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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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domingo, 14 de noviembre de 2010

El dios manchado de sangre -- CONAN

El dios manchado de sangre

Conan sigue al servicio del rey de Turan durante aproximadamente dos años, en los cuales viaja casi sin descanso y aprende los rudimentos de la guerra organizada. Como de costumbre, los contratiempos son sus compañeros inseparables. Después de haber protagonizado una de sus más pintorescas aventuras-se dijo que estuvo metido en un lío junto con la amante del comandante de la división de caballería en la que servía-, Conan decide desertar del ejército turanio. Unos rumores acerca de la existencia de un tesoro lo llevan a probar fortuna en los montes de Kezankia, situados en la frontera oriental de Zamora.


Reinaba una oscuridad total en la hedionda callejuela por la que avanzaba Conan de Cimmeria en una misión tan oscura e incierta como las tinieblas que lo rodeaban. De haber habido un testigo, habría visto a un hombre muy alto y de constitución hercúlea vestido con una amplia túnica zuagir cubierta con una fina cota de malla de acero, y encima de ésta un grueso manto de piel de camello. Su negra cabellera y su ancho rostro sombrío y juvenil, bronceado por el sol del desierto, se ocultaba bajo una kefia, especie de pañuelo zuagir, que llevaba envuelta alrededor de la cabeza.
En ese momento llegó a sus oídos un agudo grito de dolor.
Semejantes lamentos no eran raros en las tortuosas callejuelas de Arenjun, la Ciudad de los Ladrones, y ningún hombre cauto o tímido hubiera osado intervenir en un asunto que no le concernía. Pero Conan no era cauto ni tímido. Su impenitente curiosidad no le permitía pasar por alto un grito de auxilio; además iba en busca de unos hombres, y aquella situación podría darle una pista.
Obedeciendo a sus rápidos instintos de bárbaro, se volvió hacia un haz de luz que traspasaba la oscuridad muy cerca de allí- Después miró a través de una rendija que había en las persianas herméticamente cerradas de una ventana que se abría en un grueso muro de piedra.
Pudo ser una amplia habitación de cuyas paredes colgaban tapices de terciopelo y cuyo suelo estaba cubierto de costosas alfombras y de lechos. Alrededor de uno de estos lechos se agrupaban varios hombres; se trataba de seis musculosos bravucones zamorios y dos individuos a quienes resultaba difícil identificar. En aquel lecho había un hombre tendido; era un nativo de Kezankia, desnudo de cintura para arriba. Aunque era fuerte, un rufián tan musculoso como él lo tenía sujeto por las muñecas y tobillos. Entre cuatro personas lo mantenían tendido sobre el lecho impidiéndole cualquier movimiento, pero sus músculos se contraían formando grandes nudos en sus extremidades y hombros. Los ojos del hombre acostado centelleaban con un fulgor rojo y su amplio pecho brillaba a causa del sudor que lo cubría. Conan vio que un hombre delgado y ágil, cubierto con un turbante de seda roja, levantaba un carbón ardiente de un brasero con un par de tenazas y lo colocaba sobre el pecho tembloroso del prisionero, en el que se podían apreciar otras marcas de torturas similares.
Otro de los presentes, más alto que el del turbante rojo, preguntó bruscamente algo que Conan no pudo comprender. El kezankiano que estaba tendido en el lecho movió frenéticamente la cabeza negando y luego escupió con violencia hacia el que lo había interrogado. El carbón al rojo vivo se apoyó de lleno sobre su pecho peludo, lo que hizo lanzar un aullido inhumano a la víctima. En ese instante Conan se lanzó con todas sus fuerzas contra las persianas.
La acción del cimmerio no era tan impulsiva como podía parecer a simple vista. Para sus objetivos del momento necesitaba un amigo entre los nativos de los montes de Kezankia, un pueblo conocido por su hostilidad hacia los extranjeros. Y allí se le presentaba la oportunidad de dar con la persona que buscaba. Las persianas saltaron en astillas con un crujido estrepitoso, y el bárbaro cayó de pie sobre el suelo de la habitación, con la cimitarra en una mano y una daga zuagir en la otra. Los torturadores se volvieron en redondo y lanzaron un grito de asombro.
Vieron a un hombre alto y corpulento, vestido con ropas de zuagir y con un pliegue de su kefia envolviéndole el rostro. En su cara centelleaban unos ojos de un azul volcánico. Por un instante la escena se congeló, y luego se fundió en una acción llena de violencia.
El hombre del turbante rojo lanzó una orden imperiosa, y un gigante peludo se adelantó para enfrentarse al intruso. El zamorio empuñaba una espada de casi un metro de largo y lanzó un mandoble hacia arriba con intención de traspasar a su contrincante. Pero la cimitarra encontró en su camino un brazo que se levantaba para detenerlo. La mano del zamorio, así como el sable que aferraba, volaron por los aires en medio de una lluvia de sangre, y luego la estrecha y larga hoja de la cimitarra de Conan atravesó la garganta de su enemigo, que ahogó un grito de agonía.
El cimmerio saltó por encima del cuerpo caído, en dirección al individuo del turbante rojo y a su compañero de elevada estatura. Turbante Rojo sacó un puñal y el hombre alto desenvainó su espada.
-¡Córtalo en dos, Jillad! -gritó Turbante Rojo al tiempo que se retiraba ante el impetuoso ataque del cimmerio-. ¡Zal, ayúdanos!
El hombre llamado Jillad paró el mandoble de Conan y respondió con rapidez. Conan eludió el golpe con un salto de pantera hambrienta, pero ese movimiento lo puso al alcance del puñal de Turbante Rojo. El arma salió disparada y la punta le dio a Conan en un costado, pero no consiguió perforar la negra cota de malla. Turbante Rojo saltó a su vez hacia atrás, escapando por tan poco a la afilada espada de Conan que ésta le hizo un corte en el chaleco de seda y le dejó una marca en la piel. El hombre tropezó con una silla y luego cayó de bruces sobre el suelo, pero antes de que Conan pudiera acabar con él, Jillad lanzó una lluvia de sablazos sobre el cimmerio.
Mientras peleaba con Jillad, Conan advirtió que el hombre llamado Zal avanzaba empuñando una pesada alabarda, al tiempo que Turbante Rojo volvía a ponerse en pie.
El cimmerio no esperó a que lo rodeasen. Un golpe de su cimitarra hizo retroceder a Jillad. Luego, cuando Zal levantaba la alabarda, Conan le lanzó un sablazo que lo hizo caer revolcándose entre su propia sangre y sus entrañas. Conan saltó enseguida hacia los esbirros que aún retenían al prisionero. Éstos liberaron al hombre al tiempo que lanzaban gritos y desenvainaban sus espadas corvas. Uno lanzó un mandoble contra el hombre de Kezankia, que lo eludió rodando sobre el lecho de madera. Entonces Conan se colocó entre los hombres y su víctima. Mientras se retiraba ante el ataque de aquellos, gritó al prisionero kezankiano:
-¡Sal de aquí! ¡Delante de mí! ¡Rápido!
-¡Perros! -gritó el hombre del turbante rojo-. ¡No los dejéis escapar!
-¡Ven a probar el sabor de la muerte, perro! -exclamó Conan riendo salvajemente, hablando en lengua zamoria con acento bárbaro.
El kezankiano, debilitado por la tortura, corrió un cerrojo y abrió una puerta que daba a un patio pequeño. Atravesó tambaleando el patio, mientras Conan luchaba con sus torturadores en el vano de la puerta, donde el reducido espacio disminuía la ventaja de aquellos. El cimmerio se reía a carcajadas y maldecía a su enemigos mientras paraba sus golpes y les lanzaba estocadas. Turbante Rojo bailaba de ira detrás de los combatientes maldiciendo a gritos. La cimitarra de Conan parecía la lengua de una cobra. Un zamorio lanzó un grito y cayó de rodillas, apretándose el vientre. Jillad atacó en seguida, pero tropezó con el caído y cayó a su vez. Antes de que los furiosos individuos que atestaban la puerta pudieran organizarse, Conan se volvió y corrió a través del patio en dirección a un muro por encima del cual había desaparecido el kezankiano.
Tras envainar sus armas, Conan dio un salto y se aferró al borde de la pared; después de un breve balanceo, tomó impulso y se subió a la parte superior de aquélla. Desde allí echó un vistazo a la oscura y sinuosa callejuela que bordeaba el muro. En ese momento algo le golpeó la cabeza y el cimmerio se cayó del muro y se estrelló contra la sombría calle que había debajo.
El débil fulgor de una vela en su rostro despertó a Conan. Éste se incorporó parpadeando y maldiciendo, al tiempo que tanteaba a su alrededor en busca de su espada. Luego la luz se apagó y una voz le habló en la oscuridad.
-Tranquilízate, Conan de Cimmeria. Soy tu amigo.
-¡Por Crom! ¿Quién diablos eres? -preguntó Conan.
Había encontrado su cimitarra en el suelo, al lado suyo, y rápidamente cerró sus piernas dispuesto a saltar. Estaba en la calle, al pie del muro desde el cual había caído, y el otro hombre no era más que un borroso bulto que se cernía sobre él a la tenue luz de las estrellas.
-Soy tu amigo -repitió el otro, con suave acento iranistano-. Puedes llamarme Sassan.
Conan se puso en pie, con la cimitarra en la mano. El iranistano le acercó algo. Conan percibió el fulgor metálico del acero, pero cuando iba a atacar, advirtió que se trataba de su propia daga, que el otro le alcanzaba cogiéndola por la hoja y presentándole la empuñadura.
-Eres más desconfiado que un lobo hambriento, Conan -dijo Sassan riendo-. Será mejor que guardes las fuerzas para tus enemigos.
-¿Dónde están? -preguntó Conan cogiendo la daga.
-Se-han ido a las montañas, tras el rastro del dios manchado de sangre.
Conan sintió un sobresalto. Cogió la túnica de Sassan con mano férrea y miró intensamente a los ojos oscuros del hombre, que lo observaba con una mirada burlona y misteriosa a la luz de las estrellas.
-Maldito seas, ¿qué sabes tú del dios manchado de sangre? -inquirió Conan apoyando la punta de la daga debajo de las costillas del iranistano. .
