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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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domingo, 14 de noviembre de 2010

La maldición del monolito -- CONAN




La maldición del monolito

Después de los sucesos narrados en «La ciudad de las calaveras» (del anterior volumen titulado Conan), el cimmerio es ascendido al grado de capitán en el ejército turanio. Su creciente fama de guerrero invencible y de hombre de confianza, en lugar de procurarle destinos fáciles y bien pagados, hace que los generales del rey Yildiz lo escojan para misiones especialmente arriesgadas. Una de éstas lo lleva a miles de kilómetros hacia el este, hasta las fabulosas tierras de Khitai.


Los escarpados peñascos de piedra negra rodeaban a Conan el cimmerio como las fauces de una trampa. No le gustaba la forma en que las dentadas cimas se recortaban contra las estrellas, que brillaban como ojos de araña sobre el pequeño campamento instalado en la parte llana del valle. Tampoco le resultaba agradable el viento gélido e inquietante que silbaba a través de las montañas rocosas y hacía temblar la hoguera del campamento. El movimiento vacilante de las llamas proyectaba monstruosas sombras negras sobre la pared más próxima del valle.
Del otro lado del campamento, junto a los bosquecillos de bambú y a las matas de rododendros, se alzaban unos pinos gigantescos que ya eran viejos cuando Atlantis se hundió bajo las olas, ocho mil años antes. Un arroyuelo serpenteaba entre los árboles, murmuraba al pasar por el campamento y luego volvía a internarse en el bosque. Por encima de los peñascos se cernía una tenue capa de neblina que atenuaba el fulgor de las estrellas, dando la impresión de que algunas de ellas estuvieran llorando.
Había algo en aquel lugar -pensó Conan- que olía a miedo y a muerte. Casi podía sentir el acre efluvio de horror que traía la brisa. También los caballos lo percibían. Relinchaban quejumbrosos pateando el suelo con los cascos y miraban hacia la oscuridad que los rodeaba más allá de la hoguera, con los ojos en blanco. Los animales estaban cerca de la naturaleza, como Conan, el joven guerrero bárbaro procedente de las desoladas montañas de Cimmeria. Los sentidos de las bestias, al igual que los del cimmerio, percibían el aura maligna con más nitidez que los soldados turanios, que eran gente de ciudad, a quienes el cimmerio había conducido hasta aquel inhóspito valle.
Los soldados estaban sentados alrededor del fuego, compartiendo la última ración de vino de la noche, que escanciaban de unas botas de piel de cabra. Algunos reían a carcajadas y hacían alarde de las proezas amorosas que llevarían a cabo en los sedosos lechos de Aghrapur. Otros, cansados por la agotadora marcha a caballo, estaban sentados en silencio, mirando fijamente el fuego y bostezando. No tardarían en echarse a dormir, envueltos en sus pesados mantos. Se acostarían con la cabeza apoyada en las alforjas, formando un círculo en torno a la chisporroteante hoguera, mientras dos de ellos permanecían de guardia con sus poderosos arcos hirkanios, preparados para cualquier contingencia. Los centinelas no percibían la fuerza siniestra que se cernía sobre el valle.
De pie y con la espalda apoyada sobre el gigantesco pino que se encontraba más cerca, Conan se envolvió mejor en su manto para protegerse de la malsana y húmeda brisa de las montañas. Aunque sus soldados eran hombres robustos y de elevada estatura, Conan le sacaba media cabeza al más alto, y sus anchas espaldas hacían que los demás parecieran enclenques a su lado. Su negra cabellera se escapaba por debajo del casco de punta, que enmarcaba el rostro lleno de pequeñas cicatrices teñidas de rojo por las llamas de la hoguera y en el que destacaban unos profundos ojos azules.
Sumergido en uno de sus accesos de melancolía, Conan maldijo interiormente al rey Yildiz, al bien intencionado, pero débil monarca turanio que lo había enviado a aquella misión de nefastos presagios. Había transcurrido más de un año desde que le fuera tomado el juramento de fidelidad al rey de Turan. Seis meses antes, había sido lo suficientemente afortunado como para merecer este favor del rey, como recompensa por haber rescatado a Zosara, la hija de Yildiz, de manos del demencial dios-rey de Meru, lo que consiguió Conan con la ayuda de un amigo mercenario, Juma el kushita. Finalmente llevó a la princesa, más o menos intacta, hacia el lugar en el que se hallaba su prometido, el Khan de Kujala, jefe de la tribu nómada kuigar.
