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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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lunes, 21 de septiembre de 2009

LAS LILIM


LAS LILIM
Richard Calder




Fue la Niñera quien me contó de las Lilim.
“Ellas heredarán la Tierra”, me dijo, mientras la luz de la lámpara dibujaba la silueta de su perfil contra la pared, uniéndose a las sombras de mis juguetes. Después de darles cuerda, les permitió corcovear por la cómoda; por eso, en mi mente, el recuerdo de sus palabras siempre va acompañado por el batir de pequeños tambores y timba­les, por el repiquetear de las extremidades de hojalata. “¡Autómatas tan bonitos! Pantalone, Arlequín, Pierrot... ¡Cómo te consiente tu padre! Pero cuídate de ella, Peter”. Y tomó a la batiente Colombina, imagen de mi enamorada. “Cuídate de las chicas muertas. De sus labios demasiado rojos. De sus corazones de hielo”.
Después, servilmente, con las mejillas enrojecidas de vergüenza, murmuró “Ay, Dios mío, en realidad esto es tarea de hombres” y me inició en los secretos de las Lilim. Como la mayoría de los chicos, por supuesto, yo ya había aprendido bastante de los chistes obscenos de mis com­pañeros de escuela. “La mucama”, dijo la Niñera, conclu­yendo su lección de biología. “Pasas demasiado tiempo con ella. ¡Muchacha sucia, viciosa! Tu padre no lo entiende. ¡No pienses en ella!” ¿Pero cómo podía no pensar en ella, en Titania, mi Colombina viva? Y entonces me pregunté: ¿La Niñera se habrá dado cuenta? (¿Pero de qué debía darse cuenta?). Ese perfil delgado, de altos pómulos, que hechizaba la pared; esas palabras duras, oscuras, extraí­das de las leyendas populares; ese aroma a colonia de lavanda cuando me daba el beso de las buenas noches: la Niñera depuraba mis sueños.
Cada mañana de ese verano, el sol hacía efervescencia en mi habitación como champaña de limonada. Las vaca­ciones escolares estaban en su meridiano, el mundo era mio y de Titania y las palabras de la Niñera eran como la nieve del año anterior. Abriendo las cortinas, yo miraba hacia abajo, a la plaza de Grosvenor Square, ceñida por sus enormes edificios seudo-georgianos. Enfrente estabhan las ruinas de una antigua misión norteamericana, medio ocultas bajo los olmos colmados de hojas; en el aire perfumado se oía el murmullo de las abejas. Ese verano, mi piel se excitaba, mi voz cambiaba, mi corazón florecía. En ese momento no sabía que mi niñez iba a llegar a su fin, rendida ante el altar de las Lilim.

Comenzó una mañana. Titania estaba en la cocina. Su uniforme, diseñado por mi padre, estaba inspirado en los dibujos de Alicia hechos por Tenniel: vestido abotonado atrás, no del acostumbrado color azul, sino rosado, remolineando alrededor de sus rodillas; delantal almido­nado; zoquetes a rayas rojas y blancas; escarpines de satén rosado. (“¿Y cómo marcha hoy la vida”, solía decir mi padre al saludarla, “en el País de las Maravillas?”). Los copos de maíz y la jarra de leche me estaban esperan­do.
—La tierra del “Siete Estrellas”... Tendríamos que ir de nuevo. ¿Hoy, tal vez? —le pregunté a mi hermosa amiga—. Hay mucho trabajo que hacer.
—Pienso que no deberíamos ir, Peter —trinó, con su coloratura de pájaro (“Mi ruiseñor”, solía decirle papá.), que contrastaba con su rostro autista. Mastiqué desdicha­damente los copos de maíz.
—Tienes licencia de conducir. No deberías preocuparte por la niñera
—A la Sra. Krepelkova no le agradan las chicas muertas. Lo sabes. A veces.. a veces me asusto. —Volviéndose hacia el piletón, comenzó a lavar las ollas y sartenes, fregándo­las con fría agitación. De repente se quedó inmóvil, aga­rrándose el estómago.
—¿Papá no puede arreglarte eso? —Ya había visto estos mismos síntomas.
—Me asusto —dijo ella—. Está sucediendo. Lo siento dentro.
Revolví el cereal hasta convertirlo en un sopa pastosa. Mi apetito había desaparecido. La mañana se oscureció.
—Papá dice que la Niñera no es más que una vieja tonta y supersticiosa.
—El mundo se ha convertido en un lugar supersticioso.
—Por favor, Titania. —Mi voz zalamera logró penetrar en su pesado ensimismamiento.
—Más tarde iré de compras. —Las palabras sangraron lujuriosamente—. Si tu padre dice que puedes venir...
Siempre era igual, esa cara: los ojos inexpresivos, verdes y redondos como monedas, y la boca, ahora haciendo un puchero; las mejillas vacías de sangre; la barbilla y las orejas puntiagudas de un elfo; la preciosa nariz de una princesa de Disney. E igual, también (puesto que tenía sangre de muñeca, y así son las muñecas), su mansedumbre, tan infinitamente servicial.
Todo, todo iba a cambiar.

El dormitorio de mi padre era un sombrío mundo de cortinas cerradas, libros viejos y alcanfor. Los libros esta­ban en todos lados: tomos sobre ingeniería e historia del arte; ediciones de escritores de la “Segunda Decadencia” de los ‘90, encuadernadas en vitela; libritos sobre la fabricación de juguetes del Nüremberg del siglo diecisie­te; y rarezas como el “Magia Mecánica” del Obispo Wilkins. También había pinturas: entre ellas, originales de pintores británicos del siglo veinte, como Graham Ovenden y Barry Burman. (Mi preferida era una tela de Burman llamada “Judith”, que representaba a una niña púber que sujetaba en sus manos enguantadas de cuero la cabeza cortada de Holofernes). Pero los que dominaban la habitación —ade­más de la enorme cama que ridiculizaba el cuerpo consu­mido de mi padre— eran los autómatas. Se escondían en las sombras, con una latencia cinética parecida a la de las bestias depredadoras cuando están agazapadas. Aquí había obras maestras de la Edad de la Razón: “El Escritor” y “El Músico” de Pierre Jaquet-Droz, adquirido al quebrar el Musée d’Art et d’Historie de Neuchátel; aves canoras de Jean Frederic Leschot; y un mago, un trapecista, mo­nos, payasos y acróbatas de los Maillardets, De una época posterior, mi padre había agregado a su colección un “Autoperipatetikos” de cabeza de cerámica; unas chicas de Gasten Decamps elegantemente vestidas; una muñe­ca autómata musical de Gustav Vichy; y una muñeca Steiner (¡criatura de la noche!), con esa boca llena de dientes intactos, parecidos a los del tiburón, lo que le había valido el mote de “Muñeca Vampiro”.
