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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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lunes, 8 de noviembre de 2010

SONYA LA ROJA

SONYA LA ROJA
Robert E. Howard

—¿HAN SIDO ESOS PERROS convenientemente vestidos y cebados?
—Sí, Protector de los Creyentes.
—Pues que los traigan y que se arrastren ante la presencia.
Y fue de aquel modo como los embajadores, pálidos tras los muchos meses de prisión, fueron conducidos ante el trono de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía, y el monarca más poderoso en un tiempo de monarcas poderosos. Bajo el gran domo púrpura de la sala real brillaba el trono ante el que temblaba el mundo entero... revestido de oro y con perlas incrustadas. La fortuna en gemas de un emperador adornaba el palio de seda del que colgaba una red de perlas brillantes rematada con un festón de esmeraldas. Aquellas joyas formaban como un halo de gloria por encima de la cabeza de Solimán. Sin embargo, el esplendor del trono palidecía ante la presencia de la centelleante silueta que en él se sentaba, ataviada de pedrerías y con un turbante cuajado de diamantes y rematado con una pluma de garza. Sus nueve visires se encontraban cerca del trono, en actitud humilde. Los soldados de la guardia imperial se alineaban ante el estrado... Solaks con armadura, plumas negras, blancas y escarlatas ondeando por encima de los dorados cascos.
Los embajadores de Austria se quedaron pasablemente impresionados... tanto más cuando habían tenido nueve largos meses para reflexionar en el siniestro Castillo de las Siete Torres que dominaba el Mármara. El jefe de los em-
bajadores se tragaba la cólera y disimulaba el rencor que sentía bajo una máscara de sumisión... una extraña capa reposaba en los hombres de Habordansky, general de Fernando, archiduque de Austria. Su cabeza, de duras facciones, parecía una incongruencia entre aquellos ropajes de seda brillante —un presente del despreciable sultán— que parecían más un disfraz, estirando el cuello mientras le llevaban ante el trono unos robustos jenízaros que le sujetaban firmemente por los brazos. Así se presentaban ante el sultán los enviados de los países extranjeros desde aquel lejano día en Kossova en que Milosh Kabilovitch, caballero de la mutilada Servia, matase a Murad el Conquistador con una daga oculta entre sus vestimentas.
El Gran Turco miró a Habordansky con poca consideración. Solimán era un hombre alto y delgado, de nariz fina y aguileña, de boca delgada y recta, cuya dureza apenas era ablandada por el colgante mostacho. La única semejanza con la debilidad residía en el cuello delgado y notablemente largo, pero aquella aparente debilidad era desmentida por las duras líneas de su cuerpo delgado y por el brillo de sus ojos negros.
Había en él algo más que un rescoldo de sangre tártara... un justo título, pues era tanto hijo de Selim el Cruel como de Hafsza Khatun, princesa de Crimea. Nacido para la púrpura, heredero de la mayor potencia militar del mundo, llevando el casco de la autoridad y envuelto en el manto del orgullo, no reconocía en nadie que estuviera por debajo de los dioses a su par.
Bajo su mirada de águila, el viejo Habordansky agachó la cabeza para disimular la rabia feroz que le brillaba en la mirada. Nueve meses antes, el general había llegado a Estambul como representante de su señor, el archiduque, con propuestas de tregua y para poder disponer libremente de la corona de hierro de Hungría, arrancada de la cabeza del rey Luis, muerto en el sangrante campo de batalla de Mo-hacs, donde los ejércitos victoriosos del Gran Turco le habían abierto el camino que le conduciría directamente hacia Europa.
Otro embajador le había precedido... Jerónimo Lascz-j^y, conde palatino de Polonia. Habordansky, con la brusquedad de su raza, había reclamado la corona de Hungría para su señor, provocando con ello las iras de Solimán. Lasczky había pedido de rodillas la misma corona, como un mendicante, para entregársela a sus compatriotas en Mo-
hacs.
Lasczky había sido cubierto de honores, de oro y promesas de protección. A cambio, había tenido que dar tales prendas que atemorizaban su alma de ladrón... vendiendo a los subditos de su alianza para que fuesen convertidos en esclavos... abriendo la ruta al sultán a través de los territorios sometidos hasta conducirle al mismísimo corazón de la Cristiandad.
Todo aquello había llegado a oídos de Habordansky, que espumeó de rabia en la prisión a que le había enviado la feroz cólera del sultán. En aquellos momentos. Solimán miraba con desdén al viejo y fiel general. Prescindió de la formalidad habitual de dirigirse a él por mediación de su Gran visir. Un turco de sangre real nunca habría reconocido que hablaba alguna de las lenguas francas, pero Habordansky entendía el turco. Las observaciones del sultán fueron breves y sin preámbulos.
—Informa a tu amo que ya estoy listo para visitar sus tierras, y que si no quiere encontrarse conmigo ni en Mo-hacs ni en Pest, yo mismo iré a buscarle a las murallas de Viena.
Habordansky se inclinó, sin responder, temiendo que su cólera explotase. Ante un gesto despectivo de la mano imperial, un oficial de la corte avanzó y le entregó al general una pequeña bolsa dorada con doscientos ducados. Cada miembro de su escolta, esperando pacientemente al otro lado de la sala, vigilados por las lanzas de los jenízaros, fue recompensado del mismo modo.
Habordansky murmuró una frase de agradecimiento;
sus manos nudosas se crispaban en el regalo con un inútil ^or. El sultán sonrió ligeramente, plenamente consciente de que el embajador le habría tirado de buena gana las monedas a la cara... si se hubiera atrevido. Levantó la mano a modo de despedida, pero se detuvo súbitamente al dirigir la mirada a los hombres que formaban el séquito del general... o, más exactamente, a uno de los hombres. Aquel hombre era mucho más alto que cualquier otro que hubiera en la sala. Robusto. Llevaba desgarbadamente los ropajes turcos con que le habían disfrazado. El sultán hizo un gesto y le llevaron ante él, sólidamente sujeto por los soldados.
Solimán le consideró largamente. El traje turco y el voluminoso khalat no conseguían ocultar las duras marcas de su cuerpo firme y musculoso. Sus cabellos rojizos estaban cortados casi al rape; el rubio bigote caído enmarcaba un mentón decidido. Los ojos azules parecían extrañamente velados; era como si aquel hombre se hubiera dormido en pie, con los ojos abiertos.
—¿Hablas turco? —preguntó el sultán.
Solimán le hacia a aquel hombre el sorprendente honor de dirigirse directamente a él. A pesar de toda la pompa de la corte otomana, el sultán aún conservaba algo de la naturalidad de sus ancestos tártaros.
—Sí, Su Majestad —respondió el franco.
—¿Quién eres?
—Me llamo Gottfried von Kaimbach.
Solimán frunció el ceño. Inconscientemente, sus dedos llegaron hasta su hombro donde, bajo la túnica de seda, pudo notar los labios de una vieja herida.
—Nunca olvido una cara. He visto la tuya antes de ahora... en circunstancias tales que se ha grabado en mi memoria. Sin embargo, no consigo recordar cuáles fueron aquellas circunstancias.
—Estuve en Rodas —respondió el germano.
—Hubo muchos hombres en Rodas —respondió secamente Solimán.
—En efecto —admitió von Kaimbach tranquilamente—. De L'Isle Adam estuvo allí.
Solimán se tensó y sus ojos brillaron al oír el nombre del Gran Maestre de los Caballeros de San Juan, cuya encarnizada defensa de la ciudad de Rodas le había costado
al turco sesenta mil hombres. Decidió, no obstante, que aquel franco no parecía lo bastante sutil como para que su observación implicase alguna pérfida burla. Despidió a los embajadores con un gesto de la mano.
Empujados por los guardias, se alejaron de la Presencia, reculando, y el incidente concluyó. Los francos dejarían Estambul celosamente guardados y conducidos hasta la más próxima frontera del Imperio. La advertencia del turco no tardaría en llegar hasta el archiduque y, haciendo buen caso de ella, los ejércitos de la Puerta Sublime se pondrían en marcha.
Los oficiales de Solimán sabían que el Gran Turco no se contentaría con poner a Zapoiya, aquel patán, en el conquistado trono de Hungría. Las ambiciones de Solimán abarcaban toda Europa... todo aquel Frankistán testarudo que, durante siglos, no había hecho otra cosa que enviar hacia Oriente hordas que cantaban y saqueaban. Los pueblos de Oriente, de naturaleza inconstante y fantasiosa, habían parecido varias veces maduros para la conquista musulmana, y si bien nunca habían logrado la victoria, tampoco habían sido conquistados.
El mismo día en que los embajadores austríacos dejaron Estambul, Solimán, meditando sobre su trono, levantó la cabeza de finas facciones y le hizo a su Gran visir un gesto con la mano. El visir se acercó confiado. El Gran visir siempre estaba seguro de la aprobación de su señor. ¿Acaso no era su compañero en la bebida y amigo de la infancia del sultán?
Ibrahim sólo tenía un rival que le disputara el favor de su amo... la joven rusa de cabellos rojizos, Khurrem la Alegre, la misma que toda Europa conocía como Roxelana. Los mercaderes de esclavos la habían arrebatado de casa de su padre, en Rogatino, y había conseguido convertirse en la favorita del 1-serrallo del sultán.
—Acabo de acordarme de dónde he visto a ese infiel —•dijo Solimán—. ¿Te acuerdas de la primera carga de los Jinetes en Mohacs?
Ibrahim tembló ligeramente ante aquella mención.
—Oh, Protector de los Creyentes, ¿cómo podría olvidar el día en que un infiel vertió la divina sangre de mi amo?
—Pues recordarás que treinta y dos caballeros, los paladines de los nazarenos, cargaron impetuosamente contra nosotros, aceptando cada uno de ellos el tener que dar su vida para acabar con mi noble persona. ¡Por Alá, cargaron como hombres que fueran a su boda! Sus potentes destreros y sus largas lanzas derribaban y atravesaban a cuantos querían frenarles; sus armaduras desbarataban el más fino acero. Pero cayeron cuando retumbaron los fusiles de pedernal. Sólo quedaron tres a caballo... el caballero Marczali y dos compañeros de armas. Aquellos paladines segaron a mis solaks como si fueran trigo maduro... pero Marczali y uno de sus compañeros cayeron... casi a mis plantas.
Solimán siguió hablando.
—Pero aún quedaba un jinete. El casco de visera se había caído de sobre su rostro y la sangre chorreaba por todas las junturas de su armadura. Lanzó su caballo recto hacia mí, haciendo girar la espada con las dos manos. ¡Juro por la barba del Profeta que la muerte estuvo tan cerca de mi que pude sentir en la nuca el ardiente aliento de Azrael! Su espada centelleó como un rayo y se abatió sobre mi casco... el golpe medio me aturdió y empecé a sangrar por la nariz... Pero desvió el golpe y la espada me hendió la coraza en el hombro y me hizo esta herida que hoy todavía, cuando llegan las lluvias, me sigue molestando. Los jenízaros que le rodeaban por todos lados cortaron los corvejones de su caballo y cayó a tierra al tiempo que el animal. Los solaks que habían sobrevivido me apartaron de la batalla. Entonces apareció el ejército húngaro. No pude ver lo que le ocurrió a aquel caballero. Pero hoy he podido volver a verle.
Ibrahim se sobresaltó y dejó escapar una exclamación de incredulidad.
—No, no puedo equivocarme... reconocí sus ojos azules. Cómo lo hizo, lo ignoro, pero sé que ese germano, Gottfried von Kaimbach, es el mismo caballero que me hirió en Mohacs.
—Pero, Defensor de la Fe —protestó Ibrahim—, las cabezas de todos aquellos caballeros fueron empaladas ante tu real tienda.
—Y las conté y nada dije entonces para evitar que los hombres pensasen que debía hacer caer sobre ti mi cólera —respondió Solimán—. Había solamente treinta y una cabezas. La mayoría estaban tan mutiladas que apenas podía ver sus rasgos. Pero, de un modo u otro, ese infiel que fue capaz de herirme escapó de la matanza. Me gustan los hombres valientes, pero mi sangre no es lo suficientemente vulgar como para un infiel pueda verterla con toda impunidad para que la chupen los perros. Ocúpate de ello.
Ibrahim se inclinó respetuosamente y se retiró. Atravesó largos corredores y entró en una habitación embaldosada de azul; las ventanas, de arcadas de oro, daban a espaciosas galerías ensombrecidas por plataneros y cipreses, refrescadas por el borboteo del agua en fuentes de argentino sonido. Dio una orden y no tardó en reunirse con él Yaruk Khan, un tártaro de Crimea, una silueta impasible de ojos oblicuos, con una armadura de cuero lacado y bronce pulido.
—Yaruk —dijo el visir—, ¿ha visto tu mirada velada por el koumis al germano, a ese hombre alto al servicio del emir Habordansky... aquel cuya cabellera era tan roja como las crines de un león.
—Hablas de ese, noyon, al que llaman Gombuk.
—El mismo. Lleva contigo un chambul de tus perros y alcanza a los francos. Vuelve con ese hombre y serás ampliamente recompensado. Las personas de los embajadores son sagradas, así que este asunto no es oficial —comentó cínicamente.
—¡Oír es obedecer!
Con un saludo tan profundo como el que hubiera concedido al mismísimo sultán, Yaruk Khan salió de la sala ''eculando, dejando en soledad al segundo personaje del Imperio.
Volvió unos días más tarde, manchado de barro y agotado por la larga cabalgada, pero sin la presa. Ibrahim lanzó sobre él una amenazante mirada. El tártaro se postró ante los cojines de seda en los que se sentaba el Gran visir, en la sala azul de ventanas con arcadas de oro.
—Gran Khan, no dejes que tu cólera se abata sobre tu esclavo. ¡No ha sido culpa mía, te lo juro por las barbas del Profeta!
—Siéntate sobre los cuartos traseros y cuéntame tu historia —ordenó Ibrahim con deferencia.
