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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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viernes, 8 de mayo de 2009

LOS ELFOS ,,,UN MITO --- Ludwig Tieck

Los Elfos
Ludwig Tieck




—¿Dónde está nuestra pequeña María?
—Está jugando en el prado con el hijo de nuestro vecino contestó la mujer.
—No vayan a perderse —dijo el padre, preocupado—, son tan atolondrados.
La madre echó un vistazo a los pequeños y les llevó su merienda a la mesa.
—¡Qué calor hace! —dijo el muchacho mientras la niña se abalanzaba sobre las rojas cerezas.
—Tengan cuidado, niños —dijo la madre—, no vayan muy lejos de casa ni se adentren en el bosque; su papá y yo vamos al campo.
El joven Andrés contestó:
—¡Oh, no hay por qué preocuparse! El bosque nos asusta y vamos a quedarnos sentados cerca de la casa, donde hay gente.
Al momento, la mujer se retiró y salió acompañada de su esposo. Cerraron ambos la puerta de la casa y se dirigieron al campo y los prados para inspeccionar a los peones y, al mismo tiempo, la cosecha de heno. La casa se situaba en una pequeña y verde loma, rodeada por un declive con empalizadas que abarcaban también los huertos y los invernaderos; un poco más abajo, se extendía el pueblo, y a lo lejos se elevaba el palacio ducal. Martin arrendaba la propiedad señorial y vivía con su esposa y su única hija, contento porque cada año ahorraba con la perspectiva de hacerse, a costa de su trabajo, un hombre rico ya que la tierra era fértil y el señor conde más bien benévolo.
Al caminar junto a su mujer en dirección de los campos, miró con alegría en torno suyo y dijo:
—Qué distinta es esta región de la otra en que vivíamos, Brígida. Aquí todo es tan verde, el pueblo es abundante en frutos, la tierra derrocha pastos y hermosas flores, todas las casas son alegres y limpias, y los habitantes, ricos. Hasta pienso que los bosques son aquí más hermosos y el cielo más azul; hasta donde alcanza la vista, puede verse el gozo y la alegría ante la generosidad de la naturaleza.
—En cuanto se está más allá del río —dijo Brígida—, se encuentra uno como en otra tierra, todo tan triste y raquítico. Cuanto forastero viene, afirma que nuestro pueblo es el más bello de la región.
—Con excepción del valle de abetos —contestó él—. Mira hacia allá, qué negro y triste se ve ese apartado lugar dentro de toda la alegría que lo circunda. Detrás de los oscuros abetos están la humeante casita, los cobertizos derruidos, el hilo de agua que pasa de largo con aire triste.
—Es cierto —dijo la mujer, mientras permanecían de pie—. Al acercarse a ese lugar, se vuelve uno triste y temeroso sin saber la razón de ello. ¿Quiénes serán en realidad esos que viven allí y por qué se mantienen alejados de toda comunidad como si no tuvieran la conciencia tranquila?
—Pobre chusma —contestó el joven arrendatario—. Parecen gitanos que roban y engañan en lo apartado, y quizá allí sea su escondite. Lo único que me asombra es que el muy benévolo señorío los tolere.
—Podría también ser gente pobre —dijo la mujer, compasivamente— que se avergüenza de su pobreza, aunque uno no tiene realmente razón al culparlos de nada; lo único que da en qué pensar es que no muestran devoción hacia la iglesia. Y no se sabe de qué viven pues el jardincillo, que parece estar completamente abandonado, no los puede ni siquiera alimentar, ni tampoco poseen sus propios campos.
—Sólo Dios sabe en qué se ocupen —continuó Martín, mientras reanudaba sus pasos—, pues ningún ser humano pasa junto a ellos, y el lugar que habitan está apartado y embrujado, de manera que ni los muchachos más traviesos se atreven a acercarse.
Continuaron conversando mientras se encaminaban al campo. Aquella oscura región de la que hablaban estaba situada fuera del pueblo. En una pendiente rodeada de abetos se veía una casita y diversas construcciones pertenecientes a varias granjas casi del todo destruidas. Muy de vez en cuando llegaba a apreciarse el humo de las chimeneas, y más rara todavía era la presencia de gente. En una sola ocasión, un curioso que se había atrevido a acercarse advirtió en un banco, delante de la casita, unas horribles mujeruchas vestidas con harapientas ropas acompañadas de unos niños igualmente feos y sucios que se revolcaban entre sus faldas; algunos perros de oscuro pelaje corrían cerca de ellos; al caer la noche, un individuo misterioso que nadie conocía cruzó el camino a la altura del arroyo y entró en la casita; más tarde, a lo lejos, podían verse entre la oscuridad diversas siluetas que se movían como sombras alrededor de una fogata campestre. La pendiente, los abetos y la casita derruida daban en verdad una extrañísima impresión dentro del verde y alegre paisaje, en comparación con las blancas casitas del pueblo y el reluciente y magnífico palacio.
Los niños se habían comido la fruta; sintieron deseos de correr, y la pequeña y ágil María le ganó en todas las ocasiones al lento Andrés.
—¡Eso no tiene ninguna gracia! —exclamó finalmente Andrés—. ¡Vamos a hacerlo ahora más lejos, entonces si veremos quién gana!
—Como quieras —dijo la pequeña—. Sólo que no podemos correr hacia donde está el río.
—No —contestó Andrés—. Pero allá, en la colina, donde está el gran peral, a un cuarto de hora de aquí. Yo corro dando vuelta a la izquierda, por la pendiente de los abetos, y tú, que puedes hacerlo, corres por el lado derecho del campo, y los dos llegamos a la misma meta. Entonces veremos quién es el que corre mejor.
—Bueno. Así no nos estorbaremos en el camino; además, mi papá dice que es la misma distancia en dirección de la colina yendo de este lado o más allá de la casa de los gitanos —dijo María, y en seguida comenzó a correr.
Andrés se apresuró tan velozmente que María, al tomar por la derecha, ya no lo alcanzó a ver mas.
—Es realmente un tonto —se dijo—, pues me será suficiente un poco de valor para cruzar el pequeño puente, pasar cerca de la casita y salir del solar hacia el otro lado; así llegaré mucho antes que Andrés.
Ya estaba delante del arroyo, al pie de la colina de abetos.
—¿Cruzo el puente? ¡Qué miedo! —se dijo.
Un falderillo blanco ladraba allí cerca con todo su írnpetu. Al asustarse, el animal le pareció a María como un monstruo y retrocedió inopinadamente.
—¡Ay! —dijo—. Andresito está ahora muy adelantado y yo sigo aquí, como una estatua, pensándolo todavía.
El perro ladraba sin parar; al mirarlo con más detenimiento no le pareció tan horrible sino, por el contrario, muy gracioso: tenía un collar rojo del que colgaba un reluciente cascabel, y toda vez que levantaba la cabeza meneándose al ladrar, el cascabel se dejaba oír encantadoramente.
—¡Eh, sólo tengo que decidirme! —exclamó la pequeña María—. Corro lo más que pueda y ¡rápido, rápido! salgo otra vez al camino. ¡Este animalillo no me ha de devorar tan rápidamente!
Al decir esto, la resuelta y vivaz niña se lanzó hacia el puentecillo y pasó a toda carrera junto al perro, que sin ladrar más le hizo fiestas alrededor. De pronto estaba en la pendiente, de manera que los negros abetos le impedían la vista hacia los contornos de la casa paterna y el resto del paisaje.
Vaya que estaba sorprendida. La rodeaba el jardín de flores más vistoso y alegre, sembrado de tulipanes, rosas y azucenas de incomparables y bellos colores; mariposas azul y púrpura se mecían en los pétalos, aves multicolores se colgaban de los emparrados en las jaulas de lustrosas rejas mientras cantaban hermosas melodías, y algunos niños, en albeantes y cortos vestiditos, de pelo rubio y rizado y de ojos claros, saltaban alrededor. Unos jugaban con corderitos, otros daban de comer a los pájaros o bien recolectaban flores que se regalaban mutuamente. Otros más comían cerezas, uvas y albaricoques rojizos. No podía verse ninguna casita. En cambio, una amplia y hermosa casa, con puerta de hierro en artístico y noble talle, lucía en medio de ese espacio. María estaba absorta y maravillada, y ni siquiera supo orientarse; pero, como no era nada tonta, en pocos instantes se acercó al primer niño que vio y le tendió la mano para saludarlo.
—¡Qué sorpresa que vengas a visitarnos! —dijo la deslumbrante niña a la que había saludado—. Te he visto correr y saltar allá afuera, pero te has asustado con nuestro perrito.
—¿Entonces no son ustedes ningunos gitanos bribones, como dice Andrés? ¡Vaya! Pero si es un tonto, y ¡el día entero habla sin ton ni son!
—Quédate con nosotros —dijo la maravillosa niña—, te gustará.
—Pero es que estamos corriendo.
—Regresarás a tiempo. ¡Toma y come!
María comió y encontró la fruta tan dulce como nunca había saboreado ninguna, y Andrés, la carrera y la advertencia de sus padres se borraron por completo de su mente.
Una mujer muy alta, vestida con lujo deslumbrante, se acercó y preguntó por la niña extranjera.
—Hermosa mujer —le dijo María—, vine corriendo hasta aquí y ella me invitó a quedarme.
—Tú sabes, Zerina —dijo la hermosa mujer—, que ella sólo tiene permiso por poco tiempo y, además, tenias que haberme preguntado antes que todo.
—Pensé —dijo la deslumbrante niña— que si la habían dejado cruzar el puente podía entonces quedarse; ya la hemos visto correr a menudo por el campo y tú misma te has deleitado con su carácter alegre y vivaz; al fin y al cabo, tendrá que abandonarnos muy pronto.
—No, yo quiero quedarme aquí —dijo María—. Esto es muy bonito; además, aquí están las cosas más agradables que he visto, sobre todo las fresas y las cerezas. Allá afuera no es tan espléndido como aquí.
La mujer, vestida con sus prendas doradas, se alejó sonriendo y muchos de los niños saltaron entonces alrededor de la alegre María bromeando con ella y animándola a bailar; otros le llevaron corderitos y juguetes maravillosos; unos más tocaron sus instrumentos y cantaron. Pero se mantuvo especialmente junto a la compañera que conoció desde su llegada pues era la más amable y simpática de todos. La pequeña María exclamaba una y otra vez:
—Quiero quedarme siempre con ustedes para que sean mis hermanos.
Ante ello, todos los niños se reían abrazándola.
—Ahora vamos a hacer un bonito juego —dijo Zerina. Corrió velozmente al interior del palacio y volvió con una diminuta caja dorada que guardaba un brillante polen. Tomó un poco de él con sus deditos y esparció algunos granos en el verde suelo. De pronto, se vio crujir el césped en forma de olas y, luego de breves momentos, surgieron de inmediato rosales que crecieron y se desarrollaron al instante, invadiendo el espacio con el más dulce aroma. María tomó también un poco de polvo y, cuando lo hubo esparcido, aparecieron blancas azucenas y multicolores claveles. A un movimiento de Zerina, desaparecieron las flores apareciendo otras en su lugar.
—Ahora —dijo Zerina—, prepárate para algo mejor. Puso entonces dos piñones en el suelo, los pisoteó enérgicamente hasta hundirlos en la tierra y, al momento, dos verdes arbustos comenzaron a erguirse ante los niños.
—Cógete fuerte de mí —le dijo Zerina.
María puso sus brazos alrededor de su tierno cuerpo. Sin pensarlo, se sintió elevada, los arbolillos crecieron debajo de las niñas con asombrosa rapidez hasta que los altos pinos se arqueaban y las niñas tuvieron que mantenerse abrazadas entre las rojas nubes del atardecer, balanceándose de uno a otro lado en medio de besos. Los otros pequeños subían y bajaban con suma agilidad por entre las ramas de los árboles; se hacían bromas y daban empujones con muchas risas al encontrarse en el camino. Uno de los niños cayó a causa del amontonamiento de los otros y voló entonces por los aires, si bien bajó lenta y seguramente a tierra. Por último, María sintió miedo, la otra pequeña entonó algunas canciones con voz muy clara y los árboles descendieron tan rápidamente como se habían elevado hasta las nubes.
Entraron por la puerta de hierro hacia el palacio. Sentadas allí, hermosas mujeres, tanto ancianas como jóvenes, se deleitaban dentro de la sala circular comiendo agradables frutas. Entre tanto, podía escucharse una hermosa y sutil melodía. En la bóveda había palmeras pintadas, flores y follajes entre los que subían y bajaban, haciendo gráciles movimientos, varias figuras infantiles. Las imágenes variaban y centelleaban en los más encendidos colores, de acuerdo con la música; al momento, el verde y el azul se encendían como una diáfana luz y, con tonos de flama dorada y púrpura, el color se opacaba hasta languidecer; entonces los niños, desnudos entre los follajes de flores, parecían avivarse y tomar aliento a través de sus labios rojos de rubí de manera que podía verse el fulgor de los dientecillos y de los ojos azul celeste.
Desde la estancia, una escalera de hierro conducía a un gran hipogeo. Allí, entre una gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas, refulgían gemas de infinitos colores; había en las paredes hermosos vasos que parecían rebosantes de magníficos tesoros, y oro trabajado en varias maneras que brillaba con un familiar tono rojizo. Incontables enanitos se hallaban ocupados en seleccionar las piezas a fin de ponerlas en los vasos. Otros, jorobados y contrahechos, de largas y enrojecidas narices, traían con muchos trabajos, jadeantes casi hasta inclinar la frente contra el piso, como los molineros bajo su carga de trigo, unos sacos de los que caían al suelo granos de oro. En seguida saltaban torpemente de un lado a otro y tomaban las piedrecillas rodantes que iban escapándose; no era raro que, en medio de su inquietud, uno golpeara al otro de manera que caían al suelo, atolondrados bajo su propio peso. Ponían caras hoscas y desdeñosas cuando ella reía ante sus gestos de fealdad. Encogido, sentado hasta el fondo, estaba un diminuto anciano a quien Zerina saludó ceremoniosamente en tanto que él agradecía con una severa inclinación de su cabeza. Tenía en la mano un cetro y puesta en la cabeza una corona; todos los demás enanos parecían reconocerlo como su señor y obedecían sus indicaciones.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, malhumorado, cuando las niñas se le acercaron un poco más.
María guardó silencio, temerosa, pero su compañera contestó que sólo habían ido a echar un vistazo a los sótanos.
—¡Las niñerías de siempre! —exclamó el viejo—. ¿No terminará nunca el ocio? —y tras esto, volvió a sus ocupaciones haciendo pesar y seleccionar diversas piezas de oro; envió a otros enanos afuera, y a uno más lo regañó.
—¿Quién es ese señor? —preguntó María.
—Nuestro príncipe del Metal —dijo la pequeña, mientras seguían caminando.
Parecían estar nuevamente afuera; se encontraban en la orilla de un lago. Sin embargo, no había sol ni podían ver el cielo. Una barquita las recibió y Zerina remó incansablemente. Fue veloz la travesía. En medio del lago, María vio miles de carrizos, canales y afluentes ramificándose desde su centro en todas direcciones.
