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EL ARTE OSCURO

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martes, 31 de mayo de 2011

Varios Autores Fábulas, Relatos Y Otros Textos De Origen Folklórico








Varios Autores

Fábulas, Relatos Y Otros Textos De Origen Folklórico



Desde siempre el folklore ha brindado material para que los escritores, con su formación especializada, con su sensibilidad atenta, una poética y un gusto particular, lo trabajaran. A veces se trataba de formas pertenecientes al folklore literario que, tras vivir durante siglos en boca de iletrados, servían un día de soporte y de sustrato a algún subgénero literario, como es el caso, bien conocido, del cuento breve. Otras, más frecuentes, la probada efectividad de un motivo, asunto o tema popular, fue elegido por un artista individual para incorporarlo a su obra o cimentarla en él. Pero mucho más es lo otorgado por el folklore si pensamos que pueden comprobarse préstamos de vocablos, expresiones, proverbios, costumbres y supersticiones, a lo largo de toda la historia literaria universal. También es cierto que la literatura ha pagado con creces tales préstamos porque, como asegura María Rosa Lida al comienzo de su ensayo El cuento popular hispanoamericano y la literatura (Instituto de Cultura Latinoamericana, 1941; reeditado por Losada en 1976), una gran porción de dichos materiales los atesoró ella cuando aún no existían ni la ciencia folklórica ni las recopilaciones de fuentes orales.
Claro que por detrás de las afirmaciones anteriores, de carácter general, se nos presenta la realidad cultural, mucho más modulada en su devenir histórico. Entonces advertimos que hubo épocas especialmente ricas para la fluida circulación de materiales entre los dos grandes campos de la cultura, el popular oral y el letrado, como la Edad Media, y otras en que diversos prejuicios cultistas obstaculizaron el tránsito, censurándolo y desalentándolo, como sucedió en gran parte del siglo XVIII. Sin embargo, los intercambios nunca quedaron totalmente interrumpidos y ellos han servido incluso para que se formularan generalizaciones acerca de la psicología nacional. El erudito don Ramón Menéndez y Pidal, por ejemplo, ha sostenido que el tradicionalismo es un rasgo sobresaliente del español, porque resulta evidente en su literatura "el continuo renovarse de las leyendas históricas en más géneros poéticos que en ninguna otra literatura", al punto de que ciertos héroes, como el Mío Cid, han motivado la imaginación del pueblo y sus artistas desde el medioevo hasta nuestros días.
Para mostrar la constancia con que acudió la literatura al acervo folklórico tomamos a continuación ejemplos que se extienden desde el siglo I al XX de nuestra era, pasando por diversas lenguas y estéticas, y conscientes de que dicho muestrario podría ser muy ampliado. Incluso el primer autor seleccionado se apoya en asuntos arcaicos ya en aquel momento. Por eso Fedro titula "esópicas" a sus Fábulas, creándonos más de un problema, dado que los datos existentes sobre Esopo son bastante lábiles. Herodoto es el primero en mencionarlo, en sus Libros, y lo ubica en el siglo VI a. de C; pero a partir de ahí las noticias se tornan legendarias, inverosímiles. Podemos suponer que fue el transmisor recordado (¿por su habilidad para contar?) de un legado tradicional, anónimo y oral, muy anterior. Es decir, de materiales folklóricos preexistentes. Lo cierto es que a partir de sus fábulas queda establecido para ese subgénero literario el predominio de personajes animales y el objetivo didáctico, así como una taxonomía valorativa del mundo animal, cuyas raíces están seguramente en el pensamiento y la psicología helénicas, si es que sus orígenes no se remontan, como cree Emile Chambrey, estudioso y traductor al francés de las fábulas atribuidas a Esopo, al Asia Menor.
La popularidad alcanzada por las fábulas en el mundo antiguo se prueba con el hecho de que los grandes filósofos, como Platón y Aristóteles, recurrieran a ellas como parte de sus argumentaciones demostrativas. Es cierto que sufren un eclipse durante el período alejandrino, pero reviven, lozanas, en Roma: según Nicolás de Damas (Progymnasmata), en el siglo I a. de C. formaban parte de la enseñanza retórica y Plutarco emplea en sus Vidas más de veinte. Si bien Horacio también se nutre de ellas para sus Sátiras, no hay duda de que fue Fedro quien les otorgó jerarquía literaria al recomponerlas en verso (senarios yámbicos) y armonizarlas en cinco libros con plena conciencia artística. Antes de iniciar el Segundo libro aclara que sólo las "aures cultas" (oídos cultos) podrán apreciar esas "fábulas dictas arte" (fábulas realizadas artísticamente) y añade más adelante que "no desea el aplauso de los ignorantes". Esa progresiva independización de sus fuentes culmina al afirmar, en el comienzo del quinto y último libro: "Si alguna vez intercalo el nombre de Esopo, al cual ya hace tiempo restituí todo lo debido, sepan que lo hago para autorizar mis escritos, como hacen algunos artistas en nuestro siglo, los cuales encarecen sus obras si firman Praxiteles su nuevo mármol, Mirón la plata repujada, Zeuxis un cuadro. ¡A tal punto la envidia mordaz favorece más la fingida antigüedad que lo bueno presente!".
Otro gran heredero, en este caso de narraciones tradicionales no necesariamente pedagógicas, fue el italiano Giovanni Boccaccio. Cierta crítica exageró su ruptura con el orden medieval, su carácter prerrenacentista en el siglo XIV; pero sólo como síntesis del patrimonio anterior y de la nueva mentalidad puede comprendérselo justicieramente. Así lo ha demostrado el crítico Vittore Branca en varios ensayos (ver Boccaccio y su época, Madrid, Alianza, 1975), puntualizando que su importancia reside en darle redacción definitiva, artística, a viejas historias, además de integrarlas a un todo coherente: el Decamerón. Mientras el mundo clásico "esta prácticamente ausente" de dicha obra, ella se alimenta de "la vasta y enmarañada narrativa populachera de la Edad Media" y de los cantos vulgares (cantan, lamenti, rispetti, etc.) que circulaban por tabernas y caminos. Sus historias provienen en gran medida –como las de Chaucer y más aún don Juan Manuel– de la tradición narrativa oriental, que llegara a Occidente como resultado de varios sucesos: las Cruzadas, los viajes de mercaderes europeos (como el de Marco Polo, en el siglo XIII), y la presión oriental sobre Bizancio, en un extremo, y sobre el sur de España en poder de los árabes, por el otro. Estos últimos fueron transmisores de un rico venero indio y persa del que derivaron versiones sirias, latinas, hebreas, españolas, armenias, etc. Es el caso de colecciones de relatos como Calila e Dimna, Sendebar o Barlaam y Josafat.

Las dos historias elegidas del Decamerón ilustran su índole dual, que oscila entre lo sublime y lo cómico; el refinado amor caballeresco y el cínico, sensual, de los fabliaux; los ejemplos aleccionadores y los ardides más ingeniosos y amorales. La primera tiene como particularidad citar un fuente folklórica al final: son los primeros versos de una canción popular en que una muchacha se queja de que alguien haya roto el tiesto en que cultivaba una planta de albahaca. Boccaccio retoma el asunto, pero de una manera muy personal, pues es el egoísmo mercantilista de los hermanos de Isabel el que trunca su felicidad, ya que se resisten a aceptar sus amores con Lorenzo, un simple dependiente. En cuanto a la narración del libro VII, está emparentada, como todo ese libro del Decamerón, con el arraigado prejuicio medieval contra las mujeres. Recordemos la influencia del difundido Sendebar, donde un joven príncipe es víctima de la maldad de su madrastra y sobrevive gracias a la intervención de siete sabios que enfrentan, con apólogos, a la difamadora. "Los cuentos recitados por los siete sabios –dice Menéndez y Pelayo en sus Orígenes de la novela– tienen por único objeto mostrar los engaños, astucias y perversidades de la mujer, tal como la habían hecho la servidumbre del harem y la degradación de las costumbres orientales". Esa actitud misógina recorre también, con rasgos groseros y lujuriosos muy acentuados, los fabliaux franceses.
La política cultural del Renacimiento, con su rescate filológico de los autores antiguos y su pasión por los manuscritos, puede hacernos creer que las tradiciones orales fueron preteridas. Nada de eso. Por otras vías, la sabiduría popular siguió llegando hasta los palacios y salones cortesanos. Allí están los gigantes del humanista Rabelais, que circularon por las ferias antes de ingresar a Gargantúa y Pantagruel, para probarlo. Incluso las refinadas escuelas cultistas del siglo XVII acogieron bienes populares, en ciertos casos, para componer sus afiligranados textos: ¿no estilizó al extremo don Luis de Góngora estribillos, canciones o romances que circulaban por las calles? Algo semejante hallamos en ese texto manierista que William Shakespeare tituló, en su juventud, Sueño de una noche de verano. Y lo calificamos de manierista teniendo en cuenta, sobre todo, que su trama está urdida con distintos hilos y que estos provienen, indistintamente, del acervo mitológico grecolatino cultista y de las creencias populares. En el primer caso estaría la pareja de Teseo (héroe ático por excelencia, equivalente al dórico Hércules) e Hipólita (la reina de las legendarias Amazonas); en el segundo, Oberón (rey de las hadas y genios aéreos en el folklore escandinavo, ya incorporado a la literatura por la novela cortés Huon de Bordeaux los Cuentos de Canterbury y Spenser), el escurridizo Puck, genio burlón frecuente en las leyendas inglesas, irlandesas, gaélicas, etc., y Tatania, con su corte de hadas célticas.

La acción de la comedia ocurre en un bosque, espacio asociado desde siempre con cultos y ritos vegetales, la noche del 24 de junio, que en Europa es la noche de San Juan o del solsticio de verano. Fecha celebrada con rituales de hechicería paganos que incluían la búsqueda de ciertas plantas (mirto, laurel, verbena) a las que se asignaban virtudes misteriosas. Como las fiestas mayas, recordadas por Shakespeare cuando Hermia califica a Helena de "painted May–pole" (poste pintado de Mayo), la noche de San Juan estaba vinculada al regocijo por el cumplimiento de los ciclos vegetales, al sexo y la fertilidad. De ahí que fueran comunes en esa noche las conquistas, seducciones, enamoramientos repentinos, etc. Shakespeare ha tenido en cuenta todo eso y afirma Jan Kott, en su inteligente estudio Shakespeare nuestro contemporáneo, que a partir del monólogo de Helena con que se cierra el primer acto, que versa sobre la capacidad ennoblecedora del amor, aun sobre lo más vil, se incorpora al texto un simbolismo animal francamente opuesto a la línea idealizadora del petrarquismo: Helena declara su pasión a Demetrio, ofreciéndole echarse a sus pies como un lebrel; Titania se prenda a Bottom, el artesano actor, que lleva colocada una cabeza de asno, precisamente el animal al que las creencias populares asignaban un extraordinario vigor sexual.
El siglo XVII se cierra, en algunos lugares de Europa, con recuperaciones artísticas de cuentos populares. Es lo que ocurre en Francia, la Francia que ha llegado, bajo Luis XIV, a la cúspide del refinamiento cortesano, con Mme Aulnois y sobre todo con Perrault. Y si bien el siglo siguiente se abre con una traducción –por Galland, en 1704– de Las mil y una noches, lo cierto es que el cartesianismo ha infundido una gran desconfianza por todo lo que no sea estrictamente racional. Milagros, oráculos, hechicerías, creencias religiosas, caen bajo una misma acusación y se las atribuye necesariamente a ignorancia o impostura. Sobre esas bases se explica la conformación de una estética neoclasicista que privilegia la composición controlada y verificable –mediante normas, principios definidos, reglas estrictas– de la práctica artística. Al margen de ella aparecieron obras como El diablo enamorado (1772), del francés Cazotte; Vathek (1786–1787), del inglés William Beckford, y el Manuscrito hallado en Zaragoza (1804–1805), del príncipe polaco Potocki.
Sobre esos escasos antecedentes y sobre la importante recopilación de cuentos maravillosos folklóricos que realizan a comienzos del siglo XIX los hermanos Guillermo y Jacobo Grimm se asientan, en Alemania, los primeros relatos fantásticos del romanticismo. Nos referimos a la generación precursora de los hermanos Schelegel, Novalis, Wackenroder, Tieck, von Arnim, Brentano, Eichendorff, etc., que vuelve a sumergirse en las zonas menos conocidas e inquietantes del espíritu humano y a confiar más en el sueño que en la razón. Tanto lo feérico redescubierto por los Grimm, cuanto la seducción metafísica del misterio confluyen en la figura de E.T.A. Hoffmann. Y de él se proyecta con enorme impulso hacia la literatura europea posterior (basta pensar en Nodier o en Nerval) e incluso hacia otros continentes y lenguas merced al norteamericano Edgar Allan Poe y a su influencia sobre las letras hispanoamericanas.
Dibujante y músico desde pequeño, Hoffmann comienza a publicar cuentos cumplidos ya los treinta años, que reúne luego en varios volúmenes: Fantasías a la manera de Callot (1814); Piezas nocturnas (1817) y Los hermanos Serapion (1819). Aparte edita varias novelas breves y dos extensas". Los elixires de diablo (1815–16) y El gato Murr (1819 y 1821). "La aventura de la noche de San Silvestre" pertenece al tercer tomo de su primera colección de cuentos y lleva un doble marco –del editor que se dirige al lector, al comienzo, y del viajero que le habla al autor, al final–, de esos que proliferaron luego entre los románticos. La historia del reflejo perdido a su vez, queda enmarcada por las tribulaciones del viajero, quien señala en el principio cómo la noche de Navidad era motivo de alegrías esperanzadas en su infancia y es causa de temores y desazón en la madurez. Relata luego, sucesivamente, el reencuentro con Julia, sus fantasías de reconciliación amorosa frustradas por la brutal irrupción del marido, la precipitada huida a la taberna y su arribo a la posada, donde escucha la diabólica historia del hombre que empeñó su reflejo. Se combinan así, en este texto, rasgos provenientes de la folklórica leyenda de Teófilo, muy difundida en la Edad Media (recuérdese el Milagro de Teófilo, de Rutebeuf; Libro de los enxemplos, CXCII; Milagros de Berceo XXIV), que incluye el motivo del pacto con el Diablo, con la del hombre que perdió su sombra. Esta última, conocida en Luxemburgo, los países vascos y otras regiones de Europa, ya había sido aprovechada literariamente por von Chamisso en su relato homónimo (de él proceden Schlemhil y su criado Raskal, el que le había arrebatado la novia). A un núcleo de creencias campesinas arraigadas pertenece la aprensión por los espejos y el temor de que dañen la imagen de quien se refleje en ellos, sobre todo durante la noche y en especial determinadas noches del año.
En sus mocedades el peruano Ricardo Palma perteneció al grupo bohemio y romántico de 1848 y practicó, en consecuencia, la poesía sentimental típica del movimiento a la manera de Lamartine o Espronceda, en algunos volúmenes y hasta sus Pasionarias (1870). Varios hechos confluyen para su transformación posterior hacia un realismo costumbrista e historicista: sus viajes, iniciados por fuerza en 1853, que lo ayudaron a conocer directamente el territorio de su país y las modalidades de su pueblo; su participación en las luchas entre conservadores y liberales, siempre de resultado incierto, que amenguaron el entusiasmo juvenil y sedimentaron su ironía crítica; sus colaboraciones periodísticas (leyendas en prosa; páginas festivas); su labor de erudito e investigador del pasado, que se inicia con la publicación de los Anales de la Inquisición (1863) y no se interrumpe después. De regreso al Perú, entre 1863 y 1871, Palma trabaja ahincadamente en sus primeras tradiciones, algunas de las cuales aparecen en El Correo del Perú y a las que publica en volumen, por primera vez, en 1872. A esa primera serie pertenece Don Dimas de la Tijereta, escrito en 1864, donde rehace la antiquísima leyenda de Teófilo, ya mencionada (y que sirviera de base al Fausto, de Goethe), encarnada aquí por un escribano de los portales limeños. El subtítulo lo considera "cuento de viejas", y ello está reforzado por la apertura formulística de la primera parte y el cierre de la misma, cuyo tono francamente oral vuelve a calificar lo que está escribiendo ahora como "conseja".
Al margen de los motivos tradicionales Palma acoge refranes y coplas, fundiendo el conjunto en un texto unitario merced a su enorme habilidad lingüística, que se advierte en los bruscos pasajes de un tono a otro, en la modulación de las situaciones cómicas, el oportuno manejo de la jerga jurídica, las alusiones críticas de actualidad, etc. Notorio relieve adquiere, en el desenlace, el equívoco verbal, pues Don Dimas ha conseguido engañar al diablo con el doble sentido de la voz "almilla": alma humana y calzoncillos. Hacia el final, encadena el autor los motivos anteriores con el del alma errante de Judas, proscrito incluso en el infierno, que acabó instalándose en el cuerpo de un usurero. "En esa forma, cerrando un círculo, Palma acopla a la historia central una digresión más, tal como lo ha hecho en el curso de la pieza y, sin pretender señalar una moraleja, por lo menos subraya el sentido fantástico y el juego imaginativo que han servido de base a su relato", opina Alberto Escobar al comentar esta tradición en el volumen colectivo Orígenes del cuento hispanoamericano. Ricardo Palma y sus tradiciones (México, Premia editora, 1979).
Todo el costumbrismo hispanoamericano bebió golosamente en las fuentes folklóricas y podrían extraerse muchos ejemplos de obras como Enriquillo (1879), del dominicano Manuel de Jesús Galván; Cumandá (1879), del ecuatoriano José León Mera; Frutos de mi tierra (1896), del colombiano Tomás Carrasquilla; sin olvidar a los chilenos José J. Vallejo (Jotabeche) y José V. Lastarria ni a los mexicanos Manuel Payno, Vicente Riva Palacio e Ignacio Altamirano. El modernismo, cuando recurre a lo nativo, lo hace con la misma actitud decorativa, en general, que lo llevara a interesarse por el Oriente o por la Francia dieciochesca. Los narradores naturalistas, a su vez, enjuiciaron las costumbres y prácticas ancestrales por considerarlas erróneas, ajenas a la ciencia y al saber universales. Es lo que distingue a novelas como Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides Argue–das, o a Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza. Pero la reacción no tardó en producirse.
La promovieron, casi al mismo tiempo, dos movimientos desvinculados entre sí. Por una parte la vanguardia, y en especial el surrealismo, que ubicaba en el inconsciente –individual o colectivo– las raíces de la producción artística, facilitando el reencuentro con el pasado ancestral americano. Así los prueban las Leyendas de Guatemala (1930), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias; Ecue–Yamba–O, del cubano Alejo Carpentier; o Agua (1935), del peruano José María Arguedas, para citar títulos de una misma década y establecer así un parámetro cronológico. En ese mismo momento se suceden tres libros de poemas del cubano Nicolás Guillen (Motivos de son, 1930; Sóngoro cosongo, 1931, y West Indies Ltd., 1934), con los cuales hizo su aporte a la poesía afroamericana, tendencia cultivada también en los Estados Unidos (O'Neill, Vachel Lindsay, Langston Hughes, etc.) y en las Antillas por escritores de lengua francesa.–
Es claro que tal tendencia presuponía el interés de ciertos intelectuales europeos que habían viajado al África (Blais Cendrare, Paul Morand) o coleccionaban máscaras, ídolos y fetiches de ese origen (Picasso y los cubistas franceses), pero tal atracción significaba otra cosa en los países del Caribe, donde los cultos y hábitos vitales negros estaban incorporados al folklore criollo. Allí buscó recuperar los ritmos de origen africano (arará, bongo, rumba, etc.) y cierto vocabulario agudo o nasal de quienes descendían de los esclavos negros. Entre un nutrido grupo (los cubanos Guirao, Ballagas y Carpentier; el portorriqueño Palés Matos; el ecuatoriano Adalberto Ortiz; el jamaiquino Laude Mac Kay, etc.), sobresale el mulato cubano Nicolás Guillen. Onomatopeyas, reiteraciones, estribillos, le dan a sus versos esa cadencia corporal de tanteo improvisatorio afín con los ensalmos y conjuros latentes en el negro spiritual. Como dijera acertadamente Ezequiel Martínez Estrada, en La poesía afrocubana de Nicolás Guillen (Montevideo, Arca, 1966): "Para la poesía de Guillen no cuenta el espectador, el lector, el circunstante, sino el participante; su lector ideal es siempre un copartícipe".
La importancia de la musicalidad étnica sobresale en los dos primeros poemas antologados. El tercero, como lo indica la aclaración del propio autor, proviene de un canto ritual del culto Vudú. Acota Ildefonso Pereda Valdés, otro poeta negroide, uruguayo: "Un estudio comparativo entre el poema de Guillen y el canto para matar culebras, de carácter popular, y La culebra se murió, de los Cabildos habaneros, nos mostraría hasta qué punto Guillen ha bebido en la fuente folklórica. El canto ritual de Guillen es impresionante y la recitación del mismo por Eusebia Cosme, la máxima recitadora cubana, produce escalofrío" ("El negro en la literatura iberoamericana", París, Cuadernos, n° 19, julio–agosto de 1956).
El nativismo tuvo un extenso y variado desarrollo dentro de la literatura argentina desde las últimas décadas del siglo pasado, con escritores como Rafael Obligado, el autor de Santos Vega, o el riojano Joaquín V. González. En esa línea pueden inscribirse luego nombres tan relevantes como los de Juan Carlos Dávalos, Daniel Ovejero o Fausto Burgos. Tras muchos avatares ideológicos y estéticos Leopoldo Lugones buscó rescatar formas y motivos de la poesía tradicional hispánica en sus Romances del Río Seco, con una coherencia interna que había faltado a La guerra gaucha o a las Odas seculares. Su fórmula al componer los Romances da principal participación a lo anecdótico y a los procedimientos estilísticos tradicionales, pero sin combinarlos con audaces metáforas, como hiciera Federico García Lorca en su Romancero gitano (1928). El reo, romance histórico –hay en el libro otros, legendarios y costumbristas–, rememora un episodio de las luchas civiles argentinas y reelabora el tema del condenado a muerte, muy común entre los romances de raíz hispánica. Observamos los siguientes recursos estilísticos folklóricos: el presente histórico para referir hechos pasados ("Va ese general Oribe"); la traslación de opiniones anónimas y colectivas ("dicen"; "todos reflexionan"; "cuentan"); los vocativos que suponen un auditorio ("señores"; "señores míos"; "ustedes"), etc. Así como advertimos un tono de malicioso humorismo, muy criollo, en el desenlace. Completamos así un muestrario que, como dijimos, podría ser ampliado más allá de sus dos extremos o con otros eslabones intermedios. El lector puede hacerlo por su cuenta a partir de los rastros y–sugerencias que le brindamos.

Graciela Dragoski y Eduardo Romano

Fedro

Nacido en Macedonia y de origen servil, Fedro se vio envuelto, en él primer siglo de nuestra era, en las turbulentas intrigas palaciegas de la época de Tiberio. Su animadversión hacia los poderosos y sus injusticias le acarreó enemistades y no puede extrañar, entonces, que Sejano, el favorito del emperador, lo desterrara. Su situación mejoró luego, cuando llegó Caligula al trono imperial, y ello repercutió sobre los últimos libros de sus fábulas, menos ácidos.
Fábula I del Libro primero
EL LOBO Y EL CORDERO

Quién quiere hacer daño, nunca deja de hallar motivo

Un lobo y un cordero, acosados por la sed, habían llegado
hasta el mismo arroyo; el lobo estaba arriba y el cordero
mucho más abajo. Entonces el ladrón, excitado
por su voracidad insaciable, urdió un motivo de riña.
"¿Por qué", dijo, "me enturbias el agua mientras
estoy bebiendo?" El lanífero replicó, temblando:
"¿Cómo puede hacer eso de que te quejas, lobo,
si el líquido fluye desde allí hacia mis sorbos?"
El lobo, rechazado por la fuerza de la verdad, añadió:
"No hace seis meses hablaste mal de mí".
Se arroja de inmediato sobre él, lo mata injustamente.
Esta fábula fue escrita especialmente para aquellos
que oprimen a los inocentes con causas fingidas.
Fábula XIII del Libro primero
LA ZORRA Y EL CUERVO

Nadie es más insidioso que el adulador

Quien se complace en ser alabado por palabras elogiosas,
expía su culpa vergonzosamente, con arrepentimiento
tardío.
Cierta vez, un cuervo, posado en lo alto de un árbol,
quiso comerse el queso robado de una ventana
lo vio una zorra y comenzó así a hablarle:
"¡Oh cuervo, qué brillosas son tus plumas!
¡Cuánta gracia hay en tu cuerpo y en tu rostro!
Si tuvieras voz, ninguna ave te aventajaría."
Y aquel necio, para hacer ostentación de su voz,
soltó el queso del pico, al cual capturó
con rapidez y dientes codiciosos la astuta zorra.
Entonces lloró su estupidez el cuervo engañado.
Así se prueba cuánto vale el ingenio
y cómo la sagacidad derrota a la fuerza.
Boccaccio

Casi seguramente en Florencia (otras hipótesis afirman que fue en Certaldo y algunas, más disparatadas, en París) nació Giovanni Boccaccio en 1313. Estudió leyes, practicó el comercio y fue en Nápoles, donde se inició en la erudición filológica, la cual motivó todo un sector, en latín, de su obra. En 1348, los horrores de la peste en Florencia lo movieron a iniciar su Decamerón, que culminó en 1353. Su intervención en los avatares diplomáticos de la época y su amistad entrañable con Petrarca merecen destacarse, así como el ánimo con que analizó y comentó, ya hombre maduro, la obra de Dante. Falleció en 1375.
LIBRO CUARTO del DECAMERON
NARRACIÓN QUINTA

Los hermanos de Isabel matan a su amante. El se presenta en sueños a Isabel y le indica donde está enterrado. Ella, secretamente, desentierra la cabeza y la coloca en un tiesto de albahaca. Llora encima de ella una larguísima hora, todos los días, hasta que los hermanos le quitan el tiesto, y ella muere de dolor lentamente.

El relato de Elisa fue elogiado por el rey, ordenando luego a Filomena que prosiguiera. Ella, lamentándose por la suerte de Gerbino y su amada, con un gran suspiro dijo así:
Mi narración, queridos amigos, no será tan buena como la de Elisa, pero sí más patética; me he acordado, porque todo ocurrió en Mesina, de donde se ha hablado.
Vivían en Mesina tres hermanos, mercaderes de gran fortuna. Tenían una hermana llamada Isabel, joven, bella y cortés, que todavía no se había casado. En un establecimiento suyo trabajaba un joven llamado Lorenzo; éste era apuesto, y a Isabel empezó a gustarle. Lorenzo lo notó y se entusiasmó también por ella, con lo cual en poco tiempo obtuvieron lo que deseaban. Se empleaban en refocilarse, pero no supieron hacerlo en secreto, y una noche, yendo Isabel adonde dormía Lorenzo, lo notó el hermano mayor. Como era persona discreta aguardó al día siguiente. Entonces refirió a sus hermanos lo sucedido, y juntos acordaron adoptar un procedimiento que no difamara a la hermana. Así pues, conversaron con Lorenzo, riendo como de costumbre, pero con el pretexto de salir de la ciudad, se lo llevaron a él también. En un lugar apartado y solitario, mataron a Lorenzo, y luego lo sepultaron disimuladamente. A su regreso a Mesina fingieron que Lorenzo había partido en viaje de negocios hacia otro lugar, cosa que fue aceptada, ya que no era la primera vez que ocurría.
Pero como no regresaba, Isabel preguntaba mucho por él y tanto insistía que un hermano suyo le respondió:
¿Qué es eso? ¿Qué te ocurre con Lorenzo, para preguntar por él tan insistentemente? Si vuelves a hacerlo, te responderemos como corresponde.
Ella, entristecida y asustada, aún sin saber de qué, lloraba y lloraba, pidiendo que él volviera, sin vivir para otra cosa.
Una noche, después de haber llorado mucho, Lorenzo se le apareció en sueños, desgarrado y maltrecho, diciéndole:
Isabel, no dejas de llamarme y siempre estás entristecida. Sabe que no puedo volver, porque el último día que nos vimos, tus hermanos me mataron.
Le explicó el lugar donde lo enterraron, pidiéndole que no lo volviera a llamar, y así desapareció.
La joven despertó y lloró amargamente. Al día siguiente, sin decir nada a sus hermanos, se dirigió al lugar que Lorenzo le había indicado en sueños. Acompañada de una sirvienta, se puso a cavar donde la tierra le pareció menos dura. En seguida halló el cuerpo de su desgraciado amante, aún no muy descompuesto, pudiendo reconocerle perfectamente. Comprobando la cruel realidad, y viendo que las lágrimas no serían de utilidad, cortó la cabeza del amante y la envolvió en una toalla; luego regresó con la criada a su casa.
En la habitación lloró sin consuelo, besando el despojo una y mil veces. Luego tomó una gran maceta y colocó en ella la cabeza, envuelta en una preciosa tela. Echó tierra encima, plantando una albahaca preciosa, que solamente era regada con sus lágrimas, o con agua de rosas, o de azahar. Se sentaba allí siempre, llorando continuamente.
Quizá por su extremado cuidado, o bien por la riqueza de la tierra, la planta se hizo grande y hermosa. Los vecinos se daban cuenta de aquella atención, hasta que llegó la cosa a oídos de sus hermanos, los cuales hicieron que se le quitase la maceta secretamente. Ella, al ver que faltaba, la pidió reiteradamente, lo que intrigó a todos hasta el punto de que decidieron ver qué había dentro. Encontraron la cabeza que, por la cabellera crespa, aún no corrompida, reconocieron como de Lorenzo. Eso les hizo temer que se descubriera el crimen, por lo que decidieron enterrarla otra vez, y secretamente salieron de Mesina y se fueron a Nápoles.
Ella, después de llorar continuamente y de pedir el tiesto, murió. Al cabo de un tiempo, el caso fue conocido por muchos, saliendo de esto una canción que aún hoy se canta:

¿Quién pudo ser el mal cristiano
que me robó el tiesto de albahaca?
LIBRO SÉPTIMO del DECAMERON
NARRACIÓN SÉPTIMA

Ludovico descubre su amor a Beatriz, y ella envía a su esposo, Egano, a un jardín para que lo compruebe. Ella yace mientras tanto junto a Ludovico, quién apalea después a Egano en el jardín.