—Titania se va de compras. ¿Puedo ir también? —Papá buscó sus gafas y pestañeó.
—La Sra. Kre­pelkova está pre­ocupada por ti y Titania. —Tragué saliva y enterré las manos en lo profundo de mis bolsillos. Papá rió entre dientes, con voz renca—. Pien­sa que soy dema­siado liberal. —Si­lencio. La bande­ja estaba cargada de tortitas con manteca: las cor­tinas se agitaban suavemente con la brisa estival—. Peter, ¿qué quieres ser cuando seas grande?
—Ingeniero, como tú. Ingenie­ro famoso.
—No. No debes decir eso. Ya no Los días de los fabricantes de ju­guetes han llegado a su fin. La Sra. Krepelkova repre­senta el espíritu de nuestro tiempo. —En la perife­ria de mi audición, sonó una señal de alerta. El mundo de los adultos tenía se­cuestrada a mi vida.
—Pero Titania no es una Lilim —exploté. Mi padre pareció sufrir una silenciosa conmoción.
—¿Qué histo­rias te ha estado contando la Sra. Krepelkova? ¿Historias de bru­jas, súcubos y golems? Te juro que el cerebro de esa mujer está lleno de tonterías. ¡De las tonterías de los periódicos baratos y de los políticos más baratos aún! Las Lilim no existen, Peter. Eres un chico inteligente; no debes creer en todo lo que oyes. —gorjeé como una concertina pinchada—. La Sra. Krepelkova es una buena mujer. En el fondo de su corazón. Pero debemos tener cuidado. La próxima vez que vuelvas del campo, trae a alguien contigo. Sé que Titania te gusta, pero también debes tener otros amigos. Por el bien de ella.
—Cuando era pequeño teníamos montones de muñe­cas. En ese entonces no parecía importarte.
—En ese entonces, la vida era distinta —dijo papá. Espon­táneamente, sin buscarlo, llegaron los recuerdos: nuestra casa colmada de los ricos clientes atraídos por la destreza de mi padre; los maravillosos autómatas que esperaban sobre nuestra mesa; mi madre, riéndose de algún chiste de sobremesa, con las mejillas, ya entonces, tísicas por el bacilo tuberculoso mutante que iba a arrasar a la Europa de aquella belle époque—. El gusano invisible —suspiró, quitándose las gafas, hundiendo la cabeza en la ropa de cama—. Es mejor pensar en tiempos más felices, como el día en que me descubrió el Comité Colbert... —Sus pestañas aletearon, luchando por mantenerlo despierto—. Acababa de graduarme en el Instituto Tecnológico de la Moda, Les gustaba mi hauteur inglés, la actitud de dandy que había adoptado desde que había leído a los autores de los noventa, siendo niño. En ese entonces, Francia era el mercado del lujo del mundo. Parece que fue ayer... —Cerró las pestañas; su voz se volvió un susurro—. En París, trabajé en forma independiente para Hermés, Louis Vuitton, Dior y Chanel. Después trabajé para Boucheron y Schiaparelli. Para cuando conocí a tu madre y me mudé a Londres, ya era el mejor ingeniero cuántico de Europa. ¡Autómatas! Eran los objetos de lujo más codiciados. Y Europa mono­polizaba el mercado del lujo con su L’Art de Vivre. Pero la electrónica cuántica presenta muchos problemas... —Abrió los ojos de golpe—. Y el más importante de ellos es... —Se enderezó—. ¡En realidad, Peter, ya te lo he contado dema­siadas veces!
—La indeterminación cuántica —dije, recitando de me­moria—. El comportamiento impreciso de las partículas subatómicas.
—Taquiones, leptones, hadrones, gluones, quarks... ¡Rebeldes! ¡Rufia­nes! Fueron mi ruina.
—La crisis fi­nanciera —dije—. Pensé que lo que te había arruinado era la crisis financiera.
—Nuestros problemas co­menzaron des­pués del Lunes Negro. La crisis fi­nanciera fue sólo el principio. Para competir con el Anillo del Pacífico, penetramos cada vez más hondo en las estructuras de la materia, para hacer juguetes cada vez más ma­ravillosos, más extraordinarios. —Se pasó una ma­no por la cara—. ¡El gusano invisible! Estuvo bien que cayéramos. La nuestra era una esthétique du mal. Reformamos la vida para satisfa­cer nuestras vani­dades y la vida nos ha llamado a ren­dir cuentas. Cuan­do uno practica la ingeniería a nivel cuántico, Peter, a nivel esencial, la moda penetra en el alma y la embo­ta. Y Dios nunca permitirá que lo reformen...
Golpearon la puerta. Entró la Niñera; en sus manos, un hu­meante cuenco con alcanfor. —Es hora de sus in­halaciones, se­ñor. —Apoyé el cuenco en la cama—. ¡Puf! ¿Esa muchacha aún no ha retirado las cosas del desayuno? —Y se inclinó hacia el cobertor, sosteniendo a contraluz un manojo de hilos de encaje—. Encaje rosado, cintas rosadas, zoquetes rosados. Una chica rosada. ¡Rosada! ¡Rosada! ¡Rosada hasta su corazón de praliné! —Quiso retirar las tortitas y la tetera, pero papá ahuyentó sus manos.
—Puede retirarse, Niñera, gracias. —Ella sonrió tímida­mente, atemperando su decepción al oir que se dirigían a ella por su apodo. Al marcharse, me acarició el pelo.
Yo me eché atrás; había difamado a Titania.
—La Niñera dice que comen hombres —dije cuando se fue, deseando desacreditarla, verla desterrada—. Que son venenosas. Que asesinan a los niños y que los reempla­zan con sus hijos. —Papá rió, pero no de una manera que descartara totalmente la posibilidad; él también era cons­ciente de lo que subyacía bajo esas fábulas de novela sensacionalista que solían explicar el influjo de las muñe­cas.
—La realidad —contestó—. Se dice que es difícil de sopor­tar. No debes ser muy duro con la Niñera. Tiene miedo. Y la gente con miedo suele decir tonterías. —Suspiró—. ¿Y por qué no iba a tener miedo? Todos fuimos seducidos y el mundo está enfermando, está preñado con nuestras he­rederas semi-mecánicas. No hablemos más de la nanoingeniería, Peter. Ahora, todos nos culpan a nosotros, los fabricantes de juguetes. No quisiera que también te culparan a ti. —Se inclinó hacia adelante, hacia el sitio de la cama donde la Niñera había colocado su aromática ofren­da, e inspiró profundamente.
—Titania partirá pronto. ¿Puedo ir con ella? ¡Por favor!