—Estas aguas corren bajo nuestro jardín hacia el lado derecho —dijo la deslumbrante niña—. Por ello, todo florece tan fresco. Desde aquí puede bajarse a la gran corriente del río.
De pronto, desde todos los canales, apareció una multitud de niños, y todos se acercaban nadando; muchos llevaban guirnaldas de juncos y lirios; otros, puntas de coral, y otros más iban tocados con retorcidas conchas. Un confuso barullo resonaba alegremente desde las oscuras riberas; entre los pequeños era posible apreciar los movimientos de las más hermosas mujeres, y muchos niños a la vez saltaban sin cesar y se colgaban de ellas besándolas en el cuello y los hombros. Todas saludaron a la extranjera mientras ésta cruzó el lago en medio de ese alboroto, hasta internarse en un afluente del río, cada vez más estrecho. Por último, la barca se detuvo. Se despidieron de ella y Zerina tocó una roca que se abrió como una puerta y una roja figura femenina las condujo hacia abajo.
—¿Se están divirtiendo? —preguntó Zerina.
—Están tan agitados y contentos como uno los puede ver —contestó la mujer—, y el calor es extremadamente agradable.
Subieron por una escalera circular y, de pronto, María se vio en una sala tan iluminada que, al entrar, sus ojos quedaron deslumbrados. Tapices de un rojo intenso nutrían con una brasa púrpura los muros, y cuando la mirada de María se hubo adaptado vio, para su sorpresa, cómo ciertas figuras saltaban y danzaban sobre los tapices en medio de la mayor alegría y con tan grácil constitución y proporción, que no podía imaginarse otra cosa más cautivante. Sus cuerpos semejaban al bermejo metal, y parecía como si la inquieta sangre pulsara visiblemente dentro de ellos. Mostraban su risa ante la niña extranjera saludando con repetidas inclinaciones, pero cuando María intentó acercarse, Zerina la retuvo de pronto con fuerza, gritándole:
—¡Vas a quemarte, María, todo eso es fuego!
María sintió el calor:
—¿Por qué estas figuras tan tiernas no salen y juegan con nosotros? —preguntó a su amiga.
—Porque así como tú vives en el aire, ellas tienen que permanecer en el fuego; de otro modo, morirían. Mira qué bien se sientan, cómo ríen y gritan; allí, bajo tierra, los ríos de fuego se expanden en todas direcciones. Por su causa, crecen ahora las flores, las frutas y los sarmientos; los rojos ríos corren al lado de los riachuelos, y así estos seres de cambiantes llamas se mantienen siempre activos y alegres. Pero es ya demasiado fuego para ti. Vamos otra vez al jardín.
En el jardín, el escenario era distinto. El brillo de la luna reposaba en cada pétalo, los pájaros permanecían en silencio y los niños dormían, en variados grupos, entre el verde follaje. Pero María y su amiguita no sentían ningún cansancio; en medio de largas conversaciones, paseaban bajo la cálida noche de verano.
Al amanecer, se refrescaron con frutas y leche. María dijo:
—Cambiemos de ambiente y salgamos al abetal para ver de cerca los abetos.
—Con mucho gusto —dijo Zerina—. Así podrás visitar a nuestros guardias, que seguramente van a gustarte. Están en lo alto del terraplén, entre los árboles.
Caminaron entre multicolores jardines, cruzando florestas repletas de ruiseñores; luego ascendieron por colinas rebosantes de parras y, después de seguir el intrincado curso de un claro hilo de agua, llegaron por fin al abetal y al declive que limitaba la región.
—¿Cómo es posible —preguntó María— que adentro tengamos que caminar tanto y afuera la distancia sea tan corta?
—No sé cómo sucede, pero así es —contestó la amiga.
Ascendieron hasta el sombrío abetal y un viento frío venía a acariciarlas desde el exterior; el paisaje parecía cubrirse por completo de niebla. En lo alto, extrañas figuras, cuyos rostros parecían cubiertos de polvo harinoso, estaban de pie, semejantes a las repugnantes cabezas de las lechuzas blancas. Se hallaban cubiertas con rugosos abrigos de gruesa y burda lana, y sostenían, abiertos, unos paraguas de extraña piel; soplaban y abanicaban sin parar con alas de murciélago que incidentalmente miraban, absortos, a través de los pliegues.
—Quisiera reír y siento miedo —dijo María.
—Ésos son nuestros buenos y laboriosos guardianes —replicó la pequeña compañera de juegos—. Aquí permanecen produciendo aire a fin de que todo extranjero que quiera acercarse experimente un extraño temor. Están cubiertos de esa manera por la lluvia y el frío pues no soportan ninguna de las dos cosas. Aquí abajo nunca llega nieve ni viento, ni hay frío; aquí es el eterno verano y la eterna primavera, pero si no se relevaran en sus puestos, morirían completamente.
—Pues, ¿quiénes son ustedes? —preguntó María cuando descendían de nuevo entre aromas florales—. ¿O no tienen un nombre con el que uno les pueda reconocer?
—Nos llamamos elfos —dijo la amable niña—. Según he podido escuchar, así nos nombran en el mundo.
Escucharon un tumulto que surgía del prado más cercano.
—¡Llegó la hermosa ave! —les gritaron los niños, a la distancia.
Todos se agitaban dentro de la estancia. Entre tanto, vieron cómo jóvenes y viejos se apresuraban a cruzar el umbral y cómo se regocijaban; dentro resonaba una música plena de júbilo. Al entrar, vieron la circular estancia repleta de las más variadas figuras; todos miraban por encima en dirección de la enorme ave que, con su lujoso plumaje, describía lentamente múltiples círculos. La música se escuchaba más alegre que nunca, y colores y luces cambiaban con increíble rapidez. Finalmente, la música se detuvo y el ave se lanzó estrepitosamente por encima de una refulgente corona que flotaba bajo un elevado ventanal, iluminando desde lo alto la bóveda. Su plumaje era de colores verde y púrpura, y a través de él corrían las más brillantes líneas doradas; en su cabeza se movía una diadema de pequeñas plumas, tan claras y luminosas que relampagueaban como si fueran gemas. El pico era rojo y las patas de un azul intenso. A cada movimiento del ave, todos los colores lucían entreverados y todas las miradas, embelesadas, se prendían de él. Sus dimensiones eran las de un águila. Al abrir su luminoso pico, una dulce melodía escapó de su agitado pecho en tonos más hermosos aun que los del apasionado ruiseñor; el canto cobraba fuerza y se esparcía como una masa de rayos de luz, de manera que todos, incluso los más pequeñuelos, no podían contener las lágrimas de alegría y entusiasmo. Cuando terminó, todos se inclinaron delante del ave, que de nuevo voló en círculos bajo la bóveda, disparándose a través de la puerta y lanzándose hacia el despejado cielo, donde pronto pareció tan sólo un punto rojo, tan rápidamente que, al instante, desapareció en las alturas.
—¿Por qué están todos tan contentos? —preguntó María, inclinándose hacia la hermosa niña, que en ese instante le pareció más pequeña que el día anterior.
—¡Viene el rey! —dijo la pequeña—. Muchos de nosotros todavía no lo hemos visto, y adonde quiera que se dirige hay fortuna y alegría. Mucho tiempo lo hemos esperado, más ansiosamente que ustedes esperan la primavera después de un largo invierno; y ahora anunció su venida con este hermoso mensajero. Esta agradable e inteligente ave, que nos ha sido enviada en el servicio del rey, se llama Fénix. Vive en tierras lejanas, en Arabia, en la copa de un árbol del cual sólo hay uno en el mundo, así como no existe un segundo Fénix. Cuando se siente viejo, fabrica un nido a partir de bálsamos e inciensos, lo enciende y se prende fuego a sí mismo, de modo que muere cantando; de las aromáticas cenizas se levanta otra vez el rejuvenecido Fénix con renovada hermosura. Muy raro es que emprenda el vuelo, así que aquellos que llegan a verlo —siendo que tal cosa sucede una vez en siglos— lo inscriben en sus memorias y esperan de ello acontecimientos maravillosos. Pero ahora, amiga mía, tienes también que partir pues no te está concedida la presencia del rey.
Entonces la hermosa mujer del vestido de oro se aproximó entre el tumulto, le hizo señas a María y se alejó con ella bajo una solitaria alameda.
—Tienes ahora que abandonarnos, mi querida niña —le dijo—. El rey quiere mantener su corte en este lugar durante los próximos veinte años o incluso más; se esparcirán fertilidad y bendiciones por todo el país y especialmente aquí. Los manantiales y los ríos serán más abundantes, todos los campos y los jardines, más ricos, y más noble el vino, más pródigo el prado y más fresco y verde el bosque; correrán más suaves vientos, ningún granizo perjudicará las cosechas ni inundación alguna amenazará a los hogares. Toma este anillo y piensa en nosotros, pero cuídate de hablarle a alguien acerca de nosotros pues si lo haces nos veremos obligados a abandonar esta tierra, y toda la gente de los alrededores, como también tú, carecerán de la fortuna y de las bendiciones que nuestra cercanía les otorga. Besa por última vez a tu compañera y adiós.
Al salir, Zerina lloraba; mientras tanto, María se inclinó para abrazarla y se separaron. Estando ya en el estrecho puente, el aire frío sopló sobre su espalda, desde el abetal, y el falderillo la saludó con sus ladridos dejando oír su cascabel; se volvió para echar una mirada y se apresuró a salir; la densidad de los abetos, la oscuridad de las casitas derruidas y las brumosas siluetas le inspiraron un angustioso temor.
—¡Cómo se habrán preocupado esta noche mis padres por mí! —se dijo, al encontrarse de nuevo en el campo—. Y no les puedo decir dónde estuve ni lo que he visto. Además, nunca lo creerían.
Dos hombres pasaron a su lado, la saludaron, y ella les escuchó decir:
—¡Qué chica más guapa! ¿De dónde será?
María apuró sus pasos al dirigirse a la casa paterna. Los árboles, apenas ayer rebosantes de frutos, se veían ahora raquíticos y sin follaje. La casa estaba pintada de otro color y un nuevo granero se levantaba a su lado. María se sorprendió tanto que creía estar en un sueño. Bajo tal turbación, abrió la puerta de la casa, su padre se hallaba sentado a la mesa, entre una mujer desconocida y un joven extranjero.
—¡Dios mío, padre! —exclamó—. ¿Dónde está mi madre?
—¿Tu madre? —dijo la mujer, presintiendo algo; precipitadamente, dio un paso hacia adelante—. ¡Vaya! ¿No serás...? ¡Pero claro, claro! Eres María, mi perdida que creían muerta, la única, querida María.
La había reconocido por un pequeño lunar debajo del mentón, por sus ojos y por su figura. Todos la abrazaron, todos estaban alegremente emocionados y los padres se enjugaban las abundantes lágrimas. María se sorprendió al notar que casi igualaba en estatura a su padre, y no alcanzaba a comprender que su madre hubiese cambiado y envejecido tanto. Preguntó por el nombre del joven.
—Es Andrés, el hijo de nuestro vecino —dijo Martín——. ¿Cómo es que vuelves tan inesperadamente después de siete largos años? ¿Dónde has estado? ¿Por qué no nos has enviado noticias tuyas?
—¿Siete años? preguntó María al no poder orientarse en sus ideas y recuerdos—. ¿Siete años enteros?
—Sí, sí —dijo Andrés, riéndose y tomándole cordialmente la mano—. Te gané, María, llegué hace siete años al peral y he vuelto; y tú, lenta, ¿apenas vas llegando?
Le preguntaron una y otra vez, le insistieron, pero ella, recordando la advertencia, no pudo dar ninguna respuesta. Casi le impusieron el cuento de que se había perdido al subirse a un carro que pasaba; que se había ido a un lugar extraño donde no supo indicar a la gente cuál era su hogar paterno; cómo había ido a parar a una ciudad lejana, donde unas buenas gentes la habían educado y amado; cómo éstas habían muerto y ella se había acordado de su lugar de origen y había decidido hacer el viaje de regreso.
—Dejémoslo así —dijo la madre——. Ya es suficiente con tenerte otra vez a nuestro lado. ¡Mi hijita, mi única, mi todo!
Andrés se quedó a cenar; María aún estuvo desorientada. La casa le parecía pequeña y oscura, le sorprendía su traje, limpio y sencillo, pero le resultaba totalmente ajeno; observó el anillo en su dedo, su oro brillaba a raudales y una piedra de un rojo refulgente resaltaba todavía más. A la pregunta de su padre, contestó que el anillo era un regalo de sus benefactores.
Anhelaba el momento de irse a dormir y, finalmente, se retiró. A la mañana siguiente se sentía serena, había ordenado mejor sus ideas y fue capaz de responder a la gente del pueblo que acudió a saludarla. Andrés, que había ido muy temprano, se mostraba afable y alegre, así como dispuesto a servirla. La muchacha, de quince años cumplidos, le había causado gran impresión, e incluso la noche anterior no había podido dormir. La mandaron llamar del palacio, adonde fue y tuvo que contar su historia, que ya había aprendido bien. El anciano señor y su mujer admiraron su buen comportamiento, pues era modesta sin ser tímida, respondía cortésmente y con buenas palabras a todas las preguntas que se le hacían; la timidez ante los nobles y ante aquellos de que se rodeaban había desaparecido, pues al comparar estas salas y sus adornos con los prodigios y la elevada belleza que había visto en la estancia secreta de los elfos, este lujo terrenal le parecía opaco, y la presencia de la gente, insignificante. Los jóvenes estaban sumamente encantados con su belleza.
Era febrero. Los árboles se cubrieron mucho antes de lo habitual con su frondosidad. El ruiseñor nunca había aparecido tan pronto. La primavera se presentó en el país con un mayor esplendor, tanto como no podían recordarlo los ancianos mayores. De todas partes brotaron manantiales que surtían de agua en abundancia a prados y vergeles. Las colinas parecían haber crecido, las regiones donde las parras de uva maduraban se elevaron notablemente, los frutales florecieron como nunca, y una bendición plena de aromas se expandía sobre el paisaje en forma de nubes y de pétalos. Todo se daba asombrosamente bien, no hubo día en que faltara el agua ni tempestad alguna que dañara las cosechas, el vino brotaba enrojecido de inmensos racimos y los habitantes del pueblo se admiraban sobrecogidos como en mitad de un dulce sueño. El año siguiente fue igual, si bien la gente ya se había acostumbrado a lo maravilloso. En otoño, María cedió a los ruegos de Andrés y de sus propios padres: se hizo su novia y en invierno se casó con él.
Muchas veces recordaba con honda nostalgia su viaje a la región oculta de los abetos; permanecía callada y seria. A pesar de lo hermoso que era todo cuanto la rodeaba, conocía algo todavía más hermoso; por ello, una ligera melancolía transformaba su ser con serena tristeza. Le dolía escuchar a su padre o a su marido hablar de los gitanos y bribones que se suponía vivían en la oscura pendiente; muchas veces quiso defenderlos, sobre todo ante Andrés, quien parecía encontrar cierto placer al hablar mal de ellos, pues ella sabía que eran los benefactores de la región. No obstante, reprimía siempre sus palabras. Así vivió durante un año, y al siguiente se puso la mar de contenta ante la llegada de una hija, a la cual le dio el nombre de Elfriede, seguramente en recuerdo de los elfos.