El suceso que había contado Pampinea de la joven Isabel fue aplaudido por todos. Filomena, a quien el rey ordenó que siguiera el orden, dijo entonces:
Queridos amigos, me parece que no me equivoco si os digo que mi cuento no será más malo que el anterior.
Hace poco vivía en París un hidalgo florentino que al empobrecerse se hizo mercader, enriqueciéndose de nuevo. Tenía un hijo único, llamado Ludovico. A éste le gustaba más la nobleza que las riquezas, por lo que su padre, en lugar de colocarle en uno de sus negocios, lo puso al servicio del rey de Francia. Entonces sucedió que unos caballeros que regresaban del Santo Sepulcro, se reunieron con otros jóvenes, entre ellos Ludovico. Vinieron a hablar de mujeres bellas, sobre todo de la mujer de Egano de Galuzzi, de Bolonia. Se llamaba ella Beatriz, y era realmente muy bella según opinión general. Ludovico se entusiasmó tanto que sólo deseaba conocerla, y esto le absorbía por completo. Decidió, por lo tanto, ir a Bolonia y quedarse allí, si ella lo requería. Dijo a su padre que se proponía ir al Santo Sepulcro, por lo que consiguió el permiso. Tomó el nombre de Anichino, y ya en Bolonia, al cabo de un día conoció a la citada mujer durante una fiesta, encontrándola verdaderamente hermosa, por lo que resolvió conquistar su amor. Mientras planeaba conseguir sus fines, se le ocurrió hacerse criado del marido, para estar mejor relacionado. Vendió los caballos, dio órdenes a sus criados de que fingieran no conocerle, y se ofreció él como servidor, pidiendo indicaciones a su posadero, el cual le dijo:
Me parece que gustarías a un caballero que se llama Egano, el cual posee muchos criados. Yo me ocuparé de eso.
Y así lo hizo. Según lo previsto, el joven resultó del agrado de Egano. Cumplía muy bien su trabajo, hasta el punto que resultó indispensable para su amo. Cierto día que éste fue a cazar con un halcón, se quedó en casa Anichino jugando al ajedrez con la bella Beatriz. Para complacerla, él se dejaba ganar astutamente, y cuando las damas se retiraron, prosiguieron el juego. Entonces Anichino suspiró, y ella le dijo:
¿Qué te ocurre, Anichino? ¿Tanto te duele que te gane?
Algo más fuerte que eso motivó mi suspiro, señora "repuso él.
Dime qué es, por favor –dijo ella.
Al oír esto, lanzó un suspiro mucho más fuerte que el anterior, y la dama siguió insistiendo. Entonces Anichino declaró:
Señora, temo que os molesten mis palabras, y me preocupa que lo digáis a otra persona.
No me disgustaré, y te aseguro que no lo diré a nadie. –Pues, siendo así, os lo diré –contestó él.

Y, casi llorando, le confesó su verdadera personalidad, lo que había oído decir de ella, y por último su amor; luego le suplicó con modestia que tuviera piedad y le complaciese su deseo. Díjole también que si ella no quería corresponderle, le permitiera amarla en secreto y le dejara estar en la condición que ella impusiera. La joven lo miraba, y sensible a sus palabras aceptó su amor, suspirando ella también.
Añadió luego:
Apuesto Anichino, ten paciencia. De todos los señores que me han galanteado, y me galantean aún, ninguno logró cambiar mi ánimo, pero tú en un momento has conseguido hacerme tuya. Me parece que has logrado mi amor, y te lo entrego con la promesa de que lo gozarás antes que acabe la noche. Procuraré que hacia la medianoche vengas a mi cámara. Ya conoces mi lecho y el lugar en que me acuesto. En caso que durmiera, despiértame, que yo te consolaré del deseo que tienes. Como prueba, te doy un beso.
Entonces se echó en sus brazos, le besó tiernamente y luego cada uno fue a sus cosas, aguardando la noche. Egano regresó de la caza y se fue en seguida a dormir, porque estaba cansado; su mujer también se acostó. Pero dejó abierta la puerta, y a la hora prevista Anichino entró sin miedo y se acercó al lado de la mujer, que estaba despierta. Elle le cogió una mano, pero se agitó de tal manera que despertó a su marido. Entonces le dijo:
Dime la verdad, Egano, ¿a quién tienes por mejor servidor, más fiel y leal?
¿Qué clase de pregunta es ésa, mujer? ¿Acaso no sabes que en quien más confió es en Anichino? ¿Di, por qué?
Mientras tanto, Anichino, temiendo ser descubierto, intentaba en vano desprenderse de la mano de la mujer. La cual dijo:
Yo creía que era tal como tú decías, pero me he desengañado. Hoy, cuando estabas de caza, me pidió que me amoldara a sus gustos, y yo para demostrártelo, fingí aceptar y le cité en el jardín, al pie de un pino. Naturalmente, no pienso ir, pero si quieres comprobar su fidelidad, ponte uno de mis vestidos y aguárdalo allí.
Egano, al enterarse de esto, dijo:
Iré a comprobarlo.
Se levantó a obscuras, se colocó el vestido de la mujer, y encaminóse al jardín, esperando a Anichino al pie del árbol. La mujer, al ver que estaba fuera, cerró la puerta por dentro. Anichino, que había pasado mucho miedo, al comprobar la intención de la mujer se puso muy contento. Se acercó a ella y se alegraron un buen rato. Cuando la mujer creyó oportuno el momento de levantarse, le dijo:
Dulce amor, toma un garrote, ve al jardín y fingiendo haberme galanteado para probarme, como si Egano fuese yo, injuríale y apaléale las costillas.
Anichino salió al jardín, y al acercarse al árbol Egano fingió acogerle, pero él dijo:
¡Ah, mala mujer, has acudido! ¿Piensas que intento hacer a mi señor esta traición? ¡Maldita seas!
El mozo levantó el garrote y empezó a menearlo. Egano, al verle, no dijo nada, pero intentó huir. Anichino le perseguía, gritando:
¡Vete, y mal año te dé Dios, mala mujer, que mañana le explicaré esto a Egano!
Egano, habiendo recibido varios golpes, corrió lo más de prisa que pudo hacia su cámara, donde la mujer le preguntó si había ido. El marido le dijo:
Más me hubiera valido no haber ido, porque tomándome por ti, me ha apaleado todo el cuerpo y me ha insultado. Como te veía tan hermosa y risueña, te quería probar. –Entonces –dijo ella–, alabado sea Dios. Si tan fiel te es, convendría honrarle y apreciarle. –Eso es cierto –reconoció Egano. Fundándose en aquello, le parecía tener la mujer más fiel de todas, de lo que la pareja se burló muchas veces; esto les dio más facilidad para solazarse, y duró tanto como quiso Anichino permanecer con Egano en Bolonia.
William Shakespeare

El gran dramaturgo William Shakespeare nació en el pueblo de Stratford–upon–Avon, condado de Warwickshire, en 1564. Cursó allí sus primeros estudios y ayudó luego a su padre en la comercialización de diversos productos. Los datos posteriores no son muy precisos, pero hacia 1590 se habría iniciado como actor. Más tarde dispone de una compañía propia e incluso adquiere el Teatro del Globo. Poemas extensos, sonetos, comedias de diverso carácter y tragedias componen su vasta obra literaria. Vive sus últimos años en la aldea natal, dedicado a la administración de sus fincas. Muere en 1612.
PERSONAJES

TESEO, duque de Atenas.
EGEO, padre de Hermia.
LISANDRO Enamorados de Hermia
DEMETRIO
FILOSTRATO, maestro de fiestas de Teseo.
MEMBRILLO, carpintero.
AJUSTADO, ensamblador.
NALGAS, tejedor.
FLAUTA, folletero
HOCICO, latonero
HAMBRIENTO, sastre
HIPÓLITA, reina de las Amazonas, prometida de Teseo.
HERMIA, hija de Egeo, enamorada de Lisandro.
HELENA, enamorada de Demetrio.
OBERON, rey de los duendes.
TITANIA, reina de los duendes.
PUCK, o el Campechano Petirrojo, duende.
ARVEJILLA
TELARAÑA
POLILLA Duendes
MOSTAZA
PIRAMO
TISBE
MURO Personajes del entremés representado por los patanes
CLARO DE LUNA
LEÓN
Otros duendes y hadas al servicio de sus reyes.
Servidores de Teseo e Hipólita.
ESCENA: Atenas, y un bosque cercano a esa ciudad.
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
ACTO I
ESCENA PRIMERA
Atenas. Un salón del palacio de Teseo
Entran TESEO, HIPÓLITA, FILOSTRATO y servidores.

TESEO. – Hermosa Hipólita, la hora de nuestras bodas se acerca rápidamente; cuatro felices días traerán otra luna; pero, ¡con qué lentitud me parece que mengua esta! Demora mis deseos, como una madrastra o una viuda que va menguando las rentas del joven.
HIPÓLITA. – Cuatro días se impregnarán rápidamente de noche, cuatro noches harán que el tiempo pase prestamente en sueños, y luego la luna, semejante a un nuevo arco de plata tendido en el cielo, contemplará la noche de nuestras bodas.
TESEO. – Ve, Filóstrato, incita a la juventud ateniense a las diversiones, despierta el espíritu jovial y activo de la alegría; que la melancolía sea para los funerales: no es para nuestra pompa esa pálida compañía. (Sale FILOSTRATO) Hipólita, te cortejé con mi espada y gané tu amor con maldades; pero te desposaré en otra clave: con pompa, con triunfo y con festejos.

Entran EGEO, HERMIA, LISANDRO y DEMETRIO

EGEO. – ¡Feliz sea Teseo, nuestro célebre duque!
TESEO. – Gracias, buen Egeo; ¿qué novedades tienes?
EGEO. – Muy disgustado vengo, con quejas contra mi hija, mi hija Hermia. Adelántate, Demetrio. Mi noble señor, este hombre tiene mi consentimiento para casarse con ella, adelántate, Lisandro... y, mi bondadoso duque, este ha hechizado el corazón de mi hija. Tú, tú, Lisandro, le has recitado versos y has cambiado prendas de amor con mi hija; tú has cantado junto a su ventana a la luz de la luna, con voz fingida, palabras de fingido amor; y te has introducido en las ensoñaciones de su imaginación con brazaletes de tu pelo, anillos, miradas, fantasías, ardides, bagatelas, ramilletes, dulces, mensajeros de gran eficacia en la tierna juventud; con astucia has hurtado el corazón de mi hija; has convertido la obediencia que ella me debe en obstinada aspereza. Y, mi bondadoso duque, si es que ella aquí, ante tu gracia, no acepta casarse con Demetrio, solicito el antiguo privilegio de Atenas, que como es mía yo pueda disponer de ella: que sea para este caballero o para su muerte, que en ese caso se le dará de inmediato de acuerdo con nuestra ley.
TESEO. – ¿Qué dices tú, Hermia? Ten cuidado, hermosa doncella: para ti, tu padre debe ser como un dios, aquel que compuso tu belleza, y para el que tú no eres más que una forma de cera que él modeló, con el derecho de dejar la figura o de desfigurarla. Demetrio es un digno caballero.
HERMIA. – También lo es Lisandro.
TESEO. – En sí mismo lo es: pero, en este caso, al no contar con la aprobación de tu padre, se debe considerar más digno al otro.
HERMIA. – ¡Desearía que mi padre sólo viera con mis ojos!
TESEO. – Antes bien, tus ojos deben ver con el juicio de él.
HERMIA. – Ruego a tu gracia que me perdone. No sé qué fuerza me torna osada, ni cómo puede incitar a mi modestia, ante tal presencia, a defender mis ideas; pero ruego a tu gracia que me permita saber qué es lo peor que podría sucederme en el caso de mi negación a casarme con Demetrio.
TESEO. – O morir, o renunciar para siempre a la compañía de los hombres. Por lo tanto, hermosa Hermia, cuestiona tus deseos, ten en cuenta tu juventud, examina bien tu pasión, considera si, de no ceder a la elección de tu padre, podrás soportar el hábito de religiosa; estar por siempre reclusa en un sombrío claustro, vivir como una estéril hermana toda tu vida, cantándole lánguidos himnos a la luna fría y yerma. Tres veces benditas aquellas que dominan de tal modo su pasión y emprenden tan casta peregrinación: pero de una felicidad más terrenal goza la rosa de la que se destila la esencia que aquella que, agostándose virgen sobre la espina, crece, vive y muere en solitaria bendición.
HERMIA. – Así deseo crecer, así vivir y así morir, mi señor, antes que entregar mi condición de virgen a su señoría, a cuyo indeseado yugo mi alma no consiente en darle soberanía.
TESEO. – Tómate tiempo para pensarlo; y para la próxima luna nueva – el día en que se sellará entre mi amor y yo el vínculo de eterna compañía–, ese día prepárate para morir por desobediencia a la voluntad de tu padre; o de lo contrario, a casarte con Demetrio, como él desea; o a prometer austeridad y vida solitaria para siempre en el altar de Diana.
DEMETRIO. – Cede, dulce Hermia; y, Lisandro, renuncia a tu alocada pretensión a mi justo derecho.
LISANDRO. – Tú tienes el amor del padre de ella, Demetrio; déjame el amor de Hermia, y cásate tú con él.
EGEO. – ¡Desdeñoso Lisandro! Es verdad, él tiene mi amor. y. lo que es mío, mi amor se lo entregará a él; y ella es mía, y todo mi derecho sobre ella se lo cedo a Demetrio.
LISANDRO. – Soy, mi señor, tan bien nacido como él, y mi situación es tan buena como la suya; mi amor es superior al suyo. Mi fortuna, en todo sentido, es tanta o mayor que la de Demetrio. Y lo que es más de cuanto estas ostentaciones pueden serlo: me ama la bella Hermia. ¿Por qué, entonces, no debería yo perseguir mi derecho? Demetrio, lo declaro en su presencia, cortejó a la hija de Nedar, Helena, y se ganó su alma; y ella, dulce dama, ama devotamente, ama con idolatría a este hombre perjuro e inconstante.
TESEO. Debo confesar que estaba enterado de eso, y pensaba hablar del asunto con Demetrio; pero, sobrecargada de asuntos personales, mi mente lo olvidó. Demetrio, ven, y ven, Egeo, ustedes irán conmigo, tengo algunas instrucciones privadas para ambos. En cuanto a ti, bella Hermia, trata de acomodar tus fantasías a la voluntad de tu padre, de lo contrario la ley de Atenas, que de ninguna manera podemos atenuar, te condenará a la muerte o al voto de vida célibe. Ven, mi Hipólita. ¿Cómo te sientes, mi amor? Demetrio y Egeo, vengan: debo encomendarles ciertos asuntos de nuestras bodas, y conversar con ustedes de algo que les concierne.
EGEO. – Te seguimos obedientes y dispuestos.

(Salen TESEO, HIPÓLITA, EGEO, DEMETRIO
y servidores)

LISANDRO. – ¿Cómo estás, mi amor? ¿Por qué se ven tan pálidas tus mejillas? ¿Es que las rosas que las adornan se desvanecen tan pronto?
HERMIA. – Quizá por falta de lluvia, aunque muy bien podría colmarlas con la tempestad de mis ojos.
LISANDRO. – ¡Ay de mí! Por cuanto he podido leer, o me he enterado por relato o historia, el curso del amor verdadero nunca corrió sin tropiezos. Si no era entre sangre diferente...
HERMIA. – ¡Oh, pena! ¡Demasiado alta para unirse a otra baja!
LISANDRO. – O si no, la diferencia de edad.
HERMIA. – ¡Oh, desdicha! ¡Demasiado viejo para unirse a la juventud!
LISANDRO. – O si no, se trataba de la elección de parientes.
HERMIA. ¡Oh, infierno! ¡Elegir el amor con los ojos de otros!
LISANDRO. – O, si no había problemas en la elección, la guerra, la muerte o la enfermedad le daban sitio, tornándolo momentáneo como el sonido, rápido como una sombra, corto como cualquier sueño; breve como el relámpago en la noche negra que lúgubremente ilumina tanto el cielo como la tierra y, antes de que el hombre pueda decir " ¡Mira!", es devorado por las mandíbulas de la obscuridad: con tanta rapidez las cosas brillantes llegan a la confusión.
HERMIA. – Entonces, si los verdaderos enamorados siempre se han visto así afligidos, es como un mandato del destino; así que tratemos de tener paciencia con nuestra prueba, ya que es una aflicción habitual, tan propia del amor como los pensamientos, los sueños y los suspiros, los deseos y las lágrimas, pobres seguidores de la fantasía.
LISANDRO. – Una buena idea; entonces, escúchame, Hermia. Tengo una tía viuda, una matrona respetable con grandes rentas y sin hijos. Su casa está a sirte leguas de Atenas, y ella me considera como su único hijo. Allí, gentil Hermia, puedo casarme contigo: no puede seguirnos hasta ese lugar la dura ley ateniense. Si tú me amas, sale a hurtadillas de la casa de tu padre mañana por la noche; y en el bosque que está a una legua de la ciudad, donde en una oportunidad te encontré con Helena, para observar una mañana de mayo, allí te estaré esperando.
HERMIA. – ¡Mi buen Lisandro! Te juro por el arco más fuerte de Cupido, por su mejor dardo de punta dorada, por la simplicidad de las palomas de Venus, por aquello que une las almas y hace prosperar al amor, y por aquel fuego que quemó a la reina de Cartago cuando vio huir al falso troyano, por todos los juramentos que los hombres han quebrado, que en número son más de cuantos las mujeres han pronunciado, que en aquel sitio donde me has citado, mañana sin duda me reuniré contigo.
LISANDRO. – Cumple tu promesa, amor. Mira, aquí viene Helena.

Entra HELENA

HERMIA. – ¡Buena suerte, bella Helena! ¿Adonde vas?
HELENA. – ¿Me dices bella? No vuelvas a decirlo. Demetrio ama tu belleza. ¡Oh, feliz belleza! Tus ojos son estrellas de guía y el dulce acento de tu voz es más grato que el sonido de la alondra para el pastor, cuando el trigo está verde y aparecen los pimpollos del espino. La enfermedad es contagiosa: si ocurriera lo mismo con la apariencia, trataría de contagiarme de la tuya antes de marcharme, hermosa Hermia; mis oídos aprehenderían tu voz, mis ojos tus ojos, mi lengua recogería la dulce melodía de tu lengua. De ser mío el mundo, a excepción de Demetrio, daría todo el resto por convertirme en ti. Oh, enséñame a tener tu aspecto, y con qué arte riges el movimiento del corazón de Demetrio.
HERMIA. – Lo miro ceñuda, y sin embargo él me ama.
HELENA. – ¡Ojalá tu ceño pudiera enseñarles tal habilidad a mis sonrisas!
HERMIA. – Lo maldigo, pero él me ama.
HELENA. – ¡Ojalá pudieran suscitar tal afecto mis súplicas!
HERMIA. – Cuanto más lo odio, más me sigue.
HELENA. – Cuanto más lo amo, más me odia.
HERMIA. – La locura de él, Helena, no es culpa mía.
HELENA. – No, salvo tu belleza: ¡ojalá fuera esa mi culpa!
HERMIA. – Tranquilízate; no volverá a ver mi rostro; Lisandro y yo nos marcharemos de este lugar. Antes de conocer a Lisandro, Atenas me parecía un paraíso. ¡Oh, qué gracias residen en mi amor, que él ha convertido un paraíso en un infierno!
LISANDRO. – Helena, a ti te revelaremos nuestras ideas: mañana por la noche, cuando–la luna contemple su rostro de plata en el espejo acuoso, engalanando con perla líquida las hojas de hierba, hora que aún oculta las huidas de los amantes, hemos decidido cruzar las puertas de Atenas.
HERMIA. – Y en el bosque donde a menudo tú y yo solíamos tendernos sobre lechos de suave vellorita para vaciar nuestro pecho de dulces secretos, allí nos reuniremos mi Lisandro y yo. Y desde ahí le volveremos la espalda a Atenas, en busca de nuevos amigos y de extranjera compañía. Adiós, dulce compañera de juegos: ruega por nosotros, y que la buena fortuna te otorgue a tu Demetrio. Cumple tu palabra, Lisandro; debemos privar a nuestra vista del alimento de los enamorados hasta la medianoche de mañana.
LISANDRO: – La cumpliré, mi Hermia. (Sale HERMIA) Helena, adiós: ¡que Demetrio te adore tanto como tú a él! (Sale LISANDRO.)
HELENA. – ¡Cuánto más felices pueden ser unos que otros! En Atenas se me considera tan bella como ella. ¿Pero qué importa eso? No opina lo mismo Demetrio; sólo le interesa lo que él piensa. Y así como él se equivoca, embelesado con los ojos de Hermia, otro tanto hago yo, admirando las cualidades de él. El amor puede transformar cosas bajas y viles, sin cuantía, dándoles forma y dignidad. El amor no ve con los ojos sino con la mente, y por eso al alado Cupido se lo pinta ciego. Tampoco tiene gusto juicioso alguno la mente del amor. Alas sin ojos representan la prisa descuidada, y es por eso que se dice que el amor es un niño, porque tan a menudo es engañado en la elección. Así como los retozones muchachos se perjuran en el juego, así el niño Amor es perjurado en todas partes; porque antes de que Demetrio viera los ojos de Hermia, de su boca caían como granizo los juramentos de que era sólo mío; y cuando ese granizo sintió algún calor de Hermia, así él se disolvió, y las granizadas de juramentos se derritieron. Iré a informarle de la huida de la bella Hermia; entonces la seguirá al bosque mañana por la noche; y si es que recibo las gracias por esa inteligencia, será con un alto costo: así intento aumentar mi dolor, al tener que verlo allá y regresar.

(Sale).


ESCENA SEGUNDA
El mismo lugar. Habitación de una casa humilde.
Entran AJUSTADO, NALGAS, FLAUTA,
MEMBRILLO y HAMBRIENTO

MEMBRILLO. – ¿Está aquí toda nuestra compañía?
NALGAS. – Sería mejor que llamaras a todos, hombre por hombre, según el libreto.
MEMBRILLO. – Aquí tengo la lista con el nombre de todos aquellos que sé consideran aptos, en Atenas, para representar nuestro entremés ante el duque y la duquesa en la noche de bodas.
NALGAS. – Primero, buen Pedro Membrillo, di de qué trata la obra; luego lee el nombre de los actores, y así ve al grano.
MEMBRILLO. – Bien, nuestra obra es "La muy lamentable comedia y la muy cruel muerte de Píramo y Tisbe".
NALGAS. – Una obra muy buena, les aseguro, y alegre. Ahora, buen Pedro Membrillo, llama a tus actores según la lista. Maestros, acomódense.
MEMBRILLO. – Respondan cuando los llame. Nick Nalgas.
NALGAS. – Presente. Di cuál es mi parte, y sigue.
MEMBRILLO. – Tú, Nick Nalgas, has sido elegido para Píramo.
NALGAS. – ¿Qué es Píramo? ¿Un enamorado, un tirano?
MEMBRILLO. – Un enamorado, que galantemente se mata por amor.
NALGAS. – Una buena representación del papel hará lagrimear. Si lo represento, que el público cuide de sus ojos; provocaré tormentas y conmoveré en alguna medida. Sin embargo, mi fuerte es el tirano: podría representar magníficamente a Hércules, o una parte en que pudiera destrozar todo:

Las furiosas rocas,
con estremecidas sacudidas
quebrarán los cerrojos
de los portones de la prisión:
Y el carro de Febo
relucirá desde lejos,
y hará y destruirá
a las tontas Hadas.

¡Eso era magnífico! Ahora, nombra al resto de los actores. Esta es la vena de Hércules, una vena de tirano; un enamorado es más conmovedor.
MEMBRILLO. – Francisco Flauta, el folletero.
FLAUTA. – Presente, Pedro Membrillo.
MEMBRILLO. – Debes hacerte cargo de Tisbe.
FLAUTA. – ¿Qué es Tisbe? ¿Un caballero errante?
MEMBRILLO. – Es la dama a la que Píramo debe amar.
FLAUTA. – No, por favor, no me hagas representar a una mujer; me está saliendo la barba.
MEMBRILLO. – Eso no importa; la representarás con máscara, y podrás hablar con voz tan baja como quieras.
NALGAS. – Si puedo ocultar la cara, déjame representar a Tisbe también: hablaré con una monstruosa vocecita. Tisbe, Tisbe. ¡Ah, Píramo, mi querido amor; tu querida Tisbe, tu amada dama!
MEMBRILLO. – No, no, tú debes representar a Píramo; y, Flauta, tú a Tisbe.
NALGAS. – Bien, continúa.
MEMBRILLO. – Petirrojo Hambriento, tú debes hacer de madre de Tisbe. Tom Hocico, el latonero.
HOCICO. – Presente, Pedro Membrillo.
MEMBRILLO. – Tú, el padre de Píramo; yo, el padre de Tisbe; Ajustado, el ensamblador, tú, la parte del león; y, espero, ya está todo listo.
AJUSTADO. – ¿Tienes escrita la parte del león?. Te ruego, si está escrita, que me la des, porque soy lento para el estudio.
MEMBRILLO. – Puedes hacerla sin estudio previo, porque no es más que rugir.
NALGAS. – Déjame representar al león también: rugiré de tal manera que haré alegrar el corazón de los hombres al oírme; rugiré de tal modo que haré decir al duque: Que ruja otra vez, que ruja otra vez.
MEMBRILLO. – Si lo hicieras de manera demasiado terrible, asustarías a la duquesa y las damas, tanto que gritarían; y eso sería suficiente para que nos colgaran a todos.
TODOS. – Nos colgarían a cada hijo de su madre.
NALGAS. – Les aseguro, amigos, que si las damas se enloquecieran de temor, no harían otra cosa que ahorcarnos; pero haré tan grave mi voz que les rugiré con tanta suavidad como cualquier palomita; rugiré como si fuera un ruiseñor. MEMBRILLO. – No puedes representar otra parte que la de Píramo, porque Píramo es un hombre de rostro dulce, un hombre correcto, como el que se puede ver en un día de verano; un hombre muy encantador y caballeresco; por lo tanto, necesariamente debes representar a Píramo.
NALGAS. – Bien, me encargaré de él. ¿Con qué barba conviene que lo represente?
MEMBRILLO. – Pues, la que desees.
NALGAS. – Lo haré o con tu barba pajiza, o con tu barba anaranjada obscura, o tu barba purpúrea o tu barba de color corona de Francia, del todo amarilla.
MEMBRILLO. – Algunas de las coronas francesas no tienen nada de pelo, y entonces representarías con el rostro descubierto. Pero, maestros, aquí tienen sus partes; y debo pedirles, rogarles, solicitarles, que las estudien bien para mañana a la noche; y que se reúnan conmigo en el bosque del palacio, a una milla de la ciudad, a la luz de la luna; allá ensayaremos, porque si nos encontramos en la ciudad, no nos podremos librar de la compañía y se conocerían nuestros artificios. Entretanto, haré una lista de los elementos que necesitaremos para la obra. Les ruego, no falten.
NALGAS. – Nos reuniremos; y allá podremos ensayar de manera más indecente y atrevida. Preocúpense, estén bien, adiós.
MEMBRILLO. – Nos encontramos en la encina del duque.
NALGAS. – Suficiente. ¡Estudiar; si no, la horca!
(Salen)
ACTO II
ESCENA PRIMERA
Un bosque próximo a Atenas
Entra un HADA por una puerta y PUCK por otra

PUCK. – ¡Qué haces, espíritu! ¿Hacia dónde vagas?
HADA. – Sobre la colina y la llanura, entre arbustos y zarzas, por el parque y el vallado, a través del agua y del fuego; vago por todas partes, más rápida que la esfera de la luna, y sirvo a la reina de los duendes empapando de rocío las órbitas del verde. Las altas prímulas son sus pensionistas. En sus mantos de oro ves manchas; son rubíes, ofrendas de hadas; en esas pecas residen sus perfumes. Debo buscar aquí algunas gotas de rocío y colgar una perla en la espiga de cada prímula. ¡Adiós, tú, patán de los espíritus! Tengo que marcharme. Nuestra reina y todo nuestros elfos vendrán en seguida.
PUCK. – Esta noche el rey celebra aquí sus fiestas. Ocúpate de que la reina no se presente ante su vista, porque Oberón siente terrible ira contra ella porque tiene como acompañante a un encantador joven, robado a un monarca de la India. Nunca había poseído ella un joven tan dulce, y el celoso Oberón querría convertir al muchacho en caballero de su séquito, para recorrer los bosques salvajes; pero ella retiene por la fuerza al amado joven, lo corona de flores y hace de él toda su alegría. Por eso ahora nunca se encuentran en arboleda, prado, fuente clara, o al resplandor de las estrellas, sin que riñan de tal manera que sus duendes, atemorizados, se meten dentro de la corteza de las bellotas y se ocultan allí.
HADA. – O me engaña del todo tu aspecto y tu actitud o eres ese duende astuto y travieso al que llaman el Buen Petirrojo. ¿No eres aquel que asusta a las muchachas de las aldeas, espuma la leche, se mete en el molino de mano y, tornando vanos todos los esfuerzos del ama de casa, impide que la manteca se forme, y otras que la bebida carezca de espuma? ¿No haces extraviar a los que viajan de noche y te ríes de su mal? A los que te llaman Duende y dulce Puck los ayudas en el trabajo y les das buena suerte. ¿No eres ese?
PUCK. – Has acertado. Soy ese alegre rondador de la noche. Divierto a Oberón y lo hago sonreír cuando engaño a algún caballo gordo y bien alimentado con habas, imitando el relincho de una potranca. Y a veces me acurruco en el tazón de una comadre, adoptando la forma de un cámbaro asado, y cuando va a beber, golpeo contra sus labios y hago que se derrame la cerveza sobre su rugosa papada. La tía más sensata, al referir un cuento triste, a veces me confunde con una banqueta de tres pies; entonces resbalo de su trasero, ella da de bruces, grita " ¡sastre!" y tiene un acceso de tos. Los presentes, tomándose los costados, ríen y estornudan y juran que nunca han pasado allí un momento más alegre; pero, deja sitio, hada, que aquí viene Oberón.
HADA. – Y también mi señora. ¡Ojalá él se marchara!

