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EL ARTE OSCURO

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sábado, 27 de marzo de 2010

SILENCIO - EDGAR ALLAN POE

SILENCIO

EDGAR ALLAN POE

Fábula: Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos y las grutas

están en silencio.

(ALCMAN 160 (1O), 6461)

-Escúchame - dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de

que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma

ni silencio.

Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen

hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un

movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del

legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran

entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras

inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de

ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.

Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta.

Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún

viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a

otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos.

Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo

alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste,

hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca

el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y

yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los

nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.

Y de improviso se levantó la luna a través de la fina niebla espectral y su color

era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del

río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era

gris. En su faz habla caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de

nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no

puede descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más

intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los

caracteres decían DESOLACION.

Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre

los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y

majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua

Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad,

porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al

descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos

brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la

tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.

Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la

desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el

susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares,

observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la

noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.

Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire

y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre

escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me

mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la

soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la

soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en

las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con

los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me

mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la

soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa

tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó

lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las

aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares

alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y

caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba

las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche

transcurría y él continuaba sentado.

Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los

nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares.

Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno

murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas

bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los

nenúfares ya no suspiraron, y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la

menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la

roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.

Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y

bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca,

escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los

caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el

rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de- los Magos, en los

melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables

historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el

mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que

pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías

hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que

la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba,

es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer

en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no

reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies

del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.

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