La joven pareja vivía con Martín y Brígida en la misma casa, que era suficientemente amplia, y ayudaba a los viejos en los quehaceres domésticos. La pequeña Elfriede mostró pronto capacidades y talentos especiales: caminó prematuramente y pudo hablar todo cuando aún no cumplía los primeros doce meses; más aún, después de varios años era tan lista y sensata y de tan extraordinaria belleza que todos la veían con admiración, en tanto su madre no podía dejar de pensar en su semejanza con los relucientes niños que habitaban en la pendiente de los abetos. A Elfriede no le agradaba estar con los demás niños; por el contrario, evitaba, hasta el punto de parecer tímida, sus entusiastas juegos, y prefería más que nada estar a solas. Entonces se apartaba en un rincón y leía o trabajaba con ahínco en su delicada costura. Muchas veces se le veía profundamente ensimismada o bien caminar de un lado a otro, hablando excitadamente consigo misma. Gustosos, sus padres la dejaban pues era una niña sana y alegre. Pero las respuestas y comentarios extrañamente inteligentes los hacía sentirse preocupados.
—Niños tan listos —dijo la abuela Brígida— a menudo no llegan a mayores, no están hechos para este mundo. Además, la niña es extraordinariamente hermosa y no se hallará a gusto en este mundo.
La pequeña tenía la particularidad de disgustarse mucho cuando era ayudada en sus quehaceres; quería siempre hacerlo todo por sí misma. Casi a diario era la primera en levantarse, se aseaba con mucho esmero y se vestía ella sola. Era muy cuidadosa por las noches; al guardar sus ropas y vestidos, absolutamente nadie, incluida su madre, tenía permitido acercarse a sus cosas. Su madre la miraba hacer en medio de tales caprichos; aún no sospechaba nada. Pero no salió de su asombro cuando, un día de fiesta en que iban de visita al castillo, al mudarle la ropa entre forcejeos, gritos y llantos de la niña descubrió en su pecho, colgada de una cadenita, una extraña medalla de oro; en ella reconoció de inmediato una de las tantas que había visto en la bóveda subterránea. La pequeña se asustó mucho, confesó haberla encontrado en el jardín y, al gustarle tanto, la guardó celosamente. Le rogó con tanta insistencia y ternura que le permitiera quedársela, que María se la sujetó de nuevo al cuello y, pensativa y silenciosamente, se encaminó con ella hacia el castillo.
A un costado de la casa había una troje y una construcción donde guardaban los aperos de labranza. Detrás, se hallaba un pequeño prado con un viejo cobertizo que nadie visitaba debido a que después de la nueva disposición de los edificios quedaba muy lejos del jardín. Era en esa soledad donde Elfriede prefería permanecer; allí nadie la perturbaba, de manera que sus padres no la veían durante gran parte del día. Una tarde, cuando María estaba en las viejas construcciones tratando de poner orden y de hallar alguna cosa, notó que a través de una grieta del muro un rayo de luz caía dentro de la habitación. Se le ocurrió mirar a través de la grieta para observar a su hija, hallándose con que le fue posible apartar un ladrillo flojo y, de esta manera, ver directamente hacia el cobertizo. Elfriede estaba sentada junto a su banquito y, a su lado, la muy conocida Zerina; ambas jugaban y se divertían en medio de una graciosa armonía. La elfa abrazó a la hermosa niña y, un tanto triste, le dijo:
—¡Mi adorada criatura! Así como contigo, jugué con tu madre cuando siendo pequeña nos visitó. Pero ustedes los humanos crecen demasiado rápido y se convierten rápidamente en gente adulta y razonable. Eso me pone completamente triste. ¡Ah, si permanecieran niños al igual que yo!
—Me gustaría tanto complacerte —dijo Elfriede—, pero todos los míos piensan que muy pronto entraré en razón y que no jugaré más, pues doy claras muestras de ser una niña precoz. ¡Ay! ¡Por si fuera poco, no te volveré a ver a ti, querida Zerinita! Pasa como con las flores de los árboles: ¡qué magnífico el floreciente manzano con sus rojizos y henchidos botones! El árbol crece y se ensancha tanto que cada hombre que camina a su vera piensa también que será algo especial; después llega el sol, el florecimiento de sus ramas deviene tan felizmente con el duro núcleo en sus entrañas que más tarde excreta el colorido adorno y lo arroja al suelo. Entonces ya no puede ayudársele más en su triste desarrollo, y ha de volver a dar sus frutos hasta el otoño. Ciertamente, una manzana es también placentera y agradable pero insignificante al lado de este florecimiento primaveral. Así ocurre también con la gente; no puedo alegrarme por el hecho de llegar a ser un adulto. ¡Ay, si pudiera visitaros una sola vez!
—Desde que el rey vive con nosotros —dijo Zerina— es absolutamente imposible, pero yo vengo a verte muchas veces sin que nadie me vea ni lo sepa, querida; soy invisible en el aire y vuelo como un pájaro. ¡Oh, vamos a estar juntas mucho tiempo, mientras sigas siendo una pequeña! Y ahora, ¿qué puedo hacer para complacerte?
—Debes quererme tanto como yo te guardo en el corazón; pero hagamos una rosa para nosotras.
Zerina tomó de su pecho su conocido cofrecillo, arrojó dos granos al suelo y, al momento, brotó de él un verde arbusto con un par de rosas de un rojo intenso y que parecían inclinarse y besarse entre sí. Sonrientes, cortaron las rosas y el arbusto desapareció.
—¡Oh, si tan sólo la vida de esta rosa no fuera tan breve! —dijo Elfriede—. Encendida criatura, milagro de la tierra.
—¡Dame! —dijo la elfa, quien aspiró el capullo antes de besarlo tres veces—. Ahora —dijo al devolvérselo— se mantendrá fresco y floreciente hasta el invierno.
—Quiero guardar esta rosa como si fuera tu propia imagen —dijo Elfriede—; quiero guardarla en el rincón más secreto de mi habitación para besarla todas las noches y todos los días como si fueras tú misma.
—El sol se está poniendo —dijo Zerina—; ya tengo que irme a casa.
Se abrazaron una vez más y Zerina desapareció.
Por la noche, María tomó a su niña, con una sensación de angustia y respeto, entre sus brazos. A partir de entonces, le dio a su muchachita mayor libertad que antes y, en ocasiones, tranquilizó a su marido cuando éste iba en busca de la niña, lo cual venía haciendo desde tiempo atrás pues no acababa de gustarle su excesivo retraimiento y temía que pudiera volverse una ingenua y poco avispada muchacha. Sigilosamente, la madre iba repetidas veces ante la grieta del muro y, con frecuencia, encontraba a la pequeña y deslumbrante elfa sentada al lado de su hija, ocupadas ambas en algún juego o en una muy seria conversación.
—¿Te gustaría volar? —preguntó en una ocasión Zerina a su amiguita.
—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Elfriede.
De inmediato el hada abrazó a la niña y se elevó con ella de manera que ambas se mantuvieron a la altura del cobertizo. La madre, inquieta, olvidó toda precaución y asomó, asustada, la cabeza con objeto de no perderlas de vista; de pronto Zerina levantó su dedo y, sonriente, la amenazó; descendió con la niña, la estrechó contra su corazón y desapareció. A menudo María fue advertida por la maravillosa niña, quien meneaba la cabeza amenazándola si bien siempre con amables gestos.
María le había dicho muchas veces, en tono de riña, a su marido:
—¡Eres injusto con la gente que habita la casita!
Cuando Andrés insistía en que le explicara por qué estaba en contra de la opinión del pueblo e incluso de la del conde, creyéndose mejor entendida, ella se contenía y, desconcertada, guardaba silencio.
Un día, Andrés llegó a casa a la hora de la comida más impetuoso que otras veces; llegó a afirmar que era necesario desterrar a esa canalla en virtud de que era perniciosa para la región. Ella exclamó entonces, llena de indignación:
—¡Calla! Ellos son nuestros benefactores.
—¿Nuestros benefactores? —preguntó Andrés, sorprendido—. ¿Los vagabundos?
Un arranque de cólera incontenible la llevó a contarle a su marido la historia de su juventud bajo la promesa de guardar el más absoluto silencio, y como se mostrara mayormente incrédulo ante sus palabras y ladeaba la cabeza haciendo más patente su escepticismo, lo condujo a la habitación desde donde acostumbraba observar a su hija y, para su sorpresa, vio a la elfa en el cobertizo jugando con ella.
No supo qué decir. Dejó escapar una exclamación de asombro ante la cual Zerina alzó la vista. Al momento, ésta se puso pálida, tembló con cierta agitación y se mostró hosca sin poder contener su expresión alterada, todo lo cual la hizo comportarse en una actitud amenazante antes de decirle a Elfriede:
—Tú no tienes la culpa de esto, corazón mío, pero nunca conocerán la prudencia por más inteligentes que se crean.
Abrazó a la pequeña, sobresaltada y apuradamente, y voló en seguida como un cuervo, lanzando roncos graznidos, en dirección de los abetos, más allá del jardín.
Al anochecer, la pequeña se mantuvo en extremo callada y, llorando, besaba su rosa. María se sintió presa de angustia; Andrés apenas si dijo algo: se hizo la noche. De pronto susurraron los árboles, los pájaros volaron lanzando angustiosos garlidos, se escuchó el redoble de un trueno que sacudió la tierra y asimismo quejumbrosas voces que el viento parecía acercar y alejar. María y Andrés no tenían valor ni para levantarse. Se envolvieron en sus mantas y aguardaron el día temblando de miedo. Por la mañana, la cosa fue tranquilizándose; todo se mantenía en silencio cuando el sol penetraba con su luz en lo alto de los bosques.
Andrés se levantó y se vistió; al despertar, María se dio cuenta de que la piedra de su anillo se había opacado. Al abrir la puerta, el sol brillaba ante ellos claramente pero casi no reconocieron el paisaje que había en torno suyo. La frescura del bosque había desaparecido, las colinas eran más bajas, los arroyos corrían cansinos y casi secos, el cielo estaba gris. Cuando dirigieron la mirada hacia el abetal, los abetos no les parecieron ni más oscuros ni más tristes que los otros árboles. No había en las casitas situadas detrás de ellos nada que pudiera inspirar ningún temor. Varios aldeanos llegaban y contaban los extraños sucesos de la noche anterior; algunos incluso fueron hasta los solares donde vivían los supuestos gitanos, quienes muy probablemente, según dijeron, se habían ido ya, pues las casitas estaban deshabitadas y su interior se apreciaba como siempre, semejante al de las casas de la gente pobre; incluso parte del mobiliario había sido abandonado.
Elfriede le dijo en secreto a su madre:
—Mamá, por la noche, cuando no podía conciliar el sueño por el miedo a los truenos y me puse a rezar fervientemente, se abrió de pronto la puerta y entró mi compañera de juegos para despedirse. Traía un veliz y tenía puesto un sombrero; traía también un cayado enorme para el camino. Estaba visiblemente enfadada contigo, pues ahora tendrá que soportar las peores y más dolorosas penas por tu causa. ¡Tanto te había amado siempre! De cualquier manera, según dijo ella, abandonarán contra su voluntad nuestra región.
María le prohibió hablar acerca del asunto. Entre tanto, el barquero llegó del otro lado del río; contó cosas extraordinarias. Al caer la noche, según dijo, un hombre de elevada estatura y de aspecto extraño llegó con él para alquilarle la embarcación hasta la hora del amanecer, pero a condición de que se quedara tranquilamente durmiendo en su casa o, al menos, no pasara de la puerta hacia afuera.
—Tenía miedo —continuó el anciano—, pero ese extraño asunto no me dejaba dormir. Me escurrí silenciosamente hacia la ventana y miré hacia afuera buscando con los ojos el río. Grandes y turbulentas nubes flotaban en el cielo y los bosques lejanos susurraban temiblemente. Mi cabaña parecía temblar, y lamentos y aullidos parecían irla cercando lentamente. Entonces miré de pronto una luz blanca que se extendía y se hacía más ancha, como miles y miles de astros caídos del cielo. Palpitando con mucho brillo, se agitó sobre la pendiente del abetal, avanzó a través del campo y se esparció a lo largo de las aguas del río. Entonces escuché por todos lados, como si alguien caminara torpemente, algo parecido a un tintineo y, luego, murmullos. Se dirigieron hacia mi barca y todos treparon a ella; grandes y pequeñas siluetas luminosas, hombres, mujeres y al parecer niños, así como un alto y extraño hombre que iba al frente de ellos hacia la otra orilla. Miles nadaban en las aguas del gran río, al lado de la embarcación, mientras en el aire flotaban luces y nubes blancas, y no había quién diera término a sus lamentos y quejas por tener que viajar tan lejos. El golpe de los remos sobre el agua producía un murmullo aislado de todo lo demás, y después, de pronto, surgió el silencio. Muchas veces atracaba la barca y volvía en todas las ocasiones con una nueva carga. Llevaban consigo muchos toneles de gran peso, que cargaban y hacían rodar unos asquerosos enanos que los acompañaban; parecían diablos o duendes, yo no lo se. Más tarde, en medio de un ondulante fulgor, llegó un engalanado séquito. Un anciano, que montaba un corcel blanco, parecía ser el centro en torno al cual todos se apretujaban; sólo pude apreciar la cabeza del caballo cubierto por completo con unos bellos y lustrosos mantos. El viejo llevaba sobre su cabeza una corona tan brillante que, cuando cruzó el río en dirección de la orilla opuesta, pensé que el sol quería elevarse y la aurora flameaba frente a mí. Así transcurrió toda la noche; por último me dormí, a la vez alegre y temeroso. Por la mañana todo estaba tranquilo, pero el río casi desapareció, y es tanta su merma que tendré dificultades para gobernar mi embarcación.
En el transcurso de ese mismo año, cuanto abarca la vista iba decreciendo. Los bosques morían, los veneros se agotaban y la región —antaño la común alegría de los viajeros— estaba en el otoño tan asolada, diezmada y yerma por todas partes, que apenas si se mostraba un pequeño sitio, en medio del mar terroso, donde crecieran pálidos yerbajos. Los frutales habían desaparecido, las viñas se perdieron y el aspecto del paisaje era tan triste que al año siguiente el conde abandonó con su familia el castillo, que con el curso del tiempo quedó en ruinas.
Elfriede, sumida en la mayor tristeza, contemplaba noche y día su rosa. Recordaba a su compañera de juegos y, a medida que se doblaba y secaba la flor, también ella iba inclinando su cabecita, hasta consumirse antes de llegar la primavera. María iba a plantarse muchas veces enfrente de la casita e imploraba y lloraba por la dicha perdida. Se consumió al igual que su pequeña hija y murió al cabo de pocos años. Entonces el viejo Martín se fue a vivir con su yerno a la región donde antaño había vivido.

