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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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miércoles, 6 de febrero de 2013

VETERANO DE GUERRA Philip K. Dick


VETERANO DE GUERRA
Philip K. Dick



El viejo estaba sentado en un banco del parque, bajo el ardiente sol, y miraba a la gente que paseaba arriba y abajo.
El parque estaba limpio y bien cuidado. El césped relucía gracias al agua que proyectaban cien tubos de cobre brillantes. Un robot jardinero escardaba, arrancaba malas hierbas y recogía restos de basura, que introducía en su ranura de eliminación. Los niños corrían y gritaban. Parejas jóvenes se sentaban bajo el sol con las manos entrelazadas. Grupos de apuestos soldados deambulaban sin rumbo, las manos hundidas en los bolsillos, y admiraban a las muchachas desnudas que tomaban el sol alrededor de la piscina. Fuera de los límites del parque, los coches y las altas agujas de Nueva York brillaban y centelleaban.
El viejo carraspeó y escupió sobre los arbustos. El ardiente sol le irritaba; era demasiado amarillo y le provocaba oleadas de sudor. Por su culpa, era consciente de su barbilla sin afeitar y del ojo izquierdo que había perdido. Y de la fea cicatriz que había desgarrado la carne de una mejilla. Manoseó el micrófono que rodeaba su esquelético cuello. Se desabrochó la chaqueta y se enderezó, apoyándose contra las tablas metálicas del banco. Aburrido, solo y amargado, torció la cabeza y trató de interesarse en la bucólica escena de árboles, hierba y niños que jugaban.
Tres jóvenes soldados rubios se sentaron en el banco opuesto y empezaron a desenvolver las cajas de cartón en que llevaban la comida.
El viejo contuvo la respiración. Su corazón latió con rapidez y, por primera vez desde hacía horas, recobró la vida. Se sacudió su letargo y concentró su débil vista en los soldados. El viejo sacó su pañuelo, se secó la cara cubierta de sudor y les dirigió la palabra.
—Bonita tarde.
Los soldados levantaron la vista un momento.
—Sí —dijo uno.
—Han hecho un buen trabajo. —El anciano indicó el sol amarillo y las agujas de la ciudad—. Es perfecto.
Los soldados no contestaron. Se concentraron en sus tazas de café humeante y en el pastel de manzana.
—Casi me engañan —continuó el viejo, en tono quejumbroso—. ¿Pertenecen al equipo de siembra, muchachos?
—No —respondió uno—. Somos especialistas en cohetes.
El anciano aferró su bastón de aluminio.
—Yo estaba en demoliciones, en el antiguo escuadrón Ba-3.
Ningún soldado contestó. Susurraron entre sí. Las chicas de un banco cercano se habían fijado en ellos.
El viejo hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo algo envuelto en papel de seda roto. Lo desenvolvió con dedos temblorosos y se puso en pie. Cruzó el sendero de grava con paso vacilante y se acercó a los soldados.
—¿Ven esto? —Extendió el objeto, un pequeño cuadrado de metal centelleante—. Lo gané en el 87. Creo que fue antes de vuestra época.
Los jóvenes soldados demostraron un incipiente interés.
—¡Caray! —exclamó uno—. Es un Disco de Cristal... Primera clase. —Alzó la mirada en tono inquisitivo—. ¿Usted la ganó?
El viejo, orgulloso, emitió una risita entrecortada, mientras envolvía la medalla y la devolvía al bolsillo de la chaqueta.
—Serví a las órdenes de Nathan West, en el Gigante del Viento. No la conseguí hasta el asalto final. Recordarán el día que despegó nuestra flota...
—Lo siento —le interrumpió un soldado—. Somos muy jóvenes. Eso debió ocurrir antes de nuestra época.
—Claro —reconoció el anciano—. Han pasado más de sesenta años. Habrán oído hablar del mayor Perati, ¿verdad? ¿Recuerdan que desvió su flota de protección hacia una nube de meteoros cuando se preparaba para el ataque final, que el Ba-3 les contuvo durante meses, antes que nos aplastaran? —Lanzó una blasfemia—. Les mantuvimos a raya, hasta que sólo quedamos dos. Se precipitaron sobre nosotros como buitres. Y encontraron...
—Lo siento, abuelo. —Los soldados se levantaron, tomaron su comida y se dirigieron hacia el banco de las chicas. Éstas les observaron con timidez y expectación—. Ya nos veremos en otra ocasión.
El viejo regresó a su banco, enfurecido. Hizo lo posible por ponerse cómodo, frustrado. Blasfemó y escupió sobre los arbustos. El sol le irritó. Los ruidos de la gente y los coches le pusieron histérico.
Volvió a sentarse en el banco, con el ojo sano entornado y sus resecos labios deformados por una mueca de amargura. Nadie experimentaba el menor interés por un anciano decrépito y tuerto. Nadie quería escuchar los relatos de sus batallas. Nadie parecía recordar la guerra que todavía ardía como una hoguera en el cerebro decadente del viejo. Una guerra de la que deseaba hablar con todas sus fuerzas, si alguien le escuchaba.
Vachel Patterson detuvo el coche y puso el freno de emergencia.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo sin volverse—. Pónganse cómodos. Tendremos que esperar un rato.
La escena le resultaba familiar. Un millar de terrícolas, ataviados con gorras grises y brazaletes a rayas, recorría la calle, entonando lemas y agitando inmensas banderas, visibles a manzanas de distancia.
¡BASTA DE NEGOCIACIONES! ¡NEGOCIAR ES DE TRAIDORES!
¡LA ACCIÓN ES COSA DE HOMBRES!
¡DENLES SU MERECIDO!
¡UNA TIERRA FUERTE ES LA MEJOR GARANTÍA DE PAZ!
En el asiento trasero, Edwin LeMarr apartó sus cintas informativas y emitió un gruñido de sorpresa.
—¿Por qué nos hemos parado? ¿Qué sucede?
—Otra manifestación —dijo Evelyn Cutter. Se reclinó en el asiento y encendió un cigarrillo con expresión de hastío—. Igual que todas las demás.
La manifestación estaba en pleno apogeo. Hombres, mujeres y jóvenes que habían recibido permiso del colegio desfilaban con el rostro jubiloso, emocionado y encendido, algunos con emblemas, otros con toscas armas y uniformes improvisados. Más y más espectadores se iban congregando en las aceras a cada momento. Policías ataviados de azul habían detenido el tráfico de superficie. Contemplaban la escena con indiferencia,
esperando a que alguien se entrometiera. Nadie lo hizo, por supuesto. Nadie era tan idiota.
—¿Por qué no pone fin a esto el Directorio? —preguntó LeMarr—. Un par de columnas armadas y se acabaría de una vez por todas.
John V-Stephens, que iba sentado a su lado, soltó una fría carcajada.
—El Directorio lo financia, organiza, retransmite por televisión, y hasta reprime a los disidentes. Fíjense en esos policías. Esperan que alguien se entrometa.
LeMarr parpadeó.
—¿Es verdad, Patterson?
Rostros deformados por la ira se cernieron sobre el capó del Buick modelo 1964. Los guardabarros vibraron al compás del eco de los pasos. El doctor LeMarr guardó las cintas en su caja de metal y miró a su alrededor, como una tortuga asustada.
—¿Qué te preocupa tanto? —preguntó V-Stephens con voz áspera—. No te tocarán, eres un terrícola. Yo soy quien debería estar sudando.
—Están locos —murmuró LeMarr—. Todos esos mongólicos, cantando y desfilando...
—No son mongólicos —respondió con suavidad Patterson—. Creen a pies juntillas en lo que les dicen, como nosotros. El único problema es que les dicen mentiras.
Indicó una de las gigantescas banderas, una inmensa fotografía en tres dimensiones que oscilaba y ondulaba.
—La culpa es de él. Él es quien inventa las mentiras. Él es quien presiona al Directorio, quien azuza el odio y la violencia..., y quien lo sufraga con dinero.