ESCENA SEGUNDA

Entra OBERON por una puerta, con su séquito,
y TITANIA, por otra, con el suyo

OBERON. – Mal encuentro a la luz de la luna, orgullosa Titania.
TITANIA. – ¡Oh, celoso Oberón! Duendes, marcharse de aquí; he renunciado para siempre a su lecho y su compañía.
OBERON. –Detente, apresurada frívola; ¿no soy yo tu señor?
TITANIA. – Entonces yo debo ser tu señora. Pero sé que te has marchado del país de los duendes y, con la figura de Corino, has estado todo el día tocando el caramillo y entonando versos de amor a la amorosa Fílida. ¿Por qué estás aquí, venido de los más lejanos despeñaderos de la India, sino porque, sin duda, la vigorosa Amazona, tu amor en coturnos, tu amada guerrera, debe desposarse con Teseo, y vienes a colmar su tálamo de felicidad y prosperidad?
OBERON. – ¿Cómo puedes, desvergonzada Titania, recordar mi ascendiente sobre Hipólita, sabiendo que conozco tu amor por Teseo? ¿No lo apartaste tú a la luz trémula de la noche de Perigona, a la que había raptado? ¿No le hiciste quebrar sus votos con la bella Egle, con Ariadna y Antíope?
TITANIA. – Esas son fabulaciones de los celos. Nunca, desde comienzos de este solsticio de verano, nos hemos reunido en colina, en valle, bosque o pradera, junto a la fuente recubierta, al torrentoso arroyo, o en la arenosa costa del mar, para que ondulen nuestras sortijas al viento silbador, sin que perturbarás nuestras diversiones con tus alborotos. Por eso los vientos, tras llamarnos en vano con sus sonidos, en venganza han absorbido nieblas contagiosas del mar, las que al caer sobre los campos han tornado tan orgullosos a los cantarines ríos que estos rebalsaron su lecho. Por eso los bueyes se han esforzado en vano, el labriego sudó sin provecho y el verde grano se pudrió antes de que su juventud lograra una barba. El corral está vacío en el campo anegado y los cuervos engordan con la morriña de los rebaños. Los hombres que bailan las danzas moriscas se ensucian los trajes de barro; y los primorosos laberintos en el brillante verde no se pueden distinguir por falta de pisadas. Los mortales humanos desean aquí su invierno. Ya no se bendicen las noches con himnos y cánticos. Por eso la luna, encargada de las mareas, pálida de ira, humedece tanto el aire que abundan las enfermedades reumáticas; y en la grave perturbación de la temperatura, vemos alteradas las estaciones. Las canosas escarchas caen en el regazo de la rosa encarnada y sobre la barbilla y la corona de hielo del viejo Invierno aparece, como mofa, una guirnalda de perfumados capullos. La primavera, el verano, el fecundo otoño, el airado invierno, cambian sus habituales libreas; y el mundo, asombrado de estas consecuencias, no distingue una cosa de otra. Y esta misma progenie de males se origina en nuestras riñas y disensiones. Nosotros somos sus padres y arquetipos.
OBERON. – Repáralo tú, entonces, de ti depende: ¿por qué debe Titania enojar a su Oberón? No pido más que un jovencito para que sea mi servidor.
TITANIA. – Dale descanso a tu corazón; el país de los duendes no basta para comprar a ese niño mío. Su madre era una devota de mi orden; y de noche, en el aromático aire de la India, muy a menudo charlaba a mi lado. Se sentaba conmigo sobre las arenas amarillas de Neptuno y señalaba las naves de los comerciantes en la marea. Reíamos al ver que las velas concebían y formaban combas con el fuerte viento. Ella, su vientre entonces pleno con mi joven escudero, solía imitarles con movimientos bonitos y ondulantes, y navegaba sobre la tierra para buscarme bagatelas, y luego retornaba como de un viaje, cargada de mercaderías. Pero ella, como era mortal, por ese muchacho murió. Y en recuerdo de ella crío a su hijo, y por ella no me separaré de él.
OBERON. – ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en este bosque?
TITANIA. – Tal vez hasta después de las bodas de Teseo. Si quieres danzar pacientemente en nuestra ronda y presenciar nuestras fiestas a la luz de la luna, ven con nosotros; de lo contrario, evítame, y yo eludiré los lugares que frecuentas.
OBERON. – Dame a ese muchacho e iré contigo.
TITANIA. – Ni por tu reino de duendes. Duendes, marchémonos: si me quedo más tiempo nos pelearemos.

(Salen TITANIA y su séquito)

OBERON. – Bien, haz lo que quieras: no saldrás de este bosque hasta que te atormente por tu ofensa. Mi gentil Puck, ven aquí: ¿recuerdas que una vez me senté en un promontorio y oí a una sirena que estaba sobre el lomo de un delfín y emitía un sonido tan dulce y armonioso que el mar bravío se calmó con su canto, y ciertas estrellas se alejaron alocadamente de sus órbitas para oír la música de la sirena?
PUCK. Lo recuerdo.
OBERON. – En esa ocasión vi, aunque tú no pudiste verlo, a Cupido armado que volaba entre la fría luna y la tierra. Apuntó a una hermosa vestal, entronizada en el oeste, y liberó con destreza la flecha amorosa de su arco, como si esta debiera atravesar cien mil corazones; pude ver el feroz dardo del joven Cupido bañado por los castos rayos de la acuosa luna; pasó el lugar donde estaba la imperial sacerdotisa, en casta meditación, libre del poder del amor. Pero observé dónde caía el dardo de Cupido: dio sobre una pequeña flor occidental, antes blanca como la leche, ahora encarnada con la herida del amor, a la que las doncellas llaman pensamiento salvaje: Búscame esa flor, la hierba que te mostré una vez: su jugo, colocado sobre párpados dormidos, hace que el hombre o la mujer amen locamente a la primera criatura viva que ven. Búscame esa hierba, y regresa aquí antes de que el levitán pueda nadar una legua.
PUCK. – Puedo poner una faja alrededor de la tierra en cuarenta minutos.

(Sale PUCK)

OBERON. – Una vez que tenga ese jugo, rondaré a Titania hasta que esté dormida, y pondré ese licor en sus ojos: lo primero que vea al despertar, sea un león, un oso, un lobo, un toro, un mono entremetido o un simio activo, ella lo seguirá con el alma del amor. Y antes de quitar ese encanto de su vista, que puedo anular con otra hierba, haré que me entregue su paje. ¿Pero quién viene acá? Soy invisible; oiré cuanto se hable.

Entra DEMETRIO, seguido por HELENA

DEMETRIO. – No te amo, por lo tanto no me sigas.
¿Dónde están Lisandro y la bella Hermia? A aquel lo mataré, la otra me mata a mí. Me dijiste que habían venido a este bosque, y aquí estoy, madera dentro de este bosque, porque no puedo encontrarme con Hermia. Entonces, márchate y no me sigas más.
HELENA. – Tú me atraes, adamante de duro corazón; pero tú no atraes al hierro, porque mi corazón es fiel como el acero. Abandona tu poder de atraer y yo no tendré poder para seguirte.
DEMETRIO. – ¿Te halago yo? ¿Te hablo dulcemente? ¿O, más bien, no te digo de la manera más llana que no te amo, que no puedo amarte?
HELENA. – Y aun por eso te amo más. Soy tu perro; y, Demetrio, cuanto más me pegues, más te halagaré. Úsame como a tu perro, despréciame, pégame, desatiéndeme, piérdeme; sólo dame tu permiso, indigna como soy, para seguirte. ¿Qué peor lugar puedo rogar en tu amor, y sin embargo un lugar de alto valor para mí, que ser usada como usas a tu perro?
DEMETRIO. – No alientes demasiado el odio de mi espíritu, porque me enferma mirarte.
HELENA. – Y yo estoy enferma cuando no te miro.
DEMETRIO. – Tú arriesgas demasiado tu modestia, dejando la ciudad y poniéndote en manos de quien no te ama: confías a la oportunidad de la noche y al consejo avieso de un lugar desierto el rico tesoro de tu virginidad.
HELENA. – En cuanto a eso, tu virtud es mi privilegio. No es noche cuando veo tu rostro, de modo que pienso que no estoy en la noche, ni este bosque carece de mundos de compañía; porque tú, para mí, eres todo el mundo. Entonces, ¿cómo puede decirse que estoy sola cuando todo el mundo está aquí para guardarme?
DEMETRIO. – Me alejaré de ti y me ocultaré entre los matorrales, dejándote a merced de las fieras salvajes.
HELENA. – La más salvaje no tiene un corazón como el tuyo. Huye cuando quieras, la historia se modificará; Apolo huye y Dafne es la que persigue; la paloma persigue al buitre. La cierva se da prisa para cazar al tigre, inútil prisa, cuando persigue la cobardía y huye el valor.
DEMETRIO. – No quiero oír tus palabras; déjame ir: si me sigues, aunque no lo creas, te haré daño en el bosque.
HELENA. – Ay, en el templo, en la ciudad, en el campo, tú me haces daño. ¡Atención, Demetrio! Tus acciones son una afrenta para mi sexo: nosotras no podemos pelear por amor como pueden hacerlo los hombres. Se nos debe cortejar, no fuimos hechas para cortejar. Te seguiré y haré un cielo del infierno para morir por la mano que tanto amo.

(Salen DEMETRIO y HELENA)

OBERON. – Buena suerte, ninfa. Antes de que él salga de este bosque, tú le huirás y él buscará tu amor.

Regresa PUCK

¿Has traído la flor? Bien venido, duende errante.
PUCK. – Sí, aquí está.
OBERON. – Te ruego, dámela. Conozco una loma donde ondula el tomillo silvestre, donde crecen la prímula y la colgante violeta; muy cubierta de madreselva lozana, con dulces rosas almizcleñas y eglantinas: allí duerme Titania una parte de la noche, arrullada entre esas flores con danzas y deleites; y allá la serpiente arroja su esmaltada piel, y hay malezas tan amplias como para ocultar a un duende. Con este jugo restregaré sus ojos y haré que tenga abundantes fantasías odiosas. Toma tú también un poco y busca por entre estos árboles; una dulce dama ateniense está enamorada de un desdeñoso joven: unta los ojos de él, pero hazlo cuando lo primero que vea sea la dama. Reconocerás al hombre por las ropas atenienses que viste. Maniobra con cuidado, para que él resulte mas enamorado de ella que ella de él, y trata de reunirte conmigo antes de que cante el primer gallo.
(Salen)


ESCENA TERCERA
Otra parte del bosque
Entra TITANIA con su séquito

TITANIA. – Vamos, ahora una ronda y una canción; luego, por un tercio de minuto, vayan algunos a matar cancros en los pimpollos de rosa almizcleña, otros a luchar con los murciélagos para obtener sus alas de cordobán, con las que se harán trajes mis pequeños elfos; y algunos alejarán a los ruidosos búhos, que gritan por las noches, y a nuestros exquisitos espíritus. Canten ahora para arrullarme; luego a sus ocupaciones, y déjenme descansar.

CANCIÓN
I

Duende 1º Serpientes manchadas de lengua doble,
Espinosos erizos, no aparezcan;
Tritones y lagartijas, no hagan mal;
No se acerquen a nuestra reina.

CORO
Filomela, con melodía,
Canta en nuestro dulce arrullo:
iM–la–la, la–la–la, la–la–la.
Nunca el daño, ni el hechizo, ni el encanto,
Se acerquen a nuestra encantadora señora;
Así, buenas noches, la–la–la.

II
Duende 2º Arañas tejedoras, no vengan acá;
Fuera, hilanderas de largas patas, fuera;
Atrás escarabajos, no se acerquen;
Que ni gusano ni caracol hagan daño.

CORO
Filomena, con melodía,
Canta en nuestro dulce arrullo:
La–la–la, la–la–la, la–la–la.

DUENDE 1°: Ahora, a marchar, ahora, todo está bien. Que uno se quede a vigilar.

(Salen los duendes. TITANIA duerme)
Entra OBERON

OBERON. – Lo que veas al despertar (Exprime la flor sobre los párpados de Titania) tómalo por tu verdadero amor; ama y languidece por él, sea onza, o gato, u oso, o leopardo, o verraco de erizado pelo. A tus ojos parecerá, cuando despiertes, que ese es tu amor. Despierta cuando algo vil esté cerca. (Sale)

Entran LISANDRO y HERMIA

LISANDRO. – Querido amor, tú desfalleces de errar por el bosque; y, a decir verdad, he olvidado el camino. Descansaremos, Hermia, si te parece bien, y esperaremos la conveniencia del día.
HERMIA. – Así sea, Lisandro: búscate un lecho, porque sobre esta loma apoyaré la cabeza.
LISANDRO. – Un césped servirá como almohada para ambos; un corazón, un lecho, dos pechos y una verdad.
HERMIA. – De ningún modo, buen Lisandro; hazlo por mí, mi querido, reclínate más lejos aún, no te acuestes tan cerca.
LISANDRO. – Oh, comprendé el sentido de mi inocencia, querida. El amor entiende el significado en la charla amorosa. Quiero decir, que mi corazón está ligado al tuyo, de modo que de los dos hemos hecho uno solo; dos pechos unidos por un juramento, de manera que son dos pechos y una única verdad. Entonces no me niegues un lugar a tu lado, porque el recostarme así, Hermia, no miento.
HERMIA. – Lisandro habla bellamente. Muy malditos sean mis modales y mi orgullo si Hermia pretendió decir que Lisandro mentía. Pero, gentil amigo, por amor y cortesía, reclínate más lejos; con humana modestia, la separación que corresponde a un soltero virtuoso y a una doncella; aléjate hasta allí, y buenas noches, dulce amigo. ¡Que tu amor nunca se altere hasta el fin de tu dulce vida!
LISANDRO. – Amén, amén, respondo a esa hermosa oración. ¡Y que termine la vida si concluyo mi lealtad! Aquí está mi lecho. ¡Que el sueño te dé todo su descanso!
HERMIA. – ¡Qué con la mitad de ese deseo se beneficien los ojos de quien lo desea!

(Se duermen)
Entra PUCK

PUCK. – Por los bosques he andado pero no hallé ningún ateniense en cuyos ojos pudiera probar el poder de esta flor para despertar el amor. ¡Noche y silencio! ¿Quién está allí? Prendas de Atenas viste: este es el que, dijo mi señor, desdeñaba a la doncella ateniense; y aquí está la doncella, bien dormida, sobre el suelo húmedo y sucio. ¡Hermosa alma! No se atrevió a acostarse junto a este hombre descortés y desalmado. Patán, sobre tus ojos echo todo el poder que posee este encanto. Cuando despiertes, que el amor prohíba que el sueño se aposente en tus párpados. Despierta cuando me haya marchado, porque ahora debo reunirme con Oberón. (Sale)

Entran DEMETRIO y HELENA, corriendo

HELENA. – Quédate, aunque me mates, dulce Demetrio.
DEMETRIO. – Te ordeno que no me sigas.
HELENA. – ¿Es que me dejarás en esta obscuridad? No lo hagas.
DEMETRIO. – Quédate con tus riesgos; iré solo.

(Sale DEMETRIO)

HELENA. – ¡Oh, he quedado sin aliento con esta caza de amor! Cuanto mayor es mi súplica, menor es mi gracia. Feliz de Hermia, dondequiera que esté, porque posee benditos y hermosos ojos. ¿Cómo se tornaron tan brillantes sus ojos? No con lágrimas saladas, porque de ser así, mis ojos se lavan con mayor frecuencia que los suyos. No, no, soy tan fea como un oso, porque las bestias que se cruzan conmigo huyen espantadas. Por eso no sorprende que Demetrio, como a un monstruo, rehuya así mi presencia. ¿Qué distorsionado y perverso espejo mío hizo que comparara los bellos ojos de Hermia con los míos? ¿Pero quién está acá? ¡Lisandro! ¡Sobre el suelo! ¿Muerto? ¿O dormido? No veo sangre, ni herida. Lisandro, si estás vivo, buen señor, despierta.
LISANDRO. – E incluso atravesaré el fuego por tu dulce persona. (Despertando.) ¡Sutil Helena! La naturaleza muestra aquí su arte, porque a través de tu pecho me permite ver tu corazón. ¿Dónde está Demetrio? ¡Ese hombre vil perecerá por mi espada!
HELENA. – No hables así, Lisandro, no hables así. ¿Qué importa que él ame a tu Hermia? ¿Qué? Hermia te ama a ti, así que debes estar contento.
LISANDRO. – ¿Contento con Hermia? No; me arrepiento de los tediosos momentos que pasé con ella. No amo a Hermia sino a Helena: ¿quién no cambiaría un cuervo por una paloma? La razón gobierna la voluntad del hombre, y la razón me dice que tú eres la doncella más valiosa. Lo que crece no está maduro hasta el momento oportuno; así yo, por mi juventud, aún no estaba maduro en mi razón. Y al tocar ahora el punto de la capacidad humana, la razón se torna la regente de mi voluntad y me conduce a tus ojos, donde veo historias de amor, escritas en el libro más rico del amor.
HELENA. – ¿Por qué he debido nacer para sufrir esta cruel burla? ¿No es suficiente, no es suficiente, joven, que nunca haya merecido, ni nunca pueda merecer, una dulce mirada de los ojos de Demetrio, sino que tú has de mofarte de mi insuficiencia? En verdad, me haces mal, por cierto que me haces mal, al cortejarme de manera tan desdeñosa.
Pero, buena suerte. Debo confesar que te creía hombre de más genuina cortesía. ¡Oh, que una dama rechazada por un hombre tenga que sufrir el abuso de otro!
(Sale)

LISANDRO. – No ha visto a Hermia. Hermia, sigue durmiendo allí, ¡y ojalá que nunca vuelvas a acercarte a Lisandro! Porque, como un exceso de las cosas dulces trae el más profundo aborrecimiento al estómago, o así como las herejías que cometen los hombres son odiadas más por aquellos que fueron engañados, tú, mi exceso y mi herejía, sé odiada por todos, pero sobre todo por mí. ¡Y que todos mis poderes dirijan el amor que te tenía a honrar a Helena y a ser un caballero! (Sale)
HERMIA. – (Sobresaltada) ¡Ayúdame, Lisandro, ayúdame! ¡Haz todo lo posible para quitar esta serpiente rastrera de mi pecho! ¡Ay de mí! ¡Qué sueño fue ese! ¡Lisandro, mira cómo tiemblo de temor! Creí que una serpiente me arrancaba el corazón y que tú observabas sonriendo la cruel escena. ¡Lisandro! ¿Cómo, se ha ido? ¡Lisandro! ¿Cómo, no me escuchas? ¿Se ha marchado? ¿Ningún sonido, ninguna palabra? ¡Dios! ¿Dónde estás? ¡Habla, si me oyes, habla, amor! Casi desfallezco de miedo. ¿No? Entonces bien comprendo que no estás cerca: a ti o a la muerte hallaré de inmediato.
(Sale)
ACTO III
ESCENA PRIMERA
El bosque. La reina de los duendes yace durmiendo.
Entran MEMBRILLO, AJUSTADO, NALGAS, FLAUTA,
HOCICO y HAMBRIENTO

NALGAS. – ¿Estamos todos?
MEMBRILLO. – Todos; y aquí tenemos un lugar maravilloso y conveniente para nuestro ensayo. Este terreno verde será nuestro escenario, este soto de espinos nuestro camarín; y lo haremos con toda la acción, tal como representaremos en presencia del duque.

NALGAS. – Pedro Membrillo...
MEMBRILLO. – ¿Qué dices tú, magnífico Nalgas?
NALGAS. – Hay cosas en esta comedia de Píramo y Tisbe que nunca podrán gustar. Primero, Píramo debe desenvainar una espada para matarse, cosa que las damas no pueden soportar. ¿Qué me contestas tú a eso?
HOCICO. – Caramba, inteligente preocupación.
HAMBRIENTO. – Creo que se debe evitar la muerte.
NALGAS. – En absoluto: tengo un recurso para que todo salga bien. Escríbanme un prólogo que parezca decir que no haremos ningún daño con nuestras espadas, y que Píramo no muere de verdad; y para mayor seguridad, hay que decirles que Píramo yo no soy, sino Nalgas el tejedor: eso quitará todo temor.
MEMBRILLO. – Bien, tendremos ese prólogo, que será escrito en ocho y seis.
NALGAS. – No, que sean dos más: que sea escrito en ocho y ocho.
HOCICO. – ¿No se asustarán las damas del león?
HAMBRIENTO. – Me lo temo, les aseguro.
NALGAS. – Señores, deben considerarlo: poner un león entre damas, ¡Dios nos proteja! es cosa terrible, porque no hay nada más terrible entre las fieras que un león vivo; y deberíamos tenerlo en cuenta.
HOCICO. – Entonces, otro prólogo debe decir que no es un león.
NALGAS. – De ninguna manera, se debe decir su nombre, y parte de su cara debe verse por el cuello del león; y él mismo debe hablar, diciendo al efecto: "Damas", o "Bellas damas. Deseo que ustedes, o, les ruego, o les pido que no teman, que no tiemblen: mi vida es vuestra. Si creen que vengo acá como un león, sería una pena para mi vida. No, no soy tal cosa; soy un hombre como los otros", y que allí mencione su nombre y diga claramente que es Ajustado, el ensamblador.
MEMBRILLO. – Bien, así se hará. Pero hay dos cosas difíciles; es decir, traer la luz de la luna a una cámara; porque, ustedes saben, Píramo y Tisbe se encuentran a la luz de la luna.
AJUSTADO. – ¿Brillará la luna la noche de nuestra representación?
NALGAS. – ¡Un calendario, un calendario! Miren en el almanaque; busquen la luz de la luna.
MEMBRILLO. – Sí, brilla esa noche.
NALGAS. – Entonces se puede dejar abierta una hoja de la puerta ventana donde representemos; y la luna brillará a través de esa ventana.
MEMBRILLO. – Sí; o si no, alguien debe aparecer con un haz de espinos y un farol y decir que viene a interpretar o representar el papel de la luz de la luna. Luego hay otra cosa: necesitamos un muro en la gran sala; porque Píramo y Tisbe, así dice la historia, hablaban a través de una grieta del muro.
AJUSTADO. – Pero no se puede meter un muro. ¿Qué dice tú, Nalgas?
NALGAS. – Algún hombre deberá representar al muro. Tendrá que ponerse un poco de yeso, o arcilla, o de mezcla por encima, para representar un muro; o que ponga los dedos así, y por entre los dedos susurrarán Píramo y Tisbe.
MEMBRILLO. – Si eso puede ser, entonces todo está bien. Vamos, sentémonos todos y cada uno a ensayar su parte. Píramo, comienzas tú; una vez que hayas dicho tu parte, métete entre ese matorral, y así cada uno de los otros.

Entra PUCK por detrás

PUCK. – ¿Qué bastos patanes tenemos baladronando por acá, tan cerca del lecho de la reina de los duendes? ¡Caramba, una obra de teatro! Seré oyente, y tal vez también actor, si es necesario.
MEMBRILLO. – Habla, Píramo. Tisbe, adelántate.
PIRAMO. – Tisbe, las flores odiosas tienen un dulce aroma.
MEMBRILLO. – Olorosas, olorosas.
PIRAMO. – ...olorosas tienen un dulce aroma, como tu aliento, mi queridísima Tisbe. ¡Pero escucha, una voz! Quédate allí un instante, que en seguida regreso. (Sale)
PUCK. – ¡El más extraño Píramo que se haya representado aquí! (A un lado. Sale.)
TISBE. – ¿Debo hablar ahora?
MEMBRILLO. – Sí, claro que debes, porque tienes que entender que él sólo va a ver porque escuchó un ruido, y que volverá en seguida.
TISBE. – Muy radiante Píramo, tan blanco como el lirio en el tono, del color de la rosa encarnada en el triunfante rosal silvestre, enérgico joven y también el más encantador judío, tan fiel como el más fiel caballo que nunca se cansa, me reuniré contigo, Píramo, en la tumba de Niní.
MEMBRILLO. – La tumba de Nino, hombre; pero no debes hablar todavía, porque le respondes a Píramo. Tú dices toda la parte de una vez, con pies y todo. Entra Píramo, tu pie ha pasado. Es: nunca se cansa.

Vuelven a entrar PUCK y NALGAS con una cabeza de asno.

TISBE. – Tan fiel como el más fiel caballo que nunca se cansa.
PIRAMO. – Si yo fuese hermoso, Tisbe, sólo sería tuyo...
MEMBRILLO. – ¡Oh, monstruoso! ¡Oh, extraño! ¡Hay aparecidos! ¡Señores, huyamos! ¡Socorro!

(Salen los patanes)

PUCK. – Los seguiré; los conduciré hacia una ronda a través de pantano, arbusto, matorral; alguna vez seré un caballo, otra un galgo, un cerdo, un oso sin cabeza, alguna vez un fuego; y relincharé, y ladraré, y gruñiré, y rugiré, y arderé, como caballo, galgo, cerdo, oso, fuego, en cada oportunidad.

(Sale)

NALGAS. – ¿Por qué huyen? Esto es una treta de ellos para hacerme asustar.

Regresa HOCICO

HOCICO. – ¡Oh, Nalgas, estás cambiado! ¿Qué es lo que veo en ti?
NALGAS. – ¿Qué ves? Ves tu cabeza de asno, ¿verdad?

Regresa MEMBRILLO

MEMBRILLO. – ¡Bendito seas, Nalgas! ¡Bendito seas: te has transformado!
NALGAS. – Veo la bribonería de ellos; quieren hacerme creer que soy un asno, quieren asustarme, si pueden. Pero no me moveré de este lugar, hagan lo que hicieran. Caminaré aquí de un lado para el otro y cantaré, para que oigan y se den cuenta de que no tengo miedo.
(Canta)

El mirlo, de tono tan negro,
de pico anaranjado intenso,
el zorzal con su nota tan perfecta,
el abadejo con sus plumitas.

TITANIA. – ¿Qué ángel me despierta en mi lecho florido? (Despertando) NALGAS.–

el pinzón, el gorrión y la alondra,
el cuclillo gris de canto sencillo,
cuya nota plena más de un hombre reconoce
y no se atreve a responder;

porque, en verdad, ¿quién puede prestarle atención a un pájaro tan insignificante? ¿Quién trataría de engañar a un pájaro, aunque nunca grite cucú?
TITANIA. – Te ruego, gentil mortal, que cantes nuevamente; mis oídos están fascinados por tus acentos. También mis ojos están hechizados por tu forma; y la fuerza de tu bella gracia quizá me induzca a primera vista a decirte, a jurarte, que te amo.
NALGAS. – Me parece, señora, que tendrías poca razón para ello; y sin embargo, a decir verdad, razón y amor no están en muy buenos términos en estos tiempos. Es una pena que algunos vecinos honestos no se esfuercen por reconciliarlos. Puedo cantar, si se presenta la ocasión.
TITANIA. – Eres tan inteligente como hermoso.
NALGAS. – Nada de eso: si tuviera suficiente inteligencia como para salir de este bosque, sería bastante para salvar mi situación.
TITANIA. – No quieras alejarte de este bosque. Permanecerás aquí, te guste o no. Soy un espíritu de clase no común. El verano aún atiende mis dominios, y yo te amo. Entonces, ven conmigo y te daré a tres duendes para que te sirvan. Irán a buscar para tí joyas en las profundidades, y cantarán mientras tú duermes en lechos de flores. Eliminaré tu grosería mortal para que te muevas como un espíritu aéreo. ¡Arvejilla! ¡Telaraña! ¡Polilla! ¡Mostaza!

Entran cuatro duendes

DUENDE 1º.–Pronto.
DUENDE 2º. –Y yo.
DUENDE 3º.–Y yo.
DUENDE 4º. – ¿Adonde debemos ir?
TITANIA. – Sean bondadosos y corteses con este caballero; salten en sus paseos y brinquen a su vista; aliméntenlo con damascos y fresas, con uvas purpúreas, higos blancos y moras; roben la miel a las abejas y para usarlas como velas nocturnas junten sus muslos de cera, que deben encender con los ardientes ojos de las luciérnagas, cuando mi amado se acueste y se levante; y arranquen las alas de las pintadas mariposas para apartar de sus ojos dormidos los rayos de la luna. Salúdenlo, duendes, y bríndenle sus cortesías.
DUENDE 1º. – ¡Salud, mortal!
DUENDE 2º.– ¡Salud!
DUENDE 3º.– ¡Salud!
DUENDE 4º.– ¡Salud!
NALGAS. – De corazón agradezco estos saludos. Ruego me dé su nombre.
TELARAÑA. – Telaraña.
NALGAS. – Me agradará conocerlo mejor, buen maese Telaraña. Si me corto un dedo, me aprovecharé de usted. ¿Su nombre, honesto caballero?
ARVEJILLA. – Arvejilla.
NALGAS. – Le ruego que me recomiende ante su madre, la señora Calabaza, y ante su padre, el señor Guisante. Buen maese Arvejilla, también me agradará conocerlo mejor. ¿Su nombre, por favor, señor? MOSTAZA. – Mostaza.
NALGAS. – Buen maese Mostaza, conozco bien su paciencia: esa cobarde costilla de vaca se ha devorado a más de un caballero de su familia. Le aseguro que los suyos han hecho que mis ojos se empañaran más de una vez. Deseo conocerlo mejor, buen maese Mostaza.
TITANIA. – Bien, atiéndanlo; condúzcanlo a mi cenador. Me parece que la luna mira con ojos acuosos; y cuando ella llora, lloran todas las florecillas, lamentando alguna forzada castidad. Sujeten la lengua de mi amor, tráiganlo silenciosamente.

