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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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sábado, 13 de junio de 2009

LEYENDA : ¡VAMPIROS!

¡VAMPIROS!
JUAN MARINO


...
Cuando el potente aullido de la tormenta subrayaba la endemoniada sinfonía del viento entre los
desgarbados árboles, el hombre y la mujer dejaban caer el pesado aldabón sobre la puerta de la solariega
casa, ubicada a unos cien metros de la carretera, flanqueada por los mismos raquíticos árboles de la
sinfonía. El viento hacía oscilar el letrero colocado sobre el dintel, con un sonido semejante al de mil grillos
que chirriasen al unísono. En el letrero, cuya pintura estaba ya desapareciendo, podía leerse aún: «Posada
Solitaria». El hombre miró a su joven compañera y sonrieron, pese a que el agua los calaba hasta los
huesos. Otra vez el joven volvió a batir el aldabón; otra vez las respuestas del chirrido del letrero. Pasaron
algunos segundos, finalmente oyeron que alguien descorría pesados cerrojos del otro lado de la puerta y
comenzó a abrirse lentamente con un roce escalofriante, como un macabro instrumento que se sumase a la
música de los elementos de la noche.
Al terminar de abrirse, en el umbral apareció un hombre de elevada estatura, delgado, de faz
cadavérica. Portaba en la mano izquierda un arruinado candelabro, cuyas velas amenazaban apagarse por
el soplo de Eolos. El único ojo del hombre, pues era tuerto, se posó en los jóvenes, inquisitiva y
malignamente.
—Buenas noches, señor —saludó él, alzando la voz para hacerse oír a través de la tormenta. Hemos
visto el letrero y deseamos que nos albergue por esta noche.
El ojo del hombre chispeó al contestar:
—¡Mala noche! Pero pasen, por favor.
Cerró la puerta tras los visitantes, los que se sacudían los abrigos de las agujas que los empapaban.
—Sírvanse seguirme —indicó el posadero, precediéndolos hacia una escalera. Los jóvenes observaron
que era cojo, y el caer de su pie, más corto que el otro y calzado con zapato ortopédico, sobre el piso
producía un acompasado y lúgubre golpe que se acentuaba cuando era dado sobre los escalones de la
vieja y carcomida escalera de madera. La muchacha oprimió el brazo de su acompañante al comenzar a
subir hacia la oscuridad de arriba, a ella le pareció que los movimientos del posadero tenían algo de
automático y sin quererlo pensó en los zombies. No hacía mucho había leído en un periódico que un tal
Doctor Mortis había revolucionado una Universidad, al levantar a todos los cadáveres del depósito. Los
pensamientos de la joven se vieron interrumpidos cuando el cojo se detuvo ante una puerta en un pasadizo.
Abrió e invitó a pasar a sus huéspedes.
—Esta será vuestra habitación por el tiempo que permanezcan en mi posada.
Era un cuarto muy amplio, maloliente y sucio. Telarañas colgaban por doquier y algunas ratas huyeron
despavoridas a la luz del candelabro.
—Gracias, señor..., señor...
—Thrope es mi apellido. ¡Guy Thrope! Lamento no poder proporcionarles mayores comodidades por
el momento, pero dado lo avanzado de la hora...
—¡Comprendemos! No se preocupe, señor Thrope.
El hombre inició un movimiento como para retirarse pero, lanzando una mirada de soslayo a la
muchacha, preguntó:
—¿Cómo se han atrevido a aventurarse por estos lados en una noche como ésta?
—Nuestro automóvil sufrió una avería a un kilómetro de aquí —se apresuró en responder el joven.
—Justo frente al cementerio —subrayó ella.
—¡Oh! ¡Ya veo! Frente al pequeño cementerio, ¿eh? —El ojo de Thrope se movió rápidamente en la
órbita, como queriendo huir de ella—. ¿A qué han venido a esta región? Podían haber viajado por el
camino principal, es mucho más seguro.
—Es que hace muchos años que mi esposo y yo faltamos de aquí —sonrió la joven— y deseamos
volver a ver estos parajes. Entonces nos sorprendió la tormenta.
—¡Ah! ¡Son ustedes de Northrute!
—Veo que esta casa está muy abandonada, señor Thrope —apuntó él.
—En efecto; esto que ahora no es ni siquiera un mal figón, fue hace veinte años la mejor posada de la
región. La carretera por la cual ustedes han venido, era el camino real entonces. Pero el progreso... —
suspiró el gigante.
—Sí, sí. Recuerdo también, señor Thrope, que se hablaba de una leyenda de vampiros del cementerio
de «Mortise».
El posadero sonrió con una mueca que afeó aún más su rostro.
—¡Oh! ¡«Mortise»! —exclamó—. «La Mortaja», veo que están bien enterados. Sí, sí..., pero una vez
construida la nueva carretera, todo esto murió, la leyenda, la posada, todo..., ¡como mueren todas las
cosas! —Otra vez el ojo brilló al resplandor de las velas que había depositado sobre la desvencijada mesa.
—Significa que usted debe recibir muy pocos huéspedes, ¿verdad? —preguntó ella, tímidamente.
—Muy pocos, muy pocos. Pero de vez en cuando llegan personas como ustedes y... dejan algo. —El
posadero rió desagradablemente, siendo secundado por sendas sonrisas de los jóvenes—. Pero, no quiero
privarlos del descanso que necesitan.
—Señor Thrope, un momento por favor. En verdad mi esposa y yo somos periodistas y nos interesaría
saber algo sobre esta región de sus propios labios. Nuestros recuerdos de niñez no alcanzan a darnos una
verdadera visión de lo que fueron Northrute y el cementerio hace unos treinta años.
—¡Hum! Están obsesionados con los vampiros de «Mortise», ¿eh?
—Bueno. Algo así. Claro que un reportaje sobre ellos sería sensacional —sonrió él.
—Y si logramos fotografiarlos, tanto mejor —apoyó ella, con una encantadora mueca.
—¿Fotografiarlos? ¿Creen que aquí existen en verdad tales mamíferos? —Thrope los miró con
suspicacia.
—¡En mi niñez oí que...!
—Bien, bien, bien. ¿Saben? Lo que ustedes podrán fotografiar aquí serán, a lo sumo, un par de
inofensivos murciélagos, de los que abundan en esta casa, pero... ¡vampiros... —el posadero sonrió
malignamente— eso es otra cosa!
—¡Oh, qué pena! —mohineó ella.
—Si usted nos permitiera recorrer la casa, señor Thrope, tal vez encontraríamos algo interesante.
—Hagan como quiera, pero observo que no traen cámaras fotográficas.
—¡Oh, sí! Vea. —Él extrajo del bolsillo interior de su abrigo una pequeña cámara fotográfica, no mayor
que un paquete de cigarrillos.
—Artefactos modernos —murmuró Thrope—. Bien, repito que pueden hacer como gusten, pero les
advierto que las tablas del tercer piso están podridas y cualquier descuido... Es mejor que no se aventuren
por ahí. Buenas noches, señores.
Thrope salió, cerrando tras sí. Cuando los jóvenes quedaron solos...
—¿Qué idea tuviste para hablarle de vampiros?
—Quise divertirme un poco, querida. Si nos fijamos bien, este Thrope podría ser uno de los vampiros
de «Mortise» —rió el joven—. ¿No te parece? ¿Has visto sus dientes? ¿Y ese ojo que parece moverse
como un basilisco? ¿Y sus manos cadavéricas y potentes?
Ella, quitándose el abrigo, parecía no escuchar lo que su marido le decía. Abruptamente preguntó:
—¿Visitaremos el caserón?
—Sí, creo que aquí encontraremos lo que buscamos, querida.
La muchacha se volvió hacia él y lo miró a los ojos:
—Sé lo que piensas —dijo—. Thrope despoja y asesina a los incautos que vienen a solicitar albergue,
como nosotros.
—Sí. Se le conoce como el vampiro de Northrute, pero estoy seguro que es algo más que un vampiro.
—¿Le tenderemos una trampa?
Él no respondió; ponía atención. Se llevó el índice a los labios y con la otra mano indicó el cielo raso.
Un crujido de madera en el piso superior llegó a ellos, apagado. Luego otro, más débil y lejano y, por
último, cesaron cuando unos pesados pies parecían ir subiendo una escalera de madera.
—Hay actividad en el tercer piso, querida. Ni siquiera han de esperar que nos durmamos para
atacarnos.
—¿Quién subirá y a qué?
—Thrope va en busca de su hijo. Apaga la luz.
—Él ignora que nosotros sabemos que tiene mujer e hijo, querido —dijo ella mientras apagaba las
velas.
—Ni tampoco sabe otras cosas que le sorprenderán.
Mientras tanto, el gigantesco posadero llegaba a una pocilga del tercer piso. Ronquidos de amplia gama
politonal parecieron recibirlo. Thrope encendió una vela y lanzó un puntapié a un bulto enorme que dormía
sobre un asqueroso jergón.
—¡Arriba, Tom! ¡Despierta, bestia maldita!
Los ronquidos cambiaron una vez más el tono y cesaron. En el lecho se alzó un ser humano de aspecto
mil veces más repugnante que el de Guy Thrope. La naturaleza se había ensañado con aquella criatura;
como a su padre, le había privado del ojo derecho, dejando en su lugar algo semejante a una llaga
purulenta. La boca torcida descubría largos y desiguales dientes; la frente estrecha y casi totalmente
cubierta de cerdosos cabellos, que nacían junto a las cejas, formando el todo un parecido brutal con los
grandes simios. Los brazos eran extremadamente largos y terminaban en grandes manos, provistas sólo de
tres dedos cada una, estando atrofiados los otros dos (el meñique y el dedo anular de cada mano); pero a
simple vista esas manos resultaban más potentes que la más fuerte de las tenazas. Su estatura sobrepasaba
con mucho la de su padre; pese a que sus cortas piernas habían sido creadas retorcidas. Ese hombre debía
medir dos metros por lo menos. Mientras Thrope lo despertaba, la bestia movía la cabeza de un lado a
otro para despabilarse del todo...
—¡Arriba, Tom! —azuzaba su padre—. ¡Despierta, despierta! —Algunos gruñidos apagados
respondieron al apremio del otro—. Abajo hay dos que parecen muy ricos, Tom. Ve abajo y chúpales la
sangre, luego los arrojas al pozo.
Mientras decía esto, Thrope reía quedamente, siendo coreado por un cloqueo espeluznante de Tom.
—¿Me has entendido? Los arrojas al pozo como hemos hecho con los otros que han llegado hasta
aquí. ¿Me has comprendido, Tom?
El monstruo volvió a cloquear, mientras sacudía la cabeza afirmativamente.
—Ellos han preguntado por los vampiros de «Mortise», ¡ja, ja, ja!, los vampiros del cementerio y, más
aún, quieren fotografiarlos. Se burlan de la leyenda. Pero nosotros les haremos ver la realidad. ¡Los
vampiros de Northrute o de «Mortise», como ellos quieran, existen, Tom! ¡Vamos, vamos! ¡Arriba!
¡Arriba! Mientras tú preparas todo, yo iré a avisar a tu madre.
Gruñidos y cloqueos respondieron a Thrope, mientras abandonaba la maloliente habitación. El posadero
salió al pasillo, totalmente sumido en tinieblas; y se encaminó a la desvencijada escalera procurando no
hacer crujir las tablas del piso. Fue cuando llegaba al descanso para iniciar el descenso que, algo
proveniente de su espalda, más negro que la misma oscuridad, pasó por sobre su cabeza con un ominoso
aleteo. Thrope lanzó un juramento:
—¡Malditos murciélagos! Jamás había sentido sobre mi cabeza uno tan grande.
Guy Thrope llegó abajo y cuando su pie más corto se apoyaba en el último escalón, un alarido de mujer,
lleno de terror, angustia y muerte, sacudió la vieja casona. El posadero se detuvo asombrado; el grito había
sonado en el cuarto donde descansaba la madre de Tom, es decir su propia esposa. Rápidamente y con
más agilidad que la que pudiera suponérsele, dada su deficiencia física, Thrope entró en el cuarto;
justamente cuando abría la puerta de la habitación en tinieblas, un ave negra, batiendo sus grandes alas
membranosas, salía de la estancia, casi derribando a Thrope. La verdad es que el posadero creyó que era
un ave, pero en realidad aquella cosa más se parecía a un murciélago enorme que a un ave. Thrope tuvo
que apoyarse en la pared para no caer; el corazón le palpitaba furiosamente. Cuando se rehizo de la
impresión, buscó a tientas la vela que siempre había sobre un cajón que servía de velador en la alcoba. Ahí
estaba; la encendió. Entonces, lo que vio, le erizó el cabello de pavor al «Vampiro de Northrute»: sobre el
lecho yacía una mujer robusta, sucia y desgreñada. La mitad de su cuerpo yacía caído fuera de la cama
mugrienta y sus grasientos cabellos pendían como una macabra peluca; el rostro, retorcido por el terror,
tocaba casi el suelo; los ojos desorbitados y el rictus de los labios contraídos en un segundo grito que no
fue emitido. Thrope, sin poder creer lo que veía, se aproximó al lecho, levantando la vela; entonces pudo
ver dos puntos rojos en el cuello de la muerta, al parecer producidos recientemente, ya que aún dejaban
escapar sendos hilillos de sangre que goteaba sobre el piso. La luz temblaba en su mano...
—¡Ma... Maggie! —musitó incrédulo—. ¡Vampiros! ¡Vampiros de «Mortise»!
Como alma que lleva el diablo, Guy Thrope abandonó la habitación, dejando caer la vela. Cayendo y
levantándose, corrió hacia la habitación de los huéspedes, mientras balbuceaba palabras incoherentes,
producto de su miedo. Cuando estuvo ante la cerrada puerta, golpeó con frenesí mientras exclamaba:
—¡Abran! ¡Abran! ¡Le ha ocurrido una desgracia a mi esposa!
Dentro de la habitación, ella dijo:
—Es el señor Thrope.
—El vampiro parece aterrorizado. Me pregunto, ¿formará parte esto, de su procedimiento para
atraparnos?
La voz ahogada de Thrope y sus golpes en la puerta hicieron que él abriera, no sin ciertas precauciones.
—Señor Thrope.
—Una desgracia, señor, una desgracia —gimió el tuerto.
—¿Qué ha sucedido? El rostro del joven parecía preocupado.
—Mi esposa ha sido atacada por... por los vampiros.
Ella se acercó a su marido, como buscando refugio.
—¿Vampiros? Yo pensaba que...
—Sí, sí, todo el mundo cree que los Thrope somos los vampiros —interrumpió el posadero—. Nos
llaman vampiros y asesinos, pero ya ven, ¡ella... ha sido atacada y muerta!
—¿Quién puede decir que los Thrope son asesinos? —indagó él.
—¡Señor, le ruego que me acompañe! Venga conmigo, se lo suplico. Quizás haya tiempo para salvar a
Maggie.
Los dos jóvenes se miraron.
—Tú te quedas aquí, querida. Cierra bien la puerta por dentro.
—Así lo haré. Descuida.
—Vamos, señor Thrope.
Poco después el joven y el posadero estaban frente al cadáver de Maggie. El periodista la examinó
someramente y luego, irguiéndose, dijo con acento solemne:
—No hay nada que hacer, Thrope.
—¡Los vampiros le han robado la sangre! —berreó el gigante.
—Yo diría que Maggie no murió a causa de la sangre que le fue succionada, Thrope; más bien murió
por la impresión que le causó algo horrible. Observe usted su mirada. Conserva aún la expresión
horrorizada que...
—Ella debió haber visto lo que pasó sobre mi cabeza, cuando yo entraba aquí —interrumpió Thrope—.
También lo sentí en el pasadizo del tercer piso.
El joven se quedó pensativo unos segundos, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Luego
levantó la cabeza y lanzó su pregunta:
—¿Ha ido a ver si su hijo está bien?
El posadero abrió desmesuradamente el ojo y la boca.
—¿Qué quiere decir? —balbuceó—. ¡Mi hijo! ¡Tom...!
—Sí, a él me refiero, señor Thrope. Creo que usted lo envió a preparar el pozo...
Los labios del posadero temblaron convulsivamente y dio un paso atrás como si en el periodista
estuviese viendo a uno de los vampiros.
—¿Có... cómo lo... lo sabe? ¿Quién es usted? ¿Son malditos policías acaso que...?
Y como si aquello fuese el santo y seña del horror, un grito desgarrador, proveniente de lo más
profundo de la casa, estremeció sus cimientos.
—¡Toooooommm!
Lanzando un ronco gemido, Thrope salió de la habitación seguido por el joven. Abrió violentamente una
puerta oculta tras un raído y sucio cortinaje y descendió los resbaladizos escalones de piedra. Su voz,
dolorida y angustiada, seguía llamando a su hijo, pero sin obtener respuesta. Antes de llegar abajo, cayó
dos veces en la oscuridad. Por último, llegó a lo que parecía una bodega de vinos. Una vela esparcía su
macilenta luz en torno y en medio de la estancia, junto a una puerta-trampa abierta, yacía caído el
monstruoso hijo de Thrope. Por segunda vez el posadero sintió que el valor lo abandonaba; como
fascinado, pero temblando, se acercó al cadáver. Desde lo profundo de la oquedad que dejaba expedita la
puerta-trampa llegaba un vaho terrorífico; un vaho a podredumbre y muerte. Thrope se arrodilló junto al
cuerpo y entonces vio los puntos rojizos en el cuello, sobre la yugular.
Lanzando una exclamación, Thrope se levantó. Justamente entonces sintió que la estancia se llenaba de
aleteos, poderosos y agoreros. Giró rápidamente sobre sus talones y... ¡los vio! Eran dos vampiros negros,
enormes, que batiendo sus alas se abalanzaban sobre él, mirándole con sus ojillos de una manera odiosa.
Los chatos hocicos se abrieron dejando ver agudos dientes, afilados como puñales, y una de las bestias aún
tenía vestigios de la sangre adherida a los pelos de la piel que circundaba la boca. Un alarido de terror se
multiplicó por la reverberación de la habitación, yendo a morir en el fondo del pozo que había servido de
sepulcro a tanta víctima inocente. Las poderosas alas de uno de ellos golpeó la vela que Thrope había
dejado sobre el piso junto a Tom, apagándola. El otro, lo derribó con su peso; el gigante se debatía ahora
angustiosamente bajo los dos mamíferos malolientes y peludos, pero era inútil. Se dio cuenta que terminaría
por ser víctima de sus ansias de sangre. Vio a escasos centímetros de su rostro los cuatro ojos que lo
miraban con salvaje alegría y entonces en ellos Thrope creyó reconocer las miradas de...
Chilló de dolor y miedo cuando un par de incisivos se clavaron en su garganta; luego otro par. Luchó,
luchó con desesperación pero las zarpas y alas de las bestias lo inmovilizaban. Sintió el sonido propio de la
succión de la sangre, de su propia sangre; luego una especie de lasitud que lo iba sumiendo en un sueño no
deseado. Sin embargo, Thrope se daba cuenta que al dormirse ya no despertaría jamás en este mundo.
Quiso gritar pidiendo auxilio; se revolvió levemente una vez más; su cuerpo se sacudió como el de un
animal que ha sido apresado por una fiera de la selva y está muriendo. Y Thrope estaba muriendo. Por
último, con un último suspiro quedó inerte: todo había concluido.
Faltando treinta minutos para que los rayos del sol sonrieran a la Tierra, él y ella, los huéspedes de
Thrope, estaban en su cuarto. Los ojos les chispeaban de alegría, como si hubiesen pasado una excelente
noche. Las mejillas sonrosadas y los labios muy rojos indicaban que la permanencia en la posada había
sido reparadora. Afuera la tormenta ya cesaba. Ella se volvió hacia él con una encantadora sonrisa:
—Había tanta sangre en el cuerpo regordete de la mujer, querido.
—Sí, sí —sonrió él—, pero debemos apresurarnos. Pronto saldrá el sol y su luz debe encontrarnos ya
en nuestros refugios de «Mortise». ¡Vamos!
Los dos jóvenes extendieron sus brazos como en actitud de volar e hicieron un extraño movimiento,
entonces dos vampiros emprendieron el vuelo a través de la abierta ventana, alejándose en dirección al
pequeño cementerio de «La Mortaja».
Los malditos se perdieron entre los raquíticos árboles, buscando el sepulcro que les daría reposo. Los
vampiros descansarían hasta el crepúsculo.
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F I N

