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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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miércoles, 24 de noviembre de 2010

CUENTOS Y LEYENDAS

CUENTOS Y LEYENDAS

LA CENICIENTA

(Hermanos Grimm)
Erase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y. presintiendo su próximo fin, llamó a su única, hijita y le dijo:
Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.
Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa Al llegar el invierno, la nieve cubrió de. un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez. pero negras y malvadas de cora­zón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.
¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nos­otras? – decían las recién llegadas–. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!–. Quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado–: ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!
Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros tra­bajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa... Y, por añadidura, sus hermanastras la some­tían a todas las mortificaciones imaginables; se mo­faban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los gui­santes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban "Cenicienta"
Un día en que al padre se disponía a ir a la feria preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.
-Hermosos vestidos –respondió una de ellas.
- Perlas y piedras preciosas –dijo la otra.
¿Y tú, Cenicienta –preguntó–, qué quieres?
Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.
Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas: de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedi­do, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre: allí la plantó, regándola con sus lágri­mas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Ceni­cienta y le dijeron:
Peínanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues tam­bién ella hubiera querido ir al baile; y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.
¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porque­ría, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapa­tos, ¿y quieres bailar?
Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo finalmente;
Te he echado un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges en des horas, te dejaré ir.
La muchachita. saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:
Palomitas mansas, tortolillas v avecillas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas.
"Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palo­mitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, com­parecieron, bulliciosas y presurosas, todas las aveci­llas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palo­mitas, bajando las cabecitas: empezaron: pie, pie, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, y un santiamén todos los granos bue­nos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuen­te a su madrastra, contenta porque creía que le per­mitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo:
No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti. –Y como la pobre rompiera a llorar–: Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.
Y pensaba: "Jamás podrá hacerlo". Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó:
Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a limpiar lentejas:
"Las buenas, en el pucherito: las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y. final­mente, comparecieron bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron pic, pis, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuan­do, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llave las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitirían ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo:
Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes ves­tidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza.
Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se enca­minó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano y cada vez que se acer­caba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: "Esta es mi pareja"
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo:
Te acompañaré –deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó y se enca­ramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella fo­rastera se había escondido en el palomar Entonces pensó el viejo: "¿Será la Cenicienta?", y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a la casa encontraron a Ce­nicienta entre la ceniza, cubierta con sus viejas ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano allí se quitó sus hermosos vestidos y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de reco­gerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hu­bieran marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más esplén­dido aún que el de la víspera, y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inme­diatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Esta es mi pareja".
Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, empeñado en ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Subióse ella a la copa con la ligereza de una ardilla, desapareciendo entre las ramas, y el príncipe la per­dió de vista. El príncipe aguardó la llegada del padre, y le dijo:
La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral.
Pensó el padre: "¿Será la Cenicienta?", y cogiendo un hacha derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas como tenía por costum­bre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos ves­tidos al pájaro del avellano volvió a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolito:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como más no se viera otro en. el mundo; con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos dé admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respon­día: "Esta es mi pareja".
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quería acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez qué su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a un ardid: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, quedósele el zapato izquier­do adherido a uno de ellos, Recogiólo el príncipe, y observó que era diminuto, gracioso y todo él de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hom­bre y le dijo:
Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.
Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas te­nían pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse el zapatito, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que el zapatito era demasiado pequeño, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo:
¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrá necesidad de andar a pie.
Hízólo así la muchacha; forzó el pie en el zapato, y conteniendo el dolor presentóse al príncipe. El la hizo montar a caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el palomar gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miróle el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, viendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación, y aun­que los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo:
Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reír: no tendrás necesidad de andar a pie.
Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato, y reprimiendo el dolor presentóse al hijo del Rey. Montóla éste en su caba­llo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruge di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va.
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre emanaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia.
Tampoco es ésta la verdadera –dijo–. ¿No te­néis otra hija?
No –respondió el hombre–, sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es im­posible que sea la novia.
Mandó el príncipe que la llamasen; pero la ma­drastra replicó:
¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla.
Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara, y entrando en la habitación haciendo al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Sentóse la muchacha en el escabel se quito el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la her­mosa doncella que había bailado con él, y exclamó:
¡Esta sí que es mi verdadera novia!
La madrastra y sus dos hijas palidecieron de ra­bia, pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está.
Es la novia verdadera con la que vas."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron en cada hombro de Cenicienta.
Al legar el día de la boda, presentáronse las trai­dores hermanas, muy zalameras, deseosas de con­graciarse con Cenicienta y participar de su dicha Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sa­caron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.


EL SOLDADO DE LA BOLSA

(Bielorrusia)
Erase que se era un soldado que había terminado su largo servicio en el ejército del Rey. Andaba una vez por un camino y mientras andaba pensaba: "Durante veinticinco años serví al Rey y durante esos veinticinco años nunca me vi privado de comida o de ropas, ni me faltó tampoco un caballo Pero ahora que he dejado las armas mis bolsillos están vacíos y sufro el frío por falta de abrigo, no tengo un caballo que me transporte y, en cuanto al alimento, sólo poseo tres panes"
Mientras el soldado meditaba sobre el repentino cambio de su fortuna, se le aproximó un viejo men­digo para pedirle una limosna. El soldado le entregó uno de los tres panes que llevaba, a lo que el mendigo le respondió bendiciéndolo.
El soldado continuó su camino y al poco rato se encontró con otro mendigo que se le acercó para pedirle algo de comer. Le dio entonces su segundo pan y el pordiosero lo bendijo por su generosidad.
Después de caminar algunas millas más un tercer mendigo le pidió humildemente que lo ayudara. El soldado tomó su último pan con la intención de di­vidirlo en dos pedazos, pero luego pensó: "¿Y si este pobre hombre se encontrara con los otros dos men­digos? Ellos podrían decirle: «¿Ves? ¡Tenemos un pan entero cada uno mientras tú tienes sólo una mitad!»'. Be manera, pues, que el soldado entregó todo su úl­timo pan al mendigo.
Este le dijo:
Dios te recompensará por tu bondad, soldado, y quizás incluso yo pueda ayudarte un poco si me dices qué es lo que necesitas.
Tu bendición es premio suficiente –replicó aquél.
No te dejes engañar por las apariencias –advir­tió el mendigo.
Sacó un mazo de naipes de debajo de su capa y se lo regaló al soldado
Si juegas con estas cartas –le dijo–, no podrás perder aunque juegues contra el jugador más hábil –además le regaló la mochila que llevaba a su hom­bro–. Si ves algo que desees, ya sea pájaro, animal o cualquier ser vivo, grita: "Entra en mi bolsa", y en­trará convirtiéndose en tu propiedad.
El soldado agradeció al mendigo y siguió su camino. Pronto llegó a orillas de un lago y -viendo' volar tres gansos sobre el agua, pensó que era una buena opor­tunidad para poner a prueba los poderes de la bolsa. Abriéndola gritó: "¡Entrad en mi .bolsa, gansos que voláis sobre el lago!" Y los tres gansos dieron me­dia vuelta y se dirigieron uno por uno a la bolsa. Cerrándola y atándola con las aves dentro, el sol­dado llegó a la ciudad, buscó una taberna y dijo al tabernero:
Aquí tengo tres gansos. Guísame el primero para la cena, dame vodka para beber a cambio del segundo y quédate con el tercero.
El tabernero hizo lo que le ordenara el soldado, mientras éste miraba por la ventana las ruinas de un gran palacio, de muros derrumbados e invadido por malezas y hierbas. El soldado preguntó al tabernero:
¿Por qué tanta desolación?
Y el tabernero le explicó:
Es el palacio del Príncipe que gobierna esta ciu­dad, pero hace siete años que está encantado. Nadie vive en él, a no ser los demonios del infierno. Los demonios se reúnen todas las noches para comer, bailar y beber hasta la madrugada. Muchos valientes han tratado de desalojarlos, pero hasta ahora nadie ha tenido éxito.
Cuando el soldado oyó esto se presentó ante el Prín­cipe, amo de la ciudad, y le pidió permiso para pasar una sola noche en el palacio y vérsela con los demo­nios. El Príncipe se negó, diciéndole: "Eres un soldado valiente, pero debo negarte el permiso, porque hubo otros que intentaron antes que tú echar a los demo­nios, pero todos fracasaron y ninguno volvió con vida".
Sin embargo, el soldado insistió hasta que el Príncipe no tuvo más remedio que asentir, diciéndole: "Bueno, ya que es tu deseo, ve y que Dios te acom­pañe".
Entonces el soldado entró al palacio y buscó el salón del trono, en donde se sentó, encendió su pipa y se puso a fumar muy contento.
Cuando las campanadas del reloj anunciaron me­dianoche, aparecieron los demonios. Donde antes sólo reinaba el silencio, se produjo una algarabía de mil demonios que chillaban y danzaban y comían y be­bían desaforadamente. Tan entretenidos estaban en la orgía que no notaron la presencia del soldado sen­tado en e¡ trono del Príncipe. Cuando por último lo vieron, le preguntaron sorprendidos:
Eh, tú, soldado, ¿has venido para participar de nuestro festín? ¿Quieres beber, bailar o jugar por dinero?
Jugaré por dinero son vosotros –dijo el soldado, sacando el mazo de naipes que le había regalado el mendigo.
Y se puso a jugar con los demonios. A medida que pasaban las horas el soldado ganaba más y más pie­zas de plata, hasta que por fin los demonios gritaron: "iNos ha ganado toda la plata!" Entonces el jefe de los demonios ordenó: "¡Jugaremos por oro!" Y envió mensajeros para que subieran todo el oro que tenían almacenado en los depósitos, hasta que por fin todo el oro pasó a formar una pila al lado de la plata ganada por el soldado. Cuando los demonios chillaron furiosos que habían perdido todo el oro, su jefe les ordeno: "¡Apresad a este intruso! Comedlo y despa­rramad sus huesos!"
Eso es lo que os creéis –contestó el soldado–. ¡Veremos! –y abriendo su mochila exclamó–: En­trad en mi bolsa, demonios del infierno!
Cuando oyeron sus palabras, los demonios no pu­dieron menos que obedecerle. Uno por uno saltaron dentro de la bolsa, mal que les pesara. Y aunque la bolsa era pequeña, al final había miles de demonios dentro de ella. Cuando entró el último diablo el soldado ató la cuerda que cerraba la boca de la bolsa y colgó ésta de un clavo de la pared.
En donde se había celebrado la turbulenta jarana reinaba el silencio más profundo, de modo que el soldado se puso á dormir. Y cuando los servidores; del Príncipe llegaron a la mañana siguiente," esperando encontrar sólo sus huesos, lo hallaron que dormía a pierna suelta. Entonces lo despertaron y le pidieron que relatara todo lo sucedido.
Enseguida el soldado envió a buscar otros herre­ros pidiéndoles que llevaran los martillos más pesados que tuvieran. Pusieron los herreros a los demonios sobre el yunque y comenzaron a pegarles con los mar­tillos tanto y tan fuerte que los pobres diablos gri­taban como locos que tuvieran misericordia.
¡Misericordia, soldado! ¡Respetaremos y temere­mos tu nombre por los siglos de los siglos! ¡Nos ire­mos de este palacio y nunca más pondremos los pies en él!
Al oír todas esas promesas el, soldado mandó a los herreros que dejaran de apalearlos, abriendo enton­ces la bolsa. Los demonios salieron y huyeron deprisa hasta el infierno de donde habían venido. Cuando salía el último de ellos de la bolsa, el soldado lo agarró de una pata y le dijo: "Prométeme que me servirás cada vez que te necesite". Y el demonio re­plicó: "¡Te lo prometo, soldado!". Entonces el soldado lo soltó y el demonio se fue como si se lo llevara el diablo.
El soldado se fue a ver al Príncipe, le presentó el oro y la plata que había recuperado y le describió todo lo sucedido. El Príncipe lo recibió como si fuera de su familia, diciéndole: "Vivirás conmigo como si fueras mi hermano".
De modo que el soldado se quedó allí, agradeciendo al mendigo cuyos regalos le habían procurado tan bue­na suerte, y al poco tiempo se casó y tuvo un hijo.
Pero sucedió que el hijo del soldado se enfermó y nadie podía encontrar remedio que lo sanara. El sol­dado se exprimía los sesos pensando qué podría hacer para salvar la vida de su niño. Entonces se acordó del demonio que le había prometido ayudarlo. Lo in­vocó, diciendo: "¡Oh demonio que me prometiste ayu­da, te necesito!".
El demonio cumplió su promesa y acudió al instante, preguntándole:
¿Qué necesitas de mi?
Aquí está mi único hijo, enfermo de un mal que nadie sabe curar –dijo el soldado–. Sánalo.
El demonio sacó un vaso de debajo de su carpa, lo llenó con agua pura y le dijo al soldado:
Mira el vaso y dime lo que ves.
El soldado miró el vaso de agua y vio la Muerte ante los pies de su hijo. Le dijo al demonio con gran pesar lo que veía, pero el demonio replicó:
No te apenes, porque tu hijo recuperará la salud. Si la Muerte estuviera a la cabecera en lugar de estar a los pies de la cama, ningún poder del mundo podría salvarlo.
El demonio roció luego al niño con un poco de agua y el niño se curó.
El soldado le dijo:
Dame el vaso y te liberaré de tu promesa.
El demonio así lo hizo y desapareció después de recibir el agradecimiento del soldado.
El soldado usó la copa cada vez que se lo llamaba para adivinar si una persona viviría o no, espar­ciéndose su fama por todo el país.
Sucedió que una vez el Príncipe se enfermó y llamó al soldado para decirle: "Dime qué es lo que me es­pera". El soldado llenó la copa de agua y miró en ella. Entonces se entristeció, porque vio a la Muerte de pie a la cabecera del lecho del Príncipe. Dijo entonces:
Amigo y hermano mío, ningún poder de la tie­rra podrá salvarte, porque la Muerte se yergue a tu cabecera.
El Príncipe se enojó y le gritó:
Has salvado la vida de generales y príncipes de todo el mundo y, ¿ahora no vas a salvarme a mí que te he honrado con mi amistad? Si así es como me pagas, ya verás –y mandó que se alzara un cadalso y que colgaran de él al soldado.
El soldado pensó lo que el Príncipe le había dicho. "Si es que he de morir, que por lo menos pueda salvar la vida del Príncipe", se dijo. De modo que invocó a la Muerte y le rogó que cambiara su destino con el del Príncipe, llevándose su vida en lugar de la del soberano. Al mirar de nuevo la copa, vio que la Muerte había aceptado su ofrecimiento, cambiándose a los pies del lecho principesco. Entonces roció con agua de la copa la figura del Príncipe, y éste se sané. Luego, el soldado dijo a la Muerte: "Dame tres horas de vida para que pueda decir adiós a mi fa­milia". La Muerte se las concedió y el soldado volvió a su casa.
Cuando llegó, ya se sentía enfermo, y apenas pudo arrastrarse hasta la cama, en donde vio a la Muerte que lo esperaba a la cabecera. "Despídete, pues te queda poco tiempo", le dijo la Muerte.
Pero el soldado sacó su bolsa mágica que guardaba debajo de la almohada y exclamó: "¡Entra en mi bolsa, Muerte!" La Muerte no pudo hacer otra cosa más que obedecer y el soldado ató fuertemente la abertura de la bolsa, sintiéndose ya mucho mejor y abandonando la cama. Luego llevó la bolsa hasta el medio de un espeso bosque, la ató a la punta de un gran álamo, y la dejó allí colgada.
Desde ese día la Muerte no molestó a persona al­guna y la vida se multiplicó sobre la tierra, ya que nadie se moría.
Los años pasaban. Un día en que el soldado cabal­gaba por un camino encontró a una vieja, arrugada y débil, y que apenas podía andar. La saludó comen­tando su avanzada edad. Ella lo miró con ojos llenos de cansancio diciéndole:
Hace mucho que la Muerte debería haber venido a buscarme. Hace muchos años que yo terminé mi vida y que estuve a punto de morir, pero alguien capturó a la Muerte y la escondió, y ahora debo se­guir viviendo, aunque estoy cansada y mi cuerpo reclama paz. ¿Qué puedo hacer?
El soldado se quedó pensando, y por último dijo:
Yo liberaré a la Muerte, aunque me lleve.
Fue al bosque y buscó la bolsa que había colgado del álamo y gritó: "Eh, tú, Muerte, ¿estás todavía ahí?". Y la Muerte le contestó que sí. El soldado se la llevó dentro de la bolsa a su casa, donde la dejó salir; luego de lo cual se echó en la cama dispuesto a morir. Dijo adiós a su mujer y a su hijo y pidió a la Muerte que se lo llevara.
Pero la Muerte le contestó:
Me has ofendido tanto que nunca podré perdo­narte. No te llevaré. Llevaré a otros para que dejen de sufrir; en cuanto a ti, seguirás soportando eter­namente tus dolores –y diciendo esto acudió a ayu­dar a los que la necesitaban.
El soldado se dijo: Si la Muerte no quiere llevarme, iré yo mismo al infierno para pedir que me admitan". Y comenzó el largo camino. Anduvo muchos meses y por fin se acercó a las fronteras del infierno. Allí lo detuvieron los demonios que montaban guardia.
El centinela le gritó:
¿Qué quieres?
Quiero entrar para que me arrojen a las llamas y alcanzar así la paz –contestó.
¿Y qué llevas a tu espalda?
Sólo mi mochila.
Cuando los demonios vieron la bolsa reconocieron al soldado y se acordaron de cómo los había maltra­tado. Entonces dieron la voz de alarma y los guar­dias echaron cerrojo a los portales.
El soldado se dirigió a gritos a Satanás en persona, el Príncipe de las Tinieblas:
¡Acéptame, quiero descansar por fin!
Satanás le contestó:
Vuélvete a tu casa. Nunca entrarás aquí.
Entonces –dijo el soldado–, dame doscientas al­mas. Las llevaré para ofrecerlas a Dios, para que me perdone por amor de ellas.
Te daré doscientas y cincuenta de propina, si te vas en este mismo momento y no te vemos más la cara.
El soldado recogió las almas que Satanás dejaba en libertad, y las condujo hasta el Paraíso. Llamó a la puerta de éste y el ángel centinela preguntó:
¿Quién golpea?
Un soldado y doscientas cincuenta almas libera­das de las llamas del infierno.
Le llevaron el mensaje a Dios, quien dijo: "Admi­tid las almas, pero no dejéis entrar al soldado".
Y cuando éste escuchó lo que mandaba Dios, urdió un plan desesperado. Dio su mochila a una de las almas diciéndole:
Cuando hayas pasado las puertas del Cielo, abre la bolsa y exclama:. "¡Entra en mi bolsa, soldado!". Esa será la manera de entrar.
Se abrieron las puertas del Cielo y las doscientas cincuenta almas entraron, siendo la última la que llevaba la bolsa. Pero cuando pisó el Paraíso, se bo­rraron todos los recuerdos que estaban en su me­moria, incluso el recuerdo del soldado que esperaba afuera.
Por lo tanto, el soldado quedó fuera y no tuvo más remedio que regresar a la tierra para seguir viviendo eternamente.


