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EL ARTE OSCURO

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lunes, 23 de agosto de 2010

Cuento de Jerusalén -- A Tale of Jerusalem, 1832 -- E.A.POE


EDGAR ALLAN POE
Cuento de Jerusalén
A Tale of Jerusalem, 1832
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Intensos rigidam in frontem ascendere canos
passus erat...
LUGANO
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—Corramos hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Leví y Simeón el
Fariseo, el décimo día del mes de Taammuz del año del mundo tres mil novecientos
cuarenta y uno—; corramos hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín,
en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; porque es la
hora cuarta de la cuarta vela y el sol ha salido; y los idólatras, cumpliendo la promesa de
Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para el sacrificio.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Leví eran los gizbarims o sub-recaudadores de las
ofrendas, en la santa ciudad de Jerusalén.
—Tienes razón —replicó el fariseo—, corramos; porque esta generosidad es
inusitada en los gentiles; y la inconstancia ha sido siempre una virtud de los adoradores
de Baal.
—Que no son constantes y que son traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo
Buzi-Ben-Leví—; pero eso sólo se refiere al pueblo de Adonai.
¿Se ha visto alguna vez que los ammonitas luchasen en contra de sus propios
intereses? Pienso que no son muy generosos al darnos corderos para el altar del Señor, a
cambio de treinta siclos de plata por cabeza.
—Sin embargo olvidas, Ben-Leví —contestó Abel-Phittim— que el romano
Pompeyo, que es el impío que ahora asedia la ciudad del Altísimo, no está seguro de
que no destinemos los corderos comprados para el altar para el sustento del cuerpo, más
bien que para el del espíritu.
—Pero ¡por las cinco puntas de mi barba! —gritó el fariseo, que era miembro de la
secta de los Magulladores (un pequeño grupo de santos cuyo modo de magullarse y
destrozarse los pies contra el pavimento era desde antiguo una espina y un reproche
para los devotos menos celosos, un obstáculo para los caminantes menos iluminados—,
¡por las cinco puntas de mi barba, que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos vivido
para ver el día en que un blasfemo e idólatra romano nos va a acusar de saciar los
apetitos de la carne con los elementos más santos y consagrados? ¿Hemos vivido para
ver el día en que...?
—Dejemos de considerar los motivos del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—,
porque ahora nos aprovechamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad;
pero vayamos de prisa hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el
altar, cuyo fuego nunca podrá extinguir la lluvia del cielo, y cuyos pilares de humo no
podrá abatir ninguna tempestad.
El punto de la ciudad hacia el que se apresuraban nuestros dignos gizbarims, y que
tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era considerado como el barrio mejor
fortificado de Jerusalén; estaba situado sobre la escarpada y alta colina de Sión. Allí un
foso ancho, profundo y circular, cavado en la sólida roca, era defendido por una muralla
de gran fortaleza, erigida sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a
espacios regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja era de sesenta
codos y la más alta de ciento veinte. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, la muralla
estaba interrumpida al borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la zanja y la base
de aquélla se levantaba perpendicularmente una roca de doscientos cincuenta codos de
altura, que formaba parte del escarpado del monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus
compañeros llegaron a la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que
rodean Jerusalén, y lugar señalado para parlamentar con el ejército sitiador—, vieron
abajo el campamento enemigo desde una altura superior en muchos pies a la pirámide
de Cheops, y en algunos al templo de Belus.
—Verdaderamente —suspiró el fariseo, mientras sentía vértigo al mirar hacia abajo