—Esto es lo que pasó, señor —empezó Yaruk Khan—. Partí al galope. Los francos y su escolta me llevaban una considerable ventaja, pues habían viajado durante toda la noche sin detenerse. Sin embargo, conseguí alcanzarles al día siguiente, a mediodía. ¡Mas Gombuk ya no se encontraba entre ellos! Cuando me informé sobre él, el paladín Habordansky, por toda respuesta, profirió una serie de juramentos tan sonoros como el estallido de un cañón. Les pregunté a algunos de los miembros de la escolta que hablaban el mismo lenguaje que esos infieles y supe cuanto había pasado. Sólo me gustaría que mi señor recordase que no hago más que repetir las palabras de los spahis de la escolta, que son hombres sin honor y que mienten como...
—Un tártaro —concluyó Ibrahim. Yaruk Khan recibió el cumplido con una amplia sonrisa parecida a la mueca de un perro; luego, prosiguió.
—Mira lo que me dijeron. Al alba, Gombuk separó su caballo de los demás y el emir Habordansky le preguntó la razón. Gombuk se echó a reír como hacen los francos —¡ja, ja, ja!— y le contestó: "¡Ha sido muy ventajoso servirte! He podido descansar durante nueve meses en una prisión turca y Solimán me ha dado un salvoconducto hasta la frontera. ¡Ya no tengo por qué acompañarte!". "Perro", le contestó el emir. "Una guerra está a punto de empezar y el archiduque necesitará tu espada". "¡Qué el Diablo se lleve al archiduque!", le respondió Gombuk. "Si Zapoiya es un perro por no haber intervenido en Mohacs y haber permitido con ello que nos despedazaran, a nosotros y a nuestros aliados, Fernando no lo es menos. Cuando estaba sin blanca, puse mi espada a su servicio. Ahora que tengo doscientos ducados y estas ropas que puedo venderle a cualquier judío por un buen montón de monedas de plata, que el Diablo me lleve si vuelvo a desenvainar la espada por alguien mientras me quede un ducado. Pienso ir a la más próxima taberna cristiana; ¡tú y el archiduque podéis iros al mismísimo Infierno!". El emir le maldijo y le imprecó. Gombuk se alejó riendo —¡ja, ja, ja!— y cantando una canción sobre una cucaracha llamada...
—¡Basta!
Los rasgos de Ibrahim estaban tan negros como su rabia. Se tiró violentamente de la barba pensando que aquella alusión a Mohacs confirmaba las sospechas de Solimán. Aquel asunto de las treinta y una cabezas —cuando debían haber sido treinta y dos— era algo que ningún sultán turco olvidaría jamás. Personajes de alta alcurnia habían perdido el puesto... y la cabeza, por cuestiones más insignificantes. El modo que había tenido Solimán de comportarse demostraba su casi increíble indulgencia y consideración hacia su Gran visir; pero Ibrahim, pese a su vanidad, era un hombre perspicaz y no deseaba que ninguna sombra, ni la más ligera, se interpusiera entre él y su soberano.
—¿No podías seguir su pista, perro? —preguntó.
—Por Alá —juró inquieto el tártaro— que iba a la velocidad del viento. Franqueó la frontera llevándome varias horas de ventaja. Le seguí tanto como me atreví...
—Basta de excusas —le interrumpió Ibrahim—. Busca a Mikhal Ogiu y dile que venga.
El tártaro se fue dando las gracias. Ibrahim no solía ser tan tolerante cuando un hombre fracasaba en la misión encomendada.
El Gran visir meditaba sombríamente, sentado en los cojines de seda, cuando la sombra de dos alas de buitre se
extendió sobre el suelo de mármol. La delgada silueta de aquel a quien había enviado a buscar se inclinó ante él. El personaje cuyo solo nombre hacía temblar de horror a toda Asia occidental hablaba con voz dulzona y se movía con la ligereza de un gato; pero el mal absoluto de su alma se transparentaba en cada una de sus siniestras facciones y hacía brillar sus ojos oblicuos y estrechos.
Era el líder de los akinji, jinetes crueles cuyas incursiones repartían el terror y la desolación por todas las regiones situadas más allá de las fronteras del Gran Turco. Llevaba la coraza y el casco recubiertos de gemas; las grandes alas de buitre habían sido fijadas a las hombreras de su cota de malla dorada. Aquellas alas se desplegaban al viento cuando lanzaba al galope su caballo; las sombras de la muerte y la destrucción se agazapaban bajo sus plumas. Era la punta de la cimitarra de Solimán, el más ilustre asesino de una nación de asesinos, quien se hallaba en presencia del Gran visir.
—No tardarás en preceder a los ejércitos de nuestro señor por las tierras de los infieles —le anunció Ibrahim— Recibirás la misma orden de siempre: golpear y no perdonar a nadie. Devastarás los campos y los viñedos de los cafaros, incendiarás sus aldeas, asaetearás a sus hombres y prenderás a sus mujeres. Las tierras que haya ante nuestros ejércitos victoriosos chillarán de dolor bajo tu talón de acero.
—Son noticias muy agradables de oír. Favorito de Alá
—respondió Mikhal Ogiu con su voz suave y delicada.
—Sin embargo, hay una orden dentro de otra orden
—prosiguió Ibrahim, mirando fijamente al akinji—. ¿Conoces al germano von Kaimbach?
—Sí... Gombuk, como le llaman los tártaros.
—En efecto... Mi orden es la siguiente: sean cuantos sean los que combatan o huyan, vivan o mueran... ese hombre no debe vivir. Búscale y desenmascárale, esté donde esté, aunque tu búsqueda te lleve a las orillas del Rin. Cuando me traigas su cabeza, tu recompensa será tres veces tu peso en oro.
—Oír es obedecer, señor. Dicen que se trata del hijo errante de una noble familia germana rechazado por los suyos. Su pérdida sólo será lamentada por el vino y las mujeres. Hay quien afirma que fue en otros tiempos Caballero de San Juan antes de tener que dejar la Orden por sus borracheras y...
—Procura no subestimarle —cortó Ibrahim con tono severo—. Puede que sea un borracho, pero no se puede despreciar a un hombre que luchó al lado de Marczali. ¡No lo olvides!
—No habrá madriguera en la que pueda ocultarse para escapar de mí. Favorito de Alá —declaró Mikhal Ogiu—. No habrá noche lo bastante oscura, ni bosque lo bastante espeso como para ocultarle. Si no te traigo su cabeza, que él te envíe la mía.
—¡Basta! —dijo Ibrahim con una sonrisa, tirándose de la barba de contento—. Puedes retirarte.
La siniestra silueta de alas de buitre salió de la sala azul con paso ligero y silencioso. Ibrahim no tenía la menor duda de que acababa de dar los primeros pasos de una lucha encarnizada que se desarrollaría durante años y en países lejanos... una guerra feroz y cruel cuyos negros torbellinos cubrirían los tronos, los reinos y a las mujeres de roja cabellera más bellas que las llamas del Infierno.
EN UNA PEQUEÑA CHOZA de techo de caña, en una aldea situada en las proximidades del Danubio, sonoros ronquidos se elevaban del camastro de paja en que yacía ina forma envuelta en una capa hecha jirones. Era el paladín Gottfried von Kaimbach que dormía el sueño de la inocencia y del ale. El jubón de terciopelo, los bombachos
de seda, el khalat y las botas de ante, regalos del desdeñoso sultán, no se veían por ninguna parte. El paladín llevaba un justillo de cuero ajado y una herrumbrosa cota de malla. Unas manos le sacudieron y le sacaron del sueño. Juró en tono somnoliento.
—¡Despiértate, señor! ¡Oh, despiértate buen caballero... puerco... perro! ¿Vas a levantarte de una maldita vez?
—Echame de beber, tabernero —murmuró el hombre todavía sumido en el sueño—. ¿Qué... quién...? ¡Ojalá y te muerdan los perros, Ivga! No me queda ni un solo aspro... ni una moneda. Se buena chica y déjame dormir.
La joven empezó a sacudirle y a moverle por los hombros.
—¡Oh, qué zafio! ¡De pie, te digo! ¡Y coge la pica! ¡Se está preparando algo!
—Ivga —musitó Gootfried apartándola—. Llévale al judío mi casco. Te pagará lo suficiente para que podamos emborracharnos de nuevo.
—¡Imbécil! —gritó la joven, desesperada—. ¡No es dinero lo que quiero! ¡Todo el Este está en llamas y nadie sabe la razón!
—¿Ha dejado de llover? —preguntó von Kaimbach, prestando, finalmente, cierto interés a lo que pasaba a su alrededor.
—Dejó de llover hace horas. Todavía puedes oír como gotea el chamizo. Toma la espada y sal a la calle. Todos los hombres de la aldea están borrachos perdidos, gracias a tus últimas monedas de plata, y las mujeres no saben ni qué pensar ni qué decir. ¡Ah!
Aquella exclamación salió de sus labios al tiempo que un extraño brillo aparecía súbitamente, reluciendo a través de las fisuras de las paredes de la cabana. El germano se puso en pie con un movimiento incierto, se ajustó rápidamente el cinto con que sujetaba la gran espada y se caló el abollado casco. Siguió a Ivga a la calle. Era una joven delgada. Descalza, llevaba por todo vestido un corto traje parecido a una túnica, cuyos largos desgarrones dejaban ver una buena extensión de carne blanca y reluciente.
La aldea parecía muerta e inanimada. No había luz en ninguna parte. El agua caía gota a gota de los alerones de caña de los tejados. Los charcos embarrados dispersos por la calle espejeaban sombríamente. El viento suspiraba y gemía de forma extraña a través de las ramas negras y húmedas por la lluvia de los árboles que rodeaban la aldehuela, como una tenebrosa muralla. Al sudeste, alzándose hacia un cielo plomizo, una luz púrpura y macilenta rasgaba las nubes frías y húmedas. Lloriqueando, Ivga se refugió en los brazos del germano.
—Voy a decirte lo que es eso, Ivga —le dijo a la joven observando fijamente el rojizo brillo del cielo—. Son los demonios de Solimán. Han atravesado el rio y están incendiando las ciudades. Ya he visto antes esos reflejos en el cielo. De hecho, esperaba que todo esto hubiera pasado antes, pero esas satánicas lluvias que nos han anegado durante semanas deben haberles hecho retrasar el ataque. Sí, son los akinji, y no se detendrán a este lado de Viena. Escucha, vas a ir aprisa y sin hacer ruido hasta el establo que hay detrás de la cabana y me traes mi semental gris. Vamos a deslizamos como ratas a través de esos demonios. Mi caballo podrá llevarnos a los dos sin esfuerzo.
—¡Pero los demás habitantes de la aldea...! —sollozó Ivga retorciéndose las manos.
—¡Bueno —dijo von Kaimbach—, que Dios les conceda el descanso a sus almas! Los hombres se bebieron mi ale de buena gana y las mujeres fueron bastante cariñosas... pero, por los cuernos de Satanás, ¡ese matalón gris no puede llevar a lomos toda una aldea!
—¡Vete tú si quieres! —replicó la joven—. ¡Yo me quedo para morir con los míos!
—Los turcos no te matarán —la hizo ver el germano—. Te venderán a algún viejo mercader de Estambul, gordo y grasicnto, que no hará otra cosa que pegarte. Yo no pienso quedarme aquí para que me corten la garganta, y tú...
Un grito horrible de la joven le hizo interrumpir el discurso. Se volvió vivamente y vio el más abyecto terror sn los ojos desorbitados de Ivga. En el mismo momento,
una choza, al otro lado de la aldea, se derrumbó presa de las llamas; las cañas húmedas ardían lentamente. Un concierto de gritos y aullidos feroces siguió a la exclamación de la joven. A la luz de las llamas había siluetas que bailaban y gesticulaban salvajemente. Gottfried escrutó las sombras y vio formas que escalaban y cubrían la pequeña muralla de lodo que la ebriedad y la negligencia de los aldeanos habían dejado desamparada.
—¡Maldición! —gruñó—. Esos condenados ya están aquí. Se han acercado a la ciudad amparados por las sombras... ¡Deprisa, sigúeme!
Agarró la blanca muñeca de la joven para arrastrarla tras él. La joven gritaba y se debatía, intentando soltarse, arañándole como un gato salvaje, loca de miedo. En aquel preciso instante, el muro de adobe se derrumbó muy cerca de ellos. Cedió al recibir el impacto de una veintena de caballos; sus jinetes se lanzaron al galope por las callejas de la condenada aldea. Sus siluetas se recortaban nítidamente sobre el creciente resplandor del incendio. Las cabanas ardían por doquier; los gritos se alzaban mientras los invasores sacaban de las casas a las mujeres y a los hombres para rebanarles el cuello. Gottfried vio las delgadas siluetas de los jinetes, el brillo de las llamas reflejándose en las corazas; vio las alas de buitre en los hombros del que iba el primero. Reconoció a Mikhal Ogiu y vio cómo se alzaba en la silla y se lo señalaba a sus hombres con el dedo.
—¡Matadle, perros! —aulló el akinji. Su voz ya no era suave, sino estridente como el chirrido de un sable al ser desenvainado—. ¡Es Gombuk! ¡Quinientos aspros al hombre que me traiga su cabeza!
Lanzando un juramento, von Kaimbach se lanzó hacia las sombras de la cabana más próxima, arrastrando con él a la joven que no dejaba de gritar de miedo. En el momento en que saltaba, escuchó el chasquido seco de la cuerda de un arco. Ivga soltó un rauco lamento y se derrumbó flojamente a los pies del germano. A la macilenta luz del incendio, vio el extremo emplumado de una flecha que aún temblaba por debajo del corazón de la joven. Con un sordo
lamento, se volvió para enfrentarse a sus asaltantes, como un oso feroz rodeado de cazadores y dispuesto a librar un último combate. Permaneció en la misma postura durante unos instantes, con las piernas separadas, aspecto feroz, agarrando la inmensa espada con ambas manos. Luego, como un oso que evita combatir con los cazadores, dio media vuelta y huyó, rodeando la cabana. Las flechas silbaban a su alrededor; algunas rebotaron en las mallas de su cota. No hubo disparos. La cabalgada a través del bosque rezumante de lluvia había mojado las cazoletas de pólvora de los akinji.