JUAN SOLDAO

(España)
Andaban Dios y San Pedro por el mundo y se en­contraron con Juan Soldao. Y Juan Soldao estaba sentao a la otra punta del puente y Dios le dijo a San Pedro que fuera a donde Juan Soldao y que de los dos cigarros que tenia que le diera uno. Y dimpués que le dio el cigarro le dijo que fuera a depile que de cuatro cuartos que tenía que 18 diera dos. Y Juan Soldao le dio las dos partes. Y dimpués le dijo a San Pedro que fuera a decile que de un pan que tenía quele diera la meta. Y Juan Soldao le dio la meta.
Y Juan Soldao dijo que iba con ellos y dimpués dijo que tenía mucha hambre. Y encontraron un pastor y le compraron un carnero. Y mientras los otros fueron por leña Juan Soldao desolló el carnero y se comió los riñones crudos.
Luego le preguntaron que dónde estaban los riñones y él dijo: "Los dimonios me lleven si yo sé dónde están; que este carnero no tenía riñones". Y dim­pués se fueron y Dios y San Pedro tiraron sus capas al río pa pasar. Y Juan Soldao tiró su chaqueta y se tiró al río, y se lo llevó el agua con chaqueta y todo. Y ya se ahogaba cuando Dios le dijo: "Si me dices quién se comió los riñones del carnero te salvo".
Y Juan Soldao dijo: "Los dimonios me lleven si yo sé dónde están; que este carnero no tenía riñones".
Y Dios por fin lo sacó. Y se fueron dimpués por un pueblo y encontraron un enfermo, y Dios dijo que si le daban dinero lo sanaba. Y Dios y San Pedro entraron en un cuarto y quemaron al enfermo. Y juntaron todas las cenizas y echaron una bendición y resucitó el enfermo. Y le pagaron el dinero y Dios hizo cuatro partes y dijo: "Esta parte es pa Pedro y esta es pa mí y esta es pa Juan y esta es pal que se comió los riñones.
Y Juan Soldao gritó: ¡"Vaya, pues venga, que yo me los comí!"
Y Juan Soldao se fue solo y dicía que sabia curar enfermos y resucitar muertos. Y llegó a onde estaba un enfermo y dijo que él lo sanaba si le pagaban dinero. Y le dijeron que está bueno, y fue y quemó al enfermo y echó la bendición a las cenizas, pero nada resucitó.
Y le llevaban a la horca y vio venir a San Pedro y a Dios y dijo: "Pues aquellos bribones son los que me han enseñao a curar enfermos". Y entonces fue­ron Dios y San Pedro y revivieron al enfermo. Y dim­pués le dijo Dios a Juan Soldao que pidiera lo que quisiera, que se lo daría.
Y San Pedro le decía a Juan Soldao que pidiera la gloria. Y Juan Soldao le dijo que no, que no que­ría ¡a gloria. Y pidió un palacio que el que entrara dentro no saliera hasta que él quisiera, y una cachi­porra que cuando él la mandara que se compusiera se compusiera y cuando él la mandara que se des­compusiera se descompusiera, y un asiento que el que se sentara en él que no se levantara hasta que él quisiera, y un peral que el que. se .subiera no bajara hasta que él quisiera.
Y vivió Juan Soldao tres años en su palacio. Y un día llegó el diablo por él y le dijo que venía por él. Y Juan Soldao le dijo: "Bueno, pero súbete a aquel peral pa coger unas peras pal camino".
Y el diablo se subió en el peral y vinieron todos los chicos a apedrear al diablo. Y le suplicó a Juan Sol­dao que le dejara ir. Y se fue el diablo pa los in­fiernos.
Y otro día vino otro diablo pa llevarse a Juan Sol­dao. Y Juan Soldao le dijo: "Bueno, pero siéntate en ese asiento, que yo volveré en unos momentos.
Y el diablo se sentó y no se pudo levantar. Y en­tonces Juan Soldao le dijo a la cachiporra: "Cachi­porra, compónete".
Y la cachiporra comenzó a dar palos al diablo has­ta que le rogó a Juan Soldao que lo dejara y que se iría pal infierno. Y Juan Soldao le dijo a la cachipo­rra: "Cachiporra, descomponte". Y el diablo se fue pal infierno.
Y por fin vino el diablo cojo a llevarse a Juan Soldao, y cuando llegó Juan Soldao le dijo que entrara en el palacio mientras él se vestía. Y entró el diablo cojo en su palacio y no pudo salir.
Y Juan Soldao fue por el herrero y vino el herrero y machacó al diablo cojo diciendo que estaba lleno de clavos. Y por fin le dejó irse pal infierno y se fue.
Y a los tres años murió Juan Soldao y fue a picar a la puerta de la gloria. Y San Pedro le fue a abrir y le dijo: "Juan Soldao, ¿a que vienes? Cuando te ofrecieron la gloria no la querías.''
Y fue y le dijo a Dios que allí estaba Juan Soldao, y Dios le dijo que le colgara a la puerta de la gloria.
Y Juan Soldao dijo que quería ver la gloria y se dio una columpia y entró en la gloria. Y allí le dejaron estar.