Cuando Conan regresó a Aghrapur, la esplendorosa capital del reino de Yildiz, pudo comprobar que el monarca era generoso y agradecido. Tanto él como Juma habían sido ascendidos al rango de capitán. Pero mientras que Juma había sido destinado a un codiciado puesto en la Guardia Real, a Conan lo habían recompensado con otra misión arriesgada y difícil. Ahora, mientras recordaba esto, el cimmerio pensó con amargura en los frutos de su éxito.
Yildiz había confiado al gigantesco cimmerio una carta para el rey de Shu de Kusán, un reino insignificante de la zona occidental de Khitai. A la cabeza de cuarenta soldados veteranos, Conan llevó a cabo su ardua misión. Había atravesado cientos de kilómetros de desoladas estepas hirkanias y bordeó las laderas de los elevados montes Talakmas. Después avanzó por desiertos barridos por los vientos y por las húmedas selvas que rodeaban el misterioso reino de Khitai, la tierra más al este de la que tenían noticia los hombres de Occidente.
Una vez en Kusán, Conan encontró en el venerable y filosófico rey Shu un magnífico anfitrión. Mientras el cimmerio y sus soldados eran convidados con comidas y bebidas exóticas, y les entregaban mujeres complacientes, el rey y sus consejeros decidieron aceptar la proposición del rey Yildiz de establecer un tratado comercial y de amistad. El sabio y anciano monarca entregó a Conan un magnífico rollo de seda dorada, con la respuesta formal y con los mejores deseos del rey Kusán escritos en los extraños signos ideográficos de Khitai y en los gráciles caracteres inclinados de Hirkania.
Además de entregarle una bolsita de seda llena de monedas de oro de su país, el rey Shu hizo que lo acompañara un importante miembro de su corte, a fin de que lo guiara hasta la frontera occidental de Khitai. Pero a Conan no le gustó su guía, el duque de Feng.
El khitanio era un hombrecillo delgado, refinado y fatuo, que hablaba con voz suave y susurrante. Vestía una fantástica túnica de seda, poco apropiada para un viaje a caballo y para acampar en aquellas zonas agrestes, y de sus ropas emanaba un perfume que envolvía a toda su exquisita persona. Jamás se ensuciaba las manos, de piel suave y uñas largas, con ninguna de las tareas del campamento, manteniendo en cambio a sus dos criados ocupados día y noche en contribuir a su comodidad y decoro. Conan observaba despectivamente las costumbres del khitanio con el insobornable y varonil desdén propio de un bárbaro. Los rasgados ojos negros y la voz melosa del duque le recordaban a un felino, y se dijo muchas veces que debía tener cuidado de que aquel aristocrático hombrecillo no lo traicionara. Por otro lado, el bárbaro envidiaba secretamente los exquisitos y cultivados modales del khitanio, así como su indudable encanto. Pero esto no hizo más que contribuir a que el resentimiento de Conan contra el duque fuera mayor aún, pues aunque el tiempo pasado en el ejército turanio había pulido un poco al cimmerio, éste seguía siendo en el fondo el rudo y tosco joven bárbaro de siempre. De nuevo pensó que debía tener cuidado con aquel astuto y malicioso duque de Feng.
-¿Acaso perturbo las profundas meditaciones del noble comandante? -susurró una voz suave que parecía el ronroneo de un gato.
Conan sintió un sobresalto y apretó instintivamente la empuñadura de su espada, cuando reconoció al duque de Feng envuelto en un enorme manto de terciopelo de color verde. El cimmerio iba a lanzar un gruñido y una maldición despectiva. Entonces recordó sus deberes de embajador y convirtió el juramento en palabras de bienvenida que resultaron poco convincentes hasta para sus propios oídos.
-¿Quizás el noble capitán no puede dormir? -musitó Feng, aparentando no haberse dado cuenta de la poco cordial acogida de Conan.
Feng hablaba correctamente en lengua hirkania; ése era uno de los motivos por los cuales había sido enviado como guía de Conan y de sus soldados, ya que los conocimientos que tenía el cimmerio de la melodiosa lengua de Khitai eran casi nulos. Feng siguió diciendo:
-Un servidor tiene la fortuna de poseer un remedio infalible contra el insomnio. Un sabio boticario preparó este brebaje a partir de una antigua receta; se trata de un extracto de capullos de lirio molidos y mezclados con canela y semillas de amapola...
-No, gracias -respondió Conan con un gruñido-. Te lo agradezco, duque, pero se trata de algo raro que hay en este maldito lugar. Un extraño presentimiento me mantiene despierto cuando, después de una jornada tan larga a caballo, debería sentirme tan agotado como un joven después de su primera noche de amor.