MITOS Y LEYENDAS : LA LEYENDA DE SIGFRIDO -- EL ANILLO DE LOS NIBELUNGOS

El Anillo Del Nibelungo
Richard Wagner




INDICE


I. EL ORO DEL RHINN
II. LA WALKIRIA
III. SIGFRIDO
IV. EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
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I-EL ORO DEL RHIN

Desde la antigua fuente de los siglos la cla­ra luz de la aurora y la verdosa del atarde­cer iluminan las aguas del viejo Rhin, que bordean las selvas de la agreste Germania. Cuando los ra­yos rasantes del sol doran las aguas parece brotar del fondo del cauce sombrío una extraña canción. Los fresnos y las encinas que trepan las empina­das riberas son los testigos del instante mágico. La paz y la soledad del anochecer son propicias al encantamiento de las aguas que corren presuro­sas a volcarse en el brumoso mar; sólo los pájaros sorprenden al silencio con sus cantos.
Una roca escarpada emerge del centro de la corriente; a su alrededor la melodía se oye clara y nítida. Cantan las ondinas, las hijas del viejo río, mientras velan un tesoro escondido en el pe­ñasco: el oro brillante, cuya posesión concede la riqueza, la herencia del mundo y el poderío sin límites.
Wotan, el primero de los dioses nórdicos, prote­ge a las ondinas que día y noche custodian el te­soro; un enemigo oculto y artero acecha el ins­tante propicio para robarlo y disputar a los dioses el dominio del mundo.
En el inundo celeste ele las nubes y las nieblas moran los dioses. Un palacio etéreo, reluciente y fantástico, ha sido construido por la raza de los gigantes por orden y deseo de Wotan; por ello, ha contraído un compromiso con esa raza y el pacto ha sido inscripto en el asta hecha del fresno in­mortal que sostiene al mundo. Son las "runas", que Wotan deberá cumplir a pesar de su destino. Los dioses aguardan impacientes la terminación del palacio para habitarlo y protegerse del manto opa­co de la noche.
Sobre la tierra enverdecida por bosques y pra­dos; con sus ríos, nieve endurecida en invierno y corriente abundosa en verano, está el dominio de los gigantes, Rícsenhein, aún no hecho suyo por los hombres. En las entrañas de la tierra, en sus se­nos oscuros y sombríos mora una raza de enanos, sin belleza y sin bondad, los Nibelungos; su reino es Nibelhein.
Welgunda, Floshilda y Woglinda son las ondi­nas que entonan todas las tardes su canción al viejo Rhin. Cuando la última llamarada del sol alumbra al río parece que las aguas se incendiaran alrededor de la roca sagrada. La corriente parece un ascua movible un instante; luego la sombra cae sobre las aguas, y la niebla desciende oscurecién­dolo todo hasta la jornada siguiente.
El enano Alberico decide salir del fondo negro de su reino y conquistar una ondina, cuyos cabe­llos de brillo broncíneo y ojos de agua verdosa sueña con mostrar a la envidia de los Nibelungos. Pequeño y horrible, viviendo en un dominio sin luz y sin alegría, tiene el alma cegada de amargu­ra. La envidia a la raza de los dioses lo corroe. Aspira a derribar la maravillosa fábrica de nubes que les han construído los gigantes y, erigiéndose en rey de los Nibelungos, dominar al universo todo.
El enano no puede lograr ser amado; jamás dul­ce de mujer que supiera a mieles halagó su oído. Surgiendo del reino de las sombras contem­pla desde las altas rocas el correr libre de las aguas bordeadas de márgenes boscosas. Le llega el canto de las hijas del Rhin; en las aguas brillan los torsos y flotan las cabelleras de las bellas guar­dianas. Se arroja al agua y las persigue.
La fealdad y la torpeza de Alberico, que salta de roca en roca jadeante y amenazador, les dan motivo de bullicio y de risueños comentarios. Jue­gan con él y le provocan; le humillan y le consue­lan falsamente. Palabras de amor apasionado y colmadas de angustia pronuncia Alberico. La ju­guetona alegría de las hijas del río es lo único que le responde. Cansado y dolido el enano reprocha la maldad y el desvío de las ondinas.
-¡Ardiente amor me quema! ¡Y aunque riáis y mintáis voy a perseguiros; alguna se me rendi­rá! ¡Ah, si este puño pudiese alcanzar a una!
Un rayo último de sol se desliza hasta el fon­do del río y como todos los atardeceres la luz au­menta por grados y luego es un fuego vivísimo al acercarse a la roca central, desde donde se irra­dia en una mágica iluminación. La sorpresa del enano es indecible; olvida su amor y la persecución de las ondinas.
-Decidme -pregunta.- ¿Qué es ese intenso resplandor?
-¡Cómo! ¿De dónde sales que no has oído ha­blar del oro del Rhin, cuyo ojo vela y duerme al­ternativamente? Quien posea un anillo forjado con el oro del Rhin es dueño del mundo.
Y nadando y rebullendo alrededor de la roca las ondinas prosiguen su canto:
-¡Oro del Rhin! ¡Oro del Rhin! ¡Qué placer causa tu brillo! ¡Qué vivo resplandor se despren­de de tu seno! ¡Despierta! Rodearemos tu lecho cantando y bailando.
Atónito el enano contempla la irradiación del oro bajo el temblor de las aguas mientras piensa en las palabras de las ondinas que cuentan los poderes que concede su posesión. Pero sólo podrá alcanzarlo -le dicen las hijas del Rhin- quien renuncie al amor y a sus deleites; porque sólo así podrá forjar el anillo. No puede quitar sus ojos del brillo mágico y una ambición irrefrenable em­pieza a dominarlo. Despreciado por el amor, objeto de las burlas de las ondinas, resuelve renunciar a la conquista de las hijas del Rhin y de toda otra mujer y de inmediato trama el robo.
Las ondinas mismas favorecen sus planes. ¿Cómo temer de un enano torpe y sensual, que se pasa la vida buscando quien le ame? Juegan en la corriente y descuidan el tesoro. Entonces el os­curo nibelungo se hunde de improviso en las aguas y con ímpetu arranca el oro, sumergiéndose con él en el fondo del Rhin.
La oscuridad desciende de pronto al lecho del río y se oyen las voces angustiadas de las on­dinas que claman por el oro. Se llenan las riberas con sus ecos y lamentaciones. Invocan a los dio­ses, llaman al padre Wotan:
-¡Detenedle! ¡Salvad el oro! ¡Socorro, socorro!
La tarde ensombrecida ve llegar la noche; el viejo Rhín sigue su incansable carrera al mar, os­curo y hosco. La noche pasa presurosa con su car­ga de estrellas y cl nuevo día alumbra la desola­ción de las ondinas.
La niebla lechosa del amanecer vela el reino celeste de los dioses. El día naciente ilumina el castillo etéreo de Wotan, erizado de almenas re­lucientes, con puentes levadizos, sostenido por el arco de las nubes y levantado más allá de los montes. En la tierra se aclaran el enverdecido valle del río, las crestas de las montañas y la mancha oscura de los bosques. Los dioses des­piertan y admiran el alcázar. El padre inmortal descansa sobre el césped y su esposa Fricka junto a él le habla:
-¡Despierta del dulce engaño del sueño; des­pierta y medita!
El dios se incorpora y admira la obra construída por los gigantes, tal como la soñó su fantasía y la deseó su voluntad: hermosa y fuerte. Pero la contemplación de la belleza no les hace olvidar el dolor que su existencia encierra. Para erigir­lo, la raza de los gigantes ha exigido un pago ex­cesivo. Fasolt y Fafner han levantado piedra so­bre piedra, construido las torres y los puentes en medio de muchas fatigas; en pago exigen la en­trega de Freia, la hermana de Fricka, la diosa de la juventud y la alegría. La esposa del primero de los dioses lamenta la suerte de su hermana y recrimina a Wotan que, a causa de su desmedida vanidad y ambición de poder, no ha dudado en sacrificar a la joven diosa. Pero Wotan replica:
-¿Acaso fuiste ajena a mi ambición al pedir la construcción del palacio?
-Compartí tu ambición, porque inquieta con tus veleidades tenía que pensar en cautivarte pro­porcionándote un lugar deleitoso para retener­te a mi lado. Pero al levantar el palacio no has hecho más que responder a tu deseo de poder ilimitado - contesta Fricka.
-Has de concederme -responde Wotan-, que así como ansiabas cautivarme, intente yo cau­tivar al mundo. Además no he pensado seriamen­te en entregar a Freia.
Wotan, irritado, parpadea con su ojo único, pues perdió el otro hace tiempo. Los lamentos de Freia se sienten cercanos; las amenazas del gi­gante Fasolt la estremecen y gime su desventura. Ella es la encargada de cuidar en el jardín de los dioses de las manzanas de oro. De ese fruto di­vino se alimenta la eterna juventud de los dioses y la vejez y la senectud harían presa en ellos si les faltara la fruta.
En tanto los gigantes irritados por la indeci­sión del dios se presentan airados; blanden mazas enormes y su furia es grande.
-¡Mientras las dulzuras del sueño cerraban tus ojos hemos construido incansables tu palacio, po­niendo piedra sobre piedra, hasta culminar en la esbelta torre; puertas y ventanas de distinta altu­ra se abren a la luz y protegen el interior majes­tuoso. Contémplalo a la luz del día. Entra y do­mina desde su interior, pero..., ¡cúmplenos lo pac­tado!
El dios intenta disuadirlos:
-¿Cómo habéis tomado en serio un ofrecimien­to que sólo fue una chanza? ¡No se crió para vos­otros, gente brutal y ruda, una criatura tan dulce y encantadora como Freia!
La cólera de los gigantes no reconoce límites. Exigen que Wotan sea fiel a los pactos y que no es vano juego el contrato inscrito en el asta de la lanza. L a paz ha de huir de los dominios del dios si no cumple con sus promesas. Y con profundo desprecio Fasolt se dirige a los bellos dioses:
-¡Nos despreciáis sin razón! Nosotros amamos la belleza y hemos fatigado nuestras manos en­callecidas para obtener el cariño de una mujer que viva junto a nosotros, mientras que vosotros, que debéis el poder a la belleza, despreciáis el amor por obtener un palacio, Wotan, inquieto, desea que el astuto Loge, su astuto consejero haga su aparición. Siempre lo ha ayudado a pesar de las protestas de Fricka. Donner y Froh, dioses inmortales, dueños del rayo y del trueno, quieren salvar a Freia luchando contra los gigantes; pero el viejo dios, que ha di­visado a Loge, finge ceder y cumplir lo pactado en la lanza.
Wotan pide consejo a Loge y a pesar de las ar­gucias de éste para no hacerlo, consigue que le sugiera algo diabólico. Loge se queja de la in­gratitud con que siempre premiaron sus servicios.
-Sin embargo, por ti, viejo dios, buscaba algo en el universo para dar a los gigantes en reem­plazo de Freia. Pero me he convencido de que en el mundo nada hay para el hombre que signifique tanto como la gracia de una mujer. Sólo un ser ha podido renunciar al amor: el nibelungo Alberico. Enfurecido por los desdenes de las ondinas del Rhin les robó el oro confiado a su custodia, re­nunciando para siempre al amor.
Y Loge repite la acongojada queja de las ondi­nas que lloran su desventura, y el ruego que for­mulan a Wotan para que castigue al ladrón y les devuelva el tesoro robado. Pero el dios se irrita porque él mismo se encuentra en un apuro muy grande y mal puede correr en ayuda de otros. Loge les dice que en las profundidades de la tierra
el nibelungo hace forjar un anillo por el herrero Mime, hermano del enano, y un casco alado; y luego enumera los poderes del anillo, hecho de oro divino con el cual se puede dominar el mun­do, y los del casco, con el que se puede volver in­visible y trasladarse a cualquier sitio, por más le­jano que sea. Todos se sienten estremecidos por el deseo de poseerlo; hasta los gigantes titubean y traman exigir de Wotan el rescate del oro y que les sea entregado en lugar de Freia.
Loge, astuto y artero, sugiere a Wotan el robo del anillo del nibelungo. ¿Cómo es posible que el primero de los dioses no pueda engañar a un enano, súbdito de Nibelhein? Sólo se trata de qui­tarle a un ladrón lo del robó. Luego podrá de­volverlo a las hijas del Rhin. Pero Frica se en­coleriza, pues siente celos de las ondinas. En tan­to, los gigantes se apoderan de Freia y gritan a los dioses:
-¡La llevaremos lejos de aquí! Hasta la caída de la tarde será considerada corno prenda; volve­remos luego y si no encontramos preparado el oro, habrá terminado la tregua y Freia será para siempre nuestra.
Dicho esto se la llevan precipitadamente y, a lo lejos, se oyen los gritos desgarradores de la diosa dispensadora de la juventud.
Una pesada neblina comienza a enturbiar la luminosidad de la mañana. Los dioses empiezan a perder su lozanía y una vejez prematura y do­lorosa asoma a sus semblantes. Marchitan y pali­decen; pierden el vigor, y los atributos de su fuer­za y poder caen de sus manos. En las ramas, las manzanas divinas empiezan a perder su frescura y pronto han de caer como las hojas.
-¡Sin las manzanas la raza de los dioses en­vejecerá y morirá achacosa, ludibrio del inundo! -les dice Loge.
Fricka, la esposa de Wotan, lamenta su desven­tura v el viejo dios, que nada resuelve hacer para consolar a las hijas del Rhin y devolverles el te­soro, decide sacrificarlas para conservar la fruta que rejuvenece a su raza. Buscará al nibelungo Alberico y rescatará el tesoro para salvar a Freia.
El oro no volverá al seno acuoso que velan las ondinas; ha de salvar la perennidad de los dioses y la inmortalidad de su palacio etéreo.
Loge desciende con Wotan a los abismos. En las oscuras simas de la tierra, donde la subterrá­nea raza de los nibelungos repta y se afana, Mi­me continúa su tarea de forjar un casco alado y milagroso. Alberico podrá hacerse invisible con él y vigilar sin esfuerzo el trabajo del nocturno
ejercito de los nibelungos, a quien domina y so­mete a esclavitud.
A esas profundidades ha descendido Wotan. Le ayuda en su propósito el resentimiento de Mime que, a pesar de ser un herrero sin par y haber for­jado el casco milagroso, ha sido maltratado por Alberico. Loge con su astucia logra despertar la confianza de Mime; y este, entre lamentos, le narra la triste condición de los nibelungos después del robo del oro a las ondinas del Rhin.
-Ahora, ese perverso de Alberico me tiene en­cadenado. Con astucia diabólica robo el oro y con el se forjó un anillo, cuyo poder admiramos. En otros tiempos forjábamos y laborábamos sin cui­dados, riendo alegremente en medio de esa ta­rea liviana, adornos y joyas para nuestras mujeres. Ahora, trabajamos arrastrándonos por las peñas solo para acumular inmensos tesoros; con el anillo mágico acierta a descubrir el sitio donde está escondido el oro. Trabajamos entre las rocas para extraerlo; lo fundimos y labramos joyas mal níficas, todas para ese malvado dueño.
El enano Mime prosigue con sus quejas; acaba de azotarlo Alberico porque, a pesar de haberle hecho el casco milagroso con los detalles que le diera el nibelungo, no está agradecido de su ta­rea. Loge se burla de él llamándolo holgazán; pero Mime le dice que el azote no fue por tal cosa, sino porque después de haber forjado el casco quiso quedarse con el, sabedor de su poder ma­ravilloso, y transformarse en rey.
-Pero ¡ay de mí! Yo que hice el yelmo no cono­cía bien sus poderes. Y en cambio lo único que re­cibí fueron los azotes de su mano invisible cuando hecho el casco se lo coloco e hizo uso de su magia.
Loge hace notar a Wotan las dificultades que significa querer robar el anillo; pero el dios, que recuerda la pena de envejecimiento que pesa sobre su raza, incita a Loge a vencer con astucia al nibelungo.
Del fondo tenebroso de los subterráneos terres­tres van apareciendo ante los ojos de los dioses los nibelungos organizados en regimientos, mo­viéndose bajo el restallar del látigo de Alberico y cargados de oro. El enano rey repara en Wotan y Loge, y arrojando nuevamente a los abismos a sus aterrorizadas huestes, los increpa enseñándoles el anillo:
-¡La envidia os trae a Nibelhein! ¡Se lo que significan huéspedes tan osados que se permiten penetrar en mis dominios!
Pero Loge, fiel a sus métodos, intenta apaci­guarlo recordándole que cuando temblaba de frío tirado en su oscura madriguera fue Loge, en tanto fuego vivificador, quien le dio luz y acogedora lla­ma. Además, ¿,de que le serviría forjar si no contara con el auxilio del fuego para calentar la fra­gua? Protesta Loge de la ingratitud de Alberico, a quien llama amigo y pariente. Pero no logra vencer la desconfianza del nibelungo, quien ya co­noce las astucias y artería de Loge. Y declara que hace frente a todos los dioses.
-¿De qué te sirven tales tesoros en este triste país de tinieblas? - le pregunta Wotan.
-Los que habitáis la alta región en donde so­pla la brisa suave - responde Alberico - vivís entregados al amor y a la alegría despreciando el tenebroso mundo del enano. He renunciado al amor, pero he ganado el poder del oro. Con él dominaré vuestro mundo y convertiré en esclavos a los que se burlaron de mí. ¡Cuidado con el noc­turno ejército de los nibelungos cuando salga de las profundidades de Nibelhein a la claridad del día!
Las arrogantes palabras del enano enardecen a Wotan; sólo la prudencia de Loge impide que el primero de los dioses vuelque su cólera prematu­ramente. Y con su vieja sabiduría, manifiesta in­credulidad y desconfianza de los poderes mágicos del anillo y del casco. La vanidad que trastorna al enano hasta hacerle perder la prudencia lo lle­va a proclamar cuáles son tales poderes.
-Muchas rarezas he visto -le responde Loge-, pero nunca tal maravilla. No puedo creerlo, porque entonces tu poder sería infinito.
Y el enano cae en la emboscada. Para demostrar sus medios de dominio y sus artes se convierte en serpiente que se enrosca en sí misma y lue­go, seducido por el miedo aparente de Loge, resuel­ve convertirse en un pequeño sapo. Y es en ese momento cuando Loge le dice a Wotan que apre­se al pequeño animal que aparece en uno de los rincones de las grietas. Wotan coloca su pie sobre él y lo aplasta; luego Loge lo atrapa y se apodera del casco alado. Alberico es descubierto en su po­der y aniquilado en su fuerza mágica; y en medio de su rabiosa desesperación, impotente y vencido, es hecho prisionero y maniatado por Wotan.
Con el rey de Nibelhein preso ascienden, desde el fondo de las profundidades, los dioses de los lla­nos celestes. Todavía cubre las cumbres la lecho­sa neblina que descendiera al abandonar Freia los dominios de los dioses. Antes de expirar el plazo fijado por los gigantes, Alberico, preso e inutili­zado, intenta transigir con los dioses a fin de ob­tener por lo menos su libertad: dará todos sus tesoros. Y ordena ascender al oscuro ejército y de­positar en los prados divinos todas las alhajas y riquezas. Un dorado y brillante montículo se for­ma ante los dioses asombrados; brilla la llama ardiente del oro y el rayo lunar de la plata. Se acla­ra el ámbito con los reflejos de los metales.
Alberico clama entonces su libertad. Pero no ha contado con la sutil astucia de Loge, quien su­giere que el rescate de su vida debe pagarse con el anillo mágico, hecho con el oro robado al Rhin. En vano Alberico hace presente que el poder del oro se ejerce por el anillo gracias a que él lo for­jara. El nibelungo increpa a los dioses porque en­gañan, roban y despojan sin justicia. Pero el anillo le es arrebatado y en su desesperación, él, que es un maldito, maldice entonces al anillo y a quien lo posea.
-A mí su oro me dio riquezas y poderío sin lí­mites; que ahora su magia lleve la muerte a quien lo posea. Nunca la alegría acompañe a su dueño; que la pena y la inquietud atormenten al poseedor y la envidia a quien no lo tenga; que su dueño lo posea en paz, pero que le atraiga el ver­dugo. Que el miedo acompañe toda la vida al maldito y la vida sea una eterna agonía hasta el momento de su muerte y que lo robado vuelva a mis manos. ¡Así el tesoro arrebatado al nibelungo recibe mi bendición!
Y en medio de su rabia e impotencia, desatado por Loge, desaparece en las, profundidades el ho­rrible enano. Sus últimas y enconadas palabras se pierden en las sombras.
Loge advierte a Wotan el tremendo sentido que encierran las maldiciones del nibelungo; pero Wotan permanece extasiado observando el anillo.
La ligera neblina empieza a transparentarse y la claridad del día alegra y rejuvenece a los dio­ses. Freia, traída por Fafner y Fasolt, se acerca y renueva todo a su paso. El aire se embalsama y la alegría entra en los corazones. Sólo arriba, en el fosco cielo germano, aún las nubes enturbian la visión resplandeciente del alcázar de Wotan.
Los dueños de Riesenhein, los gigantes, exigen el rescate del nibelungo antes de entregar a la dul­ce y lozana Freia. El encanto de la diosa ha perturbado a los señores de los montes y de los bos­ques; una rara inquietud impulsa a Fasolt a la­mentar la pérdida de Freía.
-El no ver más a esta mujer hermosa me causa mucho pesar -dice Fasolt, - pero ya que así de­be ser amontonad tanta cantidad de joyas y ri­quezas, tanto que no pueda verla y logre olvidarla mejor.
Fafner y Fasolt hincan sus clavas en el suelo de­lante de Freia marcan su altura y ancho. Loge y Froh acumulan las riquezas entre las estacas, pero brutalmente Fafner estruja el contenido y exige siempre más. El tesoro es agotado; pero aún deben añadir el casco milagroso para no de­jar ver el ondear del cabello de la diosa.
-¡ Ya no veo a la hermosa Freia! ¿Tendré que abandonarla? ¡Aún veo el brillo de su mirada por una rendija! ¡Mientras pueda ver esos ojos divi­nos no puedo separarme de esa mujer! - gruñe Fasolt.
-Ya os liemos dado todas las riquezas. ¿Qué más queréis? -responde Loge.
-El anillo que veo brillar en el dedo de Wotan -contesta Fafner.
-Recordad que ese oro pertenece a las hijas del Rhin y he comprometido mi palabra de devolverlo a las que gemían -responde Loge.
-A mí no me obliga lo que tú prometiste -di­ce Wotan-; me quedo con el anillo. Por nada en el mundo entrego el anillo a los gigantes. ¡Es mi botín!
Los gigantes arrastran hacia sí a Freia; se oyen los lamentos de Fricka y los demás dioses rogan­do a Wotan que entregue el anillo. Pero el dios se niega encolerizado.
La oscuridad ha empezado a descender de nue­vo. De las hondas regiones ignotas surge un res­plandor azul; en medio de él aparece Erda, la mu­jer milenaria mil veces sabia. Una cabellera ne­gra y abundosa enmarca su rostro; su figura es no­ble y arrogante y su mirada tiene algo de terrible­mente lejano y misterioso. Con acento sibilino y grave conmina a Wotan a que entregue el anillo, escapando así a la maldición del nibelungo.
-¿Quién eres tú que así me adviertes? -pre­gunta el dios.
-Tengo un saber infinito; sé todo lo del mun­do, lo que es y lo que será. Tengo tres hijas, las Parcas, que noche a noche te develan el secreto que yo ahora veo. Erda te predice un peligro que te amenaza.
El resplandor azulino comienza a oscurecerse y la figura se borra poco a poco.
-¡Detente! -grita Wotan-. Tu voz me pa­reció misteriosa; espera, ¡dime algo más!
-Te advierto el peligro y esto debe bastarte. ¡Desgracias se te avecinan si sigues en posesión del anillo! -responde con acento sombrío, y des­aparece.
Los dioses quedan sobrecogidos; Wotan lamen­ta el sentido trágico que parece tener su destino y con melancolía resuelve entregar el anillo.
-¡Con los dioses, Freia, diosa de la juventud y de la alegría! Tomad el anillo y devolvednos a la doncella. Y tú, Freia, haz que retorne la frescura y la lozanía en el rostro de los dioses y en los frutos de nuestro jardín.
Los dioses resplandecen de gozo y el brillo de su sonrisa reaparece; colman de caricias a la dio­sa. El día se pone radiante, despejado de brumas y nieblas, En lo alto, el alcázar de los dioses se re­corta nítido en el cielo puro. El divino reino de las divinidades germánicas brilla con renovada lum­bre y las hojas del viejo fresno que sostiene al mundo reverdecen.
Pero no en vano el oro está cargado con las tremendas maldiciones del enano Alberico; su pose­sión es causa inmediata de dolor y de muerte. En medio de la alegría de los dioses, Fafner extiende una tela enorme para recoger todo el botín. Pero Fasolt se arroja sobre él y reclama partes iguales en cl reparto.
-¡Me quedaré con la mayor parte del tesoro! -grita Fafner-. Más que cl oro te gustó Freia; con gusto hubieras renunciado al oro.
-¡A mí tal injuria! ¡Oh, dioses inmortales! ¡A vosotros demando justicia!
Wotan vuelve la espalda con gesto despectivo; pero Loge aconseja a Fasolt sutilmente:
-¡Déjale todas las riquezas, pero quédate con el anillo!
Los gigantes se traban en una lucha a muerte., arrastrados por el influjo trágico de la maldición del enano. El oro robado y luego maldito ejerce ya su poder nefasto. Y ante el asombro atónito de los dioses, cae la primera víctima; Fasolt muere bajo cl golpe de Fafner. Termina el gigante de hacer su montón y marcha luego con el saco bien repleto.
-¡Ahora veo en su terrible fuerza el poder de la maldición! -dice Wotan consternado-. Se apodera de mi ánimo un profundo temor. El mie­do me conturba; sólo Erda puede poner paz en esta extraña agitación mía. Su sabiduría profunda puede enseñarme a evitar desgracias futuras.
Su esposa Fricka, celosa y temerosa de una nue­va veleidad de Wotan, le ruega que se quede en los prados celestes. ¿Acaso no ha levantado un palacio maravilloso para descansar y vivir en la serenidad divina? Pero el dios sólo contesta la­mentando el precio que ha debido pagar por él. El cielo aún está turbio de brumas y nubes; Donner, el dios de las nubes y de los vapores, quiere aclararlo. Grita a las nubes desde lo alto para formar con ellas una tempestad de rayos y truenos; el cielo brillará purísimo después. Golpea con su martillo y el eco llena los valles y las selvas. Las nubes se agrupan a su alrededor en un negro nu­barrón; brota el relámpago, se oye el ronco rimbombo del trueno y el rayo baja veloz a las cam­piñas.
Desde las cumbres, Donner llama a su hermano Froh y le ordena que enseñe a los dioses el cami­no que lleva al palacio etéreo. Froh acude y luego desaparece en la nube; de pronto ésta se desva­nece con la tormenta y en el aire límpido aparece cl puente trazado por Froh: el trazo luminoso del arco iris alumbra el crepúsculo y la estrella ves­pertina brilla al fondo, sobre la cresta de los mon­tes. Al finalizar el día, Freia ha vuelto a sus di­vinos dominios y el gigante Fafner ha desapareci­do cargado con sus riquezas dejando abandonado el cadáver de Fasolt.
Wotan se ha quedado extasiado contemplando el palacio donde ha ele morar por una eternidad. Admira su brillo a la luz del sol poniente y evoca la visión melancólica de la mañana cuando aún no había ascendido a habitarlo. Pero cuántas penas, cuántas angustias y cuántos males ha acarreado su posesión. De la mañana a la tarde cuántos pe­sares soportados por él. Y dirigiéndose a los dio­ses les dice:
-¡Seguidme! La noche avanza y el palacio nos preservará de sus tinieblas. Asciende, esposa mía, por cl puente luminoso que ha trazado Froh. ¡Va­mos a vivir en nuestro mundo divino y eterno; en el Walhalla!
-¿Qué extraña palabra acabas de pronunciar? -pregunta la esposa Fricka.
-Cuando veas realizado ante tus ojos lo que mi valor inventó dominando al miedo, comprenderás el sentido de esa palabra -responde Wotan.
Los dioses se encaminan hacia el puente de luz.
Loge los ve partir con amargura; se avergüenza de tener relaciones con ellos. No han querido es­cuchar el clamor de las hijas del Rhin y han aban­donado el oro en manos de la ruda gente de Riesenhein. ¡Con qué deseos Loge se convertiría de nuevo en llamas y los destruiría dentro de su nue­va y magnífica morada! Y animado por tal idea súbita resuelve acompañar a los dioses y se enca­mina con ellos en dirección al arco luminoso que hace de puente.
-¡Sólo falsedad, engaño y miseria reinan en el mundo de los dioses! -clama a lo lejos el llan­to de las ondinas del Rhin. Wotan las escucha y se detiene encolerizado a preguntar a Loge por tales quejas.
-Son las hijas del Rhin que lloran el oro y se lamentan del abandono.
-¡Hazlas callar! -grita Wotan.
Y a la luz empalidecida del crepúsculo las on­dinas vuelven a sus lamentaciones, mientras nadan en las sombrías aguas del río que marcha hacia el norte, a perderse en un mar de nieblas y brumas. Lloran su tesoro y lamentan el olvido de los dioses; la voluptuosidad de sus vidas y las mezquinas pa­siones que los animan han hecho que no se pre­ocuparan por su sagrado deber.
Y con malicia llena de intención, Loge les grita desde lo alto:
-¡Escuchad lo que os dice Wotan! Hijas del agua, ya que no os ilumina el brillo del oro, con­tentaos con contemplar el esplendor de la morada de los dioses.
Y del fondo de las aguas brota la melancolía de la queja de las ondinas:
-¡Oro del Rhin! Oro puro. ¡Oh, si aún brilla­ses con tu esplendor en el fondo de las aguas! ¡Só­lo allí, en la movible corriente del viejo río, exis­te la sinceridad y la franqueza; allá arriba todo es cobardía y fingimiento en medio del esplendor de' la morada de los dioses!
La paz cae sobre los tres dominios del mundo: las oscuras entrañas de Nibelhein, los montes y bosques de Riesenhein y el esplendor dorado de los prados divinos de los dioses. En el silencio de la noche que avanza arrebujando montes y cumbres, la lenta canción del río se hace murmullo y va muriendo con la marcha de la sombra.