LISANDRO Y ABEL

(Argentina)
Había un rey que tenía una hija que nació con un lunar grande en la frente, que tenía como unas letras. El rey man­dó llamar a las personas más sabias de su reino, pa' saber qué significaba eso que tenía en la frente la princesa.
En el reino había dos amigos inseparables que se llama­ban Lisandro y Abel, El padre de Lisandro era leñador; un día, cuando volvió el bosque, el hijo le dijo:
-Mira, tata, yo sé lo que significa el lunar que tiene la princesa.
No digas nada, porque el rey no quiere bromas y te va cortar la cabeza.
Pero Lisandro se jué y le avisó al rey que sabía lo que decía el lunar. El rey lo mandó llamar y Lisandro dijo:
Mire, esos escritos dicen que cuando la princesa cumpla quince años, va a desaparecer por más guardias que ponga. Lisandro se volvió. Cuando llegó el cumpleaños de la princesa, el rey había redoblao las guardias, iluminao el pa­lacio, ¡pero nada! Sin saber cómo ni cuándo desapareció la niña.
El rey mandó a buscarla por todos laos; ofertaba recom­pensas a ver si la encontraban, pero no aparecía. Había que ver todos los que iban a buscarla, pero no daban con la niña.
Entonces Lisandro, al volver con el padre 'l bosque, le dijo:
Yo vuá buscar a la niña. ¿Cómo la vas a buscar? No sé; se la vuá buscar y se la vuá traer al rey. Se jué y le dijo al rey: Yo se la vuá traer a la princesa.
Si vos me la encontrás, ¿qué premio te puedo dar? Si yo se la encuentro quiero casarme con ella -con­testó Lisandro.
Lisandro se jue pa' su casa y el padre le dio el burrito y una cantidá 'e dinero pa' mientras dure la ausencia. En lo que estaba por irse llega Abel y le dice:
Yo me voy con mi amigo, no me separo d' él. Con él voy y con él vuelvo.
Se jueron los dos en el burrito. Caminaron leguas y le­guas. .. Cielo y tierra, no se veía un alma por donde iban. En eso hallaron que se abrían dos caminos; allí estaba una vieja flaca, que les dijo: ¿P'ande van, hijitos?
Vamos a buscar a la princesa, que hace rato que se ha perdió.
No, es inútil que vayan ustedes; todos los que van no vuelven.
Lisandro le regaló plata a la vieja, y ella les dijo:
Bueno, sigan derecho no más.
En eso llegaron a un pueblo y encontraron una iglesia donde estaban dando misa. En el atrio de la iglesia había un cajón con un muerto. Abel dijo:
Vamos a oír misa antes de irnos.
Abel y Lisandro se bajaron y entraron a rezar. Después preguntaron:
¿Por qué está este muerto en la puerta, así d'esa for­ma?
Les contestaron qu' era uno que no había pagao las deu­das y lo tenían allí; ninguno quería llevarlo al cementerio. Lisandro pagó todo lo que debía el muerto y lo hizo que lo enterraran.
Entonces ya siguieron su camino en el burrito. Y camina­ron como una legua o legua y media, y vieron un barranco grande.
Vamos a ver qu'es esto.
Antes de la barranca había un árbol grande; allí lo ata­ron al burrito y le dejaron mucho pasto pa' que coma. Vie­ron una puerta grande qu'estaba abierta; entraron y vieron que por el aire venían comidas, pero no sabían quién las mandaba. Siguieron caminando y vieron salas con mucho lujo.
Cuando habían entrao así vieron una niña rubia de ojos azules, que les preguntó qué deseaban. Lisandro le contó que buscaban a la princesa que había desaparecido y que no iban a volver sin hallarla. La niña les dijo qu' ella era la princesa, qu'estaba allí cautivada:
Si ustedes me van a sacar, tienen que hacer un solo sa­crificio: van a acarrear agua de aquel pozo qu'está allí. El trabajo va a durar tres días, a ver si resisten. Si cumplen, salimos los tres; si no, salgo yo y quedan ustedes.
Ella les dio una tinaja y les avisó qu'en la mita del ca­mino les iba a salir una vieja que castigaba a un chico, pero qu'ellos no hicieran caso a los gritos y no se dieran vuelta.
Al otro día, a la mañana tempranito, Lisandro y Abel jueron con la tinaja a traer agua. Cuando venían por el ca­mino salió una vieja que lo aporreaba a un chico; el chico gritaba.
¡Ay, mamita! ¡No me pegue más, me va a lastimar!
Ellos no aguantaron y se dieron vuelta. Cuando llegaron con el agua, la niña les dijo:
-Yo les dije que no se den vuelta, porque si no a los tres días van a quedar ustedes prisioneros y yo voy a salir.
Pero ellos no aguantaron y se siguieron dando vuelta al oír los gritos del muchacho. Entonces la princesa escribió una carta y la puso bajo la almuada junto con su anillo y un pañuelo bordao con las iniciales d'ella.
Cuando volvieron al tercer día, ella no estaba porqu'ellos no habían cumplió. Lisandro se puso a llorar de ver que no pudo aguantar.
Entonces se puso a caminar y caminar por la cueva; era una oscuridá terrible, y después se subió a una tapia qu'encontró. En eso oyó una voz que le decía:
Volvete, Lisandro, que a tu compañero lo han muerto.
En eso sintió que le han alcanzao una espadita. ¿Quién me da esta espadita? - preguntó Lisandro.
Y oyó una voz que le decía:
Vos pagastes mis cuentas y me salvastes. En recom­pensa te doy esta espada pa' que te vuelvas. A esa puerta grande qu'está ahí le das tres hachazos, si no, no vas a poder salir, porque no es una puerta, sino la vieja y el muchacho qu están atravesaos formando puerta.
Lisandro jué y le pegó un hachazo y ni se rayó la ma­dera; al tercer hachazo le pegó con toda su juerza y se abrió la puerta. Y vio una ciudá entera.
Encontró a su burrito qu'estaba atao en el árbol; lo mon­tó, se jué y llegó a la ciudá. Y halló una alegría grande; pre­guntó qué pasaba y le contestaron.
La princesa se casa, porque ya la han encontrao.
Lisandro jué al palacio y pidió permiso pa' ver la fiesta.
Le dijeron que sí y que le den lo que sobraba del ban­quete. Cada vez que pasaban los criados con la bandejas p'adentró, él se tiraba un p... Los criados, indignaos, se jueron a avisar al rey y él vino a pedirle explicaciones.
Lisandro le dijo qu'él la había librao a la princesa y que tenía las señas pa' probarlo. Jué el rey, la llamó y la trajo a la princesa. Lisandro le preguntó si se acordaba d'él y sacó la carta, el anillo y el pañuelo; la niña lo reconoció.
Entonces el rey jué a ver al caballero que había dicho que la había encontrao a la princesa, y le pidió alguna seña; pero él no supo dar ninguna prueba.
El rey lo mandé hacer arreglar a Lisandro con las mejo­res ropas. Después avisó a los convidaos y les pidió discul­pas porque se habían equivocao y recién había venío el sal­vador de la princesa. Al otro caballero lo despidieron del palacio y le dijeron que no pisara más ese pueblo.
Lisandro se casó con la princesa. Después lo mandó a buscar al padre y se quedaron todos en el palacio.

PEDRO EL LISTO Y JUAN EL TONTO

(España)
Este era un padre que tenia dos hijos que se lla­maban Pedro el Listo y Juan el Tonto. Y como es­taban muy pobres, uno de ellos tenía que ir a tra­bajar. Y el padre le dijo a Juan que fuera primero a ver si alguien lo quería pa criao de servir.
Se marchó Juan camino alante y llegó a una casa y llamó en la puerta y preguntó si hacía falta un criao. Le dijeron que sí, que entrara a hablar con el amo. Y ya salió el amo y le dijo que le nacía falta un criao, pero que él tenía la costumbre de hacer un contrato que el que se enfadara primero tenía el otro que sacarle una tira de pellejo desde el cogote hasta los pies. Juan dijo que estaba güeno y entró de criao en la casa.
Por la noche lo puso el amo en una cámara llena de harina y le dijo que tenía que cernerla toda. Y el pobre de Juan el Tonto, como no pudo hacerlo, se echó a dormir.
Y al otro día cuando vino el amo a ver si había cernido ¡a harina, halló a Juan durmiendo y le arri­mó una güenos palos. Entonces Juan despertó muy enfadado y empezó a insultar al amo. Y el amo le dijo: "¿Qué, te enfadas?". Y el otro le contestó: "Sí que me enfado. ¡Cómo no me he de enfadar si cuan­do me despierto me está usté dando palos?". Y en­tonces el amo le dijo: "¡Entonces a la correa!". Y le sacó una correa de pellejo desde el cogote hasta los pies.
Juan se fue entonces pa su casa y les contó a su padre y a su hermano lo que le había pasao. Y Pedro el Listo le dijo: "¡Qué tonto eres! Ahora yo voy a trabajar con ese hombre y verás cómo yo le saco la correa a él".
Conque se marcha Pedro el Listo camino alante y andando, andando, llega a la misma casa ande había servido su hermano y llama a la puerta. Y salen y preguntan si hace falta un criao. Y ya le dicen que sí y el amo sale y le dice lo mismo que al otro, que tiene la costumbre de hacer un contrato que el pri­mero que se enfade le saque al otro una tira de pellejo desde el cogote hasta los pies. Y Pedro el Listo dice que está conforme y se queda de criao de servir. El amo lo lleva a la cámara de harina y le dice que para otro día tiene que estar toda la harina cernida. Y espera Pedro a que todos se duerman y en­tonces echa toda la harina por la ventana. Y otro día muy temprano se asoma la hija del amo por la ventana de su cuarto y dice: "¡Ay, que ha nevao!".
Y ya se levanta el amo y va a ver qué ha ocurrido.
Y cuando ve lo que ha pasao le pregunta a Pedro: "Pedro, ¿qué has hecho?". Y Pedro le dice: "Se en­fada usté?". Y el amo, como no quiere que le saque la tira de pellejo, dice: "No, no me enfado. Pero ya ves que me has estropeao toda - la harina. No me enfado, pero digo".
Y ese día el amo le dijo a Pedro: "Hoy vas y me traes unos sarmientos ni muy verdes ni muy secos".
Y va Pedro y arranca los mejores sarmientos de la viña del amo y se los trae. Y cuando Pedro se los entrega le dice al amo: "¡Ay, Pedro, que me has estropeao la viña!". Y Pedro le dice: "¿Se enfada usté, señor amo?". Y aquél le contesta: "No, no me enfado, pero digo".
Y entonces le dijo: "¡Ahora me vas a hacer una tapia color carne, color pulga y color blanco". Güeno, pues entonces va Pedro ande está el liato de ovejas del amo y las mata a todas. Y entonces les quitó las pieles y fue y hizo la tapia. La lana era el color pulga y el color blanco, y lo de adentro era el color de carne. Y llega el amo y ve lo que ha hecho Pedro y le dice: "¿Qué has hecho, Pedro? Me has estropeao mi hato". Y Pedro le contesta: "¿Se enfada usté, señor amo?". Y el amo pa que no le saquen la tira de pellejo, dice: "No, no me enfado, pero digo".
Y ya, como no sabían qué hacer con Pedro, le die­ron una escopeta que tenía el cañón al revés. Del coraje que le tenían querían que se matara. Pero Pedro vio que estaba al revés y fue al monte y mató una yegua del amo. Y llegó a la casa y le gritó al amo: "Ay, señor amo, que me dé usté un carro pa ir a traer el ave!". Y le da el amo un carro y va y vuelve con la yegua muerta en el carro. Y el amo, cuando ve lo que ha matao Pedro, le dice: "Pedro, Pedro, ¿qué has hecho? Y Pedro le dice: "¿Se enfada usté, señor amo? Si usté se enfada, a la correa". Y el amo contesta en seguida: "No, no me enfado, pero digo".
Y ya entonces va el amo y habla con su mujer pa ver cómo se van a librar de Pedro, y discurren echarlo al río. Y va el amo y le dice: "Mira, Pedro, que te vamos a llevar cerca del río ande tenemos costumbre de dar una comida a todos los mozos del lugar". Y se fueron con él, y cuando llegaron a la orilla del río empezaron a beber. Y de tanto que bebieron se emborracharon. Y Pedro se hacía el que bebía, pero nada bebía. Y cuando ya llegó la noche se echaron a dormir. Y los amos discurrieron que Pedro se acostara pal lao del río, el amo en el medio de la cama y la mujer pal lao de arriba. Y se dur­mieron. Pero a la medianoche, cuando aquellos esta­ban durmiendo. Pedro se levantó y puso a la mujer pal lao del río y se acostó él pal lao de arriba. Y ya despertó el hombre y dijo: "Ya está dormido Pedro". Y le dio el rempujón a su mujer pensando que era Pedro y la echó en el río.
Y cuando vio lo que había hecho, le dijo a Pedro: "¡Toma las llaves de mi casa. Vete, y eres amo de todo, que yo ya no puedo contigo".
Y se fue Pedro y quedó amo de todo.
De Cuentos populares españoles, recopilados por Aurelio Espinosa, t. I.