Las facciones del duque se contrajeron levemente, como si le molestara el rudo lenguaje de Conan, o tal vez sólo había sido un reflejo de la hoguera. De todos modos, respondió con su proverbial suavidad:
-Creo entender la aprensión del valiente comandante. Ese tipo de sensaciones inquietantes y perturbadoras son habituales en este valle legendario. Aquí han muerto muchos hombres.
-¿Hubo alguna batalla en este lugar? -inquirió Conan. Los estrechos hombros del duque se pusieron en tensión bajo su verde manto.
-No, nada de eso, mi intrépido amigo. Este lugar está cerca de la tumba de un antiguo monarca de mi pueblo: el rey Hsia de Kusán. Antes de morir dispuso que todos los miembros de su guardia real fueran decapitados y que sus cabezas fueran enterradas junto a él, a fin de que sus espíritus continuaran sirviéndolo en el más allá. Sin embargo, la superstición popular asegura qué los fantasmas de aquellos soldados vagan eternamente por este valle.
El noble habló en voz más baja aún.
-La leyenda también afirma que un magnífico tesoro de oro y piedras preciosas fue enterrado con él; de todas las leyendas, creo que sólo esto último es cierto.
Conan aguzó su oído y preguntó con interés:
-¿Oro y joyas? ¿Y ese tesoro ya ha sido encontrado?
El khitanio observó a Conan por un momento con una mirada oblicua y escrutadora. Luego, como si hubiera tomado una decisión personal, repuso:
-No, señor Conan, porque nadie conoce el lugar exacto en el que fue enterrado el tesoro... salvo un hombre.
-¿Quién? -preguntó el cimmerio sin rodeos.
-Un humilde servidor, por supuesto.
-¡Por Crom y por Erlik! Si conocías el lugar en el que estaba oculto el tesoro, ¿por qué no lo has desenterrado hasta ahora?
-Mi pueblo siente un profundo terror supersticioso por todo lo relacionado con esta leyenda y con la maldición que pesa sobre la antigua tumba del rey, que está señalada con un monolito de piedra oscura. Por eso jamás he podido convencer a nadie de que me ayudara a desenterrar el tesoro, cuyo escondite sólo yo conozco.
-¿Por qué no lo haces tú solo?
Feng extendió sus delicadas manos de uñas largas y dijo:
-Necesitaba un ayudante de confianza para que me protegiera contra cualquier enemigo solapado, fuera humano o animal, que se acercara a mí mientras me hallaba absorto contemplando el botín. Además, es necesario cavar y hacer otros trabajos pesados. Un caballero como yo no tiene la energía suficiente para realizar esfuerzos físicos tan rudos.
«¡Escucha bien, valiente señor! -siguió diciendo el khitanio-. Este humilde servidor no ha guiado al honorable comandante a través de este valle por casualidad, sino en forma premeditada. Cuando oí que el Hijo del Cielo deseaba que yo acompañara al valiente capitán del este, acepté rápidamente la proposición. Esta misión es para mí un verdadero don de los divinos agentes celestes ya que tú, señor, posees la musculatura de tres hombres corrientes. Y siendo un extranjero nacido en Occidente, doy por sentado que naturalmente no compartes los terrores supersticiosos de la gente de Kusán. ¿Me equivoco?
-No le temo a nada ni a nadie -repuso Conan bruscamente—, sea dios, hombre o demonio, y menos aún al fantasma de un rey muerto hace tanto tiempo. Habla, pues, señor de Feng.
El duque se acercó un poco más a Conan, y su voz se convirtió en un susurro casi inaudible.
-Bien, éste es mi plan -dijo-. Como te he dicho, yo quise guiarte hasta aquí porque pensé que podías ser la persona que buscaba. La tarea será sencilla para alguien tan fuerte como tú; en mi equipaje he traído herramientas para cavar. ¡Vamos hacia allí inmediatamente, y en una hora seremos más ricos de lo que jamás hayamos podido imaginar!
El susurro seductor de Feng despertó la codicia dormida en el bárbaro corazón de Conan, pero un dejo de cautela hizo que el cimmerio no asintiera inmediatamente.
-¿Por qué no llevamos a algunos de mis soldados para que nos ayuden? -preguntó Conan bruscamente-. O también podemos hacer que nos acompañen tus criados. ¡No hay duda de que necesitamos ayuda para traer el tesoro al campamento! . Feng movió negativamente su delicada cabeza y dijo:
-¡Eso sí que no, honorable aliado! El tesoro está compuesto por dos pequeños cofres de oro macizo, llenos de rarísimas piedras preciosas de gran valor. Cada uno de nosotros puede llevarse una fortuna equivalente al valor de un reino; entonces, ¿por qué compartirlo con más gente? Puesto que el secreto es mío, tengo derecho a la mitad del tesoro. Después, si eres tan generoso como para repartir tu mitad entre tus cuarenta soldados... puedes hacer lo que te plazca.