La bandera plasmaba a un individuo de cabello cano, impecablemente afeitado, de expresión digna y severa. Un hombre culto, fornido, adentrado en la cincuentena. Bondadosos ojos azules, barbilla firme, un dignatario majestuoso y respetado. Su lema se destacaba bajo su hermosa reproducción, acuñado en un momento de inspiración.
¡SÓLO LOS TRAIDORES TRANSIGEN!
—Ése es Francis Gannet —explicó V-Stephens a LeMarr—. Un hombre estupendo, ¿verdad? —Se corrigió—. Mejor dicho, un terrícola.
—Parece un buen hombre —protestó Evelyn Cutter—. ¿Crees posible que una persona de apariencia tan inteligente tenga alguna relación con todo esto?
V-Stephens emitió una tensa carcajada.
—Sus blancas e inmaculadas manos están más sucias que las de cualquier fontanero o carpintero presente en la manifestación.
—¿Por qué...?
—Gannet y su grupo son propietarios de Industrias Transplan, la empresa que controla la mayor parte de los negocios de exportación e importación de los planetas interiores. Si mi pueblo y los marcianos logran la independencia, les harán la competencia. De momento, no hay nadie que les haga sombra.
Los manifestantes habían llegado a un cruce. Un grupo guardó las banderas y sacó garrotes y piedras. Gritó órdenes, indicó a los demás que les siguieran y se dirigieron hacia un moderno edificio, cuyos letreros de neón parpadeaban la palabra COLOR-AD.
—Oh, Dios mío —exclamó Patterson—. Van hacia la delegación de COLOR-AD.
Extendió la mano hacia la puerta, pero V-Stephens le detuvo.
—No puedes hacer nada. Además, ahí dentro no hay nadie. Siempre les avisan por anticipado.
Los manifestantes destrozaron los escaparates e invadieron la tienda. La policía contempló el espectáculo, con los brazos cruzados. Muebles astillados fueron arrojados a
la acera desde el interior del comercio. A continuación, siguieron archivadores, escritorios, sillas, monitores, ceniceros, incluso alegres carteles de la vida dichosa en los planetas interiores. Hilos de humo negro se elevaron cuando un rayo energético prendió fuego al almacén. Luego, los manifestantes salieron en oleadas, satisfechos y contentos.
La gente congregada en la acera contemplaba la escena con diversas emociones. Algunos parecían complacidos, otros expresaban una vaga curiosidad, pero la mayoría demostraba miedo y aflicción. Retrocedieron a toda prisa cuando los revoltosos de rostro feroz se abrieron paso brutalmente entre ellos, cargados con artículos robados.
—¿Lo ves? —dijo Patterson—. Los culpables son unos pocos miles, miembros de un comité que Gannet financia. Los que ven ahí delante son empleados de las fábricas de Gannet, que hacen horas extras. Intentan representar a la Humanidad, pero no es así. Son una minoría ruidosa, un grupo de fanáticos enloquecidos.
La manifestación empezó a dispersarse. De la sede de COLOR-AD sólo quedaban unas ruinas consumidas por el fuego. El tráfico se había detenido. Casi todo el centro de Nueva York había visto los llamativos lemas y escuchado sus gritos de odio. La gente empezó a desfilar hacia sus oficinas y tiendas, de vuelta a la rutina cotidiana.
Y entonces, los manifestantes vieron a la muchacha venusiana, acuclillada en un portal.
Patterson lanzó el coche hacia adelante. Cruzó la calle y subió a la acera, lanzado contra la masa. El morro del coche hendió la primera fila y los derribó como hojas. Los demás se estrellaron contra el chasis metálico y cayeron al suelo, una masa informe de brazos y piernas que se agitaban.
La muchacha venusiana vio el coche que se dirigía hacia ella..., y a los terrícolas sentados delante. El terror la dejó paralizada un momento. Después, huyó impulsada por el pánico y se mezcló con la turba que llenaba la calle. Los manifestantes se reagruparon y se lanzaron tras ella.
—¡Atrapen a la pies palmeados!
—¡Que los pies palmeados vuelvan a su planeta!
—¡La Tierra para los terrícolas!
Y agazapada bajo los lemas entonados, una siniestra corriente subterránea de lujuria y odio no verbalizados.
Patterson dio marcha atrás. Su puño golpeó salvajemente la bocina, lanzó el coche tras la muchacha, atravesó la masa de enloquecidos manifestantes y la dejó atrás. Una piedra destrozó la ventanilla posterior y una lluvia de cristales se derramó en el interior. La multitud se apartó, dejando paso libre al coche y a los alborotadores. Ninguna mano detuvo a la desesperada muchacha, que corrió entre los coches estacionados y los grupos de gente, jadeando y sollozando. Del mismo modo, nadie intentó ayudarla. Todo el mundo contemplaba la escena con ojos apagados, indiferentes, espectadores lejanos que presenciaban un acontecimiento al que eran ajenos.
—Yo la atraparé —dijo V-Stephens—. Frena delante de ella y le cortaré el paso.
Patterson adelantó a la muchacha y pisó el freno. La muchacha dobló la esquina como una liebre acosada. V-Stephens bajó del coche. Corrió tras ella cuando se lanzó de cabeza hacia los manifestantes. La tomó en volandas y la transportó al coche. LeMarr y Evelyn Cutter les arrastraron hacia el interior. Patterson aceleró.
Un momento después, dobló una esquina, atravesó un cordón policial y se alejó de la zona de peligro. Atrás quedaron los rugidos de la gente y el repiqueteo de sus pies sobre el pavimento.
—Todo ha terminado —repetía sin cesar V-Stephens a la muchacha—. Somos amigos. Mira, yo también soy un pies palmeados.
La muchacha estaba acurrucada contra la puerta del coche, las rodillas clavadas en el estómago, los ojos abiertos de par en par y el rostro crispado. Tendría unos diecisiete años de edad. Sus dedos palmeados acariciaban incesantemente el cuello de su blusa. Había perdido un zapato. Tenía la cara arañada, y el cabello oscuro desordenado. De su boca temblorosa sólo surgían sonidos vagos.
LeMarr le tomó el pulso.
—Su corazón está a punto de estallar —murmuró. Extrajo una cápsula de emergencia e inyectó un sedante en el tembloroso brazo de la muchacha—. Esto la tranquilizará. No ha sufrido daños. No lograron atraparla.
—Muy bien —murmuró V-Stephens—. Somos médicos del hospital de la ciudad, excepto la señorita Cutter, que se encarga de los archivos y las historias clínicas. El doctor LeMarr es neurólogo, el doctor Patterson es oncólogo y yo soy cirujano... ¿Ve mi mano? —Recorrió la frente de la joven con su mano de cirujano—. Soy venusiano, como usted. La llevaremos al hospital y permanecerá ingresada unas horas.
—¿Se han fijado? —estalló LeMarr—. Nadie levantó un dedo para ayudarla. Se quedaron mirando.
—Tenían miedo —dijo Patterson—. No quieren problemas.
—No pueden —declaró Evelyn Cutter—. Nadie puede evitar este tipo de problemas. No pueden quedarse mirando, cruzados de brazos. Esto no es un partido de fútbol.
—¿Qué va a suceder? —preguntó la muchacha.
—Será mejor que te vayas de la Tierra —dijo con calma V-Stephens—. Ningún venusiano está a salvo aquí. Vuelve a tu planeta y quédate hasta que la situación se tranquilice.
—¿Lo crees posible? —preguntó la chica con voz ahogada.
—Algún día. —V-Stephens le pasó los cigarrillos de Evelyn—. No puede continuar así. Debemos ser libres.
—Cuidado —advirtió Evelyn. Su voz adquirió un tono hostil—. Creía que estabas por encima de todo esto.
El rostro verde oscuro de V-Stephens se ruborizó.
—¿Piensas que puedo permanecer indiferente mientras mi pueblo es asesinado e insultado, y nuestros intereses ignorados para que rostros pastosos como Gannet se hagan ricos a costa de la sangre exprimida a...?