II-
LA WALKYRIA


La tempestad destroza las viejas encinas y los copucos fresnos; el rayo hiende los troncos los torrentes se han salido de madre. Los hilos del aguacero, constantes y tupidos, envuelven la tierra; los animales silvestres se han guarecido y sólo al amainar el trueno y cesar la lluvia las ardi­llas se animan a corretear por las ramas y las ga­celas a pisar la alta hierba. Al anochecer, un via­jero misterioso, fatigado y rendido, con el claro cansancio de la huida, penetra de improviso en lacasa de madera rústica que sirve de vivienda al cazador Hunding y a su mujer, Siglinda. Como las viejas casas de la selva germana, su construc­ción es primitiva y simple. Ha sido levantada cir­cundando un fresno enorme cuyas raíces se hun­den en el piso y cuyo ramaje emerge del techo ha­cia el cielo. La llama que brilla en la gran chime­nea de la habitación principal arde acogedora. El viajero, agotado, se tiende frente a ella y una sua­ve somnolencia reemplaza a la angustia y a la pre­mura de la huida. El batir de la puerta y el andar del hombre han provocado agitación en la solitaria casa de Hunding, y Siglinda baja de su aposento y descubre al huésped inesperado. Se inclina sobre él para observar si es visible alguna herida.
-¡Agua! ¡Un poco de agua! - dice el viajero en voz baja.
La mujer corre a llenar un cuerno para ofre­cerle. El agua alivia la fatiga del caminante y, en­tonces, pregunta por el dueño de la casa, mientras contempla admirado la alta, majestuosa y bella fi­gura de la mujer, tan rubia como él.
Siglinda le hace saber que está en casa de Hunding y en su nombre le ofrece hospitalidad.
-Estoy desarmado y a un huésped herido no ha de negarle hospitalidad tu esposo - responde cl viajero.
-;Muéstrame tus heridas! - dice la mujer con angustia.
-Son leves y no merecen que hablemos de ellas; aún conservo mi vigor. Si la lanza y el escudo hu­bieran resistido la mitad de lo que podía hacerlo
mi brazo, nunca hubiera vuelto la espalda al ene­migo; pero me los destrozaron.
Luego narra a Siglinda el combate desigual con sus enemigos, durante la tempestad en el bosque. Siglinda le reconforta dándole a beber hidromiel. Una extraña ternura los invade poco a poco, y con­movido agradece el hombre la ayuda y se apresta a partir. Pero las palabras emocionadas de Siglinda lo instan a quedarse y a esperar el regreso del due­ño de la casa.
Una rara atmósfera de amor se cierne sobre los dos seres; el herido se reclina junto al hogar y la mujer aguarda en silencio el paso de los instantes. Cuando Hunding penetra en su casa su mirada se­vera repara en el viajero rendido.
-Cansado y yaciendo junto al hogar encontré a este hombre - dice Siglinda. - La necesidad le trae a nuestra casa. He apagado su sed y le he pro­digado los cuidados de la hospitalidad.
Siglinda ha colgado las armas del esposo en las ramas del viejo fresno y prepara la mesa para ob­sequiar al huésped. Hunding, grave y adusto, aprueba la hospitalidad concedida al viajero mien­tras lo observa detenidamente; sorprendido descu­bre la completa semejanza fisonómica con su mujer.
Tendida la mesa, puestos el pan y el hidromiel sobre ella, se sientan los tres en torno y conver­san. Hunding pide al viajero que proporcione da­tos acerca de su persona y de sus hechos. Ante su silencio obstinado se lo pide en nombre del inte­rés que ha despertado en su mujer.
La clara y recta mirada del viajero se posa un instante en Siglinda y luego con voz grave y con­tenida responde:
-Mucho me gustaría oírme llamar Friedmund
[1], pero sólo puedo llamarme Wehwalt[2]. Mi padre fue un welsa[3]; vine al mundo junto con una hermana que apenas pude conocer, así como a mi madre.
Luego evoca la selvática e inquieta existencia de su padre, cuyo valor y vigor se templaban en su lucha contra los enemigos que siempre le rodea­ban y en las andanzas de cazador. El dolor y la ira trastornan el semblante del viajero al recordar el último regreso al hogar después de una esforzada batida en el bosque, cuando lo encontraron redu­cido a cenizas, carbonizado el tronco de la encina, muerta la madre y sin vestigios de la niña. Deste­rrado, huyó el padre llevando a su hijo; largos años vivió como un lobo con su cachorro v aun­que fueron perseguidos defendieron con valor sus vidas.
Pero, en el correr de los años, una vez lograron separarlo de su padre. Lo buscó en la selva y sólo descubrió la piel de lobo con que se cubría. No pu­do saber nunca nada más de él. Sintió odio por el bosque, por la verdosa soledad de sus prados y ar­boledas y quiso abandonarlo para entrar en el mundo de los hombres. Pero siempre le acompañó la desgracia; no tuvo amigos ni pudo obtener el amor de una mujer. Desafiado, perseguido, odiado, sólo el dolor y la desdieha fueron sus dominios. ¡Cómo habría de llamarse sino Wehwalt!
Hunding escucha apenado y lamenta el oscuro destino del hombre; su mujer Siglinda anima al viajero a contar sus luchas.
El huésped narra entonces la más terrible y re­ciente de sus hazañas, cuando una joven le pidió amparo en sus desventuras porque sus familiares la obligaban a desposarse sin amor. Luchó a favor de ella;' pero corrió la sangre de hermanos en la con­tienda, y la pena dominó entonces el furor de la jo­ven, que abrazándose a los cadáveres de sus parien­tes lloró arrepentida.
Sin dejarle reponer las fuerzas cayeron de nue­vo los enemigos contra el defensor, dispuestos a ul­timarlo; le fue imposible huir, pues la joven no quiso moverse del lugar. Tuvo que defenderla del ímpetu de venganza de los atacantes protegiéndo­la durante largo tiempo con su lanza y su escudo,
Basta que se los destrozaron. Quedó desarmado, moribunda la joven, y perseguido por una banda enfurecida.
-¡Ahora ya sabes, mujer, por que no me llamo Friedmund! -termina con voz grave y dolida el huésped.
La mujer ha escuchado conmovida. Sólo inte­rrumpe el silencio la voz cargada de odio de Hunding:
-Conozco una raza salvaje para quien no hay nada sagrado; todos, y yo particularmente, la odia­mos. Fui llamado para vengar la sangre vertida de mis parientes y llegué tarde; regreso, y encuentro en mi propia casa al criminal fugitivo. Hoy te protege mi hogar y por esta noche te admito como huésped; pero mañana tendrás que defenderte con fuertes armas porque es el día que elijo para el combate y la venganza. ¡Has de pagar la deuda de los muertos!
Erguido, soberbio y brillantes los ojos se levanta Hunding de la mesa y ordena a su mujer que pre­pare su bebida y le aguarde en su aposento. Ella mira intensamente al viajero y al salir el esposo señala con disimulo al huésped un punto en el ár­bol cuyas raíces levantan el piso de la morada. Pe­ro Hunding la reclama imperioso y desaparece con ella dejando solo al desconocido, mientras profie­re amenazas.
Junto al fuego el viajero se sume en profunda meditación y rememora las casi olvidadas reco­mendaciones que le hiciera su padre para cuando se encontrara en peligro. Lo invoca en su recuerdo y desea con fervor poseer la espada que esgrimiera en sus combates. Luego, al brillo mortecino de la leña ardida, piensa en la bella y augusta mujer cuyo encanto le atrae y le domina.
Las llamas del hogar se han ido apagando; una última chispa salta luminosa y va a caer junto al sitio señalado por Siglinda y, a su lumbre, se di­visa la empuñadura de una espada enterrada en el tronco del viejo fresno.
El viajero asombrado se pregunta si lo que bri­lla no es el reflejo de la mirada de la mujer, por­que en la oscuridad de su vida solitaria el fuego de sus ojos ha rozado sus párpados dándoles luz y calor. Tal vez ese mismo fuego ha prendido en el troneo. Después del ehisporroteo final del último leño la habitación ha quedado sumida en la oscu­ridad. La tormenta ha cesado y sólo el viento blando con olor a tierra mojada tiembla en la ha­bitación. De improviso, Siglinda toda de blanco aparece en lo alto de la escalera que baja de su habitación.
-t Duermes, huésped? -pregunta en voz baja. El viajero se incorpora sorprendido. -`Quién se acerca?
-Yo -dice Siglinda-. ¡Escúchame! Hunding yace en profundo sueño; le preparé una bebida adormecedora y ningún sonido ha de conmoverlo.
Ante la ansiosa mirada del viajero la mujer le dice que va a enseñarle una espada escondida y que fuera destinada al más fuerte. Ella sabe dónde fue hundida; y con voz llena de antiguas que­jas le cuenta que durante las fiestas de sus bodas, cuando todos los guerreros invitados por Hunding vinieron desde la montaña y el bosque a festejar la falsa alegría de unos desposorios odiados, por­que gente extraña la casaba sin amor, en medio del júbilo de los otros un anciano penetró en la morada, vestido de gris y con un gran sombrero inclinado cubriéndole un ojo. El brillo del otro infundía temor; toda su apariencia tenía un aire de soberbia y dignidad propias de un dios.
Sólo tuvo cuidados para con la mujer desdi­chada a la que prodigó consuelos. Luego, ante el asombro de, todos, blandió una espada y mirando a la doncella la hundió hasta el puño en el tronco del fresno, diciendo que el acero sólo pertenecería al valiente y esforzado que pudiera arrancarlo del árbol. Los convidados se empeñaron uno a uno en lograrlo inútilmente. Desde entonces perma­necía clavada allí a la espera del fuerte y vale­roso que pudiera hacerla suya y liberar entonces a la mujer.
El viajero ha escuchado extasiado. Al terminar, Siglinda prorrumpe en llanto invocando al gue­rrero esperado y elegido que ha de arrancar de su sitio la espada, terminando con ello la domina­ción del hombre no querido.
-¡Oh, si pudiera encontrarle, le estrecharía en­tre mis brazos!
El huésped se conmueve ante el lamento y la abraza diciéndole:
-Yo soy el destinado a mere­cer la mujer, arrancando esa espada. En mi pecho arde una llama que ha de unirme a ti. Encuentro en ti lo que siempre he buscado y tanto he deseado; tú padeciste el oprobio, yo sufrí la pena; tú fuiste humillada, yo desterrado.
Y ella riendo y llorando escucha en éxtasis las palabras.
La puerta entreabierta deja pasar la claridad de la luna. Es casi como una presencia invisible, pero trémula, que los rodea. La mujer siente que alguien ha entrado o se ha ido y tiembla de miedo; pero el hombre la tranquiliza y la protege con sua­vidad.
-Nadie se ha ido, pero alguien ha entrado. ¿No ves cómo nos sonríe la primavera? Venció a las tempestades invernales; su templado ambiente se mece en los bosques y en los prados; a todos son­ríen sus ojos abiertos y el dulce trino de los pájaros es su canto. Respira exhalando perfumes y de su sangre brotan hermosísimas flores. Subyuga al mundo adornada con armas delicadas. De ella huye el invierno y las borrascas. El amor que ahora se alegra a la luz de la hermosa luna y se escondía antes en nuestros pechos, la ha atraído. ¡Vencido está el obstáculo que separaba la prima­
vera del amor!
-¡Te he visto y te he presentido cuando me miraba en el agua de los arroyos! - contesta Siglinda-; te he esperado desde el tiempo ya per­dido y en brumas. ¡He llevado eseondido y en se­ereto mi amor a ti; tu voz me era conocida y sonaba a música extraña y divina!
Los amantes se oyen inundados de un mutuo encantamiento; se cuentan sus sueños, sus penas y esperanzas; reconocen que la imagen de cada uno ya vivía en ambos; que la voz era un viejo eco conocido cuyo acento les venía de lejos, desde la niñez perdida.
-¿De veras te llamas Wehwalt? -pregunta Siglinda.
-Desde que me amas dejé de llamarme así; ahora domino las delicias y los encantos del amor.
-¿Puedes llamarte Friedmund?
-Llevaré cl nombre que tú me des.
-¿No era lobo tu padre?
-¡Era lobo para zorros cobardes!
-¡Tú eres un welsa! -grita la mujer-, ¡Welsa era el anciano que hundió la espada en el fresno y que reconocí como a mi padre! ¡Deja que te llame Siegmund, boca de la victoria! ¡Siegmund te llanto yo!
Siegmund enajenado se acerca al árbol, toma la espada del puño, e impulsado por su amor la arranca con ímpetu.
-¡Nothung! -grita al contemplarla.
Y la presenta a Siglinda como regalo de bodas.
-¡Así me desposaré con la mujer más ideal; así la arrancaré a mi enemigo! ¡Sígueme lejos de aquí! Vente conmigo a donde habita la hermosa primavera; Nothung nos protegerá y aun pere­ciendo yo, ella te protegerá!
Y Siglinda entusiasmada se apresta a seguirle, diciéndole:
-¡Tú eres Siegmund y yo Siglinda, que an­siosa te esperaba! ¡Has ganado con tu espada a tu hermana y a tu esposa!
-¡Esposa y hermana eres! -responde Siegmund-. ¡Surja, pues, de nosotros una nueva es­tirpe de los welsas!
Y el resplandor lunar ilumina a los amantes; afuera se siente en el bosque el susurro de las hojas movidas por el viento mañanero. Pronto el viejo sol alumbrará los caminos y las corzas co­rrerán entre los matorrales. Unidos en el destino la pareja abandona la casa de Hunding y se pier­de en la umbría de las selvas y el silencio del ama­necer.
Los dioses desde el Walhalla han visto el de­rrotero de los amantes; la mirada de Wotan los ha acompañado por los senderos del bosque.
Hunding, vuelto de su letargo, conoce el aban­dono de Siglinda y una tremenda cólera lo con­mueve. Invoca a Fricka, la protectora del matri­monio, y clama venganza. El viejo Wotan lucha entre su preferencia por el welsa Siegmund, su propio hijo, y la influencia de su esposa que re­clama justicia para Hunding.
Cuando en otro tiempo Wotan descendió a la tierra en busca de Erda, la mujer de sabiduría infinita, la fascinó con su dominio y de los amores de amibos nació la hija predilecta del dios: Brunilda. Con ella suman nueve sus hijas, todas walkyrias, jóvenes guerreras que cabalgan entre las nubes llevando los cadáveres de los héroes muer­tos en combate y que luego formarán las legiones del Walhalla. Ellas son las guardianas de la tranquilidad de los dioses y defienden los dominios de Wotan de las arterías de los Nibelungos. Habi­tan las elevadas crestas de los montes, lejos de la celosa mirada de Fricka, que no ha perdonado ja­más la preseneia de hijas que no son suyas.
Con los primeros instantes del amanecer el primero de los dioses llama a Brunilda recordándole que pronto ha de iniciarse el combate entre Hunding y el welsa. Advierte a su hija que él ha prometido la victoria a Siegmund. Brunilda le hace presente que para ello deberá luchar contra el deseo de su propia esposa, que defiende el de­recho de Hunding. Fricka, justamente, se acer­ca en un carro tirado por chivos.
Wotan se anima a sí mismo para afrontar el enojo de su mujer. Fricka se acerca al grupo y colérica reprocha al esposo por proteger amores nefastos y ser injusto con el clamor de Hunding. El dios se defiende replicando que no considera sagrado el juramento que une a dos seres que no se aman. Fricka se horroriza y le recrimina todo su pasado de engaños; de haberse ocultado tras nombres distintos y adoptado formas diversas para vagar por los bosques y campos como un lobo; de sus amores con mortales, de los que habían na­cido todas sus hijas, las walkyrias; y lo que más la enfurecía era su período pasado en las selvas viviendo con su hijo Siegmund, verdadero retoño welsa de Wotan.
El dios no se conmueve con la cólera de su esposa; no intenta explicarle sus oscuros desig- nios que lo llevan a tan raras transformaciones y peregrinajes que realiza en la tierra y en el mun­do de los hombres; ni tampoco quiere develarle el destino sombrío que ha concedido a sus hijos.
Fricka puede estar en paz respecto a las hijas de Wotan; las nueve walkyrias están sometidas a la voluntad de Fricka, aunque no sean sus hijas. No consigue calmar la agitación de la diosa, que le reprocha el auxilio dado a sus hijos welsas; exige que se le arrebate a Siegmund an­tes del combate su espada maravillosa, Nothung, para que pueda perecer en manos de Hunding. Fricka quiere el exterminio de los welsas; ni ayu­da al hombre, ni piedad a la mujer. En vano Wotan le hace notar que la espada fue ganada leal­mente por fuerza y por coraje y cuando más falta le hacía; en el colmo de la ira la diosa le replica que va a enfrentarse con las decisiones ele su proio esposo a fin de obtener el triunfo de Hunding, que para ella es el triunfo de la fidelidad con­yugal.
-Qué exiges de mí? -contesta con semblan­te sombrío el dios.
-¡Que abandones a Siegmund! ¡Mírame de frente y no sueñes con engañarme! ¡Aleja tam­bién de él a la walkyria Brunilda! ¡Prohíbele que dé la victoria al welsa!