Von Kaimbach rodeó la casucha, atento a los feroces aullidos que se oían tras él. Alcanzó la cuadra donde se hallaba su semental gris. Justo cuando llegaba a la puerta, alguien gruñó como una pantera desde las sombras y se abrió paso hacia él ferozmente. Detuvo el golpe alzando la espada y contraatacó con toda la fuerza de sus poderosos hombros. La larga espada se abatió y rebotó sobre el pulido casco del akinji para atravesar las mallas del jubón. Cortó el brazo del hombre a la altura del hombro.
El musulmán se derrumbó con un gemido y el germano saltó por encima de la forma postrada sobre el suelo. El semental gris, loco de terror y excitación, relinchó estridentemente y se encabritó al tiempo que su dueño le saltaba a los lomos. No tenia tiempo de ensillar y embridar al animal. Gottfried clavó las espuelas en los estremecidos flancos del potente animal. Franqueó la puerta con la velocidad del rayo, derribando hombres a izquierda y derecha como si fueran simples bolos. El germano lanzó al caballo al galope hacia espacio abierto, iluminado por las llamas del incendio, entre las cabanas ardientes. El semental pisoteó los cuerpos que se encogían en el suelo, agitando a su jinete de la cabeza a los pies mientras franqueaba rápidamente los pantanos de agua enlodada.
Los akinji corrieron hacia el caballero fugitivo, disparando flechas y aullando como lobos. Los que iban montados se lanzaron tras él y los que aún estaban a pie echaron a correr hacia la muralla donde dejaron sus monturas.
Las flechas silbaban alrededor de la cabeza de Gott-fried mientras guiaba a su corcel hacia el muro del oeste, que aún se alzaba en pie... y que era la única vía de escape que le quedaba. Era correr un riesgo inmenso, pues el terreno era resbaladizo y traidor y el caballo nunca había intentado un salto como aquel. Gottfried retuvo el aliento al sentir que el gran cuerpo que había bajo él tomaba impulso y se tensaba en plena carrera afrontando un salto casi imposible. Luego, con una torsión inconcebible de sus poderosos tendones, el semental saltó y franqueó el obstáculo con una escasa pulgada de margen.
Los perseguidores lanzaron aullidos de sorpresa y rabia y tiraron de las riendas de sus corceles. Aquellos hombres eran jinetes excelentes; pero no se atrevieron a intentar un salto tan peligroso. Perdieron un tiempo precioso buscando puertas o brechas en el muro de tierra. Cuando al fin salieron de la aldea, el bosque sombrío y susurrante, húmedo y chorreante de agua, se había tragado a su presa.
Mikhal Ogiu juraba como un demonio. Confiando el mando de sus akinji a su lugarteniente, Othman, y tras dar instrucciones de matar a todos los habitantes de la aldea, partió en busca del fugitivo, siguiendo su pista por los enlodados senderos del bosque a la luz de antorchas. Estaba decidido a atrapar a aquel hombre aunque la caza le llevase ante los muros de Viena.
PERO TAL NO ERA LA VOLUNTAD de Alá y Mikhal Ogiu no atrapó al germano en el bosque sombrío y rezumante de agua. Gottfried von Kaimbach conocía la región mejor que sus perseguidores; a pesar de su ardor, no tardaron estos en perder su pista en las tinieblas.
El alba encontró a Gottfried avanzando por un país
devastado y golpeado por el terror. Las llamas de un mundo ardiente iluminaban el horizonte, desde el este hasta el sur. La llanura estaba cuajada de fugitivos, titubeantes bajo el pesado fardo de sus irrisorias pertenencias, empujando ante ellos un ganado mugiente y atemorizado, como si fueran gente huyendo del fin del mundo. Las torrenciales lluvias que habían dado una falsa promesa de seguridad no eran capaces ya de retener el inexorable avance de los ejércitos del Gran Turco.
Con un cuarto de millón de hombres, el sultán destruía las marcas orientales de la Cristiandad. Mientras Gottfried había estado de parranda en las tabernas de las ciudades aisladas, emborrachándose con el dinero regalado por el sultán, Pest y Buda habían caído. Los soldados germanos que defendían la última de aquella ciudades habían sido masacrados por los jenízaros, pese a la promesa de Solimán de perdonarles... Solimán, al que los hombres llamaban el Generoso.
Mientras Fernando, los nobles y los arzobispos se querellaban en la Dieta de Espira, sólo los elementos parecían luchar en favor de la Cristiandad. La lluvia caía a mares;
los turcos avanzaban penosamente pero con obstinación, pese a los ríos desembocados que transformaban llanuras y bosques en pantanos llenos de barro. Se ahogaban en las aguas de los tumultuosos ríos salidos de su cauce y perdían enormes cantidades de municiones, vituallas y equipo cuando se hundían sus barcos, se derrumbaban los puentes y sus carros se atascaban. Pero, sin embargo, no dejaban de avanzar, empujados por la implacable voluntad de Solimán. En aquellos momentos, en aquel mes de setiembre de 1529, pisoteando los escombros de Hungría, los turcos se abalanzaban sobre Europa mientras los akinji —los Devastadores— asolaban el país, como un viento furioso que precediera a la tormenta.
Todo aquello lo supo Gottfried en parte gracias a los fugitivos mientras guiaba su extenuado caballo hacia la ciudad, el único refugio posible para aquellos millares de seres agotados. Tras él, el cielo se teñía de rojo por las lla-
mas; el viento llevaba débilmente hasta sus oídos los gritos de los desgraciados que eran masacrados por los akinji. a veces, incluso podía ver las masas negras y hormigueantes de los crueles jinetes. Las alas del buitre se extendían horriblemente sobre aquella región mutilada; su sombra recubría Europa entera. El Destructor surgía de nuevo del Oriente misterioso de sombras azuladas, como sus hermanos lo habían hecho antes que él... Atila... Subotai... Bayazid... Mohammed el Conquistador. Sin embargo, nunca antes una tormenta como aquella había amenazado Europa.
Ante las desplegadas alas del buitre, el camino se cubría de fugitivos gimientes. A sus espaldas, roja y silenciosa, se extendía una ruta sembrada de cuerpos mutilados que ya no podían gemir. Los asesinos se encontraban a menos de media hora de camino cuando Gottfried von Kaimbach, a lomos de su extenuado corcel, franqueó las puertas de Viena. Desde hacía varias horas, todos los que se amontonaban en las murallas estaban oyendo los lamentos que el viento llevaba hasta ellos lúgubremente. Ya podían ver a lo lejos cómo el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas mientras los jinetes al galope se lanzaban desde las colinas hasta la llanura que rodeaba la ciudad. Vieron que las espadas resplandecían como guadañas entre trigo maduro.
Von Kaimbach entró en una ciudad en ebulición. Los habitantes gritaban y se amontonaban alrededor del conde Nikolás Salm, el viejo guerrero de setenta años, quien estaba encargado de la guarnición de Viena, y de sus oficiales, Roggedendrof, el conde Nikolás Zrinyi y Paúl Bakics. Salm trabajaba movido por un ansia frenética, haciendo derribar las casas próximas a las murallas y utilizando sus materiales para consolidar los muros, antiguos y poco consistentes. En ningún lugar su espesor sobrepasaba los seis pies; numerosos paneles estaban rajados y amenazaban con derrumbarse. La empalizada exterior era tan frágil que la habían bautizado como Stadzaun... el seto de la ciudad.
Sin embargo, bajo la frenética dirección del conde Salm, los galvanizados defensores habían edificado un nuevo muro, de veinte pies de alto, que llegaba desde la puer-
ta de Stuben a la de Karnthner. Fosos, al lado de los antiguos, fueron excavados y nuevas murallas fueron construidas desde el puente levadizo hasta la Puerta de Salz. Las vigas fueron arrancadas de los tejados para disminuir los riesgos de un incendio y los adoquines levantados para aligerar el impacto de los cañonazos.
Los alrededores de la ciudad fueron desalojados. Habían sido incendiados para que no sirvieran de refugio a los asaltantes. Durante todos aquellos preparativos, incluso cuando los akinji llegaron al galope, hubo incendios declarándose por toda la ciudad, lo que añadió mayor confusión a la ya reinante.
¡Era como el infierno y el caos! En medio de aquel tumulto, cinco mil desafortunados civiles —viejos, mujeres y niños— fueron impacablemente rechazados por las puertas y dejados a su suerte. Sus gritos, cuando los akinji cayeron sobre ellos para hacerles pedazos, enloquecieron de terror a los que habíanse refugiado tras las murallas.
Aquellos demonios llegaban a millares. Franquearon la cresta de las colinas para lanzar sus caballos a la bajada de las pendientes y arrojarse contra la ciudad, en grupos desordenados, como buitres que se reunieran alrededor de un camello moribundo.
Menos de una hora después de la primera oleada de atacantes, no quedaba ni un solo cristiano vivo más allá de las murallas salvo aquellos que, sujetos con cuerdas atadas a los pomos de las sillas de los caballos, corrían como condenados para no caer y ser arrastrados hasta morir.
Los salvajes jinetes galoparon alrededor de las murallas, aullando y disparando flechas. Los hombres apostados en las torres reconocieron al terrible Mikhal Ogiu gracias a las alas de la coraza. Observaron que iba de un montón a otro de cadáveres, examinándolos con avidez. Tirando de las riendas de su caballo, miró interrogativamente hacia los Parapetos.
Mientras tanto, procedente del oeste, un grupo de niercenarios germanos y españoles se había conseguido abrir camino a través de las filas de los despiadados akinji.
Entraron en la ciudad entre las aclamaciones de la multitud. Felipe el Palgrave marchaba a su cabeza.
Gottfried von Kaimbach, apoyándose en la espada, les observó al pasar. Portaban centelleantes corazas y cascos con cimeras adornadas con plumas; largos mosquetes colgaban de sus hombros; pesadas espadas de dos manos se ceñían con correas a sus espaldas recubiertas de acero. Gottfried contrastaba con ellos vivamente, pues su cota de malla estaba oxidada, su equipo pasado de moda, cogido un poco por doquier, mal ataviado... parecía ser alguna forma surgida del pasado, herrumbrosa y macilenta, que observase el avance de una nueva generación, más brillante. Sin embargo, Felipe le reconoció y le saludó cuando la columna pasó junto a él.
Von Kaimbach se dirigió hacia las murallas, donde los cañoneros tiraban con parsimonia contra los akinji, que mostraban cierta disposición para lanzarse al asalto de las murallas y lanzaban cuerdas con nudos corredizos hacia los morlones del parapeto. Pero, mientras avanzaba hacia su destino, se entero de que Salm estaba reclutando nobles y soldados para cavar fosas y emplearles en nuevos trabajos de parapetaje. Busco refugio en una taberna a cuyo tabernero, un valaquiano patizambo, obligó a fiarle. Empezó a beber y, al poco, estaba en un estado que nadie habría sido capaz de pedirle que ayudase a nada.
Cañonazos, detonaciones y gritos llegaban hasta sus oídos, pero les concedía poca atención. Sabía que los akinji, una vez acabada la masacre, seguirían su camino para asolar la región que se extendía más allá de la ciudad. Supo, por las conversaciones de los clientes de la taberna, que Salm tenía veinte mil piqueros, dos mil jinetes y mil voluntarios —estos últimos, todos vieneses— que oponer a las armadas de Solimán, así como setenta piezas de artillería... cañones, bombardas y culebrinas.
Las noticias sobre los efectivos del Gran Turco helaban de terror todos los corazones... excepto el de von K.alInl>ach. A su modo, era un fatalista. Sin embargo, descubrió algo de su desaparecida conciencia en el ale; poco después, meditaba sobre las personas a quienes aquellos malditos vieneses habían expulsado y condenado a una muerte atroz. Cuanto más bebía más melancólico estaba; lágrimas de embriaguez goteaban de las puntas de su caído mostacho.
Con un movimiento incierto, finalmente, se levantó y agarró la larga espada con la confusa intención de retar a duelo al conde Salm por aquel asunto. Concluyó con unos mugidos con las inoportunas reclamaciones del valaquiano y salió a la calle dando tumbos. Las torres y los campanarios se agitaban vertiginosamente ante sus propios ojos; todo el mundo le empujaba y le echaba a un lado mientras corrían en todas direcciones. Felipe el Palgrave surgió ante él con un chasquido de la armadura; las caras morenas y delicadas de sus españoles contrastaban sorprendentemente con los rasgos duros y rubicundos de los lansquenetes.
—¡Qué vergüenza, von Kaimbach! —dijo Felipe severamente—. Los turcos están a la puerta y tú ocultas la jeta dentro de un cubilete de ale.
—¿De qué jetas y de qué cubiletes de ale estás hablando? —preguntó Gottfried, titubeando y describiendo un semicírculo errático al tiempo que intentaba desenvainar la espada—. ¡Qué el Diablo te lleve, Felipe! Te voy a abrir el cráneo por lo que acabas de decir...
El Palgrave ya había desaparecido. Gottfried se encontró al fin sobre la Torre de Karnthner, aunque no era capaz de recordar cómo había llegado hasta allí. Lo que vio le despejó de forma inmediata. Los turcos estaban efectivamente a las puertas de Viena. La llanura estaba recubierta de tiendas... treinta mil, afirmaban algunos, jurando que, desde lo más alto del orgulloso campanario de la catedral de San Esteban, un hombre no podía ver dónde acababa el campamento. Cuatrocientos navios otomanos se balanceaban en las aguas del Danubio. Gottfried escuchó como los hom-
bres maldecían a la flota austríaca, anclada e inmovilizada pues sus marineros, que llevaban ya mucho tiempo sin recibir el sueldo, se habían negado a efectuar las maniobras de desatraque. También se enteró que Salm no había respondido a la oferta de rendición de Solimán.