—, los incircuncisos son como las arenas a la orilla del mar o las langostas en el desierto.
El valle del Rey ha llegado a ser el valle de Adommin.
—Y sin embargo —añadió Ben-Leví—, no te será posible señalarme un filisteo; no, ni
uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca
mayor que la letra Jod.
—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una
voz ronca y áspera que parecía salir de las regiones de Plutón—; bajad la cesta con esa
maldita moneda que estropea la boca de un noble romano cuando la pronuncia. ¿Así
mostráis vuestra gratitud a nuestro jefe Pompeyo, quien, condescendiente, ha
consentido en escuchar vuestras inoportunidades idólatras? El dios Febo, que es un
verdadero dios, ha emprendido su marcha en el carro hace una hora, y ¿no debíais estar
sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los
conquistadores de la tierra, no tenemos nada más que hacer que traficar en cada muralla
de la tierra con los perros? ¡Bajad el cesto! Os lo repito, y mirad bien que vuestro fraude
tenga el brillo y el peso exactos.
—¡El Elohim! —gritó el fariseo, mientras los recios acentos del centurión
retumbaban por el precipicio y venían a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿Quién es
el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi-Ben-Leví, que eres experto en las
leyes de los gentiles y que has vivido entre los que se manchan con los teraphims, ¿es de
Nergal de quien habla el idólatra o de Ashimah o de Nibhaz o de Tartak o de
Adramalech o de Anamalech o de Succoth-benith o de Dagón o de Belial o de Baal-
Perith o de Baal-Peor o de Baal-Zebub?
—Ciertamente, no se trata de ninguno de ésos; pero anda con cuidado y no dejes que
se deslice la cuerda demasiado rápidamente entre tus dedos, porque podría engancharse
en aquella roca saliente que hay allá abajo y tirarías desgraciadamente las cosas santas
del templo.
Por medio de un rudo mecanismo, la pesada cesta fue descendida cuidadosamente
entre la multitud, y desde su altísimo pináculo veían a los romanos arremolinarse en
torno a ella; pero a causa de la gran altura y de la niebla predominante no podían
distinguir claramente sus operaciones.
Ya había pasado media hora.
—Llegaremos tarde —suspiró el fariseo, mirando al abismo entonces—; llegaremos
demasiado tarde. Seremos echados de nuestro empleo por los katholim.
—Nunca —respondió Abel-Phittim—, nunca más volveremos a festejarnos con la
grasa de la tierra; nunca más nuestras barbas serán perfumadas con incienso; nunca más
el fino lino del templo ceñirá nuestros ríñones.
—¡Raca! —juró Ben-Leví—. ¡Raca! ¿Tienen intención de robarnos el dinero del
mercado? ¡Oh, santo Moisés!, ¿están pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Por fin han hecho la señal! —gritó el fariseo—. ¡Por fin han hecho la señal! ¡Tira,
Abel-Phittim! ¡Y tú, Buzi-Ben-Leví, ayuda también, porque los filisteos retienen aún el
cesto, o, de lo contrario, el Señor ha ablandado sus corazones y les ha hecho poner en él
un cordero de buen peso!
Y los gizbarims tiraban, mientras se balanceaba el cesto pesadamente entre la niebla,
que seguía haciéndose más densa.
—¡Maldición! —así exclamó al cabo de una hora Ben-Leví, cuando vio un poco
confusamente un objeto en el extremo de la cuerda—. ¡Maldición! Es un carnero de los
pastos de Enjedí, y tan arrugado como el valle de Josafat.
—Es el primer parido del rebaño —dijo Abel-Phittim—, lo conozco por el balido y la
inocencia de sus miembros. Sus ojos son más bellos que las joyas del pectoral, y su carne
es como la miel de Ebrón.
—Es un ternero cebado de los pastos de Basham —dijo el fariseo—. ¡Los gentiles se
han portado a las mil maravillas con nosotros! ¡Unamos nuestras voces en un salmo!
¡Con el sistro y con el salterio, con el arpa y la trompeta, con la cítara y el sacabuche!
Cuando el cesto llegó a unos pocos pies de distancia de los gizbarims, un ronco
gruñido descubrió a sus oídos un cerdo de un gran tamaño.
—¡Vamos, El Emanu! —exclamaron lentamente los tres, con los ojos levantados al
cielo.
Y cuando soltaron la bestia, se escapó corriendo por entre los filisteos.
—¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Ésa es la carne innombrable!

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