Wotan apela a todas las argucias posibles para evitar la entrega del welsa y su derrota por el enemigo y defiende el derecho de Brunilda para protegerlo. Pero la cólera y el odio de Fricka son grandes v en nombre de los dioses pide el sacri­ficio del héroe; su honor de esposa del primero de los dioses lo exige. Y Wotan promete y jura condenar a Siegmund a la derrota.
A lo lejos óyese el grito de guerra que lanza Brunilda desde un peñón de la montaña. Es el canto bélico que anima al combate y enardece a los héroes a luchar sin desmayo; el acento es des­garrado y cruel, pero el tono tiene una vibración heroica que hace estremecer de entusiasmo al corazón varonil que ha de esforzarse en la pelea. Sí muere venciendo, podrá beber el hidromiel en el cráneo del vencido y embriagarse con el en­canto de las walkyrias.
Brunilda ve pasar a Fricka, triunfante el gesto, desafiante la mirada, y su corazón se conmueve al comprender que la suerte de Siegmund ha sido echada y que Wotan lo abandonará en su lu­cha con Hunding. Se acerca al dios en procura de respuesta; pero el divino padre en un instante de debilidad confiesa su pesar a la hija predilecta. Las graves palabras del dios le revelan cómo des­pués de haberse amortiguado en el el fuego del amor deseó el poder, e impelido por esta pasión conquistó el mundo entero. Pero el amor no se extinguió del todo. De ahí sus hijos dispersos por el mundo y la existeneia de las walkyrias. Luego le narra cómo habiendo arrancado al nibelungo Alberico el anillo forjado con el oro del Rhin, en vez de devolverlo a las ondinas como se lo roga­ban, pagó con el el rescate de Freía, el precio del Walhalla erigido por los gigantes.
Así sacrificó el oro del Rhin en nombre del poderío y de la eternidad de los dioses amenaza­dos en su existencia. Tiembla Brunilda al saber la predicción de Erda, la mujer que sabe lo que el mundo fue cuando con palabras oscuras predijo que se pondría fin a la eternidad de los dioses. Fue entonces cuando Wotan decidió bajar al mun­do de los mortales y arrancar a Erda el secreto del destino de los dioses. Cautivó a la extraña mu­jer y fue padre de Brunilda.
-Contigo y con tus ocho hermanas, Brunilda, he querido postergar y alejar la profecía de Erda: el fin vergonzoso de los eternos dioses. Os encar­gué que crearais héroes para que el enemigo en­contrara poderosa resistencia. Siempre debéis in­eitar al rudo combate para reunir en el Walhalla a los más esforzados guerreros.
-¡Llenaremos el Walhalla de héroes valerosos; muchos ya hemos conducido. ¿Que puede afli­girte entonces, padre, si nunea hemos tardado en complacerte?
Pero Wotan insiste en la predicción de Erda. El fin de los dioses vendrá de los ejércitos del nibelungo Alberico, que renunció al amor para po­seer el anillo. Es preciso que sea vencido por los
héroes del Walhalla antes de reconquistar el anillo que ha de darle todo el poder suficiente como para obligar a los mismos héroes del Walhalla a luchar contra cl propio Wotan. Por ello, jamás debe caer el anillo en manos de Alberico. El gi­gante Fafner lo guarda celosamente junto a los demás tesoros; deberá Wotan luchar contra él para arrancárselo y asegurar así la eternidad de los dioses; pero no podrá hacerlo porque media entre ambos un pacto. Las "runas" están aún in­delebles en la lanza de fresno sagrado y el dios debe cumplir sus promesas si no quiere perder su condición de inmortal. De ahí su queja y su angustia. Sólo un mortal, un héroe que no fuera ayudado por los dioses y que siendo extraño a ellos y libre de su protección pudiese sin plan previo, ni consejo divino, sino por propia inspira­ción y en su defensa luchar v vencer a Fafner, ejecutaría la acción que le está vedada a Wotan.
¿Dónde está el héroe cuyo valor l a de salvar la eternidad del Walhalla?
-Pero, ¿el welsa Siegmund no obra según tu voluntad? -le responde Brunilda.
-He reconocido los bosques con él como una alimaña salvaje y luego, ya hombre, lo he armado con una espada invencible. ¿Cómo querer engañarme a mi mismo? Frcka descubrió el engaño;
por ello tengo que acceder a su voluntad -res­ponde amargamente el dios.
Una vez más el primero de los dioses se en­trega a la desesperación lamentando haber rete­nido el oro de Alberico para salvar la juventud de los dioses; a causa de ese hecho ahora se ve obli­gado a sacrificar lo que más ama.
-¡Lejos de mí el altivo esplendor, el poderío y la divina magnificencia! ¡Húndase cuanto he crea­do! ¡Concluida está mi obra; sólo una cosa quiero ahora: el fin. .. el fin! ¡Y del fin se encargará Alberico! Ahora comprendo el terrible significado de las atroces palabras de Erda: ¡Cuando dé un hijo el nocturno enemigo del amor, cercano estará el fin de la divinidad!
Una gran cólera sucede a la profunda desespe­ración en Wotan. Luego vuelve a su patética lamentación y cuenta a Brunilda que ha sabido que el enano Alberico, gracias al oro, ha conquistado a una mujer mortal y de los amores ha de surgir el fruto del odio que utilizará contra cl Walhalla.
-¡Y ese prodigio La sido logrado por el que mal­dijo al amor! ¡Y yo que siempre lo he adorado, nunca he creado al héroe libre que combata por mí!
Y en su furor lega a Brunilda la pompa de la divinidad y la conmina a pelear por Fríela aban­donando a Siegmund.
Brunilda se subleva ante tal resolución. La ira de Wotan no reconoce límites, entonces, y le or­dena obediencia absoluta; y si acaso la temeridad la lleva a desobedecer, el máximo castigo caerá sobre ella tal como corresponde al ultraje inferido.
Y dejando a la walkyria sumida en la desolación, el dios se interna en las escarpadas monta­ñas donde moran las jóvenes guerreras.
A lo lejos, y en estrecha garganta, asiéndose a las rocas, Brunilda ve ascender trabajosamente a Siegmund y Siglinda. Los esposos marchan fatigados pero animosos.
-¡No más lejos, esposa amada! La dicha del amor te anima y andas tan de prisa, que apenas puedo seguirte. En silencio atraviesas prados y selvas y no puedo detenerte. ¡Descansa! ¡Habla conmigo y disipa la angustia que tu silencio me causa!
Siglinda oye a su esposo y en un rapto de do­lor le insta a que huya; horror y espanto se han anidado en su alma junto a su amor. Es una mujer maldita y será la causa de la ruina de Siegmund. Pero el héroe piensa en la lucha que ha de iniciar en breve y se exalta al imaginar que hundirá su espada hasta el puño en el corazón de su enemigo.
Se oye la llamada de un cuerno guerrero que incita a la pelea; resuenan gritos de guerra y de desafío. Es Hunding que ha despertado de su sue­ño y llama en los bosques a las tribus y a los perros, clamando venganza contra los perjuros. Las jaurías se acercan y Siglinda tiembla por la suerte de Siegmund. Es tal el dolor que le provoca la visión de los tormentos que imagina han de in­fligir a Siegmund las manadas feroces de Hunding, que cae desmayada. Siegmund la coloca sua­vemente en sus rodillas, observa su lenta respiración y besa su frente. Brunilda mira la escena teniendo, con una mano, de la brida a su caballo, y sosteniendo el escudo con la otra.
-¡Siegmund! -dice-. ¡Levanta hacia mí la mirada! Sólo me ven los que están condenados a muerte. Me aparezco en el combate sólo a los va­lientes. ¡El padre de las batallas te ha escogido; te conduciré entonces al Walhalla!
-¿A quién encontraré allí? -responde el héroe.
-Al Welsa, tu padre; a las almas de infinidad de héroes muertos; la hija predilecta de Wotan te servirá la copa de hidromiel; las hermosas walkyrias te recibirán con amor - dice Brunilda.
-¿Veré también a Siglinda?
-No; ella debe aún respirar el aire de la tierra.
-Entonces, saluda a Walhalla, al Welsa, a los héroes y a las walkyrias; no te sigo -replica Siegmund.
-La suerte te obliga a hacerlo, pues Hundíng te matará en el combate. ¡El destino te está se­ñalado y el que te condena a muerte ha quitado todo poder a tu espada!
-¡Calla y no asustes a la amada que duerme! -le ruega Sie ;round; y dolorido por el senti­miento de su aciaga suerte, lamenta el destino desventurado que le espera a Siglinda, luego de su derrota por Hunding.
Conmovida Brunilda ante la angustia y el amor de Siegmund, que no lamenta su muerte cercana sino el desamparo en que ha de dejar a la amada, pide al héroe le confíe a su mujer y al hijo que nacerá de ella. Pero Siegmund desea la misma suerte que Siglinda; prefiere matarla con su pro­pia espada Nothung, ya que no ha de servirle para obtener la victoria.
La walkyria siente tocado su corazón por la prueba de tan grande amor y tan grave saerificio; promete entonces a Siegmund que desobe­decerá las ordenes de Wotan para que pueda de­rrotar a Hunding y vivir en la felicidad con su esposa y su hijo.
-¡Fíate de la espada, y combate con confianza! -dice al héroe-. ¡Fiel te será, lo mismo que mi ayuda!
Luego, lanzando su grito de guerra, escapa en su veloz caballo.
Siegmund, esperanzado, se vuelve hacia su es­posa. Los instantes se apresuran y el combate es inminente. Como si presintiera los sufrimientos de los hombres, el cielo se cubre de nubes grises mientras ascienden desde el fondo del valle a la cumbre de los montes los sones belicosos y desa­fiantes de las trompas y cuernos de caza que anuncian la entrada en la lucha.
Siegmund reclina la dormida cabeza de Siglinda sobre un montículo de tierra y dispone su cuerpo al abrigo de una roca. El rostro sereno de la mujer no transparenta su sueño de siempre: el bosque donde transcurrió su infancia, la mo­rada de los padres, el fresno familiar, las voces antiguas y el dolor y la tragedia de la destrucción de su hogar y la dispersión y muerte de los suyos.
La tempestad arrecia en todo el ámbito del ciclo; los relámpagos rasgan las nubes y los truca nos despiertan a Siglinda. Se oye su grito angus­tiado llamado a Siegmund. Un relámpago alum­bra la escena del combate en lo alto de una roca y llega el eco de los gritos enconados de Hunding atacando.
-¡Deteneos! ¡Matadme a uní primero! -clama Siglinda.
Un resplandor vivísimo le descubre a la walkyria protegiendo con su escudo a Siegmund. El héroe animado y fuerte va a clavar su espada Nothung en el enemigo; pero, en ese instante, cl pri­mero de los dioses, colérico por la desobediencia de Brunilda, se aparece y con su lanza detiene la espada, que al chocar se quiebra en pedazos. Que­da desarmado el héroe; el cobarde Hunding apro­vecha el momento y hunde su arma en Siegmund.
La walkyria ve morir a su protegido y espantada por la ira de Wotan corre a salvar a Siglinda. La encuentra desolada y estremecida junto a la roca protectora; la toma en sus brazos y colocán­dola en el caballo huye por entre los desfiladeros.
Atrás, en la cresta del monte, en lo que fue es­cenario del combate, sólo queda el cadáver del héroe. Hunding profiere gritos de victoria; pero la cólera y el dolor de Wotan son terribles y arroja de su presencia a Hunding. Ante el desprecio del dios, el guerrero cae muerto.
Ahora el furor de Wotan se dirige a la walkyria preferida, que ha violado sus órdenes y ayuda­do al héroe. Contra ella ha de ejercer un castigo ejemplar y duro.
La tempestad- decrece y los densos nubarrones huyen hacia el Oeste. El viento frío descubre al cielo y, en la tierra, relucen las hojas de los pinos del bosque lavadas por la lluvia.
En la cumbre de los montes escarpados, lleva­das por cl viento cabalgan las walkyrias. Los ca­dáveres de los guerreros muertos penden de las sillas v el trotar de los caballos y yeguas resuena acompasado en las oquedades de la montaña. El desfile va acompañado de gritos, desafíos, soni­dos de bronce de sus armas y corazas. Al encon­trarse reunidas se saludan con júbilo; descienden en un pinar, dejan descansar a las bestias y co­mentan los combates que han presenciado.
-¡No somos más que ocho; aún falta una! -dice una de las jóvenes-. ¿Dónde está Brunilda?
La walkyria tarda en llegar; luego aparece tras velocísima v agitada carrera. Viene huyendo de la cólera del padre y conduciendo a Siglinda. Al llegar al pinar, corre al encuentro de sus herma­nas, a las que pide ayuda y protección.
-¡Por primera vez huyo y soy perseguida! ¡El padre de las batallas me persigue! ¡No soy ya su Bija predilecta!
Las walkyrias se horrorizan ante tal aconteci­miento. jamás han desobedecido al dios; la des­ventura de Brunilda las conmueve en extremo. Pero no se atreven a desafiar la cólera de Wotan. Ante sus ojos espantarlos ven avanzar la tempes­tad en cuyas nubes se acerca el dios colérico. No podrán ayudar a Brunilda, pues deben obediencia a su padre; ni siquiera pueden proteger a la des­venturada Siglinda, que trastornada por la muer­te de Siegmund clama que se la mate. ¡Nadie po­drá salvarla! Las jóvenes guerreras en cabalgata desesperada se pierden en los montes, gritando:
-¡Afuera esa mujer! ¡Que ninguna walkyria la proteja!
Sólo Brunilda, conmovida y resuelta, decide sal­varla cumpliendo su promesa al héroe. Y en me­dio del fragor de la tormenta que anuncia al dios orienta a Siglinda hacia el bosque cercano, en donde escondido en una cueva el dragón Fafner guarda el anillo v los tesoros arrebatados al nibelungo Alberico.
-¡Es cl mejor lugar para protegerte de la có­lera de Wotan! Un pacto le impide combatirlo. ¡Salva a tu hijo, mujer! ¡Será el más valiente de los héroes! Guarda los fragmentos de la espada Nothung; forjada de nuevo podrá usarla en los combates. ¡Siegfried debes llamar a tu hijo! ¡Que goce en paz de los frutos de la victoria!
Siglinda, animosa y agradecida, huye para sal­var a su hijo. Al instante un huracán se desata en los montes y en medio del trueno se oye la orden de Wotan.
-¡Detente, Brunilda!
Pero, ahora, todas las walkyrias compadecidas izan regresado y la protegen con sus cuerpos. El dios reclama a la desobediente y perjura; recri­mina la debilidad de las guerreras y exige la pre­sencia de Brunilda. Y ésta aparece, firme y resuel­to cl paso.
-¡No serás ya mi mensajera!; ¡no te señalaré héroes en el combate! ¡Ni estarás en los festines de los dioses! ¡Ni besaré tu boca inocente! ¡Que­das fuera del ejército divino y expulsada de la raza de los dioses!
Ante tan tremenda condena lloran y ruegan las walkyrias; pero Wotan es inflexible. Brunilda de­be dejar el mundo brillante de los dioses y con­vertida en mortal deberá hilar y obedecer a un hombre, siendo el blanco de las burlas. Las walkyrias huyen desoladas al caer el crepúsculo.
Bajo un cielo limpio ahora de nubes, Brunilda se dirige a su padre con las viejas palabras del afecto y le recuerda el momento en que el dios, mortificado por Fricka, le contara sus pesares. Ella sólo ha cumplido los oscuros e inconfesados deseos de su padre, que no podía realizarlos por su promesa a Fricka.
Pero el primero de los dioses es inflexible en sus designios; reprocha a Brunilda el amor encen­dido por el héroe Siegmund que la impulsó a des­obedecer su mandato y alejarla del padre. Sin piedad alguna, ordena que abandone el Walhalla.
Humilde y desesperada, la hija preferida de Wotan le ruega, por último, que si ha de expul­sarla de la raza de los dioses y someterse a un hombre, que éste no sea ni indigno ni cobarde.
-¡Te someteré a un profundo letargo! ¡El que logre despertarte será tu esposo! - le replica el dios.
-¡Oye la última súplica que te dirijo! -rue­ga Brunilda-. Esto imploro de ti- ¡Haz que ar­dientes llamas circunden la roca donde duerma
y que devoren a quien se atreva a acercarse! ¡Así sólo el más valeroso de los héroes logrará desper­tarme!
El dolor de Brunilda conmueve por fin a Wotan y accede al ruego de la doncella. -¡Un fuego nupcial como nunca ardió para no­via alguna te rodeará! ¡Abrasadoras llamas cir­cundarán la roca y atemorizado huirá el cobarde! ¡Sólo obtendrá a la doncella quien sea más libre que yo, que soy un dios! -conjura Wotan.
Acaricia a Brunilda por última vez, elogia su ternura y belleza inocente. La besa en los ojos, que se cierran inmediatamente, y la joven queda dormida junto a las flores del prado y bajo el verdor de los pinos.
Wotan le ciñe el casco y la cubre con el escu­do. Invoca a Loge, y el fuego brota; una llama brillante empieza a rodear el sitio elegido forman­do un círculo ardiente y alto, que alumbra al ano­checer.
Dormida dentro del cerco llameante queda Brunilda; y el primero de los dioses, ante la bella y serena visión de su hija, formula aún su última voto:
-¡Quien tema ni¡ lanza, no pase nunca a tra­vés de estas llamas!