LA BODEGA ENCANTADA

( Irlanda )
Pocas personas habrá que no hayan oído hablar de los Mac Carthies, una de las familias irlandesas verdaderamente antiguas, por cuyas venas corre, tan espesa como manteca, auténtica sangre milesia. Mu­chas han sido las ramas de esta familia en el Sur, como la de los Mac Carthy-more y la de los Mac Carthy-reagh y la de los Mac Carthy de Muskerry, y todas ellas se han distinguido por su hospitalidad agradable y sencilla.
Pero ninguno ganó a Justm Me Carthy, de Balli-nacarthy, en abastecer abundantemente su mesa de comida y bebida, y siempre había una bienvenida cordial para cualquiera que quisiera compartirla con él. Siendo como era grande, la bodega estaba repleta de vinos y las largas hileras de toneles, cubas y ba­rriles tardarían en contarse más tiempo del que cual­quier hombre sobrio podría pasar en un lugar como aquél, con profusión de bebida a su alrededor y un recibimiento cordial para animarle.
Habrá sin duda muchos que pensarán que en una casa como aquella el mayordomo no tendría queja; y toda la comarca circundante habría pensado como ellos de haberse encontrado un hombre que perma­neciera de mayordomo en casa del señor Mac Carthy por un espacio de tiempo que valiera la pena de men­cionarse. Y sin embargo, ninguno de los que habían estado a su servicio decía una sola palabra en contra suya.
No encontramos defectos al señor –afirmaban–, y sólo con que hubiera alguien que fuera a buscar el vino a la bodega, cada uno de nosotros habría podido encanecer en su casa y vivir tranquilo y con­tento a su servicio hasta el fin de sus días.
¡La verdad que es cosa rara! –pensó el joven Juanito Leary, un muchacho que se había criado desde niño en las caballerías de Ballinacarthy, ayu­dando a cuidar los caballos y que en ocasiones había echado una mano al mayordomo en la despensa–. Es una cosa bien chocante, verdaderamente, que un hombre tras otro, en vez de estar satisfechos con el mejor cargo de la casa de un buen amo. renuncien a él, y todo, según dicen, por culpa de la bodega. Si el amo, que larga vida haya, quisiera hacerme su mayordomo, yo garantizo que no volvería a oírse refunfuñar cuando mande bajar a la bodega.
En consecuencia, el joven Leary esperó una opor­tunidad favorable para hacerse notar de su amo.
Pocos días después, el señor Mac Carthy fue a su caballeriza más temprano que de costumbre, y llamó en voz alta al palafrenero para que te ensillara el caballo, pues tenía intención de salir con los sabue­sos. Pero no había palafrenero que contestase, y el joven Juanito Leary sacó a Rainbow de la caballe­riza.
¿Dónde está Guillermo? –preguntó el señor Mac Carthy.
¿Decía. el señor...?
Y el señor Mac Carthy repitió su pregunta.
¿Se refiere el señor a Guillermo9 Bueno. pues para decir la verdad, anoche bebió un trago de más
¿De dónde lo sacó? –dijo el señor Mac Carthy–. Pues desde que se marchó Tomás la llave de la bo­dega no ha salido de mi bolsillo y he tenido que ir yo mismo a buscar las bebidas.
¡Triste cosa es! -dijo Leary–. Pero. . . –prosiguió haciendo una profunda reverencia, para lo cual tiró hacia abajo de su cabeza por un mechón de pelo mientras su pierna, que había adelantado, ras­caba el suelo por detrás–, ¿puedo atreverme a hacer una pregunta?
¡Habla, Juanito! –dijo el señor Mac Carthy. –Entonces, ¿necesita el señor mayordomo?
¿Puedes recomendarme a alguien? --contestó el amo, sonriendo con buen humor–, y alguien que no tenga miedo de bajar a. la bodega?
¿Todo consiste pues en la bodega? –dijo el joven Leary–. ¡Pues aquí estoy yo para ello!
- Entonces, ¿es que pretendes ofrecerme tus servicios como mayordomo? –preguntó el señor Mac Carthy con cierta sorpresa.
Exactamente –contestó Leary, levantando por primera vez los ojos del suelo.
Bueno, me pareces un buen muchacho y no tengo inconveniente en ponerte a prueba,
¡El señor viva muchos años y que Dios nos lo guarde a todos! –exclamó Leary con otra reveren­cia mientras su amo se alejaba a caballo.
Y siguió mirándole fijamente come idiotizado, hasta que su mirada fue asumiendo puco a poco y por gra­dos un aire de importancia..
¡Juanito Leary –dijo por fin maravillado– ya no es Juanito, por mi fe, sino el señor Juan, el ma­yordomo! –y con aire fachendoso salió de la caba­lleriza se dirigió a la cocina.
Interesa poco para mi historia, pero puede servir de enseñanza al lector, el pintar la repentina trans­formación de un don nadie en alguien. El antiguo compañero de caballeriza de Juanito, un pobre sa­bueso jubilado llamado Bran, acostumbrado a. reci­bir muchas palmaditas cariñosas en la cabeza, fue apartado de un puntapié con un "¡fuera de aquí!". En verdad que la pobre memoria de Juanito pareció tristemente afectada por e) repentino cambio de po­sición, y lo que vino a. dejarlo fuera de duda fue que se olvidó del lindo rostro de Peggy, la pincha, cuyo corazón había asaltado la semana anterior con el ofre­cimiento de comprarle un anillo para el cuarto dedo de la mano derecha.
Cuando el señor Mac Carthy volvió de caza mandó llamar a Juanito Leary.
Juanito –le dijo–, me pareces un chico de con­fianza, y aquí están las llaves de mi bodega. He in­vitado a cenar a los señores que han ido hoy conmigo de cacería, y espero que queden satisfechos del ser­vicio de la mesa; pero sobre todo, ¡que no falte vino después de cenar!
El señor Juan, que tenía buena vista para estas cosas y era de natural despejado, colocó el mantel debidamente, puso los platos, tenedores y cuchillos según el modo como había visto llevar a cabo estos ritos a sus predecesores, y realmente, para ser la primera vez, sirvió la mesa muy bien.
No hay que olvidar, sin embargo, que se trataba de la casa de campo de un señor irlandés, que aga­sajaba a un grupo de cazadores de zorras de bota y espuela, no muy exigente respecto a las que, en otras circunstancias y reuniones, son cuestiones de infi­nita importancia. Por ejemplo, pocos de los invitados del señor Mac Carthy (a pesar de ser todos a su modo personas de valer) se preocupaban mucho del ron con que estuviera hecho el ponche servido de­trás de la sopa; algunos, ni siquiera se habrían inte­resado por la calidad del buen whisky irlandés, y a excepción del propio anfitrión, la reunión entera pre­fería el oporto que el señor Mac Carthy puso sobre la mesa al gusto menos fuerte del clarete, elección bastante en disconformidad con el sentir moderno.
Se acercaba medianoche cuando el señor Mac Car­thy llamó tres veces. Era la señal para pedir más vino, y Juanito se dirigió a la bodega en busca de repuesto, aunque hay que confesarlo, no sin cierta vacilación.
El lujo del hielo era entonces desconocido en el sur de Irlanda, pero la superioridad del vino frío había sido reconocida por todos los hombres de buen gusto y sano juicio. El abuelo del señor Mac Carthy, que levantó la casa de Ballinacarthy en el emplazamiento de un antiguo castillo que había pertenecido a sus antepasados, se daba perfectamente cuenta de este hecho importante, y al construir su magnífica bodega había aprovechado una profunda cueva, excavada en sólida roca en tiempos pretéritos como lugar de se­gura retirada.
La bajada a aquella cueva se hacía por un empi­nado tramo de escaleras de piedra; aquí y allá, en las paredes había estrechas aberturas (mejor diríamos, grietas) y también ciertos salientes que proyectaban sombras obscuras y resultaban amedrentadores cuan­do alguien bajaba las escaleras con una sola luz; y la verdad es que dos luces no mejoraban mucho la situación, pues aunque la sombra se aclarase las estrechas grietas seguían tan negras o más negras que nunca.
Haciendo acopio de toda su resolución bajó el nue­vo mayordomo llevando en la mano derecha una lin­terna y la llave de la bodega, y en la izquierda una cesta que le pareció suficientemente grande para contener un repuesto adecuado para lo que quedaba de noche. Llegó a la puerta sin detenerse, pero cuan­do metió la llave, que era vieja y tosca –como ante­rior a la patente de Bramah-,y la hizo girar en la cerradura, le pareció oír en la bodega una risa ex­traña que hizo vibrar con tal violencia las botellas vacías que había en si suelo, que éstas chocaron unas contra otras. Podía haberse engañado en lo de la risa, pero lo que es en esto no podía engañarse, pues las botellas estaban a sus pies y las veía moverse.
Leary se detuvo un momento, y miró a su alrede­dor con precaución. Luego empuñó osadamente la llave y le dio la vuelta en la cerradura con todas sus fuerzas, como si dudara que fuese capaz de ello, y la puerta se abrió con un estampido tan tremendo que si la casa no hubiera estado construida sobre sólida roca se habría estremecido desde sus cimientos.
Contar lo que vio el pobre muchacho seria impo­sible, pues parece que él mismo no se enteró muy bien; pero lo que dijo al día siguiente al cocinero fue que había oído mugir y bramar, como a un toro furioso y que todas las cubas y barriles y toneles de la bodega se balancearon hacia atrás y hacia ade­lante, con tal fuerza que le pareció que todas iban a romperse, ahogándole en vino.
Cuando Leary se recobró, regresó como pudo al co­medor, donde encontró al amo y a sus acompañantes esperándole con impaciencia.
¿Qué es lo que te ha hecho tardar tanto? –dijo el señor Mac Carthy muy enfadado–. ¿Y dónde está el vino? Lo pedí hace media hora.
El vino está en la bodega, según espero, señor contestó Juanito, temblando violentamente–. Es- que no se haya perdido todo.
¿Qué quieres decir, loco? –exclamó el señor Mac Carthy todavía más enfadado–. ¿Por qué no has traí­do algo contigo?
Juanito miró desesperadamente a su alrededor, li­mitándose a exhalar un profundo gemido.
Señores –dijo el señor Mac Carthy a sus invi­tados–, ¡esto es demasiado! La primera vez que cene con ustedes deseo hacerlo en otra casa, pues me es imposible seguir más tiempo en ésta, en la que el dueño no puede mandar en su propia bodega ni en­contrar un mayordomo que cumpla su obligación. Vengo pensando hace mucho en mudarme de Balli-nacarthy, y ahora estoy resuelto, con la bendición de Dios, a marcharme mañana. ¡Pero tendréis vino, aun­que haya de ir yo mismo a la bodega a buscarlo!
Al hablar así, se levantó de la mesa, cogió la llave y la linterna de manos de su atónito criado, que le contemplaba con una mirada estúpida, y bajó las empinadas escaleras, la descritas, que conducían a la bodega. ,
Cuando llegó a la puerta, que encontró abierta creyó oír un ruido como de ratas o ratones que ara­ñasen los toneles, y al avanzar descubrió una figurilla de una seis pulgadas de altura, sentada a horcajadas sobre una cuba del más viejo oporto y con una espita al hombro. Levantando la linterna, el señor Mac Car­thy contempló maravillado a aquel hombrecillo: lle­vaba un gorro rojo en la cabeza, se tapaba por delante con un corto delantal de cuero que aparecía muy la­deado a causa de la postura, las medias azul pálido le cubrían casi enteramente las piernas y los zapatos lucían enormes cascabeles de plata y tacón alto (tal vez para presumir de más estatura). Tenía la cara como una manzana de invierno, la nariz de un rojo subido, le brillaban los ojos y su boca se plegaba a un lado, en una mueca socarrona.
¡Ah, bribón! –exclamó el señor Mac Carthy–. ¡Por fin doy contigo, perturbador de mi bodega! ¿Qué estás haciendo aquí?
Amo y señor –contestó el hombrecillo mirándole con un solo ojo y lanzando con el otro una burlona mirada a la espita que llevaba al hombro–, ¿no nos mudamos mañana? ¡Y de seguro que no vas a de­jarte atrás a tu pequeño Cluricaune Naggeneen!
¡Bueno! –pensó el señor Mac Carthy–, si has de seguirme, señor Naggeneen, no veo la necesidad de abandonar Ballinacarthy –y cargando de vino la cesta que el joven Leary, en su terror, había dejado abandonada, cerró la puerta de la bodega y volvió a reunirse con sus huéspedes.
Después de esto, el señor Mac Carthy tuvo que ir personalmente, durante años, a buscar el vino para su mesa, pues el pequeño Cluricaune Naggeneen pa­recía sentir por él un respeto personal. A pesar del trabajo de estos largos paseos, el gran señor de Balli­nacarthy vivió en la mansión de sus padres hasta edad avanzada, y fue famoso por la excelencia de su vino y el agrado de su compañía; pero cuando murió, este mismo agrado había casi agotado su bodega, y como ésta no volvió a verse nunca tan frecuentada ni tan llena, las algarazas del señor Naggeneen perdieron renombre y ahora sólo se habla de ellas entre las leyendas del país. Incluso se ha llegado a decir que el pobrecillo tomó tan a pecho la decadencia de la bodega, que descuidó su persona y se le ha visto vagar algunas veces malamente cubierto de andrajos.