-Sé lo siguiente -repuso Sassan-: Has venido a Arenjun siguiendo a unos ladrones que te robaron el mapa de un tesoro más grande que el del rey Yildiz. Yo también venía buscando algo. Estaba escondido cerca, observando a través de un agujero que había en la pared, cuando irrumpiste tú en la habitación en la que estaban torturando al kezankiano. ¿Cómo sabías que eran ellos quienes te habían robado el mapa?
-No lo sabía -musitó Conan-. Oí el grito de un hombre y pensé que sería buena idea intervenir. De haber sabido que eran los hombres que buscaba... Dime, ¿qué más sabes?
-Sé que en las montañas cercanas hay un antiguo templo oculto, en el que tienen miedo de entrar los hombres de la montaña. Se dice que es un edificio construido en la Edad Precataclísmica, si bien no hay acuerdo entre los entendidos acerca de su origen: algunos piensan que es grondario y otros que fue construido por un pueblo antiquísimo y desconocido que dominó a los hirkanios después del Cataclismo.
»Los kezankianos prohíben el acceso de los forasteros a la zona, pero un nemedio llamado Ostprio encontró el templo. Penetró en su interior y descubrió un ídolo de oro incrustado de rubíes, al que llamó «el dios manchado de sangre». No pudo llevárselo consigo, pues era más grande que un hombre, pero dibujó un mapa con la intención de volver. Aunque Ostorio logró salir ileso de la aventura, poco después murió apuñalado por unos rufianes de Shadizar. Antes de morir te entregó el mapa a ti, Conan.
-¿Y bien? -preguntó Conan hoscamente, echando una mirada a la casa oscura y silenciosa que había detrás.
-Te robaron el mapa -dijo Sassan-. Y tú sabes quién fue.
-No lo sabía entonces -repuso Conan con brusquedad-. Después supe que los ladrones eran Zyras, un corinthio, y Arshak, un príncipe turanio desheredado. Uno de sus criados espió a Ostorio cuando agonizaba y se lo dijo a su amo. Aunque no los conocía, seguí su rastro hasta aquí. Esta noche me enteré que se ocultaban en una casa de este callejón. Yo iba preocupado en busca de una pista cuando me vi envuelto en aquella gresca.
-¡De modo que luchaste contra ellos sin saber quiénes eran! -dijo Sassan asombrado-. El nativo de Kezankia era Rustum, un espía de Keraspa, el jefecillo kezankiano. Lo atrajeron hacia la casa y lo estaban torturando para hacerle revelar los caminos que conducen a través de la montaña. Ya conoces el resto de la historia.
-La conozco, con excepción de lo que sucedió cuando me encontraba encima del muro.
-Alguien te arrojó una silla que te golpeó en la cabeza. Cuando te caíste del muro no te prestaron más atención, tal vez porque creían que estabas muerto, o quizá porque no te habían reconocido bajo la kefia que envolvía tu cabeza. Persiguieron al kezankiano, pero no sé si lo capturaron. Luego volvieron, ensillaron sus caballos y galoparon como locos hacia el oeste, dejando a los muertos donde habían caído. Yo me acerqué para ver quién eras, y te reconocí.
-De modo que el hombre del turbante rojo era Arshak -murmuró Conan—. Pero ¿dónde estaba Zyras?
-Iba disfrazado de turanio; era el hombre al que llamaban Jillad.
-Ah. ¿Y entonces...?
-Al igual que tú, yo deseaba apoderarme del dios rojo, a pesar de que de todos los hombres que lo han buscado a lo largo de los siglos, sólo Ostorio escapó con vida. Se dice que una misteriosa maldición recae sobre quienes pretenden robar el ídolo...
-¿Qué más sabes tú acerca de ello? -preguntó Conan bruscamente.
-No sé mucho más -contestó Sassan encogiéndose de hombros-. Las gentes de Kezankia hablan de un sortilegio mortal con que el dios castiga a todos aquellos que alzan sus codiciosas manos sobre él. Pero yo no soy un necio supersticioso. Y tú no tienes miedo, ¿verdad?
-¡Claro que no! -respondió rápidamente el cimmerio.
Lo cierto es que Conan si temía. Si bien no le tenía miedo a ningún hombre o animal viviente, lo sobrenatural llenaba su mente bárbara de terrores atávicos, aunque se negaba a reconocerlo.
-¿En qué piensas? -preguntó Conan.
-Pues creo que ninguno de los dos puede luchar solo contra la banda de Zyras. Unidos, podremos seguirlos y arrebatarles el ídolo. ¿Qué dices a esto?
-Estoy de acuerdo. ¡Pero te mataré como a un perro si intentas alguna treta!
Sassan rió y dijo:
-Sé muy bien que lo harías, de modo que puedes confiar en mí. Ven, tengo los caballos esperando.
El iranistano guió a Conan a través de las sinuosas y malolientes callejuelas en las que resaltaban las rejas de los balcones, hasta que se detuvieron ante un portal iluminado por un farol. Sassan golpeó en la puerta y en seguida apareció un rostro cubierto de barba en el portillo. Después de intercambiar algunas palabras en voz baja, se abrió el portal. Sassan entró y Conan lo siguió con recelo. Pero los caballos estaban allí y, ante una orden del hombre de la barba, unos somnolientos criados ensillaron los animales y llenaron las alforjas de alimentos.
Poco después, Conan y Sassan cabalgaban juntos y cruzaban la puerta occidental de la ciudad, donde un centinela somnoliento los detuvo un momento por simple rutina. Sassan era un hombre gordo pero musculoso, con una cara redonda y astuta en la que destacaban unos ojos oscuros y vivaces. Llevaba una lanza de caballería sobre el hombro y manejaba sus armas con la pericia que da la práctica. Conan no dudó de que si se presentaba la ocasión, Sassan sería capaz de luchar con destreza y valor. Tampoco dudaba de que podía confiar en Sassan mientras aquella alianza le resultara beneficiosa, pero pensaba que sería capaz de asesinarlo en cuanto le conviniese, con el fin de quedarse con todo el tesoro para él solo.
El alba los sorprendió cabalgando a través de los abruptos desfiladeros que cruzaban las inhóspitas montañas rocosas de Kezankia, que separaban las zonas limítrofes del este de Koth y Zamora, de las estepas turanias. Aunque tanto Koth como Zamora reclamaban esta región para sí, ninguna de las dos había logrado conquistarla, y la ciudad de Arenjun, situada en la cima de una colina de escarpadas laderas, había resistido con éxito dos asedios de las hordas turanias procedentes del este. El camino se bifurcó y se hizo cada vez más confuso, hasta que Sassan confesó que se había perdido y que no sabía dónde estaban.
-Yo todavía puedo seguir el rastro dejado por ellos -dijo Conan con un gruñido-. Aunque tú no seas capaz de verlo, yo sí puedo.
Varias horas después divisaron con claridad unas señales que indicaban el paso reciente de caballos por aquel lugar. Entonces Conan dijo:
-Nos estamos acercando a ellos, pero todavía nos superan en número. Quedémonos fuera de su alcance hasta que tengan el ídolo; entonces les tenderemos una emboscada y se lo arrebataremos.
-¡Muy bien! -exclamó Sassan con ojos brillantes-. Pero tengamos cuidado; éstas son las tierras de Keraspa, que roba a todo el que pasa por aquí.
Al promediar la tarde, los dos hombres todavía seguían el rastro por el antiguo y olvidado camino. Cuando avanzaban hacia un estrecho desfiladero, Sassan dijo:
-Si aquel kezankiano al que torturaban ha conseguido regresar junto a Keraspa, éste y sus compatriotas se pondrán sobre aviso respecto a la llegada de forasteros...
Ambos tiraron de las riendas cuando un kezankiano delgado y de rostro de halcón salió a caballo del desfiladero con una mano en alto.
-¡Alto! -gritó-. ¿Con qué permiso cabalgáis por las tierras de Keraspa?
-Cuidado -murmuró Conan-. Puede haber otros hombres rodeándonos.
-Keraspa exige el pago de peaje a todos los viajeros -dijo Sassan en voz muy baja-. Quizá eso sea lo único que quiere ese individuo.
Echando una mano a su cinto, Sassan le dijo al kezankiano:
-No somos más que unos pobres viajeros, pero pagaremos con gusto el peaje que impone tu valiente jefe. Estamos solos, como puedes ver.
-Entonces, ¿quién es ese que viene detrás de vosotros? -preguntó el kezankiano señalando con la cabeza hacia el lugar por el que habían venido.
Sassan volvió la cabeza a medias y en ese instante el kezankiano le arrojó una daga que había extraído de su cinto.
Aunque el otro fue rápido, Conan lo fue mucho más. Cuando el puñal iba a atravesar la garganta de Sassan, la cimitarra de Conan brilló como un relámpago y emitió un sonido metálico. La daga saltó hacia un lado y, al tiempo que lanzaba un gruñido, el kezankiano echó mano de su espada. Pero antes de que pudiera desenvainarla, Conan lo volvió a atacar, cortándole el turbante y partiéndole el cráneo. El caballo del kezankiano relinchó y retrocedió, arrojando al suelo el cadáver del hombre. Conan hizo girar en redondo a su propio corcel y gritó:
-¡Corre hacia el desfiladero! ¡Es una emboscada!
En cuanto el kezankiano hubo caído al suelo, se oyó el seco chasquido de los arcos y el silbido de las flechas. El caballo de Sassan dio un salto al recibir una flecha que se le clavó en el cuello, y luego corrió sin control hacia la boca del desfiladero. Conan sintió que otra flecha le agujereaba la manga cuando apretó las espuelas y corrió detrás de Sassan, que no podía dominar a su animal.
Mientras avanzaban hacia la entrada del desfiladero, tres jinetes salieron de éste blandiendo unas cimitarras de hoja ancha. Sassan cejó en su intento de dominar a su caballo enloquecido y apuntó su lanza contra el más próximo de sus enemigos. La punta traspasó al hombre y lo hizo caer de la silla.