III-SIGFRIDO


Los encinares del bosque se apretujan junto a la entrada de una gruta. De su interior llega el eco acompasado de un hierro golpeado en el yunque y el soplar de un fuelle. Los pájaros preludian sus cantares mañaneros y las hojas de los pinos y de los robles, de erguida planta, tie­nen el verde fresco y brillante. Los zorros y los lobos no sesgan con sus aullidos la tranquilidad de la selva. Sólo cl lamento de Mime, el enano herrero que forja en la gruta, rasga el silencio.
-¡Tormento pesado! ¡Trabajo sin fruto! La me­jor espada que forjé en mi vida resistiría a los puños de los gigantes. ¡Y este jovenzuelo, que he criado y prohijado, la rompe como si fuera de juguete! ¡Carezco del arte que pueda unir los pedazos de la espada Nothung! ¡Y qué premio ten­dría si pudiera lograrlo!
Y Mime, agobiado por su trabajo sin fruto y sin descanso, prosigue la forja. ¡Oh, si él pudiera unir los fragmentos de Nothung! Fafner cl gi­gante, en cuyo poder está el anillo del Nibelungo y el casco alado, dueño de todos los tesoros que exigiera por la devolución de Freia, es ahora un dragón misterioso y terrible, de inmenso cuerpo, boca armada de filosos dientes, desgarradores de carne, y una cola poderosa que destroza golpean­do. Si Nothung fuese soldada, el joven que ha criado Mime el enano podría librar combate con el dragón y conquistar el tesoro del Nibelungo para su tutor; Alberico no cuenta para nada en este plan.
Un toque vibrante de cuerno de caza seguido de un grito de alegría se oye a la entrada de la gruta. Un joven hombre alto, fuerte, erguido y hermoso como un dios; rubia la cabellera, azules los ojos; tostada la piel por los soles del verano y curtida por la ventisca del invierno; firme de músculos, ancho de pecho, robusto de torso, ágil el paso; una risa franca y un semblante abierto; el gesto desafiante y el aire osado de adolescente. Sigfrido es su nombre, según Mime lo llama; y suya es la exigencia de soldar a Nothung y que el enano por más que se esfuerza no puede lograr­lo. Entra bullanguero en la gruta trayendo con­sigo un oso apresado en el bosque, que incita con­tra Mime, con alegría maliciosa.
-¡Muérdelo! ¡Cómelo! ¡Cómete a ese inútil forjador!
-¡Aparta de mí a esa fiera! -dice temblando Mime acurrucado detrás del hornillo.
-¡Lo traigo para atormentarte mejor! ¡A ver, pregúntale por la espada! -y acerca el oso, que gruñe, al enano que gime espantado.
-¡Hoy la acabaré de pulir! -asegura.
-¡Ale­ja a ese animal.
Y Sigfrido riendo quita la cuerda al oso, que escapa de inmediato al bosque. A los reproches de Mime por haber traído la fiera a la cueva, Sigfrido responde que siempre siente la necesi­dad de buscar un compañero mejor que Mime y a quien pueda amar y sentirse su amigo. Co­rriendo entre la arboleda del bosque ha hecho so­nar su cuerno llamando al amigo imaginario; sólo el oso salió refunfuñando de los matorrales.
Pero ahora quiere la espada invencible que Mime debe haber forjado. El enano presenta la hoja reluciente; Sigfrido prueba su punta, luego la blande y la dobla con sus fuertes manos; los trozos de metal brillan después en el suelo. Y nuevamente su cólera se despierta. Vive soñando con una espada que resista a sus manos; con ella
podrá matar los dragones y entablar combates contra gigantes sanguinarios; realizar hechos he­roicos y hazañas esforzadas. Sin embargo, no puede hacerlo aún porque cl arte de Mime no acierta a forjar la espada.
Y Sigfrido reprocha su inhabilidad al enano:
-¡Hasta cuándo has de engañarme, fanfarrón! -grita airado.
Entonces, Mime le reprocha su ingratitud. Aho­ra es un fuerte y hermoso joven; pero, ¿quién le cuidó al nacer? ¿Quién le enseñó a andar? ¿Quién guió sus primeros pasos? ¿Quién le hizo conocer el bosque, distinguir sus hierbas y treparse por los troncos y cantar con los pájaros? ¿Quién ha ve­lado sus noches, preparado el alimento, y ele­gido los frutos silvestres para el niño? ¿Quién? La ingratitud de Sigfrido lo hunde en la deses­peración; mientras Mime trabaja y forja, el joven vagabundea por el bosque, canta y caza. Sigfrido conoce toda la larga lamentación de Miele; siempre la ha escuchado desde niño, pues el enano se la repite desde que se dio cuenta de que podía en­tenderle. Así ha creído poder obtener el cariño del joven; pero lo único que ha logrado es su en­cono y el creciente alejamiento.
La presencia contrahecha del enano, su andar cojo, y su ademán torpe, no despierta compasión sino irritación en Sigfrido. Le repugna el alimento que le prepara, no puede conciliar el sueño en el blando lecho que le dispone; siempre ve y siente la mala intención que mueve al enano y nunca se le apareció leal y bueno. Por eso no sien­te afecto hacia él ni podrá sentirlo.
A veces una duda asalta su limpia conciencia de hombre criado en plena naturaleza
-¿Cómo es que huyendo por cl bosque para no estar contigo, vuelvo otra vez a tu casa?
-Porque estoy cerca de tu corazón -respon­de Mime.
-No olvides que no puedo sufrirte!
-Eso se debe a tu ferocidad; aún debo suavi­zar tus impulsos. Así copio los pichones pían por el nido y los cachorros gimen por sus padres, tú, sediento de cariño, vienes a mí. Porque yo, Mime, soy para ti como el ave madre para el hijuelo.
-Oye, Mime; si eres ingenioso contesta a esto: los pájaros cantan, se llaman uno al otro en la primavera. Tú me dijiste que eran macho y hem­bra. Construyen su nido y luego incuban los huevecillos; mas cuando nacen los polluelos, los cui­dan juntos y los alimentan. El lobo macho lleva la comida a los cachorros y la hembra los cuida. En ellos aprendí lo que era el amor y jamás en mis correrías por el bosque robé un hijuelo. ¿Dón­de está tu hembra, Mime, para llamarla madre?
i\ lime se encoleriza y reprocha a Sigfrido su pretensión. -Acaso él es pájaro o un zorro para ser igual a ellos?
Pero, entonces, Sigfrido quiere saber cómo es que puede haber un niño sin madre. Y aunque el enano intenta convencerlo de que él es su padre y su madre a la vez, Sigfrido no le cree y le re­crimina el embuste.
-¡Y los hijos se parecen a los padres! En las aguas claras de los arroyos he visto reflejarse los árboles, los pájaros, las nubes; allí también con­temple mi imagen y me he visto completamente dis­tinto de ti. Dime, entonces, ¿quiénes fueron mis padres?
Mime intenta disuadirle una vez más, pero Sigfrido salta a su cuello como un tigre joven. Sólo entonces puede conocer el secreto de su ori­gen.
-Gimiendo encontré en el bosque a una mu­jer -comienza diciendo el enano; - la traje jun­to a mi fragua para calentarla. En este sitio naciste tú. Ella murió y tú te salvaste. Por ella me fue dado tu nombre; debía imponértelo porque te haría fuerte y libre.
Y nuevamente Mime quiere repetir la enume­ración de sus cuidados y esfuerzos, pero Sigfrido le interrumpe:
-¡Quiero saber el nombre de mi madre!
-Lo habré olvidado?... Espera... Siglinda creó recordar que fue.
-Y el de mi padre ...
-Qué fue de mi padre?
-Nunca le vi. Tu madre sólo dijo que murió en un combate; como huérfano y desamparado te recomendó.
-¡Quiero una prueba de todo esto!
Y Mime le muestra los fragmentos de la espada Nothung que el padre de Sigfrido llevaba al pe­recer en su último combate.
Una alegría desbordante da paso a la pena en el joven. Con los pedazos de la espada rota de­berá forjar el arma que blandirá en sus luchas. Quiere que Mime los una y trabaje un arma sin igual. Con ella saldrá del bosque y entrará en el mundo. ¡Cómo será ele feliz en su libertad! Tal como el pájaro y la alimaña en la selva. Como el viento que mueve las hojas y el agua que corre en los torrentes. Embriagado con la esperanza de su liberación corre al bosque llenando el aire con sus gritos de júbilo.
Mime no puede retenerlo a pesar de sus llama­das. Una nueva preocupación se suma a sus afa­nes. ¿Cómo podrá unir los pedazos del acero de Nothung? No hay horno con suficiente calor para ablandarlo ni martillo de nibelungo que venza su dureza; ni la envidia que devora su alma ni su rudo trabajo de enano tendrán la suficiente fuer­za como para insistir en soldarla.
Además, ¿cómo podrá ahora inducir a Sigfrido a que penetre en la cueva de Fafner el dra­gón y entable combate matándolo y muriendo a la vez?
Las lamentaciones de Mime se interrumpen de golpe. Un viajero extraño ha entrado en su gua­rida; usa lanza, lleva un manto azul oscuro y un sombrero de anchas alas cae sobre su ojo tuerto.
Saluda al herrero asustado, que se cree amena­zado por un peligro nuevo y no le ofrece hospi­talidad. Pero el viajero le dice palabras signifi­cativas al descubrir su miedo y su turbación: él conoce de todo y nada le está oculto a su saber. ¿Por qué el enano no intenta ponerlo a prueba? Mime se anima y le formula tres preguntas, apos­tando su hornillo contra la cabeza del extraño.
-¿Qué estirpe vive en las profundidades?
-Los Nibelungos y Nibelhein es su patria. Son negros y Alberico en un tiempo fue su rey me­diante el poder mágico de un anillo forjado con el oro del Rhin y que le proporcionó incontables riquezas.
-Mucho sabes, viajero; pero, dime ahora: `qué especie domina en la superficie de la tierra?
-La raza de los gigantes, cuya patria es Riesenhein; Fasolt y Fafner fueron los gigantes que
ganaron el anillo del nibelungo Alberico, y con él su poder. Sin embargo, la maldición del anillo los llevó a la discordia y a la lucha a muerte.
-¿Qué estirpe habita la región de las nubes? ¡Contesta ahora, viajero!
-Los dioses; su morada es el Walhalla. Wotan los rige y su lanza está hecha de la rama sagrada del fresno del mundo. En su asta están las "ru­nas", fórmulas misteriosas, inscriptas, que revelan los pactos convenidos. Quien posea la lanza es dueño del mundo. Ante Wotan se inclina el ejér­cito de los Nibelungos y la raza de los gigantes acata sus consejos.
-Viajero: has salvado tu cabeza; sigue, ahora, tu camino -dice el enano.
Pero el extraño, a su vez, quiere poner a prue­ba el saber del enano; su cabeza ha de servir de prenda si no logra responder a tres preguntas que el viajero ha de formularle.
Mime con humildad replica que hace tiempo abandonó su patria y se separó de su madre. La mirada de Wotan un día iluminó su cueva. Em­pleará todo su ingenio en salvar su cabeza, pues.
-¿Cuál es la raza que Wotan trata peor y, sin embargo, es la que más ama? - comienza el via­jero.
-La de los welsas. Siegmund y Siglinda, dos
desdichados gemelos, descienden de ella; fueron padres de Sigfrido, el más poderoso de su raza.
-Resolviste la primera pregunta. Ahora: ¿Qué espada blandirá Sigfrido para matar a Fafner?
-Nothung se llama la espada. Wotan la hun­dió en un fresno de donde sólo Siegmund logró sacarla. Con ella fue al combate contra Hunding, pero Wotan se la quebró en pedazos. Sus trozos los guarda un hábil herrero, pues con ella, Siete fried, niño sencillo y osado, vencerá al dragón.
-Eres muy ingenioso; pero, ¿a que no sabes res­ponder quién ha de forjar con los pedazos de Nothung la futura espada?
Mime no puede contestar a esta pregunta y con­fiesa su ignorancia, ya que, aunque es el más sabio herrero, no ha podido forjarla.
Con tono sibilino el extraño le comunica que tal cosa sólo podrá hacerla quien no sepa lo que es miedo. Y luego agrega:
-Desde hoy tu cabeza está empeñada y la ce­derás a aquel que nunca sintió el temor.
El nibelungo queda aterrado; el viajero ha des­aparecido en el bosque circundante. Mime se deja caer junto al yunque y medita abatido. Un vivo resplandor y un gran estruendo le llega desde afuera; es Fafner que pasa hacia su cueva aplas­tando y destrozando lo que encuentra a su paso.
El enano, rendido y tembloroso, queda escondido a la espera de Siegfried.
Un grito alegre y juvenil lo vuelve en sí; es el joven que regresa. Al entrar pide la espada que ya debía haberle trabajado Mime; en ese momen­to se da cuenta el enano del oculto sentido de la sentencia del viajero: "Sólo podrá forjarla aquel que no sabe lo que es miedo". Sigfrido, por lo tanto. De modo que su cabeza de enano está em­peñada al joven, ¿cómo podrá salvarse si no es infundiéndole miedo, haciéndole conocer el temor?
No duran mucho las meditaciones de Mime; Sigfrido pide a gritos su espada. Entonces el ena­no le dice en tono misterioso:
-¡Es preciso que te enseñe a tener miedo!
-¿Y qué es el miedo? -replica el joven.
-Cuando a la luz del crepúsculo estás solo en lo mas intrincado de la selva, ¿no has sentido algu­na vez correr un frío aterrador por tus miembros, perturbados tus sentidos, oprimido el pecho y tem­bloroso el corazón?
-Con gusto quisiera sentir ese frío y ese tem­blor. Pero, ¿cómo me lo enseñarás?
-Sígueme -dice artero el enano y lo lleva fuera de la gruta-; aquí cerca hay un dragón espantoso cuyas víctimas sin innumerables. Fafner y su terrible presencia te enseñarán a tener miedo.
-¿Dónde está? -pregunta el joven resuelto.
-No lejos del inundo, en una cueva que se lla­ma de la envidia - responde Mime.
El joven se siente dominado por el entusiasmo y en la embriaguez de la lucha próxima pide la espada.
Asustado, el enano confiesa que no se sien­te capaz de soldar los trozos de Nothung. Enton­ces, Sigfrido resuelve hacerlo él. Entonando un canto alegre y jubiloso llena de carbón el horni­llo y la llama brota viva y ardiente; luego linea los fragmentos de la espada ante el asombro del viejo herrero, reduciéndolos a polvo, que coloca en un crisol sobre las ascuas, mientras aviva el fuego con el fuelle.
-¡Nothung! ¡Notliung! -invoca Sigfrido y canta su trabajo mientras sopla el fuelle y se fun­de el metal.
-¡Pronto te blandiré, espada mía, Nothung, acero deseado!
El enano perverso y sombrío contempla el triunfo de Sigfrido y trama su muerte. Lo hará enfrentarse con Fafner alentando su ansia gue­rrera; que con Nothung mate al dragón y se apo­dere del anillo y del casco; pero luego le dará a beber un brebaje que le producirá la muerte.
El joven sigue absorbido por su tarea y canta:
-¡Forja, martillo mío, forja la resistente espa­da! ¡Cómo me alegran estas chispas brillantes! La cólera es un adorno para el valiente.
Sumerge el acero en el agua y se ríe al oír el chisporroteo; en tanto Mime piensa en la trama que su perfidia prepara.
-¡Nothung, espada envidiada! -grita Sigfri­do en su exaltación blandiendo el acero. - Ya estás otra vez unida a la empuñadura. Rota te encontré; al padre moribundo se le hizo pedazos. El hijo la ha creado de nuevo; su brillo le sonríe y corta su filo. ¡Otra vez te di la vida!
Y con ella parte de un golpe el yunque en medio del pavor del enano.
La noche se ha entrado de golpe en la cueva vi­niendo del bosque. Entre los árboles los pájaros han enmudecido y las corzas, dobladas sus ágiles patas, descansan en los matorrales.
Escondido entre los árboles, Alberico el nibelungo, que sigue lamentando el despojo del anillo y del casco, vaga vigilando al dragón y aguardan­do al héroe que vendrá a combatirlo y a vencerlo. Sólo así podrá recuperar su tesoro.
Los murmullos del bosque llegan apagados y la lumbre de las luciérnagas puntea la noche. Un fulgor potente y extraño atraviesa la masa som­bría de los árboles mientras se levanta un viento borrascoso. Cesa de pronto y la naturaleza queda como en suspenso. Ante el nibelungo empavorecido se aparece el viajero misterioso; la luz verde de la luna ilumina el rostro noble de ojo tuerto y aclara la majestad del porte. Alberico reconoce al extraño y se dirige a él enfurecido:
-¿Tú mismo en persona te atreves a venir?
Pero el viajero sin responder directamente pre­gunta al enano si acaso se halla en el bosque guardando la cueva de Fafner. El nibelungo sólo replica reprochando a Wotan, el extraño viajero, el despojo del anillo y de sus tesoros. El anillo for­jado con el oro del Rhin debe volver a él y fomula la amenaza de asaltar cl Walhalla el día que vuelva a su poder. Pero el viajero augusto le predice acontecimientos inesperados; el propio hermano de Alberico, Mime, ha criado al héroe que ha de matar a Fafner. El joven es inocente, pero Mime lo utiliza para sus fines: obtener el anillo y el casco mágico. Y el dios con palabra intencionada agrega: "pero el tesoro lo tendrá quien lo gane". Anima al nibelungo a que pre­venga a Fafner del peligro que ha de correr su­giriéndole que, a lo mejor, en premio le ceda el anillo. Y al terminar esto se dirige a la cueva y despierta al dragón.