En aquel momento, en parte para demostrar su poder y en parte para impresionar por el terror a los cafaros, el Gran Turco dio orden a su ejército de ponerse en marcha. Sus soldados avanzaron en cerradas y ordenadas columnas desfilando ante los muros de la antigua ciudad antes de empezar con el asedio propiamente dicho. Aquel espectáculo bastaba para impresionar al más valiente de los hombres. El sol, descendiendo lentamente por el horizonte, hacía brillar los cascos pulidos, las guardas adornadas con joyas de los sables, las puntas de las lanzas. Era como si un río de centelleante acero se desbordara lentamente, de un modo terrible, frente a las murallas de Viena.
Los akinji, que habitualmente formaban la vanguardia del ejército, habían seguido su camino. En su puesto cabalgaban los tártaros de Crimea, inclinados en sus sillas de pomo puntiagudo y riendas estrechas. Sus cabezas de gnomo iban protegidas por cascos de hierro; sus cuerpos magros se revestían con corazas de bronce y petos de cuero lacado. Tras ellos avanzaban los azabs, la infantería irregular, kurdos y árabes en su mayor parte, formando un grupo abigarrado y salvaje. Luego, sus hermanos, los delis —los descerebrados—, hombres feroces a lomos de poneys robustos, fantásticamente adornados con pieles y plumas. Los jinetes llevaban bonetes y capas de piel de leopardo; los largos cabellos les caían desgreñados y grasicntos sobre los hombros y, por encima de las barbas trenzadas, les brillaban unos ojos que mostraban la locura del fanatismo y del bhang.
Les seguía el grueso del ejército. Primero, los beys y los emires con sus propios hombres... jinetes e infantes de los feudos de Asia Menor. Luego, los spahis, la caballería pesada, sobre magníficos sementales. Y, por último, la verdadera fuerza del imperio turco... la más terrible organiza-
ción militar del mundo... los tan temidos y odiados jenízaros.
Los hombres les escupieron desde las murallas, movidos por negro furor, al reconocer en ellos a miembros de su propia raza. Pues los jenízaros no eran turcos. Salvo pocas excepciones —cuando sus padres turcos conseguían colar a sus hijos entre aquellas terribles legiones para ahorrarles la vida agotadora del campesinado—, aquellos hombres eran hijos de cristianos... griegos, servios, húngaros... educados desde la infancia e instruidos en el arte militar para poder engrosar las huestes del Islam. Y los jenízaros no reconocían más que a un solo amo, el sultán, y un solo oficio... masacrar.
Sus imberbes facciones contrastaban vivamente con las de sus amos. Muchos tenían los ojos azules y cabellos rubios. Pero en la cara de todos ellos se podía leer la implacable ferocidad de su tarea... aquella para la que habían sido educados. Bajo sus mantos de color azul oscuro brillaban las más finas cotas de malla; muchos de ellos llevaban cascos de hierro bajo sus curiosos sombreros altos y puntiagudos, de los que colgaba una pieza de tela, blanca y similar a la manga de un vestido, por la que pasaba una argolla de cobre. Largas plumas de aves del paraíso adornaban igualmente los curiosos tocados.
Además de las cimitarras, pistolas y dagas, cada jenízaro llevaba al hombro un mosquete. Los oficiales llevaban al alcance de la mano un pequeño recipiente con brasas para encender las mechas. Recorriendo aquellas huestes rápidamente, los derviches iban y venían, vestidos solamente con kalpaks de piel de camello y extraños faldellines verdes con perlas de ébano, exhortando a los Creyentes. Músicos militares —un invento turco— avanzaban al lado de las columnas entre el estallido de los timbales y la melopea de los laúdes. Por encima de aquel océano que se enfurecía lentamente, flotaban y ondeaban las banderas... el estandarte púrpura de los spahis, la blanca bandera de los jenízaros con un sable de oro de doble hoja, y los estandartes con colas de caballo de los grandes dignatarios... siete el sultán,
seis el Gran visir, tres el agha de los jenízaros. Solimán demostraba su potencia de aquella manera ante las consternadas miradas de los cafaros.
Pero la mirada de von Kaimbach se fijaba en otra cosa: en los grupos que penaban por poner a punto la artillería del sultán. Sacudió la cabeza con estupor.
—¡Medias culebrinas, fi.lcones y falconetes! —gruñó—. ¿Dónde diablos está toda esa artillería de la que el sultán está tan orgulloso;
—¡En el fondo de Danubio! —respondió un piquero húngaro con una mueca feroz, acompañando la respuesta con un salivazo—. Wulf Hagen consiguió hundir esa parte de la flota del sultán. El resto de su artillería real se ha entrampado en las llanura, dicen, a causa de las lluvias.
Una ligera sonrisa erizó los bigotes de Gottfried.
—¿Qué promesa le ha hecho Solimán a Salm?
—Qué desayunará en Viena pasado mañana... el día veintinueve.
Gottfried sacudió la cabeza lentamente.
EL ASEDIO COMENZO entre el gruñido de los cañones, el silbido de las flechas y las terribles salvas de los mosquetes. Los jenízaros cargaron contra las afueras en ruinas de la ciudad, donde inmensos pedazos de pared todavía en pie ofrecían un cierto abrigo. Poco después del alba, avanzaron en orden, cubiertos por tropas irregulares y precedidos por una andanada de flechas incendiarias.
En una de las torretas del muro amenazado, apoyado en la gran espada y retorciéndose el mostacho pensativamente, Gottfried von Kaimbach observaba cómo se llevaban a un artillero de Transilvania; su cerebro rezumaba por
un agujero en la sien. Un mosquete turco había hablado muy cerca de las murallas.
La artillería de campaña del sultán aullaba, como perros de raucos ladridos, haciendo volar fragmentos de piedra de los parapetos. Los jenízaros avanzaban, ponían una rodilla en tierra, disparaban y recargaban mientras volvían a avanzar. Las balas golpeaban en los merlones y rebotaban, silbando rabiosas por encima de las cabezas de los defensores. Un proyectil se estrelló en la cota de malla de Gottfried, arrancándole un furioso gruñido. Volviéndose hacia el cañón cuyo servidor había sido muerto, tuvo ocasión de ver una silueta pintoresca e inesperada inclinada sobre la enorme culata.
Era una joven vestida de un modo increíble. Pero von Kaimbach estaba acostumbrado a la extravagancia indumentaria de las jóvenes elegantes del reino de Francia. Era alta, magnífica y, aunque delgada, de una fortaleza enorme, Por debajo de un casco de acero escapaban unos cabellos rebeldes que la caían sobre unos hombros anchos como una cascada de oro rojizo centelleando al sol. Altas botas de cuero cordobés le llegaban hasta la mitad del muslo y en ellas llevaba introducidos los anchos pantalones. Llevaba una fina coraza anillada, de fabricación turca, metida por entre los pantalones. El delgado talle era ceñido por un ancho cinturón de seda verde en el que llevaba cruzadas dos pistolas y una daga y del que colgaba un largo sable de Hungría. Una capa escarlata colgaba indolentemente de sus hombros.
Aquella sorpréndete silueta inclinada sobre el cañón estaba apuntando —con gestos que indicaban algo más que una familiaridad pasajera— hacia un grupo de turcos, ocupados en maniobrar la cureña de un cañón, para ajustar el tiro.
—¡Eh, Sonya la Roja! —gritó un soldado agitando la Pica—. ¡Mándalos al infierno!
—¡Confía en mí, camarada! —replicó la joven aproximando la mecha inflamada al orificio de la culata—. Aun-Que habría preferido tener a Roxelana por blanco...
Una terrible detonación cubrió sus palabras; un torbellino de humo cegó a todos los que encontraban en la to-rreta. El terrible retroceso del cañón, cargado hasta la misma boca, proyectó hacia atrás a su servidora. La joven cayó de espaldas, pero no tardó en levantarse, como un muelle, para precipitarse hacia los miradores de la muralla. Atisbo ávidamente a través de las nubes de humo. Cuando se disipó, reveló los restos sanguinolentos de los cañoneros turcos. La enorme bala, más grande que la cabeza de un hombre, se había estrellado en el centro del grupo que maniobraba el falconete. Sus servidores yacían por el suelo, con el cráneo hecho papilla por el impacto o el cuerpo destrozado por los fragmentos de acero de su reventado cañón. Alegres exclamaciones se alzaron desde los torreones. La joven llamada Sonya la Roja lanzó un aullido de sincera alegría y esbozó unos cuantos pasos de un baile cosaco.
Gottfried se acercó contemplando con una admiración sin disimulos el espléndido movimiento de los senos de la joven bajo la ligera cota de mallas, la curvatura de sus anchas caderas y sus miembros redondos. Tenía la misma postura que un hombre, orgullosamente plantada, con las piernas separadas y los pulgares metidos en el cinturón. Sin embargo, todo proclamaba en ella que se trataba de una mujer. Echóse a reír cuando le vio. Gottfried notó lleno de fascinación las luces que brillaban en sus ojos y el color que cambiaba de un momento a otro. La joven se echó hacia atrás las rebeldes mechas del cabello con una mano manchada de pólvora. A von Kaimbach le sorprendió ver el color claro y rosado de su piel allí donde no estaba sucia.
—¿Por qué lamentaste no tener a Roxelana como blanco? —preeguntó.
—¡Porque esa gata es mi hermana! —respondió Sonya. En aquel instante, un grito poderoso tronó por encima de las murallas. La joven se sobresaltó, como una bestia salvaje, y sacó vivamente la espada como si se tratase de un largo relámpago de plata.
—¡Ese grito! —exclamó—. ¡Los jenízaros!
Gottfried se precipitó hacia el parapeto. También él había escuchado antes el terrible aullido, capaz de helar la sangre, de los jenízaros lanzándose al ataque. Solimán estaba decidido a no perder el tiempo con aquella ciudad que le obstaculizada el avance hacia una Europa indefensa. Contaba con derrumbar los frágiles muros y apoderarse de Viena en el primer asalto. Los bashi-bazouki —las tropas irregulares— murieron como moscas cubriendo el avance del grueso de la armada. Los jenízaros pasaron por encima de sus cadáveres y se lanzaron contra Viena. Subieron al asalto, bajo el disparo de los cañones y las salvas de los mosquetes, franqueando los fosos con ayuda de escalas que usaban como puentes. Cayeron a cientos ante el fuego cruzado de los cañones vieneses. Pero llegaron al pie de las murallas. Las pesadas balas de los cañones pasaban silbando por encima de sus cabezas para causar horribles pérdidas en la retaguardia de sus fuerzas.
Los mercenarios españoles, armados con mosquetes, apuntaban casi en vertical y cobraban un inmenso tributo. Pero, al fin, las escalas fueron apoyadas en los muros. Los soldados, dominados por una locura sanguinaria, empezaron a trepar hacia las almenas cantando. Las flechas silbaron, atravesando a los defensores. Desde detrás, las piezas artilleras turcas retumbaban destruyendo tanto a aliados como a enemigos. Gottfried, protegiéndose tras un merlón, fue derribado por un súbito y terrible impacto. Una bala había golpeado directamente en la almena, matando de golpe a media docena de defensores.
Gottfried se levantó, medio aturdido, entre los cascotes y los cadáveres. Vio una marea humana que subía al asalto de las murallas, caras gesticulantes y exaltadas de ojos brillantes como de perro rabioso, y sables tan centelleantes como los rayos del sol en un lago. Separando las piernas y plantando sólidamente los pies en el suelo, blandió la pesada espada y la abatió violentamente. Le sobresalía la crispada mandíbula, tenía el bigote erizado por el furor. La hoja, de cinco pies de larga, hundió cascos de acero y crá-neos, atravesó escudos y hombreras de hierro. Los hombres
cayeron de las escalas, con los dedos inertes resbalando por los ensangrentados travesanos;
Pero, a ambos lados, penetraban por el agujero. Un grito terrible anunció que los turcos habían llegado al muro. Pero ningún hombre se atrevió a abandonar su puesto para dirigirse hacia el lugar amenazado. Los sorprendidos defensores tenían la impresión de que Viena estaba rodeada por un centelleante y agitado océano rugiente que subía por momentos para anegar las condenadas murallas.
Retrocediendo para evitar ser rodeado, Gottfried gruñía y golpeaba a derecha e izquierda. Sus ojos ya no estaban velados; ardían siniestramente, como carbunclos. A sus pies yacían tres jenízaros; su espada zumbada enfrentándose a un bosque de cimitarras. Un tajo resbaló sobre su bacinete, llenando su mirada de tinieblas llenas de fuego. Tambaleándose, contraatacó y sintió que su espadón cortaba y rompía huesos. La sangre le resbalaba por la mano y tuvo que arrancar la hoja con un brutal movimiento de torsión. Un aullido seco retumbó y alguien corrió a su lado. Escuchó el casquido de las cotas de malla al recibir los impactos de un sable brillante, como un rayo de plata, que golpeaba ante él.
Era Sonya la Roja que acudía en su socorro. Luchaba tan feroz y peligrosamente como una pantera. Sus asaltos se sucedían tan rápidamente que la mirada no era capaz de seguirlos; su espada creaba rayos de fuego blanco y los hombres se derrumbaban como la mies segada por la guadaña del campesino. Lanzando un sordo rugido, Gottfried se puso a su lado, cubierto de sangre y terrible, balanceando la espada. Ante aquel irresistible asalto, los musulmanes tuvieron que retroceder. Dudaron un instante, en el mismísimo borde del parapeto, y luego saltaron hacia las escalas y cayeron aullando al vacío.
Un río de juramentos salía de los labios de Sonya. Reía salvajemente, mientras su sable cantaba y atravesaba los cuerpos, haciendo correr sobre las piedras una marea de sangre. El último turco que quedaba en la muralla lanzó un grito y paró un golpe frenéticamente cuando Sonya lanzó
un terrible tajo hacia él. Soltando la cimitarra, las manos del hombre se asieron desesperadamente a la hoja de la espada de Sonya, rezumante de sangre. Con un gemido, el hombre vaciló en el borde del parapeto; la sangre le salía a chorros de los dedos horriblemente desgajados.
