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EL ARTE OSCURO

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martes, 19 de agosto de 2008

LEYENDA : EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI

LEYENDA : EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI
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El Centinela
Arthur C. Clarke
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La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad
cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo
largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un
óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo
fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas
de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos
kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas
montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del
verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían
llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres
pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no
podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas
tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas
de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo
que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado
cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes
sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba
sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de
aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna
Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en
otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos
quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos
nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes
espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula
de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni
siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir
cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos
encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y
esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso
ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el
cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,
naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas
increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.
Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no
sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del
océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido
las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de
aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras
altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros
deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00
enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,
las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche
hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros
preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no
creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y
casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que
caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía
de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,
pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje
espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del
día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa
terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease
distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte
meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por
debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,
pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la
Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella
neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente
desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las
hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso
la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba
a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,
antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en
retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la
esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos
baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por
encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de
una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de
un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros
hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese
sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que
alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba
directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el
segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las
grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,
al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la
curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla
de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,
los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que
fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y
sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se
elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente
enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían
hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare
Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.
Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,
continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era
absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente
en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas
cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía
tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe
temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para
tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de
altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo
hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido
ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición
cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña
probablemente se llamará «La Locura de Wilson».
- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender
a Pico y a Helicon?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente
Louis.
- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un
kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era
un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.
Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la
máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero
para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde
todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro
del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros
en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.
La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos
por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía
ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del
acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión
antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez
mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta
kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa
opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan
planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo
de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos
por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de
nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su
primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo
y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin
moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban
pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que
bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas
brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes
de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las
unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de
nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos
instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé
lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más
descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con
él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes
por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me
proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la
pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una
distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre
nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través
de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión
nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.
Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre
mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.
La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la
cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí
desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin
apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de
modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al
borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,
mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de
que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del
todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había
impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas
había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de
ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los
meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso
de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una
estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,
engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros
segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.
Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y
Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y
desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de
que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me
perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.
¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de
palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan
inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los
adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en
vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un
cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de
arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado
aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que
deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído
los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían
empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar
que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.
La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado
inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante
salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la
espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen
notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba
también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre
filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo
perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban
abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una
barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante
bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado
llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del
acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.
Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo
arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una
superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la
antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se
protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,
cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya
demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y
dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan
irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y
mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y
estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que
no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por
ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso
para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.
Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos
constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del
Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios
para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada
de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece
tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin
titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza
perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora
fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas
plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su
fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo
que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una
risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la
máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos
comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y
ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que
encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de
la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de
nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido
alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida
inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo
nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico
sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su
montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo
la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo
presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace
mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber
alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales
civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la
Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a
un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos
imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no
encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que
nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas
partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.
Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora
llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos
externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus
destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y
esperando que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la
estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito
entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas
delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por
todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro
que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que
nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna
en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que
estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo
el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus
señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la
Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,
muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas
compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan
prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda
más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.

LEYENDA : CRIMEN EN MARTE -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI

LEYENDA : CRIMEN EN MARTE -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI
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Crimen en Marte
Arthur C.Clarke
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- En Marte hay poca delincuencia - observó el inspector Rawlings con tristeza -. En
realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí
más tiempo, perdería toda mi práctica.
Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espaciopuerto de
Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El
cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez
minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba
entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en
dirección a la Tierra..., planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían
puesto los pies, si bien aún lo llamaban «su patria»
- Al mismo tiempo - continuó el inspector -, de vez en cuando se presenta un caso
que presta interés a la vida. Usted, señor Maccar, es tratante en arte, y estoy
seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un
par de meses.
- No creo - dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por
otro turista de regreso.
Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté
qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba
razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de
contrabando por la aduana de Marte...
- La cosa se acalló - prosiguió el inspector -, pero hay asuntos que no pueden
mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó
robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros... la Diosa Sirena.
- ¡Eso es absurdo! - objeté -. Naturalmente, no tiene precio... pero no es más que
un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Mona Lisa.
- Eso ya ha ocurrido también - sonrió sin alegría el inspector -. Y tal vez el motivo
fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto,
aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor
Maccar?
- Muy cierto - aseguró el experto en arte -. En mi profesión, hallamos a toda clase
de chiflados.
- Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma
por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el
robo.
El sistema de altavoces del espaciopuerto dio toda clase de excusas por un leve
retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios
pasajeros que se presentasen en información. Mientras esperábamos que callase
la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el
original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto
llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte garantizando
que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena,
descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de
Cristo (23 D.M.)»
Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía Poco más
de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en
un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente
orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios
entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa... y nada más.
Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de
sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza
tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres
inteligentes eran crustáceos... «langostas educadas», como los llamaban los
periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y
su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.
Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo
que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia..., si llegan a obtenerla.
- El plan de Danny era sumamente simple - prosiguió el inspector -. Ya saben
ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se
cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra.
Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la
tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario
para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la
ciudad...
»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde
se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está
exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el
Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados
de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías
divierten a la gente.
»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a
aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino
que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban
disponiendo una reconstrucción del período del último canal, que por falta de
dinero no habían terminado. Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía
había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y
puso manos a la obra.
- Un momento - le interrumpí -. ¿Y el vigilante nocturno?
- ¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de
alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa
estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de
recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón
no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tráfico de entrada y
salida de Marte será registrado.
Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada
ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas
que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas
existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin
protección moriría en pocos segundos. Y esto facilita las leyes de seguridad.
- Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las
de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una
hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a
un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla... y sólo
dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar
rastro de su labor.
»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y
sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un
par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original
ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de
autenticidad. Listo, ¿eh?
»Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a oscuras, con todos
aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos
inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante
siniestro de noche, pero... es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa,
resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales
increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de
paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no,
pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que
le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella
allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.
»Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un
diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la
trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba
mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en
la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas
las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no lo inquietaba en
absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de
los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y
salir de allí.
»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y
media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se
dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia,
abandonándolo todo: herramientas, la Diosa... todo.
»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar
completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos
dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban
hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.
»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un
lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente había
pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y
supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.
- Sinceramente, no - objeté -. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y
nunca pasé del Syrtis Mayor.
- Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a
Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la
misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos
solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de
mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha
Internacional...
»Danny planeó el robo desde Meridiano Oeste... Y allí era domingo, claro... y
seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano
Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce
del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.
Hubo un largo momento de silencio.
- ¿Cuánto le largaron? - inquirí al fin.
- Tres años - repuso el inspector.
- No es mucho.
- Años de Marte..., casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta
coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra.
Naturalmente, no está en la cárcel... pues en Marte no pueden permitirse tales
gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije
que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene
uno. ¿Adivinan quién?
- ¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por
favor, recojan sus maletas! - ordenó el altavoz.
Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra
pregunta:
- ¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le
atraparon?
- Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo
que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya
no es mi caso. Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos
bien abiertos... como un experto en arte, ¿eh, señor Maccar? Oh, parece haberse
puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de sus tabletas contra
el mareo espacial.
- No, gracias - repuso el señor Maccar -, estoy muy bien.
Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo
de cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar y al inspector. Y de pronto
comprendí que la travesía sería muy interesante.

LEYENDA : ANTES DEL EDEN -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI

LEYENDA : ANTES DEL EDEN -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI
ANTES
DEL EDEN
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ARTHUR C. CLARKE
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–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto..., aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.
De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.
–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.
Entonces Hutchins se adelantó de nuevo... y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver á un hombre bailando un vals con una planta...
–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.
–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!
–Desde luego..., pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.
¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.
–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.
Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.
La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido... y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.
–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.
–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.
–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.
–¿Estás seguro de que esto... no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.
–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.
Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia – cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento..., y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.
–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.
Aquello fue casi botánica a la carrera... El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión. No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.
Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus... La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas...
Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus –aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.
Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.
Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados. Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus...
Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico. Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.
No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.
Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.
No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre..., pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.
Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.
Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes..., bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose. Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.
Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.