Un segundo después, Conan se libraba de otro enemigo, que ya levantaba su pesada cimitarra. El cimmerio alzó el sable y las dos hojas se encontraron con un estrépito metálico, mientras los pechos de los dos caballos chocaban con fuerza. Apoyándose sobre los estribos, Conan empujó hacia abajo con todas sus fuerzas, hasta que hizo caer el arma del enemigo y le partió el cráneo en dos. En seguida corrió al galope hacia el desfiladero, entre una lluvia de flechas que silbaban a su alrededor. El caballo herido de Sassan tropezó y cayó pesadamente al suelo. Al ver que el animal se desplomaba, el iranistano se bajó de un salto.
Conan se le acercó y le dijo a gritos:
-¡Sube detrás de mí!
Lanza en mano, Sassan montó detrás del bárbaro. Después de sentir las espuelas, el sobrecargado animal avanzó por la garganta del desfiladero, mientras unos gritos que llegaban de atrás indicaban que los nativos se dispersaban para montar en sus caballos, que habían ocultado detrás de las rocas. Un recodo del desfiladero amortiguaba sus voces.
-El espía kezankiano sin duda logró regresar junto a Keraspa -dijo Sassan jadeando-. Lo que quieren es sangre, y no oro. ¿Crees que habrán eliminado a Zyras?
-Es posible que haya pasado antes de que tendieran la emboscada, o quizá lo estaban siguiendo cuando aparecimos nosotros. Creo que todavía nos lleva bastante ventaja.
Una media legua más adelante oyeron un débil rumor que parecía indicar que los estaban siguiendo. Entonces llegaron a un amplio valle rodeado de escarpados peñascos. En el centro de ese valle había una ladera que conducía hacia una estrecha garganta situada en el extremo opuesto. Cuando se aproximaron a este paso, Conan vio que estaba obstruido por un pequeño parapeto hecho de piedras. Sassan lanzó un grito al tiempo que saltó del caballo cuando vio que caía sobre ellos una lluvia de flechas. Uno de los dardos le dio al caballo en el pecho.
El animal se tambaleó y cayó estrepitosamente al suelo; Conan saltó del caballo y se acercó rodando hacia un montículo de piedras detrás del cual ya se había puesto a cubierto Sassan. Cayeron más flechas, cuyas puntas se rompían contra las rocas o se clavaban en la tierra cimbreando en el aire. Los dos hombres se miraron con gesto irónico.
-¡Hemos encontrado a Zyras, por fin! —exclamó Sassan.
-Dentro de un momento -dijo Conan riéndose— se echarán sobre nosotros, y luego vendrá Keraspa por detrás para cerrar la trampa definitivamente.
En ese instante se oyó una voz provocativa.
-¡Salid de ahí de una vez, canallas! ¡Eh, Sassan!, ¿quién es el zuagiro que está contigo? ¡Creí que le había roto la cabeza anoche!
-¡Me llamo Conan! -respondió el cimmerio gritando. Después de un momento de silencio, Zyras exclamó:
-¡Debí de haberlo imaginado! ¡Bueno, ahora os tenemos acorralados!
-¡Vosotros estáis en la misma trampa! –vociferó Conan-. ¿No escuchasteis ruido de pelea allí abajo, en la entrada del desfiladero?
-Sí, lo hemos oído cuando nos detuvimos a dar de beber a los caballos. ¿Quién os persigue?
-¡Keraspa y unos cien kezankianos! Cuando estemos muertos, ¿tú crees que os dejarán marchar sabiendo que torturasteis a uno de sus hombres?
-¡Será mejor que dejes que nos unamos a vosotros! -agregó Sassan.
-¿Es verdad eso? -preguntó Zyras, que asomó su cabeza con el turbante por encima del montículo de piedras.
-¿Acaso estás sordo? -repuso Conan.
El desfiladero retumbó bajo el estrépito de los gritos y el galope de caballos.
-¡Venid aquí, rápido! -gritó Zyras-. Habrá suficiente tiempo para repartirnos el dinero del ídolo, si salimos vivos de aquí.
Conan y Sassan dieron un salto y corrieron cuesta arriba, hasta el parapeto, donde unos brazos peludos los ayudaron a saltar al otro lado. Conan observó a sus nuevos aliados: Zyras, hombre de gesto hosco y mirada dura, que vestía al uso turanio; Arshak, que todavía venía atildado y pulcro después de un larguísimo viaje a caballo, y tres zamorios morenos que los saludaron con una amplia sonrisa. Tanto Zyras como Arshak llevaban puesta una cota de malla similar a las de Conan y Sassan.
Los kezankianos, que eran unos veinte aproximadamente, tiraron de las riendas de sus caballos cuando fueron recibidos con una lluvia de flechas por parte de Arshak y de los zamorios. Algunos kezankianos atacaron a su vez con flechas y otros giraron en redondo y retrocedieron hasta encontrarse fuera del alcance de los dardos, y una vez allí desmontaron, pues se habían dado cuenta de que el parapeto era demasiado alto como para que pudiera ser destruido por un caballo. Por un lado se veía una montura vacía, y por otro un corcel herido que retrocedía hacia el desfiladero con su jinete.
-Deben de habernos seguido -dijo Zyras furioso-. ¡Conan, nos has mentido! ¡No son cien hombres, como nos has dicho!
-Son suficientes como para cortarnos el pescuezo -dijo Conan palpando su espada-. Además, Keraspa puede enviar refuerzos cuando lo crea conveniente.
-Podemos ocultarnos detrás de ese muro -dijo Zyras con un gruñido-. Creo que ha sido construido por gentes de la misma raza que erigió el templo del dios rojo. ¡Ahorrad flechas para la huida!
Cubiertos por una continua descarga de flechas que lanzaban cuatro kezankianos desde los lados, sus compañeros ascendieron por la pendiente. Los que iban delante llevaban unos escudos ligeros. Conan vio detrás de ellos la rojiza barba de Keraspa, que exhortaba a sus hombres que avanzaran.
-¡Disparad! -gritó Zyras.
Las flechas cortaron el aire y cayeron sobre el compacto grupo de hombres; tres de ellos quedaron retorciéndose en la ladera, pero los demás siguieron avanzando, con los ojos centelleantes y las espadas brillando en sus peludos puños.
Los defensores lanzaron las últimas flechas contra sus enemigos y luego se levantaron detrás del parapeto empuñando sus espadas. Los hombres de Kezankia corrieron hacia la pared de piedra. Algunos trataron de empujar a sus compañeros por encima del parapeto, mientras que otros arrimaban pedruscos contra el muro para formar escalones. A lo largo de la barrera se oyó el ruido de huesos rotos, el rechinar del acero y los juramentos entrecortados de los moribundos. Conan cortó la cabeza de un kezankiano y vio que a su lado Sassan arrojaba su lanza a la boca abierta de otro atacante que gritaba, traspasándolo y haciéndole salir la punta por la nuca. Uno de los hombres de Kezankia de aspecto salvaje abrió de un corte el vientre de un zamorio. Por el sitio que dejó el hombre al caer, se lanzó aullando el feroz kezankiano, antes de que Conan pudiera detenerlo. El cimmerio recibió un tajo en el brazo izquierdo, pero de un mandoble le cortó un hombro al atacante.
Después de saltar por encima del cuerpo caído, el bárbaro se abalanzó sobre los hombres que saltaban sobre el muro, sin tiempo para ver cómo se iba desarrollando la lucha para cada bando. Zyras lanzaba juramentos en lengua corinthia y Arshak
en hirkanio. Alguien exhaló un grito de agonía. Un kezankiano aferró a Conan por el grueso cuello con sus manos de gorila, pero el cimmerio puso en tensión todos sus músculos y asestó una serie de puñaladas a su contrincante, hasta que el montañés lanzó un quejido y lo soltó, desplomándose luego desde lo alto del parapeto.
Conan miró a su alrededor jadeando y se dio cuenta de que la intensidad del ataque había disminuido. Los pocos kezankianos que quedaban en pie se alejaban trastabillando pendiente abajo; todos sangraban profusamente. Los cadáveres estaban apilados al pie del muro de piedra. Los tres zamorios estaban muertos o moribundos, y Conan vio a Arshak sentado con la espalda contra el parapeto, apretándose una herida con las manos empapadas de sangre. Los labios del príncipe estaban azules, pero a pesar de ello Arshak logró esbozar una sonrisa triste.
-¡Nacer en un palacio -musitó- para venir a morir detrás de un montón de piedras...! No importa..., es el destino. Es la maldición que pesa sobre el tesoro..., todos los hombres que siguieron el rastro del dios manchado de sangre han muerto...
Y después de pronunciar estas palabras, murió.
Zyras, Conan y Sassan se miraron en silencio; eran tres figuras lúgubres, harapientas y cubiertas de sangre. Los tres tenían cortes poco profundos en las extremidades, pero sus cotas de malla los habían salvado de la muerte que arrebató a sus compañeros.
-¡Vi que Keraspa salía corriendo! -exclamó Zyras con un gruñido-. Seguramente volverá a su aldea y pondrá en pie de guerra a toda su tribu, para perseguirnos. Debemos hacer de esto una carrera contra el tiempo; tenemos que apoderarnos del ídolo y salir de estas montañas antes de que regresen con todos sus efectivos. El tesoro será suficiente para los tres.
-Es verdad —dijo Conan con gesto hosco-, pero devuélveme mi mapa antes de que nos pongamos en marcha.
Zyras abrió la boca para decir algo, pero vio que Sassan recogía el arco de uno de los zamorios y colocaba una flecha en él.
-Haz lo que te dice Conan -ordenó el iranistano con tono amenazador.
Zyras se encogió de hombros y le entregó un trozo de pergamino arrugado.
-Malditos seáis -dijo-. ¡De todos modos me corresponde un tercio del tesoro!
Conan echó un vistazo al mapa, lo colocó en la bolsa que colgaba de su cinto y dijo:
-Está bien; no voy a ser rencoroso. Eres un cerdo, pero si juegas limpio, nosotros actuaremos de la misma forma, ¿eh, Sassan?
El aludido asintió con la cabeza y recogió un puñado de flechas del suelo.
Los caballos de los hombres de Zyras estaban atados en el paso que se hallaba detrás del parapeto. Los tres guerreros montaron los mejores corceles y se llevaron los otros tres, ascendiendo por el desfiladero situado detrás del paso. Había caído la noche, pero la certeza de que Keraspa iba a volver tras ellos les impedía descansar.
