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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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domingo, 24 de marzo de 2013

POUL ANDERSON CIENCIA-FICClON NORTEAMERICANA




POUL ANDERSON
CIENCIA-FICClON NORTEAMERICANA
(OBRAS ESCOGIDAS)
TOMO


GUARDIANES DEL TIEMPO
EXTRAÑOS TERRÍCOLAS
ORBITA ILIMITADA
ONDA CEREBRAL
UN MUNDO EN EL CREPUSCULO
AGUILAR
TITULOS ORIGINALES DE LAS OBRAS Y TRADUCCIONES
GUARDIANES DEL TIEMPO

BREVE RESEÑA SOBRE
POUL ANDERSON
POUL ANDERSON nació en Bristol, Pennsylvania, EE. UU., el año 1926, de padres escandinavos. Esta es la causa de que su nombre se pronuncie entre pole y powl. En varias ocasiones vivió en Texas, Washington, D. C., en una granja de Minnesota, Minneapolis, y en Europa, visitando muchos otros países.
Según propias palabras, no se ocupó de escribir relatos de Ciencia-Ficción hasta el año 1937. Por esa época cayó enfermo y, no sabiendo qué hacer, se puso a escribir, quedando desde entonces prendido en las redes de este género literario.
Se graduó en Física con todos lo honores el año 1948, en la Universidad de Minnesota. Pero, aparte de auxiliar a todo el mundo, no tuvo mucho trabajo en esa actividad.
Realmente, lo que ocurrió fue que, siendo la literatura su pasatiempo predilecto durante largo tiempo, comenzó a producirle dinero citando estaba en el colegio, al vender algunos de sus relatos a Astoundíng Science-Fiction.
Así, pues, decidió tomarse un año de vacaciones con intención de vivir de la máquina de escribir, y el año de vacaciones se fue prolongando hasta el presente.
Poul Anderson ha confesado:
«No pretendo hacer de la Ciencia-Ficción una profesión exclusiva. He escrito algo sobre Historia y estoy planeando algunas novelas «serias»; pero, dentro de sus límites, la Ciencia-Ficción es un trabajo fascinante. Permite una dilatada visión del futuro, da oportunidades para jugar con las ideas, para estudiar las obras de los hombres y mostrar las consecuencias de las teorías en la acción.»
Anderson ha escrito también novelas policíacas y relatos de aventuras.
Desde 1963, vive en Berkeley, California, con su esposa, su hija y sus gatos.
Sus relatos cortos aparecen periódicamente en Astounding Science-Fiction, Galaxy y The Magazine of Fantasy and Science-Fiction.
En 1959 fue invitado de honor a la 17th World Science-Fiction Convention, en Detroit.
En este volumen II de Ciencia-Ficción norteamericana publicamos cinco obras de este maravilloso escritor norteamericano, que serán muy del agrado de los lectores aficionados a este género literario.
***
GUARDIANES DEL TIEMPO
VALIENTE PARA SER REY
EL UNICO JUEGO ENTRE LOS HOMBRES
«DELENDA EST...»
***
GUARDIANES DEL TIEMPO

1
SE NECESITAN hombres de 21 a 40 años, preferibles solteros, militares o técnicos experimentados, buen aspecto, para trabajo muy bien pagado, con viajes al extranjero. Preséntense en la Compañía de Estudios de Ingeniería, 305 E, núm. 45, de 9 a 12 y de 2 a 6.

***

El trabajo es, como usted comprende, un tanto inusitado - dijo Gordon - y confidencial. ¿Puedo contar con su discreción?
- Normalmente, si - repuso Manse Everard -. Claro que depende de la clase de secreto.
Gordon sonrió con una curiosa sonrisa, una curvatura de labios que no se parecía a ninguna otra que Everard hubiese visto. Hablaba fácil y fluidamente el americano común, y vestía un traje corriente, pero había en su porte un aire extranjero, que consistía en algo más que en la tez morena, las mejillas imberbes y la incongruencia de unos ojos mongólicos sobre una nariz caucásica. Era difícil de clasificar.
- No somos espías, si es eso lo que está pensando - aclaró.
Everard hizo un guiño.
- Lo siento. Le ruego que no piense que me he vuelto tan histérico como el resto del país. Nunca he tenido acceso a datos confidenciales de ninguna clase. Pero usted ha hablado de trabajos ultramarinos y, tal como están las cosas, me gustaría conservar mi pasaporte.
Era un hombre grande, de pétreos hombros y cara un tanto estropeada bajo los cabellos cortos y negros. Su documentación estaba extendida ante él: licencia absoluta, informes de su trabajo en varios destinos como ingeniero mecánico... Gordon los había ojeado a la ligera.
La oficina era corriente: un bufete, un par de sillas, un archivador y una puerta que daba a las habitaciones interiores. Una ventana abierta sobre el estrepitoso tráfico de Nueva York que se percibía seis pisos más abajo.
- Espíritu independiente - murmuró -. Me gusta eso. ¡Vienen tantos adulando como si estuvieran dispuestos a agradecer un puntapié! Naturalmente, con su preparación, usted no está todavía desesperanzado. Puede aún obtener trabajo... Creo que la palabra es... contrato aleatorio.
- Me interesó el anuncio - explicó Everard -. He trabajado en el extranjero, como puede usted ver, y volvería allá con gusto. Pero, francamente, no tengo aún la más leve idea de lo que hace su equipo.
- Hacemos muchísimas cosas - aclaró Gordon -. Pero... veamos; ha estado usted en la guerra. Francia, Alemania...
Everard pestañeó; sus papeles contenían la mención de una serie de medallas, mas hubiera jurado que su interlocutor no había tenido tiempo de leerlos. Gordon prosiguió:
-¿Le importaría agarrar los mandos que hay en los brazos de su silla? Gracias. Ahora, ¿cómo reacciona usted ante el peligro físico?
Everard se irguió.
- Óigame, eso. - dijo.
- No importa.
Y los ojos de Gordon se fijaron en un instrumento que tenía sobre la mesa, que no era sino una caja con unas agujas indicadoras y un par de cuadrantes. Preguntó luego:
- ¿Cuál es su criterio en cuestiones de política internacional?
- Pues, teniendo en cuenta...
- Comunismo... Fascismo... Feminismo... ¿Sus ambiciones personales?... No tiene que responder si no quiere.
- ¿Qué diablos es todo esto? - estalló Everard.
- Un amago de prueba psicológica. Olvídelo. No me interesan sus opiniones políticas, salvo en cuanto reflejen su orientación emocional básica.
Y Gordon se echó atrás, entrelazando los dedos. Luego siguió:
- Hasta el momento, son muy prometedoras. Pues bien: el trabajo que estamos haciendo es totalmente confidencial. Estamos... Bueno..., planeando dar una sorpresa a nuestros competidores - y se rió por lo bajo -. Puede, si quiere, denunciarme al F.B.I., que, por lo demás, ya ha investigado sobre esto. Tenemos una patente inmaculada. Descubrirá usted que realizamos verdaderas operaciones universales, financieras y técnicas. Pero hay otro aspecto de la cuestión, que es el que nos hace buscar hombres. Le abonaré cien dólares si va a esa habitación de atrás y se somete a una serie de pruebas. Todo ello durará unas tres horas. Si no las supera, se acabó. Si lo hace, firmaremos con usted, le contaremos los hechos y empezaremos a adiestrarle. ¿Conformes?
Everard vacilaba. Teñía la sensación de ser engañado. En aquella empresa había algo más que una oficina y un extranjero cortés. Se aventuró:
- Firmaré con ustedes después que me cuente los hechos.
- Como quiera - aceptó míster Gordon -. De acuerdo. Las pruebas dirán si le admitimos o no, ya lo sabe. Usamos algunas técnicas muy adelantadas (lo cual, por lo menos, resultó enteramente cierto).
Everard ya sabía algo de psicología moderna: encefalógrafos, pruebas de asociación, perfil de Minnesota..., pero no reconoció ninguna de las enfundadas máquinas que silbaron y parpadearon ante él. Las preguntas que el ayudante técnico le dirigía resultaban completamente anodinas. El ayudante era un hombre de piel blanca, completamente calvo, de edad indefinible, duro acento y rostro inexpresivo. Pero ¿qué significaba el casco de metal que le cubría la cabeza? ¿Para qué servían los alambres que de él arrancaban?
Echó furtivas ojeadas a los cuadrantes métricos, pero las letras y números de ellos no se parecían a nada de lo que había visto. No eran ingleses, franceses, rusos, griegos, chinos ni nada que correspondiese al año de gracia de 1954. Quizá ya empezaba a darse cuenta de la cosa.
Un curioso autoconocimiento se despertó en él durante el desarrollo de las pruebas. Manson Emmert Everard, de treinta años de edad, antes lugarteniente de ingenieros militares del Ejército de los EE. UU., con experiencia de planeamiento y ejecución de obras en América, Suecia, Arabia..., soltero aún, aunque a veces le acometían anhelosos pensamientos acerca del matrimonio; sin novia actualmente ni lazos estrechos de clase alguna, un poco bibliófilo, empedernido jugador de póquer, aficionado a los botes de vela, caballos y rifles; montañero y pescador en sus vacaciones...
Sabía todo eso de sí mismo, claro está, pero solo fragmentariamente. Era extraña aquella súbita sensación íntima de ser un organismo complejo; esa comprensión de que cada una de sus facetas era solo una parte de su carácter total.
Salió de la prueba agotado y chorreando sudor. Gordon le ofreció un cigarrillo y ojeó unas cuartillas escritas en clave. De cuando en cuando murmuraba una frase:
- Zeth - 20 cortical... Aquí, valoración indiferenciada..., reacción psíquica a las antitoxinas..., debilidad en la coordinación central.
Se observaba en su acento la satisfacción delatada por una pronunciación de las vocales, desconocida para Everard, que, no obstante, poseía amplia experiencia de los diversos modos de estropear el idioma inglés.
Pasó media hora larga antes que Gordon levantara la cabeza. Everard estaba intranquilo, levemente irritado por aquella conducta altiva, pero el interés le mantenía inmóvil en su asiento.
Gordon exhibió una dentadura blanquísima, al hacer una mueca de amplia satisfacción, y habló:
- ¡Ah, por fin! ¿Sabe usted que he tenido que rechazar a veintidós candidatos? Pero usted sirve. Definitivamente, usted sirve.
- ¿Para qué?
Y Everard, al decir esto, se echó hacia adelante, sintiendo que su pulso se aceleraba.
- Para la Patrulla. Va a ser una especie de policía.
- ¿Sí? ¿Dónde?
- Por doquier. Y en todo momento. Prepárese; va a tener peleas. Mire usted: nuestra compañía, aunque bastante legal, es solo un frente de batalla y una fuente de ingresos. Nuestra verdadera ocupación es patrullar el tiempo.
2
La Academia estaba en el Oeste americano y en el período Oligoceno; una edad cálida de selvas y herbazales, cuando los reptiles antecesores del hombre habían esquivado la senda de los grandes mamíferos gigantescos. Había sido erigida hacía miles de años v se mantendría durante medio millón más el tiempo suficiente para adiestrar a tantos hombres como necesitara la Patrulla, y luego sería cuidadosamente demolida hasta que no quedara ni rastro de ella. Más tarde vendría el período glacial, aparecería el hombre, y en el año 19352 después de Jesucristo (7841 del Triunfo Morenniano) los humanos hallarían el modo de viajar a través del tiempo, volverían al período Oligoceno v reedificarían la Academia.
Esta estaba formada por largos y achaparrados edificios, de curvas suaves y varios colores, diseminados por el césped, entre enormes árboles. Más allá, colinas y arboledas parecían precipitarse en un gran río de aguas oscuras, en cuyas orillas podían oírse, por la noche, los bramidos de los mastodontes y el lejano maullar del megaterio de dientes como sables.
Everard salió de la lanzadera del tiempo - una grande y disforme caja de metal -, y, al hacerlo, notó que se le secaba la garganta. Experimentaba, como el primer día de su entrada en el Ejército, hacía doce años (o quince o veinte millones de años después, a elegir) soledad, desesperanza y deseo de hallar una disculpa honrosa para volverse a casa. Era un pobre consuelo ver a las demás lanzaderas arrojar un total aproximado de otros cincuenta jóvenes, de uno u otro sexo. Los reclutas se movían lentamente juntos, formando un grupo desmañado.
Al principio no hablaron; permanecieron mirándose a la cara unos a otros. Everard reconoció, entre las vestiduras que llevaban, un cuello Hoover y una zamarra de punto; los estilos de peinado e indumentaria eran de 1954 en adelante. ¿De dónde procedería aquella chica de los ceñidos calzones policromos, los labios pintados de verde y el cabello amarillo, fantásticamente peinado?
Un hombre de unos veinticinco años se detuvo ante él; era evidentemente un inglés, a juzgar por su raído traje de lana y su rostro largo y delgado. Parecía ocultar una cruel amargura bajo su cortés apariencia.
- ¡Hola! - saludó Everard, y luego añadió -: Podríamos presentarnos.
Dijo su nombre y procedencia, a lo que el otro replicó, tímidamente:
- Charles Whitcomb. Londres, 1947. Acababan de desmovilizarme de la R.A.F., y esto parecía una buena probabilidad. Ahora me pregunto si...
- Puede serlo - repuso Everard, pensando en el salario -. ¡Mil quinientos al año, para empezar! Pero ¿cómo cuentan los años? Tal vez de acuerdo con el sentido individual de la duración.
Un hombre venía en dirección a ellos. Era un tipo joven y delgado, que vestía un ajustadísimo uniforme gris y una capa azul oscuro que parecía brillar como si llevara cosidas estrellas. Su cara era agradable, sonriente, y les habló con afabilidad:
- ¡Hola! ¡Bien venidos a la Academia! Supongo que todos conocen el inglés.
Everard se fijó en un hombre envuelto en los maltratados restos de un uniforme alemán, en otro tipo hindú y en algunos otros que, probablemente, acudirían de diversos países extranjeros.
- Usaremos el inglés hasta que hayan aprendido el Temporal todos ustedes.
El hombre los contemplaba tranquilamente, con las manos en las caderas. Prosiguió:
- Me llamo Dard Kelm. Nací en (déjenme recordar) el año 9573 de la Era Cristiana, pero me he especializado en el período de ustedes, que consideraremos entre 1850 y 1975, aunque todos ustedes pertenecen a los años intermedios. Soy oficialmente, para ustedes, el Muro de las Lamentaciones, si algo marcha mal. Este lugar se gobierna por reglas distintas a las que, probablemente, imaginan: no formamos a nuestros hombres en masa, por lo que la minuciosa disciplina de un aula o un ejército no es necesaria aquí. Cada uno de ustedes recibirá instrucción particular y también general. No castigamos las faltas de aplicación, ya que las pruebas que han sufrido nos dan la seguridad de que no ha de haberlas, y de que es mínima la posibilidad de faltas en el trabajo. Cada uno de ustedes tiene un elevado coeficiente de madurez respecto a su específica formación cultural. Sin embargo, la variación que ha de introducirse en sus aptitudes hasta desarrollarlas a satisfacción significa, en su caso, la necesidad de ser guiados personalmente.
Aquí se observan pocas formalidades, salvo la cortesía usual. Tendrán oportunidades de diversión y de estudio. No se espera de ustedes más de lo que puedan dar. He de añadir que la caza y la pesca son en estos sitios abundantes, y (si vuelan unos centenares de kilómetros) llegan a ser fantásticas. Ahora, si no tienen preguntas que formular, hagan el favor de seguirme y los instalaré.
Dard Kelm le mostró los muebles de una habitación sui generis. Eran de la clase que cabría esperar en el año 2000: no estorbaban y se amoldaban perfectamente a sus fines: refrigeradoras, pantallas de proyección que podían utilizar los materiales de una extensa colección de discos y películas destinados al adiestramiento. Nada demasiado adelantado, en resumen. Todos los cadetes tenían su propia estancia en el edificio de «dormitorios»; las comidas se hacían en un refectorio común, pero se podía conseguir comer en privado. Everard sintió que su tensión intensa cedía.
Se celebró un banquete de bienvenida. Los manjares eran los corrientes, pero no así las silenciosas máquinas rodantes que los servían. Hubo vino, cerveza y un amplio suministro de tabaco. Quizá habían mezclado algo al alimento, porque Everard acabó por sentirse tan eufórico como los demás. Terminó interpretando al piano un boogie-woogie, mientras media docena de personas atronaban el aire intentando cantar.
Solo Charles Whitcomb se mantuvo aparte. Bebía melancólico en su vaso, aislado en un rincón. Dard Kelm era hombre de tacto y no intentó forzarle a unírseles.
Everard decidió que aquello iba gustándole. Pero el trabajo, la organización y la finalidad continuaban siendo un misterio para todos.
* * *
- El viaje a través del tiempo - empezó Kelm en el salón de lectura - se descubrió cuando se iniciaba la Gran Herejía Corita; ya estudiarán después los detalles, pero tienen mi palabra de que aquel fue un período turbulento> en que la rivalidad comercial y genética se resolvía a zarpazos y dentelladas entre gigantescas camarillas. Entonces algo sucedió, y los Gobiernos se vieron lanzados a una guerra galáctica. El efecto tiempo fue casual producto de una investigación que buscaba medios para el transporte instantáneo, y, como algunos de ustedes comprenderán, requiere, para su demostración matemática, una serie infinita de funciones discontinuas, como ocurría en los viajes del pasado. No voy a entrar en su teoría (ya se la explicarán en las clases de Física), sino, simplemente, afirmaré que supone el concepto de unas relaciones de valor infinito, en un continuo de 4n dimensiones, en el que u es el número total de partículas que existen en el Universo.
- Naturalmente, el grupo que descubrió esto, los Nueve, se dio cuenta de las posibilidades que ello encerraba, y que no solo eran comerciales (tráfico, minería y otras empresas, que pueden imaginar fácilmente), sino que procuraban la probabilidad de asestar un golpe de muerte a sus enemigos. Ya comprenden: el tiempo es variable; se puede cambiar el pasado...
- ¿Puedo hacer una observación? Saltó la muchacha de 1972 Elizabeth Gray, que en su época había sido una joven y destacada autoridad en Física.
- Claro - dijo cortésmente Kelm.
- Creo que está usted describiendo una situación lógicamente imposible. Concedo la posibilidad de viajar en el tiempo, puesto que estamos aquí; pero un hecho no puede, a la vez, haber y no haber ocurrido. Eso es contradictorio en sí mismo.
- Solo si usted insiste en una lógica no valorada de acuerdo con el Aleph-sub-Aleph - repuso Kelm -. Pero aquí lo que sucede es algo como esto: supongamos que vuelvo atrás el tiempo y evito que su padre de usted conozca a su madre. Entonces, no habría usted nacido. Esa parte de la Historia Universal sería distinta, aunque yo conservara memoria del estado original del asunto.
- ¿Y si hiciese lo propio con usted mismo? ¿Dejaría de existir?
- No, porque pertenecería va a la sección de la Historia anterior a mi propia intervención. Apliquémoslo a usted misma. Si usted retrocediera, supongamos, a 1946, y trabajase para evitar el matrimonio de sus padres, en 1947, pese a ello usted habría existido en ese año; no podría salir de la existencia, puesto que había influido en los sucesos. Y lo mismo se aplicaría si usted hubiese existido, en 1946, una milésima de segundo antes de disparar un tiro contra el hombre que, de no producirse tal hecho, hubiera sido su padre.
- Pero entonces - protestó ella - ¡yo existiría sin origen! ¡Tendría vida y memoria... y todo, aunque nada lo hubiese producido!
- ¿Y por qué no? - opuso Kelm, encogiéndose de hombros -. Insiste usted en que la ley de causalidad, o, mejor dicho, la 4e conservación de la energía, supone solo funciones continuas. Hoy día, la discontinuidad es totalmente posible.
Se echó a reír y se apoyó en el atril, añadiendo:
- ¡Claro que hay imposibilidades! Usted no puede ser su propia madre, debido a la genética pura. Si retrocediendo en el tiempo se casara con el que había de ser su padre, ninguno de sus hijos sería usted misma, porque todos ellos tendrían solo la mitad de sus cromosomas.
Y aclarándose la garganta, prosiguió:
- No nos salgamos del tema. Aprenderán los detalles en otras clases. Estoy únicamente dándoles una noción general. Prosigamos: los Nueve vieron la posibilidad de retroceder en el tiempo y evitar que sus enemigos de siempre les tomaran la delantera, y aun impedir que naciesen. Mas entonces surgieron los Danelianos.
Por primera vez, su tono intrascendente y semihumorístico desapareció, quedando absorto, como un hombre que está en presencia de lo incognoscible. Siguió:
- Los Danelianos son parte del Futuro, nuestro Futuro (más de un millón de años después de mí); época en que el hombre habrá evolucionado, llegando a ser algo... indescriptible. Nunca, probablemente, verán ustedes a un Daneliano, y si lo vieran... les... produciría, sin duda, un choque terrible. No son malignos... ni benignos... Están tan lejos de cuanto podemos conocer o sentir como nosotros de los seres insectívoros antepasados nuestros. No es bueno enfrentar cara a cara una cosa como esa. Se ocupan nada más que de defender su propia existencia. El viaje por el tiempo era ya cosa antigua cuando aparecieron; había habido incontables oportunidades para que retoñaran la estupidez, la ambición y la locura, y trastornaran la Historia de cabo a rabo. No deseaban impedir los viajes (que, al fin, eran parte del complejo que nos había llevado hasta ellos), sino regularlos. Se evitó que los Nueve llevaran a cabo sus planes y se creó la Patrulla, para vigilar los callejones extraviados del Tiempo. Trabajará cada uno de ustedes, principalmente, en su Era propia, a menos que se gradúe para actuar intertemporalmente. Vivirán ustedes su vida ordinaria con sus familiares, amigos, etcétera, como es corriente. La parte de su vida privada tendrá las satisfacciones de la buena paga, protección, vacaciones ocasionales en sitios interesantísimos y un trabajo de suma importancia. Pero han de estar siempre alerta. A veces trabajarán ayudando a los viajeros del Tiempo que se vean envueltos en dificultades de este o aquel orden. Otras, se los empleará en misiones de aprehensión de los que habrían de ser en el futuro conquistadores políticos, militares o económicos. En ciertos casos, la Patrulla aceptará los hechos consumados y se ocupará en contrarrestar las influencias que, en períodos posteriores, pudieran desviar a la Historia del cauce anhelado. ¡Les deseo suene a todos ustedes!
* * *
La primera parte de la instrucción fue física y psicológica. Everard no había comprobado cómo la vida que hasta entonces llevara le había disminuido en cuerpo y espíritu, haciéndole solo la mitad del hombre que podía ser. Se le hizo duro, pero al final tuvo la alegría de sentir el poder de sus músculos, totalmente controlados; el aumento de intensidad en las emociones al disciplinarías, la rapidez y precisión de un pensamiento consciente.
Llegó un momento de su formación en que se halló totalmente en condiciones de no revelar nada sobre la Patrulla a nadie no autorizado para saberlo, aunque en ello le fuera la vida; le era simplemente tan imposible hacerlo como le sería saltar a la Luna. También aprendió a conocer los recovecos de su personalidad pública en el siglo XX.
El temporal, idioma artificial con el que los Patrulleros de todos los siglos podían comunicarse sin que les entendieran los extraños, era un milagro de expresividad lógicamente organizada.
Creía saber algo sobre la lucha, pero tuvo que aprender las estratagemas y el uso de las armas de cincuenta mil años antes; recorrer todo el camino que va desde el arma de la Edad del Bronce hasta el último explosivo cíclico capaz de aniquilar un continente. Mientras actuase en su propia era, su arsenal sería reducido; pero en caso de ser llamado a otros períodos, raras veces se le consentiría un flagrante anacronismo.
Le hacían estudiar historia, ciencia, arte y filosofía de cada país y época; se le adiestraba en minuciosos detalles sobre dialectos y maneras. Esto último solo para el período 1850-1975; si tenía que actuar en otro cualquiera, recibiría instrucción especial por medio de un acondicionador hipnótico. Eran estas máquinas las que hacían posible el adiestramiento en tres meses.
Aprendió también la organización de la Patrulla. Arriba, en cabeza, estaba el misterio, que era la civilización daneliana, pero tenían poco contacto con ella. La Patrulla estaba organizada medio militarmente, con grados, aunque sin formalidades. La Historia se dividía para su estudio en medios sociales, con una oficina principal situada en una ciudad importante (seleccionada por períodos de veinte años), y disfrazadas estas actividades por medio de otras ostensibles-comerciales, por ejemplo - y con sucursales. En esta época había tres de ellas: el mundo occidental, con su cuartel general, en Londres; Rusia, en Moscú; Asia, en Peiping; todas de la época 1890-1910, ya que la ocultación era más fácil que en décadas posteriores, en las que se montaron pequeñas oficinas, como la de Gordon. Un agente ordinario vivía en su propia época, y a menudo con una verdadera ocupación. Las comunicaciones se efectuaban por medio de diminutas cajas-robots o por correo, mediante contactos que, automáticamente, extraían estos mensajes de un montón de cartas.
La organización total era algo tan vasto que no le resultaba aún posible abarcar el hecho íntegramente. Había dado con un hecho tan nuevo y excitante que llenaba todos los estratos de su conciencia.
Sus instructores eran amigables, dispuestos a la charla. El maduro veterano que le enseñaba a manejar las naves espaciales había luchado en la guerra marciana del año 3890. Decía:
- Muchachos: aprenden ustedes bastante rápidamente, aunque es un infierno esto de enseñar a gentes de una época preindustrial. A algunos hemos tenido que renunciar a enseñarles hasta los rudimentos. Hubo aquí una vez un romano, de los tiempos de Cesar, al que no le cabía en la cabeza que no podía tratarse a una máquina como a un caballo. Y a los babilonios tuvimos que presentarles el viaje a través del tiempo como si fuera esa historia de una batalla entre dioses. No entraba de otro modo en su visión del mundo.
- Y a nosotros, ¿qué historia nos está colocando? - preguntó Withcomb.
El hombre del espacio le miró fijamente y repuso:
- La verdad..., hasta donde ustedes pueden comprenderla.
- ¿Y cómo asumió usted este cargo?
- ¡Oh!... Me dispararon desde Júpiter. No quedó mucho de mí. Me recogieron, me hicieron un cuerpo nuevo, y, como nadie de mi mundo quedaba vivo y a mí se me daba por muerto, no tenía objeto el volver a la patria. No es divertido vivir bajo la férula del Cuerpo de Guías; por eso acepté un puesto aquí. Buena gente, vida fácil y licencia por un montón de Eras.
Y el hombre del espacio gruñó:
- ¡Esperen a ver el período decadente del Tercer matriarcado! ¡No saben lo divertido que es!
Everard no dijo nada. Estaba demasiado absorto por el espectáculo del giro de la enorme Tierra entre los demás astros.
Hizo amistades entre sus camaradas. Era un grupo que congeniaba, como es natural, por ser del mismo tipo; todos los escogidos para Patrulleros eran audaces e inteligentes. Hubo, incluso, un par de noviazgos, pues el matrimonio era enteramente posible y la pareja podía escoger el año que le conviniera para establecer su hogar. A él mismo le gustaban las chicas, pero no perdió el juicio.
Por extraño que parezca, fue con el silencioso Withcomb con quien trabó más estrecha amistad; había algo atrayente en aquel inglés tan culto, tan verdadero buen camarada y también algo despistado. Un día, cabalgaban ambos; Everard llevaba un rifle con la esperanza de cazar uno de aquellos mastodontes que había visto. Los dos vestían el uniforme de la Academia: traje gris claro, fresco y sedoso, bajo el cálido sol amarillo.
- Me admiro de que nos permitan cazar - observó el americano -. Supongamos que mato a un megaterio cuyo destino era devorar a un insectívoro prehumano. ¿No cambiaría esto el futuro?
- No - replicó el inglés, más adelantado en el estudio de la teoría del viaje en el tiempo -. Mire: es como si el continuo fuera parecido a una red de bandas de caucho. No es fácil torcerla; su tendencia es siempre retornar a su ¡hum! primitiva forma. Un insectívoro aislado no cuenta; es el total conjunto genético de la especie el que conduce hasta el hombre. Análogamente, si yo mato una res de la Edad Media, no eliminaré a todos sus ulteriores descendientes, sino que estos permanecerán inmutables, como sus mismos genes, a despecho de proceder de distinto progenitor, ya que, en tan largo período de tiempo, todos los hombres y las reses son descendientes, respectivamente, de todos los primitivos hombres y reses. Compensación, ¿comprende? En algún punto de la línea, otro antepasado suministra los genes que usted creyó haber eliminado.
- Razonando así, supongamos que retrocedo en el tiempo para evitar el asesinato de Lincoln. A menos que tomase minuciosísimas precauciones, habría probablemente ocurrido que algún otro disparase y se culpara a Booth, de todos modos.
- Esa elasticidad del tiempo es la razón de que se permita el viaje a través de él. Si usted quiere cambiar las cosas, tiene que ir derecho a ellas y trabajar con ahínco, generalmente.
Torció el gesto y prosiguió:
- ¡Adoctrinamiento! Se nos dice, una y otra vez, que si interferimos sin que se nos ordene, habrá un castigo para nosotros. No se me permite volver atrás y matar a ese rubiucho bastardo de Hitler en la cuna. Debo dejarle crecer, como lo hizo; desencadenar la guerra y matar a mi novia.
Everard cabalgó en silencio durante un rato. Solo oyó el crujido de la silla de cuero y el susurro de la alta hierba.
- Lo siento - dijo al fin -. ¿Quiere usted hablar de ello?
- Sí; aunque no hay mucho que contar. Ella servía en la W.A.A.F.; se llamaba Mary Nelson; íbamos a casarnos después de la guerra. Le cogió en Londres el 17 de noviembre del 44. Nunca olvidaré esa fecha. La mataron las bombas. Había salido a visitar a una vecina que vivía en Streatham, pues se hallaba de permiso, ¿comprende?, viviendo con su madre. La casa aquella fue derruida; la suya propia no sufrió ni un arañazo.
Las mejillas de Whitcomb estaban lívidas. Miraba ante él vagamente. Pero siguió, hablando para sí mismo:
- Va a resultar extraordinariamente duro... no retroceder unos años para verla por última vez... Solo verla nuevamente... No, no me atrevo...
Everard le puso una mano en el hombro, y ambos siguieron cabalgando en silencio.
***
En la clase progresaba cada uno a su ritmo, pero a un razonable término medio de marcha; así, pues, se graduaron todos juntos en una breve ceremonia, seguida de una gran fiesta en la que se concertaron muchas citas sensibleras para ulteriores reuniones. Después, cada uno regresó al mismo año de que había salido, al mismo día y a la misma hora. Everard aceptó la enhorabuena de Gordon, recibió una lista de agentes de su tiempo (algunos de los cuales desempeñaban puestos en sitios tales como las oficinas de información militar) y regresó a sus habitaciones. Más tarde pudo encontrar trabajo especialmente dispuesto para él, pero que - aunque a efectos del impuesto sobre la renta se denominaba «Consultor especial de la Compañía de Estudios de Ingeniería» - consistía tan solo en leer diariamente una docena de papeles, descifrando las indicaciones para un viaje en el tiempo (que le habían enseñado a interpretar) y en mantenerse dispuesto para una llamada.
Y entonces le llegó su primera tarea.