CURSO DE CÁBALA Y TAROT -- I

CURSO DE CÁBALA Y TAROT
1ª PARTE



Cábala compendio


CABALA



La Cábala es la perenne enseñanza de los atributos de lo Divino, la naturaleza del universo y el destino del hombre. Transmitida por revelación, ha llegado hasta nosotros mediante una discreta tradición que ha variado periódicamente su dimensión mitológica y metafísica, según las necesidades de los distintos lugares y épocas. Esta larga historia ha dotado a la cábala de una notable riqueza y de una gran variedad de imágenes. Una realidad que puede parecer extraña al inexperto, oscura e incluso, a veces, contradictoria.

La cábala era una tradición oral entre los judíos, una tradición de enseñanzas ocultas que se transmitía entre los estudiosos de la filosofía transcendental de boca del maestro a oído del discípulo que como inevitablemente sucede tuvo filtraciones por muy diferentes causas.

Los documentos tales como Sepher Ha Yetzirah (Libro de la Creación) estaban escritos en un lenguaje simbólico, con alegorías, criptogramas y alusiones hiperbólicas a conceptos filosóficos abstractos ajenos a las creencias de la tradición religiosa ordinaria del momento.

La Cábala no aparece en la literatura hebrea antes del siglo XI. La CABALA trata de un saber amplio y profundo sobre los orígenes cósmicos, la estructura del universo, la naturaleza y destino del hombre.

Según Paracelso, la CABALA es un SISTEMA de relaciones íntersimbólicas místicas que, para el hombre, tienen la función de abrir el acceso a las capacidades escondidas de la psique. Como "sistema", cumple todas las propiedades de la Teoría General de Sistemas (Ludwig Von Bertalanffy).

La CABALA es medio para el conocimiento del Self. En definitiva, es un sistema de Teosofía Práctica.

Aunque sea primariamente un sistema judaico, actúa como una clave para el estudio de la religión comparada. Esto es debido a que la estructura profunda de la sicología humana es la misma cualquiera que sea la raza o credo, y siendo Deus el Todo y Sagrado Uno, los acercamientos a la Fuente Primigenia se determinan en torno a los mismos procesos de individuación personal y transpersonal.

La cábala es un sistema que al estudiar intenta comprender al ser humano no sólo ha abarcado siglos de profundos y largos estudios de grandes eruditos, sino que, es capaz de entusiasmar tanto a quién a ella se acerca que, queriendo o sin querer, acaba dedicándole su vida. “En la búsqueda de la Sabiduría la primera etapa es el silencio, la segunda la escucha, la tercera la memoria, la cuarta la práctica y la quinta la enseñanza.”
Rabino Salomón Ibn. Gabirol. España. S. XII.

La transición de la cábala judaica a la cristiana no fue difícil, ambas religiones comparten las mismas raíces. La distinción reside en el papel del Mesías. Una de sus formulaciones proviene de los Rosacruces, una fraternidad mística cristiana que surgió en el siglo XVII. En este sentido también el origen de la francmasonería, por su visión de Dios; del universo y del hombre muestra claras afinidades con la de los cabalistas. Los masones utilizan el simbolísmo del templo de Salomón y cuando construyeron las catedrales medievales europeas hicieron en ellas diagramas de piedra basados esencialmente en principios cabalísticos, (el frontispicio de Masinic Miscellanies de Stephen Jones, Londres, 1797) por ejemplo.

La historia oculta de la cábala se remonta a Babilonia. Uno de sus afloramientos se manifiesta en la Europa medieval en el diseño de las cartas del Tarot, de las que provienen los naipes modernos. La baraja del Tarot está compuesta por cuarto palos cada palo esta formado por diez cartas más un paje, una reina, el caballero y el rey.

Cada uno de estos palos es la representación de un mundo, así llamado por su asignación en el Árbol de la Vida y diferentes niveles a los que se le asignan distintos simbolismos desde las letras del alfabeto judío a los signos astrológicos, mitológicos, cabalísticos y cristianos que se le han ido sumando con el pasar del tiempo. A éstas cartas se le añaden los 22 arcanos Mayores que se relacionan con los senderos del Árbol de la Vida los diferentes estadios en la evolución del hombre y del universo desde el más espiritual hasta el más terrenal. Evidentemente, ésta es una forma sucinta y resumida de tratar éstas cartas que acumulan en su ser la sabiduría oculta de milenios.





Tarot y Cábala

Como el Tarot, el conjunto de textos y sistemas derivados de ellos que se conoce bajo el nombre de Cábala (del hebreo Qabbalah; literalmente, tradición), admite dos posturas investigadoras: la racionalista, que no considera más que su trayectoria históricamente
Comprobable y la mítica, que le atribuye una antigüedad y una extensión inverosímiles.

Entre ambas, también a semejanza de lo que ocurre con el Tarot, es seguro que se encuentra la posición más cercana a la verdad y, sin duda, la de mayor riqueza especulativa. Hay que admitir que Tarot y Cábala adquieren la estructura formal con la que han llegado hasta nosotros durante la Edad Media, pero es cierto también que sus contenidos no se producen espontáneamente en esos años, y, sus símiles y fuentes, como modelos mentales, como propuestas imaginativas pueden rastrearse cómodamente en la antigüedad, desde la astrología caldea, hasta esa feria suntuosa que fue el apogeo cultural de Alejandría.

Como brote coherente, y desde entonces interrumpido, el movimiento cabalístico parece haber surgido entre los siglos Xll y Xlll, en las comunidades hebreas de la Provenza (Bahir) y de Gerona, alcanzando su culminación en la obra del rabí español Moisés de
León (muerto en 1305), quien cerca del 1280 publica el célebre Zohar (Libro del Esplendor), atribuyendo la mayor parte de su redacción al esotérico Simón Bar Iojai, un improbable rabí palestino del siglo II. Un investigador tan serio como Jacob Bernard
Agus (La evolución del pensamiento judío) niega esta última aseveración, así como las pretensiones trascendentes de todo el cabalismo, explicándolo más bien como un brote irracionalista que reacciona ante el pensamiento de Maimónides y su consecuente
asimilación del genio helénico al judaísmo tradicional.

Para Luc Benoist, en cambio, la Cábala no puede ser entendida como un fenómeno simplemente histórico, sino como el cuerpo de la continuidad esotérica del judaísmo. En este caso, habría que remontarla a la figura de Moisés, y no sería otra cosa que la
revelación que el profeta «recibió al par que la ley escrita, y que explica el sentido profundo de la Torá». Por una interpretación parecida -en cuanto a la antigüedad no sólo de la Cábala sino de sus libros canónicos- se pronuncia también Matila C. Ghyka.

En uno u otro caso, es evidente que los cabalistas han manejado un material lo bastante estimulante como para producir «una vasta literatura, que cuenta con más de tres mil volúmenes» (Agus). Los ocultistas decimonónicos no podían desaprovechar la
oportunidad de hacerse con un sistema tan intrincado e interminable, y han colaborado notablemente a la confusión con una biblioteca exegética casi tan voluminosa como la original. Habitualmente parten de la Qabbalah Denudata, de Knorr de Rosenroth
(Sulzbach, 1645), y entre sus obras más extensas y sistemáticas se destacan The Kabbalah Unveiled, de MacGregor Mathers, y The Holy Kabbalah, de White, «la obra más valiosa que se ha escrito sobre el tema», en opinión de Dion Fortune. Más cauto,
Juan-Eduardo Cirlot adopta un criterio objetivo al recomendar «las obras más importantes de investigación histórica», entre las que destaca las de Gershon G. Sholem, profesor de la Universidad de Jerusalén, y las síntesis de Grad.

La especulación práctica de los cabalistas toma como elementos las relaciones entre las 22 letras del alfabeto hebreo (22 son también los Arcanos Mayores del Tarot, semejanza que -se pretende- no es casual), y los números (sephiroth) del uno al diez. Con
la combinación de estos paralelismos se obtiene Otz Chaim (el Árbol de la Vida, que la artesanía popular reproduce tan frecuentemente en la evocación de la leyenda de Adán y Eva) que, según Fortune, es un verdadero «jeroglífico, un símbolo compuesto que tiene por objeto representar al Cosmos en su integridad y, a la vez, el alma del ser humano en relación con aquél».

Los partidarios del origen hebreo del Tarot, han encontrado sus más fértiles argumentaciones en las evidentes similitudes que lo ligan a la Cábala, aunque es más fácil suponer que tanto una como otro heredan del pitagorismo su simbología matemática.

Partiendo de este paralelo descubre Oswald Wirth la disposición de los arcanos en siete ternarios y tres septenarios, que puede considerarse como un segundo paso en el entrenamiento para descubrir las relaciones internas entre las láminas. Para esto es
preciso suprimir de la baraja a El Loco, naipe por otra parte sin numeración.

«Todo se desarrolla por tres que no son más que uno -dice Wirth-. En todo acto, uno en sí mismo, se distinguen en efecto:

1) E1 principio activo, causa o sujeto de la acción.

2) La acción de ese sujeto, su verbo.

3) El objeto de esa acción, su efecto o resultado.

Estos tres términos son inseparables y se necesitan recíprocamente. Se trata de la tri-unidad que encontramos en todas las cosas. La idea de creación implica: primero, creador; segundo, acción de crear; tercero, criatura. En cuanto uno de estos términos
es suprimido, los otros dos se desvanecen. De una manera general, en los términos del ternario el primero es activo por excelencia, el segundo es intermediario, el tercero es estrictamente pasivo. Corresponden respectivamente al espíritu, el alma y él cuerpo. La misma correspondencia se encuentra en el Tarot, donde los Arcanos pueden agruparse como sigue:





La comparación de este esquema nos demuestra que los arcanos 1, 4 y 7 son particularmente activos o espirituales, mientras que los 8, 11 y 14 son intermediarios o anímicos, y los 15, 18 y 21 pasivos o corporales, ya que este carácter se afirma a
la vez en la disposición por ternarios y en la disposición por septenarios».



Otros paralelismos

Lo normativo de toda simbología (aún descendida a su grado menos vital, que es el alegórico) es su carácter sugerente, imposible de ser alcanzado o contenido por el discurso verbal. El Tarot no escapa a esta regla, y buena parte de las críticas que han recibido sus comentaristas se basan (hay que reconocer que con justicia) en su incapacidad para sustraerse a la fascinación de este juego interminable. Así, Wirth se esfuerza en relacionar la simbólica zodiacal con el Tarot, aún cuando el número de planetas, el de los doce signos o su suma, no casan sino difícilmente con las veintidós láminas de Marsella. Esto le lleva a componer cuadros más o menos malabares, en los que tan pronto es un planeta, un signo o hasta una constelación, los que darían una concordancia aproximada con el Arcano de turno. Otro tanto puede decirse de las correlaciones alquímicas, en las que es necesario un alto grado de buena voluntad para seguir sus razonamientos.

Es indudable, sin embargo, que pueden extraerse de esas reflexiones (como ocurre también con textos de Lévi, Marteau y Ouspensky) numerosos paralelismos y coincidencias. Ellas no permiten coronar el gran sueño esotérico del sistema único del que la diversidad consiste en el número de sus manifestaciones, pero dejan afirmar que hay allí una considerable intuición de la armonía, un sentimiento del orden que no niega la movilidad del caos, dotado de una suntuosidad analógica bastamente fértil para los
aventureros de lo imaginario.

Si se han traído aquí sólo dos ejemplos de esos posibles encadenamientos, es porque ellos -las vías iniciáticas, la Cábala- ejemplifican las más evidentes relaciones; también porque, en la imposibilidad de agotar esta teoría de los espejos, el número 2 puede ser todos los números, el primer esfuerzo por superar la unidad definidora y, en sí mismo, una metáfora de la eternidad.





Las mancias y su filosofía.

Las disciplinas mánticas, son casi tan antiguas como la existencia de la humanidad o, al menos, como los más remotos vestigios de cultura. Desde los oráculos y la consulta a las vísceras de los animales del sacrificio, las sociedades han demostrado una vocación
inquebrantable por la investigación del futuro. Lejos de agotarse o desaparecer entre los beneficios de la culturización, esta constante ha permanecido, si bien el pensamiento dominante de cada época tendió unas veces a entronizarla en los límites de la
perspicacia y la sabiduría, y otras -como viene ocurriendo del positivismo para aquí- a sumergirla como residuo involutivo de la superstición. Su vitalidad no da trazas de ceder, sin embargo, como lo prueban las secciones astrológicas de periódicos y revistas,
los millones de personas que a diario consultan a las cartas o se hacen leer las manos, los centenares de hilos sueltos (premoniciones, sospechas telepáticas, buenos y malos augurios) que siguen uniendo al racionalista de nuestro tiempo con el llamado pensamiento primitivo. Para Gwen Le Scouézec (Encyclopédie de la Divinatión) la última manifestación cultural de esta necesidad puede verse en la interpretación de los sueños, del psicoanálisis ortodoxo.

Es importante hacer algunas precisiones sobre las disciplinas mánticas en general, a las que se puede dividir entre las que utilizan un «intermediario» y las que no lo utilizan. Estas últimas son sin duda las más remotas, e incluyen a todo tipo de videntes, médium,
chamanes y otros investigadores de los estados intermedios de conciencia. Entre las mancias con intermediario cabe distinguir aún a aquéllas que no escapan al ámbito personal del consultante, de las que podrían llamarse «referenciales», ya que se valen de un objeto ajeno al adivino y al consultante, y son la inmensa mayoría de las que se practican en el mundo.





A esta última categoría pertenece la cartomancia, de la que el Tarot es el grado más complejo y especializado.


Es frecuente que, con un criterio generalizador poco riguroso, se confunda el esoterismo con la mística, la magia o hasta la simple y pura superstición. Para Charles Grandin (Les sources de la pensée sauvage) “el esoterismo es un riguroso método de conocimiento; la mística, un proceso en principio emotivo y escasamente intelectual, cuyos resultados son imprevisibles; la magia, una técnica o un oficio, como pudieran serlo la medicina o la alfarería. Si se confunde estos términos a menudo, es sólo porque los tres apuntan a lo mismo”.

Partiendo como parte de un pensamiento más simbológico que verbal (en la medida en que reconoce el principio según el cual la verdad es inefable y toda formulación la distorsiona) era previsible que el conocimiento esotérico atravesase los siglos, de la
escolástica para aquí, como una supervivencia apenas tolerada de la mentalidad infantil de la humanidad. A ello colaboró, en primer lugar, el absoluto predominio que se dio a la especulación verbal como vía de conocimiento en las culturas de Occidente y,
en segundo término, el propio ritmo de vida de estas culturas, cada vez menos propenso a facilitar los benéficos de la meditación absorta. El tercer factor descalificador del pensamiento esotérico -y, sin duda, la razón más evidente de su largo desprestigio- lo
constituyó el ejército de charlatanes, improvisadores y exaltados que, desde mediados del siglo XVIII pretendieron estar en posesión de todas las llaves más o menos secretas de la sabiduría y de la felicidad. A muchos de ellos hay que agradecerles, no
obstante, su papel de puente histórico entre un conocimiento en extinción y la apertura metodológica de las investigaciones contemporáneas; pero no es menos cierto que su lenguaje ampuloso, su soberbia, y con frecuencia su incultura, colaboraron notablemente al desprestigio de aquello que pretendían exaltar.