Conan observó a sus compañeros con mirada de halcón. Se dijo que el momento más peligroso llegaría cuando se hubiesen apoderado de la estatua de oro y ya no necesitaran ayudarse unos a otros. Entonces Zyras y Sassan podrían conspirar para asesinarlo, o quizá uno de ellos le propusiera a Conan un plan para matar al tercero. Por duro e implacable que fuera el cimmerio, su código de honor bárbaro le impedía ser el primero en traicionar.
También se preguntó lo que habría querido decirle el hombre que dibujó el mapa, poco antes de morir. La muerte se llevó a Ostorio cuando estaba describiendo el templo, entre vómitos de sangre. El nemedio estaba a punto de advertirle que tuviera cuidado con algo, según parecía. Pero... ¿de qué?
El alba los sorprendió cuando salían de la estrecha garganta y entraban en un valle de paredes escarpadas. El desfiladero por el que habían pasado era el único camino de entrada hacia aquel lugar. Se vieron en una plataforma rocosa de unos treinta pasos de ancho, con un talud que se alzaba a gran altura, por un lado, y otro que se precipitaba hacia un profundo abismo, por el lado opuesto. No parecía que hubiese un camino de descenso hacia el fondo del valle, que se encontraba velado por la neblina. Los hombres echaron un vistazo a su alrededor; lo que vieron delante de ellos les quitó el ansia de llegar a destino.
Divisaron el templo, que se encontraba hacia un lado de la plataforma rocosa y relucía bajo la luz del sol naciente. Estaba tallado en la misma roca que el talud, y su enorme pórtico se hallaba frente a ellos. En su fachada destacaba una puerta de bronce muy grande, que el tiempo había teñido de color verde.
Conan ni siquiera se preocupó por saber a qué raza o cultura representaba aquel notable monumento. Desplegó el mapa y analizó las notas que aparecían al margen, tratando de descubrir si en éstas se indicaba algún método de abrir la puerta.
Pero Sassan bajó de su caballo y corrió hacia allí, enloquecido por la codicia.
-¡Necio! -dijo Zyras con un gruñido y bajando a su vez del caballo-. Ostorio dejó una nota de advertencia en el margen del mapa; era algo relacionado con lo que se cobra el dios de los imprudentes.
Sassan pasaba la mano por todos los adornos y relieves que había en el portal. Le oyeron lanzar un grito de triunfo cuando algo se movió bajo sus manos. Pero su exclamación se convirtió en un grito de horror cuando la enorme puerta de bronce macizo giró hacia fuera y cayó aplastando al iranistano como si fuera un insecto. Su cuerpo quedó completamente oculto por la gran plancha metálica, por debajo de la cual asomaban unas manchas de color carmesí.
Zyras se encogió de hombros y comentó:
-Ya dije que era un necio. Ostorio debió de haber encontrado algún método para abrir la puerta sin que se desprendiese de sus goznes.
Conan pensó que así tendría un cuchillo menos que vigilar a sus espaldas.
-Esas bisagras son falsas -dijo el cimmerio en voz alta mientras las examinaba de cerca-. ¡Oh! ¡La puerta se está levantando de nuevo!
Como bien decía Conan, los goznes eran falsos. La puerta estaba montada en el borde inferior sobre dos cabezas giratorias, de modo que caía hacia fuera como un puente levadizo. Desde cada una de las esquinas superiores subía una cadena en diagonal que se introducía por un orificio cercano al ángulo superior de la puerta. Se oyó un chirrido distante, al tiempo que las cadenas se tensaban y comenzaban a levantar la pesada puerta para volverla a su posición anterior.
Conan cogió la lanza que Sassan había dejado caer. Mientras apoyaba un extremo en un agujero de los relieves tallados de la cara interior de la puerta, calzó la punta en un ángulo del marco de la puerta. El chirrido cesó y la puerta dejó de moverse, quedando casi abierta.
-Buen trabajo, Conan -dijo Zyras-. Puesto que el dios ya se ha cobrado su víctima, el camino ha de estar libre.
A continuación saltó hasta la superficie interior de la puerta entró en el templo. Ambos se detuvieron en el umbral y echaron una mirada hacia el oscuro interior con la misma desconfianza con que habrían observado la guarida de una serpiente. El silencio era absoluto en aquel antiguo templo, y sólo se rompió con el rumor de sus botas sobre las losas de piedra.
Entraron con mucha cautela, parpadeando en la penumbra. Hacia el fondo, donde estaba más oscuro, un fulgor carmesí como el resplandor de una puesta de sol, hirió sus ojos. Vieron al dios, un ídolo de oro incrustado de rubíes incandescentes.
La estatua, un poco más grande que un ser humano, tenía la forma de una especie de enano monstruoso erguido, con unos pies enormes apoyados en un bloque de basalto. El ídolo estaba de cara a la puerta de entrada, encima de un bloque de basalto y a cada lado se veía un enorme trono de ébano tallado con incrustaciones de piedras preciosas y madreperlas, en un estilo completamente diferente al empleado por cualquier artesano de aquellos tiempos.
A la izquierda de la estatua, y a unos pocos metros del pedestal, el suelo del templo tenía una grieta de pared a pared de unos cinco metros de ancho. En alguna época remota, probablemente antes de que el templo hubiera sido construido, un terremoto debió de fragmentar la roca. Parecía indudable que en aquel negro abismo habían sido arrojadas hace mucho tiempo las aterradas víctimas como ofrenda de los terribles sacerdotes a su dios. Las paredes eran muy altas y estaban fantásticamente trabajadas; el techo era oscuro y sombrío.
Pero la atención de los dos hombres se había fijado exclusivamente en el ídolo. Aunque era la representación de un monstruo repelente, debía de valer tanto que Conan sintió vértigo.
-¡Por Crom y por Ymir! -dijo el cimmerio casi sin respiración-. ¡Es posible comprar todo un reino con semejantes rubíes!
-Demasiada riqueza para compartirla con un bárbaro -dijo Zyras.
Estas palabras, dichas casi inconscientemente por el corinthio entre dientes, pusieron sobre aviso a Conan, que se echó a un lado justamente cuando la espada de Zyras silbaba
por el aire en dirección a su cuello. La hoja le cortó un trozo del gorro. Al tiempo que maldecía su descuido, Conan retrocedió y desenvainó su cimitarra.
Zyras atacó con ímpetu y Conan se enfrentó con él. Lucharon y forcejearon de un lado a otro delante del ídolo, arrastrando los pies por toda la habitación, mientras las hojas chocaban con un chirriante sonido metálico. Conan era más alto que el corinthio, pero éste era fuerte, ágil y experto, y conocía muchas estratagemas. Una y otra vez Conan eludió la muerte por un pelo.
En determinado momento el cimmerio resbaló por el pulido suelo y su espada vaciló. Zyras reunió todas sus fuerzas para asestar un golpe que habría acabado con Conan, pero éste no había perdido del todo el equilibrio. Con agilidad de pantera hizo girar su poderoso cuerpo echándose a un lado, de modo que la hoja de su enemigo sólo le atravesó las ropas a la altura del hombro derecho. Por un momento, la hoja del corinthio quedó enganchada en la tela y entonces Zyras lanzó un mandoble con la daga que empuñaba en su mano izquierda. Esta vez el acero se hundió en el brazo derecho de Conan, pero al mismo tiempo el puñal que aferraba el cimmerio con la izquierda atravesó la cota de malla de Zyras y se introdujo entre las costillas del corinthio. Éste lanzó un grito, emitió un borboteo, retrocedió unos pasos y se desplomó sobre el suelo.
Conan dejó caer sus armas, se arrodilló y rasgó su túnica, improvisando así una venda, que añadiría a las que ya llevaba. Cubrió la herida y la vendó, atando los nudos como pudo con una mano y ayudándose con los dientes. Luego echó un vistazo al ídolo manchado de sangre, que lo miraba con expresión burlona. Su rostro de gárgola parecía sonreír. Conan sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal, provocado por el temor supersticioso que había heredado de sus antepasados bárbaros.
El cimmerio consiguió serenarse. El dios rojo era suyo, pero el problema estaba en llevárselo de allí. Si era una estatua maciza, sería demasiado pesada para moverla. No obstante, algunos golpes que dio con la daga le indicaron que era hueca. El cimmerio comenzó a dar vueltas alrededor del ídolo, con la cabeza llena de proyectos. Pensó en hacer una especie de rústico trineo con uno de los tronos de madera; entonces, una vez desmontada la estatua de su peana, la sacaría del templo con la ayuda de los caballos y de las cadenas que movían la puerta levadiza delantera. De repente oyó una voz que lo hizo girar en redondo.
-¡Quédate donde estás!
Era un grito de triunfo expresado en el dialecto kezankiano de Zamora.
Conan vio a dos hombres en la puerta, que le apuntaban con sus pesados arcos de tipo hirkanio. Uno de los hombres era alto, delgado y de barba rojiza.
-¡Keraspa! -exclamó Conan inclinándose hacia la espada y la daga que había dejado caer.
-¡Quieto! -dijo el jefe kezankiano-. Creíste que había huido a mi aldea, ¿verdad? Pues no; te he seguido toda la noche con el único de mis guerreros que no estaba herido.
Keraspa echó una mirada al ídolo y dijo:
-De haber sabido que el templo contenía semejante tesoro, hace tiempo que lo habría saqueado, a pesar de las supersticiones de mi pueblo. Rustum, recoge esa espada y la daga.
El hombre obedeció, y cuando las tuvo en su mano miró detenidamente la empuñadura en forma de cabeza de halcón de la cimitarra de Conan.
-¡Espera! -gritó el kezankiano-. ¡Conozco esta arma! ¡Éste es el hombre que me salvó la vida cuando me torturaban en Arenjun!
-¡Calla! -le ordenó Keraspa-. ¡Ese ladrón debe morir!
-¡No! ¡Me ha salvado la vida! ¿Qué he obtenido de ti salvo duras empresas y escasa paga? ¡Renuncio ahora mismo a la obediencia a la que estoy sometido, perro!