3
Despertaba una sensación especial leer los titulares de los periódicos y saber, poco más o menos, lo que iba a ocurrir. Aquel sistema, si quitaba crudeza a las impresiones, las hacía más tristes, porque se vivía una Era trágica. Everard llegó a compartir el deseo de Withcomb: retroceder y cambiar la Historia. Pero, naturalmente, el hombre es harto limitado; no puede mejorarse a si mismo, excepto raras veces; la mayoría de ellos lo echaría todo a perder. Aunque, volviendo atrás, se suprimiese a Hitler y a los jefes japoneses 37 soviéticos, quizá alguien más solapado ocuparía su lugar. Tal vez se renunciase al uso de la energía atómica, y acaso el espléndido Renacimiento en Venus no llegase a ocurrir. ¡El diablo que lo supiera!
Miró por la ventana. Brillaban luces en un cielo pálido; en la calle pululaban los automóviles v una apresurada multitud anónima; no podía distinguir desde allí las torres de Manhattan, aunque sabía que se alzaban, arrogantes, hacia las nubes. Y todo ello le parecía barrido por un torbellino que, procedente del pacífico paisaje prehumano donde había estado él, fluía hacia un inimaginable futuro Daneliano.
¡Cuántos billones de criaturas humanas vivían, reían, lloraban, trabajaban, esperaban y morían en su corriente!
Bueno... Suspiró, llenó la pipa y se volvió de espaldas. Un largo paseo no había calmado su inquietud; la mente y el cuerpo estaban impacientes por hacer algo. Pero ya era tarde y...
Se dirigió a su biblioteca y tomó un volumen al azar. Era una colección de relatos victorianos y eduardianos. Empezó a leer.
Una frase leída al acaso le llamó la atención. Era algo referente a una tragedia en Addleton y al singular contenido de una antigua tumba bretona. Nada más. ¡Hum!
¿Un viaje a través del tiempo? Sonrió para sus adentros.
Aún...
«No - pensó -. Eso es descabellado. »
No haría ningún daño el comprobar. El incidente se daba como ocurrido en el año 1894, en Inglaterra. Podía buscar la noticia en las columnas del Times. No tenía que hacer otra cosa. Probablemente era por eso por lo que le sorprendió tanto la noticia de aquel libro; por ello, su mente, nerviosa de aburrimiento, quería husmear en todo rincón admisible.
Cuando se abrió la biblioteca pública, ya estaba él esperando. El relato estaba allí; con fecha de 25 de junio de 1894 y días siguientes. Addleton era un pueblo de Kent, notable tan solo por una finca de estilo gótico perteneciente a lord Wyndham y por una tumba bretona de época ignorada.
El aristócrata, arqueólogo entusiasta, había hecho excavaciones en dicha tumba, asociado con cierto James Rotherhithe, un experto del Museo Botánico, que resultó ser pariente suyo. Lord Wyndham había descubierto una cámara funeraria, más bien mísera; unos pocos utensilios casi mohosos, v carcomidos huesos de hombres y de caballos.
Había también un arca en bastante buen estado, que contenía lingotes de un metal desconocido, que se suponía que era una aleación de plata o plomo. Cayó el lord mortalmente enfermo, con síntomas cíe un envenenamiento fatal; Rotherhithe, que apenas había mirado el arca, no fue afectado, y este indicio circunstancial sugirió la idea de que había suministrado a su noble pariente una dosis de algún misterioso brebaje asiático. Scotland Yard detuvo al hombre cuando, el día 25, murió el lord. La familia Rotherhithe contrató los servicios de un conocido detective privado, quien pudo demostrar por medio de hábiles razonamientos, seguidos de pruebas con animales, que el acusado era inocente y que una «emanación mortal» procedente del arca había sido la que causó la muerte. Arca y contenido fueron arrojados al canal. Enhorabuenas por doquier y todo se desvaneció en un final dichoso.
Everard permaneció sentado en la larga y silenciosa estancia. El relato no decía más. Pero era altamente sugestivo, por lo menos.
- ¿Por qué, pues, la Patrulla victoriana no había husmeado en el asunto? ¿O acaso lo había hecho?
Claro que no publicarían nunca los resultados. Era mejor enviar un memorándum.
Cuando volvió a su habitación tomó una de las pequeñas cajas mensajeras que le habían dado, escribió un informe y lo colocó dentro de la caja para enviarlo al puesto de control de la oficina de Londres en 25 de junio de 1894. Cuando, por último, pulsó el botón que hacía el envio, la caja se desvaneció a sus ojos con un leve murmullo del aire a su partida.
A los pocos minutos, regresó. La abrió Everard y sacó de ella una hoja limpiamente mecanografiada (pues por aquel entonces se había inventado ya la máquina de escribir); la deletreó con la rapidez que le habían enseñado. Decía:
«Muy señor mío: Respondiendo a la suya de 6 de septiembre de 1954, le acusamos recibo y elogiamos su diligencia. En efecto, el asunto no ha hecho sino comenzar, pero estamos muy ocupados actualmente en evitar el asesinato de S.M., así como con la cuestión balcánica, el comercio de opio (1890-22.370) con China, etc. Mientras no podamos arreglar estos asuntos y volver- al motivo de esta carta, interesa no despertar curiosidades que surgirían al estar en dos sitios a la vez, lo que podría ser notado. Por ello, apreciaríamos mucho que usted y otro calificado agente inglés vinieran en nuestra ayuda. Salvo noticia en contrario, los esperaremos en el 14 B de Oíl Osborne Road, el 26 de junio de 1894, a las doce de la noche. Créame, señor, su más humilde affmo. y obediente servidor.
J. Mainithethering.»
A esto seguía la indicación de las coordenadas espacio-temporales, un poco incoherentes tras tanta floritura.
Everard llamó a Gordon, obtuvo su conformidad y pidió un saltatiempos en el almacén de la Compañía. Luego envió una nota a Charlie Withcomb, que inmediatamente replicó, «¡Seguro!», y salió a recoger su vehículo.
Este recordaba un poco a las motocicletas, pero sin ruedas ni manillar. Tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard puso los cuadrantes para la Era de Withcomb, pulsó el botón principal y se halló en otro almacén. Estaba en Londres, en 1947. Permaneció sentado un momento recordando que, en aquellas fechas, él mismo, siete años más joven, aún estudiaba en los Estados Unidos. Después, Withcomb ocupó el sitio del conductor y estrechó la mano a Everard.
- ¡Me alegra verte de nuevo, muchacho! exclamó, y en su cara macilenta se encendió la sonrisa, curiosamente encantadora, que Everard había llegado a conocer tan bien -. Conque lo de Victoria ,¿eh?
- ¡Justo y cabal! ¡Anda, arranca! - y Everard se volvió a sentar. Poco después se encontraban de nuevo en otra oficina muy particular.
Miraron parpadeando en torno suyo. Hacía un efecto inesperado e imponente el mobiliario de roble, la gruesa alfombra, los flameantes reverberos de gas... Ya podía usarse la luz eléctrica, pero la importante casa Dalhousie & Roberts era conservadora y sólida. El propio Maínwethering se levantó de su asiento para saludarles. Era un hombre grande y pomposo, con pobladas patillas y monóculo. Pero tenía aspecto forzudo y un acento de Oxford tan cerrado que Everard apenas podía entenderle.
- Bien venidos, caballeros. Han tenido un excelente viaje, ¿no? ¡Oh, sí!... Lo siento. Ustedes, caballeros, son nuevos en el negocio. Un poco desconcertante, al principio. Me acuerdo lo que me chocó una visita que hice al siglo XXI. Aquello no era inglés, en absoluto. Sin embargo, solo es una res naturae, otra faceta del siempre sorprendente Universo. Deben excusar mi falta de hospitalidad, pero en este instante estamos tremendamente ocupados. Un fanático alemán que en 1817 aprendió d secreto del viaje en el tiempo de labios de un incauto antropólogo, robó una máquina y ha venido a Londres a asesinar a la reina. Tenemos una labor del demonio para descubrirle.
- ¿Y lo lograrán ustedes? - preguntó Whitcomb.
- ¡Oh, sí! Pero es un trabajo del diablo, caballeros, y aún más porque debemos operar secretamente. Me gustaría contratar a un investigador privado, pero el único disponible ahora es demasiado listo. Opera sobre la base de que, cuando se ha eliminado lo imposible, cualquiera que sea lo que quede, aunque parezca improbable, debe ser la verdad. Y el viaje por el tiempo no debe de parecerle demasiado improbable.
- Apostaré - replicó Everard - que es el mismo hombre que trabaja en el caso Addleton o que lo hará mañana. No importa; sabemos que probará la inocencia de Rotherhithe. Lo importante es que he estado husmeando en los antiguos tiempos bretones.
- Sajones, dirás - corrigió Withcomb, que había comprobado los datos por su cuenta -. Mucha gente confunde a los bretones con los sajones.
- Casi tanto como a los sajones con los de Jutlandia - arguyó, suavemente, Mainwethering -.
Kent fue invadido por Jutlandia, creo... ¡Ah! ¡Hum! Aquí están los papeles. Y fondos y vestidos..., todo preparado. A veces pienso que ustedes, los agentes del campo de batalla, no se dan cuenta del trabajo que nos toca hacer en las oficinas, hasta para la menor operación. ¡Ah, perdón! ¿Tienes ustedes plan de campaña?
- Sí - repuso Everard, empezando a despojarse de sus ropas del siglo XX -. Eso creo. Ambos conocemos bastante la Era Victoriana para salir con nuestro empeño. Yo, desde luego, seguiré como americano; ya veo que lo ha consignado usted en mis papeles.
Mainwethering parecía melancólico. Explicó:
- Si el incidente de la tumba dio lugar a una famosa obra literaria, vamos a tener aquí una lluvia de memorándums. El de ustedes fue el primero. Luego han llegado otros dos: uno de 1920 y otro de 1960. ¡Dios mío, cuánto desearía que me asignaran un robot secretario!
Everard luchaba con el embarazoso vestido. Le estaba bastante bien, pues sus medidas constaban en los ficheros de la oficina, pero hasta entonces no había apreciado la relativa comodidad de sus propias ropas. ¡Maldito chaleco aquel!
- Creo - dijo - que este asunto puede ser totalmente inofensivo, y, en realidad, así debió de ser, puesto que estamos aquí. ¿Eh?
- Así parece - replicó Mainwethering -. Mas supongamos que ustedes dos, caballeros, retornan a los tiempos de los jutlandeses y encuentran al merodeador. Pero fracasan al cogerlo. Quizá dispara antes que ustedes y quizá acecha a los que enviamos después. Entonces sigue adelante con su plan de hacer la revolución industrial o lo que sea que intente. La Historia cambia. Si ustedes, volviendo aquí antes de producirse tal cambio, vuelven como cadáveres, es como si no hubiésemos estado nunca juntos; como si esta conversación no se hubiera producido. Como dice Horacio..
- ¡No importa! - rió Whitcomb -. Investigaremos la tumba primero, y luego volveremos acá a ver qué conviene hacer.
Se inclinó para empezar a transferir su equipo de una maleta del siglo XX a un mamotreto gladstoniano de paño florido. Llevaba un par de pistolas, unos cuantos aparatos de Física y Química, no inventados aún en su tiempo, y una diminuta radioemisora para comunicar con la oficina en caso de emergencia.
Mainwethering consultó su guía de ferrocarriles Bradshau, y propuso.
- Pueden ustedes tomar el tren de las ocho y veintiocho; estarán en Charing-Cross mañana por la mañana. Se tarda cosa de media hora en llegar de aquí a la estación.
- Bien.
Everard y Withcomb volviéronse a su vehículo y desaparecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó instrucciones a su dependiente y se fue a casa.
A las siete y cuarenta y cinco ya estaba allí otra vez el dependiente, cuando volvió el saltador.