ORIGEN DE LA LAGUNA DE POMACOCHAS

(Perú)
Mama-Cocha (madre laguna) parió dos hijas: una muy mala y rebelde, la de "Ochenta" (llamada así por tener ochenta huacos), y otra menos mala, la del "Tapial". La primera encontró su sitio en una jalea, situada entre San Carlos y Yurumarea, y la segunda se ubicó en la "Pampa del Tapial", cerca de Chachapoyas.
En el valle de Pamocochas (Lagunas del Puma) progresaba un pequeño pueblo, cuyos habitantes eran muy orgullosos, pues poseían grandes riquezas ex­traídas de las minas de Cullquiyacu (Cullqui, plata; Yacu, agua). Jamás hacían una obra de caridad, ni menos daban posada a los transeúntes. Los ricos odia­ban a muerte a los pobres y no adoraban al Dios verdadero, pues eran idólatras.
El Taita Amito quiso castigar a esta gente mala, y convirtiéndose en un viejecito harapiento, cubierto de sucias y asquerosas llagas, se presentó en el pue­blo. Visitó varias casas, mas los dueños le arrojaron puerta afuera, le tiraron piedras y le hicieron mor­der con sus perros.
El anciano sufría estos ultrajes en silencio, y casi al atardecer llegó a las puertas de una chocita muy pobre, donde vivía una mujer con muchos hijitos. Esta le recibió con todo cariño y le ofreció algo de comer.
El viejecito no aceptó alimento alguno, y sólo pi­dió que le dejara descansar un momento y le rega­lara una flor de azucena y otra de margarita. Luego, dijo a la buena mujer: "He caminado todo el día buscando una persona caritativa y la única que he encontrado eres tú. En premio de tu bondad te sal­varé la vida, pero es preciso que dejes tu casa y vayas esta misma tarde, con tus hijos, al cerro de Puma-Urco (Centro del Puma), porque estoy resuel­to a castigar el orgullo de esta gente. No vuelvas sino cuando veas el arco iris pintado en si cielo". Dicho esto, desapareció. Como la mujer era generosa, contó a sus vecinos lo que el anciano misterioso le había anunciado, pero éstos, llenos de incredulidad, la lla­maron loca.
Al primer canto del gallo, o sea a la medianoche, una música muy hermosa se dejó escuchar en la le­janía, la cual se hizo más clara al aproximarse al pueblo. Los habitantes, que además eran muy curio­sos, dejaron sus lechos y salieron a aguaitar. Grande fue la sorpresa de éstos cuando sobre el cerro de Tranca-Urco vieron una nube blanca que parecía una sábana, y que extendiéndose sobre la ciudad la en­volvía por completo. Asustados pretendieron huir, pero las aguas se precipitaron, sepultando en sus entrañas a todos los habitantes. Gran cantidad de bandejas de oro y plata llegaron arrastradas por la corriente; en la más grande y hermosa venía la madre de la laguna. Por último, apareció el anciano, llevando en sus manos un gran plato lleno de manteca, con peces, plantas de totora, carricillos y cortadera, así como un huevo de pato. En el mismo instante en que lo arrojó al agua, cayó un rayo y partió el huevo, y salieron volando patos y gaviotas. Los peces se multi­plicaron y las plantas bordearon la laguna.
Cuando amaneció, la señora y sus hijos vieron con asombro que el pueblo había desaparecido, y que en su lugar estaba una laguna de aguas azules y sobre ella se levantaba un deslumbrante arco iris, tal como lo había anunciado el mendigo misterioso. Ese mismo día los habitantes de Chachapoyas notaron con asom­bro también que la laguna del Tapial había desapa­recido totalmente, quedando en cambio una extensa llanura cubierta de verde yerba.
Es creencia general que las almas de los que mu­rieron a consecuencia de la inundación, se han con­vertido en "Sirenas", las cuales tienen por costumbre robar criaturas para llevarlas a vivir en su "Ciudad Encantada", bajo las aguas.
Durante muchos años la laguna de Pomacochas fue el terror de los nuevos pobladores, descendientes de la única familia sobreviviente y de otras que emigraron de los vecinos pueblos de Gualulo y Tiapollo, tales como los Chicana, los Catpo y los Ocmata.
Para calmar la furia de las aguas y de los seres que en ella habitan, pidieron al cura párroco que bendijera la laguna. El buen sacerdote aceptó gus­toso, y entrando en una balsa derramó agua bendita en los "ojos" de la laguna. En este momento se levantó una gran tempestad, y apareció un enorme pez rojo, que mordiendo al cura en el brazo, intentó hundirlo. Sus acompañantes lo salvaron, pero días después murió "secándose como un palo".
Después de este acontecimiento nadie se atrevía a navegar en la laguna, hasta que don Vidal Catpo (que vive todavía) se decidió a desafiar el peligro y la vadeó en una canoa. Desde entonces se desterró el miedo y hoy nadie la teme, pues todos los días navegan en sus aguas canoas cargadas de cosechas.

TAKISE

(Cuento haussa)
Una vaca del rebaño de un Peni se escapó en el momento preciso del parto y fue a parir en un lugar viejo. Enseguida se volvió al cercado de su amo. Los toros, al verla ya enjuta, se pusieron a buscar la cría, pero registraron en vano las malezas, no encontraron nada y volvieron tristemente al cercado, diciéndose que, sin duda, el ternero había sido devorado por las fieras.
Una vieja, que en el huerto abandonado buscaba hojas de acedera para aliñar el alcuzcuz, vio el ter­nero echado al pie de un arbusto. Se lo llevó a su casa y alimentó con salvado, mijo salado y yerba.
El ternero creció y se hizo un toro grande y gordo.
Un día llegó un carnicero a pedir a la vieja que le vendiese el toro, pero ella se negó terminante­mente.
Takisé –dijo la vieja (tal era el nombre que ha­bía dado a su cría)– no se vende.
El carnicero, enojado por la negativa, se fue en busca del rey y le dijo:
La vieja Zeynebú tiene un toro cebado, tan her­moso, que sólo tú eres digno de comértelo.
El sartyi envió al carnicero, con otros seis, al man­do de uno de sus mensajeros, a buscar al toro de la vieja. Cuando el pelotón llegó a casa de Zeynebú, el mensajero del jefe dijo:
El sartyi nos envía en busca del toro para sacri­ficarlo mañana mismo.
No puedo oponerme a la voluntad del rey –res­pondió la vieja–. No os pido más que no me quitéis a Takisé hasta mañana por la mañana.
Al día siguiente, cuando amanecía, el dansama y los siete carniceros se presentaron en casa de la vieja y se dirigieron a la estaca en que estaba amarrado Takisé. El toro salió a su encuentro resoplando, la cuerna baja. Los ocho hombres, asustados, retroce­dieron, y el dansama, llamando a la vieja, dijo:
¡Eh! Vieja, dile al toro que se deje echar una cuerda al pescuezo.
La vieja se acercó al toro:
Takisé, Takisé mío, déjales echarte la cuerda al pescuezo.
Entonces el toro les dejó hacer así. Le pusieron el cabestro y le ataron una cuerda a una pata, para lle­varlo a casa del sartyi. Llegados delante del rey, los carniceros tumbaron al toro de costado, le ligaron los cuatro remos, y uno de aquellos, armado de un cuchillo, se le acercó para degollarlo; pero el cuchillo no cortó ni un pelo del animal, porque Takisé tenía el poder de impedir que el cuchillo penetrase en su carne.
El jefe de los carniceros rogó al sartyi que hiciese venir a la vieja. Declaró que sin ella sería imposible degollar a Takisé, que debía de tener un grigri contra el hierro. El sartyi llamó a la vieja y le dijo:
Si no se consigue degollar al toro sin más tar­danza, mandaré que te corten el cuello.
La vieja se acercó al toro, que seguía atado y ten­dido de costado, y le dijo:
Takisé, Takisé mío, déjate degollar. Todo por el sartyi.
Entonces el mayoral de los carniceros degolló a Ta­kisé sin impedimento alguno. Los carniceros desolla­ron la res, la descuartizaron y llevaron toda la carne al sartyi. Este les mandó que entregasen a la vieja por la parte que le correspondía, la grasa y las tripas.
La vieja lo puso todo en un canasto viejo y se lo llevó a su casa. Llegada que fue a su casa, depositó grasa y tripas en una tinaja grande, porque no se sentía con ánimos para comerse al animal que había criado y a quien tanto quería.
La vieja no tenía hijos ni esclavos, y se arreglaba ella misma la casa; pero ocurrió que en cuanto hubo depositado los restos de Takisé en la tinaja, todos los días se encontraba la cabaña barrida y las tina­jas llenas de agua hasta el borde. Y así ocurría en cuanto se ausentaba un momento. Era que la grasa y las tripas se cambiaban todas las mañanas en dos jovencitas, que cuidaban de la casa.
Una mañana, la pobre mujer se dijo: "Hoy mismo he de saber quién me barre la casa y me llena las tinas". Salió de la cabaña, cerró la entrada con un seko y, ocultándose tras él, se sentó y espió por los intersticios del cañizo lo que iba a suceder en el interior.
Apenas se había sentado oyó ruido en la cabaña. El ruido provenía del frote de unas escobas contra el suelo. Entonces derribó bruscamente el seko, y vio a las dos jovencitas que corrían a meterse en la tina.
¡No os escondáis! –les gritó–. Yo no tengo hijas, ya lo sabéis: viviremos aquí las tres en familia.
Las jovencitas dejaron de huir y fueron al encuen­tro de la vieja. Esta impuso a la más bonita el nom­bre de Takisé, y llamó a la otra Aissa.
Estuvieron mucho tiempo con la vieja sin que na­die advirtiese su presencia, porque nunca salían. Un día se presentó un gambari a pedir de beber. Takisé le sirvió el agua, pero el forastero se quedó tan pren­dado de su hermosura que no pudo beber.
Cuando cumplimentó al rey, el gambari le contó que en casa de una vieja de la aldea había visto una joven de belleza sin par.
Es una joven –concluyó– que sólo puede casarse con un sartyi.
El sartyi ordenó en el acto a un griot que fuese, en compañía del diula, a buscar a la joven. Takisé se presentó, seguida de la vieja.
Tu hija es prodigiosamente bella –dijo el sartyi–. Quiero tomarla por esposa.
Sartyi –dijo la vieja–: consiento en dártela por esposa, pero que nunca salga al sol ni se acerque a la lumbre, porque se derretiría como manteca.
El sartyi prometió a la vieja que Takisé no saldría nunca en las horas de sol ni se ocuparía de cocina. De esta manera no había miedo de que se expusiese al calor, que le era funesto.
Takisé se casó con el rey, que le concedió el puesto de mujer predilecta. La que antes ostentaba ese rango cayó en la situación de las mujeres ordinarias, que no deben acercarse al marido a menos que él se lo ordene expresamente.
Al cabo de siete meses, el sartyi se fue de viaje. Al día siguiente las mujeres del sartyi se reunieron y dijeron a Takisé:
Eres la favorita del jefe y nunca trabajas. Si ahora mismo no nos tuestas estos granos de sésamo te mataremos y arrojaremos tu cuerpo en las letri­nas.
Takisé, asustada por la amenaza, se acercó a 'a lumbre para tostar los granos de sésamo en un le­brillo, y, según estaba vigilando la torrefacción, em­pezó a derretirse como manteca al sol y transfor­marse en una grasa fluida que dio origen a un gran río.
Las otras mujeres del rey asistían, sin conmoverse, a esta metamorfosis; terminado todo, la antigua fa­vorita les dijo esto:
Ahora, tenedlo por cierto, estamos perdidas sin remedio, porque el sartyi, en cuanto vuelva de viaje, hará que nos corten la cabeza. Seguramente no nos perdonará haber obligado a su favorita a trabajar junto a la lumbre hasta que se ha derretido por completo. Y la primera que decapiten seré yo.
Hasta el retorno de su marido las mujeres vivieron bajo el temor de una muerte inevitable.
Algunos días después, el sartyi volvió de su viaje. Sin beber siquiera el agua que le brindaban, llamó a su favorita:
¡Takisé! ¡Takisé!
Entonces la antigua favorita se acercó y le dijo:
Sartyi y marido, no puedo ocultarte nada. En tu ausencia, las niñas (así llamaba a las concubinas) han hecho trabajar a Takisé junto a la lumbre. Se ha derretido como manteca y, al derretirse, se ha formado aquel río nuevo que ves allí lejos.
¡Que me den a Takisé! Tal era la idea del sartyi. Echó a correr en dirección al río, seguido de la antigua favorita.
Cuando llegaron a la orilla, el rey se cambió en hipopótamo y se sumergió en busca de Takisé. La ex íavoílta, que amaba sinceramente a su marido, tomó la forma de un caimán y se echó también al agua, por no separarse del sartyi.
Desde entonces, hipopótamos y caimanes no han dejado de vivir en los esteros.

LEYENDA DE LA PLANTACIÓN DEL MAÍZ

(Cuento yoruba)
Cuentan las crónicas que las primeras ciudades fundadas en la selva de Egba fueron Kesí, Kesuta y Aké. Después, otras ciudades se apresuraron a poner sus cimientos. Como vivían en paz, pensaron en nom­brar un rey de su seno. Consultados los hados, desig­naron un hombre llamado Odjoko, amigo del jefe de los habitantes de Kesí. Entonces le proclamaron rey. En aquella época los géneros comestibles no eran muy variados en las otras ciudades; el maíz se daba únicamente en Kesí, y en las otras ciudades no lo había.
El rey Odjoko había dicho a sus gentes que no vendiesen grano a los otros egbas sin sumergirlo pre­viamente en agua caliente. Poco después el jefe de Aké dio a su hija Adechiku en casamiento al rey Odjoko.
Por ella supieron los otros egbas la astucia de que eran víctimas. Un día, el Alaka preguntó a su hija cómo lograría plantar en sus tierras buen grano de maíz. La hija le respondió:
Padre, bien sabes que está expresamente prohi­bido entregar grano bueno, y quien infringe la pro­hibición incurre en pena de muerte; pero, por el amor que te profeso, como hija tuya, haré una prueba, aunque puede costarme la vida.
Entonces comenzó a pensar cómo se las arreglaría para conseguir su intento. Se le ocurrió la idea si­guiente. Dos días después envió a decir a su padre que le enviase tres pollos. Llegados que fueron, los cebó con buen grano; envió a decir a su padre con el emisario que los matase, reuniese los granos que tenían en el buche y que los plantase. Lo hizo así el padre, y se asombró de ver que los granos germina­ban en sus tierras; pero no dijo nada a nadie hasta que la planta echó espigas y maduró.
Después que el Alaka descortezó el maíz, envió gra­nos a todos los egbas para sembrar. Lo sembraron, lo cosecharon, lo comieron y se maravillaban de ver que el maíz se daba en sus tierras lo mismo que en Kesí. Tuvieron asamblea y, coléricos, resolvieron mover guerra a Idjoko, donde vivía Odjoko; destruyeron la ciudad y mataron a muchos habitantes, para vengar­se a causa del grano.