Rastum dio un paso hacia adelante levantando la espada de Conan, pero Keraspa se volvió hacia él y disparó la flecha. Ésta se clavó en el cuerpo del kezankiano, que lanzó un grito y retrocedió tambaleando por el efecto del poderoso impacto hasta que llegó sin darse cuenta al borde de la grieta y se precipitó por ella hacia el abismo. Sus alaridos llegaban a la superficie cada vez más débiles a medida que caía, hasta que dejaron de oírse.
Rápido como una serpiente, y antes de que el inerme Conan pudiera saltar sobre él, Keraspa colocó otro flecha en el arco. El Cimmerio había dado un paso con gesto felino para abalanzarse sobre Keraspa cuando, sin la menor advertencia, el ídolo incrustado de rubíes descendió de su pedestal con un fuerte estrépito metálico y dio un paso hacia Keraspa.
Al tiempo que lanzaba un grito de horror, el jefe kezankiano  disparó la flecha contra la animada estatua. El dardo fue a dar en el hombro del ídolo y rebotó hacia arriba, describiendo una parábola. Los largos brazos del dios se extendieron hacia Keraspa y lo aferraron por una pierna y por un brazo.
Los labios del kezankiano llenos de espuma lanzaron un grito tras otro mientras el dios se acercaba con pasos pesados a la enorme brecha. La escena había paralizado a Conan de horror, y ahora el ídolo le estaba bloqueando la salida. Tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, su camino quedaba al alcance de aquellos brazos largos como los de un mono. Y el dios, a pesar de su gran tamaño, se movía tan rápidamente como un hombre.
El dios rojo se acercó a la grieta y levantó a Keraspa en el aire, dispuesto a arrojarlo a la insondable profundidad. Conan miró al kezankiano antes de que desapareciera; tenía la boca abierta y la barba manchada de espuma y gritaba como un loco. Después de que Keraspa fuera eliminado, no cabía duda de que la estatua se ocuparía de él. Los sacerdotes de la antigüedad no habían tenido que tomarse el trabajo de lanzar a las víctimas al abismo; aparentemente el ídolo mismo se ocupaba de ese detalle.
Mientras el dios se balanceaba sobre sus dorados talones para arrojar al kezankiano, Conan tanteó detrás de él y sintió en su mano la madera de uno de los tronos. Éstos sin duda habían sido ocupados por los sumos sacerdotes del culto en el pasado. Él cimmerio se volvió, cogió el pesado sitial por el respaldo y lo levantó. Con los músculos crujiendo a causa del esfuerzo, Conan arrojó el trono sobre el ídolo, al que le dio en la espalda dorada en el preciso instante en que el cuerpo de Keraspa, que todavía seguía gritando y dando alaridos de horror, desaparecía en el fondo del abismo.
La madera del trono se hizo pedazos bajo el impacto contra la masa de oro. El golpe le dio al dios en el momento en que se inclinaba hacia adelante por el impulso que tomó para lanzar a Keraspa, y por ello se hallaba en un equilibrio precario. Durante una fracción de segundo, el monstruo se tambaleó sobre el borde del precipicio, con los largos brazos dorados azotando el aire, y luego cayó también en el abismo.
Conan tiró los restos del trono y miró por el borde del abismo. Los gritos de Keraspa habían cesado. Conan creyó haber
oído un sonido distante similar al que podía haber producido el ídolo al golpear en una de las paredes del abismo y rebotar luego pero no estaba seguro. No hubo un ruido ni un golpe estrepitoso final, sino un silencio absoluto.
Conan se secó el sudor de la frente con el musculoso antebrazo y sonrió con gesto hosco. La maldición del dios manchado de sangre se había acabado y el dios desaparecía con ella. A pesar de la enorme fortuna que se había ido por la grieta, junto con el ídolo, el cimmerio no lo lamentaba, pues había comprado su vida a semejante precio. Además, en el mundo debían de quedar aún otros tesoros.
El cimmerio recogió su espada y el arco de Rustum y salió al exterior, donde brillaba el sol de la mañana. Después eligió un caballo y emprendió el regreso.

La maldición del monolito -- CONAN




La maldición del monolito

Después de los sucesos narrados en «La ciudad de las calaveras» (del anterior volumen titulado Conan), el cimmerio es ascendido al grado de capitán en el ejército turanio. Su creciente fama de guerrero invencible y de hombre de confianza, en lugar de procurarle destinos fáciles y bien pagados, hace que los generales del rey Yildiz lo escojan para misiones especialmente arriesgadas. Una de éstas lo lleva a miles de kilómetros hacia el este, hasta las fabulosas tierras de Khitai.


Los escarpados peñascos de piedra negra rodeaban a Conan el cimmerio como las fauces de una trampa. No le gustaba la forma en que las dentadas cimas se recortaban contra las estrellas, que brillaban como ojos de araña sobre el pequeño campamento instalado en la parte llana del valle. Tampoco le resultaba agradable el viento gélido e inquietante que silbaba a través de las montañas rocosas y hacía temblar la hoguera del campamento. El movimiento vacilante de las llamas proyectaba monstruosas sombras negras sobre la pared más próxima del valle.
Del otro lado del campamento, junto a los bosquecillos de bambú y a las matas de rododendros, se alzaban unos pinos gigantescos que ya eran viejos cuando Atlantis se hundió bajo las olas, ocho mil años antes. Un arroyuelo serpenteaba entre los árboles, murmuraba al pasar por el campamento y luego volvía a internarse en el bosque. Por encima de los peñascos se cernía una tenue capa de neblina que atenuaba el fulgor de las estrellas, dando la impresión de que algunas de ellas estuvieran llorando.
Había algo en aquel lugar -pensó Conan- que olía a miedo y a muerte. Casi podía sentir el acre efluvio de horror que traía la brisa. También los caballos lo percibían. Relinchaban quejumbrosos pateando el suelo con los cascos y miraban hacia la oscuridad que los rodeaba más allá de la hoguera, con los ojos en blanco. Los animales estaban cerca de la naturaleza, como Conan, el joven guerrero bárbaro procedente de las desoladas montañas de Cimmeria. Los sentidos de las bestias, al igual que los del cimmerio, percibían el aura maligna con más nitidez que los soldados turanios, que eran gente de ciudad, a quienes el cimmerio había conducido hasta aquel inhóspito valle.
Los soldados estaban sentados alrededor del fuego, compartiendo la última ración de vino de la noche, que escanciaban de unas botas de piel de cabra. Algunos reían a carcajadas y hacían alarde de las proezas amorosas que llevarían a cabo en los sedosos lechos de Aghrapur. Otros, cansados por la agotadora marcha a caballo, estaban sentados en silencio, mirando fijamente el fuego y bostezando. No tardarían en echarse a dormir, envueltos en sus pesados mantos. Se acostarían con la cabeza apoyada en las alforjas, formando un círculo en torno a la chisporroteante hoguera, mientras dos de ellos permanecían de guardia con sus poderosos arcos hirkanios, preparados para cualquier contingencia. Los centinelas no percibían la fuerza siniestra que se cernía sobre el valle.
De pie y con la espalda apoyada sobre el gigantesco pino que se encontraba más cerca, Conan se envolvió mejor en su manto para protegerse de la malsana y húmeda brisa de las montañas. Aunque sus soldados eran hombres robustos y de elevada estatura, Conan le sacaba media cabeza al más alto, y sus anchas espaldas hacían que los demás parecieran enclenques a su lado. Su negra cabellera se escapaba por debajo del casco de punta, que enmarcaba el rostro lleno de pequeñas cicatrices teñidas de rojo por las llamas de la hoguera y en el que destacaban unos profundos ojos azules.
Sumergido en uno de sus accesos de melancolía, Conan maldijo interiormente al rey Yildiz, al bien intencionado, pero débil monarca turanio que lo había enviado a aquella misión de nefastos presagios. Había transcurrido más de un año desde que le fuera tomado el juramento de fidelidad al rey de Turan. Seis meses antes, había sido lo suficientemente afortunado como para merecer este favor del rey, como recompensa por haber rescatado a Zosara, la hija de Yildiz, de manos del demencial dios-rey de Meru, lo que consiguió Conan con la ayuda de un amigo mercenario, Juma el kushita. Finalmente llevó a la princesa, más o menos intacta, hacia el lugar en el que se hallaba su prometido, el Khan de Kujala, jefe de la tribu nómada kuigar.
Cuando Conan regresó a Aghrapur, la esplendorosa capital del reino de Yildiz, pudo comprobar que el monarca era generoso y agradecido. Tanto él como Juma habían sido ascendidos al rango de capitán. Pero mientras que Juma había sido destinado a un codiciado puesto en la Guardia Real, a Conan lo habían recompensado con otra misión arriesgada y difícil. Ahora, mientras recordaba esto, el cimmerio pensó con amargura en los frutos de su éxito.
Yildiz había confiado al gigantesco cimmerio una carta para el rey de Shu de Kusán, un reino insignificante de la zona occidental de Khitai. A la cabeza de cuarenta soldados veteranos, Conan llevó a cabo su ardua misión. Había atravesado cientos de kilómetros de desoladas estepas hirkanias y bordeó las laderas de los elevados montes Talakmas. Después avanzó por desiertos barridos por los vientos y por las húmedas selvas que rodeaban el misterioso reino de Khitai, la tierra más al este de la que tenían noticia los hombres de Occidente.
Una vez en Kusán, Conan encontró en el venerable y filosófico rey Shu un magnífico anfitrión. Mientras el cimmerio y sus soldados eran convidados con comidas y bebidas exóticas, y les entregaban mujeres complacientes, el rey y sus consejeros decidieron aceptar la proposición del rey Yildiz de establecer un tratado comercial y de amistad. El sabio y anciano monarca entregó a Conan un magnífico rollo de seda dorada, con la respuesta formal y con los mejores deseos del rey Kusán escritos en los extraños signos ideográficos de Khitai y en los gráciles caracteres inclinados de Hirkania.
Además de entregarle una bolsita de seda llena de monedas de oro de su país, el rey Shu hizo que lo acompañara un importante miembro de su corte, a fin de que lo guiara hasta la frontera occidental de Khitai. Pero a Conan no le gustó su guía, el duque de Feng.