—Cuando fabriqué a Titania estaba en la cumbre de mi capacidad. Ella fue la mejor. —Con los ojos enrojecidos y sudando, pasó revista a sus autómatas—. Dales cuerda, Peter. —Mis manos se hundieron en los motores húmedos, recién lubricados, para hacer girar sus vidas a resorte—. Titania es una buena chica. Nunca te haría daño. Nunca.
—¿Entonces, puedo ir?
Los autómatas estaban despertando: un mono vestido como un petimetre del siglo dieciocho tomó una pizca de rapé; un prestidigitador serruchó a una niña desnuda; la muñeca Steiner cayó al piso, culebreó, se retorció y chilló; alguien —algo— tocó la Marseillaise y los pájaros comenza­ron a cantar. Muy pronto, ese elenco de fútiles juguetes se amotinó alrededor de la cama de mi padre, como la chusma a las puertas de palacio.
—Les ha llegado el día —dijo papá—. Sí, puedes ir. Por esta vez.

El Bentley se abría paso por las callejuelas de Mayfair. Titania lo conducía. Atisbando por sobre el volante, y con un letal abandono, dobló hacia Bond Street. Por tener trece años (Titania siempre había tenido trece años), sus habi­lidades neuro-motrices parecían, con frecuencia, no más eficientes que las de una niña; aunque en esa ciudad fantasma los asesinatos con vehículos eran poco proba­bles, miré el espejo retrovisor para comprobar que no hubiese cadáveres o algún policía, cosa aún menos pro­bable. La calle estaba vacía (durante el día, las calles siempre estaban vacías); las que se aleja, las imágenes, disparadas hacia atrás, de las ventanas tapiadas con tablas —Cartier y Ttffany, Ebel y Rolex— eran una resplande­ciente estela de defunción. Ahora, esos locales exhibían únicamente símbolos, pintados con aerosol, del Frente Humano —una doble hélice alada— y graffitis que aullaban “Inglaterra Para Los Orgánicos”, “Estamos Orgullosos De Ser Humanos” y “¡Hospitalización Ya!”.
Así era la propaganda de los habitantes de Nunca Jamás: proletarios, gente rústica, brutos que vivían dentro del círculo mágico de la interdicción llamado M25, quienes, al ponerse el sol, con una amargura que confundía sus terrores, viajaban por las tuberías en desuso para emerger en West o East End, para vengarse de las muñecas. Ellos recordaban, quizás, una fiesta de sábado por la noche, hacía mucho tiempo, cuando un par de labios rojísimos los habían excluído de la vida; a una hija o una hermana que un día se había metamorfoseado en una belleza inhuma­na, desgarradora. La seguridad de los condados ingle­ses, donde los hombres del dinero televiajaban de aquí para allá por todo el mundo, no era para ellos, sino los solitarios conurbanos de Surrey y Essex, Middlesex y Kent: reservaciones que los infectados tenían prohibido aban­donar por miedo a que las recombinantes acabaran con toda la humanidad.
En Fortnum’s compramos un poco de cecina y repollo (la tienda la atendía un anciano matrimonio de ucranianos, condenados, como mi padre, a quedarse en la ciudad), y luego partimos hacia el destino secreto de nuestra excur­sión, mientras nuestro antiguo automóvil rugía por la Avenida Shaftesbury, por Holborn, por Cheapside, adentrándose en el Centro. En St.Paul’s, advertimos la presencia de algunos técnicos que descendían por la alcantarilla para masajear los nervios encerrados de algu­na mimada IA. Ellos también advirtieron nuestra presen­cia, o mejor dicho la de Titania, porque de pronto comen­zaron a gesticular, escurriéndose hacia las profundida­des.
—¿De qué tienen miedo? —dije—. Las muñecas sólo salen de noche. —Titania, alegre como un pájaro, rió sin ironía.
Al llegar a Whitechapel, tomamos Brick Lane y estacio­namos junto a un logo, escrito con el alfabeto eslavo, que decía LADA. El logo pertenecía a un depósito que, al igual que el abandonado expendio de comidas rápidas “Borsch ‘n’ Vodka” que estaba en las cercanías; era un legado de los años en que habían cedido un enclave bengalí a unos obreros inmigrantes de Rusia. Atraídos con la moneda dura y para amortiguar la baja tasa de natalidad de Europa Occidental, ya que en ese momento la moda era contraer nupcias con los artificiales, los “eslavos”, durante un tiempo, habían reemplazado a los “pakistanís” como blanco de los vituperios de los intolerantes de Inglaterra. Es decir, hasta que los hombres aprendieron a decir “Lilim”.
Entramos en el depósito por una puerta lateral. La luz se filtraba por el techo corrugado, cayendo oblicuamente sobre cañerías de tíraje, partes de máquinas y un samovar. En un rincón, donde la herrumbre había carcomido la puerta trampa empleada alguna vez para entregar merca­derías al “Siete Estrellas”, la luz resbalaba, caía y queda­ba sepultada. Descendimos por las escaleras. Los verdes ojos de gato de Titania ardían, mientras me conducía, con paso firme, hacia el negro seno del sótano. Aunque esta­ban apagadas, yo sabía que de los desechos que nos rodeaban surgían una multitud de velas, como estalagmitas de una gruta encantada. Oí el movimiento de la mano de Titania; las velas se encendieron de golpe, proyectando nuestras sombras, revelándonos los barriles de cerveza y estanterías de vinos, la mesa de billar y las máquinas tragamonedas, como si fuesen los tesoros de una tumba egipcia.
De una pared, colgaba el viejo cartel del bar que habíamos repintado. Una mujer vestida de escarlata, bañada por el sol, con la luna bajo sus pies y una corona con siete estrellas en la cabeza nos miró con sus hermo­sos ojos verdes.
—Nuestra bandera —dije, saludándola.
—Nuestro planeta —dijo Titania—. Aquí siempre me siento segura. Al menos, me siento segura contigo. —Quitó una telaraña de los píes de Nuestra Señora—. ¿Qué te dijo tu padre esta mañana?
—Nada —contesté, y levanté una lata de pintura, ansioso por cambiar de tema—. Comencemos. Éste será nuestro mundo.