—¡Idos al Infierno, tú y tu alma de perro! —dijo la joven riendo—. ¡Qué el Diablo te dé de comer!
Con un hábil giro y un movimiento brutal, liberó la espada, cortando los dedos del desgraciado. Con un sordo lamento, el musulmán cayó de espaldas hacia el vacío, con la cabeza por delante.
Los jenízaros retrocedían por doquier desordenadamente. Las piezas de artillería que habían enmudecido mientras se luchaba en las murallas volvieron a dejar oír su canción. Los españoles, apostándose en las almenas, contestaron al fuego con sus largos mosquetes.
Gottfried se acercó a Sonya la Roja. Jurando en voz baja, la joven limpiaba su sable.
—¡Por Dios, muchacha —dijo von Kaimbach, tendiendo hacia ella una mano maciza—, si no hubieras acudido en mi ayuda, creo que esta noche habría cenado en el Infierno! Te agradezco que...
—¡Agradéceselo al Diablo! —replicó Sonya con un tono áspero, apartando la mano con un golpe seco—. Los turcos ya habían plantado pie en el muro. ¡Ni te imagines que arriesgué mi vida por salvar la tuya, compañero!
Luego, volviéndose con desprecio, moviendo turbulentamente los pliegues de la capa, se alejó con grandes zancadas y abandonó las murallas, respondiendo decidida y blasfemamente a las bromas de los soldados. Gottfried la vio alejarse, con la cara convulsa. Un lansquenete le dio una amigable palmada en el hombro.
—¡Esa chica es un verdadero demonio! ¡Por los clavos de Cristo, es capaz de tirar debajo de la mesa al más empedernido bebedor y jura mejor que un español! ¡No es lo que se podría llamar una verdadera mujercita de su casa! ¡Atacar... combatir... matar! ¡Eso es lo que más le gusta en el mundo!
—Pero, ¿quién es, en nombre del Diablo? —rugió von Kaimbach.
—Sonya la Roja de Rogatino... es cuanto sabemos. Anda y pelea como un hombre... Sólo Dios sabe por qué. Jura que es la hermana de Roxelana, la favorita del sultán. Si los tártaros que raptaron a Roxelana se hubieran llevado a Sonya en su lugar, ¡por San Pedro!, Solimán no podría haberse hecho con ella. ¡Déjala tranquila, compañero, es una gata salvaje! ¡Vamos a bebemos unas jarras de ale\
Convocados por el Gran visir, los jenízaros tuvieron que explicar por qué razón el ataque, cuando el muro había sido alcanzado en un lugar, había fracasado. Juraron que habían tenido que enfrentarse a un demonio que había tomado la forma de una mujer de cabellera roja ayudada por un gigante de coraza herrumbrosa.
Ibrahim pasó por alto la descripción de la mujer; pero la descripción del hombre despertó un recuerdo medio olvidado por su mente. Tras despedir a los soldados, mandó llamar al tártaro Yaruk Khan y le envío a buscar a Mikhal Ogiu —que se hallaba en la región circundante— para que le preguntase porqué no había hecho llegar a la tienda real cierta cabeza.
Solimán no desayunó en Viena la mañana del día veintinueve. Se encontraba en las alturas de Semmering, ante su espléndido pabellón lleno de pináculos dorados, con su guardia personal formada por quinientos solaks, observando cómo sus piezas de artillería daban suaves picotazos contra los débiles muros. Veía que sus tropas irregulares perdían la vida como si fueran una riada que quisiese llenar los fosos. Los zapadores excavaban la tierra como si fueran to-
pos, colocando minas y contraminas cada vez más cerca de los bastiones.
En la ciudad, los asediados no tenían ni un instante de reposo. Las murallas estaban siempre, día y noche, llenas de hombres. En cuevas, los vieneses vigilaban las ligeras vibraciones de unos guisantes colocados sobre tambores para descubrir los trabajos de zapa de los turcos, que cavaban bajo sus muros para colocar las minas. Así enterados, colocaban sus contraminas en consecuencia. Los hombres no combatían bajo tierra menos ferozmente que sobre ella.
Viena era una isla cristiana en un mar de infieles. Noche tras noche, los habitantes contemplaban el horizonte en llamas mientras los akinji saqueaban y devastaban el martirizado país. De vez en cuando llegaban noticias del mundo exterior... siempre llevadas por esclavos fugitivos que se refugiaban en la ciudad. Y siempre era para informarles de nuevas atrocidades. En la Alta Austria, no quedaba viva ni un tercio de la población; Mikhal Ogiu se estaba excediendo. Y se decía que buscaba a alguien en particular. Sus asesinos le llevaban las cabezas cortadas de los hombres para luego empalarlas ante su tienda. Miraba ávidamente los terribles restos y, luego, con desaprobación demoníaca, despedía a sus carniceros, encargándoles la comisión de nuevos horrores.
Aquellos relatos, en vez de aterrorizar y paralizar a los austríacos, les inflamaba, les galvanizaba y les llenaba de un furor demencial nacido de la desesperación. Las minas saltaban y abrían nuevas brechas y los mulsulmanes se volvían a lanzar al asalto. Pero todas las veces, los valerosos cristianos llegaban a las aberturas de los muros antes que ellos. Y, en la furiosa lucha cuerpo a cuerpo, ciegos, con la locura de las bestias salvajes, les hacían pagar en parte la deuda sangrienta que con ellos tenían los turcos.
Setiembre declinó lentamente y dio paso a octubre. Las hojas amarillearon en la Wiener Waid; los vientos empezaron a soplar portando los primeros fríos. Por la noche, los centinelas se estremecían de frío en lo alto de las murallas al sentir la mordedura del hielo. Pero las tiendas seguían rodeando la ciudad y Solimán seguía instalado en su magnífico pabellón mirando fijamente el frágil obstáculo que cerraba todos sus deseos imperiales. Nadie, a excepción de Ibrahim, se atrevía a hablarle. Su humor era tan sombrío como las frías noches que descendían insidiosamente de las colinas. El viento que gemía en el exterior de su tienda era como un canto fúnebre para sus ambiciones de conquistador.
Ibrahim le observaba atentamente. Tras un asalto inútil que duró desde el amanecer hasta mediodía, llamó a los jenízaros y les ordenó retirarse a las casas en ruinas de las afueras de la ciudad para que descansasen. Luego, le encargó a un arquero que disparase una flecha hacia un barrio determinado de la ciudad donde, ciertas personas, esperaban, precisamente, aquel hecho.
Aquel día no hubo nuevos ataques. Las piezas de artillería que habían machacado la Puerta de Karnthner durante días fueron desplazadas y apuntadas al norte, para martillear sobre el Burgo. Cuando un asalto parecía inminente en aquella parte del muro, la mayor parte de los defensores era enviada allí. Pero el ataque no tuvo lugar; sin embargo, los cañones, hora tras hora, seguían tronando. Fuese cual fuese la causa, los soldados dieron gracias al cielo por aquella tregua. Titubeaban de fatiga, agotados por la falta de sueño y exasperados por las numerosas heridas.
Llegó la noche. La plaza mayor, el mercado de Am-Hof, era un hervidero de soldados observados con envidia por los habitantes de la ciudad. Acababan de descubrir una importante reserva de vino en las cuevas de un rico mercader judío. El judio esperaba haber triplicado sus beneficios cuando ya no quedase en la ciudad ni una gota de alcohol. Pese a sus oficiales, hombres casi medio locos hacían rodar los barriles por la plaza y, luego, los taladraban. Salm re-
nuncio a intervenir para evitar aquella borrachera general. La embriaguez es preferible, musitó el viejo soldado. Por los menos, los hombres no caerían al suelo vencidos por el agotamiento. Pagó al judío con sus propios ducados. Los soldados bajaron de las murallas como hormigas para beber hasta la saciedad.
A la luz de las antorchas y braseros, en medio de los gritos y canciones de los soldados totalmente borrachos —a las que, intermitente, un cañón hacia de coro—, von Kalm-bach hundió el casco en una barrica y lo sacó, lleno hasta el borde y goteante. Hundiendo el bigote en el precioso líquido, se inmovilizó cuando sus ojos, ya enturbiados, por encima del borde del casco, se posaron en una silueta or-gullosamente plantada al otro lado del tonel. Una expresión de resentimiento se dibujó en su rostro. Sonya la Roja ya había hecho los honores a más de una barrica. Llevaba el casco ladeado por encima de los rebeldes cabellos, andaba aún más altiva que nunca y su mirada era más burlona que en otras ocasiones.
—¡Ja! —gritó despectivamente—. ¡Pero si es el matador de turcos que hunde la nariz en una jarra de vino, como es costumbre! ¡Qué el Diablo se lleve a todos los sedientos!
Dando prueba de muy buen juicio, hundió en el líquido púrpura un jarro con pedrerías incrustadas y lo vació de un trago. Gottfried se envaró con amargura. Ya había tenido con la joven una acalorada discusión; el desprecio de la joven le había herido en su amor propio.
—¿Por qué habría siquiera de mirarte, con la bolsa vacia y esa coraza herrumbrosa —se burló la joven el día anterior— cuando Paúl Bakics está loco por mí? ¡Déjame en paz, barril de cerveza, tonel de vino!
—¡Vete al Diablo! —replicó von Kaimbach—. Aunque tu hermana sea la amante del sultán, no tienes por qué mostrarte tan altanera...
Al oír aquellas palabras, a Sonya le había dado un terrible acceso de cólera. Se separaron, dirigiéndose recíprocas imprecaciones. En aquel momento, y a juzgar por el brillo de sus ojos, Gottfried se dio cuenta de que la joven
tenía intención de hacerle la situación muchísimo más desagradable.
—¡Imbécil! —gruñó von Kaimbach—. ¡Te voy a ahogar en este barril!
—¡Oh, no, tú te ahogarás primero, borracho! —gritó la joven, soltando una brutal carcajada—. ¡Qué lástima que no seas tan valiente ante los turcos como ante un barril de vino!
—¡Ojalá y te devoren los perros del infierno, zorra! —rugió—. ¿Cómo voy a aplastarles el cráneo cuando ni siquiera atacan y les basta con disparar sus cañones? ¿Quieres que les tire la daga desde la muralla?
—Justo bajo la muralla, los hay a millares —replicó Sonya con la locura engendrada tanto por la bebida como por su fogosa naturaleza—. ¡Sólo hay que tener el estómago suficiente para ir a por ellos!
—¡Por Dios! —dijo el gigante, loco de rabia, sacando la espada—. ¡Ninguna joven estúpida me trata de cobarde, borracho o no! ¡Voy a salir a buscarles aunque tenga que ir solo!
Un fuerte clamor siguió a su bramido. La multitud, dominada por la bebida, estaba dispuesta a una acción tan insensata como aquella. Los toneles casi vacíos fueron derribados cuando los soldados desenvainaron las espadas torpemente y se dirigieron tambaleándose hacia las puertas de la ciudad.
Wulf Hagen se abrió paso entre ellos, repartiendo puñetazos a diestro y siniestro.
—¡Deteneos —rugió—, banda de borrachos! ¡Imbéciles! ¡No vais a salir en ese estado! ¡Parad...!
Le derribaron y le echaron a un lado violentamente para seguir avanzando como un torrente ciego y privado de razón.
* * *
El alba empezaba a apuntar por las colinas del este. Un tambor empezó a sonar en alguna parte del extraña-
mente silencioso campamento turco. A los centinelas otomanos se les desorbitaron los ojos y descargaron los mosquetes para alertar al campamento, aterrorizados por la horda de cristianos —unos ocho mil— que vomitaba el estrecho puente levadizo blandiendo las espadas y las jarras de ale. Mientras franqueaban los fosos, con los labios espumeantes, una formidable explosión dominó el estrépito. Una sección del muro, muy cerca de la Puerta de Karn-thner, pareció arrancarse y echar a volvar por los aires. Un inmenso clamor se elevó del campamento turco; pero los atacantes no se detuvieron.
Se dirigieron impetuosamente hacia los suburbios de la ciudad. Allí descubrieron a los jenízaros, no recién salidos de un pesado sueño, sino vestidos y armados, en pie, alineados ordenadamente antes de atacar. Sin dudarlo, se lanzaron contra las filas medio formadas de los turcos. Aunque muy inferiores en número, su furor debido a la embriaguez y su rapidez fueron irresistibles. Ante las hachas que se abatían locamente y aquellas espadas que desgarraban de un modo salvaje, los jenízaros, absortos, retrocedieron a la desbandada. Las afueras de la ciudad se convirtieron en un verdadero matadero. Los hombres, en lucha cuerpo a cuerpo, cortaban y tajaban, tropezando con los cadáveres mutilados y los miembros seccionados. Solimán e Ibrahim, desde la altura de Semmering, asistieron a la huida de los invencibles jenízaros que corrían sin control hacia las colinas.
En el interior de la ciudad, los defensores trabajaban frenéticamente para reparar la gran brecha que la misteriosa explosión había abierto en el muro. Salm daba gracias al cielo por aquella insensata salida. Sin aquellos borrachos, los jenízaros habrían penetrado por el boquete antes incluso de que el polvo se hubiera posado.
El campo turco era presa de la mayor de las confusiones. Solimán corrió hacia su caballo y gritó sus órdenes a los spahis, conduciendo la carga personalmente. Formaron los escuadrones y luego bajaron las colinas en perfecta formación. Los soldados cristianos, que seguían persiguiendo a
sus enemigos en desbandada, fueron conscientes súbitamente del peligro Que les amenazaba. Los jenízaros no dejaban de correr pero, desde los flancos, caía sobre ellos la caballería lo que les impediría cualquier vía de escape.