El khitanio era un hombrecillo delgado, refinado y fatuo, que hablaba con voz suave y susurrante. Vestía una fantástica túnica de seda, poco apropiada para un viaje a caballo y para acampar en aquellas zonas agrestes, y de sus ropas emanaba un perfume que envolvía a toda su exquisita persona. Jamás se ensuciaba las manos, de piel suave y uñas largas, con ninguna de las tareas del campamento, manteniendo en cambio a sus dos criados ocupados día y noche en contribuir a su comodidad y decoro. Conan observaba despectivamente las costumbres del khitanio con el insobornable y varonil desdén propio de un bárbaro. Los rasgados ojos negros y la voz melosa del duque le recordaban a un felino, y se dijo muchas veces que debía tener cuidado de que aquel aristocrático hombrecillo no lo traicionara. Por otro lado, el bárbaro envidiaba secretamente los exquisitos y cultivados modales del khitanio, así como su indudable encanto. Pero esto no hizo más que contribuir a que el resentimiento de Conan contra el duque fuera mayor aún, pues aunque el tiempo pasado en el ejército turanio había pulido un poco al cimmerio, éste seguía siendo en el fondo el rudo y tosco joven bárbaro de siempre. De nuevo pensó que debía tener cuidado con aquel astuto y malicioso duque de Feng.
-¿Acaso perturbo las profundas meditaciones del noble comandante? -susurró una voz suave que parecía el ronroneo de un gato.
Conan sintió un sobresalto y apretó instintivamente la empuñadura de su espada, cuando reconoció al duque de Feng envuelto en un enorme manto de terciopelo de color verde. El cimmerio iba a lanzar un gruñido y una maldición despectiva. Entonces recordó sus deberes de embajador y convirtió el juramento en palabras de bienvenida que resultaron poco convincentes hasta para sus propios oídos.
-¿Quizás el noble capitán no puede dormir? -musitó Feng, aparentando no haberse dado cuenta de la poco cordial acogida de Conan.
Feng hablaba correctamente en lengua hirkania; ése era uno de los motivos por los cuales había sido enviado como guía de Conan y de sus soldados, ya que los conocimientos que tenía el cimmerio de la melodiosa lengua de Khitai eran casi nulos. Feng siguió diciendo:
-Un servidor tiene la fortuna de poseer un remedio infalible contra el insomnio. Un sabio boticario preparó este brebaje a partir de una antigua receta; se trata de un extracto de capullos de lirio molidos y mezclados con canela y semillas de amapola...
-No, gracias -respondió Conan con un gruñido-. Te lo agradezco, duque, pero se trata de algo raro que hay en este maldito lugar. Un extraño presentimiento me mantiene despierto cuando, después de una jornada tan larga a caballo, debería sentirme tan agotado como un joven después de su primera noche de amor.
Las facciones del duque se contrajeron levemente, como si le molestara el rudo lenguaje de Conan, o tal vez sólo había sido un reflejo de la hoguera. De todos modos, respondió con su proverbial suavidad:
-Creo entender la aprensión del valiente comandante. Ese tipo de sensaciones inquietantes y perturbadoras son habituales en este valle legendario. Aquí han muerto muchos hombres.
-¿Hubo alguna batalla en este lugar? -inquirió Conan. Los estrechos hombros del duque se pusieron en tensión bajo su verde manto.
-No, nada de eso, mi intrépido amigo. Este lugar está cerca de la tumba de un antiguo monarca de mi pueblo: el rey Hsia de Kusán. Antes de morir dispuso que todos los miembros de su guardia real fueran decapitados y que sus cabezas fueran enterradas junto a él, a fin de que sus espíritus continuaran sirviéndolo en el más allá. Sin embargo, la superstición popular asegura qué los fantasmas de aquellos soldados vagan eternamente por este valle.
El noble habló en voz más baja aún.
-La leyenda también afirma que un magnífico tesoro de oro y piedras preciosas fue enterrado con él; de todas las leyendas, creo que sólo esto último es cierto.
Conan aguzó su oído y preguntó con interés:
-¿Oro y joyas? ¿Y ese tesoro ya ha sido encontrado?
El khitanio observó a Conan por un momento con una mirada oblicua y escrutadora. Luego, como si hubiera tomado una decisión personal, repuso:
-No, señor Conan, porque nadie conoce el lugar exacto en el que fue enterrado el tesoro... salvo un hombre.
-¿Quién? -preguntó el cimmerio sin rodeos.
-Un humilde servidor, por supuesto.
-¡Por Crom y por Erlik! Si conocías el lugar en el que estaba oculto el tesoro, ¿por qué no lo has desenterrado hasta ahora?
-Mi pueblo siente un profundo terror supersticioso por todo lo relacionado con esta leyenda y con la maldición que pesa sobre la antigua tumba del rey, que está señalada con un monolito de piedra oscura. Por eso jamás he podido convencer a nadie de que me ayudara a desenterrar el tesoro, cuyo escondite sólo yo conozco.
-¿Por qué no lo haces tú solo?
Feng extendió sus delicadas manos de uñas largas y dijo:
-Necesitaba un ayudante de confianza para que me protegiera contra cualquier enemigo solapado, fuera humano o animal, que se acercara a mí mientras me hallaba absorto contemplando el botín. Además, es necesario cavar y hacer otros trabajos pesados. Un caballero como yo no tiene la energía suficiente para realizar esfuerzos físicos tan rudos.
«¡Escucha bien, valiente señor! -siguió diciendo el khitanio-. Este humilde servidor no ha guiado al honorable comandante a través de este valle por casualidad, sino en forma premeditada. Cuando oí que el Hijo del Cielo deseaba que yo acompañara al valiente capitán del este, acepté rápidamente la proposición. Esta misión es para mí un verdadero don de los divinos agentes celestes ya que tú, señor, posees la musculatura de tres hombres corrientes. Y siendo un extranjero nacido en Occidente, doy por sentado que naturalmente no compartes los terrores supersticiosos de la gente de Kusán. ¿Me equivoco?
-No le temo a nada ni a nadie -repuso Conan bruscamente—, sea dios, hombre o demonio, y menos aún al fantasma de un rey muerto hace tanto tiempo. Habla, pues, señor de Feng.
El duque se acercó un poco más a Conan, y su voz se convirtió en un susurro casi inaudible.
-Bien, éste es mi plan -dijo-. Como te he dicho, yo quise guiarte hasta aquí porque pensé que podías ser la persona que buscaba. La tarea será sencilla para alguien tan fuerte como tú; en mi equipaje he traído herramientas para cavar. ¡Vamos hacia allí inmediatamente, y en una hora seremos más ricos de lo que jamás hayamos podido imaginar!
El susurro seductor de Feng despertó la codicia dormida en el bárbaro corazón de Conan, pero un dejo de cautela hizo que el cimmerio no asintiera inmediatamente.
-¿Por qué no llevamos a algunos de mis soldados para que nos ayuden? -preguntó Conan bruscamente-. O también podemos hacer que nos acompañen tus criados. ¡No hay duda de que necesitamos ayuda para traer el tesoro al campamento! . Feng movió negativamente su delicada cabeza y dijo:
-¡Eso sí que no, honorable aliado! El tesoro está compuesto por dos pequeños cofres de oro macizo, llenos de rarísimas piedras preciosas de gran valor. Cada uno de nosotros puede llevarse una fortuna equivalente al valor de un reino; entonces, ¿por qué compartirlo con más gente? Puesto que el secreto es mío, tengo derecho a la mitad del tesoro. Después, si eres tan generoso como para repartir tu mitad entre tus cuarenta soldados... puedes hacer lo que te plazca.
El duque de Feng no necesitó decir más para convencer a Conan de la conveniencia de su plan. La paga de los soldados del rey Yildiz era escasa y habitualmente la abonaban con retraso. La recompensa que le dieron a Conan por su arduo Servicio en Turan había consistido hasta el momento en muchas palabras elogiosas y vacías y poca retribución pecuniaria.
-Voy a buscar las herramientas -murmuró Feng-. Debemos salir del campamento por separado para no despertar sospechas. Mientras yo preparo los utensilios, puedes ponerte la cota de malla y disponer de tus armas.
-¿Para qué necesito la cota de malla y las armas, si sólo vamos a desenterrar un cofre? -preguntó Conan frunciendo el ceño.
-¡Oh, excelso señor! ¡Son muchos los peligros que acechan en aquellas montañas! Por aquí rondan el temible tigre, el feroz leopardo, el oso y el irascible toro salvaje, por no mencionar las bandas de cazadores nómadas. Puesto que a nosotros, caballeros de Khitai, no se nos enseña a usar armas, tú has de estar preparado para luchar por los dos. ¡Créeme, noble capitán; sé perfectamente lo que digo!
-¡Está bien! -concedió el cimmerio refunfuñando.
-¡Excelente! Ya sabía yo que una mente superior como la tuya apreciaría la fuerza de mis argumentos. Y ahora vamos a separarnos; nos reencontraremos al pie del valle cuando salga la luna. Tendremos tiempo de sobra.
La noche se hacía más oscura y el viento más frío.
El cimmerio volvió a sentir la extraña premonición de peligro que experimentó al entrar en aquel valle abandonado al atardecer. Mientras caminaba en silencio al lado del diminuto khitanio, Conan miraba cautelosamente a su alrededor. Las abruptas paredes rocosas fueron estrechándose a ambos lados hasta que apenas hubo sitio para caminar entre el acantilado y la orilla del arroyo que pasaba susurrando a sus pies.
Detrás de ellos apareció un fulgor en el cielo brumoso, allí donde la cima de los acantilados parecía morder el firmamento. El fulgor se volvió más intenso y se convirtió en una opalescencia nacarada. Luego las paredes del valle se ensancharon hacia ambos lados, y los dos hombres se encontraron pisando una zona cubierta de hierba que se extendía a lo lejos. El arroyuelo se torció hacia la derecha y se perdió borboteando entre las orillas cubiertas de helechos.