La voz tremenda del monstruo sale de la hon­dura del antro. El viajero le dice que alguien viene a salvarle la vida y que a cambio debe en­tregarle el tesoro. Entonces, Alberico le anuncia la llegada de un joven héroe que intentará ma­tarle y le advierte que puede impedir ese com- bate siempre que Fafner le devuelva el tesoro. El dragón se burla del nibelungo y el viajero ríe desapareciendo en el bosque en medio de una súbita tempestad. Alberico queda consumiéndose en odio mientras le grita:
-¡Seguid riendo, desaprensiva raza ele los dio­ses! ¡Os estoy viendo desaparecer a todos!
La noche se va acurrucando entre los encinares y la neblina de la mañana estira sus gasas algo­donosas en la copa de los árboles mientras el día amanece.
Mime y Sigfrido pisando las hierbas húmedas caminan a través del bosque. Han andado desde la madrugada en busca de la cueva del dragón. El enano le advierte que ha llegado el momento en que ha de sentir miedo y le describe al dragón y su ferocidad. Los esfuerzos son vanos; Sigfrido replica sencillamente sin temor que irá destru­yendo una a una las armas del dragón: si la enor­me boca es desmesurada, será bueno cerrársela sin acercarse a sus dientes; si la baba es venenosa y corroe la carne, se echará a un lado; si la cola rompe los huesos como vidrio, no la perderá de vista, y por último pregunta si acaso el monstruo carece de corazón.
-¡Lo tiene! -dice el enano.
-¿Al gin entra el miedo en tu corazón?
-¡Hundiré en el suyo mi espada! Eso es miedo?
Pero la presencia del enano le incomoda; quie­re estar solo y no oír la cantilena del cariño a que apela Mime. El joven sabe que es falso y aun­que cl enano le promete velar cerca de la fuente, el joven lo rechaza. Mime obedece; pero su deseo y su pensamiento anhelan que Sigfrido mate al dragón y que éste a su vez devore al joven.
A la sombra de los castaños descansa Siágrido; la arboleda susurra y los pájaros trinan a la ma­ñana. El aire es tibio, embalsamado de pinos, y la tierra huele a romero y a muérdago. La fres­cura del bosque embriaga al joven, que se entre­ga a sus sueños imaginando el rostro del padre que no conoció y los rasgos de la madre. Piensa que los ojos de la corza no son tan claros y la mi­rada tan dulce como lo serían los de su madre. El canto de los pájaros llena la mañana transparente y entre los mil indistintos acentos el joven cree poder entender cl oculto sentido. Pero es sólo una ilusión. Quiere entonces imitar el trino de un pájaro y se fabrica una flauta de caña; pero su so­nido es áspero, muy distinto del dulce cantar del ruiseñor. Toma su bocina de plata y modula una alegre melodía con la que siempre buscó a sus com­pañeros del bosque: los zorros, los osos y los lobos.
El aire se puebla de trinos y susurros; las hojas movidas por la brisa remedan conversaciones en voz baja.
De pronto, un enorme lagarto ha salido de una cueva y se enfrenta a Sigfrido; su tremenda voz sale potente de la enorme boca. Muestra sus dien­tes, amenaza con la cola e insulta al héroe, que celebra que el monstruo hable. El dragón quiere arrojarse sobre el joven abriendo, a la vez, su dentada boca; pero Sigfrido salta ágilmente ha­cia un lado. Un combate feroz se entabla y la decisión, rapidez y fortaleza del joven van ven­ciendo poco a poco al monstruo hasta que cae rendido, atravesado el corazón por la espada Notliung, hundida hasta la empuñadura. Y en los estertores de la muerte cl dragón se dirige al jo­ven valiente y le dice que la raza de los gigantes desaparece con él y que fue la ambición del oro maldito lo que la ha destruido; por él mató a Fasolt.
-¡Vive siempre alerta, joven; la traición rodea al dueño del tesoro y el que te empujó a esta lu­cha trama tu muerte!
Luego suspira y muere. Sigfrido arranca la es­pada y sus manos se tiñen de sangre; maquinal­mente lleva una a la boca -porque le quema como si fuera fuego. Al probar la sangre, al instante comprende el canto de los pájaros e interpreta el murmullo del bosque. Y oye a un pájaro que trina prediciéndole que ha de lograr cl poder con el ani­llo y el amor con el casco alado. Baja Sigfrido a la cueva a buscarlos y en tanto los enanos Alberico y Míme, que vienen para darse cuenta de la suerte del combate, disputan el derecho de estar presen­tes; ambos aspiran al privilegio de hacerse dueños del tesoro que conquistará el joven héroe y ocupa­das sus mentes con tal deseo se hunden en las profundidades.
Sigfrido sale de la cueva dueño del anillo y del casco. Ignorante de su poder se los coloca creyén­dolos meros juguetes.
El bosque está sumido en el silencio; un pája­ro inicia su canto y lanza sus notas que quedan vibrando en el aire tibio de la mañana. Un leve susurro se levanta de las hojas y un movimiento raro, copio si los árboles y las hierbas se agitaran por una presencia oculta, rodea al héroe. Canta el pájaro nuevamente y Sigfrido por primera vez entiende su lenguaje; es un alerta a las maniobras solapadas de Mime y un llamado a la confianza en las propias fuerzas. Por haber probado la sangre del dragón ha adquirido el joven una sabiduría milagrosa.
Poco a poco aparece Mime arrastrándose por las rocas e intenta halagar al luchador; pero es inútil porque, gracias al nuevo poder de compren­sión, Sigfrido entiende el verdadero y oculto sen­tido de sus mentirosas palabras. Y así, en medio del asombro del enano el joven acepta la bebida que le ofrece, pero, a la vez, de un golpe de Nothung le parte el cráneo. En ese momento Alberico hace oír su risa sarcástica desde las grietas de la roca.
La luz del mediodía ilumina el bosque y las hierbas cierran sus flores a la ardiente influencia. Los tilos dan gresca sombra y un olor de tierra abierta y mojada inunda el ambiente.
Sigfrido se siente fatigado de su lucha; sobre el oro ha arrojado el cadáver de Mime y cierra la entrada de la gruta con el dragón muerto.
Tendido bajo los árboles siente bullir la vida de la naturaleza bajo su cuerpo: la marcha levísima de las hormigas, de los cascarudos y los grillos; la movilidad de la tierra florecida, el lento aletear de las mariposas y el susurrar del viento. Se sien­te unido al suelo, pero solo, sin amigos por quie­nes realizar hazañas y empresas. Le ruega a su pájaro amigo le indique hacia dónde ha de dirigir sus pasos para encontrarles; y la respuesta le llega en forma de un trino prolongado y jubiloso.
-¡Ay! Sigfrido mató al enano malvado. Será ahora para él la mujer más hermosa. Duerme en altas rocas cercada de fuego; si logra atravesar las llamas y despertar a la joven, Brunilda será suya.
Una extraña exaltación crece en el alma de Siegfried al oír la voz del pájaro; se siente impelido a salir del bosque y correr en busca de la roca legendaria.
-¡Ningún cobarde logrará a la durmiente! -canta el pájaro.
- Sólo aquel que no supo nunca lo que es miedo!
-¡Soy yo! -grita el joven.
-¡He matado al dragón y no sentí temor! ¡Quiero que me lo en­señe Brunilda!
Y enajenado de entusiasmo corre a través del bosque siguiendo la huella musical que le traza cl canto del pájaro.
La noche ha bajado a la selva y los árboles sólo son masas que se agitan al pasar el viento. La tempestad empieza a formarse por el lado de la montaña. Los relámpagos iluminan al viajero mis­terioso que se guarece en una gruta; su voz se oye en la oscuridad invocando a Erda.
-¡Erda! ¡Mujer eterna; abandona tu profunda morada y sal a la altura! Cantando te desperté de tu sueño. ¡Mujer que todo lo sabes, despierta!
Una irradiación azul alumbra luego la gruta, y en medio de ella aparece Erda, cuyos cabellos os­curos tienen un resplandor centelleante.
-¡Fuerte resuena tu canto; el poder del he­chizo es grande! ¿Quién me privó de mi letargo?
-Yo, que acostumbro a despertar a quien do­mina profundo sueño. Te invoco porque nadie es más sabio que tú. Donde hay vida está tu aliento; donde se piensa, tu inteligencia. Tú debes respon­der a mis preguntas.
-Mientras duermo las Parcas hilan lo que yo sé. Dirígete a ellas.
-Sólo tú puedes cambiar el curso del destino y darme el medio para detener el giro de la rueda.
-Las acciones de los hombres oscurecen mi sa­ber. Pregunta a Brunilda, hija mía y de Wotan, el que me dominó con su hechizo.
Pero el viajero insiste. Cuenta a Erda que Brunilda duerme un largo sueño circundada de fue­go en castigo por haber desobedecido las órdenes de su padre. Sólo despertará para ser la esposa de un mortal. Al saberlo, Erda quiere volver al seno de la tierra, pero el viajero la retiene con su he­chizo. Le pide que lo ayude a vencer el temor que lo domina de ver terminada la eternidad de los dioses. La angustia ha atado su valor; Erda, la sabia mujer, debe decirle a él, Wotan y dios inmor­tal, cómo ha de vencer ese miedo.
Pero Erda se indigna por la superchería de Wotan. No, no le ayudará. Entonces cl viajero le se­ñala a ella su propio fin inmediato; la sabiduría de la madre termina con el fin de los dioses. Y con gesto majestuoso, el dios afirma que ya no le an­gustia el ocaso de los dioses porque su voluntad mis­ma empieza a desearlo. Convertirá al más hermo­so ser, a un welsa, en heredero del mundo, aje­no a la envidia, ansioso de amor. Sin miedo y va­liente, contra él no ha de paralizarse la maldición de Alberico. El ha de despertar a Brunilda y Wotan le concederá la inmortalidad. No importa ya el consuelo de la mujer eterna; puede, pues, seguir en su sueño.
Erda se hunde y la oscuridad vuelve a llenar la cueva. En cl cielo los nubarrones cargados son llevados por el viento y los relámpagos que se ale­jan más allá de. la montaña anuncian la luida de la borrasca. La luz verdosa de la luna se filtra por los pinares del monte.
Sigfrido vaga desorientado; su pájaro guía ha desaparecido de pronto y cl canto ya no se oye, como si un poder oculto hubiera hecho enmude­cer al ave- En un instante de fatiga, el joven se detiene cerca de la gruta. A su entrada cl viajero misterioso le observa y su grave voz rompe la paz de la naturaleza.
-¿Adónde te conduce tu camino, joven?
Detenido de pronto Sigfrido, responde que va en busca de una doncella que duerme en una roca protegida por el fuego. El desconocido pone en duda la veracidad del caso; pero el joven le ex­plica que él no duda porque un pájaro le ha guia­do con su canto hasta hace un instante y que su confianza proviene de un hecho milagroso. El en­tiende el lenguaje de las aves y comprende los se­cretos del viento, porque ha probado la sangre de un dragón, muerto en rudo combate. No fue el miedo lo que le movió a la lucha, sino la amenaza del monstruo de tragarlo; y su hazaña fue cumpli­da gracias a Nothung, una espada que él mismo había forjado.
La audacia y la confianza en sí que revela el jo­ven provocan la risa del viajero; con ello consi­gue irritarlo y hacerle proferir amenazas contra el desconocido, al que augura la misma suerte que la corrida por 'lime. Luego el héroe se acerca al extraño y le observa, al notar que el tuerto se mo­fa de él. Pero el viejo dios disculpa sus bravatas porque sabe que Sigfrido ignora su verdadero ca­rácter.
-Siempre amé a tu raza -le dice-. Pero ya ha tenido la oportunidad de experimentar los efec­tos de mi cólera. ¡No la provoques de nuevo por­que ambos seríamos víctimas de ella! -agrega amenazador.
Sigfrido sélo quiere saber dónde realmente está el sitio en que, tras ardiente cerco, duerme la más bella de las mujeres; por ello, las oscuras amenazas del anciano no lo arredran. Intenta seguir adelante dejando al viajero con sus palabras oscuras; pero éste con su lanza de fresno quiere detenerlo. Sigfrido la rompe con su espada y se abre paso hacia adelante.
Un instante la naturaleza se ha quedado en suspenso; cl mismo dios se oscurece y se desdibu­ja en la penumbra. La jubilosa decisión del joven ya no encuentra obstáculos y ebrio de audacia avanza entre los árboles hacia la roca distante que ve iluminada, pero inaccesible.
Un cordón de fuego de altas llancas brillantes se eleva en torno de la roca; su reflejo no detiene a Sigfrido. La movilidad del mismo deja ver cl cuerpo yacente de un ser dormido. La magia del hecho y lo inmediato del peligro no impiden al joven decidirse a lanzarse a través de las llamas.
-¡Oh, fuego delicioso! ¡Brillante resplandor que alumbras mi camino! -exclama-. ¡Mágica aven­tura es atravesarte y rescatar a mi amada!
Y haciendo sonar su cuerno de caza con un can­to animoso y guerrero se arroja por entre las lla­mas, sin miedo y sin titubeo. Atrás quedan las llamas y ante sus ojos aparecen las rocas que ha­ce un instante veía inaccesibles. Ha vencido al fue­go y su canto resuena glorioso. Alguien descan­sa al pie de una roca bajo su brillante armadura, puesto el casco y protegido por el escudo; cerca, un caballo duerme plácidamente.
El joven héroe descubre al durmiente y des­lumbrado aún por el fulgor de las llamas se de­tiene presa de admiración al notar que es un gue­rrero el que duerme. Levanta el escudo y al ver que respira todavía decide cortarle los anillos de acero que ciñen la coraza; al hacerlo aparecen ante su asombro las bellas líneas del cuerpo de Brunilda y la suave tela de lino.
-¡No es un hombre! -dice azorado-. ¡Má­gica sensación arde en ni¡ pecho; mis sentidos des­fallecen! ¡Madre, madre, acuérdate de mí!
Cae su cabeza sobre el seno de Brunilda y por primera vez siente palpitar su corazón y oprimir­le el miedo. ¿Podrá, entonces, una mujer provocar el miedo que nada ni nadie lo lograra? Y en su turbación al ver que la durmiente no despierta, se decide a besarla en los labios. Brunilda abre los ojos y ambos se miran embelesados.
-¡Salud a ti, oh sol! Te saludo, luz del día. Largo fue el sueño. ¿Quién fue el héroe que me sacó del letargo?
-¡Sigfrido se llama quien te despertó!
Enajenada Brunilda saluda a la tierra y al mun­do al saberse despierta por un héroe; le dice cuánto y desde cuándo lo amaba, aun antes ele nacer. Cómo lo protegió con su escudo y constituyó su cuidado y su pensamiento ele siempre.
-¡Oh, Sigfrido; lo que tú no sabes lo sé yo por ti! Pero lo sé porque te quiero. Mi amor hacia ti fue el pensamiento que me movió a desobede­cer y a levantarme contra el mismo que lo con­cibiera; por él fui castigada porque sólo lo sentía y no lo advertía.
Canto milagroso colma el pecho de Sigfrido; las caricias paternas nunca sentidas y las viejas palabras maternas nunca oídas se hacen patentes y cálidas en la mirada luminosa de Brunilda. Per­cibe el calor de su aliento y oye el acento de su voz, pero no entiende el sentido de sus palabras. Sus sentidos están arrobados con la presencia de ella. Brunilda siente la ternura del héroe, pero le ruega que no se acerque todavía, que no des­truya lo divino de sí misma. Un extraño miedo co­mienza a invadirla; siempre fue una diosa y nun­ca ha sentido tan cercana la influencia de un mor­tal. De ahí su angustia y su tristeza.
-¡Cuánto te amo! - exclama el joven.
-¡Oh, si tú me pertenecieras! Un agua agitada ondea frente a mí; sólo veo a esa oleada de amor. ¡Oh, si sus olas amándome me arrastrasen! ¡Despierta, Brunilda, vive y sonríe en dulce amor!
-Mágico encanto invade mi pecho -dice Brunilda.
Y luego, en un arranque conmovido, admira al joven héroe:
-¡Tesoro de las más maravillosas acciones! Son­riendo nos perderemos: sonriendo nos hundire­mos. ¡Adiós, Walhalla! ¡Adiós esplendor de los dioses! ¡Muere por cl amor, generación eterna! ¡Acércate, crepúsculo de los dioses, y que asome la noche de su destrucción! Para mí brilla ahora la estrella de Sigfrido. ¡Mientras esté vivo el amor, dulce será la muerte!
-¡Siempre, Brunilda, serás la dicha para mí! -responde el joven-. ¡Mientras luce el amor, son­ríe la muerte!
Y sonrientes y confiados, cara al sol y al cielo que es una vela celeste izada en el horizonte, ini­cian los jóvenes su idilio puro y transparente.