—Rostros pastosos —repitió LeMarr—. ¿Qué significa eso, Vachel?
—Es la expresión con que se designa a los terrícolas —contestó Patterson—. Escucha, V-Stephens, en lo que a nosotros concierne no se trata de tu pueblo y nuestro pueblo. Todos somos de la misma raza. Tus antepasados fueron terrícolas que colonizaron Venus, a finales del siglo veinte.
—Los cambios son alteraciones de adaptación menores —aseguró LeMarr a V-Stephens—. Aún podemos cruzar nuestras especies, lo cual demuestra que somos de la misma raza.
—Podemos, pero, ¿quién quiere casarse con un pies palmeados o un cuervo? —dijo Evelyn Cutter.
Nadie habló durante un rato. Mientras Patterson conducía el coche hacia el hospital, en el interior del automóvil reinaba una atmósfera tensa y hostil. La joven venusiana, acurrucada en un rincón, fumaba en silencio, con la vista clavada en el suelo que vibraba.
Patterson frenó en el punto de control y exhibió sus credenciales. El guardia indicó que podía continuar adelante. Patterson guardó la tarjeta en el bolsillo y sus dedos rozaron algo. Entonces, recordó de repente.
—Esto te distraerá —dijo a V-Stephens. Tiró el tubo cerrado al pies palmeados—. Los militares lo devolvieron esta mañana. Error administrativo. Cuando acabes se lo pasas a Evelyn. Iba destinado a ella, pero me picó la curiosidad.
V-Stephens abrió el tubo y sacó su contenido. Era una solicitud de ingreso en un hospital del gobierno, sellada con el número de un veterano de guerra. Viejas cintas manchadas de sudor, papeles rotos y mutilados por el paso de los años. Fragmentos grasientos de papel de plata que habían sido doblados miles de veces, guardados en un bolsillo de la camisa, colgados sobre un pecho sucio y cubierto de vello.
—¿Es importante? —preguntó V-Stephens con impaciencia—. ¿Nos deben preocupar las pifias administrativas?
Patterson detuvo el coche en el estacionamiento del hospital y paró el motor.
—Fíjate en el número de la petición —dijo, mientras abría la puerta del coche—. Cuando tengas tiempo de examinarlo, observarás algo extraño. El solicitante tiene una tarjeta de identidad de veterano..., con un número que aún no ha sido expedido.
LeMarr, estupefacto, miró a Evelyn Cutter y después a V-Stephens, pero no obtuvo ninguna explicación.
El micrófono del anciano le despertó de su amodorramiento.
—David Unger —repitió la metálica voz femenina—. Se le reclama en el hospital. Regrese al hospital de inmediato.
El viejo gruñó y se levantó con un esfuerzo. Aferró su bastón de aluminio y cojeó hacia la rampa de salida del parque. Justo cuando había conseguido dormirse, escapando del torturante sol y de las agudas carcajadas de niños, chicas y soldados...
En el extremo del parque, dos formas se hallaban escondidas entre los arbustos. David Unger se inmovilizó, sin dar crédito a sus ojos, cuando las sombras cruzaron el sendero.
Su propia voz le sorprendió. Gritó a pleno pulmón, unos chillidos de rabia y asco que despertaron ecos en el parque, entre los árboles y los jardines.
—¡Pies palmeados! —aulló. Corrió con movimientos torpes hacia ellos—. ¡Pies palmeados y cuervos! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
Cojeó tras el marciano y el venusiano, agitando el bastón, casi sin respiración. Apareció gente, asombrada y confusa. Una multitud se formó mientras el viejo corría tras la aterrorizada pareja. Agotado, tropezó con una fuente y estuvo a punto de caer: el bastón resbaló de sus manos. Su rostro encogido estaba lívido; la cicatriz se destacaba contra la piel moteada. Su ojo bueno estaba rojo de odio y furia. Un reguero de saliva brotó de entre sus labios agrietados. Agitó sus flacas manos, similares a garras, en vano, mientras los dos alterados se internaban en el bosquecillo de cedros situado al final del parque.
—¡Deténganles! —farfulló David Unger—. ¡No les dejen escapar! ¿Qué les pasa? Pandilla de maricones cobardes. ¿Qué clase de hombres son ustedes?
—Tómelo con calma, abuelo —dijo un soldado en tono bondadoso—. No hacen daño a nadie.
Unger tomó el bastón y lo tiró a la cabeza del soldado.
—¡Pacifista! —rugió—. ¿Qué clase de soldado eres? —Un ataque de tos le interrumpió. Se dobló por la mitad, falto de aliento—. En mis tiempos —consiguió jadear— los rociábamos con combustible de cohete y los ahorcábamos. Les mutilábamos. Abríamos en canal a esos sucios pies palmeados y cuervos. Les enseñábamos lo que es bueno.
Un policía había detenido a los dos alterados.
—Largo —ordenó en tono ominoso—. No tienen derecho a estar aquí.
Los dos alterados se alejaron. El policía levantó la porra y golpeó al marciano entre los ojos. La débil y frágil corteza de la cabeza se partió y el marciano se tambaleó, ciego y abrumado por el dolor.
—Eso ya me gusta más —resolló David Unger, satisfecho.
—Viejo asqueroso —le espetó una mujer, pálida de horror—. Es la gente como usted la que crea problemas.
—¿Qué pasa, es que le gustan los cuervos? —se revolvió el anciano.
La multitud se dispersó. Unger aferró el bastón y cojeó hacia la rampa de salida. Masculló blasfemias e insultos, escupió con violencia hacia los matorrales y meneó la cabeza.
Llegó al hospital, todavía tembloroso de rabia y furia.
—¿Que quieren? —preguntó, cuando llegó ante el gran mostrador de recepción que ocupaba el centro del vestíbulo principal—. No sé que pasa aquí. Primero, me despiertan de la primera siesta auténtica que he disfrutado desde que llegué aquí, y después veo a dos pies palmeados paseando tranquilamente a plena luz del sol, descarados como...
—El doctor Patterson quiere verlo —respondió con paciencia la enfermera—. Habitación 301. —Cabeceó en dirección a un robot—. Acompaña al señor Unger a la 301.
El viejo siguió con semblante hosco al robot, que se desplazaba con agilidad.
—Pensaba que todos ustedes habían sido destruidos en la batalla de Europa del 88 —se lamentó—. Es absurdo, todos esos maricones uniformados. Todo el mundo se lo pasa la mar de bien, riendo y perdiendo el tiempo con chicas que se pasan el día desnudas sobre la hierba. Algo está pasando. Algo...
—Por aquí, señor —indicó el robot, y la puerta de la 301 se deslizó a un lado.
Vachel Patterson se levantó cuando el viejo entró como una furia y se detuvo ante el escritorio con el bastón bien sujeto. Era la primera vez que veía a David Unger en persona. Ambos se examinaron mutuamente: el flaco y viejo soldado de rostro aguileño, y el joven y elegante doctor, de escaso cabello negro, gafas de concha y rostro bondadoso. Junto al escritorio, Evelyn Cutter observaba y escuchaba con expresión impenetrable, un cigarrillo entre sus rojos labios y el rubio cabello echado hacia atrás.
—Soy el doctor Patterson, y ésta es la señorita Cutter. —Patterson jugueteó con la estropeada cinta que tenía sobre el escritorio—. Siéntese, señor Unger. Quiero hacerle un par de preguntas. Hemos detectado alguna incongruencia en uno de sus papeles. Un error administrativo, probablemente, pero nos los han devuelto.
Unger se sentó, cansado.
—Preguntas y papeleos. Llevo aquí una semana y cada día pasa algo. Habría sido mejor quedarme tirado en la calle hasta morir.
—Según leo aquí, llegó hace ocho días.
—Supongo. Si está puesto ahí, debe ser verdad. —El sarcasmo del viejo afloró—. Si fuera mentira, no lo pondría.
