerzo de voluntad, desvió la vista. Vio que se hallaba en una enorme caverna artificial, de forma esférica. La única pared era perfectamente redonda, y se curvaba en el techo como una gran cúpula opaca. Decenas de antorchas, a la altura de un hombre adulto, sujetas a la pared por clavos de hierro, iluminaban el lugar.
Había diez encapuchados al fondo de la estancia, tras el gran estanque. Sus túnicas ligeras, de un blanco inmaculado, caían hasta el suelo, cubriendo todo el cuerpo. La capucha alzada hundía en sombras el rostro. Había seis figuras masculinas, fornidas y esbeltas, y cuatro femeninas, de curvas rotundas y ágiles, embelesadoras.
Pero no eran ellos quienes producían la bella letanía. Al descubrir a los oradores, Tilat sintióse desfallecer a causa del terror.
Eran dos los cantores. Cada uno reposaba en la cúspide de su alta y gruesa columna de mármol, a la izquierda y derecha de la decena encapuchada. Un par de seres terribles y maravillosos. Sus cabezas eran humanas, de mujer luciendo una belleza mágica y atemporal, con rasgos casi felinos, ojos negros y hechiceros, nariz fina y ligeramente curvada, tez aceitunada, labios en fuego y cabello de azabache trenzado caprichosamente. Sus cuerpos eran los de leonas poderosas. Reposaban sobre las patas, y meneaban la cola indolentemente. De cada lomo surgían dos alas plegadas, compuestas de mil finas y largas plumas, blancas y negras.
Tilat había oído hablar de tales seres, esfinges las llamaban los egipcios, uno de los mitos más extendidos, aunque profundamente arraigados en torno al Tigris y el Eufrates.
Aquellas damas sobrenaturales cantaban graciosamente, una letanía suave y embriagadora, y sus profundos ojos embarazaban al tosco recién llegado.
Callaron de pronto. Se alzaron sobre las patas, y sus rostros tornáronse malignos. Una abrió la boca y bostezó felinamente. Dos hileras de colmillos filosos bordeaban sus perfectos labios. Las alas se desplegaron, majestuosas, como las de una gigantesca águila. Golpearon el aire y las esfinges volaron, cruzando ágilmente la estancia. Se posaron en el suelo, levantando la tierrecilla con el vaivén de sus plumas, y rodearon a Tilat, quien jadeaba de puro terror. Ellas sonreían con malignidad. Y con hambre. Se relamían y gruñían, amenazadoras. El asirio arrojó su lanza, casi sin fuerzas. La esfinge voló, impulsada por sus alas, escapando así al torpe disparo. El arma rodó por el suelo. La criatura se posó en el suelo y rugió, como lo haría una leona, cavernosa y escalofriantemente. Tilat desenvainó la espada, dispuesto a morir en liza.
-¡Alto!
Las esfinges se detuvieron y miraron con disgusto al hombre que había hablado. Era uno de los diez. Alzaba su brazo diestro, con la palma hacia el frente. Las esfinges volaron hasta sus respectivas columnas. Asentaron los cuerpos sobre las patas y se relajaron. Una apoyó el rostro entre las zarpas, y otra comenzó a atusarse un costado con la lengua.
-Eres asirio... -atinó a decir Tilat, enronquecido, señalando su espada al que había hablado.
El aludido bajó su capucha, mostrando un rostro joven, mas no adolescente, afeitado, una faz propia de los hombres de Assur o Nínive, pero desprovista de aquella crueldad que los caracterizaba. Sus ojos parecían sabios y poderosos. Pero no malignos.
-Lo era -contestó, con voz grave y clara.
Sus compañeros bajaron las capuchas. Tilat reconoció rasgos egipcios, medios, babilónicos, toscas facciones cimerias, incluso la negrura del lejano Sur. Todos esos hombres y mujeres eran bellos, de una extraña y serena forma, y sus ojos resplandecían como soles oscuros. Sonreían levemente. Parecían darle la bienvenida.
-¿Quiénes sois? -preguntó Tilat, sintiéndose feo y estúpido ante aquellos seres maravillosos.
-Somos los Guardianes de la Fuente -contestó el asirio que ya hablara antes. Con la mano abierta señaló el estanque del centro-. Es la Fuente de la Eterna Juventud. Se aparece sólo a los que poseen un fuerte corazón, y están a punto de morir. Es una nueva oportunidad.
Tilat entrecerró los ojos, confundido. El eco del discurso reverberaba en su mente, y sintió que sus esperanzas renacían. Pero se obligó a desconfiar.
-No os creo -espetó.
El joven asirio miró a su compañero de piel negra. Éste asintió y echó a correr ágilmente, rodeando el agua. Tomó la lanza que Tilat había arrojado.
-¡Suelta ese arma! -vociferó su dueño, enfurecido.
El extraño de túnica blanca y tez opaca, casi azulada, le increpó con palabras crueles en un idioma que Tilat desconocía.
El asirio comprendió que se disponía a luchar contra él. Su rival le rodeaba, sosteniendo la lanza con fuertes y diestros dedos. Tenía cuerpo temible, bajo la seda blanca se intuían músculos de hierro. El negro se le acercó de un salto y le pinchó en un hombro, rasguñándolo. Tilat, enfebrecido, no había logrado alzar la espada. Qué ironía, pensó, iba a morir ensartado en su propia hoja. El enemigo le pinchó una vez más, jugando con él. Sonreía burlonamente.