Puede decirse que la concepción moderna de las disciplinas esotéricas parte de la lucidez y el esfuerzo del metafísico francés René Guénon, quien las dotó de «un léxico técnico, de un rigor y de una precisión casi matemáticos», como asegura uno de sus
más brillantes seguidores, el filósofo y orientalista Luc Benoist (L'ésotérisme). «El punto de vista esotérico no puede ser admitido y comprendido -dice Benoist- sino por el órgano del espíritu que es la intuición intelectual o intelecto, correspondiente a la evidencia interior de las causas que preceden a toda experiencia. Es el medio de aproximación específico de la metafísica y del conocimiento de los principios de orden universal. Aquí se inicia un dominio en donde oposiciones, conflictos, complementariedades y simetrías han quedado atrás, porque el intelecto se mueve en el orden de una unidad y de una continuidad isomorfas con la totalidad de lo real (...). El punto de vista metafísico, escapando por definición de la relatividad de la razón, implica en su orden una certeza. Pero frente a esto ella no es expresable, ni imaginable, y presenta conceptos sólo accesibles por los símbolos. »






El Tarot: La historia y sus datos


Se atribuye a Curt de Gébelin, en su monumental obra Monde Primitif (1781), la primera descripción escrita del juego de Tarot; también podría atribuírsele la responsabilidad de su leyenda, lanzada tan espontánea como gratuitamente. En el tomo VIII de Monde, Gébelin asegura que el Tarot sería nada menos que él «único libro sobreviviente de las dispersas bibliotecas egipcias», aunque no aporta la menor prueba en defensa de su arriesgada teoría. Mérito de Gébelin fue, sin duda, reparar por primera vez en la riqueza simbólica de las láminas, que descubrió por casualidad en la Camargue, donde los vaqueros las utilizaban para un rústico sistema de adivinación. Pero el destino de estas literaturas es a menudo equívoco y contradictorio: a Gébelin se lo recuerda menos por esta perspicacia que por su desmesurada ficción, ya que aquélla necesitó de las investigaciones contemporáneas para resurgir
en toda su agudeza, mientras que la teoría egipcia gozó desde su lanzamiento de un siglo y medio de reiterado fervor.

Seguramente contribuyó a esta superchería el clima de la época, el gusto por los disfraces caprichosos que caracterizó al ocultismo de salón. El hecho es que tras las huellas del autor de Monde Primitif puede citarse a una constelación de ágiles
embaucadores, a cuyo frente merece figurar Etteilla, reconstructor de un Tarot galante y arbitrario, que tuvo sin embargo la fortuna de convertirse en naipe favorito de los adivinos, y fue usado por los más célebres de ellos incluida la deslumbrante
mademoiselle Lenormand. Etteilla -que en realidad se llamaba Alliette, y fue peluquero de la aristocracia francesa hasta el encuentro de su definitiva vocación- se convirtió rápidamente en el pope de la cartomancia, y desorbitó las presunciones de
Gébelin en numerosos escritos, en los que proclamó al Tarot como al libro más antiguo del mundo, obra personal de Hermes-Thot en la remota infancia de la humanidad. Un paso más allá se arriesgó Christian (Histoire de la Magie, 1854), imaginando las
ceremonias de iniciación en el templo de Memphis, que habrían estado presididas por los veintidós arcanos, cada uno de los cuáles equivalía a una llave de la revelación. Cuando la ruina faraónica, este compendio de conocimientos supremos habría pasado a los pitagóricos y los gnósticos, quienes a su vez lo dejaron en herencia a los alquimistas. Esta síntesis imaginativa de la prehistoria del Tarot, alcanzaría tiempo después su consagración por medio de Eduard Shuré, quien la repite puntualmente en Los grandes
iniciados, acaso el primer best-seller que produjera el ocultismo.

Pero es a través de la obra de un sacerdote -increíble codificador de cuánto se conocía hasta entonces sobre ciencias ocultas- que el Tarot llegará al punto más alto de su prestigio mítico. El abate Constant, popularizado para el mundo bajo el seudónimo de
Éliphas Lévi, hace de él la columna vertebral y el conductor secreto de su libro capital (Dogme et Rituel de la Haute Magie, 1856). Lévi asegura que el Tarot no es otro que él «libro atribuido a Enoch, séptimo maestro del mundo después de Adán, por los
hebreos; a Hermes Trimegisto, por los egipcios; a Cadmus, el misterioso fundador de la Ciudad Santa, por los griegos», y desarrolla la teoría según la cual los arcanos consiguieron su envidiable supervivencia. El sabio cabalista Gaffarel, uno de los
magos de la corte del cardenal Richelieu, habría probado que «los antiguos pontífices de Israel leían las respuestas de la Providencia en los oráculos del Tarot, al que llamaban Théraph o théraphims». Cuando la destrucción del Templo, en el año 70, él
recuerdo de los théraphims originales acompañó al pueblo elegido en su destierro, y su simbolismo -ya que no sus formas- se transmitió por tradición oral durante siglos. Los cabalistas españoles habrían reconstruido las tabletas, en un momento que podría
ubicarse alrededor del siglo XIII.

Es evidente que el simbolismo de los arcanos se relaciona con grafismos primitivos y recurrentes, pero nada autoriza en la actualidad a pronunciarse por la continuidad histórica ideal que propone Lévi. Más coherente es atribuir la paternidad del Tarot al
genio colectivo de los imagineros medievales, como sugiere Wirth, quienes dotaron de la bella forma que conocemos a un conjunto simbólico disperso, al que los siglos, el conocimiento iniciático de las corporaciones, la casualidad y el trabajo de reconstrucción de los eruditos de los últimos doscientos años, acabó por convertir en el rutilante mazo de 78 naipes que se conoce bajo el nombre de Tarot de Marsella.





Reconstrucción histórica

Se dice que Dios enseño primero los secretos de la existencia a los arcángeles superiores, que formaban un consejo interno en la Corte de Todopoderoso. Esta versión cristiana de la Enseñaza indica que el Creador dicta las leyes que gobernaran la Creación. Estas se basan, según la Cábala, en los diez Sefirot, Atributos Divinos o Manifestaciones del Absoluto, cuya existencia, fue dispuesta con el fin de que Dios pudiese contemplar a Dios. (Biblia de Holkham, Inglaterra, siglo XIV.)



Según la tradición, Melchizedek el Rey de los Justos y de Salem, y sacerdote del Altísimo, inicio a Abrahán en el conocimiento de las enseñanzas esotéricas en lo que concierne al hombre, al universo y a Dios.

La invención del Tarot, es inseparable de la historia de los juegos de cartas. Bien porque las variantes de naipes en uso descienden de su versión más completa, bien porque los arcanos se hayan agregado en algún momento a la inocencia de la baraja para
disimular su filiación esotérica. Para Roger Caillois, nuestra baraja desciende del naipe islámico y del chino (las carticellas educativas italianas, habrían tomado de éste último «el simbolismo racional y cívico»), los que a su vez serían herederos del
Dasavatara indio, aunque no hayan adquirido formalmente nada «de la lujuriosa mitología de la India». El Dasavatara, que suele encontrarse aún en la India contemporánea, se compone de diez series o palos de doce cartas cada uno, correspondientes a las diez encarnaciones o avâtaras de Vishnu, e ilustradas con sus símbolos. La iconografía de estas 120 cartas, suele variar según los centros de fabricación. Cada serie -siguiendo la descripción de Caillois- comprende dos figuras (el rey y el visir) y diez cartas de puntos, numeradas del uno al diez. En las cinco primeras series, el orden de las cartas numeradas es ascendente, de uno a diez, siendo el uno la más baja, en las cinco últimas el orden es inverso, correspondiendo al uno o as el mayor valor. Las series son emblemáticas como las de nuestra baraja, aunque su mayor número y la variedad iconográfica apuntada dificultan el paralelo.

Entre las más usadas podrían anotarse, sin embargo, los peces, tortugas, conchas, discos (equivalentes a los oros), lotos, cálices, vasijas (copas), hachas, arcos (bastos y espadas). «Algunos juegos -concluye Caillois- representan escenas donde intervienen de
uno a diez personajes, según el valor de la carta: un fumador solitario, dos hombres en trance de discutir, una dama y su sirvienta visitando a un santón (...), una muchacha bailando delante del rey y tres cortesanos, etc.»

Para el británico Roger Tilley (Cartes a jouer et tarots), hay un curioso paralelo entre la representación del dios híbrido Ardhanari (cuya mitad izquierda es Shiva, y la derecha la Shakti Devi) y las series de la baraja: la mitad Shiva sostiene una copa, y la mujer
una espada. Podría agregarse que el anillo de Devi alude al oro, y el eje vertical del andrógino al carácter de cetro que se atribuye al basto. El ejemplo es un tanto excesivo, pero sirve para destacar la esencia referencial de toda simbología: integrado a sistemas
de creciente complejidad, el símbolo no sólo no pierde su fuerza evocadora, sino que la acrecienta. Puestos a descubrir paralelismos de este tipo, es probable que el desmonte de un sólo sistema se convirtiese en una tarea inagotable.


Más estrictamente, se intentará aquí una cronología probable de los juegos de cartas -en alguno de cuyos puntos debe encontrarse el ubícuo nacimiento del Tarot- los datos más comprobables o citados con mayor frecuencia por los especialistas.

1120 - Hacia esta fecha ubica Tilley la invención de las cartas, confeccionadas por encargo de Huei-Song, emperador de la China, para distraer los ocios de sus numerosas mujeres. El americano Stewart Culin, apoya también esta tesis. Ambos deben referirse al «texto desgraciadamente tardío y sin autoridad» que menciona Caillois en su descripción del juego denominado Mil veces diez mil. A pesar de su nombre, el juego -debido al ingenio de un oficial de la corte- no contaba con más de treinta tabletas de marfil, divididas en tres series de nueve naipes cada una, y tres triunfos fuera de serie (uno de ellos titulaba el mazo, y los dos restantes eran llamados La Flor Blanca y La Flor Roja). Algunas de estas cartas estaban relacionadas con el Cielo, otras con la Tierra, ciertas con el hombre, y el mayor número de ellas con nociones abstractas como la suerte o los deberes del ciudadano. Marcadas con diversas señales combinables entre las series, el total de estas marcas equivalía al número de las estrellas. «El juego era entonces un microcosmos -acierta Caillois- un alfabeto de emblemas capaz de cubrir el universo.»

1227 - Viajeros franceses informan que los niños italianos eran «instruidos en el conocimiento de las virtudes, con unas láminas que ellos denominan carticellas».

1240 - El Sínodo de Worcester prohíbe a los clérigos «el deshonesto juego del Rey y de la Reina», frase que puede referirse a las cartas, al ajedrez, o a alguna otra moda frívola acaso menos inocente. Por aquella época Ramón Llull (1235-1315) habría conocido
los veintidós arcanos, según afirma Oswald Wirth.

1299 - El Trattato del governo della familia di Pipozzo di Sandro, manuscrito sienes fechado en este año, menciona la existencia de los «naibis». Parece ser la más antigua referencia a las cartas en manuscritos occidentales.

1332 - Alfonso XI de Castilla, El Justiciero, recomienda a sus caballeros se abstengan de los juegos de cartas.

1310/1377 - Varias referencias a los naipes, en Alemania, propagadas por la soldadesca que acompañara a Enrique VII de Luxemburgo -efímero emperador germánico- durante sus campañas italianas. En 1329, el Obispo de Wurzburg firma un interdicto
condenando estos entretenimientos. El «juego de las páginas y figuras», es reprobado en los estatutos de varios monasterios italianos. El Abad de Saint Germain no menciona, sin embargo, las cartas, en las Instrucciones a los clérigos, de 1363, ni sé las
incluye en la prohibición de practicar «toda clase de juegos de dados o de mesa, como el ajedrez y las damas», en el decreto firmado en 1369 por Carlos V de Francia.



1377 - El padre Johannes, un sacerdote alemán de cuya identidad sólo se conserva la firma, estampada a la cabecera de un vasto informe redactado en latín (colección del British Museum), asegura que «un cierto juego, llamado de los naipes, ha aparecido entre nosotros este año. Este juego describe a la perfección el estado actual del mundo. Pero ¿cuándo, por quién y en qué lugar ha sido ingeniado este juego? Esto es algo que ignoro totalmente...» Más adelante cita seis tipos diferentes de baraja, entre los que hay
una compuesta por 78 láminas. Acaso es el Tarot, aunque faltan todavía algunos años para la aparición de la copia más antigua que ha llegado hasta nosotros.

1379 - Una crónica de Viterbo hace mención a «il gioco delle carte che in saracino parlare si chiama nayb». Nayb, de donde derivarán «naibis» y naipes, es el singular del indostano nabab (virreyes, lugartenientes, gobernadores): esta etimología es una de
las pruebas que corrobora, para la mayoría de los especialistas, el origen oriental de las cartas, introducidas seguramente en Europa por los comerciantes italianos. En el mismo año, los duques Jeanne y Wenceslas adquieren un juego de cartas a la firma
Ange van der Noot, de Bruselas, según consta en una factura hallada en 1870 por Alexandre Pinchart, en los archivos del ducado de Brabante.

1381 - Una minuta del notario Laurent Aycardi, fechada en Marsella el 30 de agosto de este año, da cuenta de la existencia de un juego de naipes entre los bienes de la herencia dejada por uno de sus clientes. La referencia en el inventario, al lado de muebles,
joyas y otros bienes, puede dar idea del alto valor que tenían por entonces estas colecciones iluminadas, hechas a mano y en tirada singular.

1392 - «A Jacquemin Gringonneur, pintor, por tres juegos de cartas dorados y en diversos colores y divisas, hechos para el esparcimiento de nuestro infortunado rey Carlos VI» consta, de puño y letra del tesorero, en el Registro de las Cuentas Reales de
Carlos VI de Francia. De allí parte la hipótesis -falsa, pero muy popular en Francia, y repetida por casi todos los historiadores hasta el siglo pasado- de que las cartas se inventaron para distraer la locura del rey, quien por entonces pasaba una de las más
graves crisis de su enfermedad, no reconocía a sus familiares, y se encerraba a disputa interminables partidas con su favorita Odette de Champ Divers (Juan Bautista Weiss, Historia Universal;). Lo que sí cabe señalar de estos naipes, es que son los más
antiguos tarots que se conservan, y el artesano Gringonneur debe a ellos su perdurabilidad. Es evidente que no son originales, sino copia o refundido de otros juegos más antiguos, pero ofrecen por primera vez la totalidad de las 78 láminas, incluyendo los 22 arcanos fuera de serie y color, que debieron desconcertar los entusiasmos lúdicos del desdichado Carlos VI.

