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EL ARTE OSCURO

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domingo, 2 de septiembre de 2012

Dioses en la prehistoria


Dioses en la prehistoria
La idea de Dios entre los pueblos prehistóricos
Se han planteado con frecuencia dos preguntas tan apasionantes como difíciles de resolver: ¿Tenían los hombres prehistóricos una idea clara de Dios? ¿Eran monoteístas, o politeístas? La famosa y desacreditada teoría evolucionista de Tylor lo niega. Para él, el hombre habría inventado la idea del alma humana partiendo de la conciencia de sí mismo, los sueños, la muerte.., y por extensión, supondría que también la tenían los demás seres vivos e incluso las cosas. Ésta es la etapa animista, y, desde luego, es innegable que el hombre prehistórico creyó en el animismo como los primitivos posteriores. De aquí deduciría el culto a los muertos y a los antepasados, y por intermedio de visiones y de la noción del alma desprendida del cuerpo, formularla el concepto de los espíritus independientes, adjudicando unos a la vida humana y otros a los fenómenos de la naturaleza. La consecuencia sería la formación de la religión politeísta constituida por dioses que originariamente eran antiguos espíritus que, por la importancia de sus actividades propias, demostraron tener un poder muy superior: el Dios del cielo, de la tierra, del agua, etc. Finalmente la organización social, influiría sobre ellos, de manera que acabarían teniendo un jefe o monarca supremo, y la sociedad de los dioses, a semejanza de la humana, estaría formada por las almas humanas (pueblo, tribu), los grandes dioses (jefes de grupo, aristocracia) y el Dios Supremo (gran jefe, monarca).La teoría sociológica de Durkheim da otra versión. El origen de la religión hay que buscarlo en la sociedad. El hombre organizado en grupos se siente mucho más poderoso que el individuo aislado. Esa fuerza, cuya naturaleza no comprende, recibe diferentes nombres, según las regiones: maná, wakan, orenda, manitowi, etc. La religión comienza por la adoración de esa fuerza algo abstracta y vagamente panteísta, personalizada en el tótem, que debe servir al hombre de elemento de unión con su grupo, y que es el símbolo de su energía. Consecuencia, el alma no es más que la manifestación del maná común en cada hombre, el maná individualizado. La noción de alma conduce a la de espíritus, formados también por un maná, aunque de naturaleza superior; son los antepasados de la tribu, que velan por ella y se encarnan en las churingas. Los grupos de ritos semejantes se sentirían descendientes de un antepasado común de poder especial, personaje que se va elevando hasta la categoría de dios importante, y que por difusión y repetición de los ascensos sobre otros dioses conduciría al Ser Supremo.
Estas teorías, ingeniosas y convincentes a primera vista, cayeron estrepitosamente por el suelo cuando se demostró, sin duda de ninguna clase, que las tribus primitivas más elementales, situadas en el primer escalón de la familia humana, carecen de animismo, de manismo y de totemismo, y en cambio, tienen idea de un Ser Supremo. Las investigaciones de Schmidt y otros ilustres científicos confirman que la humanidad empezó su vida espiritual por el que se considera último escalón. Lo mismo ha ocurrido con la poligamia, que se creía el primer y natural estado del hombre, y que ha resultado ser una costumbre adquirida con posterioridad a los primeros tiempos o a las formas más elementales de la sociedad.
Conviene distinguir aquí los conceptos básicos de religión y de magia. La primera es un sistema en el que el hombre reconoce la existencia de uno o varios seres espirituales superiores que organizan y dirigen el mundo e imponen ciertas reglas a los humanos, que deberán respetar bajo pena de duros castigos. En sus formas más elevadas, los preceptos máximos constituyen la moral con sus premios y castigos. En la religión, el hombre por si mismo no es nada, está a merced de la divinidad con la que se relaciona y une. Se puede recurrir a la voluntad suprema mediante el ruego, la oración, las obras gratas, la súplica e incluso las ofrendas que pretenden propiciar al Ser superior.