Estábamos pintando un mural que representaba la creación de las muñecas, sus gloriosas vidas, su caída. La narración comenzaba con una alegaría de Europa en la cúspide de su poder, arrojando joaillerie, objets y couture sobre sus hijos. Europa, un conglomerado de artículos de lujo, se había convertido en el Imperio de la Moda. La fabricación había quedado en manos de América y el Anillo del Pacífico. “¿Vivir?” había garrapateado yo encima de la cabeza de Europa. “Nuestros sirvientes lo harán por nosotros Los paneles siguientes eran homenajes a los postreros símbolos del status de luxe, las autómatas, en quienes los nouveau riche del segundo milenio, cuya sensibilidad se había adaptado al renacimiento de la “Decadencia” que caracterizaba la época, habían hallado amigas, amantes: ideales artificiales para vidas artificia­les. Ensambladas por micro-robots, átomo a átomo, cada muñeca surgía de su tanque de cultivo como una Venus de relojería emergiendo de un mar químico. La rúbrica citaba a Christian Blanckaert, director general del Comité Colbert: “El lujo es para Francia lo que la electrónica es para Japón...”. Las últimas pinturas se referían a la declinación de Europa: Europa desfalleciendo en medio del desorden económico, abandonada por el Buen Gusto, violada por los tecnobandidos del Tercer Mundo y atestiguando, impo­tente, la erupción de la pla­ga de las muñecas.
Me aproximé al retrato de mi padre a medio termi­nar.
—¿Y qué título le pon­dremos a éste? —pregun­té—. ¿Sentenciado a vivir entre muñecas? ¿Autori­zado a recibir sólo una visi­ta de su hijo por año? —Pero Titania se sentó sobre una abatida máquina de pinball sin patas.
—Esto es sólo un pasa­tiempo, Peter. Nunca pue­de ser mi mundo, para ellos, siempre seré la Cosa del Espacio Exterior. —Recorrió la pared con una larga uña roja, haciéndo­me rechinar los dientes y practicando en el yeso una incisión con forma de co­razón—. Están en lo cierto. Soy una chica muerta. No deberías pasar tanto tiem­po conmigo. —Un rastro de timidez se había filtrado en su voz de cajita de música. A un lado del corazón, di­bujó una T; al otro, una P. Entonces, arrugando mo­mentáneamente la nariz, cruzó el corazón con una flecha de Cupido. La sonrisa que le sobrevino, dislocada del resto de su rostro imperturbable, se retorció en mis entrañas—. Pero eres mi único amigo. ¿Qué haría sin ti? Las chicas muertas necesitan amigos.
Hasta regresar del norte, hacía poco, no me había dado cuenta de lo hermosa que era. Tan delicada, tan pálida. Este verano, nuestra pequeña mucama, antes sólo una compañera de juegos, me quitaba el sueño en las largas noches calurosas.
—Me gustan... —dije, mientras se me cerraba la garganta—Me gustan las chicas muertas. —La sonrisa le onduló en el rostro, igual que las carcajadas imposibles de reprimir durante algún funeral—. No te preocupes por mi padre. Dice que las Lilim no existen.
—No —dijo ella, riendo sin alegría—. Nosotras, las muñe­cas, no creemos en nada. No tenemos nada. No existimos. Ojalá... —Como si hubiese escuchado una orden a voz en cuello, su rostro asumió el acostumbrado autismo—. Luz —dijo lacónicamente—, más luz. —Las velas ardieron, su luz se volvió verde, de modo que me pareció que estábamos en una caverna submarina, inmersos bajo una cúpula de algas—. Las muñecas necesitamos algo en qué creer. Igual que la gente como la Sra. Krepelkova. Necesitamos una explicación. —Una lágrima rodó por su mejilla vidriosa. Yo no sabía que una chica muerta podía llorar—. La gente dice que soy una Lilim. ¿Y por qué no iba a serlo? ¿Porqué no? Parece que ellos lo desean tanto...
Me arrodillé frente a ella, enterrando la cabeza en su regazo.
—No hables así. No prestes atención a la gente como la Sra. Krepelkova. —Su mano, blanca e inhumanamente fría, me tocó la frente, pinchándome la carne con esas uñas-navaja.
—Nunca te haría daño. ¿Lo sabes, verdad, Peter? —Me acarició el pelo—. ¿Recuerdas, hace años, cuando tu padre me decantó y me trajo a casa? ¡Qué hermosa era tu madre! ¡Me gustaba tanto! Ojalá la vida volviera a ser así.
—Haremos que así sea. Lo haremos. Créeme. Encon­traremos la manera. —La tomé de las manos y levanté la vista para mirar ese rostro manchado de lágrimas. Era de una perfección extraterrena. Sentí la frialdad de sus mus­los bajo la delgada enagua de algodón, sus rodillas de articulaciones esféricas—. No me importaría —susurré— que fueras una Lilim. —Las velas temblaron con una repentina corriente de aire y la habitación se oscureció—. Podríamos... Podrías... —De sus adorables labios carnosos colgaba un espumarajo de saliva—. Hacer que las muñecas regresa­ran... como antes... un mundo de muñecas... —La corriente de aire se transformó en viento. Sus labios se separaron y sus ojos se abrieron como platos. La saliva le chorreó hasta la barbilla. El viento me atravesó, como un mistral divino, convirtiéndome en piedra. Todavía arrodillado, me aferré fuertemente de sus faldas, petrificado por su fría belleza. La cabellera, negra y opulenta, le envolvía el rostro, que ahora parecía el de un querubín maléfico, y sus ojos brillaban como hielo verde. El viento aulló y ese hielo penetró en mí.
—¡No! —gritó—. ¡No lo haré, no lo haré! —El viento murió, suspirando con exasperación. Su lengua, lanzándose a sus labios como la de una lagartija, lamió una gota de espuma blanca.
Gemí.
—No vuelvas a pedírmelo. ¡No me tientes! —Se agarraba el estómago—. Lo siento aquí. En mi mecanismo de relo­jería. El veneno. —De su bolsillo, extrajo una gran llave de bronce—. Mira —dijo—. Así. Así es mejor. Puedo llevarte de vuelta. De vuelta a las cosas como eran antes. —La llave tenía unos quince centímetros de largo, empuñadura mariposa y una esmeralda sin tallar en la punta. Volvió a entrar una ráfaga, amenazando tormenta.
—Es la llave de papá.
—Ya no la usa más. Está dema­siado enfermo. No la echa de menos.
—Se supone que no debo to­carla.
Titania me puso la llave en la mano.
—No tengas miedo —dijo, le­vantándose la enagua por enci­ma de la cintura, dejando al descu­bierto su blanco vientre. El ombli­go, formando un hoyuelo oscuro y profundo en el hemisferio de satén, ejercía su atracción. Titania cerró los ojos, esperando—. Por favor, Peter —dijo—, haz desaparecer el veneno.
Inserté la llave.
—Con cuidado.