El duque de Feng no necesitó decir más para convencer a Conan de la conveniencia de su plan. La paga de los soldados del rey Yildiz era escasa y habitualmente la abonaban con retraso. La recompensa que le dieron a Conan por su arduo Servicio en Turan había consistido hasta el momento en muchas palabras elogiosas y vacías y poca retribución pecuniaria.
-Voy a buscar las herramientas -murmuró Feng-. Debemos salir del campamento por separado para no despertar sospechas. Mientras yo preparo los utensilios, puedes ponerte la cota de malla y disponer de tus armas.
-¿Para qué necesito la cota de malla y las armas, si sólo vamos a desenterrar un cofre? -preguntó Conan frunciendo el ceño.
-¡Oh, excelso señor! ¡Son muchos los peligros que acechan en aquellas montañas! Por aquí rondan el temible tigre, el feroz leopardo, el oso y el irascible toro salvaje, por no mencionar las bandas de cazadores nómadas. Puesto que a nosotros, caballeros de Khitai, no se nos enseña a usar armas, tú has de estar preparado para luchar por los dos. ¡Créeme, noble capitán; sé perfectamente lo que digo!
-¡Está bien! -concedió el cimmerio refunfuñando.
-¡Excelente! Ya sabía yo que una mente superior como la tuya apreciaría la fuerza de mis argumentos. Y ahora vamos a separarnos; nos reencontraremos al pie del valle cuando salga la luna. Tendremos tiempo de sobra.
La noche se hacía más oscura y el viento más frío.
El cimmerio volvió a sentir la extraña premonición de peligro que experimentó al entrar en aquel valle abandonado al atardecer. Mientras caminaba en silencio al lado del diminuto khitanio, Conan miraba cautelosamente a su alrededor. Las abruptas paredes rocosas fueron estrechándose a ambos lados hasta que apenas hubo sitio para caminar entre el acantilado y la orilla del arroyo que pasaba susurrando a sus pies.
Detrás de ellos apareció un fulgor en el cielo brumoso, allí donde la cima de los acantilados parecía morder el firmamento. El fulgor se volvió más intenso y se convirtió en una opalescencia nacarada. Luego las paredes del valle se ensancharon hacia ambos lados, y los dos hombres se encontraron pisando una zona cubierta de hierba que se extendía a lo lejos. El arroyuelo se torció hacia la derecha y se perdió borboteando entre las orillas cubiertas de helechos.
Al salir del valle, asomó la luna creciente sobre los picos de los acantilados que quedaban a sus espaldas. A través de la tenue neblina, daba la impresión de que estuvieran contemplando el paisaje desde debajo del agua. Los débiles e ilusorios rayos lunares alumbraban una pequeña colina de contornos redondeados que se encontraba directamente frente a ellos, más allá del césped. Más atrás, se alzaban unos montes escarpados y cubiertos de bosques como un oscuro telón de fondo bajo la luz de la luna.
Al contemplar la luna que parecía arrojar polvos de plata sobre la montaña, Conan olvidó sus presentimientos, puesto que allí se alzaba el monolito del que había hablado Feng. Se trataba de una columna de piedra negra, con una superficie suave y lisa, de un brillo pálido, que se encontraba en la cima de la colina y traspasaba la capa de niebla que cubría la tierra. La parte superior del monolito aparecía como una mancha borrosa.
Allí, pues, se encontraba la tumba del rey Hsia, muerto hacía mucho tiempo, según lo que había contado Feng. El tesoro seguramente estaría enterrado debajo del monolito, o bien a un lado. En seguida lo sabrían con certeza.
Con la pala y la barra de hierro que le había dado Feng apoyadas sobre su hombro, Conan se abrió paso entre unos matorrales de rododendros y comenzó a subir por la ladera de la montaña. Se detuvo un momento para ayudar a su diminuto compañero. Después de un breve ascenso, llegaron a la cumbre. Delante de ellos se hallaba la columna, que surgía del centro de la superficie convexa de la cima. Conan pensó que aquella colina probablemente fuera artificial: un túmulo como el que se construía para enterrar los restos de los grandes jefes en su país. Si el tesoro se hallaba debajo de aquel terraplén, tardarían más de una noche en desenterrarlo...
De repente Conan sintió un sobresalto y lanzó un juramento, al tiempo que aferraba la pala y la barra de hierro. Una fuerza invisible atraía las herramientas hacia la columna. Se inclinó en dirección contraria al monolito, con los poderosos músculos hinchados por el esfuerzo. Pero palmo a palmo, sin embargo, la extraña fuerza fue arrastrándolo hacia ella. Cuando el cimmerio vio que sería empujado en contra de su voluntad hacia el monumento, soltó las herramientas y éstas volaron hacia la columna, golpearon con un estrepitoso ruido metálico en el monolito y quedaron pegadas a él.