1393 - El moralista y educador italiano G. B. Morelli, recomienda las láminas de los naibis como «instructivas y provechosas» para la educación de los niños. Parece lógico concluir que eran aún piezas singulares, aplicadas más a la representación de repertorios
enciclopédicos que al juego. La difusión del grabado en madera, la creación de las corporaciones italianas de «pintores de cartas», y la liberalidad de la corte francesa de Carlos VI, popularizarán esta última función en las primeras décadas del siglo siguiente.

1398 - Primeras referencias de la llegada de los gitanos al cuadrilátero de Bohemia; se extenderían por Suiza e Italia en veinte años más, para llegar a España circa 1427. Gérard van Rijneberk ha demostrado que no fueron los introductores de las cartas en
Europa, ni los inventores del Tarot, como se creyó durante mucho tiempo. No es seguro, en cambio, que no hayan sido los primeros en descubrir sus posibilidades cartománticas.

1415 ó 1430 - En una de estas dos fechas Filippo María Visconti, duque de Milán, paga 1.500 piezas de oro por un solo juego de naipes «iluminados a mano». Es el más antiguo Tarot italiano que ha llegado hasta nosotros.

1419 - Muerte de Francesco Fibbia, admitido como inventor de las cartas de juego. Los reformadores de la ciudad de Bologna le reconocieron, como creador del tarocchino, el derecho a estampar su escudo de armas sobre la reina de bastos, y el de su mujer,
una Bentivoglio, sobre la reina de oros.

1423 - San Bernardino de Siena lanza, en Bologna, un furibundo ataque contra los juegos de naipes y de dados. Por esta fecha, poco más o menos, ha culminado la actividad de «les imagiers du moyen age» quienes, al decir de Wirth, son los creadores
formales del Tarot. Veinte años después, los pintores italianos se quejan de la difusión extraordinaria de estos toscos grabados, que acabará por extinguir el floreciente negocio de las barajas iluminadas.

1545 - Un tratado anónimo -citado por Caillois- propone esta explicación para el simbolismo de las series: «Las espadas recuerdan la muerte de aquellos que se desesperan con el juego; los bastones indican el castigo que merecen los que trampean; los oros muestran el alimento del juego; las copas, en fin, el brebaje por el que se apaciguan las disputas de los jugadores.»

1546 - Guillaume Postel (1510-1581; realizó dos extensos viajes por Oriente que, en opinión de Wirth, «le aportaron una suerte de ciencia universal») publica Clavis absonditorum, en donde establece la relación entre TARO, ROTA o ATOR con las cuatro letras del Tetragrammaton, o Nombre de Dios. Es acaso la más antigua referencia al simbolismo elíptico del Tarot, y sin duda el primer intento de una explicación esotérica de su nombre.

1590/1600Aboul Fazl Allami describe un juego de 144 cartas, en doce series de doce. Abkar lo reduce a 96 cartas; es decir, a 8 series. El italiano Garzoni escribe una minuciosa descripción del Tarot, que responde enteramente a la de nuestro actual Tarot de Marsella. Caillois interpreta que por entonces se había llegado a la madurez de «un lenguaje jeroglífico universal», con símbolos paganos y cristianos, eruditos o populares, donde «lo esencial era obtener una totalidad que contuviera al universo».

1622 - Pierre de l'Ancre publica L'incredulité et mescréance du sortilege plainement convaincue..., en donde hace esta pueril referencia a la cartomancia: «es una forma de adivinación de ciertas personas que toman las imágenes y las ponen en presencia
de determinados demonios o espíritus que ellos han convocado, a fin de que estas imágenes les instruyan sobre las cosas que ellos desean saber». Las carticellas educativas se habían metamorfoseado en naipes de juego, y éstos devenían el más flamante y popular de los métodos adivinatorios.

Para Luc Benoist, hay un movimiento intermedio -durante el XVIII francés- que liga al romanticismo alemán con los platónicos del Renacimiento (Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola, Giordano Bruno, Campanella) asegurando la continuidad del pensamiento
esotérico en la Europa occidental. Movimiento de transición, y con frecuencia «más místico que iniciático», naufragará posteriormente en la gran confusión masónica y rosacruz. Uno de sus representantes, Claude de Saint-Martin, será, sin embargo,
el único que por aquella época coincida con el inspirado Curt de Gébelin, intuyendo en el Tarot algo más que un inocente pasatiempo. Si bien Saint-Martin está lejos de divulgar las fantasías egipcias de sus predecesores, parece cierta su influencia en la
formación de los ocultistas del XIX, principalmente en Christian y Éliphas Lévi. A partir de este último habrá que distinguir dos líneas entre los historiadores del Tarot: una conducirá al charlatanismo desembozado de Gérard Encausse, quien bajo el seudónimo de doctor Papus dedicará al tema dos libros de vasta difusión (Tarot des Bohémiens y Le Tarot divinatoire), divulgados profusamente en los años previos a la Primera Guerra Mundial; la otra, pasando por el magisterio de Joséphin Péladan (quien creó el primer método simbólico de lectura) y Stanislas de Guaita, llegará a Oswald Wirth. El Wirth de la madurez, sobre todo, no parece merecer la crítica con que Aimé Patri («Un monde intelligible d'images », Critique, n.° 84, mayo de 1954) lo descalifica:
«EI Tarot de Oswald Wirth -dice Patri- con sus figuras tan graciosas, o el de Papus, con sus imágenes particularmente horribles, constituyen innovaciones debidas a la fantasía personal de sus autores, puestos en la necesidad de justificar sus interpretaciones.»

Si la obra de Wirth se resiente frecuentemente de excesos imaginativos, no es menos cierto que se trata del libro más serio y documentado que haya sido escrito por un ocultista, y que sigue siendo el indispensable punto de partida para toda investigación o
comentario sobre el Tarot. Más completas o más rigurosas, deben mucho a Wirth obras como las de Paul Marteau o Gérard van Rijneberk, en la década de los cuarenta, y la aguda recapitulación de materiales sobre el tema, realizada por Gwen Le Scouézec
en 1965.



El tarot de Marsella.


Fautrier, un ilustrador marsellés de mediados del XVIII, diseñó lo que se podría considerar como la última edición del Tarot, modificada sólo en pequeños detalles -sospechosos de fantásticos en buena medida- por Stanislas de Guaita y Oswald Wirth. Pero es indudable que no es Fautrier el creador de esta vasta simbología, sino una suerte de codificador de lo que cuatrocientos años de artesanía colectiva pusieron entre sus manos.

Casi dos siglos antes del trabajo del marsellés, Garzoni conoció un Tarot poco menos que idéntico (las series eran denominadas monetae, xyphi, gladii y caducei, y al valet o sota se lo describía como El Viajero); al tarocchino, de Francesco Fibbia, sólo le faltan
16 cartas de menor importancia (del dos al cinco de cada palo) para gozar de parecida similitud, y el llamado «tarot de Besançon» presenta apenas una diferencia de tipo mitológico: el reemplazo de los arcanos II y V (La Sacerdotisa y El Pontífice), por la s
figuras de Juno y Júpiter.

Existen variantes más significativas, como el Minchiate florentino, que a mediados del siglo XV ofrecía una colección de 95 naipes, de los cuales cuarenta eran arcanos; o el juego denominado Trappola, al que no puede considerarse propiamente un Tarot ya que,
al margen de faltas menores (no tiene reinas, ni los números del tres al seis), carece de arcanos.

El más famoso de los competidores del Tarot es, sin duda, el atribuido a Mantegna (según Le Scouézec, sin fundamento), llamado también Cartas de Baldini. Son cincuenta arcanos, divididos en cinco series de diez naipes cada una, y su tendencia enciclopédica lo relaciona más con el carácter pedagógico del naipe chino (Mil veces diez mil), que con la evolución de la baraja occidental. Así, la primera de las decenas marca la jerarquía de las clases sociales (mendigo, sirviente, artesano, comerciante, gentilhombre, caballero, duque, rey, emperador y Papa); la segunda representa a las nueve musas, complementadas por Apolo; la tercera alude a las ciencias, y la cuarta a las virtudes. La quinta serie, finalmente, incluye los siete planetas, la octava Esfera, el Primer Móvil, y la Primera Causa. Wirth -que conoció dos ejemplares de las Baldini, de 1470 y 1485- asevera que su autor, neófito en materias esotéricas, intentó ampliar y mejorar por su cuenta un modelo de Tarot que le parecía insuficiente e incomprensible, rellenando estas supuestas carencias con concesiones a la filosofía de la época. Parece probable, ya que se conoce al menos la existencia del modelo diseñado por Gringonneur, con toda seguridad anterior a las Baldini.

Queda por mencionar el tardío y arbitrario tarot conocido como Gran Etteilla, exhumado (o más probablemente, inventado) por el peluquero Alliette. No se le toma en cuenta en ninguna de las investigaciones serias sobre el simbolismo del Tarot, pero fue con mucho el más divulgado y popular entre los adivinos de los últimos dos siglos, y todavía se lo cita como paradigma del misterio en la baja literatura ocultista.

«Recomendamos este juego, como un excelente entrenamiento para imaginar justamente», concluye Roger Caillois en su prefacio a la más reciente edición de Le Tarot des imagiers du Moyen Age, de Oswald Wirth. «Somos capaces de leer un alfabeto, pero incapaces de leer una imagen: es el triunfo de la letra muerta sobre la imaginación», se queja Wirth en un capítulo de su obra. Y más adelante: «Lo propio del simbolismo es permanecer indefinidamente sugerente: cada uno verá lo que su mirada le permita percibir».

Imaginación, juego, aventura personal. El Tarot cuenta la historia de alguien que está tratando de escribir la historia de lo que no se sabe. Planteada como una obra maestra del pensamiento analógico, la lectura de esta historia es interminable: no sólo por su
carácter perpetuamente referencial, sino porque cada lector le convierte en otro libro cada vez que la mira.

Esta es acaso la razón fundamental para aproximarse en la actualidad a este libro que puede ser todos los libros. La gimnasia imaginativa que proporciona el Tarot, es personal e intransferible. Aún si se desprecian sus virtudes mánticas o su carácter
iniciático; aún si se lo toma sólo como una colección de estampas organizadas según un modelo caprichoso: el poder sugeridor de ese modelo es tan apasionante, que justifica la existencia de todos los discursos y las tesis variadas que su misterio ha producido.

Esas páginas pueden consultarse, pero no son más que el prólogo a la experiencia individual que proporcionará el trabajo con el Tarot. Como casi todas las obras maestras de la imaginación humana, el Tarot tiene la ventaja y el defecto de comentarse a sí
mismo.

CURSO DE CÁBALA Y TAROT -- II

CURSO DE CÁBALA Y TAROT
2ª PARTE



El Tarot y la Iniciación


El Zohar afirma que «el mundo no subsiste sino por el secreto», y en esta aseveración puede encontrarse una de las claves de la metodología esotérica, un territorio de laberintos simétricos cuya entrada no se rinde más que a las alusiones. Esta concepción del conocimiento que desconfía de las exactitudes ha engendrado no sólo la gramática plural del simbolismo sino una sintaxis basada en períodos concéntricos, imposibles de ser saltados, e intransferibles como no sea por la experiencia personal. Esta sintaxis
esotérica, es el proceso iniciático.

Los esotéricos llaman concretamente trabajo a este proceso, que supone un entrenamiento metódico e interminable, ya que cumplida la iniciación propiamente dicha se abren ante el iniciado numerosas disciplinas o sistemas reflexivos, cuya sutileza ayudará a la madurez y ampliación constante de su pensamiento analógico -conocimiento opuesto por naturaleza a la operación análisis/ síntesis que caracteriza al pensamiento científico, - cuando no a la realización personal, y hasta al trabajo que esa
realización esté llamada a cumplir dentro de la economía universal . Este habría sido el sentido disciplinario de las operaciones cabalísticas y astrológicas, y parece encontrárselo resumido -según Levy, posteriormente, OIRT- en el alfabeto simbólico de los veintidós Arcanos Mayores del Tarot.

«La psicología actual -dice Juan-Eduardo Cirlot (Diccionario de Símbolos)- reconoce que las cartas del Tarot son, como lo han probado Éliphas Lévi, Marc Haven y Oswald Wirth, una imagen del camino de la iniciación y similares a los sueños. De otro lado,
Jung coincide con las seculares intuiciones del Tarot al reconocer dos batallas diversas, pero complementarias, en la vida del hombre: a) contra los demás (vía solar), por la situación y la profesión; b) contra sí mismo (vía lunar), en el proceso de
individuación. Estas dos vías corresponden a la reflexión y a la intuición, a la razón práctica y a la razón pura. El temperamento lunar crea primero, luego estudia y comprueba lo que ya sabía; el solar, estudia primero y luego produce. Corresponden estas vías también, hasta cierto punto, a los conceptos de introversión (lunar) y extraversión (solar); a contemplación y acción.».

Jung tambien prologa el I Ching de Richard Wilhelm en el Libro de las Mutaciones, donde se recoje este poema dedicado de Jorge Luis Borges “Para una versión del I King”:

El porvenir es tan irrevocable
Como el rígido ayer. No hay una cosa
Que no sea una letra silenciosa
De la eterna escritura indescifrable
Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
Es la senda futura y recorrida.
El rigor ha tejido la madeja
No te arredres. La ergástula es oscura,
La firme trama es de incesante hierro,
Pero en algún recodo de tu encierro
Puede haber una luz, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha.
Pero en las grietas esta Dios, que acecha.

En general, puede decirse que la iniciación reconoce dos vías de acceso al conocimiento, que se definen habitualmente como Seca y Húmeda, y cuyas correspondencias principales serían:

Vía seca: Solar, Masculina. Racional. Conocimiento deductivo. Extraversión. Orden dórico.

Vía húmeda: Lunar, Femenina. Intuitiva. Conocimiento inductivo. Introversión. Orden jónico.

Se cae, sin embargo, en un error de interpretación, apenas se pretende jerarquizar una de estas vías en detrimento de la otra. Si el razonamiento tiende a hacerlo, es sólo por lo complejo que resulta superar el dualismo de orden moral que rige las convenciones
aceptadas (lo contrario de lo bueno debe ser forzosamente lo malo, de lo blanco lo negro; juicio que se extiende a toda dupla de opuestos). Para el pensamiento esotérico no existe bien ni mal desde el punto de vista de estos presupuestos éticos, sino una
dinámica permanente de oposiciones dialécticas, según la cual el día es una necesidad de la noche, así como la caída es una necesidad del ascenso, etc. De modo que si bien se puede intentar una definición de las dos vías expuestas, a través de la fórmula

seca = activa
húmeda = pasiva


ninguno de estos dos últimos términos puede interpretarse peyorativamente, sino como complementarios de una totalidad que desborda las capacidades individuales.

Wirth sugiere una primera disposición de los Arcanos, para la representación gráfica de las vías, en la forma que sigue:



Dando a El Loco el valor convencional de Arcano 0.