4
Aquella era la primera vez que Everard percibía la realidad del viaje en el tiempo. Ya lo había apreciado mentalmente y su impresión fue honda, pero para los sentidos resultaba nada más que exótica. Ahora, recorriendo un Londres para él desconocido, en un simón (no una trampa anacrónica para turistas, sino un vehículo polvoriento y maltratado), aspirando un aire que contenía más humo que el de una ciudad del siglo XX (aunque no de gasolina), viendo las multitudes (caballeros de levita y sombrero de copa, mugrientos peones, mujeres con faldas largas, y no simulados, sino personas reales que hablaban, sudaban y reían, atendiendo a sus ocupaciones), se convenció de que verdaderamente estaba allí. En tal momento, su madre aún no había nacido; sus abuelos eran dos jóvenes parejas que acababan de someterse al yugo: Grover Cleveland era presidente de los Estados Unidos, y Victoria, reina de Inglaterra; Kipling escribía sus obras, y las últimas revueltas indias en América aún no habían surgido. Para él, la impresión fue como un golpe en la cabeza. Withcomb lo tomó con más calma; pero sus ojos no se cansaban de contemplar la gloria de Inglaterra.
- Empiezo a comprender - murmuraba -. Nunca ha habido acuerdo sobre si esta época fue un período de innatural y asfixiante aglomeración y brutalidad ligeramente disimulada, o, por el contrario, la última flor de la civilización occidental antes que empezase a granar. Solo el ver a este pueblo me hace comprender que era todo lo bueno y lo malo que han dicho de él, porque su vida no era la que pudiese ocurrirle a un individuo aislado, sino a millones de vidas individuales.
- Seguro - admitió Everard -. Eso debe de ser cierto en todos los siglos.
El tren les fue casi familiar; no difería mucho de los vagones empleados por los ferrocarriles ingleses en 1954, lo que dio pie a Withcomb para una serie de observaciones sardónicas acerca de lo inviolable de las tradiciones. En un par de horas los dejó en una soñolienta estación pueblerina, entre jardines de flores esmeradamente cultivadas.
Allí tomaron una calesa para que los llevara a la hacienda de Wyndham.
Un guardia municipal cortés les admitió tras unas cortas preguntas. Los dos se hacían pasar por arqueólogos; Everard, de América, y Withcomb, de Australia, ansiosos de entrevistarse con lord Wyndham e impresionados por su trágico fin. Mainwethering, que parecía tener tentáculos por doquier, les había dado cartas de presentación procedentes de una bien conocida autoridad del Museo Británico. El inspector de Scotland Yard les permitió examinar la sepultura, diciendo: «EI caso está resuelto, caballeros; no hay más pistas, aunque mi colega no está conforme!... ¡Bah, bah!»
El detective particular sonrió agriamente y los vigiló con atención cuando se aproximaron al montón de tierra; era un hombre alto, delgado, de facciones aguileñas y al que acompañaba un individuo fornido, bigotudo y cojo, que parecía ser una especie de amanuense.
La sepultura era larga y profunda, cubierta de hierba, salvo en un lugar en que un profundo surco marcaba la entrada de la cámara mortuoria, cuyas paredes habían estado cubiertas de troncos groseramente escuadrados, y que hacía mucho tiempo empezaron a deshacerse; fragmentos de lo que fue madera yacían aún en el polvo.
- Los periódicos mencionaban algo sobre una arquilla de metal. ¿Podríamos echarle una ojeada?
El inspector asintió, complaciente, y los llevó a un anexo del edificio, donde estaban depositados sobre una mesa los hallazgos del comandante.
Excepto la caja, lo demás eran solo fragmentos de metal mohoso y huesos averiados.
- ¡Hum! - dijo Withcomb; y echó una mirada reflexiva a la lisa y desnuda superficie de la reducida arca, donde relucía con azulado reflejo alguna aleación indestructible aún no conocida, y añadió -: Muy inusitado. No tiene nada de primitiva. Casi se pensaría que ha sido hecha a máquina.
Everard se aproximó a ella con cautela. Tenía una idea bastante clara de lo que pudiese contener, y toda precaución era natural en un ciudadano de la llamada Era Atómica respecto a tales asuntos. Sacó un contador de su maletín y lo aproximó al artefacto; la aguja del cuadrante osciló, aunque no mucho, pero...
- ¡Interesante utensilio este! - exclamó el inspector -. ¿Puedo preguntar qué es?
- Un electroscopio experimental - mintió Everard, bajando la tapa del arca y poniendo el contador sobre ella.
¡Dios! Había allí radiactividad suficiente para matar a un hombre en un día. Una ojeada le mostró los pesados lingotes de apagado brillo antes de volver a echar la corredera.
- ¡Tengan cuidado con eso! - advirtió, trémulo -. Gracias al cielo, quienquiera que trajese tan diabólico cargamento pertenece a una Edad en que sabrán cómo cerrar el paso a las radiaciones.
El detective particular se les había acercado por detrás, silenciosamente.
Una mirada de cazador pareció observarse en sus agudas facciones.
- Así que ¿reconoce el contenido, señor? - preguntó con acento tranquilo.
_- Sí, así lo creo - repuso Everard. Y recordó que Becquerel no descubriría la radiactividad hasta dos años después, y que los mismos rayos X pertenecerían al futuro todavía un año. Prosiguió -: Sucede que... en territorio indio he oído hablar de un mineral como este y decir que es venenoso.
- ¡Interesantísimo!
Y al hablar así el detective comenzó a llenar una pipa de gran cazoleta, y añadió:
- Como los vapores de mercurio, ¿no?
- Así que Rotherhithe colocó esta arca en la sepultura, ¿no? - indagó el inspector.
- ¡No sea ridículo! Tengo tres clases de pruebas decisivas de que Rotherhithe es, en absoluto, inocente. Lo que me tiene perplejo ahora es la causa del fallecimiento de su señoría. Pero ¿y si, como dice este caballero, resultara que existía un veneno mortal enterrado en la ....... para escarmentar a los ladrones de tumbas? Me pregunto, sin embargo, cómo llegó hasta los viejos sajones un mineral americano. Quizá haya algo de cierto en esas teorías sobre viajes de los fenicios primitivos a través del Atlántico. He investigado un poco sobre una idea mía de que existen elementos caldeos en el lenguaje de los galeses, y esto parece confirmarla.
Everard se sentía culpable de lo que estaba haciendo con la disciplina arqueológica. Bueno; el arca iba a ser echada al canal y olvidada. El y Withcomb darían una excusa para marcharse lo antes posible.
Al regresar a Londres, cuando ya estaban solos en su departamento, el inglés sacó un mohoso pedazo de madera y explicó:
- Me eché esto al bolsillo en el túmulo. Nos ayudará a fechar el suceso. Alcánzame ese contador de radiocarbono, ¿quieres?
Metió el pedazo de madera en el aparato, giró unos mandos y leyó, en voz alta, la respuesta:
- Mil cuatrocientos treinta años, diez más o menos. El túmulo se hizo..., ¡hum! en el año 464, cuando los jutlandeses acababan de establecerse en Kent.
- Si estos lingotes resultan así de infernalmente activos después de tanto tiempo, me pregunto cómo serían en su origen - exclamó Everard -. Es difícil creer cómo puede compaginarse tanta actividad con una vida tan larga; pero más tarde, en el futuro, se harán descubrimientos sobre el átomo y su empleo que, en este período mío, ni se sueñan.
Cuando volvieron de informar a Mainwethering se entretuvieron haciendo visitas y recorridos, mientras aquel enviaba mensajes a través del tiempo y activaba la gran máquina que era la Patrulla.
A Everard le interesaba el Londres victoriano, le atraía a pesar de ser sucio y pobre. Withcomb captó una mirada abstraída en sus ojos y le oyó decir:
- ¡Me gustaría haber vivido aquí!
- ¿Sí? - le preguntó -. ¿Con la medicina y la odontología de estos tiempos?
- Y sin que cayesen bombas...
- Withcomb le miró, desconfiado.
Mainwethering lo tenía ya todo dispuesto cuando volvieron a la oficina. Allí, haciendo humear un puro, daba zancadas de uno a otro lado, con las manos a la espalda de su levita. Les leyó el informe:
- «Metal; ha sido identificado con gran probabilidad. Combustible isotópico, aproximadamente siglo XXX. Comprobación revela que un mercader del Imperio mg estuvo visitando, el año 2987, para permutar sus materias primas por síntrope, secreto que se había perdido en el Interregno. Naturalmente, tomó precauciones: se hizo pasar por un comerciante del Sistema Saturnino, pero desapareció, no obstante, como así mismo su lanzadera del tiempo. Cabe suponer que alguien, en el año 2987, descubrió su identidad y lo asesinó para robarle su máquina. La Patrulla fue informada, pero no encontró ni rastro de aquella. Finalmente, fue recobrada, de la Inglaterra del siglo XV, por dos patrulleros llamados..., ¡hum! Everard y Withcomb. »
- Si ya hemos triunfado, ¿por qué molestarnos más? - gruñó el americano.
Mainwethering pareció disgustado. Protestó:
- Pero ¡querido camarada, no han triunfado aún! La tarea está todavía sin terminar, según su sentido de la duración y el mío. Y, por favor, no tenga el éxito por logrado, simplemente porque la Historia habla de él. El Tiempo no es rígido; el hombre tiene libre albedrío. Si usted fracasa, la Historia cambiará y no registrará nunca su triunfo, ni yo le habré hablado de él. Eso es indudablemente lo que sucedió (si puedo decir «sucedió») en los pocos casos en que la Patrulla ha tenido un fallo. Tales cosas se están investigando aún, y si logra el triunfo, la Historia cambiará y siempre habrá habido éxito. Tempus non nascitur, fit, si puedo permitirme una ligera parodia.
- De acuerdo; no hacía más que bromear - se disculpó Everard -. Dejemos eso. Tempus fugit.
Y añadió una g de más, con premeditación maliciosa. Mainwethering dio un respingo.
Resultó que incluso la Patrulla sabía poco sobre el oscuro período en que los romanos habían abandonado Inglaterra, la civilización anglorromana se cuarteaba y los ingleses progresaban. Esto nunca había parecido tener importancia. La oficina de Londres para el año 1000 envió cuanto material poseía, además de una serie de vestidos que pudo recoger. Everard y Withcomb pasaron una hora inconscientes bajo la influencia del instructor hipnótico, para despertar hablando correcta y fácilmente el latín y varios dialectos sajones y jutlandeses, y con un conocimiento muy amplio de las costumbres.
Los vestidos eran engorrosos: pantalones, camisas y chaquetas de lana burda; capas de cuero y una interminable colección de encajes y cordones. Grandes pelucas de lino cubrirían sus modernos cortes de pelo; un afeitado minucioso pasaría inadvertido, aun en el siglo V. Withcomb llevaba un hacha, Everard, una espada; pero ambos confiaban más en las diminutas pistolas paralizadoras del siglo XXVI que llevaban ocultas bajo sus ropas. No les habían dado armaduras, pero el saltatiempos llevaba en una alforja un par de sólidos cascos de motorista, que no llamarían mucho la atención en una época de utensilios hechos en casa, y serían mucho más fuertes y cómodos que los verdaderos yelmos.
También los habían provisto de una merienda de viaje y un par de jarros de buena cerveza victoriana.
- ¡Excelente! - aprobó Mainwethering; y sacando un reloj de bolsillo, lo consultó -. Espero su vuelta a... ¿Les parece bien las cuatro? Tendré a mano unos guardias por si traen ustedes algún prisionero, y luego iremos a tomar el té.
Les estrechó la mano y termino:
- ¡Buena caza!
Everard montó en el saltatiempos y puso los controles en el año 464, en la tumba de Addleton y en una medianoche de verano. Luego dio marcha.