LOS CUATRO JÓVENES Y LA MUJER

(Cuento basuto)
Cuentan que había en otro tiempo cuatro jóvenes. Había también una mujer. Esta mujer vivía en la ver­tiente de una colina pequeña. Los cuatro mozos vi­vían en otra colina. Los mozos se dedicaban a cazar animales fieros. La mujer no sabía cazar; perma­necía sentada, sin hacer nada, sin tener qué comer. Los mozos cazaban animales fieros y se alimentaban de su carne.
Uno de ellos dijo:
Allí hay un ser semejante a nosotros. ¿Quién caza para él, puesto que se pasa el día sentado?
Otro respondió:
No es semejante. Es un ser que no puede cazar animales como nosotros cazamos.
Replicó el primero:
Tiene manos, pies y cabeza, como nosotros. ¿Por qué no ha de ir también de caza?
Otro dijo:
Voy a ir a ver qué clase de persona es.
La encontró sentada, como siempre. Le preguntó:
¿Cómo eres tú?
Respondió ella:
No como nada; me alimento de agua.
¿De veras?
Sí.
Volvió a sus compañeros y les dijo:
No es Un ser de nuestra especie; es de una espe­cie muy diferente; es un ser que no puede ir de caza.
Le preguntaron:
¿Qué forma tiene?
Tiene, como nosotros, manos, pies y cabeza; en lo demás no se nos parece.
¿Enciende lumbre?
No, vive sin lumbre.
¿Qué come?
Bebe agua; no come absolutamente nada.
Los otros mozos se maravillaron. Y, acostándose, se durmieron.
Al día siguiente fueron de caza y volvieron con las piezas cobradas. Entonces uno de ellos dijo:
Compañero, voy a dar un pedazo de carne a esa persona, a ver si la come.
Y, efectivamente, cortó un pedazo de carne, tomó lumbre, reunió estiércol seco y fue donde estaba la mujer, echó lumbre, asó la carne y se la dio, di­ciendo:
Toma y come.
La mujer tomó la carne y se la comió. El mozo la vio comer y se maravilló. Entonces le dio otro pe­dazo de carne, diciendo:
Toma y ásalo tú misma.
Después se volvió con sus compañeros y les dijo:
Esa persona ha comido carne igual que nosotros; pero no es de nuestra especie, porque no puede matar caza.
La mujer estaba desnuda; también los mozos, pero ellos se cubrían con pieles frescas de los animales que mataban; no sabían curtirlas ni conservarlas. Llevaban las flechas enredadas en la cabellera. Al día siguiente el joven volvió a buscar a la mujer y le llevó carne. Los otros le dijeron:
Si vas a estar cazando para esa persona, no te daremos ya parte en nuestras presas.
Cuando la mujer se hartó de carne tuvo sed; en­tonces tomó arcilla y formó un vasito; lo puso al sol para secarlo, y enseguida fue a tomar agua en el vaso; pero se rajó. La mujer, disgustada, fue a beber, como siempre, de bruces en el agua.
Empezó a hacer otro vaso de arcilla, después otro, los secó al sol, reunió estiércol seco y encendió lumbre para cocer los vasos; terminados, fue a buscar agua y vio que el agua no los destruía. Puso en uno de ellos agua y carne y lo arrimó a la lumbre. Cocida la carne, la sacó del vaso, la puso en una piedra lisa y se la comió; pero dejó un pedazo en el vaso.
El hombre llegó, trayendo la caza que acababa de matar. Ella le dijo:
Come un poco de esto, ya verás lo bueno que está.
El mozo comió la carne, bebió el caldo y se mara­villó. Después volvió con sus compañeros, y les dijo:
Compañeros: aquella persona moldea la arcilla; en un vaso toma agua, en otro hierve la carne; pro­bad la carne que ha cocido. Seguramente, esa persona no es de nuestra misma especie.
Maravillado, fue otro de ellos en busca de la mujer, la miro, comió la carne, bebió el caldo y se quedó estupefacto al ver los vasos de arcilla que había mol­deado. Volvió a sus compañeros, y les dijo:
Es un ser de otra especie.
Entonces, el joven que se había ocupado primero de ella, permaneció con la mujer, y le llevaba todos los días la caza que mataba; ella, por su parte, se la preparaba lo mejor que podía. Los otros tres mozos se fueron, dejando a su compañero con la mujer. De este modo vivieron juntos.

EL GATO Y EL RATON HACEN VIDA EN COMÚN

(Hermanos Grimm)
Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad, que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común.
Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre –dijo el gato–. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; al fin caerías en alguna ratonera.
Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presen­tó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato:
Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.
Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:
Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho pa­drino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.
Muy bien –respondió el ratón–¡ vete en nom­bre de Dios, y si te dan algo bueno para comer acuér­date de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.
Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima al­guna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el pu­chero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; des­pués se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer.
Bien, ya estás de vuelta –dijo el ratón–; a buen seguro que has pasado un buen día.
No estuvo mal –respondió el gato.
¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?
"Empezado" –repuso el gato secamente.
¿"Empezado"? –exclamó su compañero–. ¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?
¿Qué le encuentras de particular? –replicó el ga­to–. No es peor que "Robamigas", como se llaman tus padres.
Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón:
Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.
El bonachón del ratoncito se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciu­dad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero.
Nada sabe tan bien –dijose para sus adentros-como lo que uno mismo se come.
Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón:
¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?
"Mitad" –contestó el gato.
¿"Mitad"? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre: apuesto a que no está en el ca­lendario.
No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca
Las cosas buenas van siempre de tres en tres –dijo al ratón–. Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blan­co en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca fre­cuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?
¡"Empezado", "Mitad"! –contestó el ratón–. Estos nombres me dan mucho que pensar.
Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza –dijo el gato–, claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.
Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero:
Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha terminado todo –díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.
Seguramente no te gustará tampoco –dijo el ga­to–. Se llama "Terminado".
¡"Terminado"! –exclamó el ratón–. Este sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡"Terminado"! ¿Qué diablos querrá decir?
Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir. Ya no volvieron a invitar al gato a ser padri­no, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitan­za, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva.
Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá de perlas.
Sí –respondió el gato–, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.
Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío.
¡Ay! –clamó el ratón–. Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero "empezado", luego "mitad", luego...
¿Vas a callarte? –gritó el gato–. ¡Si añades una palabra más te devoro!
..."terminado" –tenía ya al pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado.

EL LOBO Y LAS SIETE CABRITAS

(Hermanos Grimm)
Erase una vez una vieja cabra que tenía siete ca­britas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
Hijas mías –les dijo–, me voy al bosque: mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis en seguida por su bron­ca voz y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.
Despidióse la vieja con un balido y, confiada, em­prendió su camino. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.
Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
No te abriremos –exclamaron–. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:
Abrid hijitas –dijo–. Vuestra madre os trae algo a cada una.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron:
No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
Mira, me he lastimado un pie: úntamelo con un poco de pasta.
Untada que tuvo la pata, fue al encuentro del mo­linero:
Échame harina blanca en el pie –díjole. El mo­linero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio; pero la fiera lo ame­nazó–: Si no lo haces, te devoro –el hombre, asus­tado, le blanqueó la pata Si, asi es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta, y, llamando, dijo:
Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bos­que.
Las cabritas replicaron:
Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus pa­labras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuar­ta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas unas tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeña, que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina rota en mil pedazos; las mantas y almo­hadas por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no apa­recieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la voz a la última, la cual, con vocecita queda, dijo:
Madre querida, estoy en la caja del reloj.
Sacólo la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la ma­dre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al obser­varlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
¡Válgame Dios! –pensó–. ¿Si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún?
Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo. y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando sal­taron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su rego­cijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta. brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.
Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed. encaminóse a un pozo para beber. Mien­tras andaba, moviéndose de un lado a otro, los gui­jarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas. Mas ahora parecen chinitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:
¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!
Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.


EL PERRO Y EL GORRIÓN

(Hermanos Grimm)
A un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó, tris­te y pesaroso. Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó:
Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?
Y respondióle el perro:
Tengo hambre y nada que comer..
Aconsejóle el pájaro:
Hermano, vente conmigo a la ciudad; yo haré que te hartes.
Encamináronse juntos a la ciudad, y al llegar fren­te a una carnicería, dijo el gorrión al perro:
No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne –y situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo. Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión:
Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes.
Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro:
Hermano perro, ¿estás ya harto?
De carne, sí –respondió el perro–, pero me falta un poco de pan.
Dijo si gorrión:
Ven conmigo, lo tendrás también –y llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración. Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión:
Hermano perro, ¿estás ahora harto?
Sí –respondió su compañero–. Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras.
Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro:
Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita.
Duerme, pues –asintió el gorrión–; mientras tanto, yo me posaré en una rama.
Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido.
En ésta, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino. Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle:
¡Carretero, no lo hagas o te arruino! Pero el hombre, refunfuñó entre dientes:
No serás tú quien me arruine –restalló el lá­tigo y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo.
Gritó entonces el gorrión:
Has matado a mi hermano el perro, pero te cos­tará el carro y los caballos.
¡Bah!, ¡el carro y los caballos! –se mofó el conductor–. ¡Me río del daño que tú puedes causar­me! –y prosiguió su camino.
El gorrión se deslizó debajo de la lona, y se puso a picotear una espita, hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el ca­rretero lo notase, y se vació todo el barril. Al cabo de buen rato, volvióse el hombre, y al ver que go­teaba vino, bajó a examinar los barriles, encontrando que uno de ellos estaba vacío.
¡Pobre de mí! –exclamó.
-Aún no lo eres bastante –dijo el gorrión, y vo­lando a la cabeza de uno de los caballos, de un pico­tazo le sacó un ojo. Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo, pero la avecilla escapó y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte que cayó muerto.
¡Ay, pobre de mí! –repitió el hombre.
¡Aún no lo eres bastante! –gritóle el gorrión, y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose, a su vez, el segundo barril. Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar:
¡Ay, pobre de mí!
A lo que replicó su enemigo.
¡Aún no lo eres bastante! –y posándose en la cabeza del segundo caballo saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pá­jaro escapaba, volando.
¡Ay. pobre de mí!
Aún no lo eres bastante –repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo. Enfure­cido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro, y errando otra vez la puntería mató al tercer animal.
¡Ay, pobre de mí! –exclamó.
¡Aún no lo eres bastante! –repitió una vez más el gorrión–. Ahora voy a arruinar tu casa - y se alejó volando.
El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y deses­perado:
¡Ay! –dijo a su mujer–, ¡qué día más desgra­ciado he tenido! He perdido el vino y los tres caba­llos están muertos.
¡Ay, marido mío! –respondióle su mujer–. ¡Que diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo.
Subió el hombre al granero y encontró miliares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el gra­no, y en medio de ellos estaba el gorrión. Y volvió a exclamar el hombre:
¡Ay, pobre de mí!
Aún no lo eres bastante –repitió el pájaro – : Carretero, aún pagarás con la vida –y echó a volar.
El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa, mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana:
¡Carretero, pagarás con la vida!
Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra d pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales, sin tocar a su perseguidor. Este saltó al interior de la estancia, y posándose sobre el horno repitió:
¡Carretero, pagarás con la vida!
Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así des­truyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo. Por fin logró cogerlo con la mano, y entonces, dijo la mujer:
¿Quieres que lo mate de un golpe?
¡No! –gritó él–: Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más. ¡Me lo voy a tragar! –y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca, y, asomando la cabeza:
¡Carretero, pagarás con la vida! –le repitió por última vez.
Entonces e] carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo
¡Dale al pájaro en la boca!
La mujer descargó el golpe, pero, errando la pun­tería partió la cabeza a su marido, el cual se des­plomó, muerto, mientras el gorrión escapaba volando.

LA ZORRA Y EL CABALLO

¡Hermanos Grimm)
Tenía un campesino un fiel caballo, ya viejo, qui­no podía prestarle ningún servicio. Su amo se de­cidió a no darle más de comer y le dijo:
Ya no me sirves de nada: mas para que veas que te tengo cariño, te guardaré si me demuestras que tienes aún la fuerza suficiente para traerme un león. Y ahora, fuera de la cuadra.
Y lo echó de su casa.
El animal se encaminó tristemente al bosque, en busca de un cobijo. Encontróse allí con la zorra, la cual le preguntó:
-¿Qué haces por aquí, tan cabizbajo y solitario?
¡Ay! - respondió el caballo–. La avaricia y la lealtad raramente moran en una misma casa. Mi amo ya no se acuerda de los servicios que le he ve­nido prestando durante tantos años, y porque ya no puedo arar como antes, se niega a darme pienso y me ha echado a la calle.
¿Así, a secas? ¿No puedes hacer nada para evi­tarlo? –preguntó la zorra.
El remedio es difícil. Me dijo que si era lo bas­tante fuerte para llevarle un león, me guardaría. Pero sabe muy bien que no puedo hacerlo.
Yo te ayudaré. Túmbate bien y no te muevas, como si estuvieses muerto.
Hizo e) caballo lo que le indicara la zorra, y ésta fue al encuentro del león, cuya guarida se hallaba a escasa distancia, y le dijo:
Ahí fuera hay un caballo muerto; si sales, podrás darte un buen banquete.
Salió el león con ella, y cuando ya estuvieron junto al caballo, dijo la zorra:
Aquí no podrás zampártelo cómodamente. ¿Sabes qué? Te ataré a su cola. Así te será fácil arrastrarlo hasta tu guarida, y allí te lo comes tranquilamente
Gustóle el consejo al león, y colocóse de manera que la zorra, con la cola del caballo, ató fuertemente
las patas del león, y le dio tantas vueltas y nudos que no había modo de soltarse. Cuando hubo termi­nado, golpeó el anca del caballo y dijo:
- ¡Vamos, jamelgo, andando!
Incorporóse el animal de un salto y salió al trote, arrastrando al león. Se puso éste a rugir con tanta fiereza que todas las aves del bosque echaron a volar asustadas: pero el caballo lo dejó rugir y, a campo traviesa, lo llevó arrastrando hasta la puerta de su amo.
Al verlo éste, cambió de propósito y dijo al animal:
Te quedarás a mi lado, y lo pasarás bien –y en adelante, no le faltaron al caballo sus buenos piensos, hasta que murió.