IV-
EL CREPÚSCULO
DE LOS DIOSES


En las rocas más empinadas de la montaña, en­vueltas en la sombra de la noche, hilan las Parcas cl destino de los dioses y de los hombres. La más anciana está tendida bajo un pino de an­churosa copa y el mirar a lo lejos pregunta por un extraño resplandor que divisa. La más joven responde que es Loge con su ejército de llamas rodeando la roca sagrada.
La noche, acurrucada bajo el cielo, tarda en desperezarse. Las tres Parcas cantan e hilan. La más anciana ata una cuerda de oro a una rama de pino y mientras hila, canta:
-Un día hilaba al pie del fresno del inundo bajo su ramaje, junto a un arroyo cristalino. Un dios atrevido se acercó a beber a la fuente y la osadía le costó un ojo; entonces Wotan rompió una rama del fresno y se hizo el asta de una lanza. Herido el árbol secó su follaje y sus ramas y la fuente dejó de manar. Canta ahora tú, hermana; sabes lo que ha de suceder. Ahí va la cuerda.
La segunda Parca enrosca la cuerda alrededor de una piedra a la entrada de una gruta y canta:
-Wotan grabó las "runas" en el asta de su lan­za y con ésta dominó al mundo. Un joven héroe la quebró en pedazos y así destrozó el contrato sa­grado. Wotan ordenó, entonces, a los héroes del Walhalla que destrozaran las ranas secas y el tron­co del fresno del mundo. Cayó el fresno y la fuente cesó de manar. Canta, hermana, ,sabes lo que ocurrirá?
Y la tercera Parca recoge la cuerda y arroja tras sí uno de los extremos mientras canta:
-Wotan está sentado en su sala del palacio construido por los gigantes, rodeado de héroes y de dioses. Amontonada está la madera del que fuera fresno del mundo. Si llega a arder, habrá llegado el momento del fin de la eternidad de los dioses. Seguid hilando, hermanas.
Recogen la cuerda y la más anciana la ata a la rama. Vuelve a creer que amanece y como no acierta a distinguir lo pasado, pregunta por la suerte de Loge. La segunda Parca le responde que el poder de Wotan le obligó a rodear de fuego la roca de Brunilda; la tercera agrega que los pe­dazos de la destrozada lanza se los hundió en el pecho Wotan, brotando de la herida un fuego de­vorador, en el cual arrojó el dios las astillas del fresno del inundo.
Si buen hilando las Parcas y la cuerda va y vie­ne; pero la segunda se da cuenta de que se enros­ca con dificultad en la roca y canta:
-Los bordes de la piedra cortan la cuerda; los hilos no se alargan y el tejido está enredado. En­vidioso, lo roe el anillo del Nibelungo y la maldi­ción c e la venganza destroza las hebras de mi labor.
La tercera Parca recoge precipitadamente la cuerda y la halla demasiado floja. No le bastará para señalar el Norte; tendrá que tirar de ella. Y al hacerlo la cuerda se rompe en el medio. Las Parcas asustadas se unen entre sí y se ciñen con los pedazos de la cuerda.
La noche ha ido poco a poco develándose y el claro día irrumpe por sobre las montañas.
-¡Se acabó el sabor eterno! -dicen quejum- brosas las Parcas-. ¡Nada podemos anunciar al inundo! ¡Bajemos al seno de nuestra madre! -y descienden en busca de Elda.
Con la aurora naciente, Sigfrido y Brunilda salen de la gruta. Brunilda lleva su caballo de la brida y lamenta tener que abandonarlo. Ha perdido su condición divina y, con ella, su sabiduría; pero le queda cl amor. Ruega al joven que no la olvide en sus andanzas por el inundo.
Sigfrido promete vivir para y por Brunilda, y como símbolo de su fidelidad le regala cl ani­llo mágico que arrancara de los tesoros del dra­gón después de matarlo tras ruda lucha. Narra a Brunilda su hazaña y su júbilo extraño al darse cuenta que entendía el lenguaje del pájaro guía. Brunilda, en cambio de su obsequio, le regala su corcel, el mismo con el cual cabalgaba sobre las nubes llevando los héroes muertos en combates. Por donde vaya, Grane lo conducirá impávido; a través del fuego, del agua, de la tormenta, del bosque. Sigfrido quiere marchar en pos de ha­zañas heroicas llevando el amor y el recuerdo de Brunilda consigo; la joven lo anima y le promete aguardar su regreso victorioso.
-¡Salud a ti, Brunilda! ¡Estrella luminosa!
-¡Salud a ti, Sigfrido! Luz vencedora!
Y en la mañana transparente se recorta la figura hermosa del joven héroe que se pierde en la lejanía llevando al caballo de la brida. A la distancia se despide haciendo sonar su bocina de plata; y los valles repiten agrandado el eco.

Lejos, el Rhin corre presuroso hacia cl mar. Aguas arriba, sobre altas rocas y frente a bosques tupidos que bordean las márgenes, se alza la vieja morada de los Guibijundos. En su sala de armas rodean una mesa los dueños de la casa: Gunther, Gutruna y Hagen.
Hagen elogia la propiedad de su hermano Gunther, mientras éste alaba su ciencia. Hagen les dice a sus hermanos que los encuentra en edad y en condiciones de casarse; y ante la sorpresa de ellos les propone matrimonio con dos seres extra­ordinarios. Para Gunther, la más bella de las mujeres; para Gutruna, el más valiente de los héroes.
Cuenta a Gunther que sabe de una hermosa mu­jer que duerme en una roca circundada de alto luego inaccesible; sólo un héroe que no conozca el miedo podrá arrancarla de su extraña prisión. Tal mujer debe ser para Gunther y tal héroe para Gutruna. Pero, aducen sus hermanos, ¿cómo podrá conseguirse que el héroe ame a Gutruna y la joven a Gunther?
Hagen da a conocer los nombres: Sigfrido es el más osado de los héroes, y Brunilda es la mujer que espera ser salvada de las llamas. Y ante el asombro temeroso de sus dos hermanos, Hagen planea la forma de destruir lo que el valor y el amor han creado naturalmente. Y la insidia se afirma y crece con la sugerencia que Hagen hace a su hermano Gunther, de que invite a Sigfrido a su castillo, pues se sabe que el héroe navega a lo largo del Rhin en busca de hazañas y en alas de un amor. Al ser huésped de la morada de los Gui­bijundos, puede Gutruna darle a beber un brebaje que le haga olvidar su amor por Brunilda y, en cambio, amarla a ella. De ese modo ambos berma­,
nos podrán cumplir sus deseos uniendo sus vi­das con la más bella mujer y el más valiente de los héroes.
Remontando el Ruin y abriendo un surco tré­mulo avanza una embarcación; de pie en ella va un hombre de erguida y noble planta y un caballo de guerrero. El sol ilumina el casco del hombre y la rubia cabellera que cae sobre los hombros; las barrancas del río repiten el eco de su jubiloso can­to de guerra. Es Sigfrido que viaja por el Rhin, embriagado por el recuerdo de su amor, decidido su ánimo para lograr hechos heroicos.