5
Había luna llena. El terreno aparecía enorme y solitario en una oscuridad selvática que ocultaba el horizonte. En algún lugar aullaba un lobo. El túmulo estaba aún allí; habían llegado tarde.
Elevándose por medio del mecanismo antigravitatorio, otearon a través del oscuro bosque. Había un caserío a algo más de un kilómetro de la tumba; una cerca de troncos rodeaba un puñado de pequeñas edificaciones en torno a un corral.
Bañado por la luz de la luna> aquello estaba muy tranquilo.
- Campos cultivados - observó Withcomb con voz apagada -. Los jutlandeses y sajones eran, principalmente, agricultores, ya lo sabes, y vinieron aquí buscando tierras. Puedes imaginar que los ingleses fueron expulsados de este terreno hace algunos años.
- Lo primero que hay que hacer - repuso Everard - es informarnos acerca de esta tumba. ¿Retrocedemos unos años más para localizar el momento en que fue construida? No; lo más seguro será investigar ahora, un poco más tarde, cuando haya pasado toda excitación. Puede ser mañana por la mañana.
Withcomb asintió y Everard hizo bajar el saltatiempo, escondiéndolo entre la maleza. Luego durmieron cinco horas.
Al despertar, el sol brillaba al Nordeste, el rocío relucía en las altas hierbas y los pájaros formaban una estrepitosa baraúnda.
Descendiendo de él, los agentes hicieron remontar su vehículo a fantástica velocidad, revoloteando a quince kilómetros del suelo, y luego lo hicieron regresar por medio de un diminuto transmisor de radio oculto en sus cascos.
Se aproximaron abiertamente al caserío, poniendo en fuga con la hoja de la espada y del hacha a los perros de aspecto salvaje que se les acercaban aullando.
Al entrar en el corral, lo encontraron sin pavimento, pero enteramente alfombrado de barro y estiércol. Un par de chiquillos pelirrojos y desnudos les miraron boquiabiertos, a la puerta de una cabaña de tierra y zarzas. Una muchacha que, sentada fuera, ordeñaba a una mísera vaquilla, lanzó un leve chillido; un labriego, fornido y cejudo, que alimentaba a sus cerdos, agarró una lanza.
Everard frunció la nariz; le hubiera gustado que algunos de los entusiastas del «Noble Nórdico» de aquel siglo hubieran podido ver a este ejemplar.
Un hombre de barba gris, con un hacha en la mano, apareció en la entrada del zaguán. Como todos sus contemporáneos, era varios centímetros más bajo que el promedio de los hombres del siglo XX. Los examinó con atención antes de darles los buenos días.
Everard sonrió cortésmente al decir:
- Me llamo Ufga Hundigsson y este es mi hermano Knubbi. Ambos somos mercaderes de Jutlandia y venimos aquí para comerciar en Canterbury (pero le dio su nombre de entonces: Cantwara-byrig). Vagando desde el sitio en que está fondeado nuestro barco, nos extraviamos, y tras caminar desorientados toda la noche, hallamos su casa.
- Me llamó Wulfnoth, hijo de Aelfred - dijo el labriego -. Entren y desayunen con nosotros.
El zaguán era grande, sombrío y humoso, lleno de una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, las esposas e hijos de estos; los rústicos que les servían y sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistió en grandes escudillas de madera llenas de carne a medio guisar, acompañadas de vasos de cuerno colmados de amarga cerveza. No era difícil entablar conversación allí; aquella gente era tan habladora como en otra época lo fueron los siervos aislados. Lo difícil era inventar relatos verosímiles de lo que ocurría en Jutlandia. Una o dos veces, Wulfnoth, que no era tonto, les pilló en renuncio, pero Everard aseveró con firmeza:
- Ha oído usted noticias falsas. Las noticias toman extrañas formas cuando cruzan el mar.
Quedó sorprendido viendo cuánta relación había aún entre las viejas comarcas, pero las conversaciones acerca del tiempo y las cosechas no diferían mucho de las que él oyera, en el siglo XX, en el Oeste Medio. Solo más tarde pudo deslizar alguna pregunta acerca de la tumba. Wulfnoth enarcó las cejas y su rolliza y desdentada esposa hizo un ademán de conjuro hacia un tosco ídolo de madera.
- No es bueno hablar de esas cosas - murmuró el jutlandés -. Quisiera que el brujo no estuviera sepultado en mis tierras. Pero era amigo de mi padre, que murió el año pasado, y nunca quiso consentir en otro arreglo.
- ¿Brujo? - y Withcomb abrió bien los oídos -. ¿Qué cuento ese?
- Bueno; también usted puede saberlo - gruñó Wulfnoth -. Era un extranjero, llamado Stane, que apareció en Canterbury hará unos seis años. Debía de proceder de muy lejos, pues no hablaba la lengua inglesa ni la bretona, pero fue acogido por el rey Hengisto y enseguida las aprendió. Hizo al rey excelentes aunque extraños regalos, y como era hombre hábil, el rey confió en él cada día más. Nadie osaba enojarle, porque poseía una vara que lanzaba rayos; se le había visto hendir las rocas, y una vez, en una batalla con los bretones, abrasó a los enemigos. Hay quienes le creen Wotan, pero no podía serlo puesto que murió.
- 10h, claro! - admitió Everard, sintiendo la comezón de la ansiedad -. ¿Y qué hizo mientras vivió?
- Dio al rey sabios consejos. Opinaba que nosotros, los de Kent, debíamos dejar de combatir a los bretones y considerarlos para siempre parientes nuestros, procedentes de la vieja patria; que más bien deberíamos concertar paces con los nativos. Su criterio era que con nuestra fuerza y su civilización romana podíamos, juntos, constituir un poderoso reino. Tal vez tenía razón, aunque yo, por mi parte, le veo poco provecho a todos esos libros y baños, para no hablar de ese sobrenatural Dios crucificado que tienen. Bien; como quiera que sea, le asesinaron unos desconocidos hará tres años y lo enterraron aquí, previos sacrificios y con algunas cosas de su propiedad que sus enemigos no le habían quitado. Le hacemos una ofrenda dos veces al año, y puedo decir que su espíritu no nos ha hecho ningún mal. No obstante, me siento algo inquieto cerca de él.
- Tres años, ¿eh? - suspiró Withcomb -. Claro.
Les costó una hora larga la despedida y Wulfnoth insistió en darles un muchacho para que les guiara hacia el río.
Everard, a quien no le agradaba andar tanto, gruñó e hizo bajar su vehículo. Al montar en él, junto con Withcomb, dijo gravemente al muchacho, que los miraba con ojos desorbitados:
- Sabe que has hospedado a Wotam y a Thor, los cuales velarán en adelante por tu pueblo y lo guardarán de mal.
Luego retrocedió tres años en el tiempo.
- Ahora viene lo más difícil - dijo, oteando el caserío, entre la noche. El túmulo aún estaba allí, pero el viejo brujo estaba vivo -. Es bastante fácil inventar un cuento de hadas para un niño, pero hemos de extraer su moraleja respecto a un pueblo grande y rudo para el cual nuestro hombre es la mano derecha del rey. Y además tiene un rayo destructor.
- Aparentemente, triunfamos o triunfaremos - dijo Withcomb.
- ¡Quia! Si fracasamos, Wulfnoth contará de nosotros otra historia dentro de tres años. Probablemente ese extranjero está aquí, y puede matarnos dos veces, con lo que Inglaterra, llevada de las Edades Oscuras a una civilización neoclásica, no llegará a evolucionar en nada que se parezca a 1894. Me pregunto qué juego es el del extranjero...
Elevó el aparato y lo lanzó en dirección a Canterbury. Un viento nocturno le daba en la cara. El caserío relucía cerca, en un soto. La luna blanqueaba sobre los muros romanos medio derruidos del antiguo Durovenum, moteados de negro por las paredes más nuevas de las guaridas jutlandesas de tierra y madera. Nadie osaría entrar allí tras la puesta del sol. El desayuno de hacía dos horas - tres años en el pasada - parecía no haberse tomado nunca; y Everard emprendió la ruta hacia la ciudad por una deshecha calzada romana. Por allí se hacía un animado tráfico, principalmente de granjeros que llevaban al mercado sus chirriantes carretas, tiradas por bueyes. Una pareja de guardias, de cruel aspecto, les daban el alto y les preguntaban sus propósitos. Esta vez eran agentes de un comerciante de Thanet, enviados allí para interrogar a los aldeanos. Los rufianes les miraban, impertinentes, hasta que Withcomb les alargó un par de monedas romanas; entonces envainaron las espadas y les permitieron pasar.
La ciudad se animaba y alborotaba en torno a ellos, pero de nuevo el olor de una pista impresionó a Everard. Entre los bulliciosos jutlandeses distinguía a ciertos anglo-romanos que desdeñosamente se abrían camino por la porquería y apartaban su raída túnica del contacto con aquellos salvajes. Habría sido cómico, si no fuese patético. Una posada, extraordinariamente sucia, ocupaba las ruinas, invadidas por el musgo, de lo que fue el hogar de un hombre rico.
Everard y Withcomb vieron que su dinero alcanzaba un gran valor allí, donde imperaba el cambio. Pagando varias rondas de bebidas consiguieron la información deseada. La sala de recepción del rey Hengisto estaba casi en medio del pueblo, y no era, en realidad, una sala, sino un viejo edificio, deplorablemente acondicionado bajo la dirección de Stane... «No es que nuestro bueno y valiente rey sea una marioneta..., no me interprete mal, extranjero... ; pero el mes pasado...»
Stane vivía en la casa próxima a dicha sala. Extraño personaje. Algunos decían que era un dios... Ciertamente, tenía un ojo para las muchachas...
Sí, se decía que era quien provocaba toda aquella charla de paz con los bretones. El que llegase tanto y tanto parásito cada día era para dejar a un hombre honrado sin gota de sangre.
- Claro que Stane es muy sabio, y yo no diría nunca nada contra él... Entiéndame: después de todo, puede lanzar el rayo.
* * *
- Así, pues, ¿qué hacemos? - preguntó Withcomb cuando volvían a su alojamiento -. ¿Ir a su casa y arrestarlo?
- No; dudo de que sea posible - confesó Everard, precavido -. He forjado una especie de plan, pero depende de que adivinemos lo que realmente se propone. Veamos de obtener una audiencia.
Mientras hablaba, sacó el jergón de paja que les servía de lecho y husmeó en él, para terminar diciendo:
- ¡Maldición! Lo que este período necesita no es literatura; ¡son polvos insecticidas!
La casa había sido cuidadosamente renovada; su blanco pórtico casi daba lástima, de limpio, entre la porquería que lo rodeaba. Dos guardias haraganeaban en la escalinata, vociferando, al llegar los dos agentes. Everard les largó unas monedas y una historia sobre un visitante que traía noticias de interés para el gran hechicero. Añadió:
- Dígale «El hombre de mañana». Es su santo y seña. ¿Entendido?
- No tiene sentido.
- Las contraseñas no necesitan tener sentido - replicó Everard con altivez.
El jutlandés juntó los talones y marchó, moviendo la cabeza tristemente. ¡Todas aquellas cosas nuevas!
- ¿Estás seguro de que eso es lo prudente? - preguntó Withcomb -. Ahora estará sobre aviso, ¿te das cuenta?
- También me la doy de que un V.I.P. no va a perder su tiempo charlando con un extraño. Hasta ahora no ha realizado nada permanente; ni aun se ha convertido en una leyenda durable. Pero si Hengisto hiciera una unión permanente con los bretones...
El guardia volvió, murmuró algo y los condujo escaleras arriba, cruzando el peristilo. Más allá estaba el atrium, habitación amplia, con modernas alfombras de piel curtida, solada de pedacitos de mármol y mosaicos descoloridos. Un hombre, en pie, esperaba ante un rudo lecho de madera. Al entrar ellos, levantó la mano, y Everard vio que empuñaba el delgado cañón de un aniquilador radiante del siglo XXX.
- Conserven sus manos a mi vista y no las acerquen a los costados - ordenó suavemente el hombre -. De lo contrario, tal vez tenga que despedazarlos con un rayo.
* * *
Withcomb hizo una aguda y aterrada aspiración, pero Everard se esperaba ya algo de esto. Aun así, sintió frío en el estómago.
El brujo Stane era un hombre pequeño, vestido con una hermosa túnica bordaba, que debía de proceder de alguna ciudad inglesa. Su cuerpo era delgado, su cabeza grande, y sus facciones de una fealdad más bien atrayente, bajo un mechón de cabellos negros. Un gesto de tensión contraía sus labios.
- ¡Regístrales Eadgard! - ordenó -. Saca todo cuanto lleven en sus vestiduras.
El cacheo del jutlandés fue torpe, pero encontró las armas que llevaban ocultas y las arrojó al suelo.
- Puedes marcharte - le mandó Stane.
- ¿No le ofrecen peligro, excelencia? - preguntó el soldado.
-¿Con esto en la mano? - gruñó Stane -. No; vete.
«Por lo menos, nos quedan un hacha y una espada - pensó Everard -, aunque de poco van a servirnos cuando "eso" nos apunte.»
- Así, ¿que vienen ustedes del mañana? - murmuró Stane. Y un repentino y leve sudor brilló en su frente -. Denme noticias de él. ¿Hablan ustedes el inglés moderno?
Withcomb abrió la boca para responder; pero Everard, jugándose la vida, improvisó la contestación.
- ¿De qué lengua habla?
- De esta.
Y Stane rompió a hablar en un inglés con un acento peculiar, pero cuyos giros se reconocían como del siglo XX.
- Yo necesito saber de dónde y de cuándo vienen ustedes; qué «intenciones» traen y todo lo demás. Denme esos datos o, de lo contrario, los condenaré a muerte.
Everard movió negativamente la cabeza.
- No - repuso en jutlandés - no le entiendo a usted.
Withcomb le echó una ojeada y luego se calmó, dispuesto a seguir la conducta del americano, cuya mente galopaba con el brío que le prestaba la desesperación, pues sabía que la muerte le acechaba al primer yerro que cometiera.
- En nuestros días - prosiguió - hablamos así. Y farfulló un párrafo en lengua hispanomejicana, estropeándolo cuanto se atrevió.
- Así que... una lengua romance.
Los ojos del brujo relucieron. El aniquilador tembló en su mano. Preguntó:
- ¿De cuándo son ustedes?
- Del siglo XX de la Era Cristiana, y nuestro país se llama Lyonnese y está situado más allá del océano occidental.
- ¡América! - pronunció entrecortadamente -. ¿La han llamado, siempre América?
- No; ni sé de qué me habla.
Stane temblaba inconteniblemente. Dominándose, preguntó:
- ¿Conocen la lengua romana?
Everard asintió. Stane rió nerviosamente y pro puso:
- ¡Hablémosla! ¡Si supieran ustedes lo cansado que estoy de este perruno lenguaje local!
Su latín era algo defectuoso, pero bastante fluido; evidentemente, lo había aprendido en su siglo. Balanceó su arma y añadió:
- Perdón por mi descortesía. Pero he de tomar precauciones.
- ¡Naturalmente! - confirmó Everard -. ¡Ah! Me llamo Mencius, y mi amigo, Juvenalis. Venimos del futuro, como ya ha sospechado usted. Somos historiadores y se acaba de inventar el viaje por el tiempo.
- Hablando con verdad, mi nombre es Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han oído ustedes... hablar de mi?
- ¿Y a quién? - replicó Everard -. Nosotros volvemos del futuro buscando a ese misterioso Stane, que parece ser una de las figuras señeras de la Historia. Sospechábamos que pudiera ser un viajero del tiempo, «Peregrinator temporis», esto es. Ahora sabemos...
- ¡Tres años! - Schtein empezó a pasearse febrilmente, balanceando el aniquilador en su mano -. Tres años llevo aquí. Si supieran con cuanta frecuencia me he desvelado, preguntándome si triunfaría... Díganme: su mundo, ¿vive unido?
- El mundo y los planetas - contestó Everard -. Ya hace mucho tiempo.
Interiormente, se estremeció. Su vida pendía de su capacidad para adivinar los planes de Schtein. Este preguntó:
- ¿Y son ustedes un pueblo libre?
- Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado hace las leyes y es elegido por el pueblo.
Había en la cara de gnomo de Schtein una expresión casi santa, que la transfiguraba. Exclamó:
- ¡Como yo lo he soñado! Gracias.
- Así, pues - aventuró Everard -, ¿volvió usted de su período a crear Historia?
- No - replicó Schtein -. A cambiarla.
Las palabras salían violentamente de sus labios, como si hubiera deseado hablar, sin atreverse a ello, durante muchos años.
- Yo también - prosiguió - era historiador. Por casualidad me encontré con un hombre que se hacía pasar por mercader, procedente de las lunas saturninas. Pero como yo había vivido ya allí, vi en seguida el fraude. Investigando, supe la verdad. Se trataba de un viajero del tiempo, procedente de un lejanisimo futuro. Deben comprenderme: la Edad en que yo viví fue terrible, y, como historiador psicográfico, comprobé que la guerra, la pobreza y la tiranía que, como maldiciones, nos abrumaban, no se debían a la innata maldad del hombre, sino a una simple relación de causa a efecto. La tecnología mecánica había surgido en un inundo encizañado, y las guerras se hicieron cada vez más destructoras. Habían surgido períodos de paz, y aun bastante largos, pero el mal estaba demasiado arraigado; los conflictos eran ya parte de nuestra civilización. Mi familia fue exterminada en un ataque venusiano. Yo no tenía nada que perder. Tomé la máquina del tiempo después de... disponer... de su dueño. La gran equivocación, a mi juicio, había sido retroceder a las Edades oscuras. Roma había unido un gran imperio en paz, y por la paz puede siempre surgir la justicia. Pero Roma se agotó con el esfuerzo y ahora se la apartaba. Los bárbaros invasores podían hacer mucho, porque eran fuertes..., pero se corrompieron rápidamente. Mas existe Inglaterra. Ha vivido aislada de la podrida estructura que fue la sociedad romana. Los germanos invasores son sucios y torpes, pero fuertes y deseosos de aprender. En mi historia se limitaron a exterminar la civilización británica, y luego, estando intelectualmente desamparados, se los tragó la nueva y deplorable civilización llamada occidental. Deseo que suceda algo mejor. No ha sido fácil. Les sorprendería a ustedes saber cuán duro resulta sobrevivir en una Edad diferente hasta abrirse camino, aunque se posean modernas armas y se hagan interesantes regalos al rey. Pero ahora el rey me respeta y crece la confianza que me otorgan los bretones. Puedo unir a los dos pueblos en guerra contra los pictos. Inglaterra será un reino, con la fuerza sajona y la cultura romana, lo bastante poderoso para rechazar a todos los invasores. El cristianismo es inevitable, pero velaré para que se mantenga en su verdadero sitio: el de educar y civilizar a los hombres sin encadenar sus inteligencias. En su momento, Inglaterra ocupará una posición que le permitirá posesionarse del Continente. Por último, creará un mundo. Yo permaneceré aquí lo bastante para poner en marcha la alianza contra los pictos y luego desapareceré, con promesa de volver. Reapareceré, con intervalos de unos cincuenta años, en los próximos siglos; seré una leyenda, un dios, para asegurar que continúen en el camino recto.
- He leído mucho sobre San Stanius - dijo Everard lentamente.
- ¡Y vencí! - gritó Schtein -. Di la paz al mundo.
Y había lágrimas en sus mejillas.
Everard se acercó. Schtein le apuntó al vientre con el aniquilador. No se fiaba de él aún por completo; Everard dio un rodeo y Schtein giró sobre sí mismo, para mantenerle cubierto. Pero estaba demasiado agitado por la aparente prueba de su triunfo para recordar a Withcomb. Everard lanzó una mirada a este por encima del hombro.
El inglés alzó su hacha. Everard se tiró al suelo. El aniquilador chirrió y Schtein gritó, porque el hacha le había destrozado un hombro. Withcomb dio un salto y se apoderó de su revólver. Schtein aulló, luchando por asestar su aniquilador sobre ellos. Everard saltó para evitarlo. Hubo un momento de confusión. Luego, el aniquilador funcionó de nuevo, y Schtein fue un peso muerto en los brazos de los otros. La sangre les empapaba las ropas al brotar de la horrible herida. Los dos guardias llegaron corriendo. Everard levantó su arma y accionó el disparador a toda intensidad. Una lanza arrojada le rozó el hombro. Hizo fuego dos veces, y dos corpulentas formas se abatieron. Estarían sin sentido varias horas.
Agachándose un momento, Everard escuchó. Un grito femenino surgió de las habitaciones interiores, pero nadie traspasó la puerta.
- Creo que nos lo hemos cargado - susurró.
- Sí - asintió Withcomb, mirando estúpidamente al cadáver tendido ante él. Ahora parecía patéticamente pequeño.
- Para él nada significa morir. Pero el modo es duro. Estaría escrito, supongo.
- Mejor ha sido así que comparecer ante un Tribunal de la Patrulla y ser desterrado del Planeta - dijo Withcomb.
- Técnicamente, al menos, era un ladrón y un asesino - comentó Everard -. Pero su sueño era algo grande...
- Y nosotros lo hemos desbaratado - terminó Withcomb.
- La Historia también lo habría hecho, probablemente. Un hombre solo nunca es lo bastante poderoso ni lo bastante sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a estos fanáticos bien intencionados.
- Y precisamente por eso los demás nos cruzamos de brazos y aceptamos las cosas como vienen.
- Piensa en todos tus amigos de 1947. No habrían existido nunca.
Withcomb se quitó la capa y trató de limpiar la sangre que cubría sus ropas.
- ¡Vámonos! - ordenó Everard dirigiéndose a la puerta trasera.
Una asustada concubina le observó con sus grandes ojos.
Tuvo que hacer saltar la cerradura de una puerta interior, que daba a una habitación en que había un modelo de lanzadera del tiempo tipo mg, unas pocas cajas con armas y repuestos, algunos libros... Everard lo cargó todo en la máquina, excepto el depósito de combustible. Debía dejarlo allí a fin de volver en el futuro y detener en su carrera al hombre deseoso de ser un dios.
- ¿Por qué no te llevas eso al almacén de 1894, en un par de horas? Yo montaré el saltador. Te espero en la oficina.
Withcomb, impasible, dirigió al otro una larga mirada. Luego, al ver que Everard le observaba, reaccionó:
- Conformes, viejo - sonrió y estrechó la mano a Everard -. Hasta luego. ¡Buena suerte!
Everard le contempló cuando entraba en el gran cilindro de acero. Resultaba extraño pensar que dentro de un par de horas estaría tomando el té en 1894.
Acuciado por la preocupación, salió al exterior y se mezcló con la gente. Charlie era un singular camarada.
Nadie le estorbó al dejar la ciudad y entrar en la espesura que la circundaba. Hizo retroceder y bajar el saltador del tiempo y, a despecho de la prisa por impedir que alguien viniera a investigar qué clase de pájaro había aterrizado, se bebió una jarra de cerveza. Lo necesitaba, en verdad. Luego echó una última ojeada a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.
Mainwethering y sus guardias estaban allí, como prometiera aquel. El oficial pareció alarmado al ver a un hombre que llevaba en sus ropas sangre coagulada, pero Everard lo tranquilizó con una explicación. Le costó tiempo el lavarse, cambiar de ropa y entregar un informe completo al secretario. Por entonces debía haber llegado Withcomb en un simón, pero no había ni señales de él.
Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió a Everard frunciendo las cejas.
- No ha venido aún - dijo -. ¿Podría haber fallado algo?
- No creo. Esas máquinas están hechas a prueba de tontos.
Y Everard contrajo los labios, añadiendo:
- No sé qué puede ocurrir. Quizá entendió mal y, en vez de volver, se fue a 1947
Un cambio de notas reveló que Withcomb tampoco estaba allí. Everard y Mainwethering se fueron a tomar el té. Cuando volvieron, aún no había señales de Withcomb.
- Mejor será que llamemos a la agencia de operaciones. Ellos pueden encontrarlo.
- No. Espere.
Y Everard quedó un instante pensativo. La idea llevaba algún tiempo germinando en su mente. Era tremendo.
- ¿Se le ocurre algo?
- Sí. Una especie de... - y Everard comenzó a ponerse el traje de la Epoca Victoriana...-. Déme mi traje del siglo XX, ¿quiere? Yo puedo encontrarle por mí mismo.
- La Patrulla querrá un informe previo de su idea e intenciones - objetó Mainwethering.
- ¡Al diablo con la Patrulla! - barbotó Everard.
Londres, 1944. La noche del temprano invierno había cerrado y un sutil viento frío soplaba por las calles, que estaban sumidas en las tinieblas. Se oía el estallido de una explosión y se veía arder un gran fuego, cuyas llamas, como enormes banderas rojas, flameaban sobre los tejados.
Everard dejó su saltador junto a la acera (nadie salía a la calle cuando caían las bombas V), y se orientó en la oscuridad; su ejercitada memoria recordó la fecha del 17 de noviembre; en tal día como aquel había muerto Mary Nelson.
Halló la cabina de un teléfono público en la esquina y ojeó la guía. Encontró un montón de Nelson, pero solo una Mary, en Streatham. Aquella seria, seguramente, la madre. Pero la hija podía llevar el mismo nombre. Ni siquiera sabia la fecha del estallido de la bomba, pero existían medios de averiguaría.
El fuego y el trueno rugían cuando salió. Se tiró al suelo, mientras crujían los cristales de la cabina que había ocupado. 17 de noviembre de 1944. El entonces joven Manse Everard, teniente de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, estaba aquel día en un lugar, más allá del Paso de Caíais, cerca de los cañones alemanes. No podía recordar exactamente dónde, ni se detuvo en ello. No importaba. Sabía que iba a sobrevivir a aquel peligro.
Un nuevo fulgor bailaba ante él cuando corrió hacia su vehículo. Subió a bordo y se lanzó hacia el cielo. Desde arriba, Londres semejaba una vasta oscuridad salpicada de llamas. «Noche de Walpurgis» y todo el infierno suelto sobre la Tierra. Recordaba bien Streatham; triste montón de ladrillos habitado por dependientes, verduleros y artesanos; la auténtica pequeña burguesía que luchara contra la fuerza que conquistaba Europa hasta conseguir detenerla. Allí había vivido una muchacha en 1943, que luego se casó con otro.
Deslizándose agachado, trató de encontrar la casa. Surgió un volcán no lejos de allí. Su vehículo se tambaleó en el aire con tal violencia, que casi le despidió del asiento. Al acercarse a la plaza vio un casa derruida, aplastada y llameante, a solo tres manzanas de la que habitaban los Nelson. Había llegado demasiado tarde. No. Comprobó el tiempo; las diez y media, y retrocedió dos horas. Aún era de noche, pero la casa, luego derruida, permanecía en pie en la oscuridad. Por un momento, deseó advertir a los de dentro. Pero no lo hizo. En torno suyo moría la gente y él no era Schtein para tomar la Historia sobre sus hombros. Suspiró amargamente, descendió de su vehículo y traspasó la verja. Tampoco era él un maldito daneliano. Llamó a la puerta y le abrieron. Una mujer de edad mediana le miró en la oscuridad, y él comprobó la extrañeza que le causaba ver allí a un americano sin uniforme militar.
- ¡Perdone! ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?
- Pues... sí - repuso ella, dudosa -. Vive cerca de aquí. Volverá pronto. ¿Es usted amigo suyo?
Everard asintió, añadiendo:
- Me envía ella con un recado para usted, señora...
- Señora Enderby.
- 10h, sí! Señora Enderby. Soy terriblemente olvidadizo. Mire, señora Enderby: la señorita Nelson me encargó le dijera que lo siente mucho, pero que no puede venir. En cambio, los cita a ustedes y a toda su familia a las diez y media.
-¿A todos, señor? Pero los niños...
- Los niños también. Todos ustedes. Les tiene preparada una sorpresa especial que solo puede mostrar a ustedes. Así que han de estar allí todos.
- Muy bien, señor. Conforme, si ella lo dice.
- Todos ustedes, a las diez y media sin falta. Los veré allí, señora Enderby.
Everard saludó y marchó a la calle.
Había hecho lo que podía. Cerca de allí vivían los Nelson. Llevó su saltador tres manzanas más allá, lo aparcó en la oscuridad de una avenida, y se dirigió a la casa. Ahora era también culpable. Tan culpable como Schtein. Se preguntó a qué se parecería el destierro del planeta.
No vio huellas de la lanzadera mg, y esta era demasiado grande para estar oculta. Así que Charlie no había llegado aún.
Mientras llamaba a la puerta se preguntó qué consecuencias tendría el haber salvado a la familia Enderby. Aquellos niños crecerían, tendrían hijos; ingleses de clase media, sin duda, pero en algún sitio, en los siglos venideros, un hombre importante nacería o dejaría de nacer. Claro que el tiempo no era demasiado inflexible. Excepto en raros casos, el abolengo no importaba; solo eran decisivos el total conjunto de los genes humanos y la sociedad de los hombres. Aunque aquel día podía ser uno de los casos excepcionales.
Una joven le abrió la puerta. Era una linda chica, no llamativa, pero de aspecto agradable; llevaba un ajustado uniforme.
- ¿Señorita Nelson?
- Sí.
- Me llamo Everard. Soy amigo de Charlie Withcomb. ¿Puedo entrar? Tengo unas cuantas noticias algo sorprendentes para usted.
- Iba a salir - dijo ella, excusándose.
- No, no iba usted a hacerlo.
Aquello fue una equivocación. La chica se irguió indignada.
El rectificó:
- Lo siento. Por favor, ¿puedo explicarle?...
Ella le condujo a una desordenada y oscura sala, y le invitó:
- ¿Quiere sentarse? Le ruego no hable muy alto. Toda mi familia está durmiendo. Se levantan temprano.
Everard se acomodó. Mary se sentó en el borde del sofá, mirándole con sus grandes ojos. El se preguntaba si entre sus ascendientes no estarían Wrnfnoth y Eadgar. Sí; indudablemente lo estaban, después de tantos siglos. Quizá estuviese también Schtein.
- ¿Está usted en la aviación? - preguntó ella -. ¿Es ahí donde conoció a Charlie?
- No; estoy en Información. ¿Puedo preguntar cuándo le vio por última vez?
- Hace unas semanas. El está ahora destinado en Francia. Espero que la guerra acabará pronto. ¡Es tan estúpido por parte del enemigo obstinarse, cuando debían reconocer que están vencidos! ¿No es así?
Irguió la cabeza con curiosidad, añadiendo:
- Pero ¿qué noticias son las que usted tiene?
El comenzó a divagar, tanto como se atrevía, hablando de las condiciones de vida más allá del Canal. Era extraño estar allí sentado, charlando con un fantasma. Y sus juramentos le prohibían decirle la verdad. Quería hacerlo, pero cuando lo intentaba la lengua se le helaba en la boca.
.... y lo que cuesta conseguir una botella de tinto corriente...
- ¡Por favor! - le interrumpió ella -. ¿No le importaría ir al grano? De veras que tengo un compromiso esta noche.
- ¡Oh, lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Seguro! Ya ve usted, de este modo...
Una llamada a la puerta le salvó.
- Excúseme - murmuró ella, y salió a abrir más allá de las cortinas de oscurecimiento.
Everard la siguió. Ella retrocedió con un pequeño grito:
- ¡Charlie!
El la estrechó entre sus brazos, sin reparar en que la sangre del jutlandés le manchaba aún el traje. Everard entró en el vestíbulo. El inglés le miró con cierto horror. Solo dijo:
- ¡Tú!
Y echó mano a las armas. Pero Everard estaba ya alerta. Le dijo:
- ¡No seas tonto! Soy tu amigo. Quiero ayudarte. ¿Qué loco proyecto traías?
- Pues... impedirle a ella que saliera a la calle.
- ¿Y no crees que ellos tienen medios sobrados de localizarte?
Y Everard empezó a hablar en temporal, la única lengua posible delante de la asustada Mary.
- Cuando me separé de Mainwethering, este estaba ya entrando en vivas sospechas. A menos que hagamos esto bien, todas las unidades de la Patrulla van a ser avisadas. Tu error se rectificará, probablemente, matándola a ella y mandándote a ti al destierro.
- Yo.. .- Withcomb tragó saliva. Su cara era la estampa del miedo -. ¿Tú te irías, dejando que la mataran?
- No. Pero hay que ir con más cuidado.
- ¡Nos fugaremos..., retrocederemos, si es preciso, a la época del dinosaurio..., a un período alejadísimo!
Mary escapó de los brazos de su prometido. Abrió la boca para gritar. Everard le previno:
- ¡Cállese! Corre usted un gran peligro y estamos tratando de salvarla. Si no confía en mí, fíese de Charlie.
Y volviéndose hacia Charlie, prosiguió, en temporal:
- Mira, camarada: no hay sitio ni época en donde podáis ocultaros. Mary Nelson murió esta noche. Esto es historia. No existía en 1947. También es historia. La familia a quien ella iba a visitar estará fuera de su casa cuando caiga la bomba. Si tratas de escapar con ella, te pescarán. Es pura suerte que no haya llegado ya una fracción de la Patrulla.
Withcomb se esforzó en recobrar la serenidad.
- Supongamos que salto a 1948 con ella. ¿Cómo sabes que no ha reaparecido súbitamente? Quizá eso también es historia.
- ¡Hombre, no puedes! Inténtalo. Anda, dile que vas a hacerla saltar cuatro años al futuro.
Withcomb gimió:
- ¡Una indiscreción! Y he prometido bajo juramento...
- Sí; eres libre de abrir esa posibilidad ante ella, pero al proponérselo tendrás que mentir, porque no puedes evitarlo. Además, ¿cómo se las va a arreglar? Si permanece siendo Mary Nelson, se convierte en desertora de la W.A.A.F. Y si toma otro nombre, ¿dónde están su partida de nacimiento, registro escolar, libreta de racionamiento..., cualquiera de esos papelitos a que son tan aficionados los gobiernos del siglo XX? Eso no tiene arreglo, hijo.
- Entonces, ¿qué hacer?
- Enfrentarse con la Patrulla y desafiarla. Espera aquí un minuto.
Everard obraba con fría calma, sin tiempo para temer ni para vacilar. Ya en la calle, localizó su saltador, lo preparó para aparecer cinco años después, a pleno mediodía, en Picadilly Circus. Impulsó el mando principal, vio partir la máquina y volvió a la habitación. Mary sollozaba y temblaba en brazos de Charlie. ¡Pobres niños perdidos en el bosque!
Everard se los llevó al vestíbulo. Se sentó y preparó su arma.
- Bien. Esperemos algo más.
No tardó mucho en aparecer un saltador con dos hombres, que vestían uniforme gris de la Patrulla y llevaban las armas en las manos.
Everard los detuvo con el disparo de un débil rayo de su arma.
- ¡Ayúdame a atarlos, Charlie!
Mary temblaba, muda, en un rincón.
Cuando los hombres se despertaron, Everard estaba junto a ellos con una helada sonrisa.
- ¿De qué se nos acusa, muchachos? - preguntó en temporal.
- Creo que ya lo saben - dijo uno de los prisioneros calmosamente -. La oficina principal nos encargó de descubrirlos. Comprobando la próxima semana, encontramos que usted había salvado una familia destinada a morir. El registro de Withcomb indicó que había venido aquí a cooperar en el salvamento de esta mujer, que también había de fallecer esta noche. Es mejor que nos suelte, o será peor para usted.
- No ha cambiado la Historia. Los danelianos están aún allá arriba, ¿o no?
- Sí, claro; pero...
- ¿Cómo sabían ustedes que la familia Enderby tenía que morir?
- Su casa fue bombardeada y nos dijeron que la habían abandonado, porque...
- ¡Ah, pero el caso es que la abandonaron! Está escrito. Ahora bien: usted quiere cambiar el pasado.
- Pero esta mujer aquí...
- ¿Están ustedes seguros de que no es la Mary Nelson que vivió en Londres en 1850 y que murió, ya anciana, en 1900?
- Está usted intentando algo difícil. Pero no le valdrá. No puede usted luchar con toda la Patrulla.
- ¿Creen ustedes eso? Puedo dejarles a ustedes aquí para que los Enderby los encuentren. He preparado mi vehículo para surgir, en público, en un momento que solo yo conozco. ¿ Cuál va a ser entonces la Historia?
- La Patrulla tomará medidas correctivas..., como ya lo hizo usted en el siglo V.
- ¡Quizá! Pero yo puedo hacérselo mucho más fácil, sin embargo, si quieren escuchar mi apelación. Quiero ver a un daneliano.
- ¿Quée?
- Ya me han oído. Si es preciso, montaré ese saltador de ustedes y avanzaré un millón de años. Les haré ver cuánto más sencillo sería para ellos concedernos una tregua.
- No será necesario.
Everard giró sobre sí, ahogando un grito. El aniquilador se escapó de sus manos. No podía mirar a la forma que resplandecía ante sus ojos.
- Su apelación era ya conocida y estaba juzgada siglos antes que usted naciera. Sin embargo, era usted un eslabón necesario en la cadena del tiempo. Si usted hubiera fallado esta noche, no habría habido perdón. Para nosotros era cosa decidida que un Charlie y una Mary Wíthcomb vivieran en la época victoriana de Inglaterra. También lo estaba que esta Mary Nelson muriese con la familia Enderby, a quien visitaba en 1944, y que Charlie Withcomb había de vivir soltero y, por último, ser muerto en servicio activo con la Patrulla. La discrepancia fue advertida, y como la más ligera paradoja es una peligrosa debilidad en la textura espacio-tiempo, ha de ser rectificada eliminando uno u otro hecho, que no habrán existido jamás. Y ya he decidido cuál ha de ser.
Everard supo, allá en su agitado cerebro, que los patrulleros estaban súbitamente libres. Supo que su saltador había sido..., estaba siendo..., seria... arrebatado invisiblemente fuera de aquel momento que ahora se vivía. Supo que la Historia diría ahora: la W.A.A.F. Mary Nelson desapareció, probablemente muerta por una bomba cuando se dirigía a casa de los Enderby, muertos con ella al ser destruida; que Charlie Withcomb desapareció en 1947, probablemente ahogado. Supo que a Mary le fue revelada la verdad, juramentándola para no descubrirla a nadie, y que se la envió, con Charlie Withcomb, a 1850. Supo que ambos se abrirían paso en la vida, dentro de su propia clase media, pero se sentirían siempre extraños bajo el reinado de Victoria; que Charlie tendría siempre el recuerdo nostálgico de haber estado en la Patrulla, pero que, volviéndose a mirar a su mujer y a sus hijos, pensaría que él abandonarla no había sido un sacrificio tan grande, después de todo. Todo eso supo, así como que el daneliano se había ido.
Sin embargo, cuando se desvaneció la vertiginosa oscuridad de su cabeza v miró con clara percepción a los patrulleros, no sabía aún cuál iba a ser su destino.
- Venga - dijo uno de ellos -. Salgamos de aquí, antes que alguien se despierte. Le daremos un impulso hacia su año 1954, ¿no?
- Y luego, ¿qué?
El patrullero se encogió de hombros. Bajo su descuidada actitud se advertía la impresión que le produjo la presencia del daneliano.
- Diríjase al jefe de su sector. Se ha mostrado usted incapaz de una tarea fija.
- Entonces..., ¿estoy despedido?
- No se ponga dramático. ¿Creía usted que su caso era único en un millón de años que lleva trabajando la Patrulla? Para casos como el suyo hay un procedimiento habitual. Necesita usted más adiestramiento. Su tipo de personalidad va mejor con el servicio de agente libre; para cualquier siglo y lugar, doquiera y cuando quiera que se le necesite. Creo que le gustará.
Everard subió cansinamente al saltador. Cuando se apeó de nuevo, habían pasado diez años.