_
FIN
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Titulo original:
BEFORE EDEN

LEYENDA : No Habrá Otro Mañana -- ARTHUR C. CLARKE

No Habrá Otro Mañana
Arthur C. Clarke
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¡Esto es terrible! - exclamó el Científico Supremo -. ¡Seguramente podremos hacer
algo!
- Sí, Su Conocimiento, pero será sumamente difícil. El planeta se halla a más de
quinientos años luz, y es difícil mantener el contacto. Sin embargo, creemos poder
establecer una cabeza de puente. Por desgracia, no es éste el único problema.
Hasta ahora no hemos logrado comunicarnos con seres. Sus poderes telepáticos
son sumamente rudimentarios... tal vez inexistentes. Y si no podemos hablar con
ellos, no podremos ayudarles.
Hubo un largo silencio mental mientras el Científico Supremo analizaba la
situación y llegaba, como siempre, a la respuesta correcta.
- Una raza inteligente ha de poseer algunos individuos telepáticos - murmuró -.
Tendremos que enviar a cientos de observadores, sintonizados para captar el
primer atisbo de pensamiento, Cuando hallen una sola mente sintonizada, que
concentren en ella todos sus esfuerzos. Hemos de transmitirles nuestro mensaje.
- Muy bien, Su Conocimiento. Así se hará.
Al otro lado del abismo, al otro lado del golfo que la misma luz tardaba quinientos
años en cruzar, los intelectos inquisitivos del planeta Taar extendieron sus
tentáculos del pensamiento, buscando desesperadamente a un solo ser humano
cuya mente pudiera percibir su presencia. Y, afortunadamente, encontraron a
William Cross.
Al menos, en el primer momento lo consideraron una suerte, aunque después ya
no estuvieron tan seguros. De todos modos, no les quedaba otra elección. La
combinación de circunstancias que abrieron la mente de Bill a ellos sólo duró unos
segundos, y no es fácil que vuelvan a ocurrir en este lado de la eternidad.
El milagro constó de tres ingredientes, y es difícil decir si uno fue más importante
que el otro. El primero fue el accidente de posición. Un frasco lleno de agua, al
incidir encima la luz del sol, puede convertirse en una lente tosca, concentrando la
luz en una pequeña zona. A escala muchísimo mayor, el núcleo denso de la Tierra
hacía converger las oleadas procedentes de Taar. En la forma ordinaria, la
radiación del pensamiento no queda afectada por la materia, ya que aquella pasa
a su través con la misma facilidad con que la luz atraviesa el cristal. Pero en un
planeta hay mucha materia, y toda la Tierra actuó como una lente gigantesca. Al
parecer, esto situó a Bill en su foco, allí donde los débiles impulsos mentales de
Taar se concentraban a centenares.
No obstante, otros millones de hombres estaban igualmente bien situados, pero no
recibieron ningún mensaje. Claro que no eran ingenieros de cohetes ni habían
pasado años pensando y soñando con el espacio, hasta formar esta idea parte de
su propio ser.
Ni estaban, como Bill, totalmente borrachos, vacilando ya en el último borde de la
conciencia, tratando de escapar de la realidad a un mundo de ensueños donde no
existiesen desalientos ni fracasos.
Naturalmente, comprendía la opinión del Ejército. - A usted le pagan, doctor Cross
- había señalado el general Potter con un énfasis inútil -, para planear cohetes,
no... ah... naves espaciales. Haga lo que quiera en sus horas libres, pero he de
rogarle que no utilice los instrumentos de nuestro establecimiento para sus
caprichos. A partir de ahora, yo mismo comprobaré todos los proyectos de la
sección de cálculo. Nada más.
Naturalmente, no podían despedirle; era demasiado importante. Pero él no estaba
seguro de querer quedarse. En realidad, no estaba seguro de nada, salvo del
trabajo que le habían asignado y de que Brenda se había largado definitivamente
con Johnny Gardner... para poner los sucesos en su orden de importancia.
Tambaleándose ligeramente, Bill apoyó la barbilla entre sus manos y miró la pared
de ladrillos encalados al otro lado de la mesa. El único intento de adorno era un
calendario de la Lockheed, y una foto seis por ocho de un aerojet mostrando el
«Li'l Abner Mark I» efectuando un atrevido despegue. Bill miraba tristemente el
espacio comprendido entre ambos adornos y vació su mente de todo
pensamiento. Las barreras cayeron...
En aquel momento, los intelectos de Taar lanzaron un inaudible grito de triunfo, y