(Salen)


ESCENA SEGUNDA
Otra parte del bosque
Entra OBERON

OBERON. – Me pregunto si Titania se habrá despertado; y qué habrá sido lo primero que se presentó a su vista, que ella debía amar apasionadamente.

Entra PUCK

Aquí viene mi mensajero. ¿Qué dices alocado espíritu? ¿Qué novedad hay en este bosque encantado?
PUCK. – Mi señora se ha enamorado de un monstruo. Cerca de su cenador íntimo y consagrado, mientras ella se encontraba en su hora de sereno reposo, se reunieron unos rudos artesanos que trabajan por el pan en los talleres de Atenas para ensayar una obra que piensan representar el día de las bodas del gran Teseo. El más bajo de los desvergonzados de ese ralea que representaba a Píramo, abandonó su escena y entró en un soto. Me aproveché de esa circunstancia y le coloqué una cabeza de burro. Como en seguida debía responder a su Tisbe, mi hombre avanzó. Como gansos salvajes que ven al acechante cazador o como las bermejas chovas se elevan y graznan al oír el estampido del arma, se separan y alocadamente remontan los aires, del mismo modo huyeron sus compañeros al verlo. Y unos y otros cayeron, profiriendo gritos de terror y de socorro. El sentido de ellos, así debilitado por tan fuertes temores, logró que cada objeto inanimado, les hiciera daño: porque matorrales y espinas se enganchaban en sus ropas, en las mangas, en los sombreros. De lo que cede todo se prende. Yo los conduje en ese enloquecido terror y dejé allí al transformado Píramo. En ese momento, así sucedió, Titania despertó y sin más se enamoró de un asno.
OBERON. – Eso supera cuanto había pensado. ¿Pero has restregado los ojos del ateniense con el jugo del amor, como te ordené que hicieras?
PUCK. – Lo encontré durmiendo... también eso está concluido. La dama ateniense estaba a su lado, de modo que cuando él despierte, por fuerza ha de verla.

Entran DEMETRIO y HERMIA

OBERON. – Quédate por acá; este es el mismo ateniense.
PUCK. – Esta es la mujer, pero no es este el hombre.
DEMETRIO. – ¡Oh! ¿Por qué rechazas a quien tanto te ama? Guarda tan crueles palabras para tu cruel enemigo.
HERMIA. – Ahora sólo te reprendo, pero podría mostrarme más dura contigo; porque tú, me temo, me has dado motivos para maldecir. Si has muerto a Lisandro en su sueño, ya metido en la sangre, sumérgete profundamente y mátame también a mí. El sol no era tan fiel al día como él a mí: ¿se habría apartado de la dormida Hermia? Me sería más fácil creer que toda la tierra puede perforarse y que la luna puede deslizarse por el centro, para disgustar las mareas de su hermano en las antípodas. No puede ser más que tú el que lo mató; así debe verse un asesino, tan muerto, tan triste.
DEMETRIO. – Así debe verse a un asesinado, y también yo, con el corazón traspasado por tu extremada crueldad; sin embargo tú, la asesina, luces tan brillante, tan diáfana, como más allá Venus en su centelleante esfera.
HERMIA. – ¿Qué significa eso para mi Lisandro? ¿Dónde está él? Ah, buen Demetrio, ¿quieres dármelo?
DEMETRIO. – Preferiría darles su cadáver a mis perros.
HERMIA.– ¡Apártate, perro! ¡Fuera, cobarde! Tú me haces traspasar los límites de la paciencia de una doncella. ¡Si lo has muerto, que en adelante no seas contado entre los hombres! ¡Oh, por una vez dime la verdad, di la verdad, hazlo por mí! ¿No te atreviste a mirarlo cuando estaba despierto, y lo has matado cuando dormía? ¡Oh, bravo gesto! ¿Acaso no podrían hacer lo mismo un gusano, una víbora? Una víbora lo hizo, porque con lengua más doble que la tuya, serpiente, nunca picó una víbora.
DEMETRIO. – Le das curso a tu pasión de una manera equivocada: no soy culpable de la muerte de Lisandro. Tampoco está muerto él, que yo sepa.
HERMIA. – Te ruego, dime, entonces, que está bien.
DEMETRIO. – ¿Y si pudiera, qué conseguiría de esa manera?
HERMIA. – El privilegio de no volver a verme. De tu odiada presencia me retiro: no me verás más, sea que él esté muerto o no.
(Sale)

DEMETRIO. – No tiene sentido seguirla cuando está con ese humor. Por lo tanto, me quedaré aquí un rato. La pesadez del dolor se torna más intensa por la deuda que con él tiene el sueño en bancarrota; que ahora en una leve medida pagará, si aguardo aquí por sus servicios.

(Se tiende)

OBERON. – ¿Qué has hecho? Has cometido un serio error al poner el jugo del amor sobre los ojos de un verdadero enamorado. De tu error debe surgir por fuerza algún verdadero enamorado cambiado, y no un falso convertido en verdadero.
PUCK. – Entonces el destino ordena que, siendo un hombre fiel, un millón falle, confundiendo juramento con juramento.
OBERON. – Ve por el bosque, más rápido que el viento, y trata de hallar a Helena de Atenas. Está enferma de amor y se la ve desalentada; sus suspiros de amor marchitan su frescura. Mediante alguna ilusión ocúpate de traerla aquí; yo encantaré los ojos de él antes de que ella aparezca.
PUCK. – Voy, voy; mira cómo voy, más rápido que la flecha del arco del tártaro.

(Sale)

OBERON. – Flor de purpúreo tinte, golpea con el arco de Cupido, húndete en las niñas de sus ojos. Cuando a su amor vea, que ella brille tan gloriosamente como la Venus del cielo. Cuando tú despiertes, si ella está cerca, pídele el remedio.

Regresa PUCK

PUCK. – Capitán de nuestra banda de duendes, Helena está muy cerca y el joven al que confundí le ruega su amor. ¿Veremos este espectáculo amoroso? ¡Señor, cuan tontos son esos mortales!
OBERON. – Quédate a un lado. El ruido que hagan despertará a Demetrio.
PUCK. – Entonces dos cortejarán a una al mismo tiempo; eso será muy divertido. Y me divierten más esas cosas que ocurren ridículamente.

Entran LISANDRO y HELENA

LISANDRO. – ¿Por qué debes creer que me estoy burlando? Burla y escarnio nunca van unidos a las lágrimas. Mira, cuando juro, lloro; y los juramentos así nacidos, muestran la verdad con su nacimiento. ¿Cómo estas muestras mías pueden parecerte escarnio cuando llevan el emblema del amor, que les da veracidad?
HELENA. – Tú sigues adelante con tu bellaquería. Cuando la verdad mate a la verdad, ¡qué riña entre lo demoníaco y lo sagrado! Estos votos le corresponden a Hermia: ¿quieres abandonarla? Pesa voto con voto y no pesarás nada. Pon en dos platillos los juramentos a ella y a mí, y pesarán igual, y ambos serán tan livianos como cuentos.
LISANDRO. – No tenía juicio cuando le juré mi amor a ella.
HELENA. – Y me parece que tampoco ahora, cuando la abandonas.
LISANDRO. –Demetrio la ama, y él no te ama.
DEMETRIO. – (Despertando.) ¡Oh, Helena, diosa, ninfa, perfecta, divina! ¿Con qué, mi amor, puedo comparar tus ojos? El cristal es fangoso. ¡Oh, cuan maduros son tus labios, esas cerezas acariciantes y tentadoras! Ese blanco puro y congelado, la nieve del alto Tauro barrida por el viento del este, se transforma en un cuervo cuando tú levantas la mano. ¡Oh, déjame besar ese dechado de blanco puro, ese sello de bendición!
HELENA. – ¡Oh, encono! ¡Oh, infierno! Comprendo que se han puesto de acuerdo en contra de mí para divertirse. Si fueran correctos y entendieran de cortesía, no me harían tanto daño. ¿No pueden odiarme, como sé que me odian, sino que también deben unir sus almas para escarnecerme? Si fuesen hombres, como pretenden serlo, no abusarían así de una gentil dama. Juramentos, votos, elogios excesivos de mis prendas, cuando estoy segura de que me odian de corazón. Ambos son rivales y aman a Hermia; y ahora ambos son rivales para mofarse de Helena: ¡buen intento, varonil empresa, provocar con el escarnio las lágrimas en los ojos de una pobre doncella! Ninguna persona noble ofendería así a una virgen ni agotaría la paciencia de una pobre alma con el único objeto de divertirse.
LISANDRO. – Eres cruel, Demetrio; no lo seas. Porque amas a Hermia, sabes que lo sé. Y aquí, con toda buena voluntad, con todo mi corazón, te cedo mi parte del amor de Hermia, y cédeme tú la tuya del amor de Helena, a la que amo y amaré hasta la muerte.
HELENA. – Nunca dos burladores gastaron tantas palabras vanas.
DEMETRIO. – Lisandro, guárdate a tu Hermia, no la quiero; si alguna vez la amé, todo ese amor ha desaparecido. Mi corazón estuvo como un huésped con ella, y ahora ha regresado al hogar de Helena, para quedarse.
LISANDRO. – Helena, no es así.
DEMETRIO. – No menosprecies el amor que no conoces porque, para tu peligro, podrías pagarlo caro. Mira dónde viene tu amor; allá está tu querida.

Entra HERMIA

HERMIA. – Obscura noche que a los ojos les quitas su función y tornas más rápido el oído; mientras anulas el sentido de la visión, le pagas al oído doble recompensa. No te han encontrado mis ojos, Lisandro; mis oídos, a los que agradezco, me trajeron a tu sonido. ¿Pero por qué me dejaste así, tan duramente?
LISANDRO. – ¿Por qué debería quedarse aquel a quien el amor obliga a marchar?
HERMIA. – ¿Qué amor podía obligar a Lisandro a marcharse de mi lado?
LISANDRO. – El amor de Lisandro, que no le permitía estarse quieto: la bella Helena, que le da más brillo a la noche que todos esos círculos y ojos de luz. ¿Por qué me buscas? ¿No pudiste darte cuenta de que el odio que siento por ti me hizo dejarte así?
HERMIA. – No dices lo que piensas, no puede ser.
HELENA. – ¡Dios, también ella participa del engaño! Ahora comprendo que los tres se han unido para tramar esta falsa diversión contra mí. ¡Perversa Hermia! ¡Ingrata doncella! ¿Has conspirado, con estos has urdido esta patraña para escarnecerme? ¿Has olvidado los secretos compartidos, los juramentos de hermanas, las horas pasadas en compañía, cuando le reprochábamos al tiempo de ágiles pies que nos separara? ¿Toda la amistad de los días de la escuela, toda la infantil inocencia? Nosotras, Hermia, como dos diosas artificiales, con nuestras agujas creamos juntas una flor, ambas con una muestra, sentadas sobre un único almohadón, ambas susurrando una canción, ambas con el mismo espíritu; como si nuestras manos, nuestros lados, voces y mentes hubieran estado asociados. Así crecimos juntas, como una cereza doble, al parecer divididas, pero con una unión: dos encantadoras frutas modeladas sobre un tallo. Así, con dos cuerpos visibles pero un corazón, como escudos en heráldica, debidos a uno y coronados con un timbre. ¿Y eres capaz de destrozar nuestro antiguo afecto para unirte a hombres en el escarnio de tu pobre amiga? No es una actitud amistosa, no es digna de una doncella: nuestro sexo, además de mí, puede reprochártelo, aunque yo sola sienta el daño.
HERMIA. – Estoy sorprendida por tus apasionadas palabras. No te desprecio; parece ser que eres tú la que me desprecia a mí.
HELENA. – ¿No has enviado tú a Lisandro, como en actitud de mofa, a seguirme y a elogiar mis ojos y mi rostro? ¿Y no has hecho que tu otro amor, Demetrio, que hasta ahora casi me rechazaba a puntapiés, me dijera diosa, ninfa, divina y excepcional, preciosa y celestial? ¿Por qué le dice eso a aquella a la que odia? ¿Y por qué Lisandro niega tu amor, tan rico para su alma, y de inmediato me brinda afecto, si no por tu indicación, por tu consejo? Si no soy tan agraciada como tú, si no gozo de tanto amor, tanta fortuna, si soy una infeliz que ama sin ser amada, tú deberías compadecerte de ello antes que mofarte.
HERMIA. – No entiendo qué quieres decir.
HELENA. – Sí, perseveren, finjan miradas de pesar, hagan gestos cuando les doy la espalda, guíñense el ojo, sigan el dulce juego. Esta diversión, bien llevada, deberá registrarse. Si tuvieran alguna piedad, gracia o modales, no me harían tal escena. Pero, adiós; esto es en parte culpa mía, que la muerte o la ausencia pronto remediará.
LISANDRO.– No te vayas, dulce Helena; oye mi excusa. ¡Mi amor, mi vida, mi alma, bella Helena!
HELENA. – ¡Oh, excelente!
HERMIA. – Querido, no te burles así de ella.
DEMETRIO. – Si ella no puede convencer, yo puedo obligar.
LISANDRO. – Tú no puedes obligar más de cuando ella convencer; tus amenazas no tienen más fuerza que los débiles ruegos de ella. Helena, te amo; por mi vida que te amo. Lo juro por aquello que perderé por ti para demostrar que es falso cuando él dice que no te amo.
DEMETRIO. – Digo que te amo más que él.
LISANDRO. – Si lo dices, retírate y demuéstralo también.
DEMETRIO. – Rápido, ven...
HERMIA. – Lisandro, ¿a qué conduce todo esto?
LISANDRO. – ¡Apártate, tú, etíope!
DEMETRIO. – No, no, señor. Hace como que desea soltarse, comienza a caminar mientras tú lo sigues, pero no viene. Eres un hombre manso; ¡vamos!
LISANDRO. – Apártate tú, gato, protuberancia, ser vil. ¡Suéltame! O te apartaré de mí como si fueras una serpiente.
HERMIA. – ¿Por qué te muestras tan rudo? ¿Qué cambio es este, dulce amor?
LISANDRO. – ¿Tu amor? ¡Fuera, atezada tártara, fuera! ¡Fuera, odiada medicina, poción aborrecida!
HERMIA. ¿No bromeas?
HELENA. Sí, por cierto; y también tú.
LISANDRO.– Demetrio, mantendré mi palabra contigo.
DEMETRIO. – Preferiría tener un documento firmado; porque veo que una débil obligación te domina. No confío en tu palabra.
LISANDRO. – ¿Qué, es que debería lastimar a Hermia, golpearla, matarla? Aunque la odio, no le haré daño.
HERMIA. – ¡Cómo! ¿Acaso puedes hacerme daño mayor que odiarme? ¡Odiarme! ¿Por qué? ¡Ay, de mí! ¿Qué novedad es esa, mi amor? ¿No soy yo Hermia? ¿No eres tú Lisandro? Soy tan bella ahora como lo era antes, como lo era anoche, cuando me amabas. Sin embargo me dejaste. ¿Por qué, entonces me dejaste, ¡No permitan los dioses! para siempre, se diría?
LISANDRO. – Sí, por mi vida, y no deseaba verte nunca más. Por lo tanto no tengas esperanzas, no dudes; puedes estar segura, nada hay más cierto, no es una broma que te odio y que amo a Helena.
HERMIA. – ¡Ay de mí! ¡Tú, escamoteadora, tú, gusano corruptor! ¡Tú, ladrona de amor! ¿Qué, has venido de noche y me has robado mi amor?
HELENA. – ¡Muy bien, por cierto! ¿No tienes ninguna modestia, ninguna vergüenza, ni un toque de timidez? ¡Cómo! ¿quieres arrancar respuestas impacientes de mi lengua gentil? ¡Falsa, títere!
HERMIA. – ¡Títere! ¿Por qué? Sí, ese es el juego. Ahora comprendo que ella ha comparado nuestras estaturas; ha destacado su altura. Y con su persona, su alta persona, con su estatura, se le ha impuesto a él. ¿Y has crecido tanto en su estima porque yo soy tan menuda y baja? ¿Cómo soy de baja, pintado poste de mayo? Habla, ¿cómo soy de baja? No soy tan baja que mis uñas no puedan llegar a tus ojos.
HELENA. – Les ruego, aunque se estén burlando de mí, caballeros, que no le permitan que me haga daño. Nunca fui perversa, no tengo ningún talento para las riñas. Soy toda una doncella por mi cobardía: no permitan que me pegue. Tal vez piensen que porque ella es algo más baja que yo, yo pueda defenderme.
HERMIA. – ¡Más baja! ¡Otra vez!
HELENA. – Buena Hermia, no seas tan cruel conmigo. Siempre te quise, Hermia, siempre guardé tus secretos y nunca te hice mal. Sólo que, por amor a Demetrio, le dije que huirías a este bosque. El te siguió y por amor yo lo seguí; pero hasta ahora me había rechazado y había amenazado golpearme, echarme a puntapiés, incluso matarme. Y ahora, para que me dejes marcharme en paz, regresaré con mi locura a Atenas y no te seguiré. Ves qué sencilla y qué afectuosa soy.
HERMIA. – Bien, vete: ¿quién te retiene?
HELENA. – Un tonto corazón que dejo aquí.
HERMIA. – ¡Cómo! ¿Con Lisandro?
HELENA. – Con Demetrio.
LISANDRO. – No temas, ella no te hará daño, Helena.
DEMETRIO. – No, señor, ella no le hará daño, aunque tú te pongas de su parte.
HELENA. – Oh, cuando se enoja, ella tiene muy mal genio: era una arpía cuando iba a la escuela, y aunque es pequeña, es brava.
HERMIA. – ¡Otra vez pequeña! ¡Nada más que baja y pequeña! ¿Cómo puedes permitir que me menosprecie de esa manera? Déjame llegar a ella.
LISANDRO. – ¡Márchate, enana, mujer mínima, hecha de molesta maleza, cuenta, bellota!
DEMETRIO. – Eres demasiado oficioso por aquella que desprecia tus servicios. Déjala, no hables de Helena, no te pongas de su parte, porque si intentas siquiera demostrarle tu amor, lo lamentarás.
LISANDRO. – Ahora ella no me retiene; ahora sígueme, si te atreves, para que probemos cuál derecho, el tuyo o el mío, es mayor sobre Helena.
DEMETRIO. – ¡Seguirte! De ningún modo: iré contigo, lado a lado.

(Salen LISANDRO y DEMETRIO)

HERMIA. – Tú, amada mujer, eres la culpable de todo. ¡No, no te marches!
HELENA. – No confío en tí. No quiero permanecer en tu maldita compañía. Tus manos son más rápidas que las mías para la lucha, pero mis piernas son más largas para la huida.

(Sale)

HERMIA. – Estoy perpleja, no sé qué decir.

(Sale, persiguiendo a HELENA)

OBERON. – Esto se debe a tu negligencia; sin embargo, o te equivocaste o cometiste tus picardías voluntariamente.
PUCK. – Créeme, rey de las sombras, me equivoqué. ¿No me dijiste que reconocería al hombre por las ropas atenienses que vestía? Y por ahora mi cometido se revela inocente, porque he untado los ojos de un ateniense. Y hasta ahora me alegra que así haya resultado, porque sus disputas las gozo como una diversión.
OBERON. – Ves que estos enamorados buscan un lugar para luchar. Así que apresúrate, Petirrojo, y ensombrece la noche; cubre en seguida el firmamento estrellado con brumas pesadas, para que se torne tan negro como el Aqueronte. Y conduce a esos rivales tan quisquillosos de modo que no se encuentren. Algunas veces modula tu voz como la de Lisandro y provoca a Demetrio con graves insultos; y otras veces vilipendia como si fueras Demetrio. Y encárgate de guiarlos de modo que no puedan hallarse, hasta que sobre sus frentes trepe el sueño que simula la muerte, con piernas plomizas y alas de murciélago. Entonces exprime esta hierba dentro de los ojos de Lisandro; su jugo tiene la virtuosa propiedad de eliminar, con su poder, todo el error, y hará que sus globos oculares giren con la vista habitual. Cuando despierten, toda esta irrisión parecerá un sueño, una inútil visión, y a Atenas regresarán los amantes, cuya unión no concluirá hasta la muerte. Mientras te empleo en esa tarea, iré a ver a mi reina y le pediré su muchacho indio. Entonces libraré sus hechizados ojos de la visión del monstruo, y todo recobrará la paz.
PUCK. – Mi señor, esto debe hacerse aprisa, porque los rápidos dragones de la noche cortan rápidamente las nubes; y allá brilla el anuncio de la aurora, que cuando se acerca hace que los fantasmas, que vagan de acá para allá, vayan de regreso a los cementerios; los espíritus malditos, que están sepultados en encrucijadas y avenidas, ya se han marchado a sus agusanados lechos. Por temor de que el día ponga de relieve sus vergüenzas, voluntariamente se alejan de la luz, y por ello deben asociarse con la negra noche.
OBERON. – Pero nosotros somos espíritus de otra clase. Con el amor de la mañana a menudo me he divertido; y como un guardamonte, pude atravesar los bosques hasta que la puerta del este, de subido rojo, se abre a Neptuno con sus benditos rayos y convierte en amarillo oro sus torrentes verdes y salados. Pero, de todos modos, apresúrate, no te demores. Aún podemos cumplir nuestras tareas antes de que llegue el día.

(Sale OBERON)

PUCK. – De un lado para el otro, los conduciré de un lado para el otro. A mí me temen en el campo y en la ciudad; brincando, los llevaré de un lado para el otro. Aquí viene uno.

Entra LISANDRO

LISANDRO. – ¿Dónde estás tú, orgulloso Demetrio? Habla ahora.
PUCK. – Aquí, villano; con el arma pronta. ¿Dónde estás tú?
LISANDRO. – Voy a tu lado.
PUCK. – Sígueme, entonces, a terreno más llano.

(Sale LISANDRO, como siguiendo a la voz)

DEMETRIO. – ¡Lisandro! Habla nuevamente. Tú, cobarde, fugitivo, ¿has huido? Habla. ¿En algún arbusto estás? ¿Dónde ocultas la cabeza?
PUCK. – Tú, cobarde, estás haciendo alardes para las estrellas, diciéndoles a los arbustos que buscas guerra, ¿y te rehúsas a venir? Ven, falso; ven, niño, te azotaré con una vara: se deshonra el que usa una espada contigo.
DEMETRIO. – Sí, ¿estás tú ahí?
PUCK. – Sigue mi voz; no probaremos ninguna hombría aquí.

Regresa LISANDRO

LISANDRO. – El va delante de mí, y sin embargo me insulta; cuando llego al lugar desde donde me llama, ya se ha marchado. El villano corre más aprisa que yo: lo seguí rápidamente, pero con más rapidez huyó él. Y he dado con un camino obscuro y desparejo, donde descansaré. ¡Ven, gentil día! (Se acuesta.) Porque aunque una sola vez me muestres tu luz gris, hallaré a Demetrio y me vengaré del insulto.

(Se duerme.)
Regresan PUCK y DEMETRIO

PUCK. – ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! Cobarde, ¿por qué no vienes?
DEMETRIO. – Aguárdame si te atreves; porque sé muy bien que corres delante de mí, cambiando de un lugar a otro, y no te animas a detenerte, ni a mirarme a la cara. ¿Dónde estás?
PUCK. – Ven acá; estoy acá.
DEMETRIO. – No, te mofas de mí. Pagarás caro cuando vea tu rostro a la luz del día. Ahora, vete. El cansancio me obliga a tender el cuerpo sobre este frío lecho. En cuanto llegue el día, espera mi visita.

(Se acuesta y duerme.)
Entra HELENA

HELENA. – ¡Oh, fatigosa noche, oh larga y tediosa noche, concluye tus horas! Envía rayos del este, para que pueda volver a Atenas con la luz del día, alejándome de estos que detestan mi pobre compañía. Sueño, que a veces cierras los ojos del pesar, apártame por un rato de mi propia compañía.

(Duerme.)
PUCK. – ¿Aún sólo tres? Que venga alguien más; dos de ambas clases hacen cuatro. Aquí viene ella, triste y abatida. Cupido es un pícaro joven que enloquece así a las pobres mujeres.

Entra HERMIA

HERMIA. – Nunca tan fatigada, nunca tan apenada, mojada de rocío, lastimada por las espinas; no puedo seguir arrastrándome, no puedo avanzar más. Mis piernas no pueden seguir el paso de mis deseos. Descansaré aquí hasta que despunte el día. ¡Que el cielo ampare a Lisandro, si es que se van a batir!

(Se acuesta.)

PUCK. – Duerme profundamente en el suelo: aplicaré un remedio a tus ojos, gentil amante. (Exprime el jugo sobre los ojos de LISANDRO.) Cuando despiertas te deleitarás al ver los ojos de tu anterior dama, y el conocido proverbio campesino de que cada uno debe tomar lo que le corresponde, quedará demostrado cuando despiertes: Jack tendrá a Jill y nada andará mal, el hombre recuperará a su yegua y todo andará bien.

(Sale PUCK; duermen los otros.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
El bosque
Entran TITANIA y NALGAS, con duendes que los sirven;
detrás OBERON, no visto por los otros.

TITANIA. – Ven, siéntate en este lecho de flores mientras acaricio tus bellas mejillas y pongo rosas almizcleñas en tu suave cabeza,– y beso tus hermosas orejas grandes, mi suave dicha.
NALGAS. – ¿Dónde está Arvejilla?
ARVEJILLA. – Presente.
NALGAS. – Ráscame la cabeza, Arvejilla. ¿Dónde está el señor Telaraña?
TELARAÑA. – Presente.
NALGAS. – Señor Telaraña, buen señor, tome sus armas y máteme una abeja de rojas caderas sobre la parte superior de un abrojo; y, buen señor, tráigame el saco de miel. No se apresure demasiado en la tarea, señor; y, buen señor, tenga cuidado de que no se rompa el saco de miel; me desagradaría mucho verlo todo manchado, señor. ¿Dónde está el señor Mostaza?
MOSTAZA. – Presente.
NALGAS. – Salúdeme, señor Mostaza, pero sin reverencias, buen señor.
MOSTAZA. – ¿Qué desea?
NALGAS. – Buen señor, sólo que le ayude a rascar al caballero Telaraña. Debo ir al barbero, señor, porque me parece que tengo demasiado pelo en la cara, y soy un asno tan delicado que si el pelo me hace cosquillas, tengo que rascarme.
TITANIA. – ¿Quieres oír música, mi dulce amor?
NALGAS. – Tengo oídos razonablemente buenos para la música; veamos las tenacillas y los huesos.
TITANIA. – Quieres decir, dulce amor, que deseas comer.
NALGAS. – Realmente, un poquito de forraje; podría masticar tus buenas avenas secas. Creo que tengo un gran deseo de tomar una botella de heno: el buen heno, el heno dulce, no tiene igual.
TITANIA. – Tengo un duende atrevido que buscará la provisión de la ardilla y te traerá nueces nuevas.
NALGAS. – Preferiría un puñado o dos de arvejas secas. Pero, te ruego, que ninguno de tus servidores me despierte, porque siento que se me acerca el sueño.
TITANIA. – Duerme que yo te estrecharé entre mis brazos. Duendes, márchense en todas direcciones. Así como la madreselva, la femenina hiedra se anuda en los dedos cortezudos del olmo. ¡Oh, cómo te amo! ¡Cómo te adoro!

(Duermen.)
Se adelanta OBERON. Entra PUCK

OBERON. – Bienvenido, buen Petirrojo. ¿Has apreciado esta dulce vista? Ahora comienza a despertar mi piedad la adoración de ella. Porque habiéndola encontrado detrás del bosque, buscando dulces sabores para este odioso tonto, la reconvine y reñí con ella. Había redondeado las pilosas sienes de él con coronas de flores frescas y fragantes; y ese mismo rocío que a veces sobre los pimpollos se hincha como perlas redondas de oriente, estaba ahora dentro de los ojos de las hermosas florecillas, como lágrimas que delataban la desgracia de estas. Cuando la hube vilipendiado a mi placer y ella, con palabras suaves, solicitó mi paciencia, le pedí a su niño, que me cedió sin más, y envió a uno de sus servidores para que llevara al joven a mi cenador. Ahora que tengo al niño, desharé esta odiosa imperfección de sus ojos. Y, amable Puck, quita esa piel de la cabeza del rústico ateniense; así, cuando se despierte con los otros, todos podrán volver a Atenas y sólo recordarán los accidentes de esta noche como el disgusto de una pesadilla. Pero primero libraré a la reina. (Toca los ojos de TITANIA con una hierba.) Sé como tú solías ser, ve como acostumbrabas a ver. El pimpollo de Diana sobre la flor de Cupido tiene tal fuerza y bendito poder. Ahora, mi Titania, despierta, dulce reina.
TITANIA. – ¡Mi Oberón! ¡Qué visiones he tenido! Creía estar enamorada de un asno.
OBERON. – Ahí yace tu amor.
TITANIA. – ¿Cómo pudo suceder? ¡Oh, cómo ahora mis ojos odian su cara!
OBERON. – Silencio por ahora. Petirrojo, quítale la cabeza de asno. Titania, pide música, y haz que el sentido de estos cinco esté más muerto que en el sueño común.
TITANIA. – ¡Música! Música que encante el sueño.
PUCK. – Ahora, cuando despiertes, mira con tus propios ojos de tonto.
OBERON. – Suena, música. (Sigue la música) Ven, mi reina, tomémonos de la mano y hagamos mecer la tierra donde se apoyan estos durmientes. Ahora tú y yo somos nuevamente amigos y mañana por la noche, solemnemente, danzaremos en la casa del duque Teseo, y la bendeciremos para toda la posteridad. Allí se casarán las parejas de fieles enamorados, con Teseo, en gran alegría.
PUCK. – Rey de los duendes, oye y atiende; escucho a la alondra matinal.
OBERON. – Entonces, mi reina, en triste silencio caminemos tras las sombras de la noche. Nosotros podemos rodear prestamente al globo, más rápidamente que la errante luna.
TITANIA. – Vamos, mi señor; y en nuestra huida, dime cómo fue que me hallaron dormida esta noche, acá en el suelo, con estos mortales.