—Dio un respingo. Torpemente, em­pujé la llave para colocarla en su sitio hasta sentir que se encajaba. Ella inspiró rápi­damente—. Des­pacio —dijo—, despacio. —En sus profundidades,
hubo un siseo y chisporroteo: los monstruos matemáticos se revolvían. Se reclinó hacia atrás, apo­yándose sobre una máquina de pinball, mientras sus bucles de medianoche dejaban marcas en el polvo. La llave se volvió más difícil de girar. Vacilé, temeroso de romper algo—. Un poco más —dijo ella—, sólo un poquito más. —Con las dos manos, obligué a la llave a girar los ciento ochenta grados finales. Titania se estremeció, lanzando un alarido en un imposible tono de soprano. La máquina de pinball se encendió, las botellas se estrellaron contra las paredes, las velas explotaron con llamaradas de magnesio.
El viento, que había estado esperando con impacien­cia entre bambalinas, entró en el sótano como un huracán. Remolineé a mi alrededor, mi tormenta personal, ignoran­do todo lo demás. Me uní a su danza. Levanté los pies, sujetándome de la llave como si fuese una cometa ancla­da y la fuerza centrífuga me hizo girar. El sótano era un borrón de llamas de velas convertidas en cintas; debajo, el vientre de ella, expansión blanca, tundra marchita por la sal, me atraía hacia la negra boca de la mina. El ombligo se había vuelto enorme, era un agujero negro que me sorbía hacia otro universo. Caí en su fauces de terciopelo.
A lo largo de un túnel oscuro, lúgubremente iluminado por alfanuméricos color rojo sangre, rodé en caída libre. El túnel se extendía hacia una perspectiva infinita; mientras caía, un ritmo selvático hacía temblar las paredes. Me abofeteaban unas oleadas de turbulencia, pero no sentía terror; mi corazón latía rápida pero benignamente, con la frisson de un paseo en montaña rusa. La sangre se mezclaba con el cristal, el cristal esmaltado, volviéndolo ámbar, rosa salmón. El túnel se convirtió en una vidriosa membrana rosada. La pulsación selvática se fue apagan­do; la membrana se rasgó. Sentí olor a hierba, el sol en la cara; oí la cháchara de unas voces. Abrí los ojos.
Estaba en Grosvenor Square, jugando con mamá. A nuestro alrededor, la Gente Linda —estrellas de cine, modistos, artistas— fruncían el ceño al mirar a los paparazzi que nos rodeaban. Yo estaba tomando un helado; papá hablaba con unos amigos. Nuestros autómatas, Treacle, Tinsel y la recién creada Titania, bailaban cuatrillos con algunos de nuestros invitados. Muchachos-muñecos, con las formas de Arlequín y Pierrot, Gilles, Scapino, Cassandre y Mezzotinto, servían vino y tortas. Medio despierto, medio dormido, yo descansaba en el pecho de mamá y miraba cómo los bailarines describían figuras elaboradas y subli­mes al son de la música galante de algún gamme d’amour.
Era una de las “Tardes Wa­tteau” de mi pa­dre: mímica del placer, el día del solsticio de vera­no; pastoral ex­traída de una por­celana de Mei­ssen expandida en el espacio y en el tiempo.
Titania pasó junto a nosotros, bailando. ¿Ya desde entonces estaba enamora­do de ella, aunque sin saberlo? Era Colombina, la soubrette, vestida con los dulces satenes y los pliegues de rocaille de principios del siglo dieciocho, Me saluda con su abanico pintado. Hay un tintineo de vasos, un zumbar de abejas. El tiem­po duerme.
—Actualmen­te, mi trabajo —se filtra erráticame­nte la voz de papá—es desvelar la fisonomía espiri­tual de la materia.
—Y la conversación deriva hacia los nanorobots, las máquinas mole­culares más modernas—. Reduci­do al tamaño de una molécula, un componente se volverá un delin­cuente, pero es­toy aprendiendo a explotar los efec­tos cuánticos, a manipular el Caos. —Se encien­de una bombilla de magnesio—. En realidad, acabo de desarrollar ensambladores que pueden manipular no sólo átomos, sino también partículas subatómicas. Esos autómatas que ven hoy, fabricados a pedido para las Casas Cartier y Fabergé, han sido traídos de un reino microfísico donde coexisten la mente y la materia, el sueño y la realidad. Son juguetes completamente marvellous. —Y extiende los bra­zos hacia Titania y su clan—. Caballeros, les presento a L’Eve Future.
Por encima de los aplausos, el ruido de un trueno. Comienza a llover.
No recuerdo esto.
Llueve leche.
Y Treacle, Tinsel y Titania —accesorios de moda a los que no considerábamos vivos—, con los manchados cabe­llos perlados de gotas, con las vestimentas mojadas y pegajosas, están de pie, con las bocas abiertas como pollitos recién salidos del huevo, como tótems del éxtasis.
¿Titania?
Los invitados corren a refugiarse, mientras la tormenta estalla sobre sus cabezas; la lluvia blanca y glutinosa está ahogando a Londres. La inundación me arranca de los brazos de mamá, me arrastra hacia adelante, como un oleaje implacable, hacia Titanía y esos labios rojísimos que son como un gigantesco anuncio, instalado a la vera de una autopista salpicada de neón, que publicita el más sangriento de los lápices labiales.
—¡No! —chilla Titania—. Tú no, tú no!

Me desperté, sudando. El sótano se había calmado. Titania estaba acomodándose la ropa.
—No fue así —dije, temblando.
—Lo sé —dijo ella—. Hasta el pasado contamino.
—No —dije—. Está bien. En serio.
Se apretó el estómago con la mano.
—Está aquí. Tú la viste. La malignidad.
Me levanté, mordiéndome el labio, avergonzado.
—Dije que está bien. No importa. En realidad...
Titania se dobló en dos, mientras sus rasgos blancos como la tiza se convertían en una máscara de dolor.
—Por favor, déjame —dijo—. Me sentiré mejor en un mo­mento. Necesito estar sola. —Vacilé—. Déjame, Peter.
Con recelo, regresé a la calle, saqué la bicicleta plega­ble del baúl del Bentley y regresé a casa, pero no sin antes hacerle prometer que me seguiría en el auto más tarde, cuando se hubiera compuesto.
Siempre respeté sus deseos.
Pero, por supuesto, no regresó.

—Las Lilim —dijo la Niñera, dándoles cuerda a mis juguetes—están en todas partes. —Me pellizcó la mejilla con la fuerza de un picotazo de guacamayo.