el muro que Bill tenía delante se disolvió lentamente en una arremolinada niebla. A
Bill le pareció estar mirando dentro de un túnel que se alargaba hasta el infinito. Y
esto es lo que hacía en realidad.
Bill estudió el fenómeno con escaso interés. Era una novedad, aunque no llegaba
a la altura de alucinaciones anteriores. Y cuando la voz empezó a hablar en su
mente, resonó algún tiempo antes de que entendiera algo. Incluso bebido, Bill
poseía un prejuicio anticuado respecto a conversar consigo mismo.
- Bill - murmuró la voz -, oye atentamente. Tenemos grandes dificultades para
contactar con vosotros y esto es extremadamente importante.
Bill dudaba de esta declaración sobre principios generales. No hay nada
tremendamente importante.
- Te hablamos desde un planeta muy distante - prosiguió la voz en tono amistoso -
. Tú eres el único ser humano con el que hemos logrado entrar en contacto, de
modo que has de comprender lo que decimos.
Bill se sintió algo inquieto, aunque de manera impersonal, puesto que ahora la
resultaba más difícil concentrarse en sus propios problemas. A veces uno está
muy grave si empieza a oír voces. Bueno, era mejor no excitarse. «Doctor Cross,
se dijo, puedes tomarlo o dejarlo. Lo tomaré hasta que resulte molesto.»
- De acuerdo - repuso con indiferencia -. Adelante, háblame. Aunque sea largo,
siempre que resulte interesante.
Hubo una pausa. Luego, la voz continuó en forma algo preocupada.
- No entendemos. Nuestro mensaje no es sólo interesante. Es vital para toda
vuestra raza y debes notificarlo inmediatamente a tu gobierno.
- Estoy esperando - asintió Bill -. Esto me ayuda a pasar el tiempo.
A quinientos años luz de distancia, los taars conferenciaron apresuradamente
entre sí. Parecía pasar algo intempestivo, pero ignoraban exactamente qué era.
No había duda de que habían establecido contacto, más no era ésta la reacción
que esperaban. Bien no tenían más remedio que proseguir y esperar mejor.
- Escucha, Bill. Nuestros científicos han descubierto que vuestro sol está a punto
de estallar. Esto sucederá dentro de tres días a partir de hoy... dentro de setenta y
cuatro horas, para ser exactos. Nada puede impedirlo. Pero no tenéis que
alarmaros. Nosotros podemos salvaros, si hacéis lo que diremos.
- Adelante - repitió Bill.
La alucinación era ingeniosa.
- Podemos crear lo que se llama un puente... una especie de túnel a través del
espacio, como éste por el que ahora miras. Es difícil explicar una teoría tan
complicada, incluso para uno de tus matemáticos.
- ¡Un momento! - protestó Bill -. Yo soy matemático, terriblemente bueno, incluso
cuando estoy sereno. Y he leído todas estas cosas en las revistas de ciencia
ficción. Supongo que te refieres a cierta clase de atajo a través de una dimensión
más elevada del espacio. Esto ya era viejo, en la época anterior a Einstein.
En la mente de Bill se introdujo una sensación de enorme sorpresa.
- No sabíamos que estuvierais tan avanzados científicamente - respondieron los
taars -. Pero ahora no hay tiempo para discutir esa teoría. Sólo esto importa: si te
introdujeses por la abertura que hay delante de ti, instantáneamente te hallarías en
otro planeta. Como dijiste, es un atajo, en este caso, a través de la dimensión
treinta y siete.
- ¿Y esto conduce a vuestro mundo?
- Oh, no, no podrías vivir aquí. Pero en el universo hay muchos planetas como la
Tierra, y hemos hallado el que os conviene. Estableceremos cabezas de puente
como ésta en toda la Tierra, de modo que la gente sólo tendrá que entrar en ellas
para salvarte. Claro está, tendrán que volver a forjar una civilización en su nueva
patria, pero ésta es su única esperanza. Tienes que transmitir este mensaje y
decirles qué han de hacer.
- Ya les veo escuchándome - rezongó Bill -. ¿Por qué no habláis vosotros con el
Presidente?
- Porque sólo hemos podido entrar en contacto con tu mente. Las otras están
cerradas para nosotros; aunque no entendemos por qué.
- Yo podría contároslo - repuso Bill mirando la botella vacía que tenía delante.
Ciertamente, valía lo que costaba. ¡Qué notable era la mente humana!
Naturalmente el diálogo no era original, y era fácil ver de dónde procedía la idea.
La semana anterior había leído un relato sobre el fin del mundo, y todos estos
pensamientos respecto a puentes y túneles a través del espacio era sólo una
compensación para todo aquel que llevaba cinco años luchando con los
recalcitrantes cohetes.