(Salen) (Sonidos de cuernos)
Entran TESEO, HIPÓLITO, EGEO y séquito

TESEO. –. Que vaya uno de ustedes a buscar al guardamonte, porque ahora nuestra observancia se ha cumplido, y como tenemos la recompensa del día, mi amor oirá la música de mis galgos, soltados en el valle occidental. Que vayan a buscar al guardamonte. Bella reina, iremos a la cima de la montaña y escucharemos la musical confusión que forman los perros y el eco al unísono.
HIPÓLITA. – Estuve una vez con Hércules y Cadmo cuando en un bosque de Creta ellos acorralaron al oso con sus perros de Esparta: nunca había oído tan bizarros sonidos, porque además de los árboles, el cielo, las fuentes, todas las regiones vecinas parecían un solo grito. Nunca oí tan musical discordancia, tan dulce estruendo.
TESEO. – Mis perros pertenecen a la raza espartana, tienen el mismo hocico, el mismo pelo, sus orejas barren el rocío matinal; de rodillas protuberantes, y papudos como los toros de Tesalia. Son lentos en la persecución, pero en sus gruñidos armonizan como tañidos de campana, uno tras otro. Un grito tan armonioso nunca fue emitido, ni saludado con el cuerno, en Creta, Esparta o Tesalia: júzgalo cuando lo oigas. Pero, caramba, ¿qué ninfas son estas?
EGEO. – Señor, es mi hija la que está acá dormida; y este Lisandro, y este Demetrio. Esta es Helena, la hija del viejo Nedar. No entiendo porqué están acá juntos.
TESEO. Sin duda, se levantaron temprano para observar el rito de mayo y, enterados de nuestra intención, han venido a compartir nuestra solemnidad. Pero dime, Egeo: ¿no es este el día en que Hermia debía dar la respuesta de su elección?
EGEO. – Sí, mi señor.
TESEO. – Ordenen a los cazadores que los despierten con sus cuernos. (Se oyen cuernos)

(DEMETRIO, LISANDRO, HERMIA y HELENA despiertan y se levantan)

TESEO. – Buen día, amigos. El día de san Valentín ha pasado. ¿Sólo ahora comienzan a aparearse las aves del bosque?
LISANDRO. – Perdona, señor.

(El y el resto se arrodillan ante TESEO)

TESEO. – Les ruego a todos que se pongan de pie. Sé que ustedes dos son enemigos rivales; ¿a qué se debe esta gentil concordia en el mundo, que el odiado esté tan lejos de los celos como para dormir junto al odio sin temer una acción enemiga?
LISANDRO. – Mi señor, replicaré con gran perplejidad, medio dormido, medio despierto, sin embargo juro que de verdad no puedo decir cómo llegué aquí. Pero, según creo, porque deseo decir la verdad, y ahora recuerdo, que vine aquí con Hermia. Nuestra intención era marchamos de Atenas, donde pudiéramos estar a salvo de la ley ateniense.
EGEO. – Basta, basta, mi señor; has oído suficiente. Pido la ley, la ley, ley sobre la cabeza de él. Ellos se hubiesen marchado, Demetrio, derrotándonos a ti y a mí. A ti te habrían quitado a tu esposa, a mí mi consentimiento, mi consentimiento de que ella sea tu esposa.
DEMETRIO. – Mi señor, la bella Helena me informó de la huida de ellos, de su intención de reunirse en este bosque, Y en mi furia hasta acá los seguí, seguido por la bella Helena. Pero, mi buen señor, no sé por cuál poder, pero por algún poder debió ser, que mi amor por Hermia se disolvió como la nieve, y me parece ahora el recuerdo de un vano placer que en la infancia me subyugaba, y toda la fe, la virtud de mi corazón, el objeto y el placer de mis ojos, es sólo Helena. Con ella, señor, estuve comprometido antes de conocer a Hermia, pero como en la enfermedad, abominé de ese alimento. Pero como en la salud, vuelto a mi gusto natural, ahora lo quiero, lo amo y lo deseo. Y por siempre le seré fiel.
TESEO. – Buenos enamorados, afortunadamente se han reunido; de este asunto hablaremos más en otro momento. Egeo, me impondré a tu voluntad, porque estas parejas se unirán para siempre en el templo, junto con nosotros. Y dado que la mañana ya ha avanzado un poco, dejaremos de lado nuestra intención de cazar. Marchemos a Atenas todos, donde tendremos una fiesta con gran solemnidad. Ven, Hipólita.

(Salen TESEO, HIPÓLITA, EGEO y séquito)

DEMETRIO: – Estas cosas parecen pequeñas e indistinguibles. Como lejanas montañas que se han convertido en nubes.
HERMIA. – Me parece ver todo con ojos separados, porque todo me parece doble.
HELENA. – También a mí me parece. He hallado a Demetrio como una joya. Mía y no mía.
DEMETRIO. – Me parece a mí que aún dormimos, soñamos. ¿Creen ustedes que el duque estuvo acá, y que nos ordenó que lo siguiéramos?
HERMIA. – Sí, y también mi padre.
HELENA. – E Hipólita.
LISANDRO. – Y nos ordenó que los siguiéramos al templo.
DEMETRIO. – Pues, entonces, estamos despiertos; sigámoslo, y mientras andamos contémonos nuestros sueños.

(Salen)
Mientras ellos se marchan, despierta NALGAS

NALGAS. – Pero cuando llegue mi pie, llámenme, y yo responderé. El próximo es: Mi bello Píramo. ¡Eh, Pedro Membrillo! ¡Flauta, el folletero! ¡Hocico, el latonero! ¡Hambriento! ¡Dios mío, se han marchado, y me dejaron dormido! He tenido una visión muy rara. He tenido un sueño, que está más allá de la voluntad de un hombre contarlo. El hombre no es más que un asno si va por allí contando este sueño. Creí que era... ningún hombre puede contar eso. Creí que era, y que tenía...Pero el hombre no es más que un tonto del demonio si se anima a decir lo que yo pensé que era. El ojo del hombre no ha oído, el oído del hombre no ha visto; la mano del hombre no puede gustar, su lengua concebir, ni su corazón informar cuál fue mi sueño. Haré que Pedro Membrillo escriba una balada con ese sueño, porque no tenia sentido, y la cantaré en la segunda parte de la pieza ante el duque, y para tornarla más graciosa, la entonaré a la muerte de ella. (Sale)


ESCENA SEGUNDA
Atenas. Una habitación en la casa de Membrillo.
Entran MEMBRILLO, FLAUTA, HOCICO
y HAMBRIENTO

MEMBRILLO. – ¿Has ido a casa de Nalgas? ¿Ha vuelto ya?
HAMBRIENTO. – No hay noticias de él. Sin duda, está transformado.
FLAUTA. – Si él no aparece, entonces la obra está perdida; no puede representarse, ¿verdad?
MEMBRILLO. – No es posible: no hay un hombre en todo Atenas que represente el papel de Píramo como él.
FLAUTA. – No; sencillamente, tiene más talento que todos los artesanos de Atenas.
MEMBRILLO. – Sí, y el mejor aspecto también; y una voz magnífica.

Entra AJUSTADO

AJUSTADO. – Señores, el duque está regresando del templo, y hay dos o tres señores y damas más que se han casado; si hubiéramos podido representar nuestra obra, nos habrían recompensado.
FLAUTA. ¡Oh, dulce Nalgas! Así se ha perdido seis peniques por día por toda su vida: sin duda se los ha perdido, porque, ¡que me cuelguen si el duque no le habría dado seis peniques por día por representar a Píramo! Se los hubiese merecido: seis peniques por día por Píramo, o nada.

Entra NALGAS

NALGAS. – ¿Qué ocurre con estos jóvenes? ¿Qué sucede con estos corazones?
MEMBRILLO. – ¡NALGAS! ¡Oh, feliz día! ¡Oh, feliz hora!
NALGAS. – Señores, tengo maravillas que contarles, pero no me pregunten qué, porque si les cuento, no soy un verdadero ateniense. Les contaré todo, tal cual sucedió.
MEMBRILLO. – Te escuchamos, dulce Nalgas.
NALGAS. – No diré una palabra. Todo lo que les contaré es que el duque ha comido. Junten sus cosas: buenas cuerdas para las barbas, cintas nuevas para los escarpines; reúnanse en seguida en el palacio, y que cada hombre se ocupe de su parte, porque se ha elegido nuestra obra. En todo caso, que Tisbe lleve ropa blanca limpia; y que el hombre que representa al león no se recorte las uñas, porque simularán las garras. Y, muy queridos actores, no corrían ni cebollas ni ajos, porque nuestro aliento deberá ser fresco. No dudo que ellos dirán que se trata de una dulce comedia. Basta de palabras: ¡Vamos! ¡En marcha! ¡Vamos!
(Salen)
ACTO V
ESCENA PRIMERA
Atenas. Un salón del palacio de Teseo.
Entran TESEO, HIPÓLITA, FILOSTRATO, caballeros
y servidores

HIPÓLITA. – Resulta extraño, mi Teseo, lo que cuentan estos enamorados.
TESEO. – Más extraño que cierto. Nunca puedo creer esas antiguas fábulas ni esas diversiones de duendes. Los enamorados y los locos tienen mente tan febril, fantasía tan creadora, que aprehenden más de cuanto la fría razón puede comprender. El loco, el enamorado y el poeta tienen una imaginación fértil: uno ve más demonios de cuantos puede contener el vasto infierno, y este es el loco. El amante, igualmente frenético, ve la belleza de Helena en un rostro egipcio. Los ojos del poeta, en delirante movimiento, van del cielo a la tierra y de la tierra al cielo y, mientras la imaginación da cuerpo a cosas desconocidas, la pluma del poeta les da forma, y a la vacua nada le da una habitación local y un nombre. La gran imaginación tiene tales tretas que si decide crear alguna alegría, también crea al portador de esa alegría; o por la noche, al sentir algún temor, con facilidad supone que un arbusto es un oso.
HIPÓLITA. – Toda la historia de la noche que han narrado, con todas sus mentes transfiguradas al mismo tiempo, con imágenes más presenciadas que imaginadas, se convierte en algo de gran solidez, pero de todos modos, extraño y notable.

Entran LISANDRO, DEMETRIO, HERMIA y HELENA

TESEO. – Aquí vienen los enamorados, llenos de alegría y de felicidad. ¡Alegría, queridos amigos! ¡Que la alegría y nuevos días de amor acompañen a sus corazones!
LISANDRO. – Más que para nosotros, ¡que acompañen sus paseos, su mesa y su lecho reales!
TESEO. – Veamos; ¿qué representaciones, qué danzas tendremos para pasar este largo lapso de tres horas entre nuestra sobremesa y la hora de irnos a acostar? ¿Dónde está nuestro habitual director de entretenimientos? ¿De qué diversiones disponemos? ¿No hay alguna obra de teatro que alivie la angustia de una hora torturante?
FILOSTRATO. – Aquí, poderoso Teseo.
TESEO. – Dime, ¿cómo se puede acortar esta noche? ¿Qué representación? ¿Qué música? ¿Cómo engañaremos al perezoso tiempo, si no con algún deleite?
FILOSTRATO. – Aquí tengo una lista de los entretenimientos preparados; su alteza decidirá qué verá primero.

(Le da un papel a TESEO)

TESEO. – (Lee) "La batalla con los centauros, cantada por un eunuco ateniense acompañado al arpa". No queremos eso, porque ya se lo he contado a mi amor en gloria de mi pariente Hércules. "El tumulto de las bacantes ebrias, que en su furia laceraron al cantor tracio". Esa es una obra anticuada, que ya fue representada cuando regresé triunfante de Tebas. "Las tres veces tres musas, de luto por la muerte del saber, recientemente fallecido en la pobreza". Esta es cierta sátira, aguda y crítica, que no corresponde a una ceremonia nupcial. "Una escena breve y tediosa del joven Píramo y su amor Tisbe; regocijante pieza trágica". ¡Trágica y regocijante! ¡Tediosa y breve! Es decir, hielo caliente y nieve maravillosamente extraña. ¿Cómo se podrá hallar la concordancia de esta discordancia?
FILOSTRATO. – Se trata de una obra, mi señor, de unas diez palabras, la más breve que he conocido. Pero para ser de diez palabras, mi señor, es demasiado extensa, lo que la hace tediosa, porque en toda la obra no hay ni una palabra correcta, ni un actor adecuado. Y trágica, mi noble señor, sí lo es, porque en ella Píramo se mata; que cuando vi el ensayo, debo confesarlo, mis ojos lagrimearon; pero lágrimas más regocijantes nunca derramaron la pasión de la gran risa.
TESEO. – ¿Quiénes son los que la representan?
FILOSTRATO. – Hombres de manos rudas que trabajan en Atenas y que hasta ahora nunca hicieron trabajar su mente. Ahora han forzado sus desacostumbradas memorias con esa obra por vuestras nupcias.
TESEO. – Y nosotros la veremos.
FILOSTRATO. – No, mi noble señor, no es para vos: la he oído, y no es nada, absolutamente nada; a menos que podáis hallar placer en su intento por complaceros, sumamente esforzado, y que les costó crueles dolores.
TESEO. – Deseo oír esa obra, porque nunca nada puede estar mal cuando lo inspiran la simplicidad y el deber. Ve, tráelos. Señoras, tomen asiento.

(Sale FILOSTRATO)

HIPÓLITA. – No me agrada ver a la desgracia sobrecargada, ni al deber cuando perece en su servicio.
TESEO. – Amor mío, no verás tal cosa.
HIPÓLITA. – Filostrato dice que son totalmente incapaces.
TESEO. – Más bondadosos seremos nosotros al darles gracias por nada. Nuestra diversión consistirá en comprender lo que ellos equivocan. Y lo que el pobre desempeño no puede lograr, el noble respeto debe juzgarlo por su intención y no por su mérito. En los lugares a los que llegué, grandes funcionarios han intentado saludarme con preparadas bienvenidas. Los he visto temblar y empalidecer, detenerse en medio de oraciones, confundir su practicado acento en su temor y, en conclusión, callar sin darme la bienvenida. Créeme, querida, en ese silencio pude recoger una bienvenida y en la modestia del atemorizado desempeño he entendido tanto como podía expresar la sonora lengua de la elocuencia desenvuelta y audaz. El amor, entonces, y la simplicidad con su lengua poco elocuente, le hablan más a mi comprensión.

Entra FILOSTRATO

FILOSTRATO. – Su alteza, el prólogo está pronto. TESEO. – Que se acerque. (Toque de trompetas)

Entra el PROLOGO

PROLOGO. – Si ofendemos, es con nuestra buena voluntad. De que ustedes piensen que venimos no a ofender sino con buena voluntad. A mostrarles nuestra sencilla capacidad, ese es el verdadero comienzo de nuestro fin. Consideren entonces que a ofender no hemos venido. Nos trae la idea de contentarlos y nuestra intención es vuestro deleite. Que no se arrepientan de estar acá. Los actores están prontos y, con su representación, se enterarán de cuanto deseen saber.
TESEO. – Este individuo no se detiene en los puntos.
LISANDRO. – Ha transitado su prólogo como un bruto potrillo; no sabe de paradas. Una buena moraleja, señor: no es suficiente hablar, sino hablar correctamente.
HIPÓLITA. – En verdad, ha interpretado su prólogo como un niño ejecuta la flauta; un sonido sin gobierno.
TESEO. – Su discurso fue como una cadena embrollada; nada mal, pero todo desordenado ¿Quién sigue?

Entran PIRAMO y TISBE, MURO, CLARO DE LUNA,
y LEÓN como en pantomima

PROLOGO. – Señores, tal vez les sorprenda esta aparición; pero sigan sorprendidos, hasta que la verdad aclare todas las cosas. Este hombre es Píramo, si desean saberlo; esta hermosa dama es Tisbe, por cierto. Este hombre, con cal y mezcla, representa el muro, el vil muro que separa a estos enamorados; y a través de las grietas del muro, pobres almas, ellos se contentan con susurrar, de lo cual nadie debe sorprenderse. Este hombre con farol, perro y haz de espinos representa al Claro de Luna, porque, si desean saberlo, a la luz de la luna esos amantes pensaban encontrarse en la tumba de Nino, para allí amarse. Esta terrible bestia que tiene por nombre león, espantó o aterrorizó a la pobre Tisbe, que fue la primera en llegar, y en la huida dejó caer su capa, que el vil león manchó con sangrienta boca. Y en seguida viene Píramo, gentil joven, alto, y encuentra la capa de su leal Tisbe, ante lo cual con la hoja de su daga, con la hoja sanguinaria y culpable, bravamente atravesó su ardiente corazón. Y Tisbe, que se había refugiado bajo un moral, quitó la daga del pecho de Píramo y se mató. En cuanto al resto, el león, Claro de Luna, Muro y los dos enamorados lo expresarán mientras permanezcan acá.

(Salen PROLOGO, TISBE, LEÓN y CLARO DE LUNA)

TESEO. – Me pregunto si el león va a hablar.
DEMETRIO. – Sin duda, señor, cuando tantos son los asnos que lo hacen.
MURO. – En este mismo interludio ocurre que yo, Hocico de nombre, represente un muro, quisiera que ustedes pensaran en un muro que tiene grieta o hendidura, por la cual los enamorados, Píramo y Tisbe, a menudo susurraban en gran secreto. Esta arcilla, esta mezcla y esta piedra demuestran que yo soy ese mismo muro; la verdad es esta, y esta es la grieta, derecha e izquierda, por la cual deben susurrar los temerosos amantes.
TESEO. – ¿Podrían pretender que cal y pelo hablen mejor?
DEMETRIO. – Es la pared más inteligente que oí nunca discurrir, señor.
TESEO. – Píramo se acerca a la pared. ¡Silencio!

Entra PIRAMO

PIRAMO. – ¡Oh, noche horrible! ¡Oh noche de tinte tan negro! ¡Oh, noche, que siempre estás cuando el día no está! ¡Oh, noche, ay de mí, me temo que Tisbe haya olvidado su promesa! Y tú, oh muro, dulce y encantador muro, que te yergues entre el terreno del padre de ella y el mío, tú, oh muro, muro dulce y encantador, muéstrame tu grieta, para que pueda atisbar con mis ojos.

(El MURO extiende los dedos)

Gracias, gentil muro: ¡Que Júpiter te proteja bien por este favor! ¿Pero qué veo? No se divisa a Tisbe. Oh perverso muro a través del cual no veo a mi bendición, ¡malditas sean tus piedras por engañarme así!
TESEO. – Pienso que, siendo sensible, el muro también debería maldecir.
PIRAMO. – No, señor, en verdad él no debe maldecir. Engañarme así es el pie de Tisbe: debe entrar ahora, y yo debo espiarla a través del muro. Verá que todo sale como le digo. Ahí viene ella.

Entra TISBE

TISBE. – Oh, muro, muy a menudo has oído mis gemidos porque nos separas a mi bello Píramo y a mí; mis labios de cereza muchas veces han besado tus piedras, las piedras unidas en ti con cal y pelo.
PIRAMO. – Oigo una voz; ahora iré a la grieta, para espiar y poder ver el rostro de mi Tisbe. ¡Tisbe!
TISBE. – ¡Mi amor! Porque tú eres mi amor, creo.
PIRAMO. – Piensa lo que quieras, soy la gracia de tu enamorado, y como Lisandro sigo siendo fiel.
TISBE. – Y yo como Helena, hasta que el destino me mate.
PIRAMO. – No le fue tan fiel Céfalo a Procris.
TISBE. – Como Céfalo a Procris, yo a ti.
PIRAMO. – Oh, bésame a través de la hendidura de este vil muro.
TISBE. – Beso la grieta del muro, no tus labios.
PIRAMO. – ¿Quieres reunirte ya mismo conmigo junto a la tumba de Nino?
TISBE. – En vida y muerte, voy sin demora.
MURO. – De esta manera yo, el muro, he desempeñado mi parte; y, una vez concluida, así se va el muro.

(Salen MURO, PIRAMO y TISBE)

TESEO. – Ahora ha caído el muro entre los dos vecinos.
DEMETRIO. – No hay remedio, señor, cuando las paredes están tan dispuestas a oír sin aviso.
HIPÓLITA. – Es la obra más tonta que he visto nunca.
TESEO. – Las mejores en su clase no son más que sombras; y las peores no son peores, si la imaginación las compensa.
HIPÓLITA. – Debe ser la imaginación de uno, entonces, y no la de ellos.
TESEO. – Si no pensamos peor de ellos que ellos mismos, pueden pasar por hombres excelentes. Aquí entran dos nobles bestias, una luna y un león.

Entran LEÓN y CLARO DE LUNA

LEÓN. – Ustedes, señoras, cuyo gentil corazón teme al más pequeño de los monstruosos ratones que se arrastran por el piso, tal vez ahora se estremezcan y tiemblen aquí, cuando el león ruja en su más salvaje furia. Entonces sepan que yo, Ajustado, el ensamblador, no soy un león bravío ni la madre de un león tampoco, porque si como león viniera aquí a luchar, sería una pena mi vida.
TESEO. – Una bestia muy gentil, y de buena conciencia.
DEMETRIO. – Lo mejor en bestia que yo he visto, señor.
LISANDRO. – Este león es un verdadero zorro por su valor.
TESEO. – Verdad, y un ganso por su discreción.
DEMETRIO. – No es así, señor, porque su valor no puede llevarse a su discreción, y el zorro se lleva al ganso.
TESEO. – Estoy seguro de que su discreción no puede llevarse a su valor; porque el ganso no se lleva al zorro. Está bien, dejémoslo a su discreción y escuchemos a la luna.
CLARO DE LUNA. – Este farol representa a la luna con sus cuernos.
DEMETRIO. – El debió ponerse los cuernos en la cabeza.
TESEO. – No es una luna creciente, y sus cuernos son invisibles dentro de la circunferencia.
CLARO DE LUNA. – Este farol representa a la luna con sus cuernos, yo parezco ser el hombre en la luna.
TESEO. – Este es el error más grande de todos: al hombre habría que ponerlo dentro del farol. Si no, ¿cómo es el hombre en la luna?
DEMETRIO. – No se atreve a meterse por la vela, porque como se ve, ya está en pabilo.
HIPÓLITA. – Estoy cansada de esta luna: ¡ojalá cambiara!
TESEO. – Parece, por la poca luz de la discreción, que él está menguando; pero aún, por cortesía, debemos esperar.
LISANDRO. – Continúa, luna.
CLARO DE LUNA. – Todo lo que tengo que decir es que el farol es la luna; yo, el hombre en la luna; este haz de espinos mi haz de espinos, y este perro mi perro.
DEMETRIO. – Caramba, todo eso debería estar en el farol, porque todas estas cosas están en la luna. Pero, silencio; aquí viene Tisbe.

Entra TISBE

TISBE. – Esta es la tumba de Nino. ¿Dónde está mi amor?
LEÓN. – ¡Oh! (El LEÓN ruge, TISBE huye)
DEMETRIO. – Bien rugido, león.
TESEO. – Buena carrera, Tisbe.
HIPÓLITA. – Buenos rayos, luna. En verdad, la luna brilla con gracia.
TESEO. – Bien mordido, león.

(El LEÓN desgarra la capa de TISBE y sale)

DEMETRIO. – Y ahí viene Píramo. LISANDRO. – Y entonces desaparece el león.

Entra PIRAMO

PIRAMO. – Dulce luna, te agradezco tus níveos rayos; te agradezco, luna, por brillar ahora con tanta luz, porque gracias a tus rayos graciosos, blancos y centelleantes, confío en que gustaré de la visión de la fiel Tisbe. Pero, un momento. ¡Oh, desdicha! ¡Pobre caballero, qué terrible suerte hay aquí! Ojos, ¿veis? ¿Cómo puede ser? ¡Deliciosa capa! ¡Oh, querida! Tu buena capa, ¡cómo! ¿manchada de sangre? ¡Acercaos, furias endemoniadas! ¡Oh, hados! Venid a cortar hebras e hilos, apresuraos, concluid.
TESEO. – Esta pasión, y la muerte de una querida amiga, consiguen que un hombre parezca triste.
HIPÓLITA. – Caramba, me da pena ese hombre.
PIRAMO. – ¿Por qué, naturaleza, le diste forma a los leones? Porque el vil león ha destrozado aquí a mi querida, que es... no, no... que era la dama más bella que vivió, que amó, que gustó, que miró con alegría. ¡Venid, lágrimas, confundid! ¡Afuera, espada, hiere la tetilla de Píramo! Sí, la tetilla izquierda, donde brinca el corazón. Así muero yo, así, así, así. Ahora estoy muerto, ahora soy elevado, mi alma está en el cielo: ¡lengua, pierde tu luz! ¡Luna, huye! Ahora muere, muere, muere, muere, muere.

(Muere. Sale CLARO DE LUNA)

DEMETRIO. – Es malo, es lo peor.
LISANDRO. – Menos que peor, hombre; porque está muerto, no es nada.
TESEO. – Con la ayuda de un cirujano aún podría recuperarse y demostrar que es un asno.
HIPÓLITA. – ¿Cómo es que Claro de luna se ha marchado antes de que Tisbe regrese y encuentre a su enamorado?
TESEO. – Lo encontrará a la luz de las estrellas. Aquí viene, y su pasión concluye la obra.

Entra TISBE

HIPÓLITA. – Creo que no debería emplear una gran pasión para tal Píramo; espero que sea breve.
DEMETRIO. – Una mota hará que se mueva el fiel de la balanza: cuál es mejor; Píramo o Tisbe.
LISANDRO. – Ella ya lo ha mirado con esos dulces ojos.
DEMETRIO. – Y así se lamenta, a saber:
TISBE. – ¿Duermes, mi amor? Oh, Píramo, levántate, habla, habla. ¿Estás mudo? ¿Muerto, muerto? Un tumba debe cubrir tus dulces ojos. Esa frente de lirio, esa nariz de cereza, esas mejillas de prímula, muerto estás: ¡Enamorados, llorad! Sus ojos eran verdes como puerros. ¡Oh, muerte, ven, ven a mí, con tus manos pálidas como la leche; tíñelas de sangre, ya que has cortado con tus tijeras la hebra de la seda de él! Lengua, ni una palabra. Ven, fiel espada; ven, hija, mancha de sangre mi pecho. Y adiós, amigos. Así termina Tisbe: adiós, adiós, adiós. (Muere)
TESEO. – Claro de luna y León quedan para enterrar a los muertos.
DEMETRIO. – Sí, y también el muro.
NALGAS. – No, les aseguro; ha caído el muro que separaba a los padres de ambos. ¿Les agradará ver el epílogo, o prefieren oír una danza bergamasca entre dos de nuestra compañía?
TESEO. – Nada de epílogo, te ruego, porque la obra no necesita ninguna excusa. Nunca se excusen, porque cuando los actores están todos muertos no hay ninguno a quien culpar. Caramba, si el que la escribió hubiera representado a Píramo, y se hubiese ahorcado con la liga de Tisbe, hubiese sido una hermosa tragedia; y lo es, en verdad, y muy notablemente representada. Pero veamos esa bergamasca, y nada de epílogo.
(Danza de los patanes)

La lengua de hierro de la medianoche ha dado las doce: enamorados a la cama, que es casi hora de hados. Me temo que nos levantaremos tarde en la mañana que viene, tanto como nos hemos sobrepasado esta noche. Esta grosera obra ha conseguido acelerar el pesado peso de la noche. Dulces amigos, a la cama. Por dos semanas continuaremos estas pompas, con fiestas nocturnas y nuevas alegrías.
(Salen)


ESCENA SEGUNDA
Entra PUCK

PUCK. – Ahora ruge el león hambriento y el lobo le aulla a la luna, mientras el pesado labriego ronca, muy agotado por la dura tarea. Ahora brillan suavemente las consumidas brasas, mientras que el búho gritón, graznando con fuerza, le recuerda el sudario al desgraciado que yace angustiado. Esta es la hora de la noche en que las tumbas, todas muy abiertas, dejan salir a sus espíritus para que se deslicen por los senderos del cementerio. Y nosotros los duendes, que huimos junto al carro de Hécate de la presencia del sol y seguirnos a la obscuridad como a un sueño, ahora retozamos. Ni un ratón perturbará a esta casa sagrada: me envían con una escoba a barrer el polvo detrás de la puerta.

Entran OBERON y TITANIA con su séquito

OBERON. – Que la casa se ilumine con luz centelleante; que junto al fuego adormecido cada espíritu de elfo o de hada salte con tanta levedad como el pájaro del matorral. Y esta canción, como yo, canten y dancen con brío.
TITANIA. – Primero, aprendan bien la canción, para cada palabra un gorjeo. Tomados de la mano, con gracia feérica, cantaremos y bendeciremos este lugar.

(Canción y danza)

OBERON. – Ahora, hasta que llegue el día, que todos los duendes vaguen por esta casa. Iremos al lecho nupcial a bendecirlo, y lo que allí se cree será por siempre afortunado. Las tres parejas serán siempre fieles en su amor, y de los errores de la mano de la naturaleza se verá libre su progenie: nunca en sus hijos aparecerá lunar, labio leporino, cicatriz o marca, tales como los que se lamentan en los nacimientos. Con este rocío consagrado que cada duende comience su tarea y que con dulce paz bendiga varias cámaras de este palacio, que por siempre tendrá seguridad, así como el dueño de su bendición. En marcha, sin demorar: reunámonos todos al despuntar el día.