—Fue admitido como veterano de guerra. El Directorio cubre todos los gastos de cuidado y manutención.
Unger se encrespó.
—¿Qué tiene de malo? Me he ganado algunas atenciones. —Se inclinó hacia Patterson y le apuntó con un dedo sarmentoso—. Ingresé en el servicio a los dieciséis años. He luchado y trabajado por la Tierra toda mi vida. Aún seguiría en activo, si no me hubieran dejado medio muerto en uno de sus traicioneros ataques. Tuve suerte de sobrevivir. —Se pasó la mano por su rostro estragado—. Tengo la impresión que usted no participó. Ignoraba que habían quedado vacantes.
Patterson y Evelyn Cutter intercambiaron una mirada.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó Evelyn de improviso.
—¿No está puesto ahí? —murmuró Unger, furioso—. Ochenta y nueve.
—¿El año de su nacimiento?
—En el 2154. ¿No es capaz de calcularlo?
Patterson hizo una rápida anotación en los informes.
—¿Su unidad?
Unger perdió los estribos.
—La Ba-3, por si no le suena. Me pregunto si se han enterado ustedes que hubo una guerra.
—La Ba-3 —repitió Patterson—. ¿Cuánto tiempo sirvió en ella?
—Cincuenta años. Después me retiré. La primera vez, quiero decir. Tenía sesenta y seis años. La edad habitual. Me dieron la pensión y un pedazo de tierra.
—¿Volvieron a movilizarle?
—¡Pues claro que volvieron a movilizarme! ¿Ya no se acuerda que la Ba-3, formada sólo por viejos, fue al frente y estuvo a punto de frenarlos, la última vez? Usted debía ser un crío, pero todo el mundo sabe lo que hicimos. —Unger sacó su Disco de Cristal de primera clase y lo tiró sobre el escritorio—. Me dieron eso. A todos los supervivientes. A los diez que quedamos de treinta mil. —Recuperó la medalla con dedos temblorosos—. Quedé malherido. Ya ve mi cara. Sufrí quemaduras cuando la nave de Nathan West estalló. Estuve un par de años en un hospital militar. Fue entonces cuando bombardearon la Tierra. —El anciano cerró los puños—. Tuvimos que presenciar lo que siguió sin poder hacer nada. Convirtieron la Tierra en ruinas humeantes. Sólo quedaron cenizas y escoria. Ni ciudades ni pueblos. Nos quedamos sentados sin poder hacer nada, mientras sus misiles zumbaban. Por fin, terminaron..., y vinieron por nosotros, los que estábamos en la Luna.
Evelyn Cutter intentó hablar, pero las palabras no surgieron de su boca. Patterson había palidecido como un muerto.
—Continúe —logró murmurar—. Siga hablando.
—Resistimos bajo el cráter de Copérnico, mientras lanzaban sus misiles contra nosotros. Aguantamos unos cinco años. Después, empezaron a aterrizar. Yo y los demás que quedaban huimos en torpedos de ataque de alta velocidad y montamos bases piratas entre los planetas exteriores. —Unger se removió en su asiento—. Detesto hablar de esa parte. La derrota, el fin de todo. ¿Por qué me hace estas preguntas? Colaboré en la construcción de 3-4-9-5, la mejor artibase de todas, entre Urano y Neptuno. Después, volví a retirarme, hasta que esas sucias ratas atacaron a traición y la destruyeron. Cincuenta mil hombres, mujeres y niños. Toda la colonia.
—¿Usted escapó? —susurró Evelyn Cutter.
—¡Por supuesto que escapé! Estaba de patrulla. Alcancé a una de sus naves. Les vi morir. Eso me consoló un poco. Me trasladé unos años a la 3-6-7-7, hasta que la atacaron. Fue a principios de este mes. Estaba atrapado. —Los sucios dientes amarillentos centellearon—. No había escapatoria. Al menos, a mí no se me ocurrió ninguna. —Los ojos inyectados en sangre examinaron el lujoso despacho—. No sabía que existía esto. Han montado muy bien su artibase. Se parece a la Tierra, tal como yo la recuerdo. Demasiadas prisas, de todos modos; no es tan tranquilo como la Tierra, pero hasta el aire huele igual.
Se hizo el silencio.
—¿Vino aquí después que... la colonia fuera destruida? —preguntó Patterson con voz ronca.
—Supongo. —Unger se encogió de hombros—. Lo último que recuerdo es que la burbuja reventó y el aire, el calor y la gravedad escaparon. Naves de cuervos y pies palmeados aterrizaban por todas partes. Los hombres morían a mi alrededor. La onda expansiva me derrumbó. Cuando recobré el conocimiento, estaba tendido en una calle y unas personas me ayudaban a levantarme. Un hombre de hojalata y uno de sus médicos me llevaron al hospital.
Patterson exhaló un profundo y estremecido suspiro.
—Entiendo. —Sus dedos juguetearon con los manchados y rotos documentos de identidad—. Bien, eso explica esta irregularidad.
—¿Es que no está todo? ¿Falta algo?
—Todos sus papeles están aquí. Su tubo colgaba alrededor de su muñeca cuando le ingresaron.
—Naturalmente. —El pecho de Unger, similar al de un pájaro, se hinchó de orgullo—. Lo aprendí cuando tenía diecisiete años. Aunque estés muerto, debes llevar el tubo encima. Es importante para mantener los registros al día.
—Los documentos están en orden —admitió Patterson—. Puede volver a su casa o al parque. Lo que quiera.
Hizo una señal y el robot acompañó al anciano.
Cuando la puerta se cerró, Evelyn Cutter empezó a blasfemar lenta y monótonamente. Aplastó el cigarrillo con el tacón y se puso a pasear arriba y abajo.
—Santo Dios, ¿en qué nos hemos metido?
Patterson conectó el intervídeo, marcó un número del exterior y dijo al encargado de comunicaciones:
—Póngame con el cuartel general militar, y de prisa.
—¿De Luna, señor?
—Exacto. Con la base principal de Luna.
El calendario colgado de la pared indicaba que era el 4 de agosto de 2169. Si David Unger había nacido en 2154, era un muchacho de quince años. Y había nacido en 2154. Eso decían sus documentos de identidad, amarillentos y manchados de sudor. Los documentos de identidad que había llevado encima durante una guerra que aún no había estallado.
—Es un veterano, no hay duda —dijo Patterson a V-Stephens—. De una guerra que empezará dentro de un mes. No me extraña que las computadoras rechacen su solicitud.
V-Stephens se humedeció sus labios verdeoscuros.
—Esta guerra se librará entre la Tierra y los dos planetas colonizados. ¿Perderá la Tierra?
—Unger combatió durante toda la guerra. Presenció el principio y el fin..., hasta la destrucción total de la Tierra. —Patterson se acercó a la ventana y miró al exterior—. La Tierra perdió la guerra y la raza humana fue exterminada.
Desde la ventana del despacho de V-Stephens, Patterson veía toda la ciudad. Kilómetros de edificios blancos que brillaban bajo la luz del sol. Once millones de personas. Un gigantesco centro del comercio y la industria, el corazón económico del sistema. Y más allá se extendía un planeta de ciudades, granjas y autopistas, tres mil millones de hombres y mujeres. Un planeta próspero y rico, el mundo madre del que habían partido los alterados, los ambiciosos colonos de Marte y Venus. Innumerables cargueros viajaban entre la Tierra y las colonias, abarrotados de minerales y otros productos. En esos momentos, expediciones de exploración se desplazaban entre los
planetas exteriores y tomaban posesión, en nombre del Directorio, de nuevas fuentes de materias primas.
—Vio que todo esto quedaba cubierto de polvo radiactivo —dijo Patterson—. Presenció el ataque final contra la Tierra, el que destruyó nuestras defensas. Y arrasaron la base lunar.
—¿Es cierto que algunos oficiales de alto rango van a venir desde Luna?