- Si el sol estalla - preguntó Bill bruscamente, tratando de pillar por sorpresa a su
alucinación -, ¿qué sucederá?
- Vuestro planeta se fundirá instantáneamente. En realidad, todos los planetas
hasta Júpiter.
Bill tuvo que admitir que ésta era una concepción grandiosa. Dejó que su cerebro
jugara con la idea y cuanto más la consideraba, más le gustaba.
- Mi querida alucinación - observó piadosamente -, si te creyese, ¿sabes qué
diría?
- Tienes que creernos - fue el grito desesperado a través de quinientos años luz.
Bill ignoró el grito. Estaba gozando con el tema.
- Te diré una cosa. Sería lo mejor que podría ocurrir. Sí, ahorraría muchos
pesares. Nadie tendría que preocuparse por los rusos, la bomba atómica o el
elevado índice de la vida. ¡Oh, sería maravilloso! Es justamente lo que todos
anhelan. Gracias por habérnoslo dicho, y ahora vuélvete a casita y llévate ese
puente.
En Taar reinó la consternación. El cerebro del Científico Supremo, flotando como
una gran masa en su tanque de solución nutritiva, amarilleó ligeramente por los
bordes... cosa que no había ocurrido desde la invasión Xantil, cinco mil años atrás.
Al menos quince psicólogos sufrieron desquiciamientos nerviosos, y jamás se
recuperaron. La principal computadora de la Facultad de Cosmofísica empezó a
dividir cada número de sus circuitos de memoria por cero, y no tardó en estropear
todos sus fusibles.
Y en la Tierra, Bill Cross exponía sus puntos de vista.
- Mírame - decía apuntando su pecho con un dedo vacilante -. He pasado muchos
años intentando construir cohetes que fuesen útiles para algo, y ahora me dicen
que sólo puedo diseñar proyectiles dirigidos, a fin de poder destruimos unos a
otros. El Sol podrá, entonces, hacerlo mejor y más de prisa, y si nos entregaras
otro planeta, volveríamos a empezar con el mismo afán destructor.
Hizo una triste pausa, acariciando sus morbosos pensamientos.
- Y Brenda se ha marchado de la ciudad sin dejarme ni una nota. De modo que
has de perdonar mi falta de entusiasma por tu amable oferta.
Bill comprendió que no podía pronunciar la palabra «entusiasmo» en voz alta.
Pero aún podía pensarla, lo cual era un interesante descubrimiento científico. A
medida que se emborrachara tal vez sólo acertase a pensar palabras
monosílabos.
En un intento final, los taars enviaron sus pensamientos por el túnel formado entre
las estrellas.
- ¡No puedes hablar en serio, Bill! ¿Todos los seres humanos son como tú?
Vaya, una pregunta filosófica muy interesante Bill la consideró atentamente... o al
menos con la atención de que era capaz en vista del cálido y rosado resplandor
que empezaba a envolverle. Al fin y al cabo, las cosas podrían ser peores. Podía
hallar un nuevo empleo, aunque sólo fuese por el placer de decirle al general
Potter lo que podía hacer con sus tres estrellas. Y en cuanto a Brenda... bueno,
las mujeres eran como los tranvías: cada minuto pasa uno.
Pero lo mejor era que había una segunda botella de whisky en el cajón de
MÁXIMO SECRETO. ¡Oh, maravilloso día! Se puso en pie con dificultad y se
tambaleó por la habitación.
Por última vez, los intelectos de Taar se comunicaron con la Tierra.
- ¡Bill! ¡Todos los seres humanos no pueden ser como tú!
Bill se volvió hacia el túnel del tiempo. Era extraño... parecía iluminado por puntos
estrellados... era realmente magnífico. Se sintió orgulloso de sí mismo; pocas
persona podían imaginar tal cosa.
- ¿Como yo? - repitió -. No, no lo son.
Sonrió a través de los años luz, al tiempo que la marea creciente de euforia
apagaba su desaliento.
Pensándolo bien - añadió -, hay muchos individuos mucho peores que yo. Sí, creo
que, a pesar de todo, yo aún soy uno de los felices.
Parpadeó levemente sorprendido, ya que el túnel acababa de replegarse sobre sí
mismo y allí estaba de nuevo la pared encalada, exactamente igual que siempre.
Los taars sabían que estaban derrotados. - Adiós, alucinación - musitó Bill -.
Veamos cómo será la próxima.
En realidad, no hubo ninguna más porque cinco segundos más tarde perdió el
conocimiento, mientras estaba marcando la combinación del cajón del archivo.
Los dos días siguientes resultaron vagos e inyectados en sangre, y Bill olvidó todo
lo referente a la alucinación.
Al tercer día algo empezó a atosigarse la mente, y hubiera recordado la
advertencia de los taars de no haber vuelto Brenda, pidiéndole perdón.
Naturalmente, no hubo un cuarto día.