Pero el hecho de haber soltado las herramientas no liberó a Conan de la poderosa fuerza de atracción, ya que ésta seguía actuando sobre la cota de malla que llevaba puesta el bárbaro. Tambaleándose y maldiciendo, Conan fue a dar contra el monolito con una fuerza aplastante. Su espada quedó adherida a la columna, al igual que la parte de sus brazos cubierta por la malla de metal. Lo mismo pasaba con su cabeza protegida por el casco turanio, y con la espada envainada que llevaba colgada de la cintura.
Conan luchó para liberarse, pero se dio cuenta de que le resultaba completamente imposible. Era como si unas cadenas invisibles lo mantuvieran atado a la columna de piedra negra.
-¿Qué endiablada treta es ésta, perro traidor? -preguntó por fin el bárbaro.
Con una sonrisa imperturbable, Feng se acercó a Conan, que seguía pegado a la columna. La misteriosa fuerza no parecía afectarle a él. El khitanio cogió un pañuelo de seda de una de las amplias mangas de su túnica y cuando Conan abrió la boca para gritar pidiendo ayuda, le introdujo hábilmente la tela. Mientras Conan mordía el pañuelo de seda, el hombrecillo cogió los extremos sueltos de éste y los ató por detrás de la nuca del bárbaro. Finalmente el cimmerio se quedó quieto, jadeando en silencio y mirando con odio al pequeño duque de sonrisa cortés.
-Perdona la artimaña, ¡oh, noble salvaje! -murmuró Feng-. Era necesario que urdiese alguna historia que estimulara tu primitiva e insaciable sed de oro, a fin de poder atraerte hasta aquí solo.
Los ojos de Conan brillaron con furia volcánica mientras ponía en juego toda la fuerza de su hercúleo cuerpo para librarse de los lazos invisibles que lo mantenían pegado al monolito. Todo fue inútil; se sentía totalmente impotente. El sudor resbalaba por su frente y empapaba la camisa de algodón que llevaba debajo de la cota de malla. Trató de gritar, pero sólo emitió unos gruñidos y algunos sonidos ininteligibles.
-Querido capitán -siguió diciendo Feng-, puesto que vuestra vida se acerca a su predestinado fin, sería descortés por mi parte que no explicara mis acciones, a fin de que tu mezquino espíritu pueda viajar a cualquier clase de infierno que los dioses de los bárbaros le tengan preparado, con pleno conocimiento de las causas de tu caída. Has de saber que la corte de Su Amable pero Necia Majestad, el rey Kusán, está dividida en dos bandos. Uno de ellos, el del Pavo Real Blanco, está de acuerdo en que haya un mayor contacto con los bárbaros de Occidente. El otro, el del Pavo Real Dorado, abomina de todo tipo de relación con semejantes salvajes, y yo, por supuesto, soy uno de los magnánimos patriotas del Pavo Real Dorado. Con gusto daría mi vida por destruir lo que llaman esta embajada que diriges, puesto que un mayor contacto con vuestros bárbaros amos contaminaría nuestra civilización pura y trastornaría por completo nuestro sistema social, establecido por la divinidad. Afortunadamente, parece innecesario tomar ese tipo de medidas extremas, porque ahora te tengo a ti, el jefe de esta misión compuesta por una banda de demonios extranjeros, y alrededor de tu cuello cuelga el tratado que el Hijo del Cielo ha firmado con tu vulgar rey pagano.
El pequeño duque sacó el tubo de marfil que contenía los documentos de debajo de la cota de malla de Conan. Abrió la cadena de la que colgaba el tubo en torno al cuello del cimmerio y lo introdujo en una de sus amplias mangas, agregando después con una sonrisa maliciosa:
-No voy a intentar explicarte la sutil naturaleza de la fuerza que te retiene prisionero porque tienes una mentalidad infantil y no lo entenderías. Bastará que te diga que el material con el que está construido el monolito tiene la extraña propiedad de atraer el hierro y el acero con una fuerza irresistible. De modo que no temas; no es un poder mágico infernal el que te tiene prisionero.
Conan no se sintió animado por estas palabras. Una vez había visto a un prestidigitador de Aghrapur recogiendo clavos del suelo con un trozo de piedra rojiza, y suponía que la fuerza que lo retenía en este momento era de índole similar. Pero dado que nunca había oído hablar de magnetismo, en el fondo a él todo aquello le parecía producto de la magia.