Salen OBERON, TITANIA y séquito

PUCK. – Si nosotros, sombras, hemos ofendido, piensen sólo esto –y todo se arregla–: que se han quedado dormidos aquí mientras aparecían estas visiones. Y a este flojo y vano asunto, que no da más que un sueño, estimados señores no condenen. Si perdonan, nos corregiremos. Y, como soy un honesto Puck, si tenemos ahora la inmerecida suerte de escapar a la lengua de la serpiente, muy pronto compensaremos; de lo contrario podrán tildar de mentiroso a Puck. Así que, buenas noches a todos ustedes. Denme la mano, si es que somos amigos, y Petirrojo lo agradecerá con enmiendas.
(Sale)
E. T. A. Hoffmann

Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann nació en Kóenisberg, capital de Prusia Oriental, en 1776. El desequilibrio familiar –su padre era un jurista muy bebedor y su madre una histeria– lo hizo refugiarse, desde niño en la música y en el dibujo. Cuando las campañas napoleónicas interrumpen su carrera de honesto burócrata, se gana la vida como profesor de piano o director de orquesta. También compone y su admiración por Mozart es tanta que cambia su tercer nombre por el de Amadeus. Sus primeros escritos versan sobre temas musicales, pero con la publicación de El caballero Gluck, en 1809, inicia una febril producción narrativa. Pasa postrado los últimos años de su vida y muere en 1822.
LA AVENTURA DE LA NOCHE
DE SAN SILVESTRE
Prólogo del editor

El viajero entusiasta de cuyo diario se pone a conocimiento del lector una nueva fantasía a la manera de Callot, hace tan pocas diferencias evidentemente entre su vida interior y su vida exterior, que apenas si es posible distinguir las fronteras que separan una de la otra. Pero justamente porque tú, querido lector, no percibes con claridad esa frontera, el visionario tal vez te hará cruzarla sin que te des cuenta, y acaso pronto te encuentres en el desconocido reino mágico cuyos extraños habitantes se introducen en tu vida exterior y te tutean como viejos conocidos. Te pido de todo corazón, querido lector, que los tomes como tales, y que entregado totalmente a su hacer maravilloso, quieras sobreponerte a algún ligero escalofrío que puedan provocarte al apoderarse de ti con mayor intensidad.
¿Qué más puedo hacer por el viajero entusiasta, a quien le han sucedido tantas cosas extrañas y fantásticas en todas partes, y así también en Berlín, durante la noche de San Silvestre?
I. La amada

Tenía la muerte, la muerte helada en el corazón; sí, desde lo más hondo punzaba mis nervios ardientes como con agudos carámbanos de hielo. Salí corriendo hacia la noche obscura y tormentosa olvidando mi capa y mi sombrero en el salón. Las veletas rechinaban; era como si el tiempo estuviera haciendo girar ruidosamente su eterno y terrible engranaje, como si al cabo de un momento el año viejo fuera a despeñarse como una pesada carga hacia el obscuro abismo.
Bien sabes ya que estos días de Navidad y Año Nuevo que tanta alegría despiertan en toda la gente, a mí siempre me arrebatan de mi tranquilo refugio arrojándome a un mar agitado y tumultuoso. ¡Navidad! Días de fiesta que durante tanto tiempo brillaron para mí con sus luces alegres. Ya no puedo seguir esperando soy más bueno, más niño que durante todo el resto del año; ningún pensamiento maligno alimenta mi pecho abierto a la verdadera dicha celestial; vuelvo a ser el niño que grita jubilosamente. Dulces rostros de ángeles me sonríen desde las policromas tallas de madera de las tiendas navideñas, y por entre la muchedumbre rumorosa de las calles se deslizan como desde la lejanía las melodías sagradas del órgano: " ¡Porque un niño ha nacido!".
Pero después de la fiesta todo vuelve a quedar en silencio; las luces se diluyen en la turbia obscuridad. Cada año caen más y más flores marchitas; su semilla se extinguió para siempre y ya no encenderá el sol de la primavera nueva vida en las ramas secas. Bien lo sé. Pero cuando el año está por terminar, los espíritus enemigos me lo recuerdan sin cesar con solapada malicia.
"Mira", escucho susurrar en mis oídos, "mira cuántas alegrías se han alejado este año de ti, que ya nunca regresarán. Pero a cambio de ello, eres más inteligente, y ya no te interesan aquellas tontas diversiones. ¡Estás convirtiéndote en un hombre serio sin alegrías!".
Pero para la noche de San Silvestre el diablo siempre me reserva alguna jugada especial. Sabe clavar en el momento preciso sus afiladas garras en mi pecho con una mueca horrenda, y se ceba con la sangre que entonces mana. Siempre encuentra quien le ayude, y ayer fue el Consejero de Justicia, que lo hizo muy bien.
En su casa (la del Consejero) siempre se reúne mucha gente en la noche de fin de año y él se empeña en prepararle a cada uno una alegría especial para el Año Nuevo; pero es tan torpe, que todo lo que había ideado trabajosamente para provocar alegría se trueca en cómico dolor.
Cuando entré al vestíbulo, el Consejero me salió al paso rápidamente impidiendo que yo entrara al santuario de donde llegaba el aroma del té y del fino tabaco. Parecía muy contento, y lanzándome una mirada maliciosa me sonrió de manera muy extraña mientras me decía: " ¡Amiguito, amiguito! En la sala lo espera una deliciosa sorpresa para la linda noche de San Silvestre. ¡No vaya a asustarse!".
Aquellas palabras me llegaron al alma despertando en mi interior obscuros presentimientos; me sentía angustiado, atemorizado. Las puertas se abrieron, entré rápidamente, y en medio de las señoras sentadas en el sofá, me deslumbró su presencia. Era ella, ella en persona, a quien no veía desde hacía muchos años. Los momentos más dichosos de mi vida cruzaron por mi alma como un rayo de luz poderoso y abrasador – ¡no más pérdida mortal, aniquilada toda idea de separación!
Por qué maravillosa casualidad estaba ella; qué circunstancia la había conducido a la reunión del Consejero, de quien yo no sabía que la conociera: en todo eso no pensé. – ¡Volvía a tenerla!– Me quedé allí sin poder moverme, como capturado por un repentino hechizo. El Consejero de Justicia me dio una ligera palmada: "¿Y bien, amiguito?", me dijo. Avancé mecánicamente, pero sólo la veía a ella, y del pecho oprimido brotaron penosamente estas palabras: " ¡Dios mío, Dios mío! Julia1 aquí". Recién cuando llegué junto a la mesa de té Julia me vio. Se levantó y me dijo con una voz casi desconocida: "Me alegra mucho verlo aquí. ¡Tiene usted muy buen aspecto!", y volvió a sentarse, preguntándole a la señora que estaba a su lado: "¿Hay algo interesante en el teatro la semana que viene?".
Te acercas a la flor maravillosa que ves resplandecer entre dulces aromas, pero no bien te inclinas para contemplar de cerca su semblante adorable, sale de entre las hojas brillantes un basilisco frío y escurridizo y quiere aniquilarte con la mirada. ¡Eso era lo que acababa de sucederme! Me incliné con torpeza ante las otras señoras, y para que además de venenoso todo resultara también absurdo, al retroceder rápidamente volqué sobre el Consejero de Justicia que estaba parado detrás de mí fa taza de té humeante que tenía en la mano sobre el jabot delicadamente plisado. Todo parecía dispuesto para provocar en mí el consiguiente ataque de rabia, pero yo traté de calmarme en mi resignada desesperación. Julia no se había reído; mis miradas trastornadas se posaron en ella y fue como si llegara hasta mí un rayo del maravilloso pasado, de aquella vida de amor y de poesía.
Alguien empezó en ese momento a tocar algunas fantasías en el piano del cuarto vecino, lo que conmovió a toda la concurrencia. Se dijo que se trataba de un gran músico desconocido llamado Berger2, que ejecutaba divinamente y al que había que escuchar con atención. " ¡No hagas tanto ruido con las cucharas, Mina!", exclamó el Consejero, y con un suave ademán señalando hacia la puerta y un dulce " ¡Eh bien!", invitó a las señoras a acercarse al músico. También Julia se había puesto de pie y se dirigía lentamente al salón de al lado. Toda su figura tenía algo extraño; me pareció más grande, más formada que antes, con una belleza casi voluptuosa. El corte peculiar de su vestido blanco con pliegues, que sólo ocultaba a medias el pecho, los hombros y la nuca, con mangas amplias hasta los codos y el cabello partido en la frente y recogido con abundantes trenzas por detrás, le daban un aire antiguo. Tenía casi el aspecto de aquellas vírgenes de los cuadros de Mieris3 –y sin embargo, yo intuía vagamente haber visto antes, en algún sitio, a aquel ser en que Julia se transformara. Se había quitado los guantes, y tampoco faltaban los primorosos brazaletes ceñidos a las muñecas para convocar con colores todavía más vivos aquel obscuro recuerdo, a través de la identidad absoluta de su atuendo.
Julia se volvió hacia mí antes de pasar al otro salón, y me pareció que el rostro angelical, delicado y fresco, se desfiguraba en una mueca grotesca; sentí algo espantoso, terrible, como una convulsión que estremeció todos mis nervios.
¡Oh, toca maravillosamente!", susurró una señorita exaltada por la dulzura del té, y no sé cómo, de repente la tuve del brazo y la llevaba –o, mejor dicho, ella a mí hacia el salón vecino. En ese instante, Berger hacía rugir el huracán más violento; los poderosos acordes ascendían y bajaban como bramantes olas del mar. ¡Eso me hacía sentir muy bien!
De repente, Julia estuvo a mi lado y me decía con la voz más dulce y adorable: " ¡Cómo me gustaría que estuvieras tú sentado al piano, y cantaras suavemente las pasadas alegrías y esperanzas!". El espíritu maligno había huido de mí, y en el único nombre de Julia quise expresar toda la dicha celestial que en aquel momento me embargaba.
Otras personas que se metieron entre nosotros la habían alejado. Era evidente que huía de mí, pero pronto pude acercarme hasta rozar su vestido, hasta respirar su aliento, y ante mí se reveló con brillantes colores el tiempo de la pasada primavera.
Berger había dejado que el huracán se calmara; el cielo se había despejado y como pequeñas nubecitas doradas del amanecer lo surcaban apacibles melodías que se disolvían en el pianissimo.
El maestro fue calurosa y merecidamente aclamado; la concurrencia empezó a moverse y a mezclarse, y así fue que de repente estaba yo otra vez al lado de Julia. El espíritu se hizo más poderoso en mi interior; quise retenerla, abrazarla enloquecido por el sufrimiento de mi amor, pero el maldito semblante de un criado diligente se metió entre nosotros y, con una enorme bandeja en la mano, exclamó en tono realmente desagradable: "¿Desea usted?". En medio de los vasos llenos de humeante punch, había una copa delicadamente tallada, llena al parecer de la misma bebida. Cómo fue que ella llegó a estar allí, entre todos los vasos comunes, lo sabe mejor que nadie aquél a quien poco a poco voy conociendo; hace un firulete con el pie, como Clemente en el Octaviano4 y le gustan muchísimo los tapaditos y las plumas rojas. Julia tomó aquella copa tallada de extraño brillo, y me la ofreció diciendo: "¿Todavía te sigue gustando tanto tomar el vaso de mi mano?". "Julia... Julia", suspiré yo. Al tomar la copa acaricié sus delicados dedos; llamas de fuego se encendieron en todas mis, venas y arterias –bebí y bebí –, sentía como si pequeñas llamitas azules crepitaran deslizándose por el vaso y por mis labios. La copa estaba vacía, y sin saber cómo, me encontré de pronto sentado en una otomana, en un gabinete iluminado tan sólo por una lámpara de alabastro, y Julia... Julia estaba a mi lado, mirándome con aquella ingenuidad infantil de siempre. Berger estaba otra vez sentado al piano; tocaba ahora el andante de la sublime sinfonía en mi bemol mayor, de Mozart, y en las alas de aquella melodía se conmovió y fue más intenso todo el amor y el placer de mi vida más luminosa. Sí, era Julia... Julia misma, suave y bella como un ángel... Nuestras palabras, nostálgicas quejas de amor, más mirada que palabras. Su mano reposaba en la mía.
" ¡Nunca más voy a dejarte; tu amor es la chispa que arde en mí encendiendo una vida superior en el arte yen la poesía!... Sin ti... sin tu amor, todo está muerto, inmóvil. Pero ¿acaso no has venido para ser eternamente mía?".
En ese instante entró al gabinete un hombrecito torpe, con patitas de araña y ojos saltones de sapo, y exclamó chillando horriblemente y con una risita estúpida: "¿Dónde cuernos se metió mi esposa?". Julia se levantó y dijo con una voz extraña: "¿Por qué no va usted a la reunión? Mi esposo me está buscando... Estuvo usted muy divertido, querido, siempre con el mismo buen humor de otros tiempos; pero, sea mesurado con la bebida". El hombrecito con patas de araña la tomó de la mano y ella lo siguió riéndose al salón.
"¡Perdida para siempre!", exclamé. "Sí, claro, Codille, querido", cacareó una bestia que jugaba a ser humana. Salí corriendo entonces hacia la noche obscura y tormentosa.


II. Los personajes en la taberna

Caminar bajo los tilos suele ser muy agradable, pero no en la noche de San Silvestre con un frío espantoso y una tormenta de nieve. Eso pensé cuando sin sombrero ni capa comencé a sentir escalofríos en medio de un ardor afiebrado. Crucé el puente de la Opera, pasé por el palacio, doblé en una esquina, atravesé el puente de esclusas y la Moneda. Estaba sobre la Jaegerstrasse junto a lo de Thiermann5. En las salas ardían luces alegres; iba a entrar porque tenía mucho frío y ganas de tomarme un buen trago de algo fuerte. En el mismo momento salía de allí un grupo de jóvenes muy alegres. Hablaban de sabrosas ostras y del buen Eilfer6.
" ¡Tenía razón", exclamó uno de ellos, un oficial lancero según pude apreciar a la luz de los faroles, "claro que tenía razón aquel tipo que el año pasado se enojó con aquellos condenados que no querían reconocer que el Eilfer era mejor que el Anno 1794!". Todos reían a carcajadas. Yo había avanzado algunos pasos más sin darme cuenta; me detuve ante una taberna de donde salía una luz solitaria. ¿Acaso no se sintió una vez tan cansado y abatido el Enrique de Shakespeare7, que se acordó de la pobre cerveza inglesa? En realidad, a mí me pasó lo mismo; mi boca estaba sedienta de una buena botella de cerveza. Me metí rápidamente en la taberna.
"¿Qué desea?", me preguntó con amabilidad el tabernero, llevándose la mano a la gorra. Pedí una botella de cerveza inglesa y una pipa de buen tabaco, y al poco rato disfrutaba yo de un filisteísmo tan sublime que el mismo diablo se asustó y se alejó de mí.
¡Oh, Consejero! Si hubieras visto cómo salí de tu claro salón de té para meterme en una obscura taberna, te habrías vuelto con expresión altanera y despectiva y habrías murmurado: "¿Acaso es de sorprender que un tipo así estropee los jabots más primorosos?".
Sin capa ni sombrero yo tenía seguramente un aspecto bastante curioso. El hombre de la taberna tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero en ese instante alguien golpeó la ventana, y una voz exclamó: " ¡Abran, abran, soy yo!". El tabernero salió corriendo y volvió a entrar un momento después con dos candelabros encendidos en las manos; lo seguía un hombre muy alto y muy flaco. Al pasar bajo la puerta pequeña, se olvidó de inclinarse y se dio un buen golpe en la cabeza, pero tenía puesto un birrete como de estudiante que impidió que se lastimara. Se deslizó de manera muy extraña a lo largo de la pared y vino a sentarse frente a mí; mientras tanto, el tabernero ponía luces sobre la mesa.
Casi podría haberse dicho de él que tenía un aspecto distinguido y descontento. Pidió en tal tono cerveza y tabaco, y con unas pocas pitadas hizo tanto humo que al rato flotábamos en una nube. Además, su rostro tenía algo peculiar y llamativo, que a pesar de ser él tan sombrío, hizo que yo le tomara afecto de inmediato. Tenía el cabello negro y abundante y partido al medio con rizos a ambos lados, como en los cuadros de Rubens. Cuando se sacó el inmenso abrigo que llevaba vi que tenía puesto un chaquetón negro con muchos lazos, pero lo que me llamó sobre todo la atención fue que sobre las botas llevara un par de elegantes chinelas. Me di cuenta de eso cuando vació la pipa que se había fumado en cinco minutos. Nuestra conversación no marchaba; el desconocido parecía muy ocupado con todo tipo de plantas extrañas que había sacado de un estuche y que observaba visiblemente complacido8. Le manifesté mi admiración por aquellas hermosas plantas y, como parecían recién cortadas, le pregunté si había estado quizás en el Jardín Botánico o en lo de Boucher9. Sonrió de manera extraña y replicó: "La botánica no parece ser exactamente su especialidad; si no, no habría hecho una pregunta tan...", se detuvo y yo agregué: "...tonta." Entonces él continuó: "Se habría dado cuenta inmediatamente de que se trata de plantas de los Alpes, y en particular, de las que crecen en el Chimborazo." Estas palabras las dijo el desconocido en voz muy baja, y podrás imaginarte que todo me pareció un poco fantástico. No podía preguntarle nada, pero cada vez intuía más claramente no tanto que hubiera visto muchas veces antes al desconocido, sino que muchas veces había pensado en él.
Entonces volvieron a oírse golpes en la ventana; el tabernero abrió la puerta y se escuchó una voz: " ¡Sea usted tan amable de cubrir su espejo!" " ¡Ah!", dijo el tabernero. "Aquí llega, aunque tarde ya, el general Suwarow." Acto seguido cubrió el espejo con un paño, y entonces entró de un salto, con una prisa torpe, con pesada ligereza diría yo, un hombrecito enjuto envuelto en una capa marrón, que al moverse su dueño por el cuarto ondulaba de manera peculiar con todos sus pliegues y plieguecitos, de tal manera que al resplandor de las luces, casi parecía que muchas iban juntándose y separándose, como en las fantasmagorías de Ensler10. Al mismo tiempo se frotaba las manos ocultas dentro de las amplias mangas, y en un momento exclamó: " ¡Qué frío! ¡Qué frío! En Italia es muy diferente, muy diferente". Por fin se sentó entre el grandote y yo, diciendo: " ¡Qué humo espantoso! Tabaco y más tabaco. ¿Si tuviera aunque sea una pizca?".
Yo llevaba en el bolsillo la lata de acero bruñida como un espejo que me regalaste hace tiempo; la saqué inmediatamente y quise ofrecerle tabaco al hombrecito. No bien la vio, la agarró con las dos manos y tirándola lejos exclamó: " ¡Fuera, fuera con ese horrible espejo!". Su voz tenía algo de espantoso, y cuando volví a mirarlo, perplejo, el hombrecito había cambiado de aspecto. Al entrar lucía un rostro agradable y juvenil; pero ahora me miraba el semblante mortalmente pálido, agostado, arrugado, de un viejo con ojos hundidos. Me volví aterrado hacia el grandote: " ¡Por el amor de Dios, mire usted!", quise decirle, pero aquél no participaba de nada; seguía concentrado en sus plantas del Chimborazo. En ese instante el pequeño ordenó con cuidada pronunciación vino del Norte.
Poco a poco la conversación se fue animando. El chiquito me resultaba muy inquietante, pero el grandote decía cosas profundas y graciosas sobre temas aparentemente insignificantes, aunque parecía luchar con el idioma y a veces introducía alguna palabra que no correspondía pero que daba al asunto una curiosa originalidad. Y como cada vez me resultaba más simpático, suavizaba la desagradable impresión que me producía el chiquito.
Este parecía impulsado por mil resortes, porque se movía constantemente sobre la silla de un lado a otro y gesticulaba mucho con las manos. Yo no podía evitar que me corriera un escalofrío por la espalda al notar claramente que parecía mirar desde dos rostros diferentes. Muchas veces miraba con su cara vieja al grandote, cuya agradable serenidad contrastaba notablemente con la agitación del chiquito, pero su mirada no era entonces tan pavorosa como cuando me había mirado a mí.
En el juego de máscaras que es la vida terrena, a menudo el espíritu interior mira con ojos brillantes desde detrás del antifaz reconociendo lo que le es afín; y así puede haber sucedido que nosotros tres, hombres singulares, nos hubiéramos mirado y reconocido de igual modo en aquella taberna. Nuestra conversación se tiñó de aquel humor que brota solamente de un ánimo mortalmente herido.
"Eso también es un clavo", dijo el grandote. " ¡Ay, Dios!", lo interrumpí yo, "¡cuántos clavos ha clavado el diablo para nosotros en todas partes!". En las paredes de los cuartos, en las ramas de los árboles, en los rosales; y allí dejamos colgada al pasar una" parte de nuestro ser más caro. Me parece, estimados señores, que a todos se nos ha perdido alguna cosa de esa manera; a mí, por ejemplo, me faltan esta noche la capa y el sombrero. Los dos están colgados de un clavo en el vestíbulo de la casa del Consejero de Justicia, como ustedes saben." El chiquito y el grandote se irritaron visiblemente, como heridos por un rayo repentino. El chiquito me lanzó una mirada repulsiva desde su cara vieja, pero en seguida se subió a una silla y aseguró el paño que cubría el espejo, mientras el grandote limpiaba cuidadosamente las luces.
Después de un rato la conversación volvió a animarse. Se habló de un joven y esforzado pintor, de nombre Phillip11 y del cuadro de una princesa que había pintado poseído de aquel espíritu de amor y aquella piadosa nostalgia de lo supremo que el profundo sentido sagrado de su señora había despertado en él.
"Parece que va a hablar, y sin embargo no es un retrato sino un cuadro", opinó el grandote. "Es muy cierto", repliqué yo, podría decirse que parece arrebatado de un espejo." Entonces el chiquito saltó furioso, y mirándome con su cara vieja y sus ojos chispeantes exclamó: " ¡Eso es estúpido! ¡Es absurdo! ¿Quién puede robar imágenes de un espejo? ¿Quién puede hacer eso? ¿Acaso el diablo? ¡Oh, oh, hermano! El diablo quiebra el cristal con sus garras torpes, y entonces también se lastiman y sangran las delicadas y blancas manos de la mujer. Es absurdo. ¡Absurdo! Muéstrame el reflejo, el reflejo robado, y daré un salto mortal desde mil metros de altura, ¡muchacho tonto!".
Entonces el grandote se levantó y se precipitó sobre el chiquito: "No se haga el travieso, amigo", le dijo, "porque puede que se lo arroje por la escalera, y entonces le va a ir muy mal con su propio reflejo!". Entonces: "Ja, ja, ja", chilló el chiquito en son de burla: "¿Eso crees, eso crees? ¡Yo tengo todavía mi preciosa sombra, pobre amigo mío, todavía tengo mi sombra!". Diciendo esto se precipitó hacia afuera con un salto y lo escuchamos gritar y reír malignamente una vez más: " ¡Todavía tengo mi sombra!".

El grandote se había dejado caer, pálido como un muerto, en la silla; tenía la cabeza entre las manos y del pecho oprimido brotaba un suspiro fatigado. "¿Qué le pasa?", le pregunté queriendo ayudarle. "¡Oh, señor mío!", replicó el grandote, "ese hombre malvado y agresivo que me siguió hasta aquí, hasta la taberna donde siempre vengo y donde siempre estuve solo, porque a lo sumo se asomaba algún gnomo por –debajo de la mesa y se comía las miguitas de pan, ese hombre malvado ha vuelto a recordarme mi profunda desgracia. ¡Ay! Ya he perdido irremisiblemente, he perdido mi... ¡Adiós!".
Se levantó, cruzó velozmente la habitación y salió por la puerta. A su alrededor todo era claridad, no tenía sombra. Corrí detrás de él sorprendido. " ¡Peter Schlemihl! ¡Peter Scfaiemihl!"*, le grité amistosamente, pero él había arrojado sus chinelas12. Vi cómo cruzaba corriendo la torre de los gendarmes y se perdía en la noche.
Cuando quise volver a entrar en la taberna, el tabernero me cerró la puerta en las narices diciendo: " ¡Qué Dios me libre de semejantes huéspedes!".


III. Visiones

El señor Mathieu13 es un buen amigo mío, y su ujier es un hombre siempre despierto. Cuando llegué a la puerta del "Águila Blanca", me abrió enseguida. La expliqué que me había escapado de una reunión sin capa ni sombrero, que en la capa estaba la llave de mi casa, y que sería imposible despertar al ama de llaves que era sorda. Aquel hombre amable (me refiero al ujier) abrió una de las habitaciones, dejó allí las luces y me deseó buenas noches.
El hermoso espejo estaba tapado, y no sé por qué se me ocurrió quitarle el paño que lo cubría y colocar las dos luces sobre la mesa, bajo el espejo. Al mirarme en él me vi tan pálido y demacrado que apenas pude reconocerme.
Me pareció que desde el fondo del espejo se acercaba como entre nubes una figura en sombras. A medida que la observaba centrando en ella mi mirada y mi atención, se fueron dibujando en un resplandor extrañamente mágico los rasgos de una mujer encantadora –reconocí a Julia–. Arrebatado por un amor y un anhelo ardientes exclamé suspirando: " ¡Julia, Julia!". Entonces escuché que alguien se lamentaba también tras los cortinados de una cama ubicada en el rincón más apartado del cuarto. Presté atención.
Los gemidos se hacían cada vez más angustiosos. La imagen de Julia había desaparecido. Tomé entonces resueltamente una luz, corrí de golpe las cortinas de la cama y miré quién estaba allí.
Cómo podré describirte la sensación que me estremeció de pies a cabeza cuando vi acostado en la cama a aquel hombrecito con su rostro joven aunque dolorosamente contraído, que entre sueños suspiraba hondamente: " ¡Giulietta, Giulietta!".
El nombre penetró como fuego en mi interior. Ya no sentía miedo. Zarandee al hombrecito con violencia gritándole: "¡Eh, amigo! ¿Qué hace usted en mi cuarto? ¡Despiértese y hágame el favor de irse al demonio!".
El chiquito abrió los ojos y me miró con una mirada sombría: " ¡Qué pesadilla!", dijo, "gracias por haberme despertado." Las palabras parecían leves suspiros. Ahora el hombrecito me resultaba totalmente distinto, y no sé por qué, el dolor que tanto lo hería penetró en mi ser y toda mi furia se convirtió en profunda melancolía. Bastaron pocas palabras para enterarme de que el ujier, sin darse cuenta, me había asignado la misma habitación que ya había tomado el hombrecito, y por lo tanto era yo el impertinente que lo había despertado de su sueño.
"Señor mío", me dijo, "seguramente mi comportamiento en ¡a taberna debe haberle parecido bastante extraño y turbulento; la culpa la tiene un hechizo fantástico que me domina y me arrastra fuera de todo lo permitido y lo debido; ésa es la verdad. ¿Tal vez le sucede a usted lo mismo a veces?".
"¡Ay, sí!", le respondí abatido. "Esta misma noche, cuando volví a ver a Julia." "¿Julia?", graznó el hombrecito con voz desagradable, y su rostro se hizo viejo de repente. " ¡Oh, déjeme descansar! Tape por favor el espejo, amigo mío", dijo dejando caer su mirada sobre la almohada, extenuado. "Señor mío", le dije, "el nombre de mi amada, que he perdido para siempre, parece despertar en usted raros recuerdos, y además se le alteran curiosamente los rasgos de la cara. Pero espero poder pasar tranquilo la noche aquí, y por eso voy a cubrir inmediatamente el espejo y me voy a meter en la cama."
El hombrecito me miró tierna y bondadosamente con su rostro joven, me tomó la mano y dijo apretándola un poquito: Duerma tranquilo, señor mío. Me doy cuenta de que somos compañeros de desgracia. ¿Acaso usted también...? Julia... Giulietta... Bueno, sea como fuere, el asunto es que usted ejerce sobre mí una influencia irresistible. No puede evitarlo, tengo que descubrirle mi secreto más oculto, ¡luego desprécieme, ódieme!".
Y diciendo estas palabras el hombrecito se levantó despacio, se envolvió en un amplio salto de cama blanco y se dirigió lentamente, como un verdadero fantasma, hasta el espejo, parándose delante. ¡Ah! Nítidas y claras se reflejaban en el espejo las dos luces, los objetos del cuarto, yo mismo, pero al hombrecito no se lo veía en el espejo. Ningún rayo de luz reflejaba su rostro frente al cristal. Se volvió hacia mí, y su semblante manifestaba la desesperación más honda.
"Ahora conoce usted mi desgracia sin límites", me dijo apretándome las manos. "Schlemihl, esa alma noble y pura, es digno de alabanza si se lo compara conmigo, que soy un verdadero condenado. El vendió su sombra sin darse cuenta de lo que hacía, pero yo... yo le di a ella mi reflejo, a ella. ¡Oh!". Suspirando profundamente y cubriéndose la cara con las manos, el hombrecito se dirigió a la cama y se acostó sin más trámite.
Yo estaba como petrificado. Desconfianza, desprecio, terror, compasión... ni yo mismo sé todo lo que sentía por aquel hombrecito. Pero él empezó a roncar enseguida tan melodiosa y plácidamente que no pude resistir el poder narcótico de aquellos sonidos. Volví a cubrir apresuradamente el espejo, apagué las luces, me acosté también yo y me quedé dormido enseguida.
Debía ser ya de madrugada cuando me despertó un claro resplandor. Abrí los ojos y vi al hombrecito que estaba sentado a la mesa de espaldas a mí, con su blanco salto de cama y su gorra de dormir, y escribía afanosamente con las dos luces encendidas. Realmente, parecía un fantasma, me estremecí. El sueño volvió a apoderarse de mí repentinamente y me llevó de vuelta a la casa del Consejero de Justicia, donde volví a estar sentado en la otomana al lado de Julia. Pero al cabo de un momento, me pareció que toda la reunión era una graciosa exhibición navideña en lo de Fuchs, Weide, Schoch u otra confitería. El Consejero de Justicia era una delicada figurita de azúcar con un jabot de papel de seda. Los árboles y los rosales crecían más y más. Julia se levantaba y me ofrecía la copa de cristal de la que salían llamitas azules. En ese momento alguien me tironeó de la manga: el hombrecito estaba detrás de mí con su cara vieja y me susurraba: " ¡No bebas... no bebas! Mírala bien, ¿no la has visto ya en los cuadros de Brueghel, de Callot o de Rembrandt?". Me estremecí porque era cierto que Julia, con su vestido plisado de anchas mangas y su peinado, se parecía mucho a esas mujeres que en los cuadros de aquellos pintores aparecen rodeadas de monstruos infernales.
"¿Qué temes?", dijo Julia. "Te tengo a ti y a tu reflejo, a ambos." Tomé la copa, pero el hombrecito saltó como una ardilla y se posó sobre mi hombro. Con la cola soplaba las llamitas, mientras lanzaba horribles chillidos: " ¡No beba, no bebas!", gritó. Pero en ese momento todas las figuras de azúcar cobraron vida y empezaron a mover cómicamente las manitos y los piececitos. El Consejero de azúcar se acercó saltando hasta mí y exclamó con una vocecita muy aguda: "¿Por qué tanto alboroto, querido mío? ¿Por qué tanto alboroto? Párese de una vez sobre sus lindos pies, porque desde hace rato veo que anda usted por los aires sobre las sillas y las mesas". El hombrecito" había desaparecido, Julia ya no tenía la copa en la mano. "¿Por qué no quisiste beber?", dijo. "¿Acaso la llama pura y hermosa que salía de la copa no era el beso que alguna vez te di?". Quise abrazarla, pero Schelmihl se metió en medio diciendo: "Es Mina, la que se casó con Raskal14. Había pisoteado algunas figuritas de azúcar que gemían y gritaban.
Pero de pronto aquellos hombrecitos de azúcar empezaron a multiplicarse vertiginosamente y a saltar a mi alrededor en horrible hormigueo de colores, y a subirse encima de mí zumbando como un enjambre de abejas. El Consejero de azúcar se me había trepado hasta la corbata, de la que tironeaba cada vez con más fuerza. " ¡Maldito Consejero de azúcar!", grité, y me desperté.
Era pleno día, las once de la mañana. "Seguro que también soñé lo del hombrecito", pensé. En ese momento entró el camarero que me traía el desayuno y me informó que el señor que había dormido esa noche en el mismo cuarto que yo, había partido temprano dejando saludos para mí. Sobre la mesa a la que el fantasmal hombrecito había estado sentado escribiendo durante la noche, encontré una hoja escrita con tinta todavía fresca, cuyo contenido doy a conocer, porque sin lugar a dudas se trata de su fantástica historia.