—Les conté lo suficiente para que empezaran a mover el trasero. Cuesta semanas poner en acción a esos sujetos.
—Me gustaría ver a ese tal Unger —dijo V-Stephens con aire pensativo—. ¿Puedo hacer algo para...?
—Ya le has visto. Tú le devolviste a la vida, ¿te acuerdas? El primer día que lo ingresaron.
—Ah —susurró V-Stephens—. ¿Aquel viejo repugnante? —Sus ojos oscuros centellearon—. De modo que era Unger... El veterano de guerra contra el que vamos a luchar.
—La guerra que ustedes van a ganar. La guerra que la Tierra va a perder. —Patterson se alejó de la ventana—. Unger piensa que esto es un satélite artificial situado entre Urano y Neptuno, una reconstrucción de una pequeña parte de Nueva York. Unos cuantos miles de personas y máquinas protegidas bajo una cúpula de plástico. No tiene ni idea de lo que le ocurrió en realidad. Debió salir despedido de su senda temporal.
—Supongo que fue gracias a la liberación de energía..., y tal vez a su frenético deseo de escapar. Aun así, todo el asunto es increíble. Posee una especie de... —V-Stephens buscó las palabras adecuadas—. De halo místico. ¿Qué demonios tenemos entre manos? ¿Una visita divina? ¿Un profeta venido del cielo?
La puerta se abrió y V-Rafia entró.
—Oh —exclamó, cuando vio a Patterson—. No sabía...
—No pasa nada. —V-Stephens indicó con un movimiento de cabeza que entrara en su despacho—. ¿Te acuerdas de Patterson? Estaba con nosotros en el coche cuando te recogimos.
V-Rafia tenía mucho mejor aspecto que unas horas antes. Los arañazos de su cara habían desaparecido, se había peinado y vestido con un jersey gris ceñido y una falda. Su piel verde refulgió cuando se acercó a V-Stephens, aún nerviosa y apocada.
—Voy a quedarme aquí —explicó a Patterson—. Aún no puedo salir.
Dirigió una veloz mirada de súplica a V-Stephens.
—No tiene familia en la Tierra —dijo V-Stephens—. Vino como bioquímica de clase 2. Ha estado trabajando en el laboratorio que la Westinghouse tiene en las afueras de Chicago. Vino a Nueva York de compras, lo cual fue una equivocación.
—¿No puede ir a la colonia venusiana de Denver? —preguntó Patterson.
V-Stephens enrojeció.
—¿No quieres que haya otra pies palmeados por aquí?
—¿Qué va a hacer? Esto no es una fortaleza. Será muy fácil enviarla a Denver en un carguero ligero. Nadie se opondrá.
—Lo discutiremos más tarde —dijo V-Stephens, irritado—. Debemos hablar de cosas más importantes. ¿Has verificado los papeles de Unger? ¿Te has asegurado que no son falsificaciones? Imagino que es casi imposible, pero debemos estar seguros.
—Hay que mantenerlo en secreto —respondió Patterson, lanzando una fugaz mirada a V-Rafia—. Nadie en todo el edificio debe enterarse.
—¿Se refiere a mí? —preguntó V-Rafia, vacilante—. Será mejor que me vaya.
—No —dijo V-Stephens, y la tomó del brazo con brusquedad—. Es imposible guardar el secreto, Patterson. Unger ya se lo habrá contado a cincuenta personas. Se pasa todo el día sentado en aquel banco del parque, y da la paliza a todo el que pasa por delante.
—¿Qué sucede? —preguntó V-Rafia, picada por la curiosidad.
—Nada importante —replicó Patterson.
—Nada importante —repitió V-Stephens—. Una guerrita de nada. Programas de venta por anticipado. —Su rostro reflejó una miríada de emociones—. Hagan sus apuestas ya. No se arriesguen. Apuesta sobre seguro, cariño. Al fin y al cabo, es historia. ¿No es cierto? —Se volvió hacia Patterson, como exigiendo su confirmación—. ¿Qué dices? Yo no puedo detenerlo, y tú tampoco, ¿verdad?
Patterson asintió lentamente.
—Creo que tienes razón —dijo, afligido. Y se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas.
Alcanzó a V-Stephens en el costado, a pesar que el venusiano había saltado. V-Stephens sacó la pistola energética y le apuntó con dedos temblorosos. Patterson la desvió de una patada.
—Fue un error, John —dijo con voz estrangulada—. Fue un error enseñarte los papeles de identidad de Unger. Debí ocultártelos.
—Tienes razón —consiguió susurrar V-Stephens. Sus ojos estaban henchidos de pesar—. Ahora lo sé. Ahora lo sabemos los dos. Van a perder la guerra. Aunque encierren a Unger en una caja y le sepulten en el centro de la Tierra, es demasiado tarde. COLOR-AD se enterará en cuanto yo salga de aquí.
—Han quemado la sede de COLOR-AD en Nueva York.
—En ese caso, acudiré a la de Chicago, o a la de Baltimore. Volveré a Venus, si es preciso. Voy a propagar la buena nueva. Será largo y costoso, pero venceremos. Y no puedes hacer nada por evitarlo.
—Puedo matarte —dijo Patterson.
Su mente trabajaba frenéticamente. No era demasiado tarde. Si retenían a V-Stephens y entregaban a David Unger a los militares...
—Sé lo que estás pensando —jadeó V-Stephens—. Si la Tierra no lucha, si evitan la guerra, aún les queda una posibilidad. —Torció sus labios verdes—. ¿Crees que les dejaremos evitar la guerra? ¡Ahora no! Según ustedes, sólo los traidores transigen. ¡Ya es demasiado tarde!
—Será demasiado tarde si sales de aquí.
La mano de Patterson tanteó el escritorio y encontró un pisapapeles metálico. Lo lanzó contra el venusiano..., y sintió la presión de la pistola energética en sus costillas.
—No sé muy bien cómo funcionan estas cosas —dijo V-Rafia—, pero supongo que basta con apretar el botón.
—Exacto —dijo V-Stephens, aliviado—, pero no lo aprietes aún. Quiero hablar con él unos minutos más. Tal vez consiga que razone. —Retrocedió unos pasos y se palpó el labio partido y los dientes rotos—. Tú te lo has buscado, Vachel.
—Esto es una locura —barbotó Patterson, sin apartar los ojos de la boca de la pistola, que temblaba entre los dedos de V-Rafia—. ¿Esperas que nos lancemos a una guerra, sabiendo que la vamos a perder?
—No tendrán otra posibilidad. —Los ojos de V-Stephens brillaban—. Les obligaremos a luchar. Cuando ataquemos vuestras ciudades, responderán. Es típico de la naturaleza humana.
El primer disparo no alcanzó a Patterson. Se lanzó a un lado y aferró la delgada muñeca de la muchacha. Sus dedos se cerraron en el aire, cayó al suelo, y la pistola
volvió a disparar. V-Rafia retrocedió, con ojos desorbitados de miedo y frustración, y apuntó al cuerpo de Patterson. Éste se precipitó sobre la joven con las manos extendidas. Vio que sus dedos se curvaban, vio oscurecerse el extremo del tubo. Y ahí terminó todo.
Los soldados uniformados de azul abrieron la puerta de una patada y ametrallaron a V-Rafia. Un aliento mortífero bañó el rostro de Patterson. Se derrumbó, agitando los brazos como un poseso, cuando el gélido susurro le rozó. El cuerpo tembloroso de V-Rafia aleteó un momento, cuando la nube de frialdad absoluta brilló a su alrededor. De pronto, se quedó rígida, como si la cinta de su vida se hubiera atorado en el proyector. Su cuerpo perdió todo color. La grotesca imitación de una silueta humana permaneció inmóvil y en silencio, con un brazo levantado, capturado en el acto de defenderse inútilmente.
Entonces, la columna petrificada explotó. Las células dilatadas estallaron en una lluvia de partículas cristalinas que salieron lanzadas en todas las direcciones.
Francis Gannet salió de detrás de las tropas, congestionado y sudoroso.