Esa noche, la Niñera había estado caminando ruido­samente por la casa, mascullando “¿Dónde estará esa muchacha? ¿Dónde estará esa robotnik?”. Mi padre se enfurruñaba solo, en su cuarto. Ahora, junto a mi cama, mi presumida niñera decía:
—Te lo dije. Se lo dije a tu padre. ¿Pero es que nadie me presta atención? No, Krepelkova es sólo vieja tonta y arrugada. —Tenía en el regazo un ajado libro de bolsillo: “El Problema de las Muñecas: Lilith y sus Hijas”. Era la biblia del Frente Humano—. Lilith fue el primer amor de Adán. Pero era orgullosa, vanidosa y adúltera... —Abrió el libro, sacando una fotografía de entre sus páginas—. Lilith es la consorte de Satanás, Peter. Es la Reina de los Súcubos. Se acerca a los hombres por la noche, para poder corromper a sus hijos.. —Me puso la fotografía delante. Era el retrato de una muchacha joven, una rubia platinada en cuyo rostro de duende reconocí las características de las recombinantes: ojos verdes e histéricos y un cutis de enfermiza blancura que sugería una dieta de leche azucarada y golosinas—. Al principio le eché a culpa a mi yerno —dijo la Niñera—. El nunca me contó cómo ocurrió. Pero pienso que no tuvo intenciones de ser infiel. Las muñecas tienen sus méto­dos. —Estudió la foto con cuidado—. Todavía se puede ver su parte humana. Si la miras con detenimiento. Cuando nació era una niña tan adorable... No teníamos idea. Sucede cuando tienen unos doce o trece años. Casi de un día para el otro. Sus ojos se vuelven verdes. De un verde luminoso. Y la cara... ya no es más una cara humana. Se vuelve —e hizo una pausa, mientras se le dibujaban grietas en la frente —hermosa. Pero es una hermosura que resulta horrible en una niña. Pobre Anna, fue una hija de Lilith y la obligaron a llevar la estrella verde de las Lilim. Después comenzó la lactomanía. Y se la llevaron. A los Hospitales. La hija de mi hija...
Me dormí, aferrando bajo la almohada, con manos ansiosas, la llave de Titania.
Al día siguiente, en bicicleta, volví a Brick Lane. El Bentley seguía estacionado frente al depósito. “¡Titania!”, llamé. Pero el depósito estaba vacío. Descendí hacia el mundo del “Siete Estrellas”, abriendo las sombras con mi linterna de bolsillo.
Se había ido. Me llené profundamente los pulmones con ese aire fétido y me dirigí a las escaleras para volver arriba. A mis pies estalló una masa de agua; salté, sacu­diendo la linterna de aquí para allá. Colgada del techo, dentro de lo que parecía ser una viscosa bolsa de bronce, había una figura de mujer en posición fetal. No tenía carne: lo que quedaba era una gelatina en carne viva, temblorosa, cubierta de plásticos, metales y joyas. Tuve náuseas, se me cayó la linterna y salí corriendo.
Y luego me lancé con el Bentley hacia Mayfair, hacia los fusiles montados sobre rieles y las cámaras de seguridad que rodeaban nuestra casa, hacia el mundo humano.

—¿Dónde está? —preguntó papá. Se lo dije—. No hay nada que podamos hacer —dijo—. Nada. —Agité las sábanas—. Nunca imaginé que sucedería esto. Que le sucedería a ella. A Titania no.
—¿Morirá? —Apenas me atrevía a pronunciar esa pala­bra.
—Los filisteos las llaman muertas. Chicas muertas. Un nexo de reglas formales. No reflexivo. No, no morirá. Ahora pretende una reivindicación, pretende saldar cuentas con la vida. —Apartó las sábanas y apoyó las piernas en el suelo—Debo ir con ella. —Pero un ataque de tos se apoderó de él y se desplomó en el revoltijo de ropas de cama—. Esas muñecas Cartier y Fabergé... —dijo, recuperando el aliento—Pensé que estaba fabricando elegantes damas del siglo dieciocho, espíritus de amabilidad y donaire. —Señaló las montañas de libros que rodeaban su cama—. ¡Los Deca­dentes! Escritores y pintores que llenaron de quimeras, vampiros y esfinges los sueños de mi infancia. Ah, la perversidad de la niñez... Lo intenté, Peter. Intenté negarme a esa oscuridad, programando mis máquinas atómicas para que fabricaran ángeles a partir del pandemonio. Pero los objetos atómicos sólo pueden comprenderse en el contexto de su interacción con el observador. Cuando hablamos del mundo subcuántico, hablamos de nosotros mismos.
Algo terrible gruñó entre las malezas de mi mente y se preparó para dar un zarpazo. Me atreví.
—¿Fuiste tú el que puso el veneno en Titania?
—Siempre culpé a terceros —escupió; las palabras le salían a borbotones—. Decía que era un virus introducido en sus programas por nuestros competidores del Lejano Oriente. Pero el virus era mío. Entre renglón y renglón del programa de Titania, dentro de su texto fractal infinitamente complejo, acechan mis oscuros sueños infantiles. Ahora, ese subtexto emerge, el veneno rezuma. —Comenzó a toser.
—Voy a ir. La traeré de vuelta.
—No —Se obligó a enderezarse—. Voy a ir yo, por la mañana. Está oscureciendo. —El sol, rojo e hinchado, se hundía en Grosvenor Square. Los ojos enjoyados de los autómatas de mi padre centellearon. Colocó la mano sobre mi hombro—. Ella no puede volver a casa, Peter. Entiéndelo. Su poder... es enorme. La cultivé a partir del campo cuántico, la esencia de todas las formas. En ella, el espacio y el tiempo, la mente y la materia, están envuel­tos en... ¿en qué? En una realidad que no puedo aprehen­der. No está restringida por las leyes físicas, está en total unidad con la naturaleza esencial de las cosas. Ella es la Creación. —Miró por la ventana, con el rostro enrojecido por los rayos del sol moribundo—. Pero yo envenené a la Creación. Le di la vida, Peter; ahora debo quitársela. Mañana, antes de que renazca. —Suspiró—. ¿Alguien puede explicar esta necesidad de crear belleza?
En el último piso de la casa estaba el cuarto de Titania. Me senté frente a su tocador, apretando la cara contra las enaguas de un vestido de “Alicia”. Entre las polveras y las barras de rubor, había viejos ejemplares de “Vogue”, abiertos. Fotos de muñecas-peluqueras, algunas de las cuales —amalgamas de especies cruzadas y cefalópodas de miembros múltiples— yo jamás había visto, que me miraban fijo, curiosas y llenas de reproche. Como dicién­dome “¿Dónde está nuestra hermana?”.
Sentí vergüenza. Había sido un tonto al huir del “Siete Estrellas”; diez veces tonto al contárselo a papá. Pero papá estaba muy enfermo para levantarse de la cama. Titania, por el momento, estaba a salvo.