FIN

VALIENTE PARA SER REY 2ª parte de Guardianes del tiempo POUL ANDERSON




VALIENTE PARA SER REY

2ª parte de Guardianes del tiempo

POUL ANDERSON



1



Una noche de mediados del siglo XX, en Nueva York, Manse Everard se había puesto un raído traje de casa y estaba preparando unas bebidas. El timbre de la puerta le interrumpió. Lanzó un juramento. Lo que él quería ahora - después de varios días de fatigoso trabajo - no era compañía, sino seguir leyendo las antiguas narraciones del doctor Watson.

Bueno; quizá pudiera dominar aquel mal humor. Cruzó la estancia y abrió la puerta con expresión hosca.

- ¡Hola! - saludó fríamente.

Pero en el acto se sintió como si estuviera a bordo de una primitiva nave espacial que acabara de entrar en caída libre; ingrávido y desesperanzado bajo el brillo de las estrellas.

- ¡Oh! - exclamó -. No sabía... Entre.

Cynthia Denison se detuvo un momento, mirando al bar, por encima del hombro varonil. Había colgadas dos lanzas cruzadas y un yelmo con crines de caballo, pertenecientes a la Edad Aquea del Bronce. Eran oscuros y brillantes; increíblemente bellos. Trató de hablar con firmeza, pero no pudo.

- ¿Me puede dar un trago? ¿En seguida?

- ¡Claro que sí! - repuso él.

Apretó fuertemente los labios y le ayudó a quitarse el abrigo. Ella cerró la puerta y se sentó sobre una cama sueca, tan limpia y funcional como las armas homéricas. Sus manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minutos no cruzaron sus miradas.

- ¿Bebe aún whisky irlandés con hielo? - interrogó él.

Sus palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos y botellas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patrulla del Tiempo.

Sí - respondió ella -. Veo que recuerda.

Y su encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.

- Solo falto de aquí unos pocos meses - comentó él, a falta de otro tema -. Un tiempo entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.

Ella espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.

- Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y yo... Pero ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y lugares diferentes, desde que fuiste nuestro padrino?

La voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba en ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura - poco más de metro y medio -. Nunca solía poner mucha expresión en sus palabras. Pero se podía comprender que ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.

- ¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! - le intimó. Ella obedeció con voz un tanto estrangulada.

Everard le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una silla, sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apolillada chaqueta. Las manos le temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.

Había sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que llevase; Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio control.

Se atrevió a mirarla a la cara. No había cambiado. Su cuerpo era casi perfecto, de una delicadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados como el sol, caían sobre sus hombros; 105 ojos eran azules e inmensos, bajo las arqueadas cejas; los labios, como siempre, estaban un poco entreabiertos. No llevaba bastante pintura para que él estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en aquel momento parecía próxima a ello.

Everard se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:

- Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...

Ella se estremeció y, luego, dijo:

- Keith... ha desaparecido.

- ¿Eh?.. .- y Everard se sentó de golpe -. ¿En una misión?

- Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió hace una semana.

Dejó el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:

- La Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo. Ni siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.

- Judas... - murmuró Everard.

- Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán a menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado, pero usted nunca parecía estar en casa, y...

- ¡Claro! - le animó él -. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además, ustedes acababan de casarse...

* * *

«Después de haberlos yo presentado mutuamente, aquella noche, junto al Mauna Loa, bajo la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita como Cynthia Cunningbam, un simple peón recién salido de la academia y destinado en su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan a menudo como ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le impida usar sus aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la Viena de Strauss, o al teatro en el Londres de Shakespeare, o a visitar pequeños bares como el de Tom Lebrer, en Nueva York, o a jugar al tejo, o a esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que llegaran allá las primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de reunirse con ambos. Y de casarse después con la muchacha. »

Everard hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:

- Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o tres años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.

- ¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que viniera a visitamos.

- ¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.

La ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El rectificó, arrepentido:

- Lo siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos siempre extremadamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en una parrilla. ¡Diablos! Usted me conoce, Cyntbia; carezco de tacto, pero eso no significa nada. Soy responsable de la leyenda griega sobre una quimera, en la Grecia clásica. Me llamaban el «dilaiépodo», curioso monstruo con dos pies izquierdos, ambos en la boca.

Ella hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.

- Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con todas las otras profesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé exactamente lo que han hecho por Keitb..., y no es bastante. Se disponen a abandonarlo. ¡Manse, si usted no quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!

Se detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad de recobrar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith Dennison.

Nació en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró en Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conseguido 4 campeonato escolar de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies. Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado la fama si se hubiera tratado de otra guerra más popular. Y había que conocerle íntimamente de larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba con humorismo de temas generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando se lo daban, lo hacía sin alardes innecesarios.

«De seguro - pensó Everard - que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí raíces, y yo no. Era más estable, supongo. »

Licenciado al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y, al fin y al cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por fortuna, sus propios fines coincidían con los de la Patrulla, y se especializó en Oriente y Protohistoria Indoeuropea, llegando a ser, en todo, un hombre más importante que Everard.