El miedo reemplazó a la temeridad debida a la embriaguez. Empezaron a replegarse. La retirada se convirtió en una carrera. Lanzando gritos de pánico, tiraron las armas y echaron a correr hacia el puente levadizo. Los turcos los siguieron hasta los fosos y, luego, intentaron perseguirlos por el puente levadizo hasta las puertas, que habían sido abiertas para recibir a los fugitivos. Sobre la explanada, Wulf Hagen y sus hombres se enfrentaron a los perseguidores y se batieron como demonios, impidiéndoles avanzar. La marea de fugitivos pasó a la altura de Wulf Hagen, corriendo hacia la seguridad. La caballería turca cayó sobre él como una roja oleada. El gigante recubierto de hierro fue devorado por un océano de lanzas.
Gottfried von Kaimbach no deseaba abandonar el campo de batalla. Pero, pese a sus amargos juramentos, fue arrastrado por sus compañeros. Tropezó y cayó; sus cama-radas, dominados por el pánico, le pisotearon en la carrera hacia el puente. Cuando dejó de sentir los pisotones, levantó la cabeza y vio que se encontraba cerca del foso. Estaba rodeado por los turcos; todos sus compañeros habían huido. Levantándose corrió pesadamente hacia los fosos y se hundió en el agua, contra todo pronóstico, al tiempo que veía por encima del hombro cómo un musulmán se lanzaba tras él.
Volvió a la superficie, escupiendo y debatiéndose, y se dirigió hacia la orilla opuesta, pateando y levantando tanta espuma como un búfalo. El sanguinario musulmán iba tras él... un corsario de los Estados berberiscos, con tanta seguridad en el agua como en tierra firme. El empecinado germano no había soltado la espada y la coraza le retrasaba. Sin embargo, fue capaz de llegar a la orilla, a la que se agarró sin fuerzas e incapaz de defenderse. El corsario berberisco, como una tromba llegó sobre él, con una daga centelleando por encima del hombro desnudo. Pero alguien,
a su lado, lanzó un sonoro juramento. Una mano delicada apuntó una pistola hacia el rostro del hombre. El árabe empezó a aullar cuando el disparó sonó; la cabeza desapareció, convertida en un amasijo de rojos jirones. Otra mano, fina P6i'o vigorosa, agarró al germano por la espalda de la coraza antes de que se hundiera en el lodo.
—¡Sube a la orilla, borracho! —chirrió una voz deformada por el esfuerzo—. No puedo levantarte si no me ayudas un poco... ¡Debes pesar una tonelada!
Soplando, sofocado y debatiéndose en el agua, Gott-fried consiguió salir del foso, medio por sí mismo, medio gracias a la ayuda recibida. Manifestó sus deseos de tumbarse boca abajo para echar toda el agua que se había tragado, pero su salvador le incitó a levantarse lo antes posible.
—Los turcos empiezan a cruzar el puente y nuestros compañeros nos van a cerrar la puerta en las narices... ¡date prisa, si no, estamos perdidos!
Cuando hubieron cruzado la puerta, Gottfried miró a su alrededor como si despertase de un sueño.
—¿Dónde está Wulf Hagen? Le he visto defender el puente hace unos instantes con mucho valor.
—Ha muerto. Yace rodeado de veinte cadáveres turcos —le respondió Sonya la Roja.
Gottfried se sentó sobre los escombros de un muro derribado. Impresionado, agotado y todavía atontado por los vapores del alcohol y el furor guerrero, hundió la cara en las enormes manos y empezó a sollozar. Sonya, con aire visiblemente disgustado, le dio una patada.
—En el nombre de Satanás, camarada, no te quedes ahí sentado como un colegial al que acaban de dar un azote. Tú y toda esa banda de borrachos os habéis portado como un grupo de redomados imbéciles, pero ya es tarde para remediarlo. Ven, vamos a bebemos unas jarras de ale en la taberna valona.
—¿Por qué me sacaste del foso? —preguntó Gottfried.
—Porque un tipo como tú no es capaz de salir él solo de sus propios problemas. Me di cuenta hace ya tiempo que
necesitabas a alguien experimentado, como yo, para mantener viva tu vieja piel.
—¡Pero si creí que me despreciabas!
—Bueno, ¿acaso una mujer no tiene derecho a cambiar de opinión? —replicó Sonya secamente.
Desde las murallas, los piqueros rechazaron a los enfurecidos musulmanes y les expulsaron de la brecha medio reparada. En el pabellón real, Ibrahim le explicaba a su amo que el Diablo había inspirado, sin lugar a dudas, aquella salida de soldados borrachos en el momento preciso para arruinar los planes tan cuidadosamente preparados por el Gran visir. Solimán, loco de rabia, se dirigió a su amigo con voz cortante por primera vez en su vida.
—No. Has fracasado. Acabemos con tus intrigas. Allí donde la astucia se ha mostrado vana, la fuerza bruta prevalecerá. Envía un mensajero a los akinji; su presencia es necesaria para reemplazar a los que han caído. Ordena que los ejércitos ataquen de nuevo.
Los asaltos precedentes no fueron nada comparados con la tormenta que se abatió entonces sobre las tambaleantes murallas de Viena. Día y noche, los cañones tronaban y flameaban. Las bombas explotaban en los techos de las casas y en las calles. No había quien pudiera reemplazar a los que morían en las murallas. El espectro del hambre acechaba en las calles, el miedo a la traición se arrastraba por los callejones como si fuera una capa sombría.
Minuciosas investigaciones permitieron establecer que la carga de explosivos que había destruido en parte el muro de Karnthner no había sido producto de los zapadores turcos. Se había hecho estallar una considerable cantidad de
pólvora bajo el mismo muro, en una galería excavada desde una cueva cuya localización se ignoraba, en el interior de la ciudad. Uno o dos hombres, trabajando secretamente, habían bastado para colocar la mina. Resultaba evidente que el bombardeo intensivo del Burgo estaba destinado únicamente a apartar la atención del muro de Karnthner para permitir a los traidores trabajar sin correr el riesgo de ser descubiertos.
El conde Salm y sus oficiales se enfrentaban a una tarea de Titanes. El viejo comandante, dando pruebas de una energía sobrehumana, subía a las murallas, exhortaba a los hombres desmoralizados, acudía en socorro de los heridos, combatía al lado de los más simples soldados, mientras la Muerte golpeaba implacablemente.
Pero si la Muerte cenaba en las murallas, se cebaba en la llanura. Solimán conducía a sus hombres al asalto tan implacablemente como si estuviera frente a su peor enemigo. La peste estaba entre ellos pues la devastada llanura no producía nada que comer. Los vientos fríos descendían ululando de los Cárpatos y los soldados se aterían en sus atavíos orientales. Durante las noches heladas, las manos de los centinelas se congelaban y el frío les pegaba los dedos a los cañones de los mosquetes. El suelo se volvió tan duro como el pedernal; los zapadores padecían lo indeble para poder cavar con las herramientas embotadas. La lluvia, mezclada con granizo, caía, apagando las velas, mojando la pólvora, transformando la llanura que rodeaba la ciudad en un agujero enlodado en el que el olor de los cadáveres en descomposición daba náuseas a los vivos.
Solimán temblaba, como si estuviera siendo dominado por la fiebre, mientras paseaba la mirada por el campamento. Veía a sus guerreros agotados y huraños, arrastrándose por la llanura de barro. Parecían fantasmas bajo un lúgubre cielo de plomo. El hedor de los soldados muertos —que se podían contar por millares— llegaba hasta sus narices. En aquel preciso instante, el sultán tuvo la impresión de contemplar una llanura grisácea, recubierta de muertos, donde los cadáveres de cuerpos sin vida se dedicasen a al-
gima inútil tarea, desplazándose lentamente, animados solamente por la inexorable voluntad de su amo. Durante un momento, el tártaro —la herencia de sus antepasados— dominó al turco. Tembló de miedo. Luego, sus finas mandíbulas se crisparon. Los muros de Viena se tambaleaban vertiginosamente, dañados y agrietados en una veintena de lugares. ¿Por qué se mantenían aún?
—Llamad al asalto. ¡Treinta mil aspros al primer hombre que llegue a las murallas!
El Gran visir abrió los brazos en un gesto de impotencia.
—Nuestros soldados han perdido todo su valor. Ya no pueden seguir soportando las inclemencias de este país helado.
—¡Pues que les lleven a los pies de las murallas a latigazos! —replicó Solimán con un tono feroz—. Esa ciudad es la puerta que abre el Frankistán. Es el último obstáculo para mis sueños de imperio. Debemos apoderarnos de ella. ¡Sólo así tendremos libre el camino!
Los tambores empezaron a retumbar por todo el campamento. Los extenuados defensores de la Cristiandad se levantaron y empuñaron las armas, galvanizados, comprendiendo instintivamente que el momento del combate decisivo había sonado.
Los oficiales del sultán condujeron las huestes musulmanas hacia los rugientes mosquetes y las espadas dispuestas a golpear. Los látigos restallaban y los hombres aullaban y blasfemaban de un lado a otro de la línea de batalla. Exasperados, subieron al asalto de las murallas medio derruidas, cuajadas de inmensas brechas, pero, sin embargo, aún capaces de albergar a hombres resueltos. Carga tras carga, los turcos se abalanzaron contra la ciudad, cubrieron los fosos, se aplastaron contra las murallas medio caídas. Todas las veces retrocedieron, abandonando tras ellos montones de muertos. La noche cayó, pero pasó inadvertida. En el seno de las tinieblas, iluminadas por los relámpagos del cañón y el brillo de las antorchas, la batalla continuó. Impulsados por la terrible voluntad de Solimán, los atacantes
lucharon durante toda la noche, sin obedecer la tradición musulmana.
El alba fue como la de Armaguedón. Ante los muros de Viena se extendía una alfombra de muertos vestidos con acero. Sus plumas ondeaban al viento. Y entre los cadáveres titubeaban los atacantes, con los ojos hundidos, para luchar cuerpo a cuerpo contra los tenaces defensores.
Las olas de acero golpeaban y se rompían y volvían a romper, hasta que los propios dioses debieron quedar estupefactos ante la tenacidad de aquellos hombres, por su indiferencia ante los sufrimientos o la muerte. Era el Armaguedón de las razas... Asia contra Europa. Alrededor de las murallas se agitaba un océano tumultuoso de rostros orientales... turcos, tártaros, kurdos, árabes, corsarios berberiscos... gruñendo, aullando, muriendo bajo las rugientes salvas de los mosquetes de los españoles, las picas de los austríacos, los golpes de los lansquenetes germanos que manejaban las espadas de doble hoja como si fueran guadañas. Pero los que defendían los muros no eran más valerosos que los que se lanzaban a su asalto, tropezando en sus propios muertos.
Para Gottfried von Kaimbach la vida se había reducido a una sola cosa... subir y bajar la pesada espada. Defendiendo la amplia brecha cercana a la Torre de Karnthner, luchó hasta que el Tiempo perdió todo su significado. Durante largos siglos, rostros rabiosos surgieron ante él gesticulantes, caras de demonios; las cimitarras centelleaban ante su mirada, eternamente. No sentía las heridas, ni la fatiga extrema. Jadeando en medio del sofocante polvo, cegado por el sudor y la sangre, le entregaba a la Muerte su rojo tributo, dándose apenas cuenta de que a su lado una forma esbelta como una pantera abatía el arma y golpeaba... al comienzo con risas, imprecaciones y cantos... luego, en medio de un opresivo silencio.
Su identidad como individuo desapareció en aquel cataclismo de acero. Por un momento, fue vagamente consciente de que el conde Salm, que luchaba cerca de él, era mortalmente alcanzado por una bomba que explotó en el
parapeto. No se dio cuenta de que la noche se deslizase insidiosamente sobre las colinas, ni descubrió hasta el final que la marea de atacantes dudaba, disminuía y luego se retiraba. Sólo se dio cuenta, de un modo confuso, de que Ni-kolás Zrinyi le apartaba de la brecha llena de cadáveres, diciéndole:
—En el nombre de Dios, camarada, vete a dormir un poco. Les hemos rechazado... al menos, por el momento.
Descubrió que avanzaba por una calle estrecha y tortuosa, oscura y apartada. No tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Le parecía recordar vagamente una mano que se apoyaba en su hombro y que le sujetaba y guiaba. Sintió el peso de la armadura en los agotados hombros. No sabría decir si el ruido que llenaba sus oídos era el rugido del cañón o la sangre que le latía en las sienes. Tenía la impresión de que tenía que empezar a buscar a alguien... a alguien que le importaba mucho. Pero, en su espíritu, no había otra cosa que confusión. En alguna parte, en algún momento —parecía tan lejano—, un tajo le había golpeado en el casco. Mientras hacía un esfuerzo para reflexionar, le pareció sentir de nuevo el impacto de aquel terrible golpe y fue dominado por el vértigo. Se quitó vivamente el casco abollado y lo tiró a los adoquines de la calleja.
La mano volvió a tirarle del brazo. Insistentemente, una voz le rogó:
—Vino, señor... ¡bebe, bebe!
Se dio cuenta vagamente de una delgada silueta, revestida con una negra coraza, que le tendía una copa. Con una exclamación áspera, la tomó y hundió la cara en el líquido, bebiéndolo como un hombre que se muere de sed. Algo explotó en su cerebro. La noche se llenó con un millón de relámpagos brillantes, como si un polvorín hubiese estallado en su cabeza. Luego llegaron las tinieblas y el olvido.
Recobró lentamente el sentido, consciente de una sed torturadora, un violento dolor de cabeza y un extremo cansancio que parecía paralizarle los miembros. Tenía los pies y las muñecas sólidamente atados; estaba amordazado. Torciendo la cabeza para mirar hacia los lados, vio que se encontraba en una pequeña habitación, desnuda y polvorienta, de la que partía una escalera de caracol hecha de piedra. Dedujo que se encontraba en la parte inferior de una torre.
Dos hombres se inclinaban sobre una mesa groseramente tallada, en la que habían colocado una fuliginosa candela. Los dos eran delgados y tenían la nariz aquilina;
llevaban trajes negros... asiáticos, sin lugar a dudas.