Pensé en la evacuación; en el día en que, junto con otros chicos de King’s Cross, me había burlado de una niñita que pasaba porque llevaba puesta la estrella verde de las recombinantes. En el tren, hablábamos de las chicas que volaban por las noches, que entraban sigilosa­mente a tu cuarto, a tu cama; de los súcubos que infectaban tus células reproductivas. Pronto, nuestro dormitorio estu­vo adornado con sus fotografías, fotografías del Sun y del News of the World, fotografías de adorables cuerpos humanos cortados por la mitad, sobre las mesas de disección de los “Hospitales de Muñecas”. Despreciable Inglaterra, yo había formado parte de tu hipocresía, deseando lo que condenaba. Pero ya no. Ese verano, estaba enamorado de una muñeca y, como una chica proveniente de un barrio bajo de la ciudad, esa muñeca me había convertido en un rebelde. Mi lealtad, ahora, era para con Titania y las de su clase. La plaga no estaba en ellas, sino en nosotros.

Por varias noches, yaciendo insomne en el calor nocturno, esperé. Y entonces vino. Se paró a los pies de mi cama: una niña vestida de escarlata, con una corona de siete estrellas sobre la cabeza.
—No hace falta que vengas, ¿sabes?
—Te amo —le dije.
Y floté en el aire mientras ella, tomándome de la mano, me conducía a través de la ventana abierta, hacia la noche.
Lo último que vi de mi antigua vida fue la cabeza de la Niñera enmarcada por la ventana de mi dormitorio. Me llamaba, suplicándome que regresara. Oi que Titania hacía un pase con la mano; la Niñera desapareció.
—Tendría que haberla convertido en sapo —dijo Titania suscintamente.
Muy lejos, abajo, Londres estaba salpicada de hogue­ras, en los sitios donde los Chicos de Nunca Jamás exploraban el yermo corazón de su prisión. Era sábado por la noche: la fiesta de los condenados. Los abejorros flotaban sobre los tejados. Los militares observaban, sin intervenir. Londres había sido abandonada a su suerte; los únicos que eran considerados una amenaza eran los que intentaban traspasar los límites de la interdicción. Las familias ricas, como la nuestra, podían obtener una exten­sión de sus derechos. Pero los habitantes del País de Nunca Jamás eran pueblos desposeídos: rusos y checos, polacos y transilvanos, marginados para quienes sólo el antropocéntrico odio a lo extranjero del Frente Humano parecía ofrecer alguna esperanza. A mi padre, y a otras personas del negocio del lujo que se creía estaban infec­tados, les habían ordenado permanecer en la ciudad; los de Nunca Jamás, sencillamente, no tenían otro sitio a donde ir. Ahora vivían confinados, a la sombra de las torres de vigilancia y la pantalla energética, en las casuchas de la periferia de Londres, y allí se quedarían hasta que la plaga continuara su curso, condenando a sus hijas a metamorfosearse en muñecas, en muñecas que vivirían sólo un puñado de años, en muñecas que nunca crece­rían. Pero la noche de sábado había fiesta; era cuando la furia, la desesperación o el canto de sirenas de las autó­matas atraían a los habitantes de Nunca Jamás, sacándo­los de sus ruinas suburbanas, para arrastrarlos hacia el malvado y mágico corazón de Londres, para formar tumul­tos que se entrelazaban en una danza de muerte.
Pasamos sobre St. Paul’s; mi piyama flameaba contra mi cuerpo con una brisa tropical. Me sostuve de las espal­das de Titania, mientras ganábamos altura para salir del domo, y escuché que su túnica de seda se rasgaba entre mis dedos por la violencia de nuestro ascenso. Luego caímos, en espirales descendientes, hacia las calles nocturnas del East End.

En el interior del depósito, un letrero fluorescente anuncia­ba “Siete Estrellas”, agregando, en letras más pequeñas, “Lechería”. Delante de la escalera había un soldado de juguete tamaño natural.
—Un muchacho-muñeco —dije—. Pensé que se habían extinguido.
—Casi —dijo Titania—. Aunque en realidad nunca fueron algo genuinamente chic.
El chico autómata bajó el rifle y se apartó. Del sótano llegaban los irritantes sonidos de “Peter Gunn”. Descen­dimos.

—Magia, Peter. Magia de muñecas.
Habían restaurado el bar, la pista de baile y el escenario del sótano. “Peter Gunn” gruñó una bienvenida. Vomitan­do un rollo de música, una pianola tocaba los bajos del acompañamiento; cerca, un hombre joven que vestía las ropas fetichistas de Nunca Jamás (jubón, calza, botas de montar) arrancaba la melodía principal de un saxo oxida­do, mientras una muchacha bailaba, en trance, frente a él.
—Nuestra canción —grité.
—Nuestro planeta —gritó Titania—. O al menos pronto lo será. ¿Recuerdas la vez que descubrimos este lugar? ¡Los viajes prohibidos! Pero ahora nada está prohibido.
¿Qué había cambiado en Titanía? Algunas cosas eran obvias: el halo de estrellas, la nueva flexibilidad de su andar, la sofisticación de su laringe. Pero había más. Pensé en lo que había dicho mi padre con respecto a sus obsesiones de la infancia, sus sueños de quimeras, vampiros y esfinges. Titania había surgido del atelier de esos sueños. Su herencia oscura era también la mía. Se había convertido en una hermana, un alma gemela. Ella era el secreto de la familia, la hija no reconocida que, después de años de encierro en una secreta habitación tapiada, se había liberado en pos de su venganza.
Una congregación de Chicos de Nunca Jamás obser­vaba el número en vivo: los muchachos, confundidos, secos, exhaustos; las chicas, excesivamente sujetas por una tensada cuerda que amenazaba con cortarse en cualquier momento.
—¡Esos muchachos! —Titania hizo un gesto de despre­cio—. Pura narcobasura. ¡Ninfolépticos! El País de Nun­ca Jamás está repleto de ellos. Andan en canoa por los túneles de la frontera del distrito y salen a la superficie en Whitechapel. ¿Y a qué vienen? No a matar, no, éstos no. Éstos son unos adictos sin esperanza. No me sirven. Quiero sangre nueva para ensuciar... Pero al menos divier­ten a mis pequeñas granujas.
La música se detuvo y la bailarina caminó hacia nosotros. Parecía de más edad que yo, de la edad de Titanía, quizás. Pero la adolescencia detenida que es común a las recombinantes hacía imposible emitir un juicio. Llevaba un atrevida microfalda a la última moda prostituta; su malla de danza color rojo carne —confeccionada con la tela de tejido vivo cultivado llamada “Piel II”— se asemejaba al torso desollado de una heroína de Sade.
—Baila conmigo —dijo la chica.
—No sé hacerlo —murmuré.
—Después —dijo Titania perentoriamente—. Ahora tráele un trago a Peter. —Ofendida, la medio-muñeca se retrajo hacia el bar y regresó con un vaso de limonada. Títania me condujo hasta una mesa vacía.