El agente libre podía corretear tiempo arriba o tiempo abajo, por los recovecos del destino, socorriendo a los desventurados, arrestando a los delincuentes y guardando el orden en la combinación de los destinos del Universo; pero ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo en realidad sin una referencia? En Edades anteriores a los primeros jeroglíficos había habido guerras y expediciones, descubrimientos y hazañas, cuyas consecuencias afectaban a la totalidad del continuo espacio-tiempo. La Patrulla tenía que conocer todo aquello. Y esta era la tarea del especialista.

«Por encima de todo, Keith era amigo mío», pensó Everard. Y apartando la pipa de los labios, dijo:

- Bien, Cynthia; cuénteme lo sucedido.

2

La vocecilla sonaba ahora casi secamente; tanto era lo que la muchacha se dominaba.

- Había estado siguiendo la pista de las migraciones de los diversos clanes arios. Ya sabe que son muy oscuras. Hay que partir de un punto conocido de la Historia y trabajar hacia atrás. Para seguir esta última tarea, Keith tenía que ir al Irán en el año 558 antes de Jesucristo. Era cerca del fin del período medo, según me confié. Tenía que investigar entre la gente, conocer sus peculiares tradiciones, comprobarlas luego con las de otro más primitivo, etcétera. Pero usted debe de saber ya esto, Manse. Usted le ayudó una vez antes que nos conociéramos. El me lo contó.

- ¡Ah, sí! Solo le acompañaba en caso de dificultad - aclaró, en tono indiferente, Everard -. Estaba estudiando la emigración prehistórica de cierto grupo, desde el Don a las montañas del HinduKusch. Dijimos a sus jefes que éramos cazadores nómadas, les pedimos hospitalidad y acompañamos a la expedición varias semanas. Fue divertido. Recordaba estepas, inmensos firmamentos, un vertiginoso galopar tras los antílopes, una fiesta ante las hogueras del campamento y a una muchacha cuyo cabello tenía el olor dulciamargo del humo de leña. Durante un tiempo deseé haber vivido y muerto como uno de los hombres de aquella tribu.

Keith volvió solo aquella vez. Hay siempre muy poca gente de su especialidad en la Patrulla. ¡Son tantos miles de años a vigilar y tan pocas las vidas humanas dedicadas a ello! Ya había ido solo antes.

Yo siempre tuve miedo a dejarlo ir, pero él decía que... vestido como un pastor errante, sin nada que mereciera la pena de exponerse a un robo, estaría aún más seguro en las colinas iranianas que cruzando por Broadway. Pero ¡esta vez no lo estuvo!

- Ya comprendo - dijo rápidamente Everard -. El partió - ¿hace una semana, dice usted? - creyendo que lograría su informe, lo remitiría a su oficina de control y estaría aquí de vuelta el mismo día. Porque solo un tonto rematado dejaría consumirse su vida sin volver al lado de usted.

- Yo me apuré en seguida - comentó ella encendiendo otro pitillo en la colilla del anterior -. Me dirigí al jefe para preguntar por él. Le estoy agradecida porque se ocupé personalmente del asunto durante una semana, hasta hoy. La respuesta fue que Keith no había vuelto. La casa que centraliza los informes dice que nunca les llegó e1 de Keith. Comprobamos los registros de los cuarteles generales intermedios. Respondieron que... Keith no volvió jamás y que nunca se hallaron sus huellas.

Everard asintió, preocupado.

- Entonces - opinó - se ordenaría una búsqueda y el Cuartel General Principal tendría el informe.

Tiempo mudable aquel, hecho de un montón de paradojas, reflexionó por milésima vez. En el caso de un hombre perdido, no se obligaba a otro a buscarle si, en algún registro cualquiera, había un informe en que se afirmaba haberlo hecho ya. Pero ¿cómo, sino insistiendo en la búsqueda, se tenían probabilidades de hallarlo? Era posible retroceder, y así cambiar los hechos de tal modo que acabasen por encontrarle; pero, en ese caso, el informe que se archivaba recogía «siempre» solo el éxito, y únicamente los interesados conocían la primitiva verdad.

Todo podía resultar tan confuso, que no era sorprendente el que la Patrulla fuese minuciosa hasta en los pequeños detalles que no influían en la estructura general del hecho.

- Nuestra oficina notificó a sus agentes en el mundo del Antiguo Irán, y ellos enviaron una expedición investigadora - supuso Everard -. Como no conocían el sitio preciso en que desapareció Keith ni en el que ocultó su vehículo, no pudieron dar las coordenadas precisas.

Cynthia asintió.

- Pero lo que no puedo entender - prosiguió Everard - es por qué no encontraron la máquina después. Sea lo que quiera que aconteciese a Keith, al aparato debió de quedar por aquellos contornos, en alguna cueva o cosa así. La Patrulla tiene aparatos detectores que debían haber podido localizar el saltador, por lo menos, y entonces trabajar partiendo de allí hacia atrás y hallar a Keith.

Ella chupó el cigarrillo con tal violencia que se le contrajeron las mejillas, y replicó:

- Ya lo intentaron. Pero dicen que es una comarca salvaje, montañosa, difícil de explorar. Nada dio resultado. No encontraron sus huellas. Pudieron haberlo conseguido buscando de muy cerca, haciendo la labor kilómetro a kilómetro y hora por hora. Pero no se atrevieron. Aquel ambiente es peligroso. Gordon me enseñó el análisis. No pude comprender todos aquellos símbolos, pero me dijo que era un siglo muy peligroso para husmear en él.

Everard cerró su ancha mano sobre la cazoleta de la pipa. Su calor era reconfortante. A él, las eras peligrosas le inspiraban pavor.

- Ya entiendo - explicó -. No pueden buscar tan completamente como debieran porque ello debilitaría a los jefes locales y determinaría que obrasen desacordes cuando llegara la gran crisis. Pero, y si se hacen investigaciones locales, disfrazados entre la gente?

Varios expertos patrulleros lo han hecho; lo hicieron durante semanas. Pero los indígenas no les facilitaron nunca el menor indicio. Aquellas tribus son muy salvajes y desconfiadas; quizá temieron que nuestros agentes fuesen espías del rey de Media; y comprendo que no quisieran aquel régimen. No; la Patrulla no pudo hallar ni una huella. Y, de todos modos, no hay razón para pensar que aquello afectase en nada al registro. Creen que Keith fue asesinado y que su lanzadora se perdió. ¿Y qué diferencia - y, al decirlo, Cynthia se puso en pie de un salto -, qué diferencia marca un cadáver más en un sumidero como ese?

Everard se levantó también; ella se echó en sus brazos y él permitió que se desahogara. Por su parte, nunca creyó que hubiera mal en ello. Apenas había conseguido olvidarla algo, pero ahora vino a sus brazos y tendría que empezar a olvidarla de nuevo.

- ¿No pueden volver a registrar localmente? ¿No podrán retroceder una semana y advertirle que no vaya por allí? ¿Es eso mucho pedir? ¿Qué clase de monstruos produce su ley?

- Los hombres normales la hicieron. Si uno de nosotros - respondió Everard - volviera la espalda a su pasado, pronto estaríamos todos tan confundidos que ninguno de nosotros tendría una existencia real.

- Pero en un millón de años debe existir alguna excepción.

Everard no respondió. Sabia que existían, pero también que el caso de Keith Dennison no sería una de ellas. La Patrulla no estaba compuesta por santos, pero su gente no se atrevería a violar sus propias leyes para fines particulares. Soportaban sus pérdidas como cualquier agrupación, alzaban los vasos en honor a sus muertos y nadie retrocedía en el tiempo para estudiar cómo habían vivido.

Cynthia se separó de él, volvió a su bebida y la alejó de sí. Los rubios rizos revoloteaban en su cabeza cuando dijo, sacando un pañuelo que se llevó a los ojos:

- Lo siento, no quería criticar.

- Bien - repuso él.

Ella, mirando al suelo, sugirió:

- Podría usted intentar ayudarle, Everard. Los agentes regulares lo han dejado, pero usted podría probar.

Aquella era una apelación sin escape.

- Sí, podría - repuso -. Pero tal vez no triunfe. Los informes que se tienen demuestran que, de intentarlo, fracasaría. Y cualquier alteración del espacio-tiempo es censurada; aun siendo tan trivial como esta.

- Para Keith no ha sido trivial.

- Cynthia, es usted una de las pocas mujeres que se expresan así. La mayoría hubieran dicho: «No ha sido trivial para mí.»

Los ojos de ella captaron la mirada de él, y por un instante Cynthia quedó inmóvil. Luego susurré:

- Lo siento, Manse; no me daba cuenta. Creía que todo habría pasado, para ti, con el tiempo; que me habrías...

- ¿De qué estás hablando?.. - se defendió él.

- ¿No podrían hacer algo por ti los psicólogos de la Patrulla? - preguntó -. Quiero decir que así como nos acondicionan para no revelar a persona no autorizada lo de los viajes a través del tiempo, podrían, así mismo..., transformar a un individuo para...

- ¡Deja eso! - cortó rudamente Everard.

Por un rato mordisqueó la pipa. Al fin, exclamó:

- Bien. Tengo una o dos ideas propias, que no se han ensayado. Si de algún modo se puede rescatar a Keith, le tendrás aquí antes de mañana a mediodía.

- ¿Podrías transportarme ahora en tu saltador a ese momento, Manse?

Ella empezaba a temblar.

- Si - repuso él -, pero no quiero. Suceda lo que suceda, necesitarás estar descansada mañana. Te llevaré ahora a tu casa y te haré tomar un soporífero. Luego, volveré aquí a reflexionar sobre la situación. Vaya, no tiembles. Ya te dije que tenía que pensar.

- ¡Manse! - exclamó ella estrechándole la mano. Y él concibió una súbita esperanza, por la que se maldijo.



3





A fines del año 542 antes de Jesucristo, un hombre solitario bajaba de las montañas y entraba en el valle del Kur. Cabalgaba sobre un hermoso caballo castaño, aún más grande que la mayor parte de los de las tropas de caballería y que en cualquier lugar hubiera incitado al robo; pero el Gran Rey había impuesto el orden de tal manera en sus dominios, que podía afirmarse que una doncella cargada con un saco de oro podía viajar a salvo por toda la Persia. Tal era la razón de que Manse Everard hubiera escogido tal época para su salto en el tiempo; dieciséis años después que Dennison fuera destinado allí.

Otro motivo era el llegar mucho después de haberse calmado cualquier perturbación que el viajero en el tiempo hubiera, hipotéticamente, producido y por cuya causa hubiera muerto. Fuese cualquiera la verdad sobre el destino de Keith, era mejor aproximarse a ella indirectamente, ya que los métodos directos habían fallado.

Por último, según los informes de la Oficina del Medio Ambiente Aqueménide, parecía que el otoño del año 542 era la: primera época relativamente tranquila después de la desaparición. Los años de 558 a 553 habían sido aquellos turbulentos en que el rey persa de Anshan, Kuru-sh (aquel a quien el futuro llamaría Kaikhosru y Ciro), estuvo reñido con su señor Astiajes, rey de Media. Luego vinieron tres años en que la rebelión de Ciro y la guerra civil asolaron el Imperio, y los persas, por último, sometieron a sus vecinos del Norte. Pero Ciro, apenas victorioso, hubo de hacer frente a las contrarrevueltas y a las incursiones de los turanios tardó cuatro años en eliminar aquellos trastornos y extender sus dominios hacia el Este. Ello alarmó a los monarcas, sus colegas; y Egipto, Babilonia, Lidia y Esparta se coligaron para destruirle con el rey Creso, de Lidia, realizando una invasión en el 546. Lidia fue derrotada y anexionada, pero volvió a rebelarse y hubo de ser derrotada de nuevo; las turbulentas colonias griegas de Jonia, Caria y Licia tuvieron que ser pacificadas, y mientras sus generales hacían todo esto en el Oeste, el propio Ciro hubo de combatir en el Este para rechazar a los salvajes jinetes, que de otro modo habrían incendiado sus ciudades.

Ahora había un período de calma. Cilicia se rendiría sin lucha, viendo que las otras conquistas persas eran gobernadas con tal humanidad y tolerancia para las costumbres locales como el mundo no había visto jamás. Ciro dejó a sus nobles el cuidado de las fronteras y se dedicó a consolidar lo conquistado.

Hasta el año 539 no se reanudó la guerra con Babilonia ni se adquirió Mesopotamia, y, luego, Ciro tuvo otra época de paz, hasta que los salvajes de más allá del Aral se fortalecieron y el rey hubo de luchar contra ellos para destruirlos.

Manse Everard entró en Pasargadae con un florecimiento de esperanza. Y no porque la época en que entonces voluntariamente vivía indujese a tan floridas metáforas. Cabalgaba despacio, atravesando kilómetros y kilómetros, viendo a los campesinos armados de guadañas inclinarse cargando viejas carretas tiradas por bueyes, mientras el estiércol humeaba en los barbechos. Harapientos chiquillos se chupaban los dedos a la puerta de chozas de barro sin ventanas, y lo miraban pasar.

Un pollo escarbaba acá y allá, en la carretera, hasta que el veloz mensajero real, que le había alarmado, pasaba y lo mataba. Un escuadrón de lanceros pintorescamente ataviados con pantalones bombachos, armaduras escamosas, yelmos apuntados o empenachados y capas rayadas de alegres colores, galopaban junto a él, también polvorientos, sudorosos y cambiando entre sí sucios chistes. Los aristócratas poseían grandes casas con muros de adobe y hermosísimos jardines, pero eran pocas las que una economía como aquella podía sostener. Pasargadae era, casi en su totalidad, una ciudad oriental, con calles retorcidas y fangosas, formadas por cabañas a cuya puerta se veían grasientas tocas y manchados trajes; chillones mercaderes en los bazares, mendigos exhibiendo sus llagas, comerciantes que conducían filas de astrosos camellos y sobrecargados burros, perros husmeando en montones de basura, música tabernaria que recordaba los maullidos de un gato en una lavadora, hombres que remolineaban los brazos y vomitaban maldiciones... ¿Qué había empujado a toda aquella chusma hacia el inescrutable Oriente?

- ¡Limosna, señor! ¡Limosna por el amor de la Luz! ¡Limosna, y Mithra le sonreirá!

- ¡Fíjese, señor! ¡Juro por la barba de mi padre que nunca hubo labor más hermosa, producto de una mano más hábil, que esta brida que le ofrezco a usted, el más afortunado de los hombres, por la ridícula suma de...

- ¡Por aquí, mi amo; por aquí, solo cuatro casas más abajo, el más hermoso mesón de toda Persia, digo poco, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos de pluma de cisne; mi padre sirve un vino que gustaría a un Devi, mi madre guisa un pilau cuya fama se extiende hasta los confines de la Tierra y mis hermanas son tres lunas de delicia, que usted puede obtener solamente por una simple...

Everard ignoró los infantiles corredores que clamoreaban a su lado. Uno de ellos le agarró de un tobillo; él, jurando, le asestó un golpe, y el chiquillo gimió sin reparo. Everard esperaba eludir la permanencia en una posada; los persas eran más limpios que la mayoría de la gente en esa época, pero aún habría allí bastantes insectos.

Trató de sobreponerse.

De ordinario, un patrullero siempre tenía un as en la manga, en forma de una pistola tronadora del siglo XXX, bajo la chaqueta, y una diminuta radioemisora para llamar a su lado al saltador antigravitatorio que tripulaba. Everard vestía un traje griego: túnica, sandalias y larga capa de lana; espada al cinto, casco y escudo, este colgado de la grupa del caballo..., y eso era todo; únicamente el acero resultaba anacrónico.

No podía recurrir a ninguna oficina local de los suyos, en caso de dificultad, pues aquella época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía la atención de los temporales; la unidad patrullera más próxima, el Cuartel General de aquel medio ambiente, estaba en Persépolis, a un siglo de distancia en el futuro.

Las calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las casas aumentando de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas. Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cuclillas, pues aún no se había discurrido la posición «en su lugar, descanso». Pero se levantaron y empuñaron cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.

- ¡Saludos - señor! ¡Que te ilumine un sol brillante!

La lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin dificultad de sus labios.

- Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis pobres relatos de viajero por tierras extrañas.

- ¡Ojalá vivas mil años! - repuso el guardia.

Everard recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro, eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la digna cortesía que fue común a su tipo a través de la Historia.

- Yo sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un...

- Peregrino de Atenas - aclaró Everard.

Aquella procedencia podía explicar su ancha contextura, ágil complexión y corto cabello.

Se había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los europeos eran aún lo bastante raros aquí para excitar el interés.

Se llamó a un esclavo para que avisara al mayordomo, quien, a su vez, envió a otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que robasen ninguna de sus pertenencias bajo aquel techo. La comida y bebida serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. «Estamos de suerte», se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes, vestidos frescos, dátiles y vino que trajeron a su habitación, amueblada austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de menos un cigarrillo...

Seguro que si Keith había, irremediablemente, muerto...

- ¡ Diablos y ranas purpúreas! - musitó Everard -. Es peor pensar en ello.

4

Después del crepúsculo, hizo frío. Se encendieron las lámparas con mucha ceremonia (el fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que el señor estaba servido. Everard le acompañéóa través de un largo corredor donde vigorosas pinturas murales reproducían el Sol y el Toro de Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuarto, brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros aguardaban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta interior.

Creso, de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mucho desde pocos años antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al modo persa.

- ¡Alégrate, peregrino de Atenas! - dijo en griego, y levantó la cara.

Everard le besó en la mejilla, como estaba indicado. Era un gesto simpático del anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en categoría, aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:

- Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.

- Esta solitaria comida no es por despreciarte - aclaró el ex rey -. Solo pensé.. - y al decirlo, dudaba -. Siempre me he considerado próximo pariente de los griegos y podíamos hablar de cosas serias.

- Mi señor me honra más de lo que merezco - respondió Everard.

Se cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando, Creso hacia una pregunta, sorprendentemente aguda; pero el patrullero pronto aprendió a evadirías.

- En efecto, los tiempos cambian; eres afortunado al vivir en el alba de una nueva Edad - decía Creso.

- Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso..., etcétera, etcétera - respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.

- Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey - proseguía Creso -. Si yo hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una simple fábula), no habría osado oponerme a él. Porque, sin duda alguna, es el Elegido.

Everard sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una nacionalidad menos temperante.

- ¿Qué me cuentas, señor? - preguntó - Sabía solamente que el Gran Rey era hijo de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages. ¿Hay algo más?

Creso se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de Everard había olvidado hacía tiempo.

- Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatriotas - dijo -: Astiages casó a su hija Mandana con Cambises porque sabia que los persas estaban inquietos bajo su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño, le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush (Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin preparación. Pero Harpago no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como un zagal de una majada. Cambises vivió aún veinte años sin engendrar otros hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su primogénito. Por último, murió sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y Astiages temió trastornos. Por esta época apareció Ciro, y, acreditada su identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los medos. Harpago, en Ecbatana, también tenía una cosa horrible que vengar: Astiages (en castigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más claramente?

Everard siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó:

- ¿Es eso verdad o murmuración infundada?

- La he confirmado a menudo desde que frecuento la corte persa. El mismo rey me lo aseguró, así como Harpago y otros directamente relacionados con ello.

El lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante; los persas d e alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de patrullero, pues aquella era la narración recogida por Heródoto que, con pocas variantes, podía leerse en el Shah Nameh y que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para dudar de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones usuales. Pero la tal fábula se contaba, con juramento, por testigos de vista! Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propósito. Después de proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo insinuar:

- He oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual, aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un poderoso mago, que hacía milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso anfitrión?

Y esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo buscó la patrulla. Y esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del saltador?

Por ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin, Keith hubiera sobrevivido, habría vuelto a la civilización.

- ¿Hace dieciséis años? - Creso se mesó la barba -. No estaba yo aquí entonces. Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos - pues fue cuando Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No, peregrino; nada sé de ello.