Al salir del valle, asomó la luna creciente sobre los picos de los acantilados que quedaban a sus espaldas. A través de la tenue neblina, daba la impresión de que estuvieran contemplando el paisaje desde debajo del agua. Los débiles e ilusorios rayos lunares alumbraban una pequeña colina de contornos redondeados que se encontraba directamente frente a ellos, más allá del césped. Más atrás, se alzaban unos montes escarpados y cubiertos de bosques como un oscuro telón de fondo bajo la luz de la luna.
Al contemplar la luna que parecía arrojar polvos de plata sobre la montaña, Conan olvidó sus presentimientos, puesto que allí se alzaba el monolito del que había hablado Feng. Se trataba de una columna de piedra negra, con una superficie suave y lisa, de un brillo pálido, que se encontraba en la cima de la colina y traspasaba la capa de niebla que cubría la tierra. La parte superior del monolito aparecía como una mancha borrosa.
Allí, pues, se encontraba la tumba del rey Hsia, muerto hacía mucho tiempo, según lo que había contado Feng. El tesoro seguramente estaría enterrado debajo del monolito, o bien a un lado. En seguida lo sabrían con certeza.
Con la pala y la barra de hierro que le había dado Feng apoyadas sobre su hombro, Conan se abrió paso entre unos matorrales de rododendros y comenzó a subir por la ladera de la montaña. Se detuvo un momento para ayudar a su diminuto compañero. Después de un breve ascenso, llegaron a la cumbre. Delante de ellos se hallaba la columna, que surgía del centro de la superficie convexa de la cima. Conan pensó que aquella colina probablemente fuera artificial: un túmulo como el que se construía para enterrar los restos de los grandes jefes en su país. Si el tesoro se hallaba debajo de aquel terraplén, tardarían más de una noche en desenterrarlo...
De repente Conan sintió un sobresalto y lanzó un juramento, al tiempo que aferraba la pala y la barra de hierro. Una fuerza invisible atraía las herramientas hacia la columna. Se inclinó en dirección contraria al monolito, con los poderosos músculos hinchados por el esfuerzo. Pero palmo a palmo, sin embargo, la extraña fuerza fue arrastrándolo hacia ella. Cuando el cimmerio vio que sería empujado en contra de su voluntad hacia el monumento, soltó las herramientas y éstas volaron hacia la columna, golpearon con un estrepitoso ruido metálico en el monolito y quedaron pegadas a él.
Pero el hecho de haber soltado las herramientas no liberó a Conan de la poderosa fuerza de atracción, ya que ésta seguía actuando sobre la cota de malla que llevaba puesta el bárbaro. Tambaleándose y maldiciendo, Conan fue a dar contra el monolito con una fuerza aplastante. Su espada quedó adherida a la columna, al igual que la parte de sus brazos cubierta por la malla de metal. Lo mismo pasaba con su cabeza protegida por el casco turanio, y con la espada envainada que llevaba colgada de la cintura.
Conan luchó para liberarse, pero se dio cuenta de que le resultaba completamente imposible. Era como si unas cadenas invisibles lo mantuvieran atado a la columna de piedra negra.
-¿Qué endiablada treta es ésta, perro traidor? -preguntó por fin el bárbaro.
Con una sonrisa imperturbable, Feng se acercó a Conan, que seguía pegado a la columna. La misteriosa fuerza no parecía afectarle a él. El khitanio cogió un pañuelo de seda de una de las amplias mangas de su túnica y cuando Conan abrió la boca para gritar pidiendo ayuda, le introdujo hábilmente la tela. Mientras Conan mordía el pañuelo de seda, el hombrecillo cogió los extremos sueltos de éste y los ató por detrás de la nuca del bárbaro. Finalmente el cimmerio se quedó quieto, jadeando en silencio y mirando con odio al pequeño duque de sonrisa cortés.
-Perdona la artimaña, ¡oh, noble salvaje! -murmuró Feng-. Era necesario que urdiese alguna historia que estimulara tu primitiva e insaciable sed de oro, a fin de poder atraerte hasta aquí solo.
Los ojos de Conan brillaron con furia volcánica mientras ponía en juego toda la fuerza de su hercúleo cuerpo para librarse de los lazos invisibles que lo mantenían pegado al monolito. Todo fue inútil; se sentía totalmente impotente. El sudor resbalaba por su frente y empapaba la camisa de algodón que llevaba debajo de la cota de malla. Trató de gritar, pero sólo emitió unos gruñidos y algunos sonidos ininteligibles.
-Querido capitán -siguió diciendo Feng-, puesto que vuestra vida se acerca a su predestinado fin, sería descortés por mi parte que no explicara mis acciones, a fin de que tu mezquino espíritu pueda viajar a cualquier clase de infierno que los dioses de los bárbaros le tengan preparado, con pleno conocimiento de las causas de tu caída. Has de saber que la corte de Su Amable pero Necia Majestad, el rey Kusán, está dividida en dos bandos. Uno de ellos, el del Pavo Real Blanco, está de acuerdo en que haya un mayor contacto con los bárbaros de Occidente. El otro, el del Pavo Real Dorado, abomina de todo tipo de relación con semejantes salvajes, y yo, por supuesto, soy uno de los magnánimos patriotas del Pavo Real Dorado. Con gusto daría mi vida por destruir lo que llaman esta embajada que diriges, puesto que un mayor contacto con vuestros bárbaros amos contaminaría nuestra civilización pura y trastornaría por completo nuestro sistema social, establecido por la divinidad. Afortunadamente, parece innecesario tomar ese tipo de medidas extremas, porque ahora te tengo a ti, el jefe de esta misión compuesta por una banda de demonios extranjeros, y alrededor de tu cuello cuelga el tratado que el Hijo del Cielo ha firmado con tu vulgar rey pagano.
El pequeño duque sacó el tubo de marfil que contenía los documentos de debajo de la cota de malla de Conan. Abrió la cadena de la que colgaba el tubo en torno al cuello del cimmerio y lo introdujo en una de sus amplias mangas, agregando después con una sonrisa maliciosa:
-No voy a intentar explicarte la sutil naturaleza de la fuerza que te retiene prisionero porque tienes una mentalidad infantil y no lo entenderías. Bastará que te diga que el material con el que está construido el monolito tiene la extraña propiedad de atraer el hierro y el acero con una fuerza irresistible. De modo que no temas; no es un poder mágico infernal el que te tiene prisionero.
Conan no se sintió animado por estas palabras. Una vez había visto a un prestidigitador de Aghrapur recogiendo clavos del suelo con un trozo de piedra rojiza, y suponía que la fuerza que lo retenía en este momento era de índole similar. Pero dado que nunca había oído hablar de magnetismo, en el fondo a él todo aquello le parecía producto de la magia.
-No alientes vanas esperanzas de que tus hombres te rescaten -siguió diciendo Feng-. También he pensado en ello. En estas montañas viven los jagas, una tribu salvaje de cazadores de cabezas. Atraídos por la hoguera del campamento, se reunirán en los dos extremos del valle y atacarán a los soldados al amanecer. Ése ha sido su invariable proceder en anteriores ocasiones.
»Para entonces yo espero encontrarme muy lejos de aquí. Si llegaran a capturarme... bueno, sería estúpido ignorar que el hombre debe morir tarde o temprano, y confío en que sabré enfrentarme a la muerte con la dignidad y el decoro que corresponden a mi rango y cultura. Estoy seguro de que mi cabeza constituirá un adorno encantador en la choza de algún jaba.
»Así pues, mi buen bárbaro, me despido de ti. Te ruego que perdones a este humilde caballero el hecho de que te vuelva la espalda en los últimos momentos de tu vida. No puedo negar que tu muerte constituye una pena en cierto sentido, y no me complacería presenciarla. De haber tenido las ventajas de una educación khitania, hubieras sido un magnífico servidor, es decir, un buen guardaespaldas para mí. Pero las cosas son como son, y el hombre no puede torcer los designios del destino.
Después de una cínica reverencia de despedida, el khitanio inició el descenso por la ladera de la montaña. Conan se preguntó si el plan del duque consistía en dejarlo sujeto al monolito para que se muriera de hambre y de sed. Si sus hombres notaban su ausencia antes del alba, tal vez salieran a buscarlo.
Pero puesto que él se había marchado furtivamente del campamento, sin decírselo a nadie, no sabrían si debían alarmarse por su ausencia. Si de algún modo pudiera comunicarse con los soldados, seguramente darían una batida por los alrededores hasta encontrarlo y entonces daría buena cuenta de este traidor. Pero ¿cómo poner sobre aviso a su gente?
Una vez más puso en juego su enorme fuerza en contra de la que lo retenía pegado a la columna, pero nuevamente sus esfuerzos resultaron estériles. Podía mover las piernas y brazos, e incluso estaba capacitado para realizar algún movimiento con la cabeza, pero su cuerpo estaba firmemente sujeto por la cota de malla de hierro que llevaba.
En ese momento el cielo se despejó y la luna brilló con más fuerza. Conan observó que a sus pies y por toda la base del monolito se veían los restos macabros de otras víctimas esparcidos por el suelo. Los huesos y los dientes se amontonaban allí como viejos escombros; seguramente los pisó cuando la misteriosa fuerza lo empujó hacia la columna.
La luna brilló con más intensidad. Conan advirtió con inquietud que los huesos estaban muy descoloridos. Al observarlos mejor, se dio cuenta de que parecían desintegrados o comidos en algunos lugares, como si un líquido corrosivo hubiese disuelto la lisa superficie ósea para dejar al descubierto la estructura esponjosa que había debajo.
Conan volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando algún medio de escapar. Las suaves palabras del khitanio parecían ser ciertas, pero ahora podía ver claramente los trozos de hierro pegados por la fuerza invisible a las piedras manchadas y descoloridas de la columna. Hacia su izquierda se veía la pala, la barra de hierro y un casco herrumbrado, mientras que a su derecha había una daga desgastada por el tiempo pegada a la piedra. Una vez más, hizo un esfuerzo titánico por librarse de la invisible fuerza de atracción.
En ese instante oyó un ruido misterioso que venía de abajo, un sonido burlón y demencial a la vez. Aguzando su mirada para ver lo más lejos posible a la tenue luz de la luna, Conan comprobó que Feng no se había marchado aún. Por el contrario, el duque estaba sentado sobre la hierba de la ladera de la montaña, cerca de la base de la colina. Había extraído una flauta de su amplia túnica y estaba tocando una extraña melodía.