IV. La historia del reflejo perdido15

Por fin había llegado el momento en que Erasmo Spikher pudo cumplir el deseo que había abrigado durante toda su vida. Con el corazón contento y la bolsa llena de dinero se metió en el coche para abandonar la patria del norte en dirección a la bella, a la cálida Italia.
Su esposa santa y buena lloraba sin consuelo; le limpió cuidadosamente la nariz y la boca al pequeño Erasmito y lo metió en el coche para que el padre le diera un beso de despedida.
"¡Que te vaya bien, mi querido Erasmo Spikher!", le dijo su esposa entre sollozos. "Yo cuidaré bien la casa. Piensa en mí, no me olvides; y no pierdas tu linda gorra de viaje al sacar la cabeza por la ventana, como sueles hacer cuando duermes." Spikher le prometió todo eso.
En la bella Florencia encontró Erasmo a algunos compatriotas que desbordantes de alegría de vivir y de ánimos juveniles se abandonaban a los voluptuosos placeres que les ofrecía aquel maravilloso país.
El demostró ser un notable compañero de aventuras y en todas las fiestas divertidas que se organizaban, su espíritu especialmente alegre y su ingenio travieso daban a todo aquello un aire peculiar.
Así sucedió pues que una noche los jóvenes (entre los que se contaba Erasmo con sus veintisiete años) participaban de una fiesta entretenida en el bosquecillo iluminado y fragante de un hermoso parque. Cada uno de ellos había llevado a una encantadora donna, salvo Erasmo. Los hombres lucían primorosos atuendos teutónicos; las mujeres, magníficos vestidos de colores brillantes, todos diferentes, y parecían así deliciosas flores en movimiento. Y cuando ésta o aquélla terminaba de cantar alguna canción de amor italiana al son de las mandolinas, los hombres, entre el alegre tintineo de los vasos llenos de vino Se Siracusa, emprendían una ronda alemana a toda voz.
Italia es el país del amor. La brisa nocturna susurraba como suspirando nostálgica, y las fragancias de azahares y jazmines cruzaban el bosquecillo como melodías de amor mezclándose entre los juegos frívolos y deliciosos que habían iniciado las mujeres recurriendo a todas las gracias delicadas de que solamente son dueñas las mujeres de Italia. El aire iba animándose más y más, se iba llenando de sonidos.
Federico, que era el más ardiente, se puso de pie; con un brazo había tomado a su donna y levantando con la otra mano el vaso lleno de vino perlado, exclamó: "¿En qué otro sitio podría hallarse la felicidad y el placer celestial? Sólo entre ustedes, dulces y maravillosas mujeres italianas. ¡Ustedes son el amor mismo! Pero tú, Erasmo" continuó dirigiéndose ahora a Spikher, "no pareces sentir lo mismo, porque no solamente no has traído a ninguna donna a nuestra fiesta, contra todo uso y costumbre, sino que además pareces triste y ensimismado y no has cantado ni has bebido... ¡casi estoy por creer que de repente te has vuelto un aburrido melancólico."
"Debo confesarte, Federico", le replicó Erasmo, "que no puedo ser feliz de esa manera. Bien sabes que he dejado en casa a una esposa buena y santa a la que amo con toda el alma y a quien traicionaría abiertamente si eligiera a una donna aunque sólo fuera para el juego de una noche. Ustedes que son solteros pueden hacerlo, pero yo, como padre de familia...". Los jóvenes se echaron a reír, porque al decir padre de familia Erasmo había procurado dar a su semblante afable y juvenil una expresión señera que resultó muy cómica.
La donna de Federico tradujo al italiano lo que Erasmo había dicho en alemán, y después se volvió a éste con una mirada seria y le dijo, amenazándolo ligeramente con el dedo: " ¡Eres un alemán frío, muy frío! ¡Cuídate bien, que todavía no has visto a Giulietta!".
En ese momento se oyó un rumor de hojas que llegaba del bosquecito y de la noche obscura surgió a la clara luz de los faroles una mujer maravillosa. El vestido blanco que sólo ocultaba a medias su seno, sus hombros y su nuca, con mangas amplias hasta los codos, caía en abundantes pliegues; llevaba el cabello partido desde la frente y recogido con trenzas por detrás. Collares dorados en el cuello y ricas pulseras que ceñían sus brazos completaban el atuendo algo antiguo de la joven que parecía una imagen salida de algún cuadro de Rubens o del delicado Mieris.
"¡Giulietta!", exclamaron sorprendidas las otras jóvenes. Giuletta, que superaba a todas por su belleza angelical, dijo con una voz dulce y encantadora: "¿Me dejan participar de la linda fiesta, bizarros jóvenes alemanes? Quiero ser la compañera de aquél que entre ustedes vive triste y sin amor". Y diciendo esto se dirigió graciosamente hacia Erasmo y se sentó en el sillón que había quedado libre a su lado porque se había previsto que traería a una donna.
Las jóvenes murmuraban entre ellas: " ¡Miren qué linda está también hoy Giuletta!", y los jóvenes decían: "Miren un poco a este Erasmo! Se quedó con la más linda. ¡Buena broma nos ha hecho!"
Al mirar a Giuletta por primera vez, Erasmo había sentido una intensa sensación de bienestar y ni él mismo sabía por qué estaba tan poderosamente conmovido. Cuando ella se acercó, algo extraño se apoderó de él y oprimió su pecho cortándole la respiración. Con la mirada fija en Giuletta y los labios inmóviles estaba allí sin poder decir una sola palabra, mientras los otros jóvenes alababan entusiasmados la elegancia y la belleza de Giuletta.
Ella levantó una copa y se la ofreció a Erasmo; él la tomó acariciando levemente la delicada mano de Giuletta. Bebió y un ardor intenso recorrió sus venas. Entonces se arrojó como delirante a sus pies, estrechó las dos manos de ella contra su pecho y exclamó: " ¡Sí, tú eres mi donna, siempre te he amado, criatura angelical! ¡A ti, a ti te he visto en mis sueños; tú eres mi alegría, mi felicidad, mi vida superior!"
Todos pensaron que el vino se le había subido a la cabeza porque nunca antes lo habían visto así; parecía otro.
" ¡Sí, tú eres mi vida; ardes dentro de mí como un fuego abrasador! Quiero perderme, perderme en ti solamente; quiero ser sólo para ti!", exclamó Erasmo; pero Giuletta lo abrazó suavemente; cuando estuvo sereno se sentó a su lado y de inmediato recomenzó aquel alegre juego del amor con divertidas bromas y canciones, que Giuletta y Erasmo habían interrumpido.
Cuando cantó Giuletta fue como si de lo hondo de su pecho surgieran melodías celestiales despertando en todos un placer que nunca habían conocido, aunque tal vez hubieran presentido. Su maravillosa voz plena y cristalina poseía un fuego misterioso que se apoderaba de todos los espíritus. Cada uno de ¡os jóvenes abrazó apasionadamente a su donna y las miradas ardieron con mayor intensidad.
Un resplandor rosado anunciaba ya la llegada del amanecer y Giuletta aconsejó entonces poner fin a la fiesta. Así se hizo. Erasmo se ofreció a acompañarla; ella se negó, pero le indicó dónde podría volver a encontrarla. Mientras los jóvenes cantaban una última ronda alemana para poner fin a la fiesta, Giuletta desapareció del bosquecito; se la vio caminar por una alameda lejana detrás de dos criados que portaban antorchas. Erasmo no se atrevió a seguirla. Cada uno de los jóvenes tomó entonces a su donna del brazo y todos se marcharon contentos.
Trastornado, interiormente desgarrado por el dolor de la pasión y la nostalgia, también Erasmo los siguió con su pequeño criado, que con una antorcha le alumbraba el camino.
Después de separarse de sus amigos iba Erasmo caminando por una calle apartada que conducía a su casa. El sol iluminaba ya la mañana y el criado apagó la antorcha golpeándola sobre el pavimento. Entre las chispas que saltaron surgió de pronto una extraña figura ante Erasmo: un hombre alto y delgado, de nariz puntiaguda y aguileña, ojos centelleantes y labios de trazo maligno, vestido con una capa roja como fuego y brillantes botones de metal. Lanzó una carcajada y chilló: " ¡Ho, ho! Usted debe haber salido de algún libro de estampas, con esa capa, ese jubón acuchillado y ese birrete de plumas. Tiene un aspecto cómico, señor Erasmo, ¿acaso quiere que la gente se ría de usted por la calle? ¡Vuélvase rápido a su tomo de pergamino!"
" ¡Qué le importan a usted mis vestidos?", le dijo Erasmo bastante molesto, y estaba por seguir de lado haciendo a un lado al hombre de rojo cuando éste le gritó: "Bueno, bueno, no se apure tanto, a Giuletta, de todos modos no la puede ver ahora".
Erasmo se dio vuelta instantáneamente. "¿Qué dice usted de Giuletta?", exclamó con voz desaforada, agarrando al hombre rojo de la solapa. Pero éste se dio vuelta con la velocidad de un rayo y antes de que Erasmo se hubiera dado cuenta ya había desaparecido. Erasmo se quedó allí, perplejo, con el botón de metal que le había arrancado de la capa roja en la mano.
"Era el curandero, el signor Dapertutto16, ¿qué habrá querido de usted?", dijo el criado. Pero Erasmo se estremeció y empezó a caminar rápido para llegar a su casa.
Giuletta recibía a Erasmo con aquella gracia y amabilidad que le eran propias. Oponía a la pasión sin medida que arrebataba a Erasmo una conducta tranquila y apacible. Sólo de vez en cuando centelleaban un poco sus ojos y Erasmo sentía que de su interior brotaban ligeros escalofríos cuando ella le dirigía alguna vez una mirada realmente extraña.
Nunca le dijo que lo amara, pero el modo de comportarse con él, se lo dejaba intuir, y de ese modo Erasmo fue quedando atrapado en una red cada vez más fuerte. Comenzó para él una vida realmente luminosa; veía poco a los amigos porque Giuletta le presentó a otras personas desconocidas.
Una vez se encontró con Federico; éste lo retuvo y cuando Erasmo se puso tierno y sensible al recordar su patria y su hogar, Federico le dijo: "¿Sabes, Spikher, que andas en compañías peligrosas? Ya debes haber comprendido que la bella Giuletta es una de las cortesanas más astutas que ha habido jamás. Se cuentan de ella muchas historias raras y misteriosas que la pintan de un modo muy peculiar. Que ejerce sobre los hombres un poder irresistible cuando se lo propone y los atrapa en redes indisolubles es algo que puedo comprobar en ti. Eres otro, estás totalmente entregado a la seducción de Giuletta, ya no piensas en tu buena esposa".
Entonces Erasmo se llevó las manos a la cara y sollozando pronunció el nombre de su esposa. Federico comprendió que se había desatado en su amigo una difícil lucha interior. "Spikher", continuó, "vayámonos hoy mismo." "Sí, Federico", exclamó Erasmo violentamente, "tienes razón. A veces presiento cosas tan horribles y sombrías, ¡tengo que irme, tengo que irme hoy mismo!"
Los dos amigos cruzaron la calle corriendo; se encontraron con el signor Dapertutto, que riéndosele en la cara a Erasmo exclamó: " ¡Ah, apúrese, apúrese! Giuletta lo está esperando con el corazón anhelante y los ojos llenos de lágrimas. ¡Apúrese, apúrese!" Erasmo se sintió como herido por un rayo. "Ese tipo", le dijo Federico, "ese ciarlatano me resulta repugnante, y el hecho de que entre y salga de la casa de Giuletta y le venda sus polvitos milagrosos..." "¡¿Qué?!", exclamó Erasmo, "¿ese tipo asqueroso en casa de Giuletta?"
"¿Dónde ha estado durante todo este tiempo? Lo estoy esperando, ¿Acaso se ha olvidado de mí?", así exclamó una suave voz desde el balcón. Era Giuletta; sin haberse dado cuenta, los dos amigos habían llegado hasta su casa. Erasmo entró precipitadamente. "Está perdido; ya nada lo puede salvar", murmuró Federico, y se alejó de allí cruzando la calle.
Giuletta no había lucido nunca tan adorable; llevaba el mismo vestido que la noche del parque y brillaba con toda su belleza y su gracia juvenil. Erasmo había olvidado por completo su conversación con Federico. El placer más intenso, el éxtasis más absoluto lo arrebataban irresistiblemente como nunca antes, pero tampoco nunca le había dejado ver Giuletta tan sin reservas su amor más apasionado; sólo a él parecía verlo, sólo parecía existir para él.
En una villa que Giuletta había arrendado para la temporada de verano iba a realizarse una fiesta. Allá fueron. Entre la concurrencia había un italiano de aspecto muy desagradable y modos todavía peores. Rondaba constantemente a Giuletta y despertó así los celos de Erasmo, que se alejó de la fiesta con reconcentrada furia y se puso a caminar de un lado a otro por una de las alamedas laterales del parque. Giuletta fue a buscarlo: "¿Qué te pasa?", le dijo. "¿Acaso no eres absolutamente mío?" Lo rodeó con sus brazos delicados y lo besó en los labios. Llamas de intenso fuego ardieron en su interior. Estrechó a la amada con delirante frenesí y exclamó: " ¡No, no te dejaré! ¡No te dejaré aunque me pierda, aunque me destruya de manera denigrante!" Giuletta esbozó una rara sonrisa al oír esas palabras y lo miró con aquella mirada extraña que siempre estremecía profundamente a Erasmo.
Volvieron a la reunión. El italiano repugnante adoptó ahora el papel anterior de Erasmo; llevado por los celos comenzó a decir todo tipo de cosas ofensivas contra los alemanes y en particular contra Spikher. Este no pudo soportarlo durante mucho tiempo y se abalanzó sobre el italiano: "Termine con sus pullas contra los alemanes y contra mí, porque de lo contrario voy a arrojarlo a aquella laguna para que aprenda a nadar".
En ese mismo instante brilló un puñal en la mano de aquel hombre; entonces Erasmo lo agarró con furia del cuello y lo arrojó al suelo dándole un puntapié en la nuca con todas sus fuerzas. El italiano expiró con un hondo suspiro. Todos se precipitaron sobre Erasmo. El estaba aturdido; sintió que lo tomaban del brazo y se lo llevaban.
Cuando despertó como de un profundo desmayo yacía a los pies de Giuletta en un pequeño gabinete y ella, con la cabeza inclinada sobre él, lo sostenía con ambos brazos.
"Eres un alemán malo, muy malo" dijo por fin con dulzura y suavidad. " ¡Qué angustia he padecido por ti! Te he salvado del peligro inmediato pero ya no estás seguro en Florencia ni en Italia. Tienes que irte; tienes que dejarme".
La idea de la separación provocó en Erasmo un dolor indescriptible. " ¡Quiero quedarme!", gritó. " ¡Quiero morir! ¿Acaso no es preferible morir a vivir sin ti?" Sintió entonces como si una voz suave pronunciara dolorosamente su nombre. ¡ Ay! Era la voz de su esposa en Alemania. Erasmo se quedó mudo y Giuletta le preguntó con una voz muy extraña: "¿Piensas en tu esposa? ¡Ay, Erasmo, me olvidarás demasiado pronto!" " ¡Si pudiera ser eternamente tuyo, para siempre!", dijo Erasmo.
Estaban de pie ante el hermoso espejo colgado en la pared del gabinete a cuyos lados ardían claras velas. Más apasionadamente estrechó a Erasmo contra su pecho mientras le susurraba: " ¡Déjame tu reflejo, amado mío; que sea él eternamente mío, para siempre!"
"¡Giuletta!", exclamó Erasmo sorprendido, "¿cómo se te ocurre? ¿Mi reflejo?" Al decir esto miró el espejo que lo reflejaba a él y a Giuletta en amoroso abrazo. "¿Cómo podrías retener mi reflejo?", continuó, "que me acompaña a todas partes y me sale al encuentro desde el agua clara o desde cualquier superficie bruñida?"
"¿Ni siquiera vas a concederme ese sueño de tu yo que brilla en el espejo? ¿Y querías ser mío de cuerpo y alma?", le reprochó Giuletta. "¿Ni siquiera tu imagen errante ha de quedarse conmigo y acompañarme en esta vida sin amor y sin placer que habrá de rodearme cuando te hayas ido?" Lágrimas ardientes brotaron de los bellos ojos obscuros de Giuletta. Entonces Erasmo, en el delirio de su dolor innombrable, exclamó: "¿Tengo que alejarme de ti? Si tengo que hacerlo, que mi reflejo quede eternamente contigo, Que ningún poder extraño, ni el mismo diablo, pueda arrebatártelo hasta que me tengas a mí mismo en cuerpo y alma".
Los besos de Giuletta le quemaron los labios como fuego cuando pronunció esas palabras. Luego ella lo soltó y tendió anhelante los brazos hacia el espejo. Erasmo vio entonces que su imagen avanzaba con independencia de sus propios movimientos, se deslizaba en los brazos de Giuletta y desaparecía con ella dejando una misteriosa fragancia.
Se escucharon entonces horribles chillidos y risas demoníacas. Dominado por un terror pánico Erasmo cayó desvanecido, pero el espanto mismo lo despertó de su aturdimiento. En la negra y densa obscuridad salió tambaleándose y bajó la escalera.
En la calle, ante la puerta, lo tomaron de un brazo y lo metieron en un coche que se alejó velozmente.
"Está usted, un poco alterado, según parece", dijo en alemán el hombre que iba sentado al lado de él, "pero todo va a salir muy bien si quiere dejarlo en mis manos. Giuletta ya hizo lo suyo y me ha recomendado su persona muy especialmente. Además, es usted un joven muy simpático, con una notable inclinación hacia los placeres que tanto le gustan a Giuletta y a mí. Aquél sí fue un puntapié realmente certero, un puntapié alemán en la nuca. Fue muy gracioso ver cómo aquel amoroso sacaba la lengua azulada y cómo graznaba y gemía sin poder morirse de una buena vez. Ja ja ja."
La voz de aquel hombre era tan sarcástica, tan horrible era lo que decía que sus palabras se clavaron como puñaladas en el pecho de Erasmo.
"Quienquiera que usted sea", dijo Erasmo, " ¡cállese, no siga hablando de aquel horrible crimen del que tanto me arrepiento!"
"Arrepentirse, arrepentirse", replicó el hombre. "¿También se arrepiente de haber conocido a su amada Giulietta y de haberle ganado su dulce amor?"
" ¡Ah, Giulietta!", suspiró Erasmo. "Bueno, bueno", continuó el hombre, " ¡qué infantil es usted! Lo quiere todo pero sin problemas. Claro que fue una fatalidad la que ha motivado que deba abandonar a Giuletta; pero si usted se quedara yo podría salvarlo de los puñales de sus perseguidores y de la venerada justicia."
La idea de poder permanecer junto a Giulieta lo entusiasmó poderosamente. "¿Cómo sería eso posible?", preguntó.
"Conozco un recurso mágico que cegará a sus perseguidores", continuó el hombre; "en pocas palabras, hace que usted se les aparezca siempre con un rostro distinto, de manera que nunca podrían reconocerlo. Cuando sea de día será usted tan amable de mirarse durante un rato largo en algún espejo; yo efectúo entonces algunas operaciones en su reflejo sin dañarlo en lo más mínimo y ya está a salvo. Así podría quedarse a vivir con Giulietta sin peligro, gozando de todos los placeres y toda la felicidad."
" ¡Qué espantoso!", gritó Erasmo. "¿Qué es lo espantoso, mi estimado amigo?", le preguntó burlonamente el hombre. " ¡Yo... yo...!", empezó a decir Erasmo. "¿Dejó su reflejo en–lo de Giulietta?", lo interrumpió el hombre rápidamente. " ¡Ja, ja, ja; bravissimo, amigo! Entonces podrá atravesar campos y bosques, pueblos y ciudades hasta llegar otra vez al lado de su esposa y del pequeño Erasmo y volver a ser un padre de familia, aunque sin reflejo, lo que seguramente no le va a importar a su esposa, porque lo tendrá a usted físicamente. En cambio, Giuletta sólo ha de tener para siempre el yo de su sueños."
"¡Basta, basta!", exclamó Erasmo. En ese mismo momento, mientras pasaba un grupo de gente cantando alegremente, las antorchas que llevaban iluminaron por un instante el interior del coche. Erasmo pudo ver la cara de su acompañante y reconoció al horrible doctor Dapertutto. Salió del carruaje de un salto y se precipitó tras aquellos hombres cuando reconoció desde lejos la armoniosa voz de Federico. Los amigos volvían de un paseo campestre.
Erasmo le contó rápidamente a Federico todo lo sucedido, salvo lo de la pérdida del reflejo. El amigo lo acompañó presuroso hasta la ciudad, donde hicieron todo lo necesario con tanta prisa que a la madrugada siguiente Erasmo, montado en un caballo veloz, se hallaba lejos de Florencia.
Spikher anotó algunas de las aventuras que le sucedieron durante su viaje. La más notable es la que le hizo sentir por primera vez de manera singular la pérdida de su reflejo. Había hecho alto en una gran ciudad porque su caballo necesitaba descanso y se había sentado ingenuamente a la mesa de un taberna, ocupada ya por muchas personas, sin notar el hermoso espejo que se hallaba frente a él. Un camarero diabólico que estaba detrás de su silla observó que en el espejo la silla permanecía vacía y no reflejaba en absoluto a la persona allí sentada. Se lo hizo notar al vecino de Erasmo, éste a su vecino inmediatamente y un murmullo corrió por toda la mesa, mientras los comensales miraban primero a Erasmo y después al espejo.
Erasmo no se dio cuenta de que era el centro de todo aquel rumor, hasta que un hombre de expresión seria se levantó de la mesa, colocó el espejo frente a Erasmo, miró al espejo y luego, dirigiéndose a la concurrencia, exclamó en voz alta: " ¡Es cierto, no tiene reflejo!"
" ¡No tiene reflejo! ¡No tiene reflejo!", empezaron a gritar todos. " ¡Es un mauvais sujet, un homo nefas, sáquenlo de aquí!"
Furioso y avergonzado se refugió Erasmo en su cuarto; pero apenas había llegado allí cuando se le informó que la policía le ordenaba presentarse en una hora con su reflejo entero e idéntico ante las autoridades; en caso contrario debería abandonar la ciudad. Huyó de allí seguido por la gentuza ociosa y los pillos que gritaban: " ¡Ahí va el que le vendió su reflejo al diablo!" Por fin llegó al campo raso.
Desde entonces, pretextando un horror natural hacia cualquier imagen reflejada, hacía cubrir enseguida todos los espejos y por eso se lo llamó en son de burla General Suwarow, quien también había tenido la misma costumbre. Su esposa y su hijito lo recibieron muy contentos cuando llegó a su patria y a su casa, y pronto le pareció que en el ambiente tranquilo y sereno de su hogar no tardaría en olvidar la pérdida del reflejo.
Sucedió un día que Spikher estaba jugando con el pequeño Erasmo sin acordarse en absoluto de la bella Giulietta. El pequeño tenía las manos sucias de hollín y acarició con ellas las de su padre: " ¡Ay papá, mira cómo te ensucié la cara!", exclamó el pequeño y antes de que Spikher pudiera evitarlo sostenía un espejo delante de la cara del padre. Pero lo dejó caer en seguida llorando y se fue corriendo a su cuarto. Al momento entró la señora con expresión de asombro y de miedo. "¿Qué es lo que me ha dicho Erasmo de ti?, le dijo.
"Que no tengo reflejo, ¿no es así, querida?", la interrumpió Spikher con una sonrisa forzada, y trató de probarle que era absurdo creer que uno pudiera perder su reflejo, pero que aun así no se habría perdido mucho, ya que todo reflejo no es más que una ilusión; que la contemplación de sí mismo conduce al envanecimiento, y que además esa imagen dividía al propio yo en sueño y realidad.
Mientras decía esto, la señora quitó de repente el paño que cubría el espejo de la sala y al mirarlo cayó desvanecida, como tocada por un rayo.
Spikher la levantó, pero apenas su esposa hubo recuperado el conocimiento lo apartó con horror de su lado. " ¡Vete!", le gritó, " ¡déjame en paz, hombre espantoso! No eres tú, no, tú no eres mi esposo; eres un espíritu diabólico que quieres empañar mi felicidad, que quieres destruirme. ¡Vete, déjame, no tienes poder sobre mí, condenado!"
Sus gritos resonaron en la habitación y llegaron a la sala; los criados corrieron despavoridos y Erasmo salió apresuradamente de la casa, furioso y desesperado.
Como un enloquecido andaba por los solitarios caminos del parque cercano a la ciudad. La imagen de Giulietta surgió ante él con toda su angelical belleza y entonces le gritó: " ¡Te vengas, Giulietta! Te vengas porque te abandoné y te dejé mi reflejo en lugar de mi propia persona. ¡Ah, Giulietta, seré tuyo de cuerpo y alma! Ella me echó; ella, por quien te sacrifiqué. ¡Giulietta, Giulietta, seré tuyo de cuerpo y alma!"
" Eso puede hacerse todavía, mi estimado amigo ", le dijo el signor Dapertutto, que de repente estaba allí, junto a él, con su capa escarlata de brillantes botones metálicos.
Eran palabras consoladoras para el desgraciado Erasmo y por eso no se fijó en la expresión maligna y pavorosa de Dapertutto. Se detuvo y le preguntó con voz lastimera: "¿Cómo podría volver a encontrarla si la he perdido para siempre?"
" ¡No, no!", replicó Dapertutto. " ¡No está lejos de aquí y anhela con ansias su cara persona, estimado señor, ya que como usted mismo comprenderá, un reflejo no es más que una ilusión. Además, cuando esté segura de que será dueña de su valiosa persona... de su cuerpo, su vida y su alma– entonces le devolverá inmediatamente su reflejo sano y salvo con profundo agradecimiento."
"¡Lléveme hasta ella! ¡Lléveme!", exclamó Erasmo. "¿Dónde está?"
" ¡Un momento!", lo interrumpió Dapertutto. "Todavía es necesario efectuar un pequeño trámite antes de que vea a Giulietta y pueda entregarse a ella con todo su ser, contra reintegro de su reflejo. Usted no puede disponer totalmente de su valiosa persona porque todavía está ligado por ciertos vínculos que primero deben ser disueltos. Su amada esposa y su prometedor hijito."
"¿Qué quiere decir con eso?", exclamó Erasmo furioso.
"Una disolución de esos vínculos sin que quede vestigio alguno", continuó Dapertutto, "podría efectuarse fácilmente por medios humanos. Usted sabe bien que preparo con bastante habilidad remedios mágicos y así da la casualidad que tengo a mano un brebaje casero. Bastará que aquellos que se interponen entre usted y la adorable Giulietta tomen sólo un par de gotitas y acabarán silenciosamente y sin ningún sufrimiento. A eso se le llama morir, y dicen que la muerte es amarga; pero ¿no es acaso delicioso el sabor amargo de las almendras? Y ésa es la amargura de la muerte que sobreviene con estas gotas. Apenas hayan desaparecido con alegría, difundirá sobre la amada familia una deliciosa fragancia de almendras amargas. ¡Tome usted, estimado amigo!", y le tendió a Erasmo una pequeña redoma.*
"¡Qué horror!", exclamó éste. "¿Pretende que envenene a mi esposa y a mi hijito?"
"¿Quién habla de veneno?", lo interrumpió el hombre de rojo. "En la redoma sólo hay un remedio casero de rico sabor. Tengo otros recursos para dejarlo a usted en absoluta libertad, pero quiero actuar humanamente, por cierto, no quiero molestarlo, en fin, es un capricho. ¡Tómelo con confianza, amigo!"
Erasmo no podía explicarse cómo tenía la redoma en la mano. Corrió irreflexivamente a su casa y se encerró en su cuarto. La mujer había pasado toda aquella noche entre angustias y lamentos. Aseguraba una y otra vez que quien había vuelto no era su marido sino un espíritu diabólico que había adoptado el aspecto de su esposo. No bien Spikher entró a la casa todos salieron corriendo asustados y solamente el pequeño Erasmo se atrevió a acercarse a él y a preguntarle ingenuamente por qué no había traído de vuelta su reflejo, añadiendo que eso haría morir de pena a la madre. Erasmo miró al pequeño con furia. Todavía tenía en la mano la redoma de Dapertutto. El niño llevaba en brazos a su paloma predilecta. Esta acercó el piquito a la redoma y bebió unas gotas; inmediatamente dejó caer la cabeza: estaba muerta.
Espantado, Erasmo se levantó de un salto: " ¡Traidor!", exclamó, " ¡no me vas a convencer de que cometa un crimen infernal!", y arrojó por la ventana la redoma, que se rompió en mil pedazos contra las piedras del patio. Por la habitación se difundió un delicioso aroma de almendras. El pequeño Erasmo había huido asustado.–
Spikher pasó todo aquel día acosado por infinitos sufrimientos. Hacia la medianoche la imagen de Giulietta fue haciéndose más y más viva en su interior. Una vez, estando él presente, se le había desprendido a ella una gargantilla de esas pequeñas cuentas rojas con que se adornan las mujeres. Al recoger las cuentas Erasmo se había guardado una y la conservaba con cuidado fiel. La sacó ahora y mirándola se puso a pensar con toda su alma en la amada perdida. Entonces fue como si de la perla emanara aquel mágico perfume que lo envolvía cuando estaba cerca de Giulietta. " ¡Ah, Giulietta! Verte una vez más y luego morir, terminar de la manera más infame."
Acababa de pronunciar estas palabras cuando comenzó a escucharse un suave rumor en el pasillo delante de la puerta. Oyó pisadas, luego alguien llamó levemente a la puerta del cuarto. Embargado de angustia y esperanza, Erasmo no podía respirar. Abrió. Giulietta entró en la habitación, resplandeciente de gracia y belleza Delirante, él la estrechó en sus brazos. " ¡Aquí estoy, amado mío!", le dijo ella con ternura "Mira con cuánta fidelidad conservo tu reflejo". Sacó entonces un paño que cubría el espejo y Erasmo vio extasiado su imagen junto a la de Giulietta. Pero era independiente de él, no reflejaba sus movimientos. Se estremeció.
" ¡Giulietta!", exclamó. "Mi amor por ti va a volverme loco. Devuélveme el reflejo y tómame a mí, con mi cuerpo, con mi vida, con mi alma".
"Todavía hay algo entre nosotros, querido Erasmo", le dijo Giulietta. "Tú lo sabes. ¿Acaso no te lo ha dicho Dapertutto?"
"¡Por Dios, Giulietta!", la interrumpió Erasmo, "si sólo así puedo ser tuyo prefiero morir".
"Dapertutto no debe incitarte de ninguna manera", continuó Giulietta. "Por supuesto, es espantoso que una promesa y una bendición tengan tanto poder; pero eres tú el que tiene que deshacer el vínculo que te ata porque, de lo contrario, nunca serás totalmente mío. Y para eso hay un recurso más conveniente que el que te propuso Dapertutto"
"¿En qué consiste?", le preguntó ansiosamente Erasmo.
Giulietta pasó entonces su brazo por la nuca de Erasmo y con la cabeza inclinada sobre su pecho le susurró levemente: "Escribe en un papel tu nombre, Erasmo Spikher, debajo de las siguientes palabras: Concedo a mi buen amigo Dapertutto poder sobre mi esposa y sobre mi hijo para que haga con ellos lo que quiera, y disuelvo el vínculo que me liga a ellos porque quiero de aquí en más pertenecer con mi cuerpo y mi alma inmortal a Giulietta, a quien he elegido como mujer y a la que me ligaré para siempre mediante un voto especial".
Erasmo sintió una conmoción y un escalofrío recorrió todos sus miembros. Besos de fuego le quemaban los labios; tenía en la mano la hoja de papel que le había dado Giulieta. De pronto, detrás de ella, inmenso, Dapertutto le tendía una pluma de metal. En ese momento se le reventó a Erasmo una venita de la mano izquierda y empezó a salir sangre.
"Moja la pluma, moja la pluma. ¡Escribe, escribe!", graznó el hombre de rojo.
" ¡Escribe, escribe, mi eterno, mi único amor!", susurró Giulietta.
Erasmo había mojado la pluma y se sentó dispuesto a escribir. En ese momento se abrió la puerta y apareció en el cuarto una figura blanca que luego de mirar a Erasmo con ojos fijos, fantasmales, exclamó dolorosa y lúgubremente: " ¡Por amor del cielo, Erasmo, no cometas ese horrible crimen!"
Al reconocer a su esposa en aquella figura que le prevenía, Spikher arrojó lejos de sí el papel y la pluma. Relámpagos centelleantes salieron de los ojos de Giulietta; su rostro se deformó convulsivamente; su cuerpo era una llama.
" ¡Vete de aquí, criatura del demonio! ¡Mi alma no ha de pertenecerte jamás! En nombre del Señor, apártate de mí. ¡Víbora! En ti arde el infierno". Así gritó Erasmo y empujó violentamente a Giulietta, que todavía permanecía abrazado a él. Se escucharon entonces salvajes alaridos y lamentos y un rumor de alas de cuervo. Giulietta y Dapertutto desaparecieron entre un humo espeso y hediondo que parecía brotar de las paredes velando las luces.
Por fin entraron por la ventana los rayos de luz del amanecer. Erasmo se dirigió en seguida a ver a su esposa. La encontró serena y afable. El pequeño Erasmo estaba sentado en la cama muy contento. Ella le tendió la mano a su agotado esposo y le dijo:
"Sé de todo lo malo que te ha sucedido en Italia y lo siento por ti, de todo corazón. El poder del enemigo es muy grande y, como tiene todos los vicios, también se dedica a robar y no puede resistir la tentación de apoderarse de tu hermoso reflejo valiéndose de medios realmente malignos. Mírate en ese espejo, esposo mío."
Spikher lo hizo, temblando de pies a cabeza, con expresión verdaderamente desgraciada. El espejo permaneció liso y transparente. Ningún Erasmo Spikher se reflejaba en él.
"Por esta vez es mejor que el espejo no devuelva tu imagen porque pareces en verdad un tonto, querido Erasmo, Seguramente tú mismo comprenderás que sin reflejo siempre serás objeto de burla para todo el mundo y, por lo tanto, no podrás ser un padre de familia correcto y cabal, respetado por su esposa y sus hijos. El pequeño Erasmo ya se ríe de ti y dice que va a pintarte un gran bigote de carbón porque no podrás verlo. Vete, pues, a recorrer el mundo y trata de sacarle al diablo tu reflejo. Cuando lo hayas recuperado vuelve y te recibiré de todo corazón. Bésame (Spikher lo hizo), y ¡buen viaje! Mándale al pequeño Erasmo un par de pantalones de vez en cuando, porque siempre anda por el suelo y los gasta mucho. Y si vas a Nuremberg entonces envíale también un soldadito de colores y un bizcocho de especias, como un buen padre. ¡Que te vaya bien, querido Erasmo!"
La mujer se dio vuelta y siguió durmiendo. Spikher levantó al pequeño Erasmo y lo estrechó contra su corazón; pero el niño empezó a gritar y entonces el padre volvió a ponerlo en el suelo y se fue por el ancho mundo.
Una vez se encontró con un tal Peter Schlemihl, que había vendido su sombra; quisieron asociarse de manera que Erasmo Spikher proyectara la sombra y Peter Schlemilhl el reflejo, pero no dio resultado.