LOS OJOS HACEN ALGO MAS QUE VER -- ISAAC ASIMOV

Los ojos hacen algo mas que ver
Isaac Asimov
___
Después de cientos de billones de años, pensó de súbito de sí mismo como Ames.
No la combinación de ondas que a través de todo el universo era ahora el
equivalente de Ames, sino el sonido en sí propio. Una clara memoria trajo las
ondas sonoras que él no oyó ni pudo oír.
El nuevo proyecto había estado aguzando su memoria más allá de los más viejos
eones. Allanó el vórtice energético que recubría la suma de su individualidad y las
líneas de fuerza se extendieron más allá de las estrellas.
La señal de respuesta de Brock vino.
Con seguridad, pensó Ames, él podía hablar con Brock. Con seguridad podía él
hablar con cualquiera.
Los modelos de energía enviados por Brock, comunicaron:
-¿Te acercas, Ames?
-Naturalmente.
-¿Tomarías parte en la contienda?
-¡Sí! -Las líneas de fuerza de Ames se movieron irregularmente-. He pensado en
una forma artística completamente nueva. Algo realmente insólito.
-¡Qué derroche de esfuerzo! ¿Cómo puedes creer que una nueva variante pueda
ser concebida tras doscientos billones de años? Nada puede haber que sea
nuevo.
Por un momento Brock quedó fuera de fase y comu nícación, y Ames se apresuró
en ajustar sus líneas de fuerza. Captó la dirección de los pensamientos de otros
emanadores mientras lo hacía; captó la poderosa visión de la anchurosa galaxia
contra el terciopelo de la nada, y las líneas de fuerza pulsada sin fin por
multitudinaria vida energética y discurriendo entre las galaxias.
-Por favor, Brock -dijo Ames-, absorbe mis pensamientos. No los evites. He estado
pensando en manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia. ¿Por qué
molestarse con Energía? Claro que nada hay de nuevo en la Energía. ¿Cómo
podía ser de otro modo? ¿No nos enseña esto que debemos planificar la Materia?