Gottfried estuvo atento a la conversación en voz baja que mantenían. Había aprendido numerosos idiomas a lo largo de sus correrías. Y pudo reconocer a los dos hombres... Tshoruk y su hijo, Rhupen, comerciantes armenios. Recordó que había visto a Tshoruk muy a menudo a lo largo de la semana anterior... de hecho, desde el día en que las bombardas de Solimán aparecieron en el campo de batalla. Evidentemente, el mercader se había pegado a él como una sombra por alguna desconocida razón. Tshoruk estaba leyendo lo que escrito en un pedazo de pergamino.
—Mi señor, aunque hiciera saltar el muro de Karn-thner en un momento poco propicio, tengo, sin embargo, buenas noticias que darte. Mi hijo y yo hemos capturado al germano, a von Kaimbach. Mientras se alejaba de las murallas, agotado por los combates, le seguimos y luego le guiamos sutilmente hacia la torre en ruinas, en el lugar que tú ya conoces. Le hemos hecho beber un vino drogado y luego le hemos atado convenientemente. Que mi señor envíe al emir Mikhal Ogiu hasta el muro que se alza cerca de la torre y le pondremos en tus manos. Vamos a atarle a la antigua ballesta y a tirarle por encima del muro como si fuera un tronco.
El armenio tomó una flecha y empezó a enrollar el Pergamino alrededor del mástil. Lo ató con un delgado hilo de plata.
—Sube al techo y dispara la flecha hacia el mantelete, como de costumbre —le decía a su hijo Rhupen cuando este, interrumpiéndole, dijo:
—¡Escucha! —y ambos se detuvieron. Los ojos les brillaban como los de las bestias dañinas caídas en una trampa... temerosos, pero vengativos.
Gottfried consiguió hacer resbalar la mordaza con movimientos de la boca. Oyó una voz familiar que le llamaba desde el exterior.
—¡Gottfried! ¿Dónde diablos estás? Von Kaimbach lanzó un rugido de león.
—¡Eh, Sonya! ¡En nombre del Diablo! ¡Atenta...! Tshoruk gruñó como un lobo y le golpeó salvajemente en la cabeza con el pomo de una cimitarra. Casi de forma instantánea, la puerta se derrumbó y voló hecha pedazos. Como en sueños, Gottfried vio la silueta de Sonya la Roja recortándose en el marco de la puerta, empuñando una pistola. Tenía aspecto tenso y huraño; sus ojos ardían como carbunclos. Había perdido el casco, y también la capa escarlata. Llevaba la coraza rota y llena de manchas oscuras, las botas arañadas, los pantalones de seda desgarrados y cubiertos de sangre.
Tshoruk graznó y se lanzó sobre ella, blandiendo la cimitarra. Antes de que pudiera golpear, Sonya la Roja aplastó el cañón de la vacía pistola contra el cráneo del armenio, que cayó como un buey. Desde el otro lado, Ru-phen intentó acuchillarla con una daga turca de hoja curvada. Soltando la pistola, Sonya la Roja agarró al joven oriental por el antebrazo. Actuando como en un sueño, obligó irresistiblemente a su adversario a retroceder, con una mano en la muñeca y la otra en la garganta. Mientras le estrangulaba lentamente, golpeó la cabeza del ¿oven armenio contra el muro varias veces... de forma implacable. Los ojos de Ruphen no tardaron en convulsionarse y su mirada se hizo vidriosa. Le soltó como si fuera un fardo y se el mercader se quedó tendido en el suelo cuan largo era, inmóvil.
—¡Vive Dios! —murmuró con voz áspera.
Sonya la Roja titubeó unos instantes en el centro de la estancia, llevándose las manos a las sienes. Luego se acercó a Gottfried y, dejándose caer de rodillas, empezó a cortarle las ataduras. Sus gestos eran desmañados y el cuchillo cortó tanto las ataduras como la piel del germano.
—¿Cómo has podido encontrarme? —preguntó mientras se levantaba, todavía atontado.
Sonya la Roja se tambaleó hasta la mesa y se dejó caer sobre una de las sillas. Había un jarro de vino cerca de su codo. Lo tomó ávidamente y se lo bebió de un trago. Se limpió la boca con la manga del jubón y, acto seguido, consideró a Gottfried con aire de cansancio. Pero, sin embargo, no tardó mucho en recobrar su vigor.
—Te vi dejar las murallas y te seguí. Estaba tan agotada por la batalla que apenas me daba cuenta de lo que hacía. Vi cómo esos perros te cogían del brazo y te llevaban por las callejas desiertas. Luego, dejé de verte. Pero encontré tu casco, tirado en la calle. Empecé a llamarte. ¿Qué demonios significa todo esto?
Tomó la flecha abandonada sobre la mesa y se la desorbitó la mirada al ver el trozo de pergamino atado al mástil. Evidentemente, era capaz de descifrar los caracteres turcos; sin embargo, tuvo que leer el mensaje media docena de veces antes de su mente atontada por la fatiga descubriera lo que significaba. Su mirada se dirigió inmediatamente —y peligrosamente— hacia los hombres que había en el suelo. Tshoruk estaba recobrándose y medio se sentó, todavía atontado. Se palpó delicadamente la herida en el cuero cabelludo. Rhupen estaba tendido en el suelo, vomitando y gimiente.
—Atales, compañero —ordenó Sonya la Roja; y Gottfried obedeció.
Los dos armenios se dejaron maniatar sin decir palabra. Parecían aterrorizados por la presencia de Sonya la Roja.
—Esta misiva está dirigida a Ibrahim, el Gran visir —dijo bruscamente la joven—. ¿Por qué quiere la cabeza de Gottfried?
—Por una herida que le hizo al sultán, en Mohacs —murmuró Tshoruk con inquietud.
—Y fuiste tú quien hizo saltar la mina bajo el muro de Karnthner —declaró Sonya la Roja con una sonrisa sin alegría—. Tú y tu infame retoño... ¡vosotros sois los traidores que buscábamos! ¡Sois peores que los perros!
Del cinturón sacó una pistola y la montó.
—Cuando Zrinyi esté al corriente de todo esto —siguió—, tu fin no será ni dulce ni rápido. Pero, primero, viejo cerdo, voy a darme el gusto de volarle la tapa de los sesos a tu maldito hijo... ante tus propios ojos...
El viejo armenio emitió un estrangulado grito.
—¡Dios de mis ancestros, piedad! ¡Mátame... tortúrame... pero perdona a mi hijo!
En aquel instante, un nuevo ruido desgarró el anormal silencio... una gran algarada de campanas al vuelo.
—¿Qué es eso? —rugió Gottfried, llevándose la mano a la vacía guarda.
—¡Las campanas de San Esteban! —gritó Sonya la Roja—. ¡Proclamando nuestra victoria!
Se lanzó hacia la quebrada escalera. Gottfried la siguió hasta lo alto de los peligrosos escalones. Salieron a un techo medio derruido y con numerosos agujeros. En la parte más sólida había una antigua máquina de guerra que servía para lanzar piedras, una reliquia de los tiempos pasados. Era evidente que había sido reparada no hacía mucho.
La torre dominaba un ángulo de la muralla en el que no había vigilantes. Un panel de muro antiguo, un foso y un declive natural del terreno hacían de aquel un lugar casi invulnerable.
Los espías habían podido intercambiar mensajes desde allí sin gran riesgo de ser descubiertos, y era fácil comprender por qué medio. En la parte baja de la pendiente, al alcance de un disparo de arco, se alzaba un enorme mantelete formado por pieles de toro armadas sobre una estructura de madera y que parecía abandonado al azar. Gottfried entendió que las flechas con mensajes se disparaban hacia aquel mantelete.
Sin embargo, de momento, no le dio mayor importancia a todo aquel asunto. Toda su atención se concentraba en el campamento turco. En él, una creciente luminiscencia hacía palidecer las primeras luces del alba; por encima del demencial tañido de las campanas se alzaba el sonido del crepitar de las llamas, al que se mezclaban gritos del más absoluto terror.
—¡Los jenízaros están quemando vivos a sus prisioneros! —exclamó Sonya la Roja.
—El amanecer del Juicio Final —murmuró Gottfried horrorizado por el espectáculo que contemplaba.
Desde la atalaya podía ver casi toda la llanura. Bajo un cielo plomizo, gris y frío, teñido por las primeras hices de un alba de color púrpura, la explanada estaba cuajada de cadáveres turcos hasta donde la vista podía alcanzar.
Y el ejército de supervivientes se dispersaba rápidamente. El gran pabellón de Solimán, en las alturas de Sem-mering, había desaparecido. Las demás tiendas estaban siendo rápidamente desmontadas y plegadas. La cabeza de la larga columna ya había desaparecido en la lejanía, avanzando hacia las colinas en aquel alba helada.
La nieve empezó a caer en ligeros copos.
—Han lanzado su último asalto la noche pasada —le dijo Sonya la Roja a von Kaimbach—. Vi cómo los azotaban sus oficiales y cómo gritaban de miedo ante nuestras espadas. Son seres de carne y hueso... estaban ya al límite de sus fuerzas.
La nieve siguió cayendo.
Los jenízaros, locos de rabia, se vengaban en sus prisioneros. Lanzaban a las llamas a hombres, mujeres y niños —vivos— ante la mirada sombría de su amo, el monarca al que llamaban el Magnífico, el Misericordioso. Y, durante la horrible matanza, las campanas de Viena no dejaron de sonar, como si sus gargantas de bronce fueran a estallar.
—¡Mira! —gritó Sonya la Roja agarrando a su compañero por el brazo—. ¡Los akinji forman la retaguardia!
Incluso a aquella distancia, podían ver dos alas de buitre yendo y viniendo entre las oscuras masas de soldados; la
incierta luz se reflejaba sobre un casco cuajado de joyas. Las manos manchadas de pólvora de Sonya la Roja se crisparon; se hundieron sus uñas rotas y arruinadas en las palmas de sus manos. Escupió un juramento cosaco tan corrosivo como una gota de vitriolo.
—¡Ese bastardo que ha hecho de Austria un desierto, se va! ¡Las almas de todos aquellos a los que ha masacrado no parecen pesarle mucho en sus malditos hombros alados! ¡En cualquier caso, viejo amigo, no se lleva tu cabeza!
—Mientras él viva, nunca estará muy segura sobre mis hombros —murmuró el gigantesco germano.
Los penetrantes ojos de Sonya la Roja se convirtieron súbitamente en una delgada linea. Tomando a Gottfried del brazo y arrastrándolo tras ella, bajó los peldaños de la deshecha escalera de cuatro en cuatro. No vieron a Nikolás Zrinyi y a Paúl Bakics salir al galope por las puertas de la ciudad, seguidos por sus hombres vestidos con harapos, arriesgando la vida para ir a salvar a los prisioneros. El estrépito del acero retumbaba a lo largo de toda la columna. Los akinji se retiraban lentamente, librando un feroz combate en la retaguardia. Desdeñaban el coraje impetuoso de sus atacantes basándose en su superioridad numérica. Seguro en medio de sus jinetes, Mikhal Ogiu sonreía sardónicamente. Solimán, que avanzaba en el centro de la columna principal, no sonreía. Su rostro parecía la máscara de la muerte.
Tras bajar de la torre en ruinas, Sonya la Roja plantó un pie en una silla, luego, el mentón en el hueco de la mano, mirando fijamente los ojos de Tshoruk tamizados por el terror.
—¿Qué darías por poder salvar la vida? El armenio no respondió.
—¿Qué darías por salvar la vida de tu hijo?
El armenio se sobresaltó como si le hubieran picado.
—Perdona a mi hijo, princesa —gimió—. Te pagaré... todo lo que quieras... haré cualquier cosa.
Sonya la Roja pasó una pierna elegantemente por encima de la silla y se sentó.
—Quiero que le lleves un mensaje a un hombre.
—¿Quién es ese hombre?
—Mikahi Ogiu.
El mercader tembló y se pasó la lengua por los labios.
—Dime lo que debo hacer y serás obedecida —susurró.
—Perfecto. Vamos a soltarte y a darte un caballo. Tu hijo se quedará con nosotros como rehén. Si fracasas en tu misión, le entregaré a los vieneses para que se distraigan un rato...
El viejo armenio volvió a estremecerse.
—Pero, si cumples correctamente con tu misión, os dejaremos libres a los dos y mi compañero y yo nos olvidaremos de vuestra traición. Quiero que te reúnas lo antes posible con Mikhal Ogiu y le digas que...
* * *
La columna turca avanzaba por el fango lentamente, entre los torbellinos de nieve. Los caballos agachaban las cabezas bajo el impulso de las ráfagas de viento helado. De un lado a otro de las diseminadas líneas, los camellos gritaban y gemían; los bueyes mugían tristemente. Los hombres resbalaban en el barro, doblando la espalda bajo el peso de sus armas y equipo. La noche caía, pero no se dio ninguna orden de detenerse. Durante toda la jornada, el ejército en retirada había sido hostigado por los audaces coraceros austríacos que caían sobre ellos como avispas, liberando a los cautivos ante sus propias narices.
Solimán avanzaba entre sus solaks con el rostro severo. Anhelaba poner entre él y los lugares que habían presenciado su primera derrota el mayor espacio posible, pues sólo así podría olvidar que en ellos se pudrían los cuerpos de treinta mil musulmanes que le recordaban que sus ambiciones se habían reducido a la nada. Era el señor de Asia occidental, pero nunca sería el dueño de Europa. Aquellas débiles y despreciadas murallas habían salvado al mundo occidental de la dominación musulmana, y Solimán lo sabía. Los truenos de la potencia otomana resonaban por todo
el mundo, haciendo palidecer el esplendor de Persia y de la India mongola. Pero en Occidente, los bárbaros arios de rubios cabellos seguían invictos. No se había escrito que el Gran Turco pudiese reinar más allá del Danubio.