De pronto, se acercó en demasía, una imprudencia increíble, que no cometería ni el más bisoño recluta de leva. Tilat no desaprovechó la oportunidad. Se lanzó al frente. Apuntaba al pecho, pero la hoja se hundió hasta medio cuerpo en el estómago.
El negro retrocedió, dolorido. A pesar de lo ocurrido, continuaba sonriendo. Aquella era una herida mortal. El vientre se hincharía, lleno de sangre, y su dueño iría perdiendo las fuerzas poco a poco, hasta morir.
-Observa a Kunn -dijo el joven asirio.
El tal Kunn reculó hasta el estanque, se arrodilló y bebió. Al levantarse, dejó caer la túnica hasta la cintura. La herida del abdomen, un tajo negruzco, comenzó a cerrarse milagrosamente, absorbiendo toda la sangre derramada. Allí quedó tan sólo una costra, que pronto fue tensa piel.
-Gracias, Kunn -dijo el joven asirio.
El herido se colocó la túnica rota y manchada y volvió con los demás. Tilat continuaba mirándolo, atónito.
-Hay una Fuente de la Eterna Juventud en cada rincón del mundo -explicó el joven asirio-, que se aparece en el momento más inesperado. A quien se le ofrece este regalo, puede beber de ella, y convertirse en su guardián. Será inmortal, y gozará de los placeres de la tierra y de la carne, o de los correspondientes al espíritu o el intelecto. Hoy, la Fuente se te ha presentado a ti. Podrás seguir siendo un guerrero tras bebes de sus límpidas aguas, podrás tener riquezas y mujeres, o ser pobre y ascético. Podrás continuar con tu vida o cambiarla por completo. Pero, en el corazón, siempre serás un Guardián de la Fuente, y cuando se te convoque, como hoy lo hemos sido todos nosotros, aparecerás.
Tilat guardó silencio. No era estúpido, y no se negaba a creer lo que sus sentidos le mostraban. Comprendía que tras la realidad cotidiana había una segunda realidad, que precedía a otras muchas. Y hoy, ante el umbral de la muerte, él había rasgado el primer velo.
-¿Por qué yo? -preguntó, al fin.
-Porque la Fuente te ha elegido. Como ya te dije antes, la Fuente sólo desea Guardianes de espíritu poderoso y lealtad inquebrantable. Por eso te quiere a ti.
Tilat guardó un solo instante de silencio.
-Dejadme beber -logró ponerse en pie-. Amo la vida y quiero vivir.
El joven asirio sonrió. Dos de sus compañeros, un hombre y una mujer, llegaron hasta el envenenado y lo ayudaron a caminar. Tilat se sorprendió al percibir la fuerza y firmeza en el pulso de la pareja. Se arrodilló junto al agua y observó su propio rostro, ajado, sucio, exhausto, lleno de arrugas y dolor. Por el contrario, los reflejos de sus acompañantes eran luminosos, bellos y fuertes. Tilat les envidió.
De pronto, sintió una duda. Alzó la cabeza y miró al joven asirio.
-¿Cuál es el precio? -preguntó.
-El precio es servir a la Fuente con todo tu ser. Habrás de renunciar a cualquier otra creencia.
Tilat tragó saliva ruidosamente.
-¿Habría de renunciar a mi Señor Assur?
-Renunciarás a Él -fue la grave respuesta-. Será una transición indolora. Simplemente, lo olvidarás. Dejará de importarte. Vivirás. Encontrarás la felicidad.
Tilat enarcó una ceja y su mirada quedó suspendida del vacío. Amaba la vida. Amaba la guerra, la victoria, bromear con los amigos, comer hasta hartarse, beber y cantar. Amaba reír, y amaba a las dulces mujeres. Deseaba vivir. Lo deseaba rabiosamente.
Sintió de pronto un dolo que le abría el alma, como un cuchillo afilado. Empuñó fuertemente la espada.
Cuando alzó la cabeza, las lágrimas arrasaban su faz. Pero sonreía fieramente. De nuevo era un guerrero. De nuevo marchaba hacia la batalla, la más difícil y dura. Y cabalgaba junto a su Señor Assur, el Vencedor del Caos.
-No viviré la vida de otro -escupió-. Moriré con orgullo, siendo yo mismo.
Tilat hundió el arma en su propio cuello. Miró hacia el techo, mientras la sangre empapaba su pecho y abdomen. Los ojos se le llenaron de gloria. Expiró, y cayó hacia atrás.
Los diez albos Guardianes no pronunciaron una sola palabra. Miraban el cadáver con tristeza, y quizás una chispa de cierta envidia. Poco a poco, sus figuras fueron tornándose translúcidas, hasta desvanecerse por completo.
Las esfinges se hicieron piedra. No les dolió el cambio. Ahora eran estatuas, frías y bellas.
La vasta estancia quedó vacía, con el cadáver guerrero a pocos pasos del estanque.
Las antorchas perdieron fuerza, hasta apagarse y sumir el lugar en la más silenciosa negrura, en el más negro silencio.

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