—¿Es usted Patterson? —preguntó. Extendió su enorme mano, pero Patterson no la estrechó—. Las autoridades militares me avisaron en seguida. ¿Dónde está ese viejo?
—Por ahí —murmuró Patterson—. Bajo vigilancia. —Se volvió hacia V-Stephens y sus ojos se encontraron un momento—. ¿Lo ves? —preguntó con voz brusca—. Así son las cosas. ¿De veras deseabas que ocurriera esto?
—Vamos, señor Patterson —tronó Francis Gannet, impaciente—. No tengo tiempo que perder. A juzgar por su descripción, esto parece importante.
—Lo es —respondió V-Stephens con serenidad. Se secó el hilo de sangre que brotaba de su boca con un pañuelo—. Ha valido la pena que se desplazara desde Luna. Acepte mi palabra; lo sé.
El hombre sentado a la derecha de Gannet era un teniente. Contemplaba con muda admiración la pantalla. Su joven y hermoso rostro, coronado por una mata de cabello rubio, se iluminó de asombro cuando entre la neblina gris apareció una enorme nave de batalla, con un reactor destrozado, las torretas delanteras hundidas y el casco perforado.
—Santo Dios —susurró el teniente Nathan West—. Es el Gigante del Viento, la mayor nave que tenemos. Fíjense bien: está fuera de control, totalmente fuera de combate.
—Esa será su nave —dijo Patterson—. Usted será su comandante en el 87, cuando sea destruida por la flota combinada marciano-venusiana. David Unger servirá a sus órdenes. Usted morirá, pero Unger sobrevivirá. Los escasos supervivientes de la nave verán desde Luna como la Tierra es destruida sistemáticamente por misiles procedentes de Venus y Marte.
Las siluetas de la pantalla saltaban y remolineaban como peces en el fondo de un acuario lleno de tierra. Un violento maelstrom surgió en el centro, un vórtice de energía que sacudió a las naves. Las naves plateadas de la Tierra vacilaron, y después se separaron. Las negras naves marcianas se colaron por la brecha abierta, y el flanco terrestre fue atacado en el mismo instante por los venusianos. Atraparon a las naves terrícolas supervivientes entre gigantescas pinzas de acero y las aplastaron. Breves destellos de luz, cuando las naves desaparecían. A lo lejos, el solemne globo azul y verde que era la Tierra giraba lenta y majestuosamente.
Ya se veían ominosas pústulas. Cráteres abiertos por los misiles que habían penetrado en la red defensiva.
LeMarr desconectó el proyector y la pantalla se oscureció.
—Así termina la secuencia cerebral. Sólo hemos podido obtener fragmentos visuales como éste, breves instantes que produjeron una fuerte impresión en el sujeto. No hemos
logrado una continuidad. La siguiente escena se desarrolla años más tarde, en uno de los satélites artificiales.
Las luces se encendieron y el grupo de espectadores se puso en pie con movimientos rígidos. La cara de Gannet se había teñido de un gris enfermizo.
—Doctor LeMarr, quiero volver a ver esa instantánea. La de la Tierra. —Hizo un ademán de impotencia—. Ya sabe a cuál me refiero.
Las luces se apagaron y la pantalla cobró vida de nuevo. Esta vez mostró tan sólo la Tierra, un globo que disminuía de tamaño a medida que el torpedo de alta velocidad en el que viajaba David Unger se alejaba. Unger había adoptado una posición que le permitiera ver por última vez su planeta muerto.
La Tierra estaba arrasada. Una exclamación ahogada escapó del grupo de oficiales. Nada vivía. Nada se movía. Sólo nubes muertas de ceniza radiactiva que flotaban sobre la superficie perforada de cráteres. Lo que había sido un planeta habitado por tres mil millones de seres se había transformado en un montón de ceniza. Sólo quedaban montañas de escombros que los incesantes vientos arrastraban sobre mares vacíos.
—Supongo que aparecerá alguna especie de vida vegetal —dijo con aspereza Evelyn Cutter, cuando la pantalla se oscureció y las luces se encendieron. Se estremeció y apartó la vista.
—Malas hierbas, tal vez —dijo LeMarr—. Hierba seca y oscura que se abrirá paso entre la escoria. Más tarde, algunos insectos. Bacterias, por supuesto. Supongo que, con el tiempo, la acción de las bacterias transformará la ceniza en suelo utilizable. Y lloverá durante mil millones de años.
—Enfrentémonos a los hechos —intervino Gannet—. Los cuervos y los pies palmeados la repoblarán. Vivirán en la Tierra después que nosotros hayamos muerto.
—¿Dormirán en nuestras camas? —preguntó LeMarr—. ¿Utilizarán nuestros cuartos de baño, salas de estar y medios de transporte?
—No le comprendo —replicó Gannet, impaciente. Indicó a Patterson que se acercara—. ¿Está seguro que sólo los presentes en esta habitación conocemos la verdad?
—V-Stephens lo sabe, pero está encerrado en el pabellón de psicóticos. V-Rafia lo sabía. Ha muerto.
El teniente West se acercó a Patterson.
—¿Podemos interrogarle?
—Sí, ¿dónde está Unger? —preguntó Gannet—. Mi personal arde en deseos de conocerle en persona.
—Usted cuenta ya con todos los hechos esenciales —respondió Patterson—. Ya sabe cuál será el desenlace de la guerra y el destino de la Tierra.
—¿Qué sugiere?
—Evitar la guerra.
Gannet removió su cuerpo rechoncho.
—Al fin y al cabo, la historia no se puede modificar. Y esto es la historia del futuro. Nuestra única alternativa es seguir adelante y luchar.
—Al menos, nos llevaremos a unos cuantos por delante —dijo con frialdad Evelyn Cutter.
—¿De qué estás hablando? —tartamudeó LeMarr, nervioso—. ¿Trabajas en un hospital y hablas así?
Los ojos de la mujer echaron chispas.
—Ya has visto lo que hicieron con la Tierra. Has visto como la arrasaron.
—Debemos estar por encima de esas cosas —protestó LeMarr—. Si nos dejamos arrastrar hacia el odio y la violencia... —Apeló a Patterson—. ¿Por qué han encerrado a V-Stephens? No está más loco que ella.
—Es cierto —admitió Patterson—, pero ella está de nuestra parte. No encerramos a esa clase de lunáticos.
LeMarr se apartó de él.
—¿Tú también vas a combatir, con Gannet y sus soldados?
—Quiero evitar la guerra —dijo Patterson.
—¿Es eso posible? —preguntó Gannet. Un brillo de avidez destelló brevemente tras sus pálidos ojos azules y luego desapareció.
—Quizá. ¿Por qué no? La aparición de Unger añade un nuevo elemento.
—Si es posible alterar el futuro —dijo poco a poco Gannet—, quizá podamos elegir entre diversas posibilidades. Si existen dos futuros posibles, puede que haya un número infinito, y que cada uno conduzca a un punto diferente. —Una máscara de granito cubrió su rostro—. Podemos utilizar lo que Unger sabe sobre las batallas.
—Déjenme hablar con él —interrumpió el teniente West, muy excitado—. Quizá obtengamos una idea clara de la estrategia empleada por los pies palmeados. Habrá repasado mentalmente las batallas un millón de veces.
—Le reconocerá —dijo Gannet—. Al fin y al cabo, sirvió bajo sus órdenes.
Patterson estaba abismado en sus pensamientos.
—No lo creo —dijo a West—. Usted es mucho más viejo que David Unger.
West parpadeó.
—¿Qué quiere decir? Él es un anciano y yo aún no he cumplido los treinta.
—David Unger tiene quince años —recordó Patterson—. En este momento, usted casi le dobla la edad. Ocupa un lugar relevante en la jerarquía política de Luna. Unger ni siquiera ha hecho el servicio militar. Se presentará voluntario cuando la guerra estalle, como soldado raso sin experiencia ni entrenamiento. Cuando usted sea viejo y esté al mando del Gigante del Viento, David Unger será un don nadie de edad madura destinado en una cúpula blindada. Usted ni siquiera le conocerá por el nombre.