- He estado ansioso de hallar a esta persona - porque un oráculo...

- Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo - sugirió Creso -. Yo preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros

La conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.

Un esclavo condujo a Everard a su habitación, donde hallé, esperándole sonriente, a una agraciada muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía veinticuatro años; pero... al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo tacaños.

5

No mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrumpiendo su desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón de un capitán de aquella guardia a la que llamaban los «Inmortales». Los hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba destellando sobre las pulidas mallas.

- Le requiere el ciliarca - profirió el oficial, usando el título persa equivalente a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.

Everard permaneció silencioso un instante, considerando la situación.

Sus músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía excusarse alegando un compromiso previo.

- Escucho y obedezco - repuso -. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en correspondencia al honor que se me hace.

- El ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.

Un arquero centinela le ofreció las manos enlazadas, pero Everard se alzó por si solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.

Su tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el camino. Pero los «Inmortales» no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de ladrillo chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cortés gesto y subió por una escalera de mármol. Everard lo siguió, rodeado de guerreros que empuñaban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras chatas, enturbantados, atravesando una columnata roja y amarilla, que precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.

Allí, los «Inmortales» hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: «Lo que es bueno para ellos ha de serlo para ti», mientras besaba la alfombra persa. Un hombre que ocupaba un lecho ordenó:

- Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.

Los soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.

Everard se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.

El ciliarca, en quien Everard reconoció a Harpago, recordando lo dicho por Creso, se incorporó.

Destacando su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja, el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos cabellos color de hierro le llegaban hasta los hombros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cubierto de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriñaban al recién llegado.

- Bien - exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte -. Así que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana y mencionó las averiguaciones que estás haciendo. Como ello puede afectar a la seguridad del Estado, quisiera conocer exactamente qué es lo que buscas.

Se acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.

- Y puede suceder que si tu búsqueda es inofensiva, te preste mi ayuda en ella.

Tuvo cuidado de no emplear las fórmulas de costumbre para el saludo, de no ofrecer refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un interrogatorio.

- ¿Qué deseáis saber, mi señor? - preguntó Everard, imaginando ya la respuesta.

- Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pongas a inventar mentiras; habla.

- Mi señor - repuso Everard -, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna si descubría el paradero de un pastor que entró en Persia el..., ¡hum!, el tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor; vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.

- ¡Hum, hum!

El miedo se manifestaba en la mezquina estatura, y Harpago hizo la señal de la cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.

- ¿Qué has descubierto, además?

- Nada, gran señor. Nadie pudo decirme...

- ¡Mientes! - aulló Harpago -. ¡Todos los griegos son embusteros! Ten cuidado; hablas con ligereza de las cosas santas. ¿A quién más le has mencionado esto?

Everard observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso, que tenía el deber de proteger a su huésped, era desdeñable. Y la más sencilla defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa... después que las tenazas y el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.

«Pero ¿qué demonios coronados sabia?»

El peregrino seguía protestando:

- A nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.

Harpago respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo visiblemente los hombros:

- Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo, el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus pecados. Consultaremos sobre esto.

E hizo un signo al capitán.

- ¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!

¡El rey!

La palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:

- ¡Sí, el rey! El oráculo me dijo... que habría una señal y que luego debería llevar su palabra al rey de los persas.

- ¡Agarradle! - vociferó Harpago.

Los guardias se precipitaron a obedecerle. Everard se echó atrás, clamando por el rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran... Sus palabras llegarían hasta el trono, y... Dos hombres le arrinconaron contra la pared, levantando sus hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía a Harpago, incorporado en su lecho.

- ¡Lleváoslo y degolladle! - ordenó.

- Mi señor - protestó el capitán -, ha invocado al rey.

- ¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman. ¡Matadle!

- No; esperad. ¿No comprendéis que este traidor quiere impedirme decir al rey...? ¡Fuera, puercos!

Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado dispuesto a permanecer en prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara; pero después de aquello las cosas se precipitaban excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz. El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.

Los «Inmortales» atacaron. El hacha que Everard empuñaba sonó contra metal, lo hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de malla, al que hizo caer, y luego escaló un espacio abierto bajo la cúpula. Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo miserable era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y hacha chocaron. Everard trató de estrechar distancias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso. ¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!

- ¡Alto! ¡Esconded vuestros rostros! ¡El rey llega!

Por tres veces sonó una trompeta. Los guardianes se cuadraron en sus puestos, contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indignado a la puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó; más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la antesala, dejó caer también el hacha. Por un momento el ciliarca y él se echaron mutuamente el aliento a la cara.

- Así que... oyó mis palabras... y vino... en seguida - resolló Everard.

- Ten cuidado - le susurró el medo, acurrucado como un gato -. Te estoy observando. Si envenenas su mente, también tú probarás el veneno... o el puñal.

- ¡El rey! ¡El rey! - vociferaba el heraldo.

Everard se echó al suelo cerca de Harpago

Un piquete de «Inmortales» entró en la estancia y formó a los lados del lecho.

Luego, el propio Ciro entró ondeando los pliegues de su túnica al movimiento de su ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus manos, temeroso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.

La voz del rey resonó en el silencio, preguntando:

- ¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?

Everard aventuró una ojeada. Ciro era alto, ancho de hombros y esbelto de cuerpo, y parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era costumbre en Persia. Vestía lo más sencillamente posible, dada su posición.

- ¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?

- Soy yo, Gran Rey.

Levántate y dime tu nombre.

Everard se puso en pie y dijo en inglés:

- ¡Hola, Keith!



6

Las parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a los arqueros que los rodeaban, guardándolos. Keith Dennison, tendido en un banco, contemplaba la sombra de las hojas en el suelo y decía amargamente:

- Por fin podemos hablar a solas. El idioma inglés no se ha inventado todavía.

Calló un momento y luego prosiguió con voz ronca:

- A veces he pensado que lo más difícil de soportar en mi situación era el no tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escuchando... Espero que se achicharren sus queridas y leales almas.

- El aislamiento tampoco se ha inventado aún - le recordó Everard -. Y, de todos modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la Historia.

Dennison alzó su rostro fatigado.

- Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia - manifestó -; pero de seguro que para ella esto ha sido... Quizá no se le haya hecho muy largo..., una semana o dos, tal vez... ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?

- Los dejé en el saltatiempo - repuso Everard -. Me figuré que ya tendría bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encontrarte metido en esta aventura.

- Ni yo tampoco - se encogió de hombros Keith -. Ha sido la cosa más rematadamente fantástica. Las paradojas del tiempo...

- Pero ¿qué sucedió?

Dennison se frotó los ojos y lanzó un suspiro.

- Me encontré cogido en el engranaje de los intereses locales. ¿Sabes que, a veces, todo lo sucedido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño? ¿Existieron alguna vez cosas como la cristiandad, la música de contrapunto o la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero mencionar a toda la gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he de despertar... Bien; déjame que recuerde.

- ¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se nos avasalle - Dennison pestañeó -. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré «nosotros»? El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil. Entonces aparecí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie, y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región para desalentar las tentativas persas de provocar disturbios. Uno de sus exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noticia que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Naturalmente, la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre los soldados y luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en circunstancias notables. Su general era el mismo Harpago, el diablo más caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me ordenó hacer funcionar mi caballo de bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también influyó para que no lo encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de distancia, pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.

- ¡Buen trabajo! - comentó Everard.

- Yo conocía las órdenes que prohiben tal grado de anacronismo - y Dennison torció la boca -. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Harpago hasta que se me presentara una ocasión de escapar.

Everard le miró un momento con aire sombrío.

«Keith ha cambiado - pensó - no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le han influido más de lo que él mismo cree.» Exclamó:

- Si hubieses alterado el futuro, habrías arriesgado la vida de Cynthia.

- Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana parece!

Dennison se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló la verde pantalla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:

- Harpago echó venablos. Por un momento, pensé que me iba a matar. Me hizo salir de su presencia y atar como un pedazo de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores que no perdían nada con la repetición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel que la Historia había ya escrito. Ya ves:

Harpago sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cambises.

Everard asintió sin sorpresa y preguntó:

- ¿Qué le iba a él en ello?

- Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello, mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la verdad que tributan estos aristócratas iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro - aunque este resultase útil ahora -. Y la doble ironía era que Harpago las había cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia atrás, comprendo que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando vengarse, preparó una rebelión cuya jefatura me ofreció y yo la acepté - y Dennison sonrió equívocamente -. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derrotaban una y otra vez, pero, ¿sabes, Manse?, yo disfrutaba con todo eso. Esta no era como esas malditas guerras del siglo XX: estar en una madriguera preguntándote si el cerco enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí, especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus propias manos. Y yo siempre tuve aptitud para esa clase de cosas. Hemos luchado gallardamente.

Everard veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:

- Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a nuestros camellos, con la impedimenta, en vanguardia; la infantería, detrás, y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salieron de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!

Calló, miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:

- Lo siento. Me dejé llevar. De cuando en cuando, recuerdo que en nuestro mundo no fui un luchador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en torno mío y, lo que es aún peor, los heridos... Pero no pude evitarlo, Manse, he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto alguna vez una ciudad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de ellos o nosotros; y cuando nosotros conquistamos, no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres... ¡Por amor de Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?

Everard callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:

- No. Comprendo, y espero que no te hayas sentido demasiado solitario.

- Me acostumbré a ello - repuso cuidadosamente Dennison -. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas originales y es la única persona que se atreve a ganarme al ajedrez. Y, además, las fiestas, la caza, las mujeres.. - y mirando desafiador al otro -: Sí; ¿qué otra cosa querías que hiciera?

- Nada - contestó Everard -. Dieciséis años es mucho tiempo.

- Cassandane, mi mujer favorita, merece de veras cualquier cosa. Pero ¡Cynthia!... ¡Dios del cielo, Manse!.. - y Dennison se levantó y puso las manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza; que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:

- ¿Cómo piensas sacarme de aquí?

7

Everard se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza baja. Al fin, repuso:

- No veo cómo.

Dennison se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:

- Lo temía. Cada año temía más que si la Patrulla me encontraba alguna vez... Pero ¡tú tienes que ayudarme!

- ¡Te digo que no puedo! - y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió -: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.

- ¿Estás seguro? - arguyó Keith a su espalda.

- Me enteré bien de los hechos antes de saltar aquí - respondió Everard con las mandíbulas apretadas -. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió que obtuvimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los persas son, por lo menos, tan importantes como ellos.

- Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:

Persia fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus propias leyes; que pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente; que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito cristianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo, que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y permitirás a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las otras diez tribus. Aun cuando ahora sea decadente, el Imperio persa será una matriz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del siglo XX.

Y Everard se volvió a Keith:

- Si los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo los bosques de Europa, mientras América queda sin descubrir.. a tres mil años de este momento.

Dennison cedió.

- Sí - repuso -; ya lo pensé.

Paseó un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por minutos.

- Trece años más - murmuró, casi para sí mismo -. Dentro de trece años moriré en una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por otro, las circunstancias me obligarán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado a realizar, quieras o no, cuanto hice... Pese a todo lo que yo pueda enseñarle, sé que mi hijo Cambises resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar el Imperio. ¡Dios! - y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de su túnica.

- Perdóname - siguió -. Desprecio la autocompasión, pero no pude remediarlo.

Everard se sentó, evitando mirarle. Oyó el ronquido del aire en los pulmones de Dennison.

Por último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo en tono seco:

- Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.

- Puedo exponer tu problema al Cuartel general - dijo Everard con un dejo sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:

- Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servidumbre, concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades ilimitadas..., y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que resolverlo entre tú y yo.

Everard apretó las manos hasta clavarse las uñas.

- Me estás atormentando, Keith - declaró.

- Solo te estoy pidiendo que pienses en el problema. Y lo harás, ¡qué diablo!

De nuevo los puños se cerraron hasta sentir las uñas en la carne al oír el imperioso mandato del conquistador de Oriente. «El antiguo Keith jamás habría usado ese tono», pensó Everard, casi colérico. Luego, siguiendo en sus meditaciones, se dijo:

«Si tú no vuelves a casa; a Cynthia le digo que nunca lo harás, capaz será de venir aquí. Una chica extranjera más en el harén del rey no afectará a la Historia. Pero si antes de verla informo en el Cuartel general que el problema es insoluble (como lo es), entonces prohibirán el acceso al reino de Ciro y ella no podrá reunírsete.»

- Yo también he pensado en ello - murmuró Dennison, más calmado -. Conozco las consecuencias igual que tú. Pero mira; puedo enseñarte la cueva donde quedó mi máquina durante aquellas horas. Tú volverías a esos momentos, y cuando yo apareciese me prevendrías.

- No - replicó Everard -. No puede ser eso, por dos razones. Primera, y poderosa: que está prohibido por nuestras reglas. Cabría hacer una excepción, en diferentes circunstancias, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a suprimir completamente el futuro por complacer a un hombre.

«¿Y a una mujer? - siguió pensando -. ¿Lo haría yo? No estoy seguro. Creo que no. Sería más fácil que Cynthia ignorase los verdaderos hechos. Yo podría, usando mi autoridad de agente libre, mantener la verdad en secreto para los agentes inferiores, y solo decir a Cynthia que Keith había muerto irrevocablemente en circunstancias tales que nos obligaban a prohibir el acceso a esta época. Ella se afligiría cierto tiempo, pero es demasiado joven y sana para guardarle luto perpetuo. Desde luego, es una mala partida, pero... ¿sería más caballeroso a la larga dejar que viniese para permanecer en condición humillante y compartir a su Keith con lo menos media docena de princesas que se ve él obligado a desposar por razones políticas? ¿No resultaría preferible para ella una franca renuncia y una posibilidad de empezar nuevamente?»

- ¡Bien! - dijo Dennison, interrumpiendo las meditaciones -. Solo indiqué la idea para saber si era factible. Pero debe de haber otro camino. Mira, Manse: hace dieciséis años existió una situación de la que ha derivado todo lo que ha seguido, no por capricho, sino por la pura lógica de los hechos. Supongamos que yo no me hubiese dejado ver aquel día. ¿No podía Harpago haber encontrado otro supuesto Ciro? La identidad del rey no importa nada. Otro Ciro habría obrado de modo diferente al mío en mil detalles. Pero si no era tonto rematado o loco, y, por el contrario, fuera razonablemente capaz y honesto - concédeme al menos que yo lo sea -, entonces su carrera hubiera sido igual a la mía en todos los detalles importantes, los que llegan a reflejarse en los libros de Historia. Eso lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos fundamentales, el tiempo siempre vuelve a su propia forma. Las pequeñas diferencias se borran con los días o los años. Solo puede restablecerse la huella de los momentos claves y su efecto se perpetúa en lugar de desvanecerse. ¡Tú lo sabes!

Permite que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré... esta misma noche.

- ¿Dónde está tu saltatiempos?

Everard hizo un vago ademán.

- Colinas arriba.

Dennison se mesó la barba.

- No vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es prudente. No estoy seguro de poder contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.

- ¡Yo no he dicho...! - Exclamó Everard.

- No importa. No discutamos por eso - y Dennison suspiró -. Ve; vuelve a la época y mira lo que se puede hacer. ¿Quieres una escolta?

- No. No la creo necesaria. ¿Y tú?

- Tampoco. Hemos dado a este espacio más seguridad que tiene el Central Park.

- Eso no es decir mucho - y Everard le tendió la mano -. Ahora devuélveme mi caballo. Me disgustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado - Su mirada se encontró con la de Keith y añadió:

- Volveré. En persona. Sea cual fuere la decisión.

- Estoy seguro, Manse.

Salieron juntos, y juntos cumplieron las formalidades de informar a guardias y porteros. Dennison indicó la alcoba de palacio a cuya ventana - dijo - esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió lentamente del palacio.

Sentía vacío por dentro. En realidad, nada quedaba por hacer; pero había prometido regresar y comunicar la sentencia al soberano.

8

Mas tarde, aquel mismo día, estaba entre las colinas donde se alzaban los oscuros cedros; la carretera que hasta entonces había seguido, orillada por encrespados arroyos, se convirtió en una empinada vereda. Aunque árido, el Irán tenía en aquella época algunas selvas así. El caballo, fatigado, se abatió de cansancio, y Everard pensó en buscar alguna choza de pastor donde pedir alojamiento, para no dejarlo morir. Pero como había luna llena podía caminar hasta encontrar su saltador, antes del alba. Ni pensó en dormir. Sin embargo, una pradera de altas hierbas secas y maduras bayas le invitó a hacerlo. Tenía provisiones en las alforjas, vino en un odre y su estómago vacío desde el amanecer. Rió entre dientes, animó al caballo y se apeó.

Allá abajo, a lo lejos, en la carretera, algo relucía al sol naciente, entre una nube de polvo. Conforme lo observaba, aquello crecía. Eran varios jinetes acercándose con endiablada prisa. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿por qué por allí? La inquietud sacudió sus nervios. Se puso la cofia fruncida, se ajustó el casco sobre ella, embrazó el escudo y probó si su corta espada salía bien de la vaina. Sin duda la partida le vitorearía a su paso... Pero...

Ahora pudo ver que eran ocho hombres, montados en buenos caballos y cuya retaguardia conducía una remonta. Sin embargo, las bestias iban casi jadeantes, el sudor trazaba surcos en sus polvorientos flancos y las crines se pegaban a sus cuellos. Debían de haber corrido a rienda suelta. Los jinetes iban decentemente vestidos, con los usuales pantalones blancos, camisa, botas, capa y sombrero de alta copa y sin alas; no eran cortesanos ni soldados profesionales, sino tal vez bandidos. Sus armas eran sables, arcos y hondas.

Súbitamente, Everard reconoció al hombre de la barba gris que iba a la cabeza. ¡Harpago! Y, entre una cegadora niebla, pudo ver también que, aun para ser antiguos iranianos, sus perseguidores eran gente de muy rudo aspecto.

- ¡Vaya! - dijo a media voz -. ¡Bribones!

Puso atención en ello. No era ocasión aquella para temer, sino para pensar. Harpago no tenía para subir a aquellas alturas más motivos que capturar al peregrino griego. Seguramente en el plazo de una hora, valiéndose de espías y de chismosos, Harpago había sabido que el rey habló al desconocido en una lengua extraña, que le trató como a su igual y le permitió marchar hacia el Norte. Seguramente tardó el ciliarca más de una hora en forjar un pretexto para dejar el palacio, reunir a los rufianes adictos y salir a perseguirle. ¿Por qué? Porque Ciro había aparecido en aquellas tierras altas montando un aparato que Harpago codiciaba. No era tonto y nunca quedó satisfecho con la evasiva que oyera de labios de Keith. Parecía razonable que en alguna ocasión apareciera otro mago de la tierra de que procedía el rey, y esta vez Harpago no dejaría que la máquina aquella se le escapara tan fácilmente como la primera. Everard no esperó más. Solo distaban ya de él unos cien metros. Ya podía ver centellear los ojos del ciliarca bajo sus peludas cejas. Espoleó su caballo, haciéndole dejar el camino y lanzándolo a través del prado.

- ¡Alto! - aulló a su espalda una voz que él recordaba -. ¡Alto, griego!

Everard logró de su montura un cansado trote. Los cedros lanzaban amplias sombras en torno suyo.

- ¡Alto o disparamos! ¡Alto! Tirad, pero no lo matéis! ¡Derribad el caballo!

En la linde del bosque, Everard se deslizó de la silla al suelo. Oyó un colérico zumbido y unos veinte impactos. El caballo relinchó. Everard echó una ojeada en torno suyo, el pobre animal estaba tocado. ¡Vive Dios, que alguien pagaría por aquello! Pero, ahora, él era uno y ellos eran ocho. Se apresuró a meterse entre los árboles. Una flecha se clavó en un tronco, sobre su hombro izquierdo, y se enterró en la madera.