De aquí se desprenden algunas evidentes oposiciones simbólicas (sobre todo en las relaciones 1-0; 7-16; 10-13 y 11-12), pero el juego de analogías se descubre mejor apenas se convierte a los Arcanos 6 y 17 (naipe central de cada una de las líneas) en una
suerte de eje del Tarot. Tomando en cuenta, además, la subdivisión que admite todo proceso iniciático (una fase de preparación y estudio, precede o continúa -según la vía- a una de aplicación y acción), se obtiene el siguiente diagrama de lectura reversible
en el que se observa que en la iniciación seca o activa, la teoría precede a la práctica; en tanto que se produce lo inverso en la iniciación húmeda o pasiva, en la que el sujeto realiza sus acciones antes de llegar a comprenderlas.

«Para alcanzar una actividad consciente (dórica) -dice Wirth- el sujeto necesita comenzar por adquirir los conocimientos que se encuentran en los arcanos 1, 2, 3, 4 y 5. Cuando la instrucción ha terminado, una prueba moral (representada por el arcano 6)
permite, si se la cumple con éxito, pasar a la realización práctica manifestada en los arcanos 7, 8, 9, 10 y 11. En el dominio de la pasividad, el abandono místico se traduce en obras figuradas por los arcanos 12 al 16; porque, a favor de las influencias exteriores
a las que alude el arcano 17, se determina una iluminación progresiva , cuyas fases se reflejan en los arcanos 18 al 0.»

Con independencia del crédito esotérico que quiera otorgárseles, la reflexión sobre estos esquemas es primordial para los fines prácticos de este estudio. Deliberadamente se elude aquí un mayor análisis simbólico, para permitir una primera familiaridad
espontánea con las imágenes hasta ahora mudas del Tarot.




Códigos secretos en la Torah




Estos son algunas de las palabras secretas en la Torah. Sin las letras hebreas. He aquí la traducción.

Aleph= A Bet = B Gimel = G Dalet = D Hey = H Vav = V Zayin = Z

Chet = Kh Tet = T Yod = Y Kaf = Ch Kaf Sofit = Ch Lamad = L

Men = M Men Sofit = M: Nun = N Nun Sofit = N: Samech = S

Ayim =E Pei = P Phei = Ph Phei Sofit = Ph: Tzadi = Tz Kuf = Q

Reish = R Shin =Sh Sin = S Tav = TH

La primera columna es la palabra oculta. La segunda columna es su situación en los libros. La tercera columna es la palabra en la frase con sus “casas”, el inicio de la letra en la palabra oculta. La letra entre corchetes es la primera letra de la palabra oculta. La cuarta columna indica los espacios que hay que repetir. La “R” significa que la repetición se produce a la inversa, para atrás. La ultima columna es una traducción de la primera columna para mejor comprensión.


.”ATMh” Génesis 1:1-5 BRAShY [Th] 50 R Emet
.”ThVRH” Génesis 1: 1-5 BRAShY [Th] 49 Torah
.”ThVRH” Génesis 49: 28-30 VZA [Th] 49 Torah
.”ThVRH” Exodo 1: 1-7 ShMV [Th] 49 Torah
.”ThVRH” Exodo 39: 8-13 ThChL [Th] 49 Torah
.”ThVRH” Numeros 1:1-3 MSh [H] 49 Torah
.”ThVRH” Numeros 34: 9-12 Z [H] 49 R Torah
.”ThVRH” Deutoronomio 1:5-8 [H] .ThVRH 49 R Torah
.”ThVRH” Deutoronomio 32:3-7 LAL[H]YNV 48 R Torah
“ALHYM” Génesis 1:7-9 [A]Th 26 Elokim
.”Y-VH” Génesis 1:8-9 AL[H]YM 26 R El Nombre
.”QYN” Génesis 4: 13-15 [Q] YN 49 Cain
.”HBL” Génesis 4:23-25 OD[H] 49 Abel
.”MLACh” Génesis 2: 1-2 V [CH] L 26 R Malach
.”ShBTh” Exodo 34:35 M[Sh]H 49 Shabat
.”Y-VH” Levitico 1:1 V [Y]QRA 7 El Nombre
.”Y-VH” Levítico 1:3 YQR [Y]BNV 34 El Nombre
.”YSRAL” Génesis 1: 30- 2: 3 E[L] 49 R Israel
.”MShH” Exodo 13:18-19 ALHY [M] 49 Moshe
.”NtzY” Deuto 28:63-64 V[N] SKhThM 49 Nazi
.”HYTLR” Génesis 8:21 [H]ADMH 31 R Hitler





Diferencia entre Milagros y Magia.-

Esta diferencia estriba en que operan en mundos diferentes. Lo milagroso siempre es atribuido a la voluntad del Cielo miéntras que la magia es la aplicación de la voluntad del hombre.

Al operar bajo la voluntad de Dios Moises superó las proezas mágicas de los sacerdotes egipcios. (Éxodo, 7.)

La cábala práctica o mágica siempre ha sido practicada aún en contra del pensamiento ortodoxo.

Existen muchos libros cabalísticos basados en el hecho de que la voluntad humana puede manipular y controlar los acontecimientos sobre los que fija su intención y conseguir bajo ciertas circunstancias, la materialización de un objeto deseado.


Dichas operaciones se llevan a cabo tradicionalmente mediante la invocación de nombres angélicos o divinos de forma ritual, con un objetivo claramente expresado.
Estas operaciones se realizan sólo en contadas ocasiones por una persona que está especialmente preparada para ello sobre un tema o cuestión en concreto debiendo antes solicitar ceremonialmente el consentimiento Divino.

Muchas operaciones cabalísticas prácticas son preventivas. Así un amuleto actúa como protección y prevención contra aquello que hemos solicitado. Siempre se han visto los amuletos como una defensa legítima contra los peligros invisibles.

Existe un sector de cabalístas que oponen una tradicional objeción a la magia práctica. Esta objeción se basa en que estas prácticas pueden alterar el equilibrio entre los diferentes mundos sacando las cosas de su propio orden.

Sin embargo, a pesar de las diferentes opiniones en torno a éste tema la magia cabalística ha sido y es practicada por los magos, con dos condiciones fundamentales que sea con fines buenos y positivos y que exista un espíritu de sumisión a la voluntad de Dios.



En general, se sabe que la Cábala contiene una exposición de las reglas teóricas y practicas de la Ciencia Oculta, siendo bastante difícil llegar a conocer la relación que existe entre el texto sagrado ( Sefer, Yetzirah y el Zohar) y la tradición esotérica.

Según algunos autores aquí cabrían dos ramas, la Cábala teórica, compuesta por el Bereshit ( Sefer Yetzirah) y el Mercavah ( Zohar) y la practica, que trataría de grafitos y jeroglíficos, una transpolacion mística de las letras y números que se concretarían en el Tarot y los manuscritos mágicos atribuidos a Salomón, que se resumen en las Clavículas.

Al margen de estas disquisiciones, que siempre darán lugar a la polémica, sin duda, en la Cábala se encuentra un sistema muy complejo a cerca de cosas de orden moral y espiritual, que podrían asimilarse a una filosofía y para algunos a una religión.

Es la Cábala, así, una forma de dar explicación a las cosas terrenales, tanto desde el punto de vista filosófico, pues, define desde la creación del Universo, de manera literaria, ciertamente, pero no muy alejada de las teorías científicas más modernas y avanzadas ( agujeros negros, cuasar, fractales, etc.) hasta el problema existencial y transcendental del hombre en su vivir diario, y es aquí donde podemos situar el Tarot, que no solo tiene una parte mágica, en cuanto que adivinatoria y en cuanto a las ceremonia mágicas sino una parte practica que desarrolla toda una teoría sobre el ser y el sentido del hombre sobre la tierra, en tanto en cuanto sus acciones están marcadas y dirigidas por grandes fuerzas impulsoras, como son los Arcanos Mayores y que se concretan mas particularmente en los Arcanos Menores. Así mismo, también nos enseña que siempre será el hombre haciendo uso de su libre albedrío como ser superior que es, gracias a su inteligencia y a su capacidad de ejercer la fuerza de su voluntad, el que al final marcara su propio destino, sino en su totalidad, si en gran parte de él.







Sobre el oficio de la adivinación.


“Los labios de la sabiduría permanecen cerrados,
excepto para el oído capaz de comprender.”

El Kybalion.

Es dable suponer que el universo todo simula una interminable propuesta adivinatoria: las aguas y los valles, el rayo y las estrellas, los monumentos y los objetos cotidianos están a la espera de ser leídos por el hombre, aguardan la mirada que los integre a una
sintaxis que vuelva armónica y relacionada la soledad sustantiva, el fenómeno primordial. En esta presunción antropocéntrica descansan las tentativas límites del hombre como nombrador: la poesía, la magia, la adivinación.

Si por la primera identifica los nombres, suprime el caos y organiza el mundo, por la segunda establece los primeros pactos con las cosas descubiertas, investiga la afinidad y los rechazos, sorprende la simpatía entre las formas recién nacidas de su reino. El tercer
paso es consecuencia lógica de los dos anteriores: una tensión sobre el comportamiento de la realidad; el intento de establecer seguridades ante el futuro de la conquista, susceptible de ser aniquilada por lo que no ha ocurrido pero aguarda -en algún punto del
tiempo o del espacio- dispuesto a suceder.

Esta vocación prospectiva ha sido puesta con frecuencia en duda, y el mayor o menor crédito que se le otorga suele estar en relación directa con la dosis de suficiciencia y orgullo de cada período cultural. En todo caso, parece cierto que su relación con
necesidades profundas del hombre es una constante que -al menos hasta el presente- no ha perdido jamás actualidad, aún cuando sus formas variaran para acomodarse al lugar que le estaba reservado en el pensamiento de cada época y lugar.

«Por su universalidad, su perennidad y la variedad de sus instrumentos y de sus técnicas -dice Gilbert Durand, profesor de la facultad de Ciencias Humanas de Grenoble, - se puede afirmar que la adivinación constituye un capítulo clave de la antropología
cultural. Más práctica que la especulación religiosa y más teórica que la magia, la adivinación cubre un vasto término medio entre ambas disciplinas, en casi todas las culturas». Y más adelante, para celebrar lo que considera el actual renacimiento del interés por estas investigaciones: «En la psicología del siglo XX es la percepción que, reemplazando a la memoria, ha abierto la vía rehabilitatoria para la imaginación (...). El intuicionismo ha relegado al asociacionismo. El animal rationabile se ha trocado en
animal symbolicum, el homo sapiens se ha descubierto homo poeticus.»

Esto último es lo que parece importante destacar antes de abocarse a la clasificación de las disciplinas mánticas, y a los métodos con los que opera concretamente la cartomancia: la apariencia formal del adivino contemporáneo no puede aludir ya a la
majestuosidad religiosa de los augures y las pitonisas, ni a su caricatura (los nigromantes del XVII que todavía aparecen cada tanto en los periódicos entre culebras embalsamadas y bolas de cristal). Pero tampoco debe olvidarse que en su propio nombre el adivino lleva una alusión a la divinidad, o lo que es lo mismo: al plano de la conciencia donde el conocimiento reconoce su finitud, la precariedad de sus certezas.












¿Cuál es entonces el oficio de adivino?

El de un atleta de la imaginación. Un equilibrista de los límites entre lo conocido y lo conjetural. Un ejecutante que verbaliza intuiciones, y llega a la comunicación sólo por desgarros o fragmentos, porque su música no pertenece a las formas sino a la
virtualidad.

De ahí que los oráculos, las tablas, y hasta los instrumentos adivinatorios (horóscopos, naipes, varillas) no sean más que los intermediarios de un juego más vasto y más apasionante: el que pone en contacto la sensibilidad y la experiencia de un hombre con
la inacabable cosecha de lo imaginario.

Es desde este punto de vista, desde este rechazo del mecanicismo mántico, como debe interpretarse este estudio.



Intento de clasificación

Es Cicerón, en el siglo I a. C., quien realiza el primer intento clasificatorio de las artes mánticas, en De divinatione, un tratado en que las divide fundamentalmente en «naturales» y «artísticas», cayendo entre las primeras todas aquéllas de carácter profético o alucinatorio, y en las segundas las que se valen de un instrumento intermediario entre el adivino y el consultante. Pierre de l'Ancre intentará más tarde una definición muy propia de su época (1622) y de su carácter al afirmar: «La adivinación no es otra cosa que una manifestación artificial de las cosas por venir, ocultas y escondidas a los hombres, producida por un pacto hecho con el demonio.» El erudito Georges Contenau (La divination chez les Assyriens et les Babyloniens) consigue un importante avance clasificatorio, al incorporar las categorías inductiva y deductiva a los diversos tipos de mancias.

Pero casi todos los investigadores del tema -de Cicerón a Contenau- están acordes en definitiva en asignar como fin último de la adivinación, el conocimiento de cosas ocultas. Gwen Le Scouézec -a quien se sigue en la clasificación que se reproduce más
abajo- aporta un fundamental progreso a la teoría del «oficio de adivino», al definir la operación mántica como una hipótesis de trabajo. Desde este punto de vista, la actividad adivinatoria deja de ser un fin en sí misma, pero lejos de empobrecerse sé
enriquece con una perspectiva insólita: la incorporación de los elementos dispersos de la realidad sensible a un fenómeno localizado (la interpretación del oráculo), a la manera metodológica de lo que los estructuralistas han popularizado como bricolaje.

Más clara y completa que otras que pueden consultarse, la clasificación de Le Scouézec abarca el espectro que va de la profecía -en el plano más puro y elemental de lo adivinatorio,- hasta la superstición mecanicista, y es aproximadamente la siguiente:

1.º El profetismo. Adivinación por intuición pura en estado de vigilia. Es la
adivinación más natural, intuitiva e interna. Se la considera generalmente
como resultado de la posesión por (o de la inspiración de) un dios,
o de Dios en las religiones monoteístas.

2.º La videncia alucinatoria. Forma de adivinación intuitiva que se produce
en un estado especial, alucinatorio o hipnótico, que puede ser obtenido de
diversas maneras:

1 - Adivinación en estado de trance:

a) por ingestión, inspiración o inyección de un producto alucinógeno
(Farmacomancia);

b) por entrada en estados catalépticos, hipnóticos o agónicos
(Antropomancia);

c) por cataptromancia (adivinación por la mirada) o procedimientos
análogos (hidromancia, cristalomancia).


2- Adivinación en estado de sueño: oniromancia espontánea.

3.º La adivinación matemática.

Es la que se realiza a partir de abstracciones muy elaboradas, y permite ejercer
La intuición mantica en todo su esplendor.
a) astrología y derivados;

b) geomancia, y sus numerosas variantes africanas;

c) aritmomancia (en su forma más elevada: la Cábala);

d) aquileomaneia (adivinación por varillas originada en el Che Pou
chino; en su forma más perfeccionada: el l-Ching).

4.º La mántica de observación:

a) estados, comportamientos o actos instintivos de seres animados,
ya sean hombres (paleontomancia), animales (zoomancia) o plantas
(Botanomancia);

b) estados y comportamientos de seres o materias inanimados,
comprende la aruspiciencia, la radiestesia, y otras.

5.º Los sistemas abacománticos.
Son todos aquellos que se manejan exclusivamente con tablas u oráculos, producidos por la degeneración de las grandes disciplinas mánticas: las «claves de los sueños», libros de horóscopos, interpretaciones mecánicas de los naipes, etc., sistemas todos en los que la intuición y lo imaginario no desempeñan ya ningún papel.