—Peter —dijo—. Voy a hacerlo realidad. Voy a darles algo en lo que puedan creer.
—¿Las Lilim?
—Son un cuento de hadas, Peter. Un cuento de hadas muy desagradable. Pero se convertirán en una pesadilla hecha carne para nuestros perseguidores. Mis chicas... Voy a darles una religión. Voy a hacer que se enorgullezcan de sus estrellitas verdes. Y el “Siete Estrellas” será su templo... —Titania tomó mi mano entre las suyas y la estrechó—. ¡Natasha! —La bailarina se acercó. Natasha, dile a Peter lo que te enseñé. —La chica me miró sin ganas, hundió un dedo en mi limonada y se lo llevó a los labios manchados de frambuesa—. Después —le dijo Titania.
—Lilith —comenzó la muchacha— fue desterrada del Edén. De todo el mundo humano. Y todos decían que no podría tener hijos. Nunca. Era... era una chica muerta. Pero había unos ángeles, sabes, y ellos le dijeron que podría tener los hijos de otras mujeres. Y los ángeles la hicieron muy hermosa, y...
—Cuéntale del futuro, Natasha.
—Si, el futuro. —Un riachuelo de saliva le chorreó por un costado de la boca, hasta la barbilla y luego hasta los senos—. Lilith nos ha dado el futuro. Cuando me convertí en recombinante, mi hermana mayor me llevó a ver una película. Era “Pinocho”. Y yo pensé: si pudiera ser una chica de verdad... Tonterías! Soy una Lilim, una hija de Lilith. ¡Cien por ciento muñeca! Y vamos a bebernos el mundo hasta agotarlo. ¡Todos esos sabrosos ancianos excéntricos! ¡Entonces lo lamentarán! ¡Sí!
La pianola mascó su rollo de música y el acompaña­miento de “Peter Gunn” revivió. Natasha sacudió la cabe­za. Su cabello —teñido de blanco, dejando ver las raíces negras patentadas por Cartier— era un paroxismo de peróxido.
—¿Quieres bailar ahora? —preguntó, moviéndose hacia la pista. El saxofonista ahogó mi respuesta.
—Delincuente sexual —dijo Titania—. ¡Autómata loca! Trato de investir su vida de significado, y ella ¿qué hace? ¡Bailar, bailar y bailar! Esa muñequita se está consumiendo. Es la lactomanía, por supuesto... —Otra vez, me estrechó la mano; su voz sonaba sincera—. No quedan muchas de nosotras. Es decir, muñecas como yo. Debemos asegurarnos de que nuestras hijas nos sucedan. Un mundo de muñecas: eso es lo que quieres, ¿verdad, Peter?
Por supuesto. Ahora llévame, pensé, al altar de tu nueva iglesia. Que se desate la tormenta. No esperes. No me dejes de considerarlo.
—Por favor —la oí decir—, ¿me ayudas? —Sus feromonas psíquicas crujían en mi cerebro como un perfume electro­magnético.
Metí la mano en el piyama y saqué la llave de Titania. La empujé hacia ella, por la superficie de la mesa.
—Niño tonto, eso nos conduce al pasado. Yo quiero mostrarte el futuro. A nuestra serie la llamaron L’Eve Future. Pero yo seré Lilíth... —Arrastró mi mano hasta debajo de sus faldas. Su pubis era frío y liso como el mármol—. ¿No es igual al de las muñecas? —Su risa era estridente—. Él nos quería asexuadas, tu invalorable papá. Pero sus deseos inconscientes nos convirtieron en rameras. ¡En rameras vírgenes, eternamente sin desflorar!
Una helada corriente de aire recorrió el sótano. Las velas temblaron y se apagaron. En la oscuridad, gritos. Pero la música continuó, mientras el implacable acompa­ñamiento de bajos vibraba en todo mi cuerpo, un cuerpo osificado por el ventarrón del Ártico.
—No te haré daño —murmuró—. Nunca te haré daño. Ayúdame. Ayúdame a encontrar un útero humano.
Contra el cielo nocturno, se sacudió una corona de estrellas que se instalé entre mis muslos. Unas uñas afiladas revolotearon sobre mi entrepierna. Y, al tiempo que sentía el helado contacto de unos labios y una lengua que me arrastraban hacia un paisaje frío y quieto, yo mismo me transformé en ese paisaje. Las eras, coronadas de espuma, se estrellaban, blancas y ésteriles, contra mis costas. En ese oleaje vi al País de Nunca Jamás convul­sionado por la plaga de las muñecas, con sus hijas recién nacidas destinadas a metamorfosearse en semi-muñe­cas, semi-humanas, con el imperativo de infectar a los demás hasta que Nunca Jamás bullera de vida recombinante. Y vi morir a Nunca Jamás, su población reducida a grupos de niñas hambrientas cuya mortandad adolescente pronto escaparía del cordón sanitario de Londres junto a sus secos pellejos. Luego vi a las que se habían salvado, las Lilim que reclamaban sus derechos sobre otras ciudades, otros países, instruyendo a sus hermanas en una religión cuyo anhelado apocalipsis era un mundo usurpado, un mundo de autómatas lustrosas, doradas, relucientes. Y sin ADN humano que piratear, vi a la raza parásita, sedienta, histérica, morir en un liebestod de éxtasis, ardiendo en la misma pira que la olvidada Humanidad.
“Peten Gunn” había llegado a su clímax. Me estremecí. Titanía estaba robándome mi futuro humano. Pero tam­bién me daba algo. Por medio de su saliva, diez billones de micro-robots —sus clones de software— se introdujeron en mi sangre y en mi linfa, nadando como un cardumen de sirenas. Diez billones de pequeñas Titanias nadaron en mí, me atravesaron la uretra, los conductos deferentes, y se introdujeron en mis vesículas seminales, donde se fundieron con mi equipo reproductivo, corrompiendo mis cromosomas con planos para fabricar niñas muertas. Llevaría a Titania conmigo toda la vida, mi Colombina, mi dulce soubrette; mi Titania, reina de los los duendes; mis hijos serían sus hijos. Y entonces supe, mientras apretaba los dientes y los ojos, mientras el saxo gemía, la mesa giraba y el cristal se estrellaba contra el suelo, que yo también sería un fabricante de muñecas. ¡Como mi padre, yo también sería un gran ingeniero! Completaría su obra. Construiría un mundo para las quimeras, los vampiros, las esfinges; un mundo de perversidad infantil, un mundo de muñecas. Y mientras se elevaban los aplau­sos de la invisible tribu de chicas-muñecas y sus novios de máquina expendedora, y mientras yo gritaba, me sentí feliz de haber llegado a esto, de que el deseo hubiese sellado mi destino y mi vida se abocara a la propagación de las Lilim.

FIN

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