La magia es el polo opuesto. Parte de unos poderes ciegos, de unas energías misteriosas que el hombre cree poder dirigir mediante palabras, acciones u objetos, que si se aplican correctamente deben producir necesariamente sus efectos. La magia no premia ni castiga las acciones, obedece, permanece indiferente o se vuelve contra quien la maneja, de acuerdo con los formulismos empleados, con la misma inconsciencia que si se tratara, por ejemplo, de energía eléctrica.
La magia es amoral y frecuentemente se utiliza con fines inmorales. Si es suficientemente fuerte, puede actuar incluso contra la voluntad de los dioses. Las divinidades egipcias profesaban verdadero terror a Isis, no por ser una diosa poderosa, sino una maga insuperable. Magia y religión aparecen a través de la historia íntimamente ligadas, pero siempre pueden distinguirse y sus orígenes son diferentes. Pues bien, es seguro que entre los primitivos más atrasados, la idea del Ser Supremo precede a la magia, como el monoteísmo es anterior al politeísmo.
El politeísmo es una forma degenerada de la religión, como son facetas degradadas de la sociedad el matriarcado, la poliandria (matrimonio de una mujer con varios hombres) y la promiscuidad. Esas degeneraciones se produjeron por el animismo y la magia en general, por la influencia de las mitologías astrales (advirtamos que no hay, en el paleolítico, el menor rastro seguro de culto a los astros), y por vicisitudes políticas, por ejemplo la incorporación a las divinidades propias de los dioses de las tribus vencidas.
Se objetará que no tenemos ningún dato directo de la creencia en el Ser Supremo, y que el comparativo e indirecto de la etnología, que acabamos de criticar, es insuficiente. Hay que responder que esto no demuestra su inexistencia. En el paleolítico no había escritura, los primitivos que creen en esa entidad suprema no la representan casi nunca, y los prehistóricos pudieron referirse a ella mediante signos que hoy resultan incomprensibles. Hay un caso histórico muy aleccionador, el de los hebreos. Por razones de respeto jamás representaron a Yahvé y ni siquiera hoy pueden pronunciar su nombre, y advirtamos, de paso, este concepto: una cosa es el monoteísmo (creencia y adoración de un solo dios); otra, monolatría (creencia en varios dioses, de los que sólo uno recibe culto), y otra politeísmo (creencia y adoración de varias divinidades).

Druidas, sacerdotes Celtas


Druidas, sacerdotes Celtas
De los Druidas y su doctrina
En primer lugar ¿de dónde provienen los druidas? Discípulos de los magos ¿venían de Persia? Algunos lo han pretendido. Iniciados a sus misterios por la vieja Isis ¿llegaron de Egipto? Otros lo han afirmado. Por fin ¿no fueron arrastrados hacia nuevas regiones por una oleada humana proveniente de la India, como consecuencia de unas fuertes tensiones internas? Esta es la opinión de la mayoría.
Ante la perplejidad de tener que elegir una de estas tres hipótesis ¿por qué no Intentar compaginar las tres? La ruta de la India a Germania y a Galia es larga: aunque debemos admitir que hubieron etapas entre el lugar de salida y el de llegada, entre el embarcadero y el desembarcadero, corno diríamos hoy en día.
Los druidas, así como los celtas, se fueron de la India por un trayecto indirecto y finalmente abordaron Europa tras diversas estancias y transbordos en Egipto o en Persia.
Admitido el hecho, reconozcámoslo en voz alta, los primeros llegados celtas sólo llevaron consigo, desde los bordes del Indo o del Ganges, unos sueños de naturalismo peligrosos, propagados fuera del templo por una cantidad de falsos doctores: en cambio, en ese templo mismo, o sea en las confidencias supremas de la iniciación, donde los druidas conocieron la verdad, la verdad verdadera respecto a la divinidad.
Su doctrina se apoyaba en esta triple base: un Dios único, la Inmortalidad del alma: la recompensa o el castigo en la otra vida.
Estas creencias saludables, tan antiguas como el mundo, fundamentos de la moral humana, fueron adoptadas por los sabios de todos los tiempos.
Más tarde, los griegos, por orgullosos que estuviesen de su filosofía platónica, no dudaron en declarar que sus fuentes eran las de los pueblos bárbaros, los celtas, los gálatas, o sea los druidas. Un padre de la Iglesia, Clemente de Alejandría, reconoce públicamente que estos mismos celtas seguían la línea recta de la religión, al menos respecto a los dogmas.
¿Qué nombre daban los druidas al Ser supremo? Pues lo nombraban Esus, o sea el Señor o le designaban por el simple apelativo de Teut (Dios). Fue por Teut que los pueblos germánicos llegaron a ser Teutones, los hijos, los adeptos de Teut: hoy en día, en la lengua alemana se les da el nombre de Teutsch o Teutschen.
Tres únicas máximas de gran laconismo componían la catequesis de los druidas: Sirve a Dios, Absténte del mal, Sé valiente.
A la vez guerreros y pontífices los druidas, en el ejercido de su sacerdocio militar, desplegaban toda la fuerza, todo el rigor y toda la autoridad que implica este acoplamiento de palabras.
Con todos los poderes en mano, hablaban en nombre de Dios: gobernadores de los ejércitos, guardianes del tesoro público, y ejerciendo las funciones de jueces incluso las de médicos, castigaban tanto la herejía como la insubordinación y ponían fin a los pleitos así como a las enfermedades, aunque era más a menudo por la muerte del enfermo que por la del acusado.
Según su legislación, liberal y filantrópica, a pesar de su rigor aparente, un tribunal compuesto de notables reconocía los crímenes graves: la Idea de un tribunal compuesto de notables hace suponer fácilmente la aceptación de unas circunstancias atenuantes por lo tanto, el culpable no tenía más remedio que pagar una multa fuerte si era rico o ser condenado al destierro, si era pobre.
Sin embargo, pese a todos los esfuerzos de los druidas, el antiguo culto a los árboles no pudo ser aniquilado por completo y tuvieron que tomar la decisión de adoptar uno excluyendo a todos los demás, que congregase en torno suyo los homenajes dispersos de las poblaciones. Este árbol oficial, especie de altar verde donde venía Dios para manifestarse a sus sacerdotes era un roble, un roble robusto y vigoroso, el rey de los bosques.
Hoy en día se reconoce y se honra al roble sagrado, es hacia él que los devotos van en procesión de noche con sus antorchas para depositar sus ofrendas.
Poco tiempo después esta costumbre iba a invadir toda la Céltica.
En torno a este roble los druidas establecieron unos recintos sagrados donde sus familias se asentaron pues estaban casados; pero sólo podían tener una mujer, a diferencia de los demás jefes, que solían practicar la poligamia.
Aun cuando se prefiriera al roble entre los demás árboles, este no fue adoptado de modo exclusivo en todas partes.
Sea por antagonismo religioso, sea simplemente por una cuestión de suelo, algunas provincias de Galia o de Italia preferían el haya o el olmo. Sobre todo en Galia se prefería el olmo, Incluso en la Francia cristiana se siguió plantando un olmo delante de cada nueva Iglesia que se edificaba para asegurarse la presencia de Dios; y hasta el final de la Edad Media, era debajo de un olmo que se rendía justicia. De ahí nuestro viejo proverbio, que no tenía entonces el sentido irónico que se le da ahora: Esperadme bajo el olmo", pues era así como se citaba a la gente a comparecer ante el juez.
El fresno tuvo también sus seguidores entre las poblaciones del extremo norte y fue en las ramas más altas de un fresno que vino a romperse aquella nube oscura que contenía al terrible Odín y su cortejo de dioses.
He aquí donde vuelve el culto a los árboles. Es un culto que persistió siempre en Alemania. Todavía existe, pero no es el roble, el olmo, el haya, ni el fresno que reciben los homenajes, sino el tilo.
El roble de los druidas, acabó por generar sentimientos casi fanáticos. Las procesiones y las ofrendas se multiplicaban en torno suyo; las muchachas lo adornaban con guirnaldas de flores entremezcladas de pulseras y collares: los guerreros colgaban en sus ramas los más preciados despojos conquistados en sus combates. Gracias a la ayuda de un viento tempestuoso, los demás árboles de los recintos parecían inclinarse humildemente ante él. No obstante tenía un enemigo, un enemigo personal, encarnizado. Implantándose sin pedir permiso sobre sus ramas sagradas, hasta su augusto tallo una pequeña planta abyecta, oscura, miserable, vivía a sus expensas, se alimentaba de su savia, absorbía su sustancia hasta el punto de amenazar su libre crecimiento con tanta insolencia que ocultaba bajo sus hojas opacas y turbias el brillante follaje del árbol fetiche.
Esta planta hostil e impía era el muérdago, el muérdago del roble (Guythil).
Para librarse de este huésped incómodo y nocivo, alguna gente menos hábil, menos precavida que los druidas se hubiera conformado simplemente con trepar hasta la copa del árbol y de un golpe de hoz le hubiera sacado su parásito. Pero esto hubiera sido una maniobra tan irrespetuosa como torpe. ¿Qué hubiera pensado el pueblo? Pues el pueblo hubiera dicho que el árbol divino, vuelto impotente no tenía suficiente fuerza para librarse de su parásito por sí solo.
Los druidas se mostraron más listos, Declarado planta oficial y sagrada, el muérdago quedó, de un modo muy especial, vinculado al culto.
Esto no se llevó a cabo de una forma solapada ni con una miserable hoz
de hierro, sino que se quitó del árbol a la vista de todo el mundo, en medio del regocijo general y de los cánticos, con una hoz de oro, y el Guythil cortado en su base fue recogido con sumo cuidado en unos velos de lino. Estos velos, santificados por el muérdago ya no podían tener un uso profano.
Los teutones del Rin sacaban de la planta una especie de sustancia viscosa que se consideraba un contraveneno infalible para combatir la esterilidad de las mujeres, infalible para combatir las enfermedades y conjurar los maleficios y también para coger a los pajaritos.
En Galia, se solía pulverizar y después de su disecación se llenaban con ello unas bolsitas muy monas que la gente se regalaba el día de año nuevo. De ahi la palabra aguinaldo y ese grito que siguió siendo tan popular durante mucho tiempo en nuestras provincias: "Muérdago para el año nuevo! (Aguilanneuf).
La ciencia moderna sólo pudo descubrir en el muérdago una sustancia purgante, así que era un purgante, y un purgante violento, lo que nuestros antepasados se intercambiaban en lugar de bombones, el día de año nuevo.
La entronización de esta planta parásita en el santuario no dejó de ser un beneficio para todos. El muérdago del roble sagrado llegó a tener un valor comercial, y los falsificadores (también los había en la época de los druidas) se cuidaron de recogerlos en otros robles. incluso los otros árboles en que se producían, como los manzanos, los perales, los olmos, los nogales los fresnos y los tilos o alerces. Pronto, tanto en las huertas como en los bosques, podíamos presumir de la superchería, sobre la cual los druidas cerraban los ojos. Pero aprendieron la lección.
Infinidad de reptiles peligrosos se habían multiplicado en los cantones del Rin y, sin duda, eran la causa de continuos accidentes para el que vivía al aire libre, y casi todo el mundo dormía el raso. En su época de letargo, estos reptiles se entrelazaban. quedando pegados entre si por una supuración viscosa y formaban una especie de pelota llamada huevos o más bien anillos de serpientes por los Celtas, y anguinum por los Romanos.
Como el muérdago, el anguinum entró en la farmacopea de los druidas: así mismo figuró en sus ceremonias religiosas y pronto fue tan escaso que se convirtió en un objeto de valor que sólo conseguían los ricos a precio de oro. Si al principio se dejaron arrastrar a estas prácticas supersticiosas, condenadas por su conciencia, luego los druidas supieron sacarles partido para el bienestar de todos.
Por desgracia, a la larga, los anillos de serpiente, el roble y su parásito ya no resultaron suficientes para los que querían innovaciones.
La vía de las concesiones, por más estrecha que sea la entrada, ha de ir siempre alargándose y ensanchándose.
El antiguo partido del culto a los árboles (aún era numeroso y sobre todo activo, como todos los antiguos partidos) se quejó de que se hubiesen suprimido los compañeros, los oráculos de la familia, a favor de un roble aun cuando ese roble privilegiado no gozaba tan sólo de la facultad de ponerles en comunicación con Esus, el Dios del cielo.
Estas exigencias no estaban desprovistas de lógica: y fue preciso satisfacerlas.
Los druidas se dividen en tres clases: los DRUIDAS propiamente dichos (Eubages, en Galia), filósofos y sabios, Incluso magos si era necesario (porque entonces la magia no era más que la forma más superficial de la ciencia), quienes estaban encargados de mantener los principios de la moral y de estudiar los secretos de la naturaleza: los ADIVINOS que al menor soplo de viento sabían interpretar el lenguaje del roble sagrado por el murmullo de las hojas, el susurro de las ramas, un crujido en el árbol, el retraso o la precocidad de su vegetación. Por fin, LOS BARDOS que eran los poetas dedicados al altar.
Mientras que los bardos cantaban alrededor del roble, los adivinos le hacían rendir oráculos. Estos oráculos se multiplicaron no sólo en Europa sino también en Asia menor donde una colonia celta, según Herodoto instituyó el oráculo de Dodona por derecho de conquista; la Grecia naciente veneraba así a un roble, aunque Estrabón asegura que era un haya; ni los árboles ni los colores pueden discutirse: pero Homero lo declaró roble, y para nosotros seguirá siendo un roble.
Este nuevo movimiento, inscrito al culto puritano de los druidas, no iba a acabar ahí.
Una vez acostumbrados a comunicarse con Teut mediante un árbol, los celtas se sorprendieron, al ver que pudiendo hablar los árboles, los seres vivos, en cambio, se quedaban mudos y desprovistos del don de la profecía. A algunos jefes, poniéndose en campaña, y terriblemente afectados en su devoción por no poder llevar el roble sagrado consigo, se les ocurrió consultar a los súbitos estremecimientos de un caballo, a sus relinchos en un momento de sorpresa o de terror, pues para que fuese un augurio, el movimiento del animal tenía que ser involuntario y espontáneo. Esta creencia iba estableciéndose de tal modo que cualquier hombre que se disponía a viajar o a guerrear, montaba su caballo con la convicción de que, en caso de necesidad, podía utilizarlo a lo largo del camino, sometiendo, por supuesto, los pronósticos a las sabias Interpretaciones del adivino.
El colegio de los druidas no tardó en alarmarse de aquellos oráculos viajeros que iban necesariamente a contradecirse entre si.
De la misma manera que había antes instituido un solo árbol oficial, ahora afirmó que únicamente los caballos criados bajo su vigilancia, en los recintos sagrados, tenían el don especial de la verdadera profecía.
Estos caballos de pelaje blanco e Inmaculado, alimentados a expensas del tesoro público, no tenían que trabajar ni ser sometidos a ninguna de las trabas de la montura o de la rienda. Fieros e indomables, las crines al viento, vagaban en libertad por las arboledas. Gracias a sus movimientos más libres y, por consiguiente, más seguros desde el punto de vista de la pronosticación, esos caballos profetas, que casi formaban parte del clero druídico, gozaron durante mucho tiempo en todos los países celtas de una autoridad incontestable, la cual, sin embargo, se encontró un buen día contestada.
Otros seres animados les hicieron la competencia, y estos adversarios de los caballos ¿lo diré? fueron las mujeres. De repente las mujeres se encontraron dotadas en sumo grado del don de la segunda vista, de la inspiración, de la Intuición, de la divinidad.
Viéndose forzados por el público a pronunciarse, los druidas admiran en ellas (es Tácito quien nos lo dice) algo más instintivo, más divino que los hombres e Incluso que los caballos. Su organización, fácilmente impresionable, las predisponía al don de la profecía: "Es que, en efecto, las mujeres actúan más fácilmente por Instinto natural e irreflexivo que por prudencia y lógica."
Esta última e Incorrecta explicación no es de Tácito, ni mía, ¡Bien sabe Dios! que pertenece a Simón Pelletler, ya nombrada. Que cada uno responda de sus obras.
Los druidas hicieron para las mujeres lo que habían hecho para el muérdago y para los árboles. Sólo reconocieron como verdaderas profetizas a las que sentían, lo más cercana posible a ellos, la Influencia del roble sagrado, o sea sus esposas y sus hijas.
El sistema de la centralización de los poderes no es ninguna novedad.
Hubieron entonces druidesas, así como druidas. Los druidas tenían una escuela para jóvenes y el maestro enseñaba a sus discípulos el movimiento de los astros, la forma y la extensión de la tierra, los diversos productos de la naturaleza, la historia de los antepasados reproducida de modo poético por los bardos; les enseñaban de todo menos a leer ya escribir. La memoria bastaba. Por su lado, las druidesas abrieron unas escuelas para las chicas; les enseñaban canto, costura, prácticas del culto, conocimiento de las plantas medicinales, e incluso poesía, y les hacían aprender de memoria unos versos especialmente compuestos para ellas. Estos versos que nos imaginarnos de un lirismo dudoso las iniciaban en el arte de hacer el pan, de preparar la cerveza y otras menudencias de la cocina y del hogar.
Asimismo las druidesas ejercían la medicina. Esta triple prerrogativa de mujeres-doctoras-institutrices y profetizas acabó por realzarlas en el espíritu de la nación hasta el punto que los sacerdotes de Teut, obligados a abandonar sus santuarios, no temían confiarles su custodia. Ellas presidían incluso ciertas ceremonias por derecho propio.
Si una de ellas se destacaba por la frecuencia, la lucidez, la seguridad de sus inspiraciones, así como en su tiempo las célebres Aurinia, Velleda o Ganna que los emperadores romanos consultaban con plena confianza mediante sus embajadores, entonces el orgulloso colego de los druidas se inclinaba y se sometía a su autoridad. Durante esta dictadura femenina, árbitro de los destinos de la nación, ella decidía si habría paz o guerra y aceleraba o frenaba el movimiento de los ejércitos.
César explica que, habiendo preguntado a unos prisioneros germanos la razón por la cual Ariovisto, su jefe, no se había atrevido aún a presentar la batalla, éstos le respondieron que las druidesas, tras examinar los remolinos y los torbellinos del Rin, habían declarado que no se tema que iniciar el combate antes de la luna nueva.
Como se lo puede imaginar, el interrogador sacó provecho de la respuesta, y cuando salió la luna nueva, fue para ver a los germanos en absoluta derrota.
Pero el Rin a rendido todavía oráculos y no ha llegado el día en que Ganna, Velleda o Aurinia se dignaran acordar una audiencia a los embajadores de Roma.
Sólo quisimos trazar unas líneas para esbozar el desarrollo de esta nueva institución de las druidesas, de las que ya no se hablará mucho más hasta su declive.
No obstante, su naciente poder y crédito crecían día tras día. ¿Por fin estaban los teutones satisfechos?.., no. A pesar de la habilidad de sus adivinos y de sus druidesas encontraron que el roble sagrado, mediante los estremecimientos de sus hojas, o los caballos, por sus temblores y sus brincos desordenados, sus relinchos más o menos prolongados y estridentes no ofrecían signos reveladores bastante convincentes ni un espectáculo bastante conmovedor. Les pareció convenientes consultar a los animales, ya no en sus manifestaciones externas, sino en sus entrañas palpitantes, lo cual no dejaba de dar a las ceremonias religiosas un aspecto más serio, un cierto sabor a crimen, capaz, al menos de despenar el interés de un pueblo guerrero.
De nuevo los druidas cedieron, pero un poco desanimados. ¿Qué había sido de aquella gran religión filosófica para la cual bastaba la plegarla y la meditación y que habla creído, un poco a la ligera, es verdad, poder aclimatarse el medio ambiente de esos bárbaros?
Al pie del roble, hasta entonces de pura sangre, consintieron en sacrificar los animales perjudiciales, primero los lobos, los linces y los osos, luego vinieron los animales útiles que alimentan al hombre, las ovejas, las vacas, y luego, por fin, hasta su compañero de guerra, el caballo.
Los caballos inmaculados rodeados hasta entonces de una consideración supersticiosa, no se salvaron.
Y a cada uno de los grados de esta escala sangrienta, siempre resistiendo y siempre desbordados, los druidas dejaban escapar una última concesión, con la esperanza de retener así por algún tiempo un poder que sentían a punto de escapárseles de las manos.
Exaltados por el éxito, los progresistas llegaron a preguntarse por qué la ofrenda más digna de hacer a Dios no sería la sangre de un hombre. ¿No era el hombre el más noble y el más perfecto de los seres creados? Quizá llevando aún más lejos el argumento, esperaban probar que entre los hombres, los más agradables a Dios, los más dignos de ser elegidos eran los propios druidas. Pero no se puede exigir demasiado al mismo tiempo. Esta suprema consecuencia de un mismo principio quedaba en paréntesis, por el momento, sólo exigían una víctima vulgar, la que llegase primero, con tal de que fuese un hombre.
No cabe duda que, ante esta abominable petición, ante este asesinato propuesto en nombre del cielo, los herederos, los descendientes de estos sabios pontífices que habían hecho tabla rasa de las primeras e inofensivas supersticiones de los antiguos celtas, escondiéndose, retrocediendo horrorizados, recobrando su antigua energía, iban a invocar a la vez el cielo y los infiernos, el roble sagrado, los adivinos, las druidesas, los caballos inmaculados, llamar a la nación entera y lanzar el anatema sobre las cabezas de los infames solicitantes: pero no sucedió así. Al contrario, se apresuraron a legitimar con su sagrado consentimiento este sacrificio salvaje. Incluso se podría llegar a pensar que ellos mismos hubieran inspirado esa horrible idea.
¡Sacerdotes hipócritas! ¡filósofos mentirosos! ¡tigres Disfrazados de pastores de pueblos!... Apaciguémonos. Obrando de este modo obedecían menos, tal vez, aun instinto de crueldad que a la política, y también a la filantropía, sí, a la filantropía: pero expliquémonos.
Entre los celtas de aquel entonces se valoraba poco la vida del hombre: se desperdiciaba en las batallas, se prodigaba en los duelos. En la época de sus grandes asambleas nacionales los galos tenían por costumbre, para obligar a los electores a la puntualidad, de matar al último llegado, y éste pagaba por todos los rezagados.
Por su lado, los teutones, no en sus asambleas electorales, sino en la guerra, eran unos vencedores despiadados y se entretenían matando a todos los prisioneros.
Estas masacres cesaron en cuanto los druidas tuvieron el monopolio de los sacrificios humanos.
Convertido en sanguinario, el buen Esus reclamaba los cautivos como víctimas expiatorias reservadas para su altar. ¡Pobre de aquel que se atrevía a ir en su detrimento! Para éste los recintos sagrados quedaban cerrados; declarado impío, sacrílego, dejaba de formar parte del grupo de ciudadanos e incluso era probable que sustituyese al muerto que por su culpa faltaba en el holocausto.
Siendo así, cuando se le entregaba los prisioneros sanos y salvos, el gran sacerdote escogía a los que tenían que ser degollados, contentándose alguna vez con uno solo. Se sacrificaba a menudo uno de los jefes enemigos, con su caballo de guerra, para realzar la pompa de la ceremonia y también para que la cantidad de sangre derramada disimulara la pequeña cantidad de víctimas.
Tras haber interrogado escrupulosamente los flancos entreabiertos del caballo y del caballero, el sacrificador, la barba y la ropa mancillada de sangre, alzaba hacia el cielo una mano enrojecida en la misma fuente, resumiendo crimen, respirando matanza, y declaraba que su dios había quedado satisfecho: su dios estaba cansado y se le reservaba el resto de los cautivos para otro día, que no llegaría...
Acababa de crearse un nuevo empleo, el de sacrificador. En Germania así como en Galia, por los dos lados del Rin, los druidas se lo reservaban para si mismos: en otros países célticos, entre los escandinavos, y los escitas ese triste empleo fue ejercido incluso por las mujeres: la Ifigenia de Tauride puede atestiguarlo.
Sea como sea esta sangrienta innovación, los prisioneros sacaron provecho de ella: pero los que se beneficiaron más fueron los druidas. Su poder, fuertemente quebrantado, sacudida tras sacudida, se fortaleció de repente. La oposición no tuvo en cuenta sus amonestaciones ni sus oraciones, y ahora se detuvo ante su cuchillo.
A partir de este instante empieza la SEGUNDA EPOCA DE LOS DRUIDAS. El cuchillo druídico desempeña un papel, durante un largo período que no nos conviene recorrer. César habla conquistado y apaciguado Gales: los sucesores de Augusto promulgaban decretos imperiales contra todos los druidas, sacrificadores de hombres, pero este mismo cuchillo seguía amenazando Germania.

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