-No alientes vanas esperanzas de que tus hombres te rescaten -siguió diciendo Feng-. También he pensado en ello. En estas montañas viven los jagas, una tribu salvaje de cazadores de cabezas. Atraídos por la hoguera del campamento, se reunirán en los dos extremos del valle y atacarán a los soldados al amanecer. Ése ha sido su invariable proceder en anteriores ocasiones.
»Para entonces yo espero encontrarme muy lejos de aquí. Si llegaran a capturarme... bueno, sería estúpido ignorar que el hombre debe morir tarde o temprano, y confío en que sabré enfrentarme a la muerte con la dignidad y el decoro que corresponden a mi rango y cultura. Estoy seguro de que mi cabeza constituirá un adorno encantador en la choza de algún jaba.
»Así pues, mi buen bárbaro, me despido de ti. Te ruego que perdones a este humilde caballero el hecho de que te vuelva la espalda en los últimos momentos de tu vida. No puedo negar que tu muerte constituye una pena en cierto sentido, y no me complacería presenciarla. De haber tenido las ventajas de una educación khitania, hubieras sido un magnífico servidor, es decir, un buen guardaespaldas para mí. Pero las cosas son como son, y el hombre no puede torcer los designios del destino.
Después de una cínica reverencia de despedida, el khitanio inició el descenso por la ladera de la montaña. Conan se preguntó si el plan del duque consistía en dejarlo sujeto al monolito para que se muriera de hambre y de sed. Si sus hombres notaban su ausencia antes del alba, tal vez salieran a buscarlo.
Pero puesto que él se había marchado furtivamente del campamento, sin decírselo a nadie, no sabrían si debían alarmarse por su ausencia. Si de algún modo pudiera comunicarse con los soldados, seguramente darían una batida por los alrededores hasta encontrarlo y entonces daría buena cuenta de este traidor. Pero ¿cómo poner sobre aviso a su gente?
Una vez más puso en juego su enorme fuerza en contra de la que lo retenía pegado a la columna, pero nuevamente sus esfuerzos resultaron estériles. Podía mover las piernas y brazos, e incluso estaba capacitado para realizar algún movimiento con la cabeza, pero su cuerpo estaba firmemente sujeto por la cota de malla de hierro que llevaba.
En ese momento el cielo se despejó y la luna brilló con más fuerza. Conan observó que a sus pies y por toda la base del monolito se veían los restos macabros de otras víctimas esparcidos por el suelo. Los huesos y los dientes se amontonaban allí como viejos escombros; seguramente los pisó cuando la misteriosa fuerza lo empujó hacia la columna.
La luna brilló con más intensidad. Conan advirtió con inquietud que los huesos estaban muy descoloridos. Al observarlos mejor, se dio cuenta de que parecían desintegrados o comidos en algunos lugares, como si un líquido corrosivo hubiese disuelto la lisa superficie ósea para dejar al descubierto la estructura esponjosa que había debajo.
Conan volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando algún medio de escapar. Las suaves palabras del khitanio parecían ser ciertas, pero ahora podía ver claramente los trozos de hierro pegados por la fuerza invisible a las piedras manchadas y descoloridas de la columna. Hacia su izquierda se veía la pala, la barra de hierro y un casco herrumbrado, mientras que a su derecha había una daga desgastada por el tiempo pegada a la piedra. Una vez más, hizo un esfuerzo titánico por librarse de la invisible fuerza de atracción.
En ese instante oyó un ruido misterioso que venía de abajo, un sonido burlón y demencial a la vez. Aguzando su mirada para ver lo más lejos posible a la tenue luz de la luna, Conan comprobó que Feng no se había marchado aún. Por el contrario, el duque estaba sentado sobre la hierba de la ladera de la montaña, cerca de la base de la colina. Había extraído una flauta de su amplia túnica y estaba tocando una extraña melodía.
Con el sonido agudo y estridente del instrumento de viento, llegó hasta los oídos de Conan un rumor débil que parecía venir de la parte superior de la columna. Los músculos del cuello de toro de Conan se hincharon cuando volvió la cabeza para mirar hacia arriba, y la punta de su casco turanio rascó la superficie de la piedra. Entonces, la sangre se le heló en las venas. La niebla que impedía ver la parte superior del monumento había desaparecido. Los rayos de la luna iluminaban una cosa amorfa que se encontraba en lo alto de la columna y tenía un aspecto repugnante. Era como un enorme bulto de jalea semitransparente que se movía... Estaba dotado de vida, de una vida que palpitaba en su seno y se contraía. La luz de la luna brillaba con un fulgor húmedo sobre esa cosa que palpitaba como un enorme corazón viviente.