Con el sonido agudo y estridente del instrumento de viento, llegó hasta los oídos de Conan un rumor débil que parecía venir de la parte superior de la columna. Los músculos del cuello de toro de Conan se hincharon cuando volvió la cabeza para mirar hacia arriba, y la punta de su casco turanio rascó la superficie de la piedra. Entonces, la sangre se le heló en las venas. La niebla que impedía ver la parte superior del monumento había desaparecido. Los rayos de la luna iluminaban una cosa amorfa que se encontraba en lo alto de la columna y tenía un aspecto repugnante. Era como un enorme bulto de jalea semitransparente que se movía... Estaba dotado de vida, de una vida que palpitaba en su seno y se contraía. La luz de la luna brillaba con un fulgor húmedo sobre esa cosa que palpitaba como un enorme corazón viviente.
Mientras Conan la miraba paralizado por el horror, la cosa del monolito lanzó un chorrito de gelatina que bajó resbalando por la columna en dirección a él. El resbaladizo seudópodo se deslizó sobre la lisa superficie de piedra. Entonces Conan empezó a comprender el origen de las manchas que decoraban el frente del monolito.
El viento había cambiado de dirección y una ráfaga de aire le hizo llegar un olor nauseabundo. Ahora entendía por qué los huesos esparcidos en la base de la columna tenían un aspecto tan extraño, como si estuvieran desintegrados. Con un temor que lo colocaba casi al borde del desfallecimiento, comprendió que la cosa gelatinosa segregaba un líquido digestivo por medio del cual consumía a su presa. Conan se preguntó cuántos hombres, en el pasado, habrían quedado pegados a aquella piedra en el •lugar en el que él se encontraba; cuántos hombres esperarían indefensos la caricia abrasadora de la sustancia abominable que ahora descendía lentamente hacia él.
Quizá el extraño sonido de la flauta de Feng había despertado al monstruo, o tal vez fue el olor de carne humana lo que lo incitó al festín. Sea cual fuere la causa, lo cierto es que aquel extraño monstruo había iniciado su lento descenso por un lado del monolito, acercándose a su cara. La húmeda jalea producía un chapoteo y dejaba a su paso un rastro baboso a medida que se deslizaba hacia él.
La desesperación infundió nuevas fuerzas a sus cansados y paralizados músculos. Conan tiraba hacia un lado y hacia el otro intentando, con la poca energía que le quedaba, romper la misteriosa fuerza que lo atenazaba. Ante su sorpresa, el cimmerio se dio cuenta de que estaba en condiciones de moverse hacia un lado, alrededor de la columna.
¡Entonces la fuerza que lo sujetaba no le impedía realizar algunos movimientos! Esto lo animó, aunque se dio perfecta cuenta de que no podría eludir indefinidamente al monstruo de gelatina viviente.
Conan sintió una presión contra las mallas que cubrían su costado. Al mirar hacia abajo vio que se trataba de la daga herrumbrosa que había visto antes. Sus movimientos laterales lo habían acercado al arma, hasta que sintió la empuñadura contra sus costillas.
El bárbaro tenía la parte superior del brazo sujeta a la piedra por la manga de su malla, pero su antebrazo y la mano estaban libres. Se preguntó si podría alargar el brazo lo suficiente como para alcanzar el mango de la daga.
Hizo un enorme esfuerzo, estirando la mano a lo largo de la columna. La malla metálica de su brazo se movía con una gran lentitud arañando la superficie de piedra, mientras unas gotas de sudor resbalaban hasta sus ojos. Poco a poco la mano de Conan se fue acercando a la empuñadura del arma. El obsesionante sonido de la flauta de Feng resonaba de un modo enloquecedor en sus oídos, al tiempo que el olor repugnante procedente de la cosa viscosa parecía llenar por completo sus fosas nasales.
Su mano tocó la daga y en un segundo su mano aferró la empuñadura. Pero en el momento en que Conan quiso separar el arma de la columna, la hoja, comida por el óxido, se rompió con un sonido metálico seco. Volvió la cabeza y pudo ver que dos tercios de la hoja se habían quebrado y estaban adheridos a la superficie del monolito. El tercio restante todavía estaba unido a la empuñadura. Puesto que ahora había menos cantidad de hierro en la daga para ser atraído por la fuerza magnética del monolito, Conan logró, finalmente, despegar la daga de la columna haciendo un enorme esfuerzo muscular.
Una mirada le demostró que si bien se había perdido la mayor parte de la hoja del arma, en el trozo que quedaba había dos bordes afilados. Con los músculos temblando a causa de la energía que ponía en juego para mantener el arma alejada de la piedra, consiguió acercar uno de los bordes a la correa de cuero que unía la parte anterior a la parte posterior de la cota de malla. Entonces comenzó a cortar cuidadosamente la resistente tira de cuero con el oxidado filo de la daga.
Cada movimiento que hacía era una verdadera agonía. El tormento de la incertidumbre le resultaba insoportable. Su mano, retorcida en una posición inverosímil, le dolía intensamente. El filo de la vieja daga estaba mellado, desgastado y quebradizo; cualquier movimiento brusco podía romperla, con lo cual quedaría nuevamente indefenso. Con movimientos muy suaves y con un cuidado tremendo, fue aserrando lentamente el cuero. El hedor del monstruo iba en aumento y los chasquidos que hacía al avanzar se oían más nítidamente.
Entonces Conan sintió que la tira de cuero cedía. Después luchó denodadamente contra la fuerza magnética que lo aprisionaba. La correa se soltó por los ojales de la cota de malla, hasta que todo el costado de ésta quedó abierto. Un hombro y una parte del brazo asomaban por la abertura.
En ese momento Conan sintió un leve golpe en la cabeza. El repugnante hedor se había vuelto insoportable y su invisible atacante, que llegaba desde arriba, ya estaba tocando el casco del cimmerio. Éste notó que una de las prolongaciones gelatinosas había alcanzado su yelmo y se deslizaba por su superficie en busca de carne humana. En una fracción de segundo, la corrosiva materia podría caer sobre su rostro...
Con un esfuerzo sobrehumano, Conan sacó el brazo de la manga por el costado de la cota de malla que todavía estaba , atado. Con la mano libre se soltó el cinto de la espada y la correa que aseguraba el casco. Entonces hizo un último esfuerzo y se liberó de la opresión mortal de la cota de malla, dejando su espada y su armadura pegadas a la piedra.
Se apartó de la columna con pasos vacilantes y por un momento sintió que sus piernas desfallecían. El mundo a su alrededor, iluminado por la luna, parecía dar vueltas y más vueltas.
Se recuperó en seguida y echó una mirada hacia atrás; entonces pudo comprobar que el monstruo gelatinoso había cubierto completamente su casco. Desconcertado en su búsqueda de carne, ahora enviaba más seudópodos hacia abajo, que oscilaban en el aire tenuemente iluminados por la acuosa luz lunar.
Colina abajo se seguía oyendo el demoníaco sonido de la flauta. Feng estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba de la colina y tocaba su flauta como si estuviera absorto en un éxtasis de inspiración inhumana.
Mientras tanto, Conan desgarró su mordaza y arrojó el trapo al suelo. Luego saltó como un leopardo en busca de su presa. Se acercó al pequeño duque con las manos extendidas y ambos rodaron por la ladera en un revoltijo de sedas, brazos y piernas. Un golpe en un costado de la cabeza de Feng acabó con su resistencia. Conan buscó en las ropas del khitanio y extrajo de sus amplias mangas el tubo de marfil que contenía los documentos.
Luego el cimmerio volvió a subir la cuesta tambaleándose y arrastrando al duque. Cuando llegó a la altura de la base del monolito, levantó a Feng en el aire. Presintiendo lo que le iba a ocurrir, el pequeño aristócrata lanzó un chillido agudo y prolongado.
Conan lo arrojó contra la columna y el khitanio se estrelló contra ella con un ruido sordo, cayendo sin conocimiento al pie del monolito.
El golpe fue providencial para el duque, puesto que éste nunca llegó a sentir el contacto viscoso del monstruo cuando los pegajosos tentáculos cubrieron su rostro. Conan se quedó mirando un momento con expresión lúgubre. Las facciones de Feng se fueron borrando a medida que la corrosiva jalea resbalaba sobre él. Luego la carne desapareció y surgió la blanca calavera con una sonrisa macabra. La cosa abominable se iba tiñendo de color rosado a medida que se alimentaba de su víctima.
Conan regresó al campamento dando grandes zancadas, pues sus piernas todavía estaban rígidas. A su espalda se recortaba el monolito contra el cielo como una antorcha gigantesca envuelta en llamas de color escarlata y en un humo muy denso.
Le había resultado fácil prender fuego a la hierba reseca que rodeaba el monolito, pues llevaba consigo yesca y pedernal. Había contemplado con siniestra satisfacción cómo la masa oleosa de aquel monstruo viscoso se encendía, ardía chisporroteando y se retorcía en una muda agonía.
«¡Que se quemen los dos -se dijo Conan-; el cadáver a medio digerir de ese perro traidor y su repugnante y odiosa mascota!»
Al acercarse al campamento, Conan vio que algunos de sus soldados todavía no se habían retirado a descansar. Miraban con curiosidad el fuego que brillaba a lo lejos. Al aparecer el cimmerio, se volvieron hacia él y le preguntaron casi gritando:
-¿Dónde has estado, capitán? ¿Qué significa ese fuego? ¿Dónde está el duque?
-¡Ea, cerrad la boca, ceporros! -rugió el cimmerio, mientras se acercaba a la fogata-. ¡Despertad a los demás muchachos y ensillad los caballos porque vamos a partir inmediatamente! Los cazadores de cabezas de la tribu jaga nos alcanzaron y estarán aquí en seguida. Se apoderaron del duque, pero yo pude librarme de ellos. ¡Khusro! ¡Mulia! ¡Daos prisa, si no queréis que vuestras cabezas adornen las chozas de esos demonios salvajes! ¡Y por Crom que espero por vuestro propio bien que me hayáis dejado un poco de ese buen vino...!

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