¡La Materia!
Ames interpretó las vibraciones energéticas de Brock como un tinte de disgusto.
-¿Por qué no? -dijo-. Nosotros mismos fuimos Materia en otro tiempo, mucho
tiempo~.. ¡Oh, quizás un trillón de años atrás! ¿Por qué no erigir objetos en un
medio Material, o con formas abstractas, o... escucha, Brock... ¿por qué no
construir una imitación nuestra en Materia, una Materia a nuestra imagen y
semejanza, tal + como solíamos ser?
-No recuerdo cómo fuimos -dijo Brock-. Nadie lo recuérda.
-Yo lo recuerdo -dijo Ames con ímpetu-. No he pensado sino en eso y estoy
comenzando a recordar. Brock, déjame que te lo muestre. Dime si obro bien.
Dímelo.
-No. Es ridículo. Es... repulsivo.
-Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos; desde los comienzos pulsamos
juntos nuestra energía, desde el momento en que llegamos a ser lo que ahora
somos. ¡Por favor, Brock!
-De acuerdo, pero rápido.
Ames no había sentido tal temblor a lo largo de sus líneas de fuerza desde...
¿desde cuándo? Si lo intentaba ahora para Brock y obtenía fruto, se atrevería a
manipular la Materia en presencia de la reunión de seres Energéticos que durante
tanto tiempo esperaban algo nuevo.
La Materia permanecía raía entre las galaxias, pero Ames la reuniría, la
conjuntaría más allá de los años-luz, escogiendo los átomos, dotándola de
consistencia y conformándola en sentido ovoide.
-¿No lo recuerdas, Brock? -preguntó suavemente-. ¿No era algo parecido?
El vórtice de Brock tembló al entrar en fase.
-No me obligues a recordar. No recuerdo nada.
-Había una cúspide y ellos la llamaban cabeza. Lo recuerdo tan claramente como
te lo digo ahora. -Esperé y luego continuó-: Mira, ¿recuerdas eso?
Sobre la cima del ovoide apareció la CABEZA.
-¿Qué es? -preguntó Brock.
-La palabra que designa la cabeza. Los símbolos que significan la palabra sonora.
Dime qué recuerdas, Brock.
-Hay algo más -dijo Brock con dudas-, algo en medio. -Una forma abultada surgió.
-¡Sí! -dijo Ames-. ¡Es la nariz!- Y la palabra NARIZ apareció en su lugar-. Y
también había ojos en otra parte. ~OJO IZQUIERDO... OJO DERECHO.
Ames contempló lo que había conformado, sus lineas de fuerza pulsando
lentamente. ¿Estaba seguro de que era así?
-Boca -dijo luego-, y mandíbula, y nuez de Adán, y clavículas. ¿Cómo si no
podrían venir las palabras hasta ma'? -Y todo esto apareció en la forma ovoide.
-No había pensado en estas cosas desde hace cientas de billones de años -dijo
Brock-. ¿Por qué haces qus las recuerde? ¿Por qué?
Ames permanecía sumido momentáneamente en sus pensamientos.
-Algo más. Órganos para oír. Algo para recoger los sonidos. ¡Oídos! ¿Dónde
estaban? ¡No puedo recordar dónde estaban!
-iDéjalo estar! gritó Brock-. iOlvfdate de los oidosl y todo lo demas! iNo recuerdes!
¿Qué hay de malo en recordar? -dijo Ames. desconcertado.
-El exterior no era rugoso y frio como eso, sino calido y suave. las ojos respiraban
ternura y estaban vivos y los labios de la boca temblaban y eran blandos sobre los
mios. -'LaS lineas de fuerza de Brock golpeaban y se agitaban, golpeaban y se
agitaban.
¡la lamento! -dijo Ames. ¡la lamento!
-Me has recordado que en otro tiempo fui mujer y supe amar; esos ojos hacian
algo mas que mirar y no habia nadie que lo hiciera por mi..
Con violencia, ella añadió una porción de materia a la rugosa y áspera cabeza y
dijo:
-Ahora, déjalos que lo hagan -y desapareció.
Y Ames vio y recordó que en otro tiempo, tambien, fue un hombre. La fuerza de su
vortice partió la cabeza en dos y se lanzó a través de las galaxias siguiendo
huellas de la energia de Brock,, de vuelta a la infinita amenza de la vida.
Y los ojos de la hendida cabeza de Materia todavía centelleaban con lo que Brock
habia colocado allí en representación de las lagrimas.La cabeza de Materia hizo lo
que los seres de energia ya no podian hacer y lloraron por toda la humanidad y
por la fragil belleza de los cuerpos que otrora fueron, un trillón de años atrás.

Cómo Ocurrió -- ISAAC ASIMOV

Cómo Ocurrió
Isaac Asimov
_______
Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ese que hace que las
tribus se queden aleladas ante sus palabras.
-En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años,
hubo una gran explosión, y el universo...
Pero yo había dejado de escribir.
-¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
-Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
-No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres
años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración.
Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)-. Pero ¿vas
a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil
millones de años?
-Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro -dijo,
palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
-¿Sabes cuál es el precio del papiro? -dije.
-¿Qué?
(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no
incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.)
-Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo
de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que
hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo
tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarían
cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y
yo la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un
centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones ¿cómo
vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
-¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
-Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
-¿Qué te parecen cien años?
-¿Qué te parecen seis días?
-No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
-Ese es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
-Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio... ¿De veras
han de ser sólo seis días, Aarón?
-Seis días, Moisés -dije firmemente.

AQUI TRABAJAMOS..., DURMIENDO ¡ NO MOLESTAR!

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