La luz del inundo, la alegría de los pájaros, el rumor de las aguas, el temblor del viento y el su­surro de las hojas acompañan el paso del héroe con una sinfonía de matices sutiles. El canto del hombre llena el ámbito y la naturaleza se sume en silencio para recogerlo.
Cuando la embarcación llega frente a la casa de los Guibijundos ,los hermanos miran el paso de Sigfrido por el río; Hagen, desde la orilla, llama al viajero.
-;Dónde vas, héroe insigne?
-A buscar al poderoso hijo de Guibij.
-Te ofrezco su morada - responde Hagen-. ¡Atraca aquí!
Gira Sigfrido su embarcación y salta a tierra con su caballo. Gutruna ha visto al héroe desde lejos e impresionada por su apostura escapa a su habitación. Sigfrido pregunta por el famoso Guibijundo cuya fama oyó mentar a todo lo largo de su viaje por el Rhin.
-¡Yo soy! - dice Gunther.
-Desde muy lejos, en el Rhin, oí alabar tus hechos. Vengo a combatir contigo o a ofrecerte mi amistad.
Gunther ofrece su amistad y su morada; sus bienes, sus tierras, sus vasallos y aun su persona. Sigfrido acepta y ofrece lo único que posee: su persona y su espada.
Pero Hagen le recuerda que posee el tesoro del nibelungo, respondiendo el héroe que todo ello lo dejó abandonado en una gruta, llevando con él so­lamente el casco, cuya virtud ignora. Entonces Hagen le hace conocer el mágico poder del casco; con él puede adoptar cualquier forma y trasladarse donde quiera. Le pregunta luego por el anillo, res­pondiendo el héroe que una mujer sublime lo guarda consigo.
En tal instante aparece Gutruna trayendo un cuerno lleno de licor; ante el héroe expresa su
bienvenida. Sigfrido bebe dedicando un pensamiento previo a Brunilda y a su amor; es su pri­mera libación y en ella jura anearla para siempre. Pero después de haber probado cl brebaje se siente transformado; una súbita pasión por Gutruna lo domina y bajo su impulso, irreflexiblemente, pide a Gunther se la ceda por esposa. Ante tal pe­tición el Guibijundo le habla de una mujer que le aguarda dormida en una roca y cercada por el fuego; su nombre es Brunilda. El héroe parece re­cordar algo, pero el licor bebido le impide tener clara su mente. Sólo atina a prometer, cuando Gunther le habla de la barrera llameante que no podrá pasar, que él, el héroe invencible, la atra­vesará y traerá la mujer al Guibijundo, siempre que le conceda a Gutruna. No le será difícil; uti­lizará el poder mágico de su casco, tal como se lo enseñara Hagen.
Sigfrido y Gunther sellan el pacto de la amis­tad haciéndose una cortadura en sus brazos y mez­clando la sangre en una vasija y luego bebiéndo­la. Unidos quedan, entonces, en fraternal amor; si uno de los dos rompe el juramento, la sangre bebida brotará a torrentes de su pecho.
Hagen no ha querido tomar parte en el jura­mento; su diabólico plan lo anima en todo mo­mento. Y es tal la ansiedad que el brebaje pro­voca en Sigfrido que quiere partir de inmediato
para conquistar a la mujer que duerme dentro de un círculo de fuego y cedérsela a Gunther; Gutruna debe ser el premio a su hazaña.
Hagen y Gutruna ven partir a los dos guerre­ros y mientras la mujer corre a su cuarto llena ele alegría, Hagen medita en los hechos consu­mados y se prepara para apoderarse del anillo del nibelungo que arrancará a Brunilda.
La joven desposada permanece aún en la gruta e donde viera partir a Sigfrido; pasa sus horas en la espera mirando de vez en cuando el anillo, regalo del héroe. En un momento dado siente el lejano galope de un caballo que poco a poco va acercándose. Un instante después oye la voz de su hermana, la walkyria Waltrauta.
-¡Brunilda, hermana! ¿Duermes o estás des­pierta? ...
Y Brunilda corre a su encuentro con alegría. Supone que sólo por cariño a ella ha podido que­brantar la prohibición de verla impuesta por Wo­tan. Y con exaltación le habla ele su felicidad presente.
-¡El héroe más valiente me ha hecho su es­posa! ¿Deseas mi suerte? ¿Quieres compartir mi dicha? -le pregunta.
-Otra cosa ha sido lo que me ha obligado en
mi angustia a buscarte, desobedeciendo a Wotan.
Y muy preocupada le cuenta que desde que se separó de Brunilda, Wotan no las conduce al com­bate; no quiere encontrarse con los héroes del Wal­halla. Solo y sin descanso viaja por el mundo a caballo. Una vez llegó con su lanza rota y, enton­ces, ordenó derribar el fresno del mundo y amon­tonar en el recinto sagrado los pedazos. Luego convocó a los dioses y a los héroes que acongoja­dos llenaron la estancia. Sentado, sin probar las manzanas de Holda, mudo e inmóvil, mandó a dos de sus cuervos a un largo viaje. Una vez volvie­ron con buenas noticias; luego otra, y fue la últi­ma, y por última vez sonrió el dios eterno. Angus­tiadas le miraban las walkyrias; una, Waltrauta, se reclinó en su pecho y entonces murmuró el dios:
-Si Brunilda devolviese el anillo a las hijas del Rhin, libertaría al dios y al mundo de su maldición. - La walkyria abandonó la asamblea sin ser vista, montó a caballo y a escape salió en busca de Brunilda. Ya junto a ella le ruega desprenderse del anillo maldito que luce en su mano y de­volverlo a las hijas del Rhin.
-¡Oh!, no sabes lo que para mí representa este anillo -responde Brunilda-. Constituye para mí más que las delicias del Walhalla, más que la glo­ria de los dioses eternos, porque en él brilla para mí el amor divino de Sufrido. Ve y dile a los dioses que no lo obtendrán aunque se derrumbe y desaparezca el Walhalla.
E invita a alejarse a su hermana.
-¡Oh, dolor! -dice Waltrauta-. ¡Desgraciada de ti, hermana! ¡Desgraciados los dioses del Walhalla!
Y sin despedirse de su hermana abandona cl lugar y luego se oye cl galope de su corcel que se aleja.
Brunilda, de pie en la roca, ve acercarse la no­che; el crepúsculo se adensa y su penumbra hace brillar más las llamas que protegen a la joven En la paz del anochecer se oye clara y distinta la llamada de Sigfrido; sale gozosa a recibirlo.
Un guerrero aparece; atraviesa sin temor las llamas y se adelanta a Brunilda; es Sigfrido con su casco, pero bajo la apariencia de Gunther.
-¡Brunilda! ¡Hasta aquí vino quien no terne al fuego! ¡Sígueme y sé mi esposa!
-¡Traición! -grita Brunilda-. ¿Quién eres? Sólo un brujo pudo escalar la piedra. ¡Volando llega un águila a despedazarme! ¿Quién eres tú, horrible aparición? ...
-Gunther, un Guibijundo - responde Sigfrido.
-¡Wotan, dios cruel! ¡Comprendo ahora tu venganza! -gime Brunilda-. ¡Me entregas al dolor y a la vergüenza!
-Contigo he de desposarme en tu morada -agrega el guerrero.
Grita horrorizada Brunilda y le amenaza con el poder de su anillo. El guerrero se arroja sobre ella y se lo arranca mientras la joven cae rendida por la lucha.
-¡Ya eres mía, Brunilda, esposa de Gunther! -le dice el guerrero y la obliga a entrar en la gruta con ademán imperioso.
A solas el falso Gunther dice mirando su es­pada:
-Ahora, Nothung, eres testigo de que ho­nestamente logré a esta mujer guardando fideli­dad al hermano.- Y penetra decididamente en la gruta.
El Rhin se ilumina con la luz lunar y las aguas marchan murmujeando a través de las tierras bos­cosas de la vieja Germania. Aguas arriba, frente a la morada de los Guibijundos, Hagen está dor­mido en su umbral. Ante él, Alberico, el rey de los nibelungos, se ha aparecido y sentándose le ha­bla así, en sueños:
-¿Duermes, Hagen, hijo mío?
-Te oigo, enano - responde sin moverse Hagen.
Y el nibelungo con voz cargada de odio le incita a proseguir en su aversión a la alegría y a la gen­te jovial; de ese modo podrá amarle mejor a él, que es su padre. Luego le cuenta cómo un welsa, de la estirpe de Wotan, ha derrotado al dios y có­mo toda la generación de los dioses ve acercarse s u próximo fin. La herencia del mundo será de ellos si Hagen le es fiel. El welsa rompió la lanza de Wotan después de vencer al dragón; ante ese héroe se postra el Walhalla y el país de los ni­belungos. Pero ese héroe ignora el valor del ani­llo que posee; sonríe y sólo vive para el amor. Es necesario recobrar ese anillo, pues ahora lo posee una mujer, Brunilda, y hay que evitar que ella le aconseje que lo devuelva a las ondinas del Rhin. Es preciso que antes lo recobre Hagen. Y el enano hace jurar en sus sueños a Hacen, desapareciendo luego y hundiéndose en las sombras.
Amanece. Las brumas se alejan y brillan las aguas del río a la luz del alba. Abriéndose paso entre los matorrales de la ribera aparece Sigfrido, que llega presuroso en busca de Gutruna. Sale al encuentro Hagen y el joven héroe le cuenta el episodio de los desposorios falsos con Brunilda ba­jo la apariencia de Gunther, el rapto de la misma a través de las llamas y su entrega al Guibijundo. Anuncia que navegan por el Rhin en dirección a la vieja morada de Gunther y recomienda que se reciba con gran alegría a los desposados. Luego se dirige gozoso en busca de Gutruna. Hagen, de pie en la altura de las rocas que bordean el cas­tillo, hace sonar un cuerno de asta de toro y con­voca a los vasallos de Guibij. Desde las cumbres y los llanos empiezan a llegar guerreros armados que averiguan el porqué de la llamada de Hagen.
-Estad sobre aviso; debéis recibir a Gunther que se ha desposado y conduce a su morada a una her­mosa mujer. Debéis hacer inmolaciones a los dio­ses. Vuestros mejores bueyes a Wotan para que vea correr la sangre; ovejas a la diosa Fricka para que haga feliz la unión, y un jabalí al dios de la alegría.
-¿Qué haremos después de inmolar?
-Tomad los vasos que os ofrecerán hermosas mujeres, llenos cíe hidromiel, y bebed hasta embriagaros; todo en honor de los dioses y de los des­posados.
Se oyen exclamaciones de alegría, fuertes risas y gritos de salutación. Divisase a lo lejos la barca que conduce a Brunilda y a Gunther; cuando está frente a la casa algunos vasallos se lanzan al agua y la amarran. Los otros cruzan las armas, en tanto las mujeres se asoman a la entrada de la casa de los Guibijundos. De ella salen Sigfrido y Gutruna a saludar a Gunther y su esposa, y Brunilda al verlos se siente desfallecer, provocando con ello el asombro de los presentes.
Frente a Sigfrido, en vano intenta Brunilda despertar en él los dormidos recuerdos y sólo oye palabras de alejamiento y de olvido. Pero cuando reconoce en su mano el anillo de los nibelungos que le fuera arrancado en la malhadada noche pa­sada, por el presunto Gunther, su indignación es tan grande como su desesperación. Con palabras temblorosas exige de Gunther una explicación. Si él se desposó con ella y le arrancó el anillo, ;cómo es que ahora está en poder de Sigfrido?
Los vasallos oyen las protestas emocionadas de Brunilda y se agrupan amenazantes. Hagen cree llegado el mejor momento y aprovechando la an­gustiosa actitud de Brunilda, el olvido de Sigfrido y la confusión evidente de Gunther, acusa al joven welsa ele traidor y perjuro. Pero los vasallos pre­guntan a quien se hizo traición y cómo.
Presa de un tremendo dolor y agitada por los sollozos, Brunilda clama a los dioses por la igno­minia que sufre; ella, que no se conmovió ante la petición ele Waltrauta que le transmitió cl oculto deseo de Wotan cíe que salvara al Walhalla de­volviendo el anillo al Rhin, y que se negó a resca­tar al inundo de los dioses de su disolución; ella, que condenó a Wotan a morir y que perdió toda su ciencia al desposarse con un mortal, ahora vuel­ve su rostro desesperado a los divinos seres del Walhalla. En vano Gunther intenta calmarla; Brunilda lo rechaza y lo acusa, a su vez, de traidor, de traidor de sí mismo, y ante el estupor de los oyen­tes confiesa que está desposada con Sigfrido y no con Gunther. Los vasallos y las mujeres se miran asombrados y se indignan cuando Brunilda acusa ahora a Sigfrido de haber faltado al juramento de fidelidad a Gunther. Y ante la exigencia de los guerreros, Brunilda y Sigfrido juran sobre la pun­ta de la lanza de Hagen; Sigfrido afirmando que no faltó al juramento. Brunilda asegurando que fue perjuro.
En medio de la confusión Sigfrido invita a los guerreros a no dejarse llevar por maniobras de mujeres. Los invita a proseguir el banquete y antes de salir, lleno de alegría, con Gutruna, se acerca a Gunther y en vez baja le confiesa el temor de que Brunilda lo haya podido reconocer a pesar del casco mágico.
Brunilda lo ve salir con profunda pena, y Gunther, que no ha podido aclarar nada ante sus va­sallos, queda lleno de vergüenza junto a ella y Hagen.
La dolida esposa lamenta su suerte y llora la pérdida de su sabiduría; las llamas de Loge la protegían en la roca aislada de toda decadencia, pero al arrancarla Sigfrido de allí y arrastrarla a la llanura la ha despojado de todo poder divino y convertido en una indefensa mortal. El amor ha perdido a Brunilda; y ella por amor ha condena­do a su vez a los dioses.
Al oír sus lamentaciones de abandono y soledad Hagen le ofrece su apoyo para vengar la traición de Sigfrido; sólo con amarga sonrisa recibe tal in­sinuación Brunilda. ¿Qué mortal podrá abatir la fuerza y la arrogancia del joven héroe? Ella le ha dotado de todos los medios para hacerlo invul­nerable; su amor le ha concedido los poderes di­vinos que ahora le hacen falta a ella. Pero Hagen no ceja; .y con insidiosas preguntas obtiene de Brunilda la confesión de un secreto de Sigfrido: tiene su cuerpo un punto vulnerable en la espalda. Pero el welsa jamás ha dado la espalda en nin­gún combate; entonces, nadie podrá herirlo de muerte.
-¡Allí le herirá mi lanza! -dice Hagen-. ¡Animo, Gunther!
Pero Gunther se siente abrumado por la pena y cl oprobio. ¿Cómo lavar esa afrenta? Brunilda lo acusa de cobardía; ¿acaso no se escondió tras el héroe para conquistar nuevas glorias? El Guibijundo rechaza esta última afrenta; no es ni traidor ni vendido, ni engañador ni engañado. Va a ven­gar tal ofensa y, entonces, pide el apoyo de su her­mano. Y de éste sale la condena decisiva; sólo puede lograrse la salvación con la muerte de Sigfrido, que debe pagar con su sangre el perjurio y la traición. Pero, antes -sugiere la perfidia de Hagen-, hay que arrancarle el anillo.
Un último escrúpulo se alza para Gunther: ¿po­drá darse muerte al esposo de Gutruna? ¿Cómo presentarse luego ante ella? Y recién Brunilda se da cuenta dónde reside el mágico poder que ha embelesado y trastornado a su esposo; por ello, pide que también el dolor hiera el corazón de Gutruna con angustia eterna. No hay, pues, obstácu­los que se opongan a la decisión de matar a Sigfrido. ¡Que muera!, piden el dolor de Brunilda, la perfidia de Hagen y el oprobio de Gunther. La sentencia ha sido dada. El gozo de Hagen es inde­cible; será dueño del anillo, y en su embriaguez in­voca a su padre Alberico y al nocturno ejército de enanos para cumplir su obra.
La fiesta por la boda de Gutruna prosigue, en tanto; Sigfrido y la nueva esposa aparecen ador­nados con hojas de encina. La noche cae sobre los bosques y con los suaves tonos del amanecer se apaga la última hoguera y el último grito del fes­tín de los vasallos.
El río estira la cinta plateada de su corriente ondulada. Se levanta la bruna y con ella se eleva la lamentación de las ondinas que lloran el oro robado. Tiempos tristes son los presentes; el lecho del río es oscuro y siniestro.
Las notas alegres de un cuerno de caza llegan hasta las orillas. Sigfrido aparece en la ribera corriendo tras un oso; pero se detiene a contemplar a las ondinas. Las hijas del Rhin elogian su belleza varonil y le piden su anillo, Pero ante su negati­va ríen del héroe porque es avaro y porque tiene miedo de su mujer; si no arrojaría el anillo sin ti­tubear. Sigfrido no cree en las palabras de ellas y no les arroja la joya; entonces las ondinas le narran la terrible tradición del anillo y el dolor y la muerte que su posesión ha causado. Tampoco Sigfrido cree en sus amenazas y lanza su desafío al destino. Al verle enajenado huyen horrorizadas las ondinas, cantando su última lamentación ante el obcecado joven que habiendo podido salvarse de la desventura se queda con el anillo.
Oye Sigfrido la llamada de los cazadores y en respuesta hace sonar su cuerno. Bajan las barran­cas del Rhin, Hagen y los cazadores; beben y se echan a descansar. Tendido entre Gunther y Ha­gen, Sigfrido bebe y cuenta sus hechos. Tentado estuvo de matar dos cuervos que le anunciaron su muerte; luego narra sus proezas juveniles, su vida al lado de Mime, su decisión de forjar de nue­vo a Nothung, la lucha con el dragón y, más tarde, su proeza al conquistar a través de una barrera de fuego a una mujer divina, a la que desposó. En ese momento dos cuervos salen de los matorrales y revolotean sobre el héroe; éste se incorpora y los sigue con la mirada sin comprender su anuncio. Y en ese instante, vuelta su espalda a Hagen, recibe el golpe de lanza a traición. Gunther y los caza­dores miran aterrorizados mientras Sigfrido se desploma.
-¡Tomo venganza de un perjuro! -dice, y abandona cl lugar.
Gunther, conmovido frente a los vasallos con­tristados, sostiene a Sigfrido. Un silencio enorme se ha extendido sobre los hombres y la tierra. El héroe agoniza, y en su morir va recobrando su re­cuerdo y palabras ele amor para Brunilda van bro­tando de su garganta.
-¡Brunilda, esposa sagrada! ¡Despierta, abre tus ojos! ¡Oh, esos ojos tuyos; quién me diera ver­los siempre abiertos! ¡Oh, muerte dulce!... ¡Brunilda me saluda amantísima!
Los guerreros han colocado el cuerpo moribundo sobre el escudo y marchan a través de la selva en fúnebre cortejo; la noche se ha volcado sobre la na­turaleza; la luna se asoma por entre la fronda de los árboles y su fría y verdosa lumbre aclara el sen­dero. La bruma ha descendido sobre el Rhin y el silencio pesado de los duelos vela al héroe.
En la morada de los Guibijundos las mujeres esperan. El río brilla a lampazos cuando la luz de la luna rompe la niebla. Gutruna ha salido al sen­tir el relincho del caballo de Brunilda que se dirige al río; en la oscuridad siente crecer su miedo. Luego la voz de Hagen le llega desde cerca:
-¡Despertad! ¡Traed luces y alumbrad! ¡Trae­mos un buen botín de caza! ¡A su casa vuelve el héroe! ¡Salúdalo, Gutruna!
Los vasallos y las mujeres han salido con ha­chones encendidos al encuentro del cortejo. Gutruna ve inanimado a Sigfrido e increpa a sus her­manos por el asesinato que adivina. Gunther se defiende y Hagen se vanagloria de su crimen; a gri­tos exige el precio de la muerte: el anillo del nibelungo. Gunther, entonces, lo acusa de querer despojar a Gutruna de su herencia; se traban en lucha los hermanos y Gunther muere en manos de Hagen en medio del horror de los cazadores. Lue­go se lanza sobre el cadáver de Sigfrido para arran­carle cl anillo; pero la mano del muerto se alza amenazadora.
-¡Cesad en vuestros llantos! ¡Su esposa llega a vengar la traición! -se oye dominadora la voz de Brunilda. Ante ella Gutruna la acusa de ser la causa de las desventuras; pero Brunilda proclama su derecho de esposa única y primera. Y con ade­mán majestuoso se dirige a las demás mujeres:
-¡Alzad una pira a orillas del Rhin y que sus altas llamas se eleven brillantes porque han de consumir al más sagrado de los héroes! ¡Traed su corcel!
Los jóvenes y las mujeres levantan la pira y la adornan con flores y tapices; luego los guerreros llevan el cuerpo de Sigfrido, y Brunilda le saca el anillo. Ella lo devolverá a las ondinas del Rhin. De las cenizas lo recogerán, pues Brunilda quiere arder en los leños que consumen el cuerpo del héroe. Conmovida y fuerte toma una antorcha y pone fuego a la pira. Invoca a los cuervos sagra­dos de Wotan y los conmina a que narren a su se­ñor los dolores padecidos y, al pasar por la roca que aún vela Loge, le ordenen que regrese al Walhalla. Los cuervos remontan vuelo y entonces Brunilda se dirige a los mortales que han presenciado su padecer.
-¡Raza poderosa de los hombres! ¡Vida en flor,
que veréis a Sigfrido y a Brunilda consumidos por las llamas y devuelto el anillo al Rhin! ¡Mirad ha­cia el norte! ¡En la oscuridad de la noche veréis brillar en el cielo un resplandor vivísimo; es un incendio de llamas aterradoras que no olvidaréis jamás! ¡Es el ocaso de los dioses, el fin del Wal­halla que se desploma bajo la llama del fresno del mundo! Quedareis sin dioses y sin dominadores. Pero en cambio yo os daré el tesoro más sublime de mi ciencia divina; he aprendido a saber que la fe­licidad no consiste ni en la posesión del oro, ni en los bienes, ni en la pompa y el poderío; ni en los lazos que atan pactos traidores ni en las costumbres hipócritas. En la alegría como en el dolor no hay más que una sola fuente de felicidad para cl hombre: el amor. ¡Sólo el amor nos da la verda­dera vida y la eternidad!
Las palabras de Brunilda golpean los corazones de los guerreros; traen el caballo Grane y la walkyria monta y se arroja al fuego. Las llamas se alzan altas y temblorosas; chispo­rrotea la pira y un humo rojizo y espeso se cierne sobre ella. Luego decrece cl fuego y la neblina ardorosa queda flotando. El Rhin se desborda y las aguas van cubriendo los restos humeantes.
Guerreros y mujeres se refugian aterrorizados en lo alto de la casa de los Guibijundos mientras las ondinas avanzan con las olas. Hagen, endure­cido y perverso, sólo se conmueve ante la posible pérdida del anillo. Se arroja al agua para dispu­tarlo a las ondinas y las hijas del Rhin lo hunden y lo arrastran a las profundidades. Volverá el oro a irradiar su esplendor en el fondo torrencial del río.
Hacia el norte, en el sombrío horizonte, un res­plandor rutilante, corno una fantástica aurora boreal, incendia el cielo. Arde en fuego devorador el Walhalla y los dioses desaparecen en su seno; se borra de los mortales el recuerdo de los inmorta­les. Libres quedan los hombres y redimidos por el sacrificio de Wotan.
Brillando en el fondo sombrío de la incertidumbre humana quedan las palabras esperanzadas Brunilda. El inundo de los hombres queda sin c minadores; pero el hombre debe buscar por sí lo la senda de su destino, alumbrado por una luz divina, no la del poderío y la riqueza, sino la del amor. Sélo el amor traerá la dicha y la eternidad a la raza liberada a través del holocausto de 1os héroes y de los dioses inmortales.



Fin

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