Postdata del Viajero Entusiasta
¿Qué es lo que me mira desde ese espejo? ¿Soy yo, realmente? ¡Oh, Julia, Giulietta, imagen celestial, espíritu diabólico, éxtasis y dolor, anhelo y desesperación!
Ya ves, mi querido amigo Teodoro Amadeo Hoffmann, que muchas veces penetra en mi vida una obscura fuerza que seduce mi sueño con las más hermosas visiones y pone extraños personajes en mi camino. Encantado por los visiones de la noche de San Silvestre, casi estoy por creer que aquel Consejero de Justicia era realmente de azúcar; su reunión un adorno de Navidad o Año Nuevo, y la deliciosa Julia, aquella seductora imagen femenina de Rembrandt o de Callot que estafó al desdichado Erasmo Spikher apoderándose de su bello reflejo. ¡Perdóname!
Ricardo Palma

Nace –en 1833– y vive en Lima hasta los 20 años. Allí estudia, publica poemas y notas periodísticas, estrena algunas piezas teatrales. Luego se embarca e inicia así una vida aventurera que incluye su participación en la guerra contra Ecuador y en los enfrentamientos entre conservadores y liberales. Desterrado varios años en Chile, regresa a Lima en 1863 y comienza a interesarse seriamente en el pasado colonial. La primera serie de sus Tradiciones aparece en 1872 y se suman posteriormente a ella otras ocho, prácticamente hasta fines del siglo XIX. Fue miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua y Director de la Biblioteca Nacional. Murió casi ciego, en su casa del barrio limeño de Miraflores, en 1919.
DON DIMAS DE LA TIJERETA
(1706?)

(Cuento de viejas, que trata de cómo
un escribano le ganó un pleito al diablo)


I

Erase que se era, y el mal que se vaya y el bien que se nos venga, que allá por los primeros años del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, gregüescos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color parecido a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia, pasando de padres a hijos durante tres generaciones.
Conocíale el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la gloria, pues nombrábase don Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia, y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo.
Decíase de él que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de Jerusalén, que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas, embustes y trocatintas, que las que cabían en el último galeón que zarpó para Cádiz y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por quien dijo un caquiversista lo de

Un escribano y un gato
en un pozo se cayeron;
como los dos tenían uñas
por la pared se subieron.

Fama es que a tal punto habíanse apoderado del escribano los tres enemigos del alma, que la suya estaba tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser quién es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera venido en antojo al Ser Supremo llamarla a su juicio, habría exclamado con sorpresa: –Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?
Ello es que el escribano, en punto a picardías, era la flor y nata de la gente del oficio, y que si no tenía el malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de las postrimerías.
Cuentan de su merced que, siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero don Dimas restableció al punto la tranquilidad, gritando: –No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón.
Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues si lo fue o no lo fue San Aproniano, está todavía en veremos y proveeremos. Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.
Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con salud de enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta he tenido voluntad de jabonar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confitado, no tanto en descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que no es grano de anís, cuanto porque ésa es gente de mucha enjundia, con la que ni me tiro ni me pago, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es servido, y el tiempo y las aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a porrillo y sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.


II

No sé quién sostuvo que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si no dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la postre un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por improcedente, y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien siente rebullirse un alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a presidio, maguer barrunto que para prisión basta y sobra con la vida asaz trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también los hombre nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.

¡Arriba, piernas,
arriba, zancas!
En este mundo
todas son trampas.
No faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. Pero ¡vaya si viene! Como que me sirve nada menos que para informar al lector que Tijereta dio a la vejez, época en que los hombres y mujeres huelen, no a patchouli, sino a cera de bien morir, en la peor tontuna en que puede caer un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres belethmitas, una cintura pulida y remo–nona de esa de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto en el juego de tresillo o rocambor. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!
No embargante que el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las buenas noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo de Flan–des, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que fa moza hiciese con él una obra de caridad, y esta resistencia traíalo al retortero.
Visitación vivía en amor y compañía con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las calles en bestia de al barda, con chilladores delante y zurradores detrás. La maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho que era mejor sobrina mal casada que bien abarraganada; y endoctrinando picaramente con sus tercerías a la muchacha resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa y travesura de un pícaro gato. Desde entonces, si la tía fue el anzuelo, la sobrina, mujer completa ya, según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió en cebo para pescar maravedises a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos de esta tierra.
El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla un saludo, pasaba a exponerla el alegato de lo bien probado de su amor. Ella lo oía cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: –Babazorro, arrópate, que sudas y límpiate, que estás de huevo, o canturreando:

No pierdas en mi balas,
carabinero,
porgue yo soy paloma
de mucho vuelo.
Si quieres que te quiera
me has de dar antes
aretes y sortijas,
blondas y guantes.

Y así atendía a los requiebros y carantoñas de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia de sus hechizos sobre el corazón del cartulario.
Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.


III

Una noche en que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo, ordenóle ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba don Dimas. Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó:
Para mi santiguada que es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y marisabidilla, cuando yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza el Flos–Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla en cambio del amor de esa caprichosa criatura!
Satanás, que desde los antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del plumario, tocó la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis lectores no conocen a este personaje, han de saberse que los demonógrafos, que andan a vueltas y tomas con las Clavículas de Salomón, libro que leen al resplandor de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y decidor, es el correveidile de su Majestad Infernal.
Ve, Lilit, al cerro de las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás, y que abriga tanto desprecio por su alma, que la llama almilla. Concédele cuanto te pida, y no te andes con regateos, que ya sabes que no soy tacaño tratándose de una presa.
Yo, pobre y mal traído narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca de la entrevista entre Lilit y don Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se encargase de copiarla sin perder punto ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste saber que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que, fórmula más o menos, decía lo siguiente:
"Conste que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y posesión de una mujer, ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha en tres años." Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio.
Al entrar el escribano en su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y remilgada Visitación, que, ebria de amor, se arrojó en los brazos de Tijereta. Cual es la campana, tal la badajada.
Lilit había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es peligroso extenderse en pormenores que pueden tentar al prójimo labrando su condenación eterna, sin que le valgan la bula de Meco ni las de composición.


IV

Como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma. Arrastrado por una fuerza superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en un verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta en eso fue el diablo puntilloso y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.
Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con mucha flema; pero el diablo le dijo:
No se tome vuesa merced ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la tela del traje. Yo tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.
Pues sin desnudarme no caigo en el cómo sea posible pagar mi deuda.
Haga usarced lo que le plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.
El escribano siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit, le dijo:
Deuda pagada y venga mi documento.
Lilit se echó a reír con todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.
¿Y qué quiere usarced que haga con esta prenda?
¡Toma! Esa prenda se llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado. Carta canta. Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia, se dará por bien pagado. ¡Como que esa almilla me costó una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco!!
Yo no entiendo de tracamundanas, señor don Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras en el pecho para cuando esté delante de mi amo.
Y en esto expiró el minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él de rondón en el infierno. Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que había festinación en el procedimiento de Lilit, que todo lo fecho y actuado era nulo y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si no encontraba gente de justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría condenar en costas. Lilit ponía orejas de mercader a las voces de don Dimas, y trataba ya, por vía de amonestación, de zambullirlo en un caldero de plomo hirviendo, cuando alborotado el Cocito y apercibido Satanás del laberinto y causas que lo motivaban, convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio. ¡Para ceñirse a la ley y huir de lo que huele a arbitrariedad y despotismo, el demonio!
Afortunadamente para Tijereta, no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel sellado, que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato vio fallada su causa en primera y segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni el Fuero juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la Lengua, probó el tunante su buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos y académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por los vericuetos infernales" hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. Cumplióse la sentencia al pie de la letra, en lo que dio Satanás una prueba de que las leyes del infierno no son, como en el mundo, conculcadas por el que manda y buenas sólo para escritas. Pero destruido el diabólico hechizo, se encontró don Dimas con que Visitación lo había abandonado, corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio.
Satanás, por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no usan almilla. Por eso cualquier constipadillo vergonzante produce en ellos una pulmonía de capa de coro y gorra de cuartel, o una tisis tuberculosa de padre y muy señor mío.


V

Y por más que fui y vine, sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si, andando el tiempo, murió don Dimas de buena o mala muerte. Pero lo que sí es cosa averiguada es que lió los bártulos, pues no era justo que quedase sobre la tierra para semilla de picaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!, mi creencia.
Pero un mi compadre me ha dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su alma, que tenía más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno de los calderos de Pero Botero, y el conserje del infierno le gritó: –¡Largo de ahí! No admitimos ya escribanos.
Esto hacía barruntar al susodicho mi compadre que con el alma del cartulario sucedió lo mismo que con la de Judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión es calva, he de apuntar aquí someramente y a guisa de conclusión. Refieren añejas crónicas que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas consigo mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas y hacer zapatetas, convertido en racimo de árbol.
Realizó su suicidio, sin escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, y su alma se estuvo horas y horas tocando a las puertas del purgatorio, donde por más empeños que hizo se negaron a darle posada.
Otro tanto le sucedió en el infierno, y desesperada y tiritando de frío, regresó al mundo, buscando donde albergarse.
Acertó a pasar por casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado el alma, cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: "Aquí que no peco", y se aposentó en la humanidad del avaro. Desde entonces se dice que los usureros tienen alma de Judas.
Y con esto, lector amigo, y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto redondo al cuento, deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte un rato de solaz y divertimiento.
1864
Nicolás Guillén

Nacido en la ciudad de Camagüey, en 1902. Nicolás Guillen estudió derecho en la Universidad de La Habana, pero no llegó a recibirse atraído por el periodismo y la literatura. Trabajó también como tipógrafo y como empleado estatal. Desde 1937, en que visitó México y la España convulsionada por la guerra civil, ha viajado incesantemente dando conferencias y recitales. Es Presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba desde 1961. Su obra poética, que se inicia en 1930 con Motivos de son, llega hasta la actualidad con títulos como El diario que a diario y La rueda dentada, de 1972.
A José Antonio Fernández de Castro

NEGRO BEMBÓN1

¿Po qué te pone tan brabo,
cuando te dicen negro bembón,
si tiene la boca santa,
negro bembón?

Bembón así como ere
tiene de tó;
Caridá te mantiene,
te lo dá tó.

Te queja todabia,
negro bembón;
sin pega y con harina,
negro bembón,
majagua de dri blanco,
negro bembón;
sapato de dó tono,
negro bembón.

Bembón así como ere,
tiene de tó;
Caridá te mantiene,
te lo dá tó.
Motivos de son
1930
CANTO NEGRO

¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
congo solongo del Songo
baila yambo sobre un pie.

Mamatomba,
serembe cuserembá.

El negro canta y se ajuma,
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.

Acuérneme serembó,
aé;
yambo,
aé.

Tamba, tamba, tamba, tamba,
tamba del negro que tumba;
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡yamba, yambo, yambambé!
Sóngoro cosongo
1931
SENSEMAYA

Canto para matar una culebra

¡Mayombe–bombe–mayombé!
¡Mayombe–bombe–mayombé!
¡Mayombe–bombe–mayombé!

La culebra tiene los ojos de vidrio;
la culebra viene y se enreda en un palo;
con sus ojos de vidrio, en un palo,
con sus ojos de vidrio.

La culebra camina sin patas;
la culebra se esconde en la yerba;
caminando se esconde en la yerba,
caminando sin patas.

¡Mayombe–bombe–mayombé!
¡Mayombe–bombe–mayombé!
¡Mayombe –bombemayombé!

Tú le das con el hacha, y se muere:
¡dale ya!
¡No le des con el pie, que te muerde,
no le des con el pie, que se va!

Sensemayá, la culebra,
sensemayá.
Sensemayá, con sus ojos,
sensemayá.
Sensemayá, con su lengua,
sensemayá.
Sensemayá, con su boca,
sensemayá.

La culebra muerta no puede comer;
la culebra muerta no puede silbar;
no puede caminar,
no puede correr.
La culebra muerta no puede mirar;
la culebra muerta no puede beber;
no puede respirar,
no puede morder.
¡Mayombe–bombe–mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé–bombe–mayombé!
Sensemayá, no se mueve...
¡Mayombe–bombe–mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé –bombe–mayombé!
¡Sensemayá, se murió!
De West Indies LTD
1934
Leopoldo Lugones

En junio de 1874 nace, en Villa María del Río Seco, Córdoba, el escritor argentino Leopoldo Lugones. En esa provincia transcurre su infancia y su primera juventud, se inicia en el periodismo y en las preocupaciones políticas. Baja a Buenos Aires, en 1896, donde se entusiasma con las ideas socialistas y con la renovadora estética modernista, de la que es adalid Rubén Darío. Sin embargo, poco después se incorpora, como funcionario primero y como ideólogo luego, al conservadurismo gobernante. Al mismo tiempo, su obra de poeta y narrador gira hacia rumbos más bien neoclásicos o neotradicionalistas. Desilusiones políticas y afectivas lo impulsan al suicidio, en 1938.
EL REO

A Carlos M. Mayer

I

Después del Quebracho Herrado,
Según la historia lo escribe,
Persiguiendo a Juan Lavalle
Va ese general Oribe.

Así en contraste tan rudo
Negó la suerte a aquel bravo
Los laureles que hasta entonces
Conquistó sin menoscabo

Porque donde entra Lavalle,
Para qué te quiero, gloria,
Si no es para hallarle justa
Consonancia a la victoria.

Pero esa vez la desgracia
Le había llegado a él también.
Ya no iba a hallar en el mundo
Tregua, acierto ni sostén.

Derrotado marcha al Norte
Juan Lavalle el temerario,
Sembrando la caballada,
El parque y hasta el vestuario.

No deja el camino real,
Y aunque no exige hospedaje,
Va requisando en las postas
El ganado y el carruaje.

Dicen que por el Río Seco,
Tirado en una berlina,
Pasó sin dejarse ver,
Con su escolta correntina.

Dios le ayude, porque Oribe,
El mejor de sus rivales,
Manda lo más aguerrido
De las tropas federales.

Por capaz y diligente
Se las ha confiado Rosas,
Y don Juan Manuel, en esto.
Sabe arreglar bien las cosas.

Cada división por junto,
Monta caballos de un pelo.
Y en el porte y disciplina,
Cada soldado es modelo.

Punzó la gorra de manga,
De igual color la chaqueta,
Y a listas blancas y azules
El chiripá de bayeta.

Son veteranos de aquellos
Que al entrar en la pelea,
Por dragona de los corvos
Suelen prender la manea.

Y hasta cuentan que en las cargas
Se ha visto más de un barbudo
Que para andar sin estorbo
Con las barbas hizo un nudo.

Es de verlos cuando avanzan
Con un empuje tremendo,
Entre el polvo y la humareda
Como un pajonal ardiendo.

Mas, los de la otra divisa
Topan esa llamarada
Como las olas que encrespa
Bramando la marejada.

Pues el uniforme entero
Llevan del color celeste
Con que quiere el unitario
Que su fe se manifieste.

Dicen que en su menosprecio
De la muerte, esos varones,
Se vienen hasta los cuadros
Para enlazar los cañones.
Y que cuando se entreveran,
Asombra entre el clamoreo.
El choque de las tacuaras
Superando al tiroteo.

Esa es guerra de la grande,
Y en aquel juego funesto,
El que no echa vale cuatro
Canta contra flor y el resto.

Acaso alguno desdeñe
Por lo criollos mis relatos.
Esto no es para extranjeros,
Cajetillas ni pazguatos.

A las cosas de mi tierra,
Tal como son las divulgo.
No saboreará el pastel
Quien se quede en el repulgo.


II

Apenas la villa ocupa
La vanguardia federal,
Pone en la plaza el banquillo
De la pena capital.

Así entonces lo estilaban
Los ejércitos, señores,
Para terror de enemigos
Y escarmiento de traidores.

Con que, al toque de retreta,
Se echa bando por pregón,
De que un desertor, mañana,
Sufrirá su ejecución.

No bien raya el nuevo día,
Todo el pueblo acude a ver.
Si no se ha quedado un hombre,
Menos falta una mujer.

Había corrido la voz
Que el reo era un lindo mozo,
Medio de mala cabeza,
Pero de muy buen carozo.

Que conforme con su suerte
Y sin mostrar ningún susto,
Se portó esa última noche
De guapo que daba gusto.

Porque acordadas tres cosas
A aquel que se halla en capilla,
Sólo pidió una guitarra,
La guayaca y una silla.

Que por cifra les compuso,
Y en décima, una glosa
Sobre esta copla asentada
Por una mano piadosa:

"Preso y sentenciado estoy,"
"No tengan pena por eso,"
"Que no soy el primer preso"
"Ni dejo de ser quien soy."

Y que hasta bailó una cueca
Que audaz llamó "la del bando",
Con la mujer del sargento
Que le hizo el gusto llorando.

Porque era mozo tan ágil
Y delgado de tobillos,
Que se arregló soliviando
Con una faja los grillos.

Mire que es fatalidad
Venir así a errar la huella.
Mire que haya quien desniegue
Esto de la mala estrella.

Esto de la mala estrella
Contiene mucho argumento.
Mas por hoy, señores míos,
Hay que seguir con el cuento.



III

Ya el reo se halla vendado,
Y ante tropa y concurrencia,
Se echa por última vez
El pregón de la sentencia,

Que habiendo correspondido
Consejo sobre el tambor,
Resuelve que así se cumpla
El comando superior.

Que por su artículo tal
La ley con rigor ordena
Que al desertor en campaña
Se aplique la última pena.

Pero que si una mujer
Por marido lo pedía,
En prisión aquel suplicio
Conmutado le sería.

Es que en su misma dureza
Compasiva la ordenanza,
Querrá acordarle al amor
Aquella última esperanza.

El caso es que para el reo
No fue el destino tan cruel,
Porque una dijo que estaba
Pronta a casarse con él.

La que a esa carta perdida
Se juega de tal manera,
Es, con sorpresa de todos
Ña Justa la pastelera.

Parda jamona, y de yapa,
Bizca por su mala suerte,
Aunque todos reflexionan
Que al fin más fea es la muerte.

Y que un culpable indultado,
A quien la cárcel aguarda,
No va a andarse con melindres
Sobre si es negra o es parda.

Ella le hace caridad,
Porque al fin es un suicidio
Pasar la vida esperando
A la puerta del presidio.

Con lo cual bien los asombra
Cuando ruega muy entero,
Que los ojos le desaten
Porque quiere ver primero.

Y en cuanto echa su vistazo,
"No me conviene la prenda"
Dice con resolución,
Y vuelve a pedir la venda.

Recibió sus cuatro tiros
Dándose por satisfecho,
Y así la pobre ña Justa
Sufrió el último despecho.

Miserias por esperanzas
Ella buscó decidida.
Y al rigor de la fealdad
El sacrificó la vida.

No sé qué creerán ustedes,
Mas yo tengo para mí,
Que merece algún respeto
Quien supo morir así.




1 Julia es Julia Marc.
2 Berger, Ludwig Berger (1777–1839), el maestro de Mendelssohn.

3 Mieris, Franz von Mieris el Viejo (1635–1681).
4 Octaviano, Kaiser Octavianus, pieza de Ludwig Tieck del año 1804.

5 Thiermann, nombre del propietario del almacén de vinos y productos italianos situado en la Jágersstrasse 56.
6 Eilfer, el famoso vino del año 1811, tantas veces mencionado en la literatura alemana.
7 Enrique, el príncipe Enrique, en la segunda parte de Enrique IV de Shakespeare. Acto II. escena 2.
8 La descripción de este personaje corresponde exactamente al grabado de la portada de la primera edición de Peter Schlemihl, y que era en realidad un retrato de Adalbert von Chamisso.
9 Boucher. Los hermanos Boucher eran dueños de un invernadero y florería en la Lehmgasse 11 (actualmente Blumenstrasse).
10 Enslen (no Ensler) era un profesor de la Academia de Ciencias que proyectaba fantasmagorías y exponía aparatos mecánicos en la Franzosische Strasse 42.
11 Philipp era Philipp Veit (1803–1877) hijastro de Friedrich Schlegel, por el matrimonio con éste de su madre Dorotea. En 1814 pintó el cuadro de la princesa de Prusia.
* "La extraña historia de Peter Schlemihl", transmitida por Adalbert von Chamisso y publicada por Friedrich Barón de la Motte Fouqué. Nuremberg, J. L. Schrag, 1814.
12 Peter Schlemihl había adquirido, sin saberlo, las botas de siete leguas, y, para poder disminuir la velocidad de su paso, calzaba sobre ellas un par de chinelas.
13 Mathie era el propietario de la posada donde Hoffmann se hospedó en Berlín en setiembre de 1814.

14 Raskal es el criado de Peter Schlemihl que lo traiciona y se casa con su novia.
15 La historia del reflejo perdido fue concluida el 6 de enero de 1815.
16 Dapertutto. Su significado es por todas partes.

* La redoma de Dapertutto contenía seguramente ácido prúsico o cianhídrico. La ingestión de una mínima dosis de este liquido (inferior a una onza) provoca los efectos descriptos. Horm, "Archiv für mediz Erfahr." 1813, may-dic, pág 10 (N. del autor)

1 En esta edición se ha respetado la ortografía de la edición original de 1930, (N. del E.)

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