Mientras Conan la miraba paralizado por el horror, la cosa del monolito lanzó un chorrito de gelatina que bajó resbalando por la columna en dirección a él. El resbaladizo seudópodo se deslizó sobre la lisa superficie de piedra. Entonces Conan empezó a comprender el origen de las manchas que decoraban el frente del monolito.
El viento había cambiado de dirección y una ráfaga de aire le hizo llegar un olor nauseabundo. Ahora entendía por qué los huesos esparcidos en la base de la columna tenían un aspecto tan extraño, como si estuvieran desintegrados. Con un temor que lo colocaba casi al borde del desfallecimiento, comprendió que la cosa gelatinosa segregaba un líquido digestivo por medio del cual consumía a su presa. Conan se preguntó cuántos hombres, en el pasado, habrían quedado pegados a aquella piedra en el •lugar en el que él se encontraba; cuántos hombres esperarían indefensos la caricia abrasadora de la sustancia abominable que ahora descendía lentamente hacia él.
Quizá el extraño sonido de la flauta de Feng había despertado al monstruo, o tal vez fue el olor de carne humana lo que lo incitó al festín. Sea cual fuere la causa, lo cierto es que aquel extraño monstruo había iniciado su lento descenso por un lado del monolito, acercándose a su cara. La húmeda jalea producía un chapoteo y dejaba a su paso un rastro baboso a medida que se deslizaba hacia él.
La desesperación infundió nuevas fuerzas a sus cansados y paralizados músculos. Conan tiraba hacia un lado y hacia el otro intentando, con la poca energía que le quedaba, romper la misteriosa fuerza que lo atenazaba. Ante su sorpresa, el cimmerio se dio cuenta de que estaba en condiciones de moverse hacia un lado, alrededor de la columna.
¡Entonces la fuerza que lo sujetaba no le impedía realizar algunos movimientos! Esto lo animó, aunque se dio perfecta cuenta de que no podría eludir indefinidamente al monstruo de gelatina viviente.
Conan sintió una presión contra las mallas que cubrían su costado. Al mirar hacia abajo vio que se trataba de la daga herrumbrosa que había visto antes. Sus movimientos laterales lo habían acercado al arma, hasta que sintió la empuñadura contra sus costillas.
El bárbaro tenía la parte superior del brazo sujeta a la piedra por la manga de su malla, pero su antebrazo y la mano estaban libres. Se preguntó si podría alargar el brazo lo suficiente como para alcanzar el mango de la daga.
Hizo un enorme esfuerzo, estirando la mano a lo largo de la columna. La malla metálica de su brazo se movía con una gran lentitud arañando la superficie de piedra, mientras unas gotas de sudor resbalaban hasta sus ojos. Poco a poco la mano de Conan se fue acercando a la empuñadura del arma. El obsesionante sonido de la flauta de Feng resonaba de un modo enloquecedor en sus oídos, al tiempo que el olor repugnante procedente de la cosa viscosa parecía llenar por completo sus fosas nasales.
Su mano tocó la daga y en un segundo su mano aferró la empuñadura. Pero en el momento en que Conan quiso separar el arma de la columna, la hoja, comida por el óxido, se rompió con un sonido metálico seco. Volvió la cabeza y pudo ver que dos tercios de la hoja se habían quebrado y estaban adheridos a la superficie del monolito. El tercio restante todavía estaba unido a la empuñadura. Puesto que ahora había menos cantidad de hierro en la daga para ser atraído por la fuerza magnética del monolito, Conan logró, finalmente, despegar la daga de la columna haciendo un enorme esfuerzo muscular.
Una mirada le demostró que si bien se había perdido la mayor parte de la hoja del arma, en el trozo que quedaba había dos bordes afilados. Con los músculos temblando a causa de la energía que ponía en juego para mantener el arma alejada de la piedra, consiguió acercar uno de los bordes a la correa de cuero que unía la parte anterior a la parte posterior de la cota de malla. Entonces comenzó a cortar cuidadosamente la resistente tira de cuero con el oxidado filo de la daga.
Cada movimiento que hacía era una verdadera agonía. El tormento de la incertidumbre le resultaba insoportable. Su mano, retorcida en una posición inverosímil, le dolía intensamente. El filo de la vieja daga estaba mellado, desgastado y quebradizo; cualquier movimiento brusco podía romperla, con lo cual quedaría nuevamente indefenso. Con movimientos muy suaves y con un cuidado tremendo, fue aserrando lentamente el cuero. El hedor del monstruo iba en aumento y los chasquidos que hacía al avanzar se oían más nítidamente.
Entonces Conan sintió que la tira de cuero cedía. Después luchó denodadamente contra la fuerza magnética que lo aprisionaba. La correa se soltó por los ojales de la cota de malla, hasta que todo el costado de ésta quedó abierto. Un hombro y una parte del brazo asomaban por la abertura.