EL TIGRE Y EL ZORRO

(Argentina)
Cierto día encontró el zorro a su tío tigre comiendo una presa y le pidió le hiciera parte de ella, pues llevaba el estó­mago vacío, pero el tigre se negó. El vengativo sobrino es­peró a que su tío duerma y entonces le amarró a la cola una vejiga llena de avispas, que al volar dentro de ella ha­cían un fuerte zumbido. El zorro, con un grito de alarma, le dijo:
Tío, huya que viene persiguiéndolo una guardia ar­mada.
El tigre se dio a una carrera desesperada, llevando siempre detrás el ruido que producían los que creía sus perse­guidores. Cuando se dio cuenta de la broma, juró tomar desquite.
Entonces se tendió en medio de la cueva y simuló estar muerto, mientras su mujer invitaba para el velorio al quir­quincho, a la charata, al cuervo, a la comadreja y otros co­nocidos. También buscó al zorro y le dijo:
Sobrino Juan, tu tío ha muerto y te nombró tutor de tus primos; es necesario que vayas a nuestra casa a cumplir tu misión.
El astuto Juan llegó hasta la puerta y vio a su tío velán­dose, pero desconfiado siempre, dijo:
Yo voy a creer que está muerto sólo que mi tío mueva la cola.
El tigre, para convencerlo, sacudió fuertemente la cola. Entonces el zorro, dando media vuelta, dijo:
Muerto que mueve la cola es porque no está muerto.
Y echando patas al aire, exclamó mientras corría: ¡Patitas, para cuándo si no son para agora!

JUAN Y EL SURI

(Argentina)
Juancito hacía mucho tiempo que lo quería comer al suri y nunca lo podía pillar porque era muy ligero y se dis­paraba. Un día se encontraron en el campo y le dice el zo­rro al suri:
Oiga, compadre, a usted le hacen falta unos zapatos para que no se lastime las patas cuando corre en el campo, ¿no le parece?
Cierto - le respondió el suri-; pero no encuentro za­patero que me los haga.
¡Ah! Si es por eso no se aflija, que yo se los puedo hacer.
Y ahí no más le tomó las medidas de las patas.
El zorro había robado de un puesto un pedazo de cuero crudo y muy contento se puso a fabricarle los zapatos. Se los hizo bien ajustados a los pies y antes de colocárselos los humedeció; se los colocó y lo mandó a que corra un poco al sol.
El suri salió muy ufano con sus zapatos nuevos y al rato el cuero crudo mojado le fue retobando los pies, los dedos se le juntaron y no pudo correr más y ahí quedó plantado. El zorro, que lo iba siguiendo, aprovechó para comerlo.

LA HORMIGUITA

(Puerto Rico)
Pues la hormiguita salió de su cueva y como era. el invierno muy frío y había caído mucha nieve en )a tierra, se le yeló la patita. Y dijo la hormiguita: "Nieve, qué brava eres tú, que me pelaste la patita".
Pero entonces le dijo la nieve: "Más bravo es el sol que me derrite".
Y la hormiguita fue donde el sol y le dijo: "Sol qué bravo eres tú que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el sol: "Más brava es la nube que me cubre".
Y la hormiguita fue donde la nube y le elijo: "Nube, qué brava eres tú que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la nube: "Más bravo es el viento que me desbarata".
Y la hormiguita fue donde el viento y le dijo: "Vien­to, qué bravo eres tú que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi pata".
Pero entonces le dijo el viento: "Más brava es la pared que me detiene".
Y la hormiguita fue donde la pared y le dijo: "Pared, qué brava eres tú que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la pared: "Más bravo es el ratón que me agujera".
Y la hormiguita fue donde el ratón y le dijo: "Ra­tón, qué bravo eres tú que agujera la pared, paree? que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el ratón: "Más fuerte es el gato que me come".
Y la hormiguita fue donde el gato y le dijo: "Gato, qué bravo eres tú que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que de­rrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el gato: "Más bravo es el perro que me mata".
Y la hormiguita fue donde el perro y le dijo: "Perro, qué bravo eres tú que mata al gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que de­tiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que veló mi patita".
Pero entonces le dijo el perro: "Más bravo que yo es el palo que me mata".
v la hormiguita fue donde el palo y le dijo: "Palo, qué bravo eres tú que mata al perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que des­barata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nievo, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el palo: "Más bravo que yo es el fuego que me quema".
Y la hormiguita fue donde el fuego y le dijo: "Fue­go, qué bravo eres tú que quemas el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que de­tiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el fuego: "Más brava que yo es el agua que me apaga".
Y la hormiguita se fue donde el agua y le dijo: "Agua, qué brava eres tú que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata al perro, perro que mata al gato, gato que come ratón, ratón que agu­jera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita''.
Pero entonces le dijo el agua: "Más bravo que yo os d buey que me bebe".
Y la hormiguita fue donde el buey y le dijo: "Buey, que bravo eres tú que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ra­tón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el buey: "Más bravo es el cuchillo que me mata".
Y la hormiguita fue donde el cuchillo y le dijo: "Cuchillo, que bravo eres tú que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que ma­ta el gato, gato que come el ratón, ratón que agu­jera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que de­rrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el cuchillo: "Más bravo que yo es el hombre que me hace".
Y la hormiguita fue donde el hombre y le dijo: "Hombre, qué bravo eres tú que hace el cuchillo, cuchillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el hombre: "Más brava que yo es la muerte que me mata".
Y la hormiguita fue donde la muerte y le dijo: "Muerte, que brava eres tú que mata el hombre, hom­bre que hace el cuchillo, cuchillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fue­go que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la muerte: "Más bravo que yo es Dios que me manda".
Y la hormiguita fue donde Dios y le dijo: "Dios, qué bravo eres tú que manda la muerte, muerte que mata el hombre, hombre que hace el cuchillo, cu chillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Y Dios se apiadó de la pobre hormiguita y le dijo que se fuera a su cuevita, y cuando la hormiguita llegó allí se encontró son su patita que se le había curado en el camino.

EL CUENTO DEL CHIVO

(Puerto Rico)
Pues señor, había una vez y dos son tres, un viejito que vivía con su viejita en un bohío muy chiquito pero muy bonito. Y los dos viejitos se querían mucho y nunca hacían nada sin ayudarse mutuamente. Y sucedió que los viejitos habían sembrado delante del bohío muchas semillas y habían hecho una gran hor­taliza. Y en esta hortaliza tenían lechugas, pimiento'1, tomates, nabos, rábanos, calabazas, maíz, yaulías y otras cuantas verduras buenas para comer y vender. Y también tenían una talita de maíz que ya estaba con mazorcas lo más bonitas y hermosas.
Pues señor, que los viejitos estaban muy contentos y satisfechos de la ayuda que Dios les había dado, y pensaban en lo bueno que iban a comer y los chavos que iban a ganar vendiendo lo que no pudieran co­merse. Y el viejito estaba encantado con las lechu­gas y la viejita con los rábanos y con el maíz.
Y por la mañana cuando se levantaban, el viejito se asomaba a la ventana y le decía a su viejita:
María, mi jija, ¡mira qué jermosa ejtán mi lechugas! No hay náa en ejte sembrao como mij lechugas.
Y el viejito se reía de gozo, y levantando su bastón le hacía cosquillas a la viejita. Pero ésta se asomaba entonces y llamando a su viejito le decía:
¡Ay, Ramón, mi jijo! ¡Cuidao que tú ejtáj siego! Ponte ejpejueloj, mi jijo, pa que pueaj y el bien. ¡Lo máj jelmoso que hay en toa la tala ej mi máij y dimpuéj de mi máij mij rábanoj! ¡Qué coloraitoj ejtán loj rábanoj y qué veldesita ejtan laj mataj de máij i
Y le metía al viejito un pellizco que le hacía decir que sí, que él estaba equivocado.
Y así pasaban los días, y una mañana, cuando el viejito se levantó y fue a la ventana a saludar el día, vio entre sus lechugas un bulto raro que parecía un animal. Volvió a mirar y entonces vio que aquel bulto se parecía a un chivo. Llamó a su viejita y le preguntó si ella veía lo mismo que él. Ella miró y comprendió que era un chivo.
Entonces el viejito empezó a andar a donde estaba el chivo, y corno era tan viejo se apoyaba en su bas­tón. Cuando llegó cerca del chivo, le dijo:
Buenos días, señor Chivo. Yo venía a suplicarle que no se coma mij rábanoj y mij lechugaj, puej noj han costao mucho trabajo. Ya usté se ha comió bas­tante y nojotroj semoj viejoj y no podemoj tragajal máj. Se lo pío pol su mae, báyase, siñol Chivo, y déjenoj gosal de nuestro trabajo.
Pero el chivo por toda contestación bajó la cabe­za y se puso en posición de embestirle, y éste, al ver aquello, empezó a andar como si fuera un joven, y llamando a su viejita le decía:
María, mi jija, ábreme, la puelta que el Chivo me faja, me faja si me alcansa. ¡Bendito sea Dioj! ¡Tan­to como jemoj trabajao pa que agora benga ese dia­blo de Chivo a comelse too lo que díbamoj a cose-chal! ¿Qué va a sel de nojotroj, María?
Ten calma, mi jijo, Ustéej loj jombrej no saben jasel laj cosaj. Déjame dil donde el siñol Chivo. Yo le desplicaré ejta cuestión mejol que tú, y ademáj como soy mujel me atenderá mejol que a ti. Nojotraj laj mujerej siempre sacamos mejol paltío en ejta vía. Aguáldate y tú veraj como a mí me ascucha lo que le voy a isil.
Y la viejita se fue donde el Chivo.
Siñol Chivo, buenos días. Benía a isirle a usté que esa tala de máij m'ha costao mucho trabajo, y que soy una pobrecita vieja y que mi marío y yo semoj mu biejo y usté ej joben y...
El chivo bajó la cabeza, se preparó para embestir y dijo:
Mire, con pantalones o con faldas, lo mismo da. Largúese de aquí antes de que yo la coja con mis cuernos y acabe con usté, porque si no.. .
¡Ay, Ramón! ¡Pol tu mae, abre la puelta ligero, que me coge el chivo! ¡Abre, mi jijo, abre, que me coge! ¡Ay, mi jijo qué animal más encibil!
Y la pobre viejita cayó en un sillón, y temblaba como si tuviera mucho frío.
Y los dos viejitos no sabían qué hacer para des­prenderse de aquel animal que había venido a abu­sar de ellos y a comérseles toda la hortaliza que ellos habían cuidado con tanto trabajo. ¡Y lloraba la vie­jita, y lloraba el viejito! Y cuando más tristes esta­ban, el viejito sintió una picada en la oreja y fue a rascarse; y al rascarse le cayó en la mano una cosa y vio que era una hormiguita brava. Y oyó que la hormiguita le decía:
Si ustedes quieren que yo les libre de ese chivo que se esta comiendo la hortaliza y la tala, prepá­renme un saquito de azúcar y otro de harina para llevarles a mis hijitos y yo les respondo porque el chivo se vaya y no vuelva a venir.
Los viejitos dijeron que si, que como no, que ellos le preparaban los dos saquitos, uno de azúcar y otro con harina para que se los llevara a sus hijitos: pero que les librara del chivo.
Y antes de que lo supieran, la hormiguita se tiró al suelo y anda y anda y anda y anda hasta que llegó donde el chivo, y sin decirle nada, empezó a subír­sele por una de las patas de alante hasta que llegó a la frente, y le picó duro. El chivo levantó la pata para rascarse, pero ya la hormiguita estaba picán­dole la barriga, y el chivo levantó una de las patas de atrás para rascarse, pero la hormiguita se había pasado al otro lado y le estaba picando en el costado y le esta picando, y el chivo no tenía bastantes patas para rascarse, y la hormiguita seguía picándole por todo el cuerpo y el chivo sufriendo sin poder rascarse, y creyendo que la tala y la hortaliza estaban llenas de hormigas, el chivo se echó en la tierra, se acostó y empezó a dar vueltas sobre el terreno para librarse así de las hormigas, pero el terreno era cuesta abajo y el chivo empezó a rodar y a rodar y a rodar, mien­tras que la hormiguita volvió a su casa, a la de los viejitos, cogió sus saquitos, uno de azúcar y otro de harina para llevar a sus hijitos, y los viejitos se pu­sieron lo más contentos al verse libres del chivo, fueron muy felices, y el chivo, sigue dando vueltas y vueltas para librarse de las hormigas. Los dos viejitos gozando, el diablo del Chivo rodando, las hormiguitas riendo, y colorín colorao, ya mi cuen­to está acabao, y si no te ha gustao, échate pa'l otro lao.