Solimán había visto que aquello se escribía con letras de fuego y sangre mientras estaba en las alturas de Semme-ring y asistía a la desbandada de sus guerreros, que huyeron de las murallas pese a los latigazos crueles de sus oficiales. Para preservar su autoridad, había tenido que dar órdenes de levantar el campamento... y aquello le abrasó la lengua como si fuera hiél, pero sus soldados estaban al limite y a punto de desertar. Avanzaba en silencio, rumiando sombríos pensamientos, sin dirigirle siquiera la palabra a Ibrahim.
A su modo, Mikhal Ogiu compartía el salvaje desconsuelo de su amo. Fue con feroz repugnancia como le dio la espalda al país que había devastado, como si él mismo fuese una pantera que, medio saciada, tiene que renunciar a una presa. Recordaba con satisfacción las ruinas calcinadas de las aldeas, las calles llenas de cadáveres, los aullidos de los hombres al ser torturados... los gritos de las jóvenes que se retorcían en sus brazos de acero. Y recordaba con el mismo placer los estortores de aquellas mismas mujeres entregadas a las manos manchadas de sangre de sus asesinos.
Sin embargo, estaba decepcionado y atormentado por la idea de no haber cumplido con su misión... el Gran visir estaba furioso y le había dirigido hirientes palabras. Había perdido el favor de Ibrahim. Para un hombre menos importante, aquello habría representado el hacha del verdugo. Para él, significaba que tendría que realizar alguna meritoria tarea para, con ella, poder ganar nuevamente la confianza del visir. En aquel estado mental, era un hombre tan peligroso y temerario como una pantera herida.
La nieve caía con grandes copos, aumentando las penalidades de la retirada. Los hombres heridos caían en el lodo para no volver a levantarse, cubiertos rápidamente por un grueso y blanco sudario. Mikhal Ogiu avanzaba con las últimas filas de guerreros, escrutando las tinieblas. Desde
hacia varias horas, ningún enemigo se había presentado ante ellos. Los victorios austríacos habían dado media vuelta y regresado a Viena.
Las columnas en retirada atravesaban lentamente una ciudad en ruinas. Las vigas calcinadas y los muros destruidos por las llamas formaban bajo la nieve un diseño oscuro. Se transmitió hasta la retaguardia la noticia de que el sultán deseaba seguir avanzando y acampar en un valle situado a pocas leguas de distancia.
El rápido eco de unos cascos sobre la ruta que seguían hizo que los akinji aferraran firmemente las lanzas y lanzaran penetrantes miradas hacia las tinieblas, estrechando los párpados. Pero era el galope de un solo caballo y luego escucharon que una voz preguntaba por Mikhal Ogiu. Con una orden brutal, el Buitre contuvo el tiro de una docena de arcos y contestó con voz tonante. Un gran semental gris surgió entre los remolinos de nieve; una silueta envuelta en un negro manto se inclinaba grotescamente sobre el lomo del caballo.
—¡Tshoruk! ¡Eres tú, perro armenio! ¡Por Alá que...! El armenio condujo su caballo hasta Mikhal Ogiu y le susurró algo al oído con aspecto alterado. El frío atravesaba las ropas más gruesas. El akinji notó que el armenio temblaba violentamente. Los dientes le castañeteaban y no era capaz más que de farfullar. Sin embargo, los ojos del turco empezaron a relampaguear cuando escuchó la totalidad del mensaje.
—Perro, ¿no me estarás contando una mentira?
—¡Qué me queme en el Infierno si miento! —Un violento temblor sacudió a Tshoruk al pensar que podría arder envuelto en su propio caftán—. Se ha caído del caballo al efectuar con los coraceros una incursión contra vuestra retaguardia. Está acostado, con una pierna rota, en una cabana abandonada, a tres leguas de aquí... está solo con su amante, Sonya la Roja, y tres o cuatro lansquenetes. Están totalmente borrachos... se han bebido todo el vino que han encontrado en el campamento abandonado.
Mikhal Ogiu giró el caballo, con una rápida decisión.
—¡Veinte hombres conmigo! —ladró—. Que los demás continúen con la columna principal. Voy a buscar una cabeza que vale su peso en oro. Os alcanzaré antes de que hayáis montado el campamento.
Othman retuvo el caballo de su amo por las riendas cubiertas de pedrerías.
—¿Has perdido la razón? Volver atrás cuando toda la región nos sigue los pasos...
Se tambaleó en la silla cuando Mikhal Ogiu le golpeó en la boca con la fusta. El Buitre hizo girar a su caballo y se alejó al galope, seguido por los hombres a quienes había señalado. Como fantasmas, desparecieron en las insanas tinieblas.
Othman les vio alejarse en la noche, indecisos. La nieve seguía cayendo, el viento gemía lúgubremente entre las desnudas ramas. No había más ruidos que los que producía la columna que caminaba lentamente a través de la ciudad en ruinas. Pronto, no hubo ni siquiera aquellos. Othman se sobresaltó. A lo lejos, procedentes del camino que acababan de seguir, llegaron los ladridos de cuarenta o cincuenta mosquetes disparando al mismo tiempo. En el extremo silencio que siguió a las detonaciones, Othman y sus guerreros se sintieron dominados por el pánico. Dando la vuelta frenéticamente, huyeron de la ciudad en ruinas para unirse a la horda que se retiraba.
LA NOCHE CAIA SOBRE Constantinopla, pero nadie lo percibió, pues el esplendor que Solimán daba a la noche la hacía tan gloriosa como el día. En los jardines, que eran un derroche de flores y perfumes, los braseros centelleaban como millones de luciérnagas. Los fuegos artificiales con-
vertían la ciudad en un reino de magia en el que se alzaban los minaretes de quinientas mezquitas, como las torres de fuego en el seno de un espumeante océano de oro. Sobre las colinas de Asia, los tribeños observaban, con la boca abierta, preguntándose lo que sería aquel resplandor que palpitaba y atemorizaba al león, haciendo palidecer hasta a las estrellas. Innumerables multitudes, todos ataviados con trajes de fiesta y gala, se apretujaban por las calles de Estambul. Las luces brillaban a millones en las gemas que adornaban los turbantes y los khalats de rayas... sobre los negros ojos que centelleaban por encima de diáfanos velos... sobre los palanquines ricamente adornados que llevaban a hombros gigantescos esclavos de pieles de ébano.
Todo aquel esplendor emanaba del Hipódromo donde, en pomposos espectáculos, los jinetes de Turkistán y Tartaria se medían con los de Egipto y Arabia en carreras que dejaban sin aliento, donde guerreros revestidos con brillantes armaduras se enfrentaban y derramaban la sangre sobre la arena, donde hombres armados con una simple espada se enfrentaban a bestias salvajes, leones y tigres de Bengala y gigantescos jabalíes de los bosques nórdicos. Contemplando aquellas escenas grandiosas, podría creerse que lo más fastuoso de la Roma Imperial había sido resucitado en un decorado oriental.
En un trono de oro, plantado sobre dos columnas de lapislázuli. Solimán se sentaba indolentemente, paseando la mirada por aquellos esplendores, como los emperadores romanos de purpúrea toga habían hecho antes que él. A su alrededor se postraban sus visires y oficiales, los embajadores de las cortes extranjeras... Venecia, Persia, India, los kanatos de Tartaria. Todos estaban allí... incluso los venecianos... para felicitarle por su victoria sobre los austríacos. Porque aquella gran fiesta era para celebrar una victoria, como había sido anunciado en una proclama escrita de propia mano por el sultán. En ella decía que los austríacos se habían doblegado y pedido perdón de rodillas pero que, como los reinos de Germania estaban tan lejos del Imperio Otomano, "los Creyentes no veían ningún sentido en lim-
piar la fortaleza de Viena, purificarla, reconstruirla y embellecerla". Por aquella razón, el sultán había aceptado la simple sumisión de los despreciables germanos y les había permitido que siguieran disfrutando de su miserable fortaleza.
Solimán cegaba los ojos del mundo con el brillo de sus riquezas y de su gloria, e intentaba convencerse a sí mismo de que realmente había conseguido cuanto anhelaba hacer. No había sido vencido en el campo de batalla; había puesto a una marioneta en el trono de Hungría; había devastado Austria; los mercados de Estambul y Asia eran un hervidero de esclavos cristianos. Había embalsamado su orgullo herido y olvidado deliberadamente el hecho de que treinta mil de sus subditos se pudrían ante las murallas de Viena y que sus sueños de conquistar Europa yacían en el suelo.
Tras el brillante trono, los trofeos de la guerra... estandartes de seda y terciopelo arrancados a los persas, a los árabes, a los mamelucos de Egipto; tapicerías sin precio tejidas con hilo de oro. A sus pies se amontonaban los presentes y tributos de los príncipes aliados y vasallos. Túnicas de terciopelo de Venecia, copas de oro con gemas incrustadas procedentes de la corte del Gran Mongol, caftanes bordados con oro de Erzeroum, jades tallados de Catay, armaduras de plata de Persia con cimeras de crin de caballo, turbantes de Egipto en los que habían sido engarzadas las gemas hábilmente, curvas espadas de acero templado de Damasco, mosquetones de plata labrada de Kabul, corazas y escudos de acero indio, pieles preciosas de Mongolia.
El trono estaba rodeado, de un lado a otro, por una larga hilera de jóvenes esclavos, atados con collarines de oro a una larga cadena de plata. Una hilera estaba formada por hombres, griegos y húngaros; la otra de mujeres. Sólo vestían cofias de plumas y adornos enjoyados, para resaltar su desnudez.
Eunucos de flotantes vestidos, con los ventrudos cuerpos ceñidos por cordones de hilos de oro, se arrodillaban y ofrecían sorbetes en cálices de pedrería, refrescados con nieve llevada de las montañas de Asia Menor, a los hués-
pedes reales. Las antorchas bailaban y vacilaban al compás de los rugidos de la multitud. Los caballos pasaban al galope ante las tribunas, volaba la espuma de sus entreabiertas bocas. En el centro de la arena, castillos de madera eran presa de las llamas cuando los jenízaros practicaban sus simulacros de batalla. Los oficiales iban y venían entre la multitud, que gritaba feliz, tirándola piezas de plata y cobre como si fueran gotas de una resplandeciente lluvia. Aquella noche, nadie tenía hambre ni sed en Estambul... salvo los miserables cafaros cautivos.
Los enviados extranjeros habían quedado impresionados vivamente, estupefactos ante aquel océano de esplendor y el estallido de la magnificencia imperial. Alrededor de la inmensa arena, avanzaban pesadamente los elefantes, desapareciendo sus cuerpos bajo caparazones de cobre y oro;
desde las torres adornadas con joyas plantadas en sus lomos, los músicos entonaban aires marciales y, junto al resonar de las trompetas, rivalizaban con el clamor de la multitud y el rugido de los leones. Las gradas del Hipódromo estaban cubiertas por un mar de rostros, todos vueltos hacia la silueta cubierta de pedrerías que se sentaba en el trono. Millares de gargantas gritaban y aclamaban con frenesí.
Si había impresionado a los enviados de Venecia, Solimán sabía que impresionarla al mundo entero. En medio de aquella demostración de magnificencia, los hombres olvidarían que un puñado de atrevidos cafaros, protegidos tras una muralla en ruinas, le habían cerrado para siempre las puertas de un Imperio. Solimán aceptó una copa del vino prohibido por el Profeta y luego le dijo unas cuantas palabras al oído al Gran visir.
—Invitados de mi amo, el padischah, no olvida a los más humildes en este momento de gozos. A los oficiales que condujeron sus ejércitos contra los infieles, les ha hecho los más ricos regalos. Ha dado doscientos cuarenta mil ducados para que sean repartidos entre los simples soldados, y a cada jenízaro le ha entregado una suma de mil aspros.
En el seno del clamor que se alzó, un eunuco se arrodilló ante el Gran visir, presentándole un paquete de forma redondeada, cuidadosamente envuelto y cerrado. Un pedazo de pergamino doblado iba unido a él con un sello de lacre rojo. Atrajo la atención del sultán.
—Bien, amigo mío, ¿que nos traes ahí? Ibrahim se inclinó respetuosamente.
—Algo que ha traído el jinete del correo de Andronó-polis. León del Islam. Aparentemente, se trata de un regalo enviado por esos perros austríacos. Los Infieles, me ha parecido entender, lo entregaron a los guardias fronterizos para que lo trajeran a Estambul a toda prisa.
—Abrelo —ordenó Solimán, intrigado.
El eunuco se postró en tierra, y empezó a romper los sellos que cerraban el paquete. Un esclavo letrado desplegó el pergamino que lo acompañaba y empezó a leer el contenido del mensaje, escrito con mano firme y claramente femenina:
Al sultán Solimán y a su Gran visir, Ibrahim, así como a Roxelana, la gata: Nosotros, los abajo firmantes, enviamos este presente como testimonio de nuestro incomensurable afecto y nuestra sincera atención.
SONYA DE ROGATINO GOTTFRIED VON KALMBACH
Solimán, que se había sobresaltado al oír el nombre de su favorita, con el furor ensombreciendo y convulsionando bruscamente su rostro, emitió un grito estrangulado que fue repetido, como un eco, por Ibrahim.
El eunuco había arrancado los sellos del cofre, dejando ver lo que contenía. Un olor acre de hierbas y especias conservadoras llenó el aire. El objeto, cayendo de las manos del horrorizado eunuco, cayó sobre los montones de presentes hasta los pies de Solimán, contrastando terriblemente con las joyas, el oro y las piezas de terciopelo. El
sultán lo miraba fijamente. En aquel instante, todo el esplendor de aquella fastuosa mentira se escapó de sus manos. Su gloria se transformó en burla y ceniza. Rojo de rabia, Ibrahim se arrancaba la barba, jadeante y sofocado.
A los pies del sultán, con las facciones fijas con un rictus de horror, yacía la cabeza cortada de Mikhal Ogiu, el Buitre del Gran Turco.

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