Corrió, agachado y en zigzag, y entró en una fría y olorosa penumbra. De cuando en cuando, una rama colgante le azotaba la cara. Podía haber utilizado más la maleza, empleando algunos trucos de los algonquinos pero, por lo menos, la suave tierra era silenciosa bajo sus pies. Los persas le habían perdido de vista. Casi por instinto habían tratado de cabalgar en la misma dirección. Chasquidos, crujidos y groseras interjecciones demostraban su acierto.

A pie le alcanzarían en un minuto. Se estrujó los sesos; percibió el débil rumor de una corriente de agua, y se dirigió a ella, trepando por una empinada cuesta sembrada de cantos, si bien pensé que sus perseguidores no eran inexpertas gentes de ciudad. Algunos de ellos eran, de seguro, montañeses, cuyos ojos podían leer las más oscuras señales de su paso. Había que cortar la pista; entonces podría ocultarse hasta que Harpago se fuera, reclamado por sus obligaciones en la corte.

Sintió enronquecérsele la respiración en la garganta. Tras de él sonaban voces en cuyos tonos pudo advertir la decisión, aunque no comprendía lo que decían. Y su sangre parecía latir en sus oídos...

Si Harpago había disparado contra el huésped del rey era porque en sus cálculos entraba que este no lo supiera nunca. Su propósito era capturarle, martírízarle hasta que revelase dónde dejó la máquina y cómo manejarla, y, por último, otorgarle una merced de acero.

« ¡Judas! - se dijo a sí mismo Everard -. He estropeado esta operación hasta convertirla en compendio de lo que no debe hacer un patrullero. Y lo primero que ha de hacer es no pensar tanto en cierta chica (que no le pertenece) como para descuidar las precauciones más elementales»

Había llegado al borde de la alta y húmeda orilla de un arroyo, que corría a sus pies valle abajo. Sus perseguidores le habían visto de lejos, pero sería un puro azar descubrir en el agua su ruta, que..., ¿cuál sería? Notaba el barro resbaladizo y frío cuando se arrastró por él. Mejor sería ir corriente arriba, pues así, además de acercarse a su aparato, haría creer a Harpago que trataba de volver hacia el rey.

Las piedras le lastimaban los pies y el agua los entumecía. Los altos árboles formaban un muro en la otra orilla y el cielo parecía una franja de techo azul que se oscurecía en ciertos momentos. Allá en lo alto se cernía un águila. El aire era cada vez más frío. Pero él tenía alguna suerte; el arroyo se retorcía como una culebra delirante, por lo que pronto habría borrado su pista.

«Marchará cosa de un kilómetro - pensó -, y quizá encuentre una rama colgante a que agarrarme para no dejar señal de mi paso en la orilla. Luego recogerá el saltador, subirá y pedirá ayuda a mis jefes. Sé perfectamente que no me la darán. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para asegurar su propia existencia y todo cuanto les importa? Por tanto, Keith quedará preso aquí, con trece años por delante hasta que lo maten los bárbaros. Pero Cynthia aún será joven dentro de trece años, y tras tan larga pesadilla de destierro y sabiendo de antemano la hora en que su marido ha de morir, se sentirá aislada, extraña en una era prohibida, sola en la atemorizada corte del loco Cambises II. No; he de ocultarle la verdad; retenerla en casa creyendo muerto a Keith. El mismo aprobaría esto. Y dentro de un año o dos volverá a ser feliz. Yo podría enseñarle a serlo.»

Se había detenido, observando cómo se desmoronaban las rocas a su paso, cómo su cuerpo se encorvaba y erguía alternativamente, cuán ruidosa era el agua. Luego llegó a un recodo y vio a los persas.

Dos de ellos vadeaban río abajo. Evidentemente, la captura significaba para ellos algo lo bastante importante para sobreponerse a sus creencias religiosas, que les vedaban profanar un río. Otros dos andaban por la orilla opuesta, ocultándose entre los árboles; uno era Harpago. Sus largas espadas silbaban en sus manos.

- ¡Alto! - clamaba el ciliarca -. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!

Everard permaneció quieto y callado, como un muerto. El agua bañaba sus tobillos. La pareja que se echó al río para enfrentársele parecía irreal, como metida en un pozo de sombras, con las oscuras caras como borrones; de forma que él solo veía las blancas vestiduras y el brillo de los sables.

Le dio un golpe el corazón; los perseguidores habían visto su huella en el arroyo. Se separaron, uno en cada dirección, corriendo, más rápidos sobre tierra firme que él podía hacerlo en el río.

Habiendo llegado más allá de su posible alcance, empezaron a retroceder más despacio, sin apartarse de la orilla, pero seguros de alcanzarle.

- ¡Cogedle vivo! - repitió Harpago -. ¡Si es preciso, rompedle las piernas, pero cogedle vivo!

- ¡Muy bien, avutarda, tú te lo has buscado! - exclamó Everard en inglés.

Los dos hombres que estaban en el agua echaron a correr, aullando. Uno de ellos tropezó y cayó de boca. El otro se dejó deslizar por la rampa que tenía a su espalda.

El barro era resbaladizo. Everard clavó allí el borde inferior de su escudo y se sujetó a este. Harpago se aproximaba con frialdad. Cuando lo tuvo a su alcance, la espada del viejo noble zumbó, golpeando de arriba abajo. Everard hurtó la cabeza y recibió el golpe en el casco, que retumbó. El filo del arma resbaló unos centímetros por el borde del escudo y le hirió levemente el hombro derecho. Sintió solo un arañazo, que desdeñó, porque le absorbía entonces la idea de vender cara su vida.

Se movió entre la hierba, alzando el borde del escudo para protegerse los ojos. Harpago se lanzó contra sus rodillas. Everard lo rechazó con su corta espada. El arma del medo silbó. A poca distancia, un asiático ligeramente armado no tenía probabilidad contra el hoplita, como la Historia iba a probarlo dentro de dos generaciones.

«¡Vive Dios! - pensó Everard -. Solo con que tuviese coraza y grebas podría apoderarme de los cuatro.»

Usó con habilidad su gran escudo, parando con él todo golpe y amago y procurando quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de su larga espada. El ciliarca reía sardonicamente entre sus grises patillas y brincaba fuera del alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego. Y le salió bien.

Los otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue aquel un ataque desordenado. Soberbios luchadores, individualmente, los persas desconocían la táctica del ataque en masas disciplinadas - que les destrozaría en Maratón y Gaugamela. Pero la lucha de cuatro contra uno, y este sin armadura, era insostenible. Everard se resguardó la espalda contra el tronco de un árbol. El primero de sus atacantes se le acercó imprudentemente y su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó al otro por encima del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que le causó a Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado rápidamente. El persa cayó al suelo, desangrándose; Everard lo miró, y al verlo exánime levantó los ojos al cielo.

Los persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les imposibilitaban el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero empujó con su escudo al adversario que se hallaba a la izquierda, lo que significaba exponer el costado derecho; pero como sus enemigos tenían orden de cogerle vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un tajo a los tobillos. Saltó él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la izquierda le amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su pantorrilla, pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su rojo brillante. Everard sintió que la pierna se le doblaba.

- ¡Así, así! - aplaudió Harpago -. ¡Hacedle pedazos!

Everard gruñó tras de su escudo.

- ¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo, después que le he hecho morder el polvo!

Aquello era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.

Tambaleándose, avanzó:

- Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que fuera más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza contra un solo griego?

Aun en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado de semejante modo. Harpago no había sido nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos eran sus ataques. El ciliarca escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la momentánea visión de unos salvajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó con sordo e inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que chocaran Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de su enemigo; hendió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica suelta y blanca ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la espada en su adversario. Luego la retiró con aquel giro, profesional y cruel, que hace mortales las heridas, y se volvió a tiempo de parar un golpe con su escudo. Por un instante, él y el persa compitieron en furia. De reojo vio que el otro adversario daba vueltas a su alrededor para cogerle por la espalda.

«Bueno - pensó de un modo vago - he matado al hombre peligroso para Cynthia.»

- ¡Teneos! ¡Alto!

La voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.

Harpago luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía gris.

- ¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a menos que...

Hizo a sus enemigos una señal con la cabeza. Everard bajó la espada, avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.

- Tú eres compatriota del rey - dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos labios -. No me lo niegues. Pero sábelo... Harpago, hijo de Khshavavarsha, no es un traidor.

El delgado cuerpo se irguió, imperioso, como ordenando a la muerte que esperara.

- Yo sabia la existencia de fuerzas celestes... o infernales... (no lo sé bien aún), que favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi provecho, sino en beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano, Astiages, el cual necesitaba un Ciro, a menos de consentir que el reino se despedazara. Después, por su crueldad, Astiages perdió el derecho a mi juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para nosotros también, honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo comprendes, paisano del rey?

Unos sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.

- Yo quería capturarte, coger tu aparato, aprender su uso y luego matarte, sí; pero no por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra patria, adonde sé que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé piadoso, puesto que tú también has de esperar merced.

- Lo seré - prometió Everard -; el rey se quedará.

- Está bien - suspiró Harpago -. Creo que dices verdad. No me atrevo a pensar de otro modo. Así, pues, ¿me he redimido - preguntó ansioso - del asesinato que cometí por orden de mi rey, dejando en la montaña a un niño indefenso y viéndole morir? ¿Me he redimido, paisano del rey? Porque fue la muerte de aquel príncipe lo que casi nos llevó a la ruina... pero encontré otro Ciro, y nos salvamos. ¿Me he redimido?

- Te has redimido - contestó Everard, preguntándose hasta qué punto podía él absolver. Harpago cerró los ojos.

- Entonces, déjame - dijo como el débil eco de una orden.

Everard le dejó en tierra y se hizo atrás cojeando. Los dos persas se arrodillaron junto a su jefe, realizando ciertos ritos. El tercer hombre volvió a su contemplación. Everard se sentó bajo un árbol, desgarró una tira de la capa y vendó sus heridas. La de la pierna necesitaría cuidados. Tenía que encontrar su saltatiempos. No sería divertido, pero ya se lo arreglaría, y pronto un médico de la Patrulla podría curarle en pocas horas con una ciencia médica ignorada en su época de origen.

Se dirigiría a cualquier oficina sucursal, de ambiente oscuro, porque en la del siglo XX le harían demasiadas preguntas a las que no podría contestar, pues si los superiores averiguaban sus propósitos, se los prohibirían, casi de seguro.

La solución se le había ocurrido, no como un cegador relámpago, sino como la fatigada conciencia de un conocimiento que, de fijo, estaba ya en su subconsciente hacía tiempo. Se echó hacia atrás conteniendo la respiración. Los otros cuatro persas llegaron y se les contó lo acaecido. Ninguno hizo caso a Everard, salvo en ocasionales miradas, en que luchaban el terror y la dignidad, e hicieron furtivos signos contra el mal. Levantaron a su difunto jefe, así como a los que le habían acompañado en la muerte, y los transportaron a la selva. Cerró la noche. Se oía el graznido de un búho.



9

El Gran Rey se sentó en la cama. Había escuchado un ruido tras las cortinas. Cassandane, la reina, se estremeció entre sueños. Una delgada mano le había rozado la cara. Pregunto:

- ¿Qué pasa, sol de mi cielo?

- No sé - contestó él.

Su mano buscó el arma que siempre ponía bajo la almohada.

La mano de ella se le posó a él en el pecho y murmuré, súbitamente alarmada:

- No, es mucho. Tu corazón bate como un tambor de guerra.

- Quédate ahí - le ordenó él, saltando del lecho. La luz de la luna resplandecía sobre un cielo de púrpura intenso, visible a través de la ventana, rasgada hasta el suelo. Lanzó una confusa mirada a un espejo de bronce pulido, sintiendo el frío aire sobre la piel desnuda.

Un objeto metálico y oscuro, cuyo ocupante agarraba dos manivelas y, ocasionalmente, oprimía los diminutos controles de un cuadro de mandos, se deslizó por la ventana como una sombra. Aterrizó en la alfombra sin un sonido, y su ocupante salió de él. Era un hombre corpulento, que vestía una túnica griega y un casco.

- ¡Manse! ¿Has vuelto?

- ¡Habla más alto! - le reprendió Everard, sarcástico -. ¿Crees que nadie puede oírnos? Espero que no se fijasen en mí. Me posé directamente en el tejado y me dejé deslizar suavemente por antigravitación.

- Hay guardias junto a la puerta - explicó Dennison -, pero no entrarán mientras yo no grite o toque este batintín.

- Bueno. Vístete.

Dennison soltó su espada y quedó inmóvil un instante. Luego preguntó:

- ¿Has encontrado salida?

- Quizá, quizá.

Everard apartó su mirada de Keith y sus dedos tabalearon sobre el cuadro de mandos de la máquina. Por fin dijo:

- Mira, Keith. Tengo una idea que puede resultar o no. Necesitaré tu ayuda para ponerla en práctica. Si resulta, puedes volver a casa. La oficina central de la Patrulla aceptará el hecho consumado y pasará por alto el quebrantamiento de algunas normas. Pero si falla, tendrás que volver a esta misma noche y seguir siendo Ciro toda tu vida. ¿Podrás hacerlo?

Dennison tembló de algo más que de frío. Respondió muy bajo:

- Creo que sí.

- Soy más fuerte que tú - explicó Everard rudamente -, y solo yo llevaré armas. Te volveré aquí por la fuerza. ¿Me obligarás a hacerlo? No; por favor.

- No lo haré - afirmó Dennison con un gran suspiro.

- Entonces, esperemos que las normas nos ayuden. Vamos, vístete. Te explicaré mi plan mientras viajamos. Di adiós a este año y confía en que no haya de ser «Hasta luego», porque si mi plan resulta, ni tú, ni yo, ni nadie volverá a verlo jamás.

Dennison, que se dirigía hacia un montón de ropas arrinconadas, para que un esclavo las retirase por la mañana, se detuvo y preguntó:

- ¿Qué?

- Vamos a volver a escribir la Historia - explicó Everard -. O quizá a restaurarla tal como habría sido antes. No lo sé. Ven; salta a bordo.

- Pero...

- ¡Rápido, hombre, rápido! Comprende que retrocedo al mismo día en que nos separamos, que en este momento me estoy arrastrando por las montañas con una pierna herida, con objeto de ayudarte. ¡Vamos, muévete!

La decisión se pintó en los ojos de Dennison. Sus facciones no eran visibles en la oscuridad, pero se le ovó decir, muy bajo y claro:

- Tengo que dar un adiós personalísimo.

- ¿A quién?

- A Cassandane. Ha sido mi mujer aquí durante, ¡Dios mío!, catorce años, me ha dado tres hijos, me ha cuidado durante dos enfermedades y en un montón de accesos de desesperación, y una vez, con los medos a nuestras puertas, sacó a las mujeres de Pasargadae en nuestro apoyo, ¡y los vencimos! Dame cinco minutos, Manse.

- ¡Conforme, conforme! Aunque temo que se tarde más en enviar a un eunuco a un cuarto y...

- Está aquí.

Everard quedó un momento como fulminado, pensando:

«Me esperabas esta noche y creías que podría llevarte junto a Cynthia. ¡Y ahora piensas en Cassandane!»

Y luego, cuando las yemas de sus dedos empezaron a lastimarse por lo fuertemente que asía el puño de su espada, rectificó.

«¡Oh, cállate, Everard! No seas tan moralista.» Ya volvía Dennison. Sin decir palabra, se vistió y trepó al asiento trasero del vehículo. Everard arrancó; instantáneamente, la habitación se desvaneció a sus ojos, y la luz de la luna les inundó ya sobre las lejanas colinas. Una ráfaga de aire frío los envolvía.

- ¡Y ahora, a Ecbatana!

- Everard encendió el proyector y ajustó los mandos según los rumbos marcados en su mapa.

Dennison preguntó:

- Ec... ¡Ah!, ¿quieres decir Hagmatan, la antigua capital de la Media?

En su voz se advertía el asombro.

- Pero ¡si aquel palacio es sólo una residencia de verano ahora!

- Me refiero a la Ecbatana de hace treinta y seis años.

- ¡Eh!

- Mira; todos los historiadores científicos estarán, en lo futuro, convencidos de que la historia de Ciro, tal como la relatan Herodoto y los persas, es pura fábula. Bien; quizá estén completamente en lo cierto. Quizá tus experiencias en el espacio-tiempo solo hayan sido ligeras desviaciones de aquellas que la Patrulla trata de corregir.

- Comprendo.. - contestó Dennison lentamente.

- Tú has estado bastantes veces en la corte de Astiages, mientras fuiste su vasallo, supongo. Muy bien; guiame. Buscamos al viejo mamarracho, con preferencia solo y de noche.

- Dieciséis años es mucho tiempo - dijo Keith.

- ¿Cómo?

- Si vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme ahora? Ven a buscarme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me sea familiar Ecbatana, pero...

- Lo siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos enviaría desterrados a otro planeta por correr tal riesgo.

- Bien; comprendo.

- Y tú - prosiguió Everard - no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo actual no hubiera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.

Accionó sus mandos. Keith se estremeció al exclamar:

- ¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!

- Ya llegamos - afirmó Everard, girando el conmutador principal.

Se hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edificaciones. Everard buscó en las bolsas. Dijo:

- Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del Medio Mohenjodaro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a menudo este tipo de disfraces.

El aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.

Dennison pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:

- Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.

El edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiempo de los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más próxima. Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia, especialmente porque entonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se cree en las píldoras de vitaminas, y, posiblemente, con más razón. Unas lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron aterrados. A la puerta del regio dormitorio sacó la espada y llamó con el pomo.

- Empieza a hablar, Keith - ordenó -. Tú conoces la versión meda del ario.

- Abre, Astiages - rugió Dennison -. Abre al mensajero de Ahuramazda.

Con cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció. Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosamente vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.

Everard oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo seguir, diciendo:

- ¡Oh vasallo inicuo; la cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees que tu menor pensamiento, aunque se oculte en la oscuridad que lo engendró, está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el omnipotente Ahuramazda permitirá un hecho tan vil como el que meditas?...

Everard no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba, probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.

«Aún está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté; hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene todavía cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como rey.»

- Sabe, Astiages - proseguía Keith - que ese niño, Ciro, es el favorito del cielo. Y el cielo es misericordioso; estás advertido de que si manchas tu alma con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!

Astiages se arrastraba con la cara pegada al suelo.

- ¡Vámonos! - concluyó Dennison en inglés.

Everard saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior. La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carretera y de una corriente de agua. Hacía frío y aullaba un lobo.

Hizo aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de extrañeza.

- Me pregunto.. .- dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña - si no habremos puesto demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.

- Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que le infunda confianza - arguyó Everard tratando de ser realista -. Pero no creo que sea necesario. Apartará sus manos del príncipe; pero cuando un vasallo se rebela, ¡bueno!, será... bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso... ¿No tiene el rey que presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?

- Sí. Vamos de prisa.

- La luz del sol brillaba ardiente sobre Pasargadae. Dejaron su vehículo oculto y anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que formaban una corriente, celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocurrido, pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron, concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la Historia no ha recogido.

Al fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e hicieron acatamiento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de Persia.

- Es más joven que yo murmuró Dennison -. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más bajo... Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.

- ¿Quieres quedarte a la fiesta? - propuso Everard.

- No - respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo -. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.

- ¡Eso! - pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un rescatador.

«Como si nunca hubiera sucedido...»

10

Keith Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía memoria del número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles, detalles... Trataba de dominar su temblor.

Cynthia en persona abrió la puerta al acercarse él.

- ¡Keith! - exclamó, casi interrogando.

El no pudo decir sino esto:

- Ya te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.

- Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, amor mío!

Le hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.

El miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.

El hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que tenía que reaprender. Y no sería fácil.

Ella levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había vivido con ella pocos meses. Cassandane le había llamado aquella misma mañana su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él quiso durante catorce años.

- ¡Oh, Keith! ¡Bien venido a casa! - dijo la voz aguda y breve de ella.

«¡A casa! - pensó él -. ¡Dios!»


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