LA CAPTURA DEL DRAGON

(Tradición hitita)
Cierta vez el dios del viento y el dragón de las profundidades entablaron violenta querella, preten­diendo cada uno de ellos ser más poderoso que el otro. Finalmente se fueron a las manos, y el dragón llevó la mejor parte, poniendo a su rival de oro y azul.
Con el cuerpo dolorido y el amor propio mortifi­cado, el dios del viento se propuso tomar el desqui­te de su rival por medio de una triquiñuela: para ello lo invitaría a un banquete, lo emborracharía, y así podría vencerlo con facilidad. De modo que llamó a la diosa Inaras y le ordenó que preparase un festín suntuoso, al cual invitaría no sólo a los dioses sino también a su contrincante el dragón.
Inara hizo lo que se le ordenaba, y poco tiempo después estaban ya tendidas las mesas, cubiertas de toda variedad de manjares apetitosos y de vasos rebosantes de vino y otras bebidas.
Pero al mismo tiempo la diosa decidió por su cuen­ta mejorar si plan del dios de las tormentas, y ase­gurar su éxito doblemente.
"Supongamos –pensó– que el dragón no se embria­gara; entonces todos les dioses quedarían a su mer­ced, e irían a un desastre seguro si trataran de dominarlo. Mejor es que un mortal arriesgue el pes­cuezo y no que alguno de los inmortales se vea en un mal trance."
Se fue, pues, a la ciudad de los hombres, y al en­contrarse con un hombre llamado Hupasiyas le rogó que fuese al banquete y que capturase al dragón.
Pero Fupasiyas no temía menos al dragón que la misma diosa, pues bien sabía que allí donde había fracasado el más forzudo de los dioses difícilmente podía esperar la victoria un simple mortal, a menos que alguien lo dotara de energías sobrehumanas.
Ahora bien: de acuerdo con la creencia de los antiguos, había una forma segura de obtener seme­jantes fuerzas, pues si un hombre yacía con una diosa, el amor de ésta le comunicaba algo de su divinidad. De manera que Hupasiyas puso la condi­ción de que Inaras le otorgara sus favores, y ésta aceptó gustosamente.
Luego de cumplir su promesa, la diosa condujo a Hupasiyas al lugar del banquete y lo escondió con toda cautela.
Cuando todo estuvo listo, Inaras se puso sus me­jores ropas y se fue en persona a invitar al dragón.
El monstruo no se hizo rogar, pues los dragones son golosos y jamás pueden resistirse a un festín. De manera que abandonó su guarida, rodeado de todos sus servidores, y subió prontamente a sentarse junto a los dioses, arrasando con los platos de viandas y vaciando los jarros de vino. Pero cuanto más devo­raba y tragaba, más se iba hinchando su cuerpo, hasta que se encontró tan repleto que su piel ame­nazaba con estallar. Entonces, al ver que ya no podía comer ni beber más, se levantó de la mesa 2011 paso vacilante y se dirigió tambaleándose a su morada. ¡Pero cuando llegó a ésta comprobó que había engordado tanto que por más que coleara y se revolviera, por más que se retorciera y culebreara, era incapaz de introducirse en su cueva!
Este era el momento que el dios de las tormentas e Inaras habían estado esperando. En menos que canta un gallo salió Hupasiyas de su escondite y ama­rró al dragón con una cuerda; luego de eso, el dios del viento no tuvo más que llegar y degollarlo.
Pero para Inaras el fin del dragón fue el comienzo de una preocupación nueva. De improviso, una idea terrible se cruzó por su mente: si Hupasiyas vol­viera a su casa, ciertamente transmitiría a su esposa el poder divino que había recibido. Ella, a su vez, lo pasaría a sus hijos, y así, con el tiempo, surgiría una familia de hombres iguales a los dioses. Inaras pensó que tal perspectiva tenía que ser evitada a toda costa: para ello edificó una casa sobre un acantilado altísimo e inaccesible, y allí colocó a Hupasiyas, lejos del alcance de los seres humanos.
Ahora bien: sucedió cierto día que la diosa tuvo que salir a hacer una diligencia. Temiendo que Hu­pasiyas se pusiera nostálgico y melancólico y tratara de escaparse, le recomendó especialmente que no mi­rara por la ventana. "Pues si lo haces –le explicó– verás a tu mujer y a tus hijos, y te invadirá el ansia de reunirte con ellos."
Durante veinte días Hupasiyas obedeció la orden. Empero, como la diosa no retornara, se sintió cada vez más inquieto y más osado, y, finalmente, sin poder aguantar más, abrió la ventana y miró hacia afuera. Por supuesto que allá abajo, en el valle, estaban su mujer y sus hijos, y en cuanto los vio se sintió lleno de ansias por volver a su lado.
Inaras volvió de su viaje a su debido tiempo, y en cuanto puso el pie en la casa Hupasiyas comenzó a engatusarla y a gimotear, pidiéndole que lo dejara regresar con los suyos.
La diosa notó que la ventana estaba abierta, y de inmediato comprendió lo que había ocurrido. Re­gañándolo duramente, le dijo que nunca más vol­viera a abrirla. Pero mientras hablaba se dio cuenta de que sus palabras eran vanas, pues Hupasiyas había ido ya tan lejos que ya no podía contar con rete­nerlo, y era evidente que la próxima vez que ella dejara la casa él se escaparía sin más trámite.
Sólo quedaba una cosa por hacer, si es que el poder de los dioses había de ser mantenido sobre los hom­bres. Reprochándole a gritos su desobediencia, la dio­sa exterminó al mortal y prendió fuego a la casa.
Por la ventana abierta entraron los vientos del dios de las tormentas para avivar las llamaradas.
II
El dios de las tormentas y el dragón de las pro­fundidades eran antiguos y enconados enemigos, pues cada uno de ellos creía ser más poderoso y más forzudo que el otro. Si el dios de las tormentas bufaba y resoplaba con sus vientos, el dragón rugía y bra­maba con sus olas, y si el dios de las tormentas en­viaba trueno y lluvia, el dragón le contestaba con marejada y oleaje.
Cierto día riñeron con particular encono, y roda­ron por el suelo, machacándose y aporreándose, hasta que por fin el dragón consiguió arrancar a su rival los ojos y el corazón. Desde luego que no por ello murió el dios de las tormentas, pues, al contrario de los seres humanos, los dioses pueden vivir sin corazón, pero no por ello fue menos duro el golpe recibido, que lo dejó prácticamente inválido.
Durante mucho tiempo el dios de las tormentas tuvo que curar sus heridas, mientras maduraba sus planes para derrotar al dragón y recuperar lo que éste le había robado. Finalmente llegó la oportunidad anhelada.
Descendió a tierra, donde se casó con la hija de un humilde campesino, que a su debido tiempo le dio un hijo.
Cuando éste llegó a la adolescencia, ¿de quién hubo de enamorarse sino de la hija del dragón? Para la doncella, por supuesto, era simplemente un mortal, pues ni ella ni su familia sospechaba de quién era hijo. Pero para el dios de las tormentas ésta era la ocasión por la cual suspiraba, y en cuanto supo del asunto resolvió sacar partido de él.
Hijo mío –le dijo– pronto irás a casa de la niña para pedir su mano. Cuando su padre te pre­gunte qué querrías como presente de bodas, ¡dile que quisieras el corazón y los ojos del dios de las tormentas!
El muchacho hizo lo que se le decía: cuando fue a pedir a la niña y le preguntaron qué regalo de­seaba, empezó por pedir el corazón y luego los ojos. Uno y otros le fueron obsequiados sin discusión, y con ellos volvió a su casa, donde los entregó a su padre.
Muy pronto recuperó el dios de las tormentas la plenitud de su vigor, y así fue como bajó al mar a combatir con el dragón. Echando fuego y humo por las narices, bufando y resoplando, consiguió esta vez derrotar a su odiado enemigo.
Pero mientras rugía la batalla, el hijo del dios de las tormentas era agasajado en la casa de su futuro suegro. Cuando oyó el tumulto y vio que el dragón se hundía, comprendió angustiado que había sido utilizado como un cebo, y embaucado por su propio padre para hacerle cometer el supremo cri­men de traicionar a quien lo hospedaba. Desesperado gritó a su progenitor que se cernía sobre el firma­mento:
¡Padre, mátame a mí también! ¡No tengas com­pasión de mí!
El dios de las tormentas accedió a su ruego, y des­cargando rayos y centellas mató, junto con el dragón, a su propio hijo.
Aquel que tiende trampas a su prójimo termina por caer en sus propias redes.

CUANTO MAS SABIO TANTO MAS IMPRUDENTE LOS HACEDORES DE LEONES

(Pantchatantra)
En cierto lugar vivían cuatro hermanos brahmanes que se tenían el mayor afecto. Tres de ellos se habían instruido en todas las ciencias, pero carecían de discreción; el cuarto no había estudiado, mas era muy discreto. Una vez se pusieron a deliberar: ¿Qué vale el saber si no sirve para adquirir fortuna visitan­do países extranjeros y ganando el favor de los prín­cipes? ¡Vamos, pues, todos a otro país!"
Así lo hicieron, y cuando habían recorrido parte del camino dijo el mayor:
Hay uno entre nosotros, el cuarto, que no posea estudios, sino solamente discreción. Pero los reyes no hacen regalos a la discreción sin ciencia, así que no le daremos parte en lo que ganemos. Que desande, pues, el camino y se vuelva a casa.
Entonces añadió el segundo:
Tú, que no has estudiado y eres tan discreto, vete pues a casa.
Y el tercero dijo:
No es lícito obrar así. Juntos hemos jugado desde la infancia, que venga con nosotros, pues lo merece, y que participe en la riqueza que adquiramos.
Acordado así, continuaron su camino y vieron en un bosque la osamenta de un león. Dijo el uno:
Vamos a probar nuestra ciencia: aquí yace un animal muerto, vamos a devolverle la vida con nues­tro saber. Yo sé ordenar y juntar los huesos.
Dijo el segundo:
Yo sé poner la piel, la carne y la sangre.
Dijo el tercero:
Yo sé infundirle vida.
Y al hablar así, el primero juntó los huesos, el segundo le puso la piel, la carne y la sangre, y cuando el tercero estaba a punto de darle vida se lo impidió el discreto, diciendo:
Es un león. Si le das vida, nos matará a todos.
Pero el otro contestó:
¡Necio! No permitiré que la ciencia quede estéril en mi mano.
Repuso aquél:
Pues espera un momento, hasta que yo haya su­bido a ese árbol.
Así se hizo; el león recobró la vida, dio un salto y mató a los tres. Pero el discreto bajó del árbol cuando el león ya se había alejado y volvió a su casa. Por eso digo yo: Más vale discreción que tal ciencia; la discreción es superior a la ciencia. El que carece de discreción perece como los hacedores de leones.

LA OLLA ROTA

(Pantchatantra)
En cierto lugar vivía un brahmán llamado Svabha-kripana, que tenia una olla llena de arroz que le habían dado de limosna y que le había sobrado de la comida. Colgó esta olla de un clavo de la pared, puso, su cama debajo y pasó la noche mirándola sin quitarle la vista de encima, pensando así:
Esa olla está completamente llena de harina de arroz. Si sobreviene ahora una época de hambre podré sacarle cien monedas de plata. Con las monedas com­praré un par de cabras. Como éstas crían cada seis meses, reuniré un rebaño. Después, con las cabras compraré vacas. Cuando las vacas hayan parido, ven­deré las terneras. Con las vacas compraré búfalas. Con las búfalas, yeguas. Cuando las yeguas hayan pa­rido tendré muchos caballos. Con la venta de éstos reuniré gran cantidad de oro. Por el oro me darán una casa con cuatro salas. Entonces vendrá a mi casa un brahmán y me dará en matrimonio a su hija hermosa y bien dotada. Ella dará a luz un hijo. Al hijo le llamaré Somasarmán. Cuando tenga edad para saltar sobre mis rodillas cogeré un libro, me iré a la caballeriza y me pondré a estudiar. Entonces me verá Somasarmán y deseoso de mecerse sobre mis ro­dillas, dejará el regazo de su madre y vendrá hacia mí acercándose a los caballos. Yo, enfadado, gritaré a la brahmana: ¡Coge al niño! ¡Coge al niño! Pero ella, ocupada en las faenas, no oirá mis palabras. Yo me levantaré entonces y le daré un puntapié.
Tan embargado estaba en estos pensamientos, que dio un puntapié y rompió la olla, y él quedó todo blanco con la harina de arroz que había dentro y que le cayó encima.
Por eso digo yo:
El que hace sobre el porvenir proyectos irrealizables se queda blanco como el padre de Somasarmán.

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