Puede observarse que la cartomancia -y en su versión más especializada, el Tarot- no figura en este cuadro clasificatorio, y la omisión no parece casual. Aunque de una manera general podría incluírsela en el parágrafo tercero. lo cierto es que su
complejidad goza de un parentesco con casi todas las principales disciplinas. Probablemente se ha beneficiado de su relativa juventud -si se la compara con la aruspiciencia, la adivinación por los números, o los métodos orientales derivados del Che Pou- para convertirse en un arte colecticio y sugeridor, que toma tan pronto las especulaciones de la década pitagórica y los sephiroth hebreos (números), el simbolismo de los colores y del cuaternario (series), la iconografía medieval y la paleontomancia (figuras), como esa suma simbólico-mágica de varia lectura que son los Arcanos Mayores. Aún más, puede decirse que el Tarot ofrece, como ninguna otra mancia la «situación adivinatoria» en su mayor grado de complejidad y madurez, ya que se compone de:

a) El adivino en total libertad imaginativa para seleccionar uno entre los múltiples estímulos que le brinda la lectura;

b) El consultante, en disponibilidad para orientar sus preguntas según el desarrollo de esta lectura;


c) El intermediario (el mazo) con una capacidad de sugerencia prácticamente inagotable;

d) La sesión de lectura, singular e irrepetible como una partida de ajedrez, por el tejido
espontáneo de las variables anteriores. Finalmente, la falta de un código de referencia estable (tablas astrológicas, versículos, escalas confeccionadas previamente a la lectura), convierte al Tarot en un ejercicio intelectual de primer orden: no sólo porque
requiere la mayor concentración del adivino ante la pluralidad de niveles que se ofrecen a la lectura, sino porque obliga a un diálogo inteligente, tenso, sutil, entre adivino y consultante, para cercar sin eufemismos la verdad que duerme en el fondo de las
generalidades.

Los métodos de lectura

La enunciación del oráculo es, sin duda, el punto culminante de todo proceso mántico, ya que en ella se realiza la «situación adivinatoria», con la actuación simultánea de sus tres integrantes (adivino intermediario - consultante). Los especialistas recomiendan a los actores la mayor espontaneidad dentro de la precisión, para que el lance obtenga su máxima eficacia.

Así, las «obligaciones» del pacto adivinatorio, podrían resumirse para cada una de las partes, más o menos como sigue:

Para el adivino:

1) Antes de hablar, debe obtener una visión de conjunto de la mesa, en el sentido de haber observado las principales fuerzas en tensión: un punto de partida correcto, facilita el despliegue de la imaginación;

2) la lectura no es previa a su verbalización, sino simultánea con ésta. Aferrarse a uno sólo de los planos de significados que le ofrece la mesa, puede resultar fatal para el adivino, que perdería así su principal arma prospectiva: el asombro y la sorpresa ante lo
que va leyendo;

3) nunca hay que forzar una lectura: es preferible una interpretación pobre a una interpretación deshonesta;

4) la función del oráculo es sugerir, no determinar. El adivino que transmite literalmente lo que cree percibir, lo ignora todo sobre la adivinación, ya que el manejo de un intermediario simbólico produce inevitablemente un lenguaje desverbalizado, en el que la riqueza de los contenidos sólo puede ser transmitida por alusiones (esta es la razón de la ambigüedad verbal de las palabras de encantamiento, los vaticinios y las profecías).






Para el consultante:

1) la precisión y amplitud con que se formulen las preguntas, son factores básicos para el éxito de la consulta. Preguntas como «¿Qué me sucederá?», o «¿Tendré fortuna?», no son válidas porque aluden a un segmento operativo tan vasto como la propia vida
del consultante,

2) debe tener en cuenta que la «situación adivinatoria» es un diálogo, cuya versatilidad se enriquece con la participación activa del consultante. Cuanto más rico y detallado sea el planteo de éste, mayor será el número de variables a manejar por el adivino, y más
exhaustiva la respuesta;

3) como todo diálogo tentativo, la «situación adivinatoria» es también una entrevista psicológica. El consultante debe evitar los planteos frívolos y las contradicciones deliberadas, que sólo conducirán a respuestas carentes de interés.

Básicamente, adivino y consultante deben partir de parecidos niveles de intencionalidad, para que la entrevista sea homogénea. Se trata en definitiva de un ejercicio de imaginación y de una prospección psicológica, interpretados por un dúo que ignora la mayor parte de la partitura a ejecutar. Es fácil comprender la importancia que en una propuesta de este tipo tienen los instrumentos afinados.

Piotr Demiánovich Ouspensky, partiendo de un análisis esotérico, y Juan-Eduardo Cirlot, comentando la relación del Tarot con la psicología profunda, llegan a parecidas conclusiones en cuanto a lo que podría llamarse el criterio de lectura. Una misma mesa
podría leerse así en dos niveles totalmente distintos, aunque complementarios:

1. Relación del consultante consigo mismo, investigación del desarrollo personal, análisis de la búsqueda y posterior hallazgo de la identidad (vía lunar, abstracta, experiencia intransferible).

2. Relación del consultante con su medio ambiente; lucha o desarrollo con los demás, competencia, profesión, amores, situación en el mundo (vía solar, concreta, experiencia que no se realiza más que compartiéndola).

Queda por ver el proceso operativo de la lectura, para el cual pueden adoptarse diversos métodos. No se describirán aquí los más populares de entre ellos (italiano, francés, gitano) por su escaso o nulo valor simbólico y psicológico. Todos ellos parten de una
carencia fundamental: la asignación de un valor fijo e inmutable a cada carta, reducido casi siempre a una tabla oracular que puede aprenderse de memoria. Es notable que estos precarios métodos sigan gozando de un reiterado fervor mayoritario, pero la
explicación de ese éxito es tan simple como ellos mismos: a la manera de los horóscopos que aparecen en periódicos y revistas, están estructurados según un cálculo de probabilidades que cubre bastante bien el relativamente modesto campo de las
expectativas humanas (Granville Baker demostró alguna vez que en las obras de Shakespeare se daban la totalidad de situaciones dramáticas posibles: el número era asombrosamente bajo, y explica el hecho de que Shakespeare siga estrenando con
regularidad). Se sabe, por otra parte, que la percepción es selectiva, y todo hombre escucha aproximadamente lo que quiere escuchar: un buen pronóstico y dos o tres cercanos, alcanzan a producir la impresión de una buena lectura, entre diez o veinte
disparates que no pueden relacionarse con nada.

Los tres métodos que se citan a continuación parecen ser los menos dogmáticos, los más abiertos a la libertad imaginativa. Pero tampoco deben tomarse como sistemas acabados, sino como propuestas sobre las que la imaginación del adivino debe disponerse a trabajar.

Método de Péladan, Guaita y Wirth. Joséphin Péladan creó el método de lectura de más claro valor sintético -se realiza sólo con los arcanos mayores- y, probablemente, el que constituye un desafío más abierto a la capacidad analógica del adivino. Lo
transmitió oralmente a su discípulo Stanislas de Guaita, demasiado preocupado por la reflexión metafísica en torno al Tarot como para escribir sobre sus virtudes adivinatorias. Oswald Wirth recibió de Guaita -como casi todo el material sobre Tarot- el esquema del método, y lo explica en Le Tarot des imagiers du Moyen Age. En síntesis se trata de:

1. El adivino bate las cartas, y pide al consultante que diga un número cualquiera comprendido entre 1 y 22. Por el mismo sistema obtiene tres cartas más (la relación será: para la segunda el consultante dirá un número entre 1 y 21, etc.). El número de ubicación en el mazo se cuenta de arriba a abajo, considerando como arriba el lomo del naipe, y abajo su valor oculto a la vista. No vuelven a mezclarse las cartas entre cada una de las extracciones.

2. La primera carta se coloca a la izquierda del adivino, la segunda a la derecha, la tercera arriba y la cuarta abajo. Hay quienes hacen voltear las cartas al consultante pero esto no es imprescindible. Una vez vueltas las cartas, se obtiene la ubicación de un
quinto naipe en el mazo, que se coloca en el medio de los otros cuatro, mediante la suma de los valores de los arcanos expuestos.

3. Cada uno de los arcanos desempeña un papel con todos y cada uno de los otros cuatro, y estas correlaciones son las que crean numerosos canales de lectura. En el punto de partida, la situación obedece al esquema siguiente, que puede interpretarse como sigue:

Afirmación. Pone a la vista lo que es favorable al consultante, e indica lo que le conviene hacer: representa la cualidad, la virtud, la orientación a seguir, el afecto con el que se puede contar;

Negación. Designa lo que es hostil o desfavorable, lo que conviene evitar; representa el defecto, el vicio, el camino equivocado, los enemigos y las acechanzas;

Discusión. Aclara sobre el partido a tomar, sobre el género de resolución que conviene adoptar, sobre la intervención que será decisiva;

Solución. Permite presagiar un resultado, tomando en cuenta el pro y el contra, pero sobre todo la:
Síntesis. Carta que representa personalmente al consultante, y que simboliza también aquello que es capital, de lo cual todo depende.

Desde ese punto de partida, las relaciones se van haciendo más complejas y estimulantes, a medida que se compara por oposición el simbolismo relativo de cada uno de los arcanos. La parábola de Juicio, que representa esta mesa, es también una de las más bellas y fecundas metáforas que puede componer el Tarot.

Éste método que acabamos de describir es que se utiliza en el programa.

Método geomántico de Marteau. Parte de la adaptación de las «figuras» y las «casas» de la geomancia, acaso la más abstracta de las artes adivinatoria. El resultado final, en todo caso, es la extracción de doce láminas, que responde cada una a una temática
diversa, según el siguiente planteamiento:

1) El carácter, y el empleo que el consultante ha dado a su vida hasta ese momento.

2) Los bienes y la fortuna material.

3) Hermanos y hermanas, familia en general. Medio ambiente.

4) Los padres (ascendiente, antepasados).

5) Los hijos (descendencia, continuidad).

6) Enfermedades, servidumbres, sometimientos. Relación con jefes y subordinados.

7) La conjunción, el adversario. Relación matrimonial, la pareja.

8) Muerte (decadencia, cambios definitivos de actitud, pérdida parcial de alguna característica de la vida).

9) Misticismo. Sabiduría, ciencia. Talento.

10) Triunfos, dignidades, trabajos, ocupaciones.

11) Los amigos.

12) Adversidad, obstáculos.

Estas doce primeras cartas deben ser forzosamente arcanos mayores, luego de lo cual se mezclan los arcanos restantes con el resto del mazo y se procede a una segunda vuelta de doce cartas. Este segundo naipe marca la tendencia hacia el porvenir del
primero, y apoya o desmiente la impresión por él causada. A petición del consultante, puede extraerse una tercera carta para cada una de las casas en las que la lectura no haya resultado suficientemente clara.

Una variante es el empleo de la totalidad del mazo, expuesto circularmente y sobre la base de la docena. La primera docena, que se expondrá boca arriba, indica el sentido general de cada una de las casas; las siguientes -que se servirán cerradas, y se
descubrirán a medida que lo precise la lectura- irán indicando el aspecto físico, sentimental, intelectual y psicológico de éstas. Una última mano servirá para ensamblar y corroborar esta lectura múltiple de cada uno de los aspectos.

Método extraído de Piotr Demiánovich Ouspensky. En Un nuevo modelo del Universo, Ouspensky dedica un capítulo al Tarot, considerándolo como una suerte de libro sintético de los conocimientos herméticos. Aún cuando el autor ruso no plantea el nivel
adivinatorio del Tarot, sino más bien su empleo como ejercicio filosófico, puede extraerse de sus observaciones por lo menos un modelo de «mesa». Es la figura compuesta por el punto inserto en un triángulo, inserto a su vez en un cuadrado, como graficación de los tres mundos nouménico, psíquico y fenoménico. Esta propuesta enlaza con lo mencionado más arriba sobre los criterios de lectura (vía solar y vía lunar), y puede producir numerosas combinaciones experimentales.



El Árbol de la Vida.




El Árbol de la Vida es un símbolo sistémico que conforma la base de la CABALA.

No sólo es un símbolo comprensivo del Self, sino que permite que otros sistemas de símbolos sean interpretados a su luz.
Esto es debido a una de las propiedades comunes a todo sistema iniciático verdadero: La Legitimación.

Cualquier sistema de perfeccionamiento personal y espiritual puede ser superpuesto al Árbol de la Vida, puesto que su potencia radica en su capacidad para relacionar diversas mitologías, religiones, sistemas simbólicos ocultos...

Ningún sistema simbólico oculto occidental (Astrología, Alquimia, Tarot, Numerología) permanece aislado del resto. Aquello que los entronca es la CABALA y el Árbol de la Vida -tal como ha sido practicado por la Vía Hermética Aristotélica.

CABALA es, sin género de duda, el Eje Fundamental de la Tradición Occidental de Misterios.

La enseñanza cabalística abarca tres aspectos fundamentales que debemos considerar: el primero es un modelo de macrocosmos, es decir, un modelo de universo, estructura y dinámica de la naturaleza; el segundo trata sobre el método para conservar y transmitir este conocimiento, preservándolo de divulgación profana que lo expusiese a incomprensiones y deformaciones; el tercero se refiere al desarrollo psicoespiritual del hombre, con vistas a alcanzar un desarrollo pleno, constituye un método de ascesis psicológico o técnicas meditativas equivalentes al yoga indostánico o a la iluminación budista.

Todos estos procedimientos reflejan la aspiración a alcanzar una conciencia trascendente que unifique al ser individual con la Magna Naturaleza a través de la idea de elaborar una teofanía o Comunión con la Divinidad.


La Cabala, tal como se practica, se deriva casi enteramente del Árbol de la Vida y eso es lo que se necesita básicamente como cartografía microcósmica y macrocósmica.

El único peligro estriba en confundir el mapa con el territorio, y es por ello que, a pesar de las múltiples lecturas, sólo el trabajo personal permite experienciar la dinámica kabbalística y el propio Árbol Vivo de uno. Es por ello válido afirmar que la doctrina kabbalística apunta al ser humano y a su autoconocimiento aunque desde la Tradición se incorporen otras temáticas accesorias en mayor o menor grado.

El gráfico simbólico del Árbol de la Vida es un Diagrama del Alma y, al mismo tiempo, del Todo. Este símbolo complejo está compuesto de diez esferas (Sephiroth -plural: conjunto de esferas) más una undécima "invisible", con 22senderos que las interconectan. Cada Sephirah (singular: una esfera) es una emanación divina, un atributo, una etapa en el camino que permanece como un centro de fuerza después de que se ha establecido y se desborda entonces para formar el siguiente centro. En su conjunto, conforman el Universo Microcósmico, etapas en las emanaciones del Espíritu de Dios o el hombre en su progreso, desde la existencia noumenal hasta la construcción de un vehículo físico en el mundo fenoménico; y complementariamente, el Microcosmos; el hombre como universo en miniatura, reflejo del Macrocosmos.

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