En ese momento Conan sintió un leve golpe en la cabeza. El repugnante hedor se había vuelto insoportable y su invisible atacante, que llegaba desde arriba, ya estaba tocando el casco del cimmerio. Éste notó que una de las prolongaciones gelatinosas había alcanzado su yelmo y se deslizaba por su superficie en busca de carne humana. En una fracción de segundo, la corrosiva materia podría caer sobre su rostro...
Con un esfuerzo sobrehumano, Conan sacó el brazo de la manga por el costado de la cota de malla que todavía estaba , atado. Con la mano libre se soltó el cinto de la espada y la correa que aseguraba el casco. Entonces hizo un último esfuerzo y se liberó de la opresión mortal de la cota de malla, dejando su espada y su armadura pegadas a la piedra.
Se apartó de la columna con pasos vacilantes y por un momento sintió que sus piernas desfallecían. El mundo a su alrededor, iluminado por la luna, parecía dar vueltas y más vueltas.
Se recuperó en seguida y echó una mirada hacia atrás; entonces pudo comprobar que el monstruo gelatinoso había cubierto completamente su casco. Desconcertado en su búsqueda de carne, ahora enviaba más seudópodos hacia abajo, que oscilaban en el aire tenuemente iluminados por la acuosa luz lunar.
Colina abajo se seguía oyendo el demoníaco sonido de la flauta. Feng estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba de la colina y tocaba su flauta como si estuviera absorto en un éxtasis de inspiración inhumana.
Mientras tanto, Conan desgarró su mordaza y arrojó el trapo al suelo. Luego saltó como un leopardo en busca de su presa. Se acercó al pequeño duque con las manos extendidas y ambos rodaron por la ladera en un revoltijo de sedas, brazos y piernas. Un golpe en un costado de la cabeza de Feng acabó con su resistencia. Conan buscó en las ropas del khitanio y extrajo de sus amplias mangas el tubo de marfil que contenía los documentos.
Luego el cimmerio volvió a subir la cuesta tambaleándose y arrastrando al duque. Cuando llegó a la altura de la base del monolito, levantó a Feng en el aire. Presintiendo lo que le iba a ocurrir, el pequeño aristócrata lanzó un chillido agudo y prolongado.
Conan lo arrojó contra la columna y el khitanio se estrelló contra ella con un ruido sordo, cayendo sin conocimiento al pie del monolito.
El golpe fue providencial para el duque, puesto que éste nunca llegó a sentir el contacto viscoso del monstruo cuando los pegajosos tentáculos cubrieron su rostro. Conan se quedó mirando un momento con expresión lúgubre. Las facciones de Feng se fueron borrando a medida que la corrosiva jalea resbalaba sobre él. Luego la carne desapareció y surgió la blanca calavera con una sonrisa macabra. La cosa abominable se iba tiñendo de color rosado a medida que se alimentaba de su víctima.
Conan regresó al campamento dando grandes zancadas, pues sus piernas todavía estaban rígidas. A su espalda se recortaba el monolito contra el cielo como una antorcha gigantesca envuelta en llamas de color escarlata y en un humo muy denso.
Le había resultado fácil prender fuego a la hierba reseca que rodeaba el monolito, pues llevaba consigo yesca y pedernal. Había contemplado con siniestra satisfacción cómo la masa oleosa de aquel monstruo viscoso se encendía, ardía chisporroteando y se retorcía en una muda agonía.
«¡Que se quemen los dos -se dijo Conan-; el cadáver a medio digerir de ese perro traidor y su repugnante y odiosa mascota!»
Al acercarse al campamento, Conan vio que algunos de sus soldados todavía no se habían retirado a descansar. Miraban con curiosidad el fuego que brillaba a lo lejos. Al aparecer el cimmerio, se volvieron hacia él y le preguntaron casi gritando:
-¿Dónde has estado, capitán? ¿Qué significa ese fuego? ¿Dónde está el duque?
-¡Ea, cerrad la boca, ceporros! -rugió el cimmerio, mientras se acercaba a la fogata-. ¡Despertad a los demás muchachos y ensillad los caballos porque vamos a partir inmediatamente! Los cazadores de cabezas de la tribu jaga nos alcanzaron y estarán aquí en seguida. Se apoderaron del duque, pero yo pude librarme de ellos. ¡Khusro! ¡Mulia! ¡Daos prisa, si no queréis que vuestras cabezas adornen las chozas de esos demonios salvajes! ¡Y por Crom que espero por vuestro propio bien que me hayáis dejado un poco de ese buen vino...!

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