—Entonces, ¿es cierto que Unger está vivo? —preguntó Gannet, perplejo.
—Unger anda por ahí, a la espera de entrar en escena. —Patterson archivó la idea para estudiarla más adelante. Podía encerrar valiosas posibilidades—. No creo que le reconozca, West. Es posible que nunca le haya visto. El Gigante del Viento es una nave enorme.
West se mostró de acuerdo al instante.
—Gannet, dispongan un sistema oculto de grabación audiovisual para que el alto mando sepa en todo momento lo que Unger dice.
David Unger estaba sentado en su banco habitual, bajo el brillante sol de media mañana, con los dedos engarfiados en torno a su bastón de aluminio, y contemplaba con mirada torva a los transeúntes.
A su derecha, un robot jardinero trabajaba una y otra vez en el mismo rectángulo de césped. Sus ojos metálicos no se apartaban del anciano. Un grupo de holgazanes deambulaba por el sendero de grava y dirigía comentarios sin importancia a los diversos monitores diseminados por el parque, con el fin de mantener abierto el sistema de transmisiones. Una joven que tomaba el sol con los pechos al aire junto a la piscina cabeceó en dirección a un par de soldados que paseaban por el parque, sin perder de vista ni un instante a David Unger.
Aquella mañana había unas cien personas en el parque. Todas formaban parte de la barrera que rodeaba al anciano medio dormido.
—Muy bien —dijo Patterson. Su coche estaba estacionado junto a la extensión de árboles y césped verde—, recuerde que no debe ponerle nervioso. V-Stephens le revivió. Si su corazón falla, V-Stephens no estará aquí para restablecerle.
El joven teniente rubio asintió, alisó su inmaculada túnica azul y bajó a la acera. Echó el casco hacia atrás y avanzó con paso firme hacia el centro del parque. Mientras se aproximaba, los vigías se movieron casi imperceptiblemente. Uno a uno, tomaron posiciones en los jardines, en los bancos, agrupados alrededor de la piscina.
El teniente West se detuvo ante una fuente pública y aguardó a que la computadora oculta introdujera en su boca un chorro de agua helada. Vagó unos momentos sin rumbo y se detuvo, los brazos caídos a los costados, contemplando a una joven que se quitaba la ropa y se tendía lánguidamente sobre una toalla de muchos colores. La mujer cerró los ojos, entreabrió los labios y emitió un suspiro de satisfacción.
—Que hable él primero —dijo en voz baja al teniente, inmóvil a unos pasos de ella, con un pie apoyado en el borde de un banco—. No inicie la conversación.
El teniente West la contempló unos segundos más y continuó caminando por el sendero.
—No ande tan rápido —susurró un hombre fornido cuando pasó a su lado—. Vaya despacio y no se apresure.
—Debe dar la impresión que tiene todo el día por delante —murmuró una enfermera de cara enjuta que empujaba un cochecito de niño.
El teniente West aminoró el paso. De una patada envió un pedazo de grava hacia unos arbustos recién regados. Se encaminó a la piscina central con las manos hundidas en los bolsillos y contempló el agua con aire ausente. Encendió un cigarrillo, y después compró un helado a un robot vendedor.
—Derrame un poco sobre su túnica, señor —indicó el altavoz del robot—. Lance un juramento y póngase a limpiar la mancha.
El teniente West dejó que el sol derritiera el helado. Cuando resbaló un poco por su muñeca y manchó la túnica azul, frunció el ceño, sacó su pañuelo, lo mojó en la piscina y empezó a limpiarse la mancha.
El viejo de la cicatriz le contempló con su ojo bueno desde el banco, aferró el bastón de aluminio y emitió una risa entrecortada.
—Cuidado —siseó.
El teniente West levantó la vista, irritado.
—Está cayendo más —cloqueó el viejo, y se apoyó en el respaldo del banco, con una mueca de placer en su boca desdentada.
El teniente West sonrió.
—No me había dado cuenta —admitió. Tiró el helado en un eliminador de basuras y terminó de limpiar su túnica—. Hace mucho calor —observó, acercándose.
—Hacen un buen trabajo —graznó Unger. Torció el cuello para ver los galones del joven teniente—. ¿Cohetes?
—Demolición —respondió West. A primera hora de la mañana se había cambiado los galones—. Ba-3.
El viejo se estremeció. Escupió ferozmente sobre los arbustos cercanos.
—¿De veras? —Casi se levantó, lleno de temor y entusiasmo, cuando el teniente hizo ademán de alejarse—. Yo estuve en la Ba-3 hace años. —Intentó dotar a su voz de un tono sereno e indiferente—. Mucho antes de su época.
Las hermosas facciones del teniente expresaron asombro e incredulidad.
—No me tome el pelo. Sólo dos miembros del grupo siguen con vida. Me está engañando.
—De ninguna manera —bufó Unger, e introdujo la mano con temblorosa rapidez en el bolsillo de la chaqueta—. Mire esto. Quédese un momento y le enseñaré algo. —Extendió su Disco de Cristal con reverencia—. ¿Lo ve? ¿Sabe qué es esto?
El teniente West examinó la medalla durante largo rato. Una auténtica emoción palpitó en su interior. No tuvo que fingirla.
—¿Puedo examinarla?
Unger titubeó.
—Claro —respondió—. Tómela.
El teniente West tomó la medalla y la sostuvo en alto, sopesándola y sintiendo el contacto de su fría superficie contra su piel.
Por fin, se la devolvió.
—¿La consiguió en el 87?
—Exacto —dijo Unger—. ¿Se acuerda? —La guardó en el bolsillo—. No, usted aún no había nacido, pero habrá oído hablar de ella, ¿verdad?
—Sí. Me lo han contado muchas veces.
—¿Y no lo ha olvidado? Mucha gente se ha olvidado que estuvimos allí.
—Creo que aquel día nos dieron una buena paliza —dijo West. Se sentó al lado del anciano—. Fue un mal día para la Tierra.
—Perdimos. Sólo unos cuantos salimos con vida. Yo escapé a Luna. Vi la Tierra volar en pedazos, hasta que no quedó nada. Me partió el corazón. Lloré hasta desplomarme como un muerto. Todos llorábamos, soldados, obreros, contemplando la escena sin poder hacer nada. Y después dirigieron sus misiles contra nosotros.
El teniente se humedeció los labios resecos.
—Su comandante no se salvó, ¿verdad?
—Nathan West murió en su nave. Fue el mejor comandante del frente. No le dieron el Gigante del Viento por nada. —Sus arrugadas facciones se abismaron en los recuerdos—. Nunca habrá otro hombre como West. Yo le vi una vez. Un hombre grande, de rostro severo, ancho de espaldas. Un gigante. Fue un gran hombre. Nadie pudo hacerlo mejor.
West vaciló.
—¿Cree que si otro oficial hubiera estado al mando...?
—¡No! —gritó Unger—. ¡Nadie habría podido hacerlo mejor! Ya oí lo que dijeron algunos de esos estrategas de salón de gordo trasero, pero estaban equivocados. Nadie habría podido ganar esa batalla. No teníamos la menor posibilidad. Había cinco de ellos por cada uno de nosotros. Dos flotas inmensas, una lanzada contra nuestro punto medio y la otra a la espera de machacarnos.
—Entiendo —dijo West con voz tensa. Continuó a regañadientes, dominado por una compleja mezcla de emociones—. ¿Qué demonios dijeron esos estrategas de salón? Nunca escucho esas tonterías. —Intentó sonreír, pero su cara se negó a responder—. Siempre están diciendo que pudimos ganar la batalla, incluso salvar el Gigante del Viento, pero yo...
—Fíjese bien —dijo Unger con fervor. Su único ojo brillaba de entusiasmo. Empezó a dibujar líneas en la grava con la punta del bastón—. Esta raya es nuestra flota. ¿Recuerda cómo la dispuso West, aquel día? Fue genial. Les contuvimos durante doce horas antes que nos destrozaran. Nadie pensaba que lo íbamos a lograr. —Unger trazó otra raya con violencia—. Ésta es la flota de los cuervos.
—Entiendo —murmuró West.
Se inclinó hacia adelante para que las cámaras ocultas en su pecho grabaran las toscas rayas dibujadas en la grava y transmitieran a la unidad móvil que daba perezosas vueltas sobre sus cabezas.
Y de allí al cuartel general de Luna.
—¿Y la flota de los pies palmeados?
Unger le miró con repentina timidez.
—No le estaré aburriendo, ¿verdad? A los viejos nos gusta hablar. A veces, cuando intento acaparar el tiempo de los demás, aburro a la gente.
—Continúe —le animó West, y lo dijo en serio—. Siga dibujando. Es muy interesante.
Evelyn Cutter paseaba sin descanso por su apartamento, suavemente iluminado, los brazos cruzados y sus rojos labios apretados de rabia.
—¡No te entiendo! —Se detuvo para bajar las gruesas cortinas—. Hace un rato querías matar a V-Stephens. Ahora, ni siquiera quieres parar a LeMarr. Sabes muy bien que LeMarr no entiende las implicaciones de lo que está pasando. Gannet le cae mal y no para de hablar de la comunidad interplanetaria de científicos, de nuestro deber hacia toda la Humanidad y ese tipo de tonterías. ¿No ves que si V-Stephens se pone en contacto con él...?
—Tal vez LeMarr tenga razón —contestó Patterson—. A mí tampoco me gusta Gannet.
Evelyn explotó.
—¡Nos destruirán! No podemos declararles la guerra... No tenemos la menor posibilidad. —Se plantó frente a él, echando chispas por los ojos—. Pero ellos aún no lo saben. Debemos neutralizar a LeMarr, al menos por un tiempo. El mundo estará en peligro mientras siga en libertad. Tres mil millones de personas dependen del secreto de esta información.
Patterson reflexionó.
—Supongo que Gannet te ha informado sobre la exploración inicial llevada hoy a cabo por West.
—Sin resultados hasta el momento. El viejo se sabe cada batalla de memoria, y las perdimos todas. —Se frotó la frente—. Mejor dicho, las perderemos todas. —Recogió las tazas vacías con dedos entumecidos—. ¿Quieres más café?
Patterson no la escuchaba, pues estaba sumido en sus pensamientos. Se acercó a la ventana y miró afuera hasta que ella regresó con café recién hecho, caliente y humeante.
—Tú no viste a Gannet matar a esa chica —dijo Patterson.
—¿Qué chica? ¿Aquella pies palmeados? —Evelyn añadió azúcar y crema a su café—. Iba a matarte. V-Stephens habría huido a COLOR-AD y la guerra habría empezado. —Empujó la otra taza hacia él, impaciente—. En cualquier caso, nosotros salvamos a esa chica.
—Lo sé. Por eso estoy disgustado. —Tomó la taza como un autómata y bebió sin saborearlo—. ¿De qué sirvió salvarla de las masas? Todo obra de Gannet. Somos lacayos de Gannet.
—¿Y qué?
—¡Ya sabes la clase de juego que se lleva entre manos!
Evelyn se encogió de hombros.
—Soy práctica. No quiero que la Tierra sea destruida, ni tampoco Gannet. Quiere evitar esa guerra.
—Hace unos días clamaba por la guerra, cuando esperaba ganarla.
Evelyn lanzó una áspera carcajada.
—¡Por supuesto! ¿Quién declararía una guerra, sabiendo que la iba a perder? Sería absurdo.
—Ahora, Gannet evitará la guerra —admitió Patterson—. Permitirá que los planetas colonizados consigan su independencia. Reconocerá a COLOR-AD. Destruirá a David Unger y a todos los que sepan la verdad. Adoptará el papel de benévolo pacifista.
—Por supuesto. Ya está preparando un dramático viaje a Venus. Conferencia en el último minuto con los dirigentes de COLOR-AD para evitar la guerra. Presionará al Directorio para que cedan y dejen segregarse a Marte y Venus. Se convertirá en el ídolo del sistema. ¿No es mejor eso a que la Tierra sea destruida y nuestra raza exterminada?
—Ahora, la gran maquinaria da media vuelta y ruge contra la guerra. —Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de Patterson—. Paz y negociación en lugar de odio y violencia destructiva.
Evelyn se inclinó sobre el brazo de la silla y efectuó unos rápidos cálculos.
—¿Cuántos años tenía David Unger cuando se alistó en el ejército?
—Quince o dieciséis.
—Cuando un hombre se alista recibe un número de identificación, ¿verdad?
—Exacto. ¿Por qué?
—Quizá esté equivocada, pero según estas cifras... —Levantó la vista—. Unger no tardará en aparecer y reclamar su número. Ese número puede salir en cualquier momento, según la velocidad a que se produzcan los alistamientos.
Una extraña expresión cruzó el rostro de Patterson.
—Unger ya está vivo... Es un chico de quince años. Unger el joven y Unger el veterano de guerra. Vivos al mismo tiempo.
Evelyn se estremeció.
—Siniestro. ¿Y si llegan a encontrarse? ¿Habría muchas diferencias entre ambos?
La imagen de un risueño muchacho de quince años se formó en la mente de Patterson. Ansioso por entrar en combate. Dispuesto a matar cuervos y pies palmeados con fanático entusiasmo. En aquel momento, Unger se dirigía inexorablemente hacia la oficina de reclutamiento..., y la vieja reliquia de ochenta y nueve años, casi ciega y tullida, salía de la habitación del hospital para ir a sentarse en su banco del parque, aferrando su bastón de aluminio, susurrando con su voz rasposa y patética a todo aquel que quisiera escucharle.
—Tendremos que mantener los ojos abiertos —dijo Patterson—. Alguien debería avisarle cuando el número salga. Cuando Unger aparezca para reclamarlo.
Evelyn cabeceó.
—Buena idea. Tal vez podríamos solicitar al departamento del censo que lo verifique. Quizá podamos localizar...
Calló. La puerta del apartamento se había abierto en silencio. Edwin LeMarr se recortó en el umbral y parpadeó cuando la suave luz le dio en los ojos. Entró en la sala, casi sin aliento.
—Vachel, debo hablar contigo.
—¿Qué pasa? —preguntó Patterson—. ¿Qué ha ocurrido?
LeMarr dirigió a Evelyn una mirada de puro odio.
—Lo ha descubierto. Sabía que lo haría. En cuanto Gannet reciba la cinta con los resultados definitivos...
—¿Gannet? —Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Patterson—. ¿Qué ha descubierto Gannet?
—El momento crucial. El viejo ha farfullado algo sobre un convoy de cinco naves. Combustible para la flota de los cuervos. Sin escolta y con destino al frente de combate. Unger dice que nuestras patrullas no lo detectarán. —La respiración de LeMarr era
entrecortada—. Dice que de haberlo sabido por anticipado... —Se controló con un violento esfuerzo—. Habríamos podido destruirlo.
—Entiendo —dijo Patterson—. E inclinar la balanza a favor de la Tierra.
—Si West consigue descubrir la ruta del convoy —terminó LeMarr—, la Tierra ganará la guerra. Eso significa que Gannet la declarará..., en cuanto obtenga la información exacta.
V-Stephens estaba en el pabellón de psicóticos, sentado en el banco que hacía las veces de silla, mesa y cama. Un cigarrillo colgaba entre sus labios. La habitación, en forma de cubo, era ascética, desnuda. Las paredes proyectaban una luz opaca. De vez en cuando, V-Stephens consultaba su reloj y devolvía la atención al objeto que subía y bajaba por los bordes de la cerradura.
El objeto se movía con cautela y lentitud. Llevaba veintinueve horas seguidas explorando la cerradura. