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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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martes, 28 de mayo de 2013

El Asirio

Entre los siglos X-VII a. C., el imperio asirio hizo temblar de ira y miedo todo Oriente Próximo. Ocupaba grandes extensiones de lo que hoy es Egipto, Siria, Irak, Jordania, Kuwait, Arabia Saudita e Irán, entre el Mediterráneo oriental, los ríos Tigris y Eufrates, el Mar Rojo, el Golfo Pérsico y el Mar Caspio. Asiria tomó su nombre a partir del dios Assur, el Vencedor del Caos. Para los asirios, cualquier pueblo del mundo debía someterse a Su Señor. Ante la negativa, los enemigos tenían que ser exterminados sin compasión. Las tropas imperiales cubrieron de sangre desiertos, oasis, ríos, litorales y montañas. Arrasaron chozas, palacios y bastiones fortificados. Sus soldados esparcieron por doquier la crueldad y el terror, pues habían hecho de su vida una guerra sagrada.
   
 
                El Asirio
 
“Con el mandato del Dios Assur, el Gran Señor, caí sobre el enemigo como un huracán... Los derroté y los hice retroceder. Atravesé las unidades del enemigo con flechas y jabalinas... Corté sus gargantas como a borregos... Mis caballos encabritados, enjaezados, se sumergieron en la sangre que corría como en un río; las ruedas de mi carro de batalla se salpicaron de sangre y despojos. Llené la llanura de cadáveres de los guerreros, como si fueran hierba...”
                                       Sennacherib, emperador de Asiria, tras la
                                       batalla  de  Halklue,  en  la  ribera del río
                                       Tigris, s. VII a. C.
 
 
Se llamaba Tilat. Era un soldado de infantería, al servicio del emperador Sargón II, señor de la hermosa Nínive, la temible Assur, propietario de toda Asiria, de Babilonia la de las fuentes brillantes, de Samaria, del país de Media, de los vergeles que bebían del Tigris y el Eufrates. Tilat tenía un rostro ajado, de labios gruesos, nariz ancha y aguileña y penetrantes ojos oscuros. La corta melena, espesa y negra, surgía por los bordes del casco cónico y ondulado, con fina punta y orejeras metálicas. La barba también resultaba densa, en bucles regulares que cubrían toda la garganta. Era una cabeza poderosa, sobre un grueso cuello, entre dos macizos hombros. Una camisola verde-parduzca, de mangas cortas, se le ceñía al ancho y duro torso. Lucía cinto de cuero duro, adornado con rombos azules y rojos, más grueso en sus bordes, sujeto por un recio cordel. Bajo él reposaba una banda de tela, a rayas rojas y azules, igualmente ancha. La falda era vasta y cómoda, en tono cremoso oscuro. A la altura de los muslos caía en espesos flecos blancos y azules. Venía cortada entre  las dos piernas, y aquella abertura quedaba cubierta por otra línea de flecos. Tilat, como buen infante, mostraba los pies desnudos, bajo unas piernas densas, acostumbradas a correr y saltar. Sobre las endurecidas plantas  podrían desmenuzarse cantos de grava. Los dedos parecían piedrecillas, con uñas carcomidas por los arbustos y la arena.
Su recio brazo derecho empuñaba una lanza, tan alta como él mismo, de afiladísima punta en forma de hoja estilizada. En el izquierdo llevaba embrazado el escudo circular, un cono de piel rígida recubierto de bronce, adornado con pinturas geométricas y tachones alrededor del centro. Tal protección lograría cubrirle desde la cabeza a la cintura, y le había salvado la vida una docena de veces, tal y como demostraban las marcas de puntas de flecha, lanza, y los rayones provocados por las hojas de espada.
Una ancha tela le cruzaba el torso, desde un hombro a la cadera contraria. Estaba decorada con círculos rojos y blancos, y sostenía la espada corta, recta, de puño estrecho y sin guardas, envainada en metal, ideada para luchar en distancias cortas.
Tilat saltaba sobre las piedras y guijarros de tierra seca, internándose en la ancha cañada, rojiza y veteada de naranja. Era un terreno áspero y ardiente, al pie de varios montes cuyos nombres desconocía. El Sol de Oriente castigaba implacablemente, el sudor le resbalaba por el surco lumbar, hasta las nalgas. La camisola estaba empapada en las axilas y el bajo vientre, las manchas de humedad se mezclaban con las de la sangre arrancada de venas enemigas.
Escudriñó el desierto paso, pues la vida le iba en ello. Su mente, afilada a causa de los múltiples peligros que llenaban su existencia, imaginaba enemigos tras cada tocón y talud. Respiraba con fuerza por la nariz, con las aletas tensas, y caminaba velozmente, procurando evitar todo ruido innecesario. No estaba dispuesto a dejarse matar, ni a que se le escapara la presa.
Distinguió diminutas flores de sangre seca, sobre los guijarros del suelo. Al lado, huellas profundas en la tierrecilla, marcadas por un hombre aterrorizado. Sonrió. Llevaba persiguiéndolo desde la noche anterior. Era un urartio, un enemigo de Asiria. Habíase opuesto al poder de  Assur y por ello tenía que morir. Sus compañeros rebeldes fueron azotados, empalados, quemados vivos, perdieron los ojos, las narices, los dedos, las orejas y la piel. Pero este logró escapar al castigo.
Tilat rememoró los acontecimientos de los últimos días. La campaña de Urartia había sido dura...
Todo comenzó muchos años atrás, cuando el rey de Urartia y Midas de Frigia, señor de Mushki, habíanse aliado para controlar las rutas de comercio a través de la Cilicia. También el monarca de Tabal quiso entrar en la conspiración, pero Sargón,El Brazo de Assur, conquistó su territorio. Midas también cedió ante el Puño Asirio. Rusas de Urartia permaneció rebelde, e incluso derrocó al gobernador imperial de la región Mannea. Mas, al poco, las hordas nómadas cimerias golpearon duramente su ejército. Era el momento propicio para que Sargón atacara, con el grueso de sus fuerzas, dispuesto a arrasar toda Urartia, sin piedad alguna.
Las tropas de Assur, comandadas por el mismo emperador, atravesaron llanuras, desfiladeros y ríos de rápidas corrientes, precedidos por un grueso de zapadores que arrasaban y allanaban, que construían puentes y balsas. El astuto Sargón evitó la línea de fortificaciones urartias, al Oeste del lago Urmia, avanzando por  la orilla contraria. Cada noche, el emperador y sus soldados oraban y le pedían a Assur la derrota de los enemigos, su muerte y su dolor. Y cada amanecer retornaban al duro camino de la guerra, sedientos de sangre y victoria.
Al fin, hallaron al titánico ejército urartio en un valle entre escarpadas montañas. Los asirios habían atravesado el país a marchas forzadas, estaban cansados y faltos de sueño. Los urartios les retaron, confiando en su victoria.
No se esperaban la explosiva reacción asiria: Sargón ordenó el ataque sin dilaciones, marchando él al frente, sobre su espectacular carro de combate tirado por cuatro corceles. Le rodeaban los qurubti sa sheppe, la Caballería de la Guardia, lanceros a caballo, ciñéndose con las rodillas a la basta tela o piel de leopardo que constituía su única silla, capaces de disparar a pleno galope con su arco rígido y triangular y bajar al salto del noble bruto si éste era herido, pues no calzaban estribos.  En aquella carga brillaron los penachos sobre las testas equinas,  las puntas de lanza, el bronce de cascos y corseletes y los coloridos flecos al vuelo de lanzas y faldones.
La caballería se abrió para dejar paso a la temible línea de carros: pesados monstruos de acero, tirados cada uno por cuatro caballos enfundados en armaduras de tejido, ante los cuales la vanguardia enemiga sentía un indecible pavor. Los carros arrollaban las filas de caballería  e infantería,  los cascos y  las tachonadas ruedas de bronce convertían en pulpa miembros, cabezas y torsos. Además de su contundencia en el choque, el carro servía como atalaya para los tiradores selectos, que desde tal punto privilegiado masacraban a flechazos cuantos enemigos podían divisar.
Tras la carga de carros y caballería le tocó el turno a la marea de infantes. Llegaron a la carrera, internándose en la densa neblina de polvo, pisando con sus pies descalzos los cuerpos deformes. La mayoría preferían la lanza, que arrojaban, o cuya hoja pinchaba y sajaba. Los honderos tiraban piedras o bolas metálicas que abrían cráneos y rompían rostros. Pocos usaban la espada, ya que no solía producirse la lid a distancias muy cortas. Los escudos anchos y cónicos chocaban estruendosamente, el poderoso lanzaba al débil al suelo y lo lanceaba bajo el riñón, en el cuello o en la ingle.
Tilat participó en la batalla, pues era un infante más. La garganta y los ojos se le llenaron de polvo, pero continuó corriendo, casi a ciegas. Distinguió un cuerpo urartio que gemía y braceaba, con las piernas destrozadas por las ruedas de un carro. Los huesos sobresalían, blancuzcos, entre jirones de carne húmeda. Su boca parecía un agujero difuso. Tilat desorbitó los ojos y hundió la lanza en la cara rival, atravesándola hasta que la punta tocó el interior del casco.
Siguió avanzando sobre el terreno devastado, que hedía a muerte y resonaba con los gritos de ira y dolor. Poco a poco, la tierra iba depositándose y podía verse con mayor claridad. Los combates eran aislados, en general de un hombre contra otro, mas a veces podía contemplarse un tumulto abigarrado, hasta una docena de guerreros cuyas lanzas y escudos chocaban violentamente. Tanto asirios como urartios corrían hacia tales combates en grupo, pero todo terminaba tan rápidamente como había empezado, normalmente quedando la victoria en manos asirias.
Tilat caminaba cerca de otros compañeros, la mayoría pertenecientes a distintas tropas, y por tanto desconocidos. Muy lejos, hacia el frente, distinguió una espesa nube, donde la caballería y los carros continuaban destruyendo las líneas urartias.
Tilat observó un carro volcado, y alrededor varios cadáveres asirios, sin duda los arqueros y el auriga. El eje central estaba quebrado, una de las dos pesadas ruedas tachonadas yacía a cierta distancia. Los caballos relinchaban espantosamente, con las patas rotas, algunos reventados bajo el peso del armatoste. Sin duda, el vehículo había tropezado con un bache o socavón profundo, y voló por los aires, rebotando y hundiéndose sobre los cuerpos y la tierra.
Un soldado urartio surgió de su escondite, tras el carro. Vestía una camisola parda, de mangas cortas, con protecciones rectangulares metálicas, una falda que superaba los muslos, igualmente marrón, medias de tela roja y azul, y botas de cordones que subían hasta la rodilla. Un irtu o círculo metálico, sujeto por cuatro bandas de cuero, protegía su pecho. El casco era cónico, coronado por una cresta en forma de gancho, con flecos de vivos colores. La barba caía, recortada y gris, sobre la garganta. El rostro estaba contraído por la furia. Se armaba con una lanza, un pequeño escudo plano y redondo, y una espada corta, envainada.
Aquel hombre arrojó su lanza. El compañero a la derecha de Tilat no había descubierto aún al enemigo. La hoja se le hundió en la zona lumbar, sin más protección que la basta camisola. La punta surgió a la altura del hígado. Era una herida mortal. El ensartado trastabilló y cayó de rodillas, jadeando de puro dolor.
Tilat aulló y echó a correr hacia el carro volcado. Le seguían cinco asirios más. Un segundo urartio asomó por la diestra del carro. Era un arquero. La cuerda crujió al ser reculada, y restalló cuando los dedos envueltos en manoplas de cuero la soltaron. Tilat se agachó y cubrió con el escudo. El proyectil chocó contra el bronce y su brazo vibró dolorosamente, hasta el hombro. Siguió corriendo.
El arquero urartio desorbitó los ojos. Una punta metálica le sobresalía por el estómago, bajo el irtu. Un asirio cercano, aún tambaleante, le había arrojado su lanza. El otro urartio se había perdido. Agachado junto a un cadáver, trataba de arrebatarle la lanza. Pero Tilat le atacó. El urartio esquivó  la hoja asesina y desenvainó su espada. Alzó el escudo y paró una nueva estocada. Un asirio reculaba su lanza, más no se atrevió a arrojarla, debido a la cercanía de Tilat.
Los escudos chocaron y resbalaron. La espada partió el astil, Tilat retrocedió y tiró el arma rota. Desenvainó su espada, golpeando en el mismo movimiento. Se rodearon, estudiándose el uno al otro. Los guerreros imperiales les observaban y animaban a Tilat. Éste llevaba puesto un corselete de placas de bronce que le restaba movilidad. El urartio atacó con varias estocadas y un golpe de escudo. Tilat los paró y, al acercarse, trabó su pierna en la del rival y empujó. El rebelde se estrelló en el suelo, rodó y la espada asiria sólo probó tierra. Al levantarse, el urartio golpeó con su escudo hacia arriba y estoqueó por lo bajo. El bronce abrió la boca de Tilat, quien tragó sangre y un diente. Se revolvió y la hoja maligna resbaló sobre las broncíneas placas, cortando las sujeciones de un costado. El corselete voló, semi suelto, y el borde inferior rasgó la barbilla de Tilat. Éste lanzó una serie de tajos, que rebotaron en el escudo plano. Retrocedió y, puesto que le estorbaba, se deshizo del corselete.
Ahora sentíase más ligero, y cargó como un toro furioso. Las espadas restallaron de nuevo, en los oídos de Tilat rugían los gritos de sus compañeros: “¡ASSUR! ¡ASSUR! ¡ASSUR!”. El rostro urartio se llenó de miedo. Tilat le tajó una sien, lo arrolló con el escudo y le cortó la garganta. Alzó la hoja húmeda y sintió un éxtasis indescriptible. Aún riendo, echó a andar, en busca de más enemigos.
La batalla pronto llegó a los estertores. La caballería y los carros habían abierto la vanguardia como un cuchillo la manteca. Se daba caza a los huidos y los infantes peleaban contra los resistentes. Cada soldado asirio entonaba una loa de agradecimiento a Assur mientras cortaba el cuello de un rival que inútilmente sollozaba piedad.
Cuando el carro del emperador paseó por la zona, seguido de la Caballería de la Guardia, y Sargón levantó las flechas de la victoria, los soldados asirios rugieron vítores, enloquecidos de felicidad y adoración.
En la tarde, se organizaron grupos de caza. Debían hacerse con todos los huidos y traerlos, vivos o muertos, ante el emperador, quien, como en otras ocasiones, dispondría una pila de cadáveres descomunal, símbolo de su poder y promesa de venganza para quienes no se le sometieran en el futuro.
Tilat, ya sin su protección de placas, se internó en los secos montes adyacentes a la batalla, al igual que cientos de compañeros más, siguiendo un rastro de pisadas apresuradas y manchas de sangre. El dios Assur les ayudó, pues la Luna y las estrellas iluminaron aquella búsqueda; gracias a su fulgor, muchos urartios que confiaron en las sombras nocturnas para escapar, gritaron de miedo y dolor antes de perecer bajo la lanza asiria.
El rastro fácil llevó a Tilat a través de un terreno que se escarpaba poco a poco. Estuvo tan sumido en la persecución que casi no se percató del tránsito entre la noche y el día.
Ahora, Tilat sabía que su presa estaba muy cerca. En aquella estrecha barranca, la sangre seca restallaba contra el Sol cegador, marcando un camino sencillo de seguir. El asirio se maldijo durante un instante por no haberse apropiado de otro corselete o armadura. En el calor de la batalla y la euforia del triunfo, tal punto se le pasó por alto. Sí tomó una lanza, de un compañero muerto. Apreciaba la espada, pero sentíase desnudo si no empuñaba un astil tocado de filoso metal. El labio partido, amoratado y brillante, le ardía como si hubiese mordido un rescoldo de hoguera. Pero estaba acostumbrado al dolor, y su voluntad de soldado mantenía tal molestia en un plano intrascendente.
Entonces, escuchó una respiración débil y jadeante. Era casi un silbido inapreciable, mas él lo había detectado. Comprendió que había un enemigo tras un recodo del camino; sin duda, cuando doblase ese talud rojizo, una hoja afilada caería sobre su rostro.
Muy lentamente, se desembrazó el escudo y lo pasó por sobre el casco y un hombro, quedando sujeto a su espalda por las tiras de cuero. Sin hacer el más mínimo ruido, rodeó el talud, hasta hallar una rampa natural fácil para la escalada. Ató con un cordel la espada envainada al muslo y la nalga, para que no chocara contra la piedra, y comenzó a ascender lentamente, metiendo manos y pies en grietas, tan sigiloso como un gran felino, poniendo infinito cuidado en que el borde del escudo no rozara el firme duro y caliente.
Al llegar a la cúspide, se levantó y avanzó semiagachado, notando el ardor de la piedra bajo sus durísimos pies. El corazón atronaba en sienes y garganta, el sudor untaba párpados y mejillas. Llegó al borde del talud. Abajo, tras una caída que como poco le rompería las piernas, distinguió al urartio.
Estaba recostado sobre una piedra, casi escondido tras ella. Sus ropas oscurecían, empapadas en sudor. Su casco brillaba bajo los rayos solares. Tenía un muslo vendado, con telas ennegrecidas que supuraban sangre. Mostraba la pierna roja hasta el tobillo. Tilat imaginó que habría perdido demasiado líquido vital y con probabilidad la herida estaría infectándose. La lanza y el escudo urartios reposaban cerca de su dueño. Era un arquero, y sostenía con flojeza su arma, reculando malamente la cuerda, en esta una flecha siempre a punto de caer. El herido cabeceaba, como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo para seguir despierto. En secreto, Tilat alabó su valor. Aquel arquero sabíase moribundo, pero, aun así, esperaba al perseguidor para, en sus últimos momentos, clavarle la flecha. Quería morir matando, como un guerrero.
La sombra de Tilat caía hacia atrás, y no sobre el urartio. El asirio levantó la lanza, tomó aire, lo retuvo, taladró con su mirada al enemigo  y arrojó su arma. Llegó con tal fuerza que la punta abrió la armadura ligera, pasando el filo entre dos placas de bronce, junto al cuello, y se hundió hasta el astil. Sin corselete, el urartio habría sido empalado cuan largo era.
El hombre sufrió un espasmo, soltó un gañido y cayó al suelo, sobre su propio arco. Tilat ahogó un rugido triunfal. Se embrazó el escudo y bajó a la carrera. Ya de nuevo en la garganta, desenvainó la espada y se encontró con el herido.
Aún tenía clavada la lanza en la espalda alta. Había logrado sentarse, apoyado contra la piedra. Sus piernas estaban empapadas de rojo. El líquido se le escapaba por bajo del corselete, el cinto y los faldones. Sus ojos iban y venían, enfebrecidos. Tosió sangre por la boca y la nariz; su respiración sonaba húmeda. El metal debía haber alcanzado un pulmón.
Tilat se le acercó en silencio, con rostro sereno e implacable. Agradeció una vez más a su dios la oportunidad de matar a un enemigo. Estoqueó en la garganta, un golpe recto, eficiente, casi misericordioso. Al tiempo, el urartio le agarró de un antebrazo. Tilat sintió un pinchazo en la piel. Apartó la espada rápidamente. Un cordelillo rodeaba la mano del moribundo, bajo los nudillos.  En el centro de tal tira, sobre la palma, había un alfiler de punta húmeda, manchado con la sangre de Tilat. El urartio logró esbozar una extraña mueca antes de expirar.
Tilat se frotó el antebrazo, alarmado. Sospechó que aquel artero rival le había envenenado. Aferró la mano exangüe y olfateó la aguja con sumo cuidado. Era un aroma agrio, le recordaba al de las naranjas podridas. Abrió un tajo leve donde la aguja le hirió, chupó la sangre y la soltó en rápidos escupitajos.
De pronto, sintió mareo. El mundo se bamboleó a su alrededor. Se levantó, pero cayó de rodillas. Una arcada lo dobló en dos y vomitó, únicamente jugos digestivos, ya que tenía el estómago vacío. Se limpió con el dorso de la diestra, notando el amargor aceitoso en la garganta y el paladar. Una debilidad fría y rápida se apoderaba de sus miembros. Se preguntó qué veneno corría por sus venas: ¿el de una serpiente? ¿O quizás un mejunje preparado a conciencia por viejas malignas o un experto asesino?
Hizo un esfuerzo y volvió a levantarse. Su mirada iba y venía. Debía caminar, volver con los suyos, tal vez entonces los médicos de campaña pudieran suministrarle el preciso antídoto.
Envainó la espada y recuperó su lanza. Se obligó a caminar, aunque las piernas le pesaban como si fuesen de plomo y la vista se le nublaba a cada paso. Un pie resbaló y cayó, hincando la rodilla, dolorosamente, en las piedras. Se levantó y volvió a caminar. Sentía frío. Comprendió que iba a morir y experimentó profunda congoja. Recordó su hogar de Nínive La Hermosa, repleta de fuentes cantarinas, de jardines verdes y brillantes, sus mujeres dulces y seductoras, los paseos columnados flanqueados por titánicas palmeras, los palacios de mármol cremoso y veteado, de basalto y roca negra, donde los leones y las panteras deambulaban caprichosamente a través de salas y pasillos...
-No moriré... -se dijo, procurando encontrar la convicción que le faltaba.
Se apoyó en la pared de la barranca, sin aliento. Jadeaba, con la garganta rasposa y ardiente.
Frente a él, distinguió una cueva, un agujero negro abierto en la roca, que antes pasó por alto. Escuchó un cántico lejano, que iba y venía en sus oídos, una letanía de voces etéreas, tan hermosas como jamás pudiera imaginar. Sintióse tentado y, antes de poderse controlar, se introdujo por la grieta.
Tanteó en la oscuridad, torpemente. El suelo desapareció bajo un pie y rodó por una escalera de anchos bloques. El escudo rechinó al raspar la roca. La caída fue breve. Tilat, su cuerpo un manojo de dolor y contusiones, se apoyó en la lanza y se levantó, gruñendo y jadeando. En la negrura, distinguió un fulgor suave, amarillento. Fue hacia allá. Tropezó con un muro y lo siguió hasta doblar un recodo. Sus ojos parpadearon al descubrir una tea lejana. De ella nacía el resplandor antes distinguido. A la primera le seguían otras, regularmente espaciadas, asidas por aros de hierro clavados en la roca. Su luz delimitaba un ancho pasillo artificial, de negros muros. El humo que expelían las antorchas se remansaba en el techo, pero varias volutas pesadas provocaron el lagrimeo y las toses del explorador.
Mareado y débil, atacado de fría temblera, el guerrero echó a andar por el corredor. La música extraña guiaba sus erráticos pasos. Sonaba con mayor intensidad, llena de tonos mágicos, en un idioma lánguido y extraño. Quizá cantaran mujeres. En todo caso, no eran mujeres humanas.
Tilat logró a duras penas doblar varios ángulos, siempre bruscos y afilados. Tras superar uno más, descubrió la última sección del corredor, conducente a una gran caverna de la que él aún podía distinguir poco, en cuyo centro brillaba una superficie ancha y ovalada.
Tras instantes que eran siglos, surgió a tan vasta estancia. Lo que antes observara refulgir era un gran estanque, sin ornamento alguno, quizá una oquedad en el suelo rocoso. Había agua en ese lago perfecto, y aquel líquido sereno, sobre el cual titilaban los reflejos de las antorchas, captó la atención de Tilat. Nunca había visto una superficie tan bella y clara. El fondo negro era profundo, y ningún pez o culebra enturbiaba la plácida humedad.
Haciendo un esfuerzo de voluntad, desvió la vista. Vio que se hallaba en una enorme caverna artificial, de forma esférica. La única pared era perfectamente redonda, y se curvaba en el techo como una gran cúpula opaca. Decenas de antorchas, a la altura de un hombre adulto, sujetas a la pared por clavos de hierro, iluminaban el lugar.
Había diez encapuchados al fondo de la estancia, tras el gran estanque. Sus túnicas ligeras, de un blanco inmaculado, caían hasta el suelo, cubriendo todo el cuerpo. La capucha alzada hundía en sombras el rostro. Había seis figuras masculinas, fornidas y esbeltas, y cuatro femeninas, de curvas rotundas y ágiles, embelesadoras.
Pero no eran ellos quienes producían la bella letanía. Al descubrir a los oradores, Tilat sintióse desfallecer a causa del terror.
Eran dos los cantores. Cada uno reposaba en la cúspide de su alta y gruesa columna de mármol, a la izquierda y derecha de la decena encapuchada. Un par de seres terribles y maravillosos. Sus cabezas eran humanas, de mujer luciendo una belleza mágica y atemporal, con rasgos casi felinos, ojos negros y  hechiceros, nariz fina y ligeramente curvada, tez aceitunada, labios en fuego y cabello de azabache trenzado caprichosamente. Sus cuerpos eran los de leonas poderosas. Reposaban sobre las patas, y meneaban la cola indolentemente. De cada lomo surgían dos alas plegadas, compuestas de mil finas y largas plumas, blancas y negras.
Tilat había oído hablar de tales seres, esfinges las llamaban los egipcios, uno de los mitos más extendidos, aunque profundamente arraigados en torno al Tigris y el Eufrates.
Aquellas damas sobrenaturales cantaban graciosamente, una letanía suave y embriagadora, y sus profundos ojos embarazaban al tosco recién llegado.
Callaron de pronto. Se alzaron sobre las patas, y sus rostros tornáronse malignos. Una abrió la boca y bostezó felinamente. Dos hileras de colmillos filosos bordeaban sus perfectos labios. Las alas se desplegaron, majestuosas, como las de una gigantesca águila. Golpearon el aire y las esfinges volaron, cruzando ágilmente la estancia. Se posaron en el suelo, levantando la tierrecilla con el vaivén de sus plumas, y rodearon a Tilat, quien jadeaba de puro terror. Ellas sonreían con malignidad. Y con hambre. Se relamían y gruñían, amenazadoras. El asirio arrojó su lanza, casi sin fuerzas. La esfinge voló, impulsada por sus alas, escapando así al torpe disparo. El arma rodó por el suelo. La criatura se posó en el suelo y rugió, como lo haría una leona, cavernosa y escalofriantemente. Tilat desenvainó  la espada, dispuesto a morir en liza.
-¡Alto!
Las esfinges se detuvieron y miraron con disgusto al hombre que había hablado. Era uno de los diez. Alzaba su brazo diestro, con la palma hacia el frente. Las esfinges volaron hasta sus respectivas columnas. Asentaron los cuerpos sobre las patas y se relajaron. Una apoyó el rostro entre las zarpas, y otra comenzó a atusarse un costado con la lengua.
-Eres asirio... -atinó a decir Tilat, enronquecido, señalando su espada al que había hablado.
El aludido bajó su capucha, mostrando un rostro joven, mas no adolescente, afeitado, una faz propia de los hombres de Assur o Nínive, pero desprovista de aquella crueldad que los caracterizaba. Sus ojos parecían sabios y poderosos. Pero no malignos.
-Lo era -contestó, con voz grave y clara.
Sus compañeros bajaron las capuchas. Tilat reconoció rasgos egipcios, medios, babilónicos, toscas facciones cimerias, incluso la negrura del lejano Sur. Todos esos hombres y mujeres eran bellos, de una extraña y serena forma, y sus ojos resplandecían como soles oscuros. Sonreían levemente. Parecían darle la bienvenida.
-¿Quiénes sois? -preguntó Tilat, sintiéndose feo y estúpido ante aquellos seres maravillosos.
-Somos los Guardianes de la Fuente -contestó el asirio que ya hablara antes. Con la mano abierta señaló el estanque del centro-. Es la Fuente de la Eterna Juventud. Se aparece sólo a los que poseen un fuerte corazón, y están a punto de morir. Es una nueva oportunidad.
Tilat entrecerró los ojos, confundido. El eco del discurso reverberaba en su mente, y sintió que sus esperanzas renacían. Pero se obligó a desconfiar.
-No os creo -espetó.
El joven asirio miró a su compañero de piel negra. Éste asintió y echó a correr ágilmente, rodeando el agua. Tomó la lanza que Tilat había arrojado.
-¡Suelta ese arma! -vociferó su dueño, enfurecido.
El extraño de túnica blanca y tez opaca, casi azulada, le increpó con palabras crueles en un idioma que Tilat desconocía.
El asirio comprendió que se disponía a luchar contra él. Su rival le rodeaba, sosteniendo la lanza con fuertes y diestros dedos. Tenía cuerpo temible, bajo la seda blanca se intuían músculos de hierro. El negro se le acercó de un salto y le pinchó en un hombro, rasguñándolo. Tilat, enfebrecido, no había logrado alzar la espada.  Qué ironía, pensó, iba a morir ensartado en su propia hoja. El enemigo le pinchó una vez más, jugando con él. Sonreía burlonamente.
De pronto, se acercó en demasía, una imprudencia increíble, que no cometería ni el más bisoño recluta de leva. Tilat no desaprovechó la oportunidad. Se lanzó al frente. Apuntaba al pecho, pero la hoja se hundió hasta medio cuerpo en el estómago.
El negro retrocedió, dolorido. A pesar de lo ocurrido, continuaba sonriendo. Aquella era una herida mortal. El vientre se hincharía, lleno de sangre, y su dueño iría perdiendo las fuerzas poco a poco, hasta morir.
-Observa a Kunn -dijo el joven asirio.
El tal Kunn reculó hasta el estanque, se arrodilló y bebió. Al levantarse, dejó caer la túnica hasta la cintura. La herida del abdomen, un tajo negruzco, comenzó a cerrarse milagrosamente, absorbiendo toda la sangre derramada. Allí quedó tan sólo una costra, que pronto fue tensa piel.
-Gracias, Kunn -dijo el joven asirio.
El herido se colocó la túnica rota y manchada y volvió con los demás. Tilat continuaba mirándolo, atónito.
-Hay una Fuente de la Eterna Juventud en cada rincón del mundo -explicó el joven asirio-, que se aparece en el momento más inesperado. A quien se le ofrece este regalo, puede beber de ella, y convertirse en su guardián. Será inmortal, y gozará de los placeres de la tierra y de la carne, o de los correspondientes al espíritu o el intelecto. Hoy, la Fuente se te ha presentado a ti. Podrás seguir siendo un guerrero tras bebes de sus límpidas aguas, podrás tener riquezas y mujeres, o ser pobre y ascético. Podrás continuar con tu vida o cambiarla por completo. Pero, en el corazón, siempre serás un Guardián de la Fuente, y cuando se te convoque, como hoy lo hemos sido todos nosotros, aparecerás.
Tilat guardó silencio. No era estúpido, y no se negaba a creer lo que sus sentidos le mostraban.  Comprendía que tras la realidad cotidiana había una segunda realidad, que precedía a otras muchas. Y hoy, ante el umbral de la muerte, él había rasgado el primer velo.
-¿Por qué yo? -preguntó, al fin.
-Porque la Fuente te ha elegido. Como ya te dije antes, la Fuente sólo desea Guardianes de espíritu poderoso y lealtad inquebrantable. Por eso te quiere a ti.
Tilat guardó un solo instante de silencio.
-Dejadme beber -logró ponerse en pie-. Amo la vida y quiero vivir.
El joven asirio sonrió. Dos de sus compañeros, un hombre y una mujer, llegaron hasta el envenenado y lo ayudaron a caminar. Tilat se sorprendió al percibir la fuerza y firmeza en el pulso de la pareja. Se arrodilló junto al agua y observó su propio rostro, ajado, sucio, exhausto, lleno de arrugas y dolor. Por el contrario, los reflejos de sus acompañantes eran luminosos, bellos y fuertes. Tilat les envidió.
De pronto, sintió una duda. Alzó la cabeza y miró al joven asirio.
-¿Cuál es el precio? -preguntó.
-El precio es servir a la Fuente con todo tu ser. Habrás de renunciar a cualquier otra creencia.
Tilat tragó saliva ruidosamente.
-¿Habría de renunciar a mi Señor Assur?
-Renunciarás a Él -fue la grave respuesta-. Será una transición indolora. Simplemente, lo olvidarás. Dejará de importarte. Vivirás. Encontrarás la felicidad.
Tilat enarcó una ceja y su mirada quedó suspendida del vacío. Amaba la vida. Amaba la guerra, la victoria, bromear con los amigos, comer hasta hartarse, beber y cantar. Amaba reír, y amaba a las dulces mujeres. Deseaba vivir. Lo deseaba rabiosamente.
Sintió de pronto un dolo que le abría el alma, como un cuchillo afilado. Empuñó fuertemente la espada.
Cuando alzó la cabeza, las lágrimas arrasaban su faz. Pero sonreía fieramente. De nuevo era un guerrero. De nuevo marchaba hacia la batalla, la más difícil y dura. Y cabalgaba junto a su Señor Assur, el Vencedor del Caos.
-No viviré la vida de otro -escupió-. Moriré con orgullo, siendo yo mismo.
Tilat hundió el arma en su propio cuello. Miró hacia el techo, mientras la sangre empapaba su pecho y abdomen. Los ojos se le llenaron de gloria. Expiró, y cayó hacia atrás.
Los diez albos Guardianes no pronunciaron una sola palabra. Miraban el cadáver con tristeza, y quizás una chispa de cierta envidia. Poco a poco, sus figuras fueron tornándose translúcidas, hasta desvanecerse por completo.
Las esfinges se hicieron piedra. No les dolió el cambio. Ahora eran estatuas, frías y bellas.
La vasta estancia quedó vacía, con el cadáver guerrero a pocos pasos del estanque.
Las antorchas perdieron fuerza, hasta apagarse y sumir el lugar en la más silenciosa negrura, en el más negro silencio.

Las puertas del Valhalla


          Las puertas del Valhalla
 
El mar había sido poseído por la tormenta. Las olas se levantaban salvajemente sobre la superficie como hambrientas garras dispuestas a atrapar cualquier presa que osara surcar su oscura y verdosa piel. La lluvia azotaba sin compasión mientras, en lo alto, por entre las tenebrosas nubes, los relámpagos brillaban como las blancas arterias de un antebrazo divino. El crujido del trueno reventó sobre el Universo. El viento silbaba una canción hiriente y ominosa.
            Aquél fue el escenario donde se desarrolló el choque entre las dos naves: el Perro Negro de los escandinavos y el  Espada de los daneses.
            Éste último se había aventurado en aguas peligrosas, cargado de especias y telas, con destino al Sur de Inglaterra. Sus dueños confiaron en el fuste de la nave para superar las galernas y el coraje y el adiestramiento de los guerreros que portaba para contrarrestar a los terribles piratas vikingos.
            Mas ahora, sobre la cubierta danesa, la sangre se mezclaba con el agua y los aullidos de los combatientes con el espantoso rugido de la tormenta. Daneses y escandinavos se defendían, mataban y morían sobre la resbaladiza cubierta, bajo las velas desgarradas por el viento. Los había que tajaban con furia demoníaca y los había que contenían sus entrañas con las manos, en un vano intento de que no se las robara el mar.
Una gigantesca ola se levantó por estribor, un muro negro y esmeraldino que eclipsó la noche en torno al barco.
Koll, El Matador, un vigoroso saqueador escandinavo, alzó su vista azulada hacia aquel espumeante y horrendo techo que durante un eterno latido permaneció inmóvil, envolviendo a ambos barcos. Cinco pies por encima de su cabeza flotaba un enorme cadáver, un hombre con el que, el día anterior, charlara acerca de mujeres y armas al amor de la cerveza caliente.  El danés contra el que Koll había estado batallando se embarullaba en el suelo, presa del horror, la mirada presa del muro acuático.
            Koll deseó gritar el nombre de su dios Odín, quizá para implorarle ayuda o para maldecirlo, pero en el siguiente latido un fragor colosal llenó sus tímpanos y arrasó su cerebro. El agua, como la mano de un gigante enfurecido, lo aplastó contra el suelo y lo arrastró sobre los maderos. Aquel hombrecillo trató desesperadamente de aferrarse a cualquier solidez, pero se encontró a sí mismo presa de fuerzas que le superaban, tal que un pelele, un muñeco sin voluntad.
            Su cuerpo chocó contra el de otro hombre. Después, topó brutalmente en su errático camino con una masa densa y tubular y sus dedos se aferraron a ella. Experimentó un sufrimiento afilado y sospechó que se había roto varias costillas en el encontronazo.
            El agua desapareció por el momento, deslizándose rápida hacia abajo o -tal vez- arriba. Koll seguía agarrado al palo mayor. Abrió los ojos y por entre la cortina de lluvia distinguió los cascos de los barcos unidos por los garfios, de estribor de uno a babor del otro.
Las naves habían sido hundidas por la ola hasta media cubierta y milagrosamente sus cuerpos emergían, como bestias marinas en celo. Descubrió cuerpos que flotaban y acto seguido desaparecían tragados por las aguas. Un danés de ojos claros y barba y cabellos rojizos, con el rostro macilento y los ojos muy abiertos y enloquecidos, se aferraba a la baranda de estribor con su brazo izquierdo. En el derecho tenía una espada.
            La cubierta osciló y el extremo de babor subió violentamente, levantando densas alfombras de agua. Se escuchó un estremecedor crujido procedente de la bodega. Koll supuso que las cuadernas por fin comenzaban a desgajarse, como la cáscara de nuez bajo el mazo. En pocos instantes, el interior del Espada se llenaría de agua y la nave iría a pique, tal vez arrastrando al barco rival; entonces, la Ley de la Guerra se extendería no sólo al músculo y el acero, sino también a la brea, las maromas, la tela y la madera. Koll así lo comprendió: de no ser desenganchados, los garfios del barco danés se llevarían con él al Perro Negro.
             De pronto, su mirada ahíta de maravilla y horror quedó aún más alucinada al contemplar, entre la lluvia y las sombras, partirse literalmente la cubierta del Perro Negro, en una larga grieta desde la proa a la sección media de la nave. Una ola brutal embistió de frente a la nave, arrancando la cabeza de dragón y levantando entre blanquísima y vociferante espuma una nube de maderos y tablas desgajadas. Uno de los largos remos de estribor saltó de sus guías metálicas, robadas estas a su vez de la madera,  subió por el costado de la nave, al capricho del agua, y se desplazó por cubierta. El enorme madero topó con Thormur, El Viejo, y Koll contempló la cadera de su compañero salirse de su lugar, deformando fantásticamente el cuerpo del veterano marino. Thormur abrió la boca, mas su voz desapareció, engullida por la tormenta. Rodó por cubierta, se deslizó sobre la maltrecha baranda y quedó horriblemente atrapado por los dos costados de los barcos cuando estos se unieron en un choque de carnero. Thormur El Viejo finalizó su vida contra la madera que él mismo había calafateado.
            Una parte lejana y serena de Koll le dijo que todos, daneses y escandinavos, iban a morir tragados por aquel vendaval asesino. Como si la Naturaleza hubiera escuchado sus pensamientos, la lluvia arreció y el bamboleo se tornó más violento. Koll hubo de esforzarse para no desasirse del palo mayor. Tenía el cuerpo helado, lo sentía como un armazón torpe y ajeno. Parpadeaba constantemente para sacarse la lluvia y la sal. Había vomitado el contenido de sus tripas empapadas en agua de mar y sólo le quedaban ácidos que toser agónicamente.
            A pesar de todo, se fijó en que el danés con la espada aún seguía aferrado a la baranda de estribor, una tozuda sombra tras la cortina de agua. Cuando los hombres bailan con la Parca se tornan borrachos o niños, así que Koll fue atacado de pronto por el firme deseo, la convicción, de conseguir aquel acero, perecer empuñándolo y presentarse ante el remoto Valhalla con un arma en la mano. Porque, lo comprendía ya sin ambages, iba a morir. Muchas veces había cortejado a la Señora Muerte, pero nunca hasta entonces había sufrido esta absoluta certeza.
            Y, como si tan pavorosa y tremenda serenidad hacia el negro futuro hubiera despertado en él nuevas formas de percibir la realidad, ésta le resultó de pronto más nítida, como si los colores ganaran brillo y las formas se definieran tan perfectamente como jamás hubiera imaginado antes. Podía percibir con la mirada la tremenda densidad de los sólidos y la helada persistencia de los líquidos a su alrededor. Una extraña energía subió por su médula espinal, encrespó el vello de su nuca y explosionó en el cráneo, como una lluvia de fuego helado que recorriera todos y cada uno de sus nervios. 
 Escuchó un canto que había surgido de pronto y sin embargo le parecía eterno e inamovible, como si siempre hubiese vibrado sobre el mundo y él no lo hubiera notado hasta el momento. Comulgaba sin agresividad con los truenos, la lluvia, el mar y el viento. Eran voces agudas, más parecidas a las notas de una flauta que a creaciones de garganta humana.
Descubrió entonces algo azulado entre las olas. Brillaba y era translúcido, confuso como un color que hubiera cobrado viva propia, venciendo las Leyes del Cosmos.  Lo siguió con la vista mientras se convertía en esplendor de ola y después en espuma, se definía y transformaba en un ser de bordes imprecisos. Cabalgaba sobre un caballo neblinoso y alado. El jinete cobraba formas femeninas; portaba una extraña armadura compuesta de una fantástica y brillante cota de mallas plateada y un yelmo gris repleto de suaves filigranas, que dejaba libre un rostro a veces cremoso y a veces dorado.
La valkiria desapareció bajo el mar y la mirada de Koll persistió varios latidos allá donde las olas se la habían tragado.
            Koll se volvió hacia arriba y se perdió en un cielo negro y profundo. A pesar del agua que se le encharcaba sobre las pupilas no parpadeó, pues descubrió en él puntos luminosos que aullaban cantos estremecedores. Eran más seres espectrales, las Valkirias, las Hijas de Odín, montando sus caballos de luz. Empuñaban lanza y llevaban embrazado un escudo. Sus armaduras estaban hechas de diferentes metales preciosos, que esplendían de manera inédita en el mundo terrenal. Evolucionaban tan velozmente que sus largas melenas, sueltas o recogidas en trenzas, nunca tocaban sus espaldas.
            Koll distinguió a una de ellas agarrando por el brazo derecho un cuerpo luminoso, como un jirón de claridad, con el vago aspecto de un guerrero; la dama estaba llevándose el alma de un compañero vikingo.
            Un zarandeo especialmente enérgico del barco revolvió sus quebradas costillas dentro del amplio pecho y el dolor le dejó sin aliento. Cuando abrió los ojos ya no había valkirias en los cielos y el mundo en torno a sí le resultaba torpe y pesado. Se sentía como si durante varios instantes hubiera volado y de pronto volviera a estar sujeto al firme con cadenas de hierro. Sin embargo, aunque no las viera, estaba seguro de que ellas aún continuaban allí, llevándose los espíritus más valerosos hacia el Valhalla.
            El palo mayor crujió, ominoso. Koll vio la punta caer desde lo alto. Cerró los ojos, esperando el golpe fatal, pero el maderamen fue desplazado por el viento hacía estribor y lo hizo desaparecer entre las olas.
            El danés continuaba aún aferrado a la baranda de estribor, casi de rodillas, y todavía conservaba su espada. Quizá ellos dos fueran los últimos supervivientes de la debacle. Koll apretó las mandíbulas mientras clavaba sus ojos en él: debíaconseguir aquel maldito acero.
            Difícilmente, logró alzarse hasta quedar medio agachado, con el pecho apoyado en el palo mayor y los brazos rodeándolo. Le ardía la carne en la cual se le hincaban las costillas rotas, pero él tenía que levantarse y atravesar el corto espacio que le separaba del danés y arrancarle la espada de las manos.
            Intentó no resbalar sobre el suelo encharcado al erguirse en pie, aún sujeto a la madera. Una ráfaga de viento brutal le golpeó por la espalda. Aquélla era su oportunidad.
            Koll aulló el nombre de Odín y se soltó del palo. Impulsado por la onda de aire, medio corrió medio voló hacia estribor. Un trueno crujió en el cielo y Koll cayó estrepitosamente al suelo. El pecho se le deshizo en puro dolor. El barco oscilaba ahora hacia estribor y el vikingo, cegado por el sufrimiento, se deslizó sobre la madera, atravesando la alfombra de agua, espuma y sal.
            La figura oscura del danés se le acercaba. Descubrió la diminuta claridad de sus ojos enloquecidos. Gritaba algo ininteligible bajo el aullido del viento y alzó su espada, sin soltarse de la baranda. Un relámpago iluminó sus facciones enloquecidas y airadas. Adelantó el arma hacia Koll y el acero desgarró el antebrazo derecho del vikingo desde el codo a la muñeca. La sangre bañó su mano helada, como un líquido más, y el filo cortó la palma, emergiendo por entre los dedos pulgar e índice. El nórdico, borracho de furia y rabia, se aferró al cuerpo rival y se levantó del suelo encharcado, propinando con el mismo movimiento un cabezazo en el rostro danés. Rió como un poseído, pues las valkirias cabalgaban de nuevo en torno a él, disputándose unas a otras el derecho de llevarse al guerrero más corajudo.
El danés cayó hacia atrás, semiaturdido, con los labios rotos y chorreando algo rojo que la lluvia borraba. Koll se aferró a él, como antes lo había hecho al palo mayor. Atrapó la mano diestra del enemigo e intentó arrebatarle la espada del puño. La mano herida le ardía en fuego y no podía utilizar los dedos dañados.
            El danés se recobró y empujó a Koll, quien se afirmó sobre la baranda para no caer. Las valkirias gritaban su canción de guerra y gloria, ensordeciéndole, y una ola gigantesca se alzó sobre el barco.
            De nuevo la vorágine, y al pronto se hallaban los dos guerreros bajo el mar, lejos del barco. Era aquél un mundo verdoso y fantasmal, animado por caprichosas tonalidades y profundos sonidos.
Descendieron, envueltos en una nube de burbujas, aferrando ambos la espada, intentando arrebatársela al otro por todos los medios. Koll, sintiendo los pulmones a punto de estallar, mordió en el cuello a su rival. Sus dientes encontraron una importante arteria y, al reventarla, la sangre ascendió en forma de oscuros y rítmicos hongos. El danés, entonces, abrió mucho sus ojos helados y se llevó las manos a la garganta por la que se le escapaba la vida. Así, finalmente, soltó la espada.
El arma cayó hacia el fondo, dibujando una trayectoria recta y un giro sobre sí misma en espiral.
            Koll clavó en ella su nublada vista. Sentía que perdía las fuerzas, pero abandonó al enemigo y se impulsó con los pies hacia abajo, dando vigorosas y agónicas patadas. Cuando sus dedos rozaban el mango sintió que sus pulmones reventaban y el aire se le escapaba, sanguinolento, por la nariz y la boca. El mundo se oscureció y abrió la boca en un amargo sollozo, por fracasar tras el roce de la victoria.
            Experimentó un súbito y violento tirón. Vio su propio cuerpo alejarse hacia el fondo del océano, lacio y pesado, persiguiendo, ya sin vida, la espada, aún con la mano rozando el puño que se le escapaba.
            Se sentía increíblemente ligero y pletórico de energías. Miró hacia arriba y vio una forma brillante, una mata de cabello dorado, una armadura plateada y azul que destellaba con reflejos antes imposibles, ahora ineludibles. Era una valkiria. Los dedos del ser le tenían aferrado por la nuca, sin causarle daño alguno. El caballo alado que los llevaba a ambos parecía hecho de oro y ámbar.
            Koll se observó: estaba desnudo y su piel brillaba suavemente, como la gelatina bajo la luz de una vela. Tenía el cuerpo limpio de mugre y heridas. De hecho, jamás había experimentado aquella plenitud. Abrió y cerró las manos, sonriendo mientras los pececillos las atravesaban con indiferencia. Era un espectro, un ánima separada del físico muerto, y aquella convicción le llevó a reír como un niño. 
            La superficie se les acercó velozmente. De pronto se hallaron en el exterior del mar. Cuando Koll miró hacia abajo, contempló hundirse definitivamente los dos barcos en el océano embravecido.
            Escuchó con increíble nitidez el crujir del trueno, el siseo de la lluvia y el ulular del viento. La luz de un relámpago le encegueció.
            Al abrir los ojos, habían dejado atrás las nubes tormentosas. El cielo se les presentaba infinito, estrellado, límpido y glorioso. Brisas heladas traspasaron a Koll y a la valkiria, quien entonaba una canción triste y hermosa.
            El aire se espesó, la realidad cobró densidad y se retorció como una maraña de serpientes. Aparecieron extraños colores de apariencia líquida que se arrastraban y difundían unos sobre otros, creando nuevas y fantásticas tonalidades.
Koll abrió la boca para hablar y se sorprendió cuando su propia voz pareció surgir de todas partes y de ninguna, llenando el Universo con su tono grave y sereno:
            “Dónde nos hallamos, bella dama? ¿A dónde me llevas?”
La valkiria le miró con ojos color rubí.
            “Estamos traspasando los portales entre los mundos, guerrero. Aún hemos de cruzar Tres Regiones más. Entonces, llegaremos al País del Valhalla.
Koll de nuevo iba a preguntar, pero los colores desaparecieron súbitamente, como animalillos asustados por una terrible bestia. Volaban sobre un Universo en el que sólo existían el blanco y negro. Diferentes tonalidades de ellos dos servían para dar forma a los habitantes de aquel lugar, hombres y mujeres achaparrados que caminaban sobre la superficie de un inacabable y fangoso mar.
            Koll se miró una mano y vio que ésta era de color gris brillante. Tan sólo la valkiria y su caballo alado rompían la brutal monotonía con sus tonos dorado, azul y plata.
            Ascendieron hasta encontrar una infinita bóveda cristalina, que atravesaron raudamente, sin dañar en absoluto su frágil vidrio. Koll comprendió que entraban en la segunda de las tres Regiones a las que antes se refiriera la valkiria.
            Era un Cosmos helado, un desierto de nieve y escarcha sin fin. Fantasmales y curvilíneos icebergs se alzaban sobre un mar blancuzco, de sólida consistencia. Koll divisó unas figuras toscas y nervudas que les miraban y alzaban sus mazas y hachas hostilmente.
            La valkiria se volvió hacia Koll y, aunque no abrió sus labios, o lo hizo tan suavemente que parecieron cerrados, su voz reinó sobre el helado silencio:
            “Éste es el mundo de los Trolls, los Enanos y las Bestias del Hielo, todos bajo la sombra de su padre Ymir. Pelearon contra Nuestro Señor Odín y sus huestes asgardianas cuando los habitantes de este País intentaron invadir una Región que no les correspondía.
            Los Enanos ascendían como montañas cristalinas y les aullaban huracanes. De sus barbas colgaban los glaciares y de sus grotescos labios se desprendían avalanchas. Poseían ojos intensamente azules, sin pupilas. Sus narices eran picachos, sus cejas cordilleras, sus poderosos músculos montes y valles sobre los que se trotaban aterrorizadas manadas de lobos, osos y ciervos.
            Pero los Enanos, a pesar de sus estruendos y sus amenazas que alzaban tormentas de nieve, no pudieron alcanzarlos.
            Les dejaron atrás y se enfrentaron a una espesa barrera de nieblas. Atravesaron el banco algodonoso y entonces observó el vikingo otro mundo, una Región en la que había bosques de extraños árboles y desiertos que no eran de hielo o arena. Por todas partes descubría hombres, mujeres, niños y ancianos que emitían un débil fulgor. Andaban cansinamente, con la cabeza baja. Se dirigían en grandes filas hacia distintas direcciones, de manera al parecer caótica.
            Koll preguntó.
            “¿Quiénes son?”
“Almas perdidas. Están atrapadas entre la Vida y la Muerte. Dejaron tareas sin cumplir o se marcharon a destiempo. Nadie sabe lo que ocurre con ellos. Andan y andan, mendigando un destino en esta Tierra de Nadie.
            Koll sintió profunda tristeza al contemplarlos, pues todo en ellos rezumaba desesperación.
            La valkiria advirtió.           
“Y ahora, cuidado. Pronto llegarás al Umbral del siguiente País y habrás de soportar la mirada de Hela, Señora de Todos los Finales. Si le complace lo que ve te dejará pasar a la siguiente existencia. Si no, quedarás atrapado con ellos en este mundo” Señaló a los espectros del suelo. “Extrae todo tu valor, guerrero, incluso el que no poseas
            Koll miró hacia el frente y su vista topó con un espeso muro de opacidad que se les acercaba.
            Lo traspasaron. Entonces, el Miedo agarró al vikingo con puño de hierro.
            Era aquél un mundo oscuro y tenebroso. No había más que calaveras y osamentas, figuras de ceniza, cementerios y túmulos. Columnas de negro humo se alzaban desde braseros herrumbrosos, dibujando monstruos de crueldad infinita. Mas, si espantosa eran aquellas criaturas y sus circunstancias, más insoportable resultaba descubrir que todas ellas eran partes de un gran y único conjunto, pinceladas del mismo lienzo: cada pedazo de negrura y cada criatura de pesadilla se conjugaba con las más cercanas y juntas, infinitas, creaban la eterna faz de Hela, Señora de lo Muerto.
            Koll procuró escapar de aquella enloquecedora visión, pero en sus manos, en las calaveras, en las aceitosas volutas e incluso en las escamas de la cota de mallas de la valkiria se dibujaba el diminuto rostro de la muerte, como los reflejos de una efigie majestuosa y vesánica que dominara cada pedazo de aquella realidad. Koll trató de aguantar esta presión titánica, pero sollozó, desesperado. El temor se transformó en pánico sucio y pegajoso que le impedía pensar. Deseaba aullar, correr, volar, escapar de aquel espanto ávido y chillón. Pero no podía. Y no debía. Agónicamente, buscó en su interior la fuerza necesaria. A pesar de no creer poseerla, la halló.
            Entonces, el Rostro de la Muerte se difuminó. Su presencia ya no era manifiesta en cada sombra y cada luz.
            Koll y la valkiria habían penetrado en un mundo brillante, cuya blancura se desparramaba sin frontera. Hela había quedado lejos, Koll había superado la prueba de la Señora Oscura y cruzado el Umbral de lo Muerto.
Ahora, estaba en el Más Allá.
Miró a la valkiria, quien guardaba silencio. La luz iluminaba sus facciones, confiriéndole hermosura y nobleza. También Koll se sentía de algún modo más fuerte y sereno.
Continuaron galopando en el Mar de Luz. Divisaron, lejana, una nube oscura y zumbante. El vikingo se interesó.
“¿Qué es aquéllo?”
“Los enemigos del Valhalla, criaturas malignas y amantes de la tiniebla. Quieren conquistar este mundo y hacerlo suyo. Llegaron desde el Averno de Surtur, ejército tras ejército, horda tras horda, y emprendieron una guerra interminable. El deber de los guerreros del Valhalla es contenerlos y vencerlos en incontables batallas.
            Koll clavó sus inmateriales ojos en el enjambre que se les aproximaba. El color de los seres oscilaba entre el ocre y el rojo y sus cuerpos parecían cubiertos de una carne húmeda y arcillosa. Aunque albergaban cierta consistencia, no guardaban estabilidad, ya que los brazos, las piernas, los tentáculos y los ojos aparecían y desaparecían vertiginosamente sobre cada musculoso cuerpo. Todos ellos formaban una sola unidad que se desgajaba arrítmica y caprichosamente. En la tormenta de formas, los rostros sonreían de manera avariciosa, mirándolo todo con ojos saltones, y entre los labios abultados aparecían hileras de finos y afilados colmillos y lenguas que lascivas culebreaban.
            La valkiria espoleó a su caballo alado. El corcel galopaba y volaba raudo hacia la nube de espectros, que a su vez también parecían desear la lucha. Rugían excitados y se relamían las grotescas bocas.
            La valkiria colocó el escudo circular en su brazo izquierdo y con la diestra desenvainó su espada, forjada en metal que suavemente brillaba en tonos helados. La mujer guerrera cantó una canción que haría pedazos los corazones de los valientes y cargó sobre la muchedumbre.
            Su espada zumbó en todas direcciones, rajando y aplastando los cuerpos de pesadilla. Aquellos cadáveres se deshacían entre nubes de pegajoso y oscuro humo que tardaban en desaparecer, como una suerte de ríos de melaza negruzca impulsados en caprichosas direcciones. Los demonios intentaban atrapar y acuchillar a la valkiria con sus afiladas garras, pero ella se defendía de los lances con el escudo y contraatacaba utilizando su letal acero.
            Koll, a su lado, sobre la grupa de la montura, quiso también luchar, sintiendo de nuevo la furia del combate.
            Un demonio se le echó encima y el vikingo sintió que aquella cosa lo empujaba hacia abajo y lo engullía. Le pareció estar bajo aguas, atrapado por los tentáculos de una bestia que deseara arrastrarle hasta su remota guarida. El ser gruñía y mugía espeluznantemente, y aquellos sonidos se escuchaban, como todos los del Más Allá, no en los tímpanos, sino dentro de la mente. Sin saber cómo, por puro instinto, Koll peleó y se debatió contra la bestia, vomitando rabia y coraje.
De repente, estaba en el centro de una nubecilla fungosa que se deshacía en hilachas de un sucio escarlata. Sentía exultación, pues había vencido. Vio deshacerse poco a poco los restos de los cadáveres enemigos. La valkiria daba cuenta de los supervivientes. Incluso el caballo alado peleaba, aplastando a los espectros bajo los cascos. Los pocos monstruos que aún conservaban la vida huyeron en desbandada y la valkiria cesó su escalofriante canto de batalla.
Se acercó a Koll, llevando al trote a su inquieto caballo mientras envainaba la espada.
            “Hemos ganado. Pero volverán. Si entras en el Valhalla, tu cometido será detenerlos una vez y otra, incansablemente”
            Koll montó de nuevo sobre la grupa del corcel y asintió en silencio. Su rostro etéreo había tomado una expresión grave. Comenzaba a sentirse parte de aquel extraño universo.
Siguieron cabalgando en la blancura inacabable durante fugaces eternidades. En un instante determinado, descubrieron una lejana y grandiosa batalla.
Un ejército estaba formado por aquel tipo de obscenas criaturas contra las que habían peleado y en el otro militaban fornidos hombres, enfundados en recias armaduras, que portaban hachas y espadas fantásticas. Había miles por cada bando.
            La valkiria les señaló.
“Ahí los tienes: los Defensores del Valhalla. Ése es su sino: luchar sin descanso hasta caer o aplastar al enemigo”
            “¿Quién ganará esta guerra?”
            “Nadie. Es una lucha eterna. Lo que se busca es no perder”
La valkiria miró hacia el frente, entrecerrando los ojos, reflexiva, como rememorando sucesos lejanos.
“Hubo una época en que los Dioses Oscuros, aconsejados por El Señor de las MentirasEl ArdienteEl Huido, Loki El Perverso, intentaron apoderarse de las Regiones Elevadas e incluso conquistar Asgard, el Reino de Luz. Fue entonces cuando Ymir y sus hijos se aliaron con los demonios de Surtur e innumerables y enloquecedoras criaturas se enfrentaron a los guerreros del Valhalla y los Países Superiores. Incluso Nuestro Señor Odín intervino en la lucha, comandando a su pléyade de Inmortales, a la vanguardia de los cuales marchaba Thor, El Tronante, de barba y melena rojas y ojos devastadores, empuñando su martillo Mjolnir. Fue una guerra corta pero devastadora. Las huestes del Submundo resultaron vencidas y retornaron, masacradas, a sus mundos de origen. Pero siguen atacando, aún cuando saben que perderán en el momento final. Es el Destino, que gobierna a hombres y dioses, el que ha impuesto esta lucha interminable.
            “¿A dónde van las almas de quienes mueren en la lucha a favor o en contra del Valhalla?”
            “Eso nosotros no lo sabemos. Quizá pasen a otras Regiones, superiores o inferiores. El camino de un espíritu no tiene fin, ni siquiera los dioses pueden librarse del infinito viaje de sus ánimas en busca de algo por lo que peleamos y sufrimos pero sólo llegamos a intuir.
            Tras las enigmáticas sentencias, Koll guardó de nuevo un reflexivo silencio.
Observó la lejana muchedumbre. El brillo de los guerreros contrastaba con la oscura y terrosa piel de los demonios. Morían a decenas, tanto en un bando como en otro, y sus cuerpos se convertían en niebla fungosa.
La valkiria se apresuró.
            “Vámonos. Dejémosles a ellos con sus asuntos, que nosotros hemos de concentrarnos en los nuestros.
            Cabalgaron y cabalgaron hasta descubrir una lejana esfera. A medida que se aproximaban, su superficie dejó de ovalarse y se transformó por fin en un plano e infinito muro que refulgía con el oro y el bronce en que había sido construido. La pared se hallaba enteramente cubierta por relieves que mostraban escenas de gestas y aventuras, entierros solemnes, coronaciones, bodas y banquetes.
            Koll escuchó la voz de su guía.
            “Tras este muro se encuentra el Valhalla. Mi cometido acaba aquí. Ahora, Los Que Contemplan y Deciden deberán juzgar si eres digno o no de penetrar en esta morada”
            Koll frunció el ceño, preocupado.
            “Pero no morí empuñando arma alguna. Quizá no me permitan entrar” 
“De cualquier modo, has de permanecer aquí hasta que el Guardián de las Puertas del Valhalla te diga cómo debes proceder. ¡Adiós, guerrero, y que el Triunfo te acompañe adonde quiera que vayas! Nunca dejes huír al valor, porque ése ha sido y será el corcel que más rápido y lejos te conducirá”
            Koll se despidió de la bella dama. La valkiria espoleó a su montura y cabalgó hasta convertirse en un punto lejano y por último desaparecer, quizá en busca de otros guerreros valientes a punto de abandonar la vida terrenal.
            El vikingo quedóse mirando el muro infinito, hipnotizado por los detallados y hermosos relieves que lo adornaban.
            De pronto, aquellos dibujos se movieron, culebreando como con vida propia. El metal se deshizo y fluyó tal que un líquido, dibujando frente a Koll un portal gigantesco cuyos lados medirían, tal vez, más de trescientos pies. Dos puertas de un extraño metal plateado cerraban la entrada.
            Una de las hojas se abrió, sin producir sonido alguno, y Koll atisbó por la estrecha abertura el interior del Valhalla...
            ...Vio mares verdosos e indómitos en los que navegaban majestuosos y rápidos barcos. Vio montañas blancas y fiordos de belleza turbadora, primaverales bosques donde abundaban las bestias salvajes y praderas de fresco y verde césped en las que hombres y mujeres desnudos cantaban, reían, hacían el amor y conversaban mientras la brisa acariciaba sus cabellos. Vio compañeros de batalla apurando los cuernos de cerveza e hidromiel,  narrando y escuchando sus aventuras y hazañas...
Aquellas imágenes llenaban su mente. En ellas, todo ser del Valhalla, vivo o inerte, poseía una consistencia y una firmeza ajenas a las cosas del mundo terrenal. Al mismo tiempo, una serena fuerza persistía en el aire, llenando al espectador de gozo y asombro.
            Koll entendió entonces por qué los demonios de las Profundidades deseaban conquistar aquellas tierras. El Valhalla rompía y robaba el corazón de quien lo contemplara, despertando en el observador el deseo de volver una y otra vez, por muy lejos que se hallara.
            Las puertas se cerraron y frente a Koll había un gigante. Al vikingo le dio la impresión de que había permanecido ahí durante mucho tiempo, confundido con el fondo de las imágenes y los relieves broncíneos. El coloso le aventajaba en tres cabezas de altura. Tenía un cuerpo robusto y poderoso y su porte rezumaba decisión y orgullo. Vestía una majestuosa armadura de colores plata y oro. Apoyaba sus dos manos enguantadas en una espada de hoja recta, ancha y larga. Bajo el yelmo adornado con afiladísimos cuernos sus rasgos eran firmes y rectos. Lucía barba dorada y sus fríos ojos azules no tenían edad.
Su voz tronó en la vastedad.
“¿Quién eres y qué quieres, hombre?”
A pesar de la ansiedad, Koll respondió con aplomo.
            “Me llamo Koll, hijo de Edric, hijo de Munsen. Fui un guerrero vikingo en la Otra Vida. Quiero unirme a los Defensores del Valhalla, pelear con ellos en sus batallas y triunfar o morir por este sagrado lugar”
            El gigante le miró fijamente con sus helados y severos ojos azules. Koll hubo de hacer esfuerzos para no apartar la vista. Se sentía desvalido ante aquella figura terrible, pero recordó lo que le dijera la valkiria: “No dejes huír al valor, pues éste ha sido y será el corcel que más rápido y lejos te lleve”.
            Decidió hincar espuelas a tan brioso caballo y alzó su blancuzca barbilla, altivo.
            “¿Y bien, noble guardián? Estoy esperando tu respuesta”
            Por los ojos del gigante cruzó un relámpago de furia y Koll experimentó terror. Le pareció hallarse ante una sólida montaña que en cualquier momento podía desplomarse entera sobre su cabeza. El Guardián contestó.
            “Cuida tus palabras, hombre  Eres osado y en el Valhalla admiramos esa cualidad. También moriste en lid, lo cual te honra. Pero, cuando llegó tu hora no empuñabas el  glorioso acero y eso dificulta tu bienvenida al Valhalla. Deberás superar una prueba para entrar en esta morada.
            “Dime qué he de hacer, Guardián, y empeñaré en tal tarea hasta la última onza de coraje y decisión”
            “Koll, hijo de Edric, habrás de encontrar la Grieta que conduce a los dominios de Surtur el Maligno. Una vez dentro de ella, deberás tomar un objeto de gran valor y traerlo aquí. Sí lo consigues pertenecerás al Valhalla y el Valhalla te pertenecerá. Si no, pasarás el resto de esta Existencia sirviendo al Averno y la Oscuridad.
            “¿Y qué objeto es ése que debo traer? ¿Cómo podré llegar a esa Grieta?”
            “No te contestaré a eso. Habrás de averiguar tú solo las respuestas, pues ellas también forman parte de la prueba. Sólo esto te revelaré: la solución tienes que buscarla en tu interior. Y  cesa de preguntar. La calidad de tu deseo y tu valor decidirán el resultado de la prueba.
            Koll asintió gravemente.
“Guardián del Valhalla, cumpliré mi cometido o sucumbiré en el intento. Nos veremos antes de lo que esperas... ¡Me despido de ti!”
            El gigante asintió en silencio. Su figura se tornó borrosa, desapareciendo finalmente. Tras de él, las Puertas se deshicieron en un torrente de acero y bronce, volviendo a convertirse en parte del infinito muro.
La mirada de Koll encontró como por casualidad un relieve en el que se veía a sí mismo hablando con el Guardián. Comprendió que los inacabables dibujos mostraban todos los sucesos, trascendentes o banales, acontecidos en torno al mítico Reino. En aquel muro estaba escrita la Historia del Valhalla
            Aunque maravillado, se obligó a concentrarse en su misión: debía comenzar una búsqueda imposible. Sus posibilidades de victoria eran pocas, pero estaba dispuesto a esforzarse y no someterse jamás a la desesperación.
            Se desplazó, flotando ligeramente en aquel mar de blancura. Moverse en él era como atravesar un suave fluido. A medida que se alejaba del gran muro éste fue curvándose hasta formar una esfera más y más pequeña.
            Por fin, quedó solo en la blancura sin fin. Avanzaba hacia ninguna parte, buscando aquella gran Grieta de la que le hablara el Guardián.
            Descubrió una confusa mancha que iba cobrando tamaño paulatinamente. Aquéllo que se le acercaba a gran velocidad era un grupo de criaturas monstruosas, parecidas a las que combatiera junto a la valkiria.
            Contó al menos cinco de estos horrendos y rojizos seres, mas su número a veces se reducía o aumentaba al unirse y separarse sus cuerpos de manera caprichosa.
            Koll sintió miedo. Estaba desnudo y desarmado y ellos eran mayoría, parecían poderosos y ágiles y poseían garras y colmillos afilados. Sintió la necesidad de huír, pero, comprendiendo que no tendría escapatoria al ser sus rivales más rápidos, decidió pelear hasta perecer, fuera cual fuese la forma de morir en este extraño mundo.
            Cerró contra la jauría. Un latido antes del choque su carne azulada y translúcida devino cota de mallas, yelmo y botas. Una sección de su antebrazo izquierdo se expandió hasta conformar un bello y sólido escudo circular y de la palma de su diestra surgió una recta espada de brillante acero.
            El guerrero, con un brutal rugido, los encontró lleno de una energía sobrehumana, la fuerza nacida del puro y ciego valor.            Peleó como un enloquecido, repartiendo espantosos tajos que destrozaban las inmateriales criaturas, empujándolas con el escudo, resistiendo sus latigazos, arañazos y dentelladas, descargando el vigor de unos músculos imposibles, notando tronar la inmaterial sangre en sus sienes. Las criaturas chillaron y se deshicieron bajo el brillante zumbar de la espada.
            Pronto, sólo quedó uno de ellos con vida, un ser globoso con más de tres ojos en su orondo rostro y brazos tentaculares. Koll lo aferró del cuello cuando el demonio ya huía. Su carne resultaba húmeda y algodonosa, dotada de cierta solidez. El vikingo apoyó la punta de la espada en la barriga del ser, conteniéndose para no atravesarlo. Experimentaba un odio inexpugnable hacia aquella raza de abominaciones. Sus ojos despedían chispas y su rostro bajo el yelmo estaba contraído por la ira.
            “¡Condúceme hasta la Grieta, demonio!”
            El pánico del monstruo cedió y rompió a reír, agudo y burlón.
            “Como desees, estúpido. En la Grieta esperan mis hermanos, las huestes de Surtur. No podrás escapar de ellos y tu destino será tan horrible que suplicarás mil veces por que te demos un rápido final, y además renegarás otras tantas del Valhalla y sus moradores.
            Koll sintió que su cólera crecía, pero contuvo el brazo.
            “¡Vamos hacia ese lugar!”
            “Antes, has de jurarme que, una vez allí, respetarás mi vida y me dejarás huír en paz”
            “Y tú jurarás no descubrir mi presencia a tus amos una vez te libere”
            El demonio se carcajeó.         
“¡Claro que lo juro!  ¡Por supuesto! ¡Puedes confiar en mí!”
Aquel mezquino y grotesco ente no respetaría su parte del trato y Koll lo sabía. Aún así, él sí mantendría su palabra.
            “Yo juro soltarte al llegar a la Grieta, sin causarte antes daño alguno”
El demonio rió de nuevo, pero la mirada de su captor le ordenó callar. La punta de la espada lo obligó a avanzar y se pusieron en movimiento.
            Flotaron en la Nada durante algún tiempo, siempre guiando el monstruo, echando mano de un espectral sentido de la orientación.
            Pronto descubrieron en la lejanía las huestes de Surtur.
            Eran gárgolas, grifos, dragones, krakens, demonios, trolls y mil y una especies más de criaturas horrendas, que avanzaban como mares rojizos o enjambres de insectos compulsivos. Observándolos desde la distancia, Koll experimentó una profunda repugnancia: había algo ciertamente obsceno, cruel y malicioso en tales seres. El vikingo los imaginó como legiones de gusanos dispuestos a penetrar una manzana fresca y brillante e incubar en ella sus huevos hasta pudrirla por completo.
            Pronto divisaron la Gran Grieta. Al principio, sólo fue una línea lejana. Después, Koll quedó asombrado de aquella gigantesca cuchillada en el tejido de la Realidad. Era la Grieta un amplio y sucio desgarro, una puerta abierta a los predios de Surtur. Por ella surgían, como mareas hambrientas, mareas demoníacas. La locura correteó en la mente de Koll. Debió emplear toda su fuerza de voluntad para no huír despavorido ante aquel espectáculo.
            El demonio que le había guiado se buró de sus temores.
            “Es un hermoso panorama, ¿verdad, hombrecillo?”
            Koll no contestó, absorto en su tarea. Había de entrar en la Grieta y buscar un objeto de gran valor que él mismo desconocía. Pero estaba aún lejos de ella e intuía que, si se acercaba más, las huestes infernales terminarían por descubrirlo. Debía encontrar la manera de pasar desapercibido entre ellos.
            Cuando ya comenzaba a flaquear su resolución, miró fijamente al gordo demonio que lo había acompañado hasta el momento y se le ocurrió una idea.
“Me llevarás en tu interior. Tu carne es algodonosa y puede albergarme, como si fueses un gran saco. Así, tus congéneres no repararán en mí cuando pase a su lado”
            “No... ¡No puedes!”
            Koll le pinchó ligeramente la rojiza y arcillosa garganta con la punta de la espada.
            “Sí puedo. Y lo haré. Si tratas expulsarme o descubrir mi presencia te juro que desenvainaré mi espada y te rajaré de dentro a afuera. Mas, si obedeces mis órdenes te liberare una vez haya encontrado lo que vine a buscar, como antes prometí”
            Sin esperar respuesta, Koll guardó su espada en la vaina y atravesó la piel del monstruo. Experimentó asco por hallarse dentro del demonio, tal que si se hubiera zambullido en una roja gelatina. El cuerpo del espectro resultaba ligeramente translúcido y, aunque le escondería de las miradas ajenas, Koll lograba contemplar lo que ocurría en el exterior.
El vikingo refirió sus secas órdenes.
“¡Muévete en la dirección que yo te diga! ¡Y no hagas nada sospechoso o por Odín Sagrado que te atravesaré con mi espada y de ti no quedará más que oscura inmundicia!”
            Así, avanzando uno dentro del otro, pasaron entre las hordas infernales. Los horrendos soldados casi no se fijaron en el pequeño demonio, aunque varios capitanes, terribles guerreros enfundados en pavorosas armaduras, arengaban al espectro para que se uniera a sus compañeros de armas.
Lograron escabullirse hasta llegar al borde de la Grieta. Al mirar hacia el abismo, Koll experimentó vértigo y horror, pues en la profundidad brillaban los enloquecedores fuegos del Averno. Mas, conteniendo el pánico a duras penas, comen­zaron a descender por las empinadas laderas de aquel terreno seco y ocre. Al poco, su asco creció al comprender que aquellas imposibles paredes eran sangre solidificada.     
Evitaron una y otra vez a los ejércitos interminables que surgían del Otro Mundo. Koll buscaba con desesperación, más no hallaba ningún objeto que interpretara de gran valor.
Súbitamente, y al parecer sin una razón concreta, el demonio que le escondía echó a correr, chillando de manera histérica.
            “¡Está aquí! ¡Dentro de mí! ¡Un enemigo de los nuestros! ¡Un rival de Surtur! ¡Un Defensor del Valhalla!”
Koll quedó al descubierto y ni siquiera pudo atrapar al traicionero ser antes de que éste huyera definitivamente. Alzó su espada, dispuesto a luchar hasta el final.
El que fuera hasta entonces su guía continuaba burlándose de él, a prudencial distancia, mientras comenzaban a llegar decenas y decenas de otras criaturas infernales, movidas por la alarma y la curiosidad.
“¡Prepárate para el tormento, pobre necio! ¿Acaso pensaste que yo mantendría mi palabra?”
Una pesadilla de escamosa piel, animada por gruesos músculos, agarró el cuello del pequeño demonio.
“¡Tú lo has traído hasta aquí, estúpido!”
El pequeño diablo se retorcía bajo él, aterrorizado y servil.
“¡Mi señor, él me obligó! ¡No pude hacer otra cosa!”
Desdeñosamente, la imponente criatura golpeó y su lanza atravesó el rechoncho cuerpo, que pronto se deshizo en espesa humareda.
El guerrero vesánico, al menos el doble de alto que Koll, se acercó al vikingo con la lanza en una mano y un hacha de doble filo en la otra. Sonreía rabiosamente.
“Un Defensor del Valhalla... Estás muy lejos de tu Reino, guerrero. Demasiado lejos”
Koll no respondió y, cuando su enemigo cerró con un rugido, aguantó a duras penas el hendiente protegiéndose con el escudo. Su espada desgarró el costado del rival. Por todo lamento, el monstruo lanzó una carcajada. La lanza traspasó la pierna izquierda del vikingo. Koll aulló con su imposible voz y, loco de furia y dolor, clavó su espada en la garganta del monstruo, que, entre gritos de sufrimiento y pánico, se deshizo como líquido verdoso y fétido.
Koll extrajo la lanza de su miembro herido, que sangraba un humor brillante. Cojeando, trató de escapar.
Pero, descubierta su posición, numerosos grupos de enemigos continuaban aproximándosele, mugiendo y silbando de satisfacción por haber descubierto tan valiosa presa.
Koll seguía retrocediendo, mas se le aparecía claramente que en poco tiempo sus antagonistas lo rodearían por completo y le destrozarían rápidamente, en el mejor de los casos. En aquellos ámbitos infernales ya no lograba desplazarse al vuelo, así que caminaba sobre estrechas cornisas y empinadas laderas, no resbalando de puro milagro. Si ello ocurriera se precipitaría al fondo del abismo, donde le esperaban aquellas horribles llamas que chisporroteaban con vida propia.
Una criatura de aspecto casi humano se le acercaba por su diestra, hollando la misma cornisa en que él estaba. El ser vestía co­ta de mallas, casco adornado con cuernos, botas de algo parecido al cuero y una túnica corta cuya forma y dibujos recordó a Koll los del pueblo vikingo. Enarbolaba en su cadavérica mano una espada lar­ga y recta. Su rostro mostraba el tono de la ceniza y se estiraba, tan delgado que el reseco pellejo contorneaba los huesos. Del mentón y la coronilla colgaban varios mechones de pelo en resecas hilachas. Los ojos de la criatura eran totalmente opacos y había en ellos cierta y sucia maldad.
Su voz ronca y profunda raspó la mente del vikingo.
“¿No me recuerdas, Koll?”
El aludido le observó con mayor atención. El horror subió por su garganta como una gorda araña que pugnara por escapar a través de su boca y le impidió contestar. El hombre  cadavérico retomó la iniciativa.
“Soy Grimmur, aquél con quien com­partieras juegos de infancia, en nuestra Escandinavia natal.
Grimmur había dejado el mundo terrenal dos años antes que Koll, en una incursión contra los irlandeses.  Fueron buenos amigos desde niños, casi hermanos, y Koll no pudo reprimir las lágrimas durante su entierro.
Al fin, Koll salió del estupor.
“¡No es posible! ¡Tú deberías luchar con los Defensores del Valhalla, no del lado de sus enemigos! ¡Mereces un destino mejor!”
“Llevas razón, antiguo amigo, pero en una batalla los ser­vidores de Surtur y Loki me atraparon y esclavizaron mi espíri­tu. Ahora, me veo obligado a pelear contra alguien a  quien amé como a mi propio hermano. Mas no puedo evitarlo... ¡Defiéndete!”
            Soltó una aguda y amarga carcajada y, demostrando una fuerza y una agilidad sorprendentes, lanzó un revés a dos manos que su contrincante paró con el escu­do.
Koll no deseaba pelear contra Grimmur, o contra el recuerdo de Grimmur, pero al fin, entendiendo que no le quedaría otra salida, endureció su corazón y atacó.
Los muchos demonios y monstruos congregados alrededor del combate les arengaban, burlándose de ellos con voces odiosas. Koll, aunque debilitado a causa de su herida en la pierna, peleó con rabia, resistiendo la furia enemiga en principio, hasta volver las tornas a fuerza de enérgicos y rabiosos tajos y obligando a Grimmur a retroceder. Al fin, ensartó su espada en el pecho del antiguo amigo. Grimmur soltó un leve quejido y se precipitó al abismo, donde fue engullido por las llamas y el magma. Koll, empuñando aún la espada ensangrentada, le contempló desaparecer entre el fuego. Airado y entristecido, se encaró con las pesadillas que le rodeaban, dispuesto a sostener su última y absolutamente desesperada batalla.
“¡Demonios! ¡Venid por mí! ¡Nadie cantará mi final, pero, aquí, a las Puertas del Infierno, probaréis el acero del Valhalla!”
La muchedumbre se le acercaba, descolgándose o deslizándose por la cuesta, y tan bravo parecía aquel guerrero que nin­guno osaba comenzar el combate.
Koll se fijó en que algo brillaba en el vacío bajo él. Era un destello metálico que había aparecido de la nada durante los latidos anteriores. Lo reconoció como la espada del da­nés, aquélla que perdió en el fondo del mar un instante antes de morir. Muy lentamente, el arma bajaba girando y girando sin cesar, directa hacia los abismos de Surtur y su compañero Loki, Príncipe de las Mentiras.
Quiso de nuevo apoderarse de ella. Si se lanzaba tras el arma caería directamente al Averno, donde le espera­ban tormentos mil, no el menor de entre ellos la devastación del alma, como sufriera el desgraciado Grimmur. Mas, si elegía resistir allí, luchando contra los monstruos, tal vez encontrara un rápido y glorioso final.
Luchó contra el miedo y las corrosivas dudas. Y, gritando el nombre de Odín, se lanzó al precipicio.
Bajaba hacia la espada velozmente y a medida que se acercaba al codiciado arma  el abismo iba transformándose en otro tipo de profundidad, esmeraldina y confusa. El fondo del mar tormentoso...
...Se sumergía para agarrar el acero, pataleando furiosamente en las aguas heladas. La sangre escapaba por su mano destrozada, las costillas se le hincaban en la carne, los pulmones buscaban un aire que no llegaba. Ante él, la espada continuaba bajando lenta, lenta, lentamente, siempre lejana. Sus dedos casi rozaban el puño del arma. La vista se le nubló, mientras sentía el pecho como atravesado por afiladas cuchillas. De nuevo se le escaparía el arma. Sacando fuerzas de no supo dónde, se impulsó en un último golpe de sus piernas y estiró su cuerpo y su brazo. Abrió la boca en un grito rabioso y el agua inundó su garganta, su estómago. La mano se cerró en torno a la empuñadura, aferrándola con fuerza en el momento en que sus pulmones, al fin, reventaron. 
El vikingo había atrapado la espada.
El agua oscureció y tomó cuerpo, hasta convertirse en paredes de terrosa sangre seca. Koll, Defensor del Valhalla, se sintió lleno de energía. El arma, corno si poseyera vida propia, tiró de él, hacia arriba, hasta sacarle de la Grieta.         
Pronto ésta se encontraba muy lejos y Koll continuaba viajando, impul­sado por la espada.
Las hordas y ejércitos demoníacos le perseguían, ardiendo en furia. Enjambres de horrores sin nombre iban tras de él, alzándose sobre su cabeza como la gigantesca ola que está a punto de engullir el frágil barco.
Koll deseó ganar rapidez, así que la sangre blancuzca de su pierna se transformó en un pardo y fuerte caballo del cual tomó las riendas con firme pulso. El corcel relinchó salvajemente y sus potentes patas redoblaron la velocidad de la huída.
Sin embargo, las garras de la vanguardia enemiga ya rozaban la cola del corcel y Koll podía sentir su fétido aliento en la espalda. Se volvió y vio que la muchedumbre se unía hasta formar un gigantesco gusano oscuro que abría sus fauces para atraparle. Espoleó a su caballo, pues ya divisaba, lejano, el mítico Valhalla. También descubrió una legión de  sus guerreros aproximándosele.
La serpiente a su espalda chilló de rabia y miedo y se desintegró en mil cuerpos más pequeños que enarbolaban frías y negras espadas.
Los ejércitos chocaron en medio de la Nada como dos olas fu­riosas, conformando  un mar de metal, furia y sangre. El vacío se llenó con el sonido del acero y los gritos de los combatientes.
Koll continuó cabalgando, pues aún debía entregar el objeto buscado y encontrado al Guardián del Valhalla.
Pronto se halló frente a él. Bajó del caballo, que se difu­minó en una blanca nube, y, arrodillándose con dificultad, le en­tregó la espada.
“Aquí está, mi señor, lo que me ordenaste hallar. Te lo entrego con todo mi orgullo y toda mi humildad”
El Guardián recogió el arma y la guardó en una vaina de oro, asintiendo, complacido.
“Ahora has venido armado hasta las Puertas del Valhalla, tras llevar a cabo además una gesta que vivirá por siempre en los sueños de los valientes. Entra en el Valhalla. Disfruta de él y hónralo. Tuyo es el privilegio, tuyo el deber”
Las Puertas se abrieron y la Luz cayó sobre Koll, quien contemplaba el Umbral con el semblante severo y los ojos llenos de gloria.
Atravesando nubes de sangre, heridos, exhaustos y victoriosos, llegaron las huestes que asistieran a Koll, pues una vez que al guerrero se le aceptaba como un igual, resultaba intolerable abandonarlo en medio del peligro.
Penetraron en el Valhalla, envueltos en un poderoso aura.
Después, las Puertas se cerraron, una vez mas.
           Y lejos, muy, muy, muy lejos, en el fondo de un verde océano, el cadáver de un  vikingo reposa sobre el cieno. Su cuerpo se deshace con extrema lentitud mientras los peces mordisquean caprichosos su azulada carne. La pesada cota de mallas y las bandas de metal en sus muñecas le impiden flotar hacia la superficie. Las suaves corrientes submarinas mecen su cabellera amarillenta. Las algas abrazan sus anchas espaldas, sus recias piernas y sus gruesos brazos. Poco a poco, la piel se escama y abre, las vísceras se hinchan y los pequeños carroñeros hacen su trabajo. Pero aquel guerrero muerto del fondo del mar aún conserva, empuñándola en la diestra, una recta espada nórdica.
Y ni los peces, ni los pequeños carroñeros, ni las algas, ni las mareas ni el azote del Tiempo lograrán arrebatarle aquel pequeño y débil pedazo de herrumbre metálica, porque sus dedos la aferran con una tozudez inaudita, una rígida voluntad, una persistencia que se diría ultraterrena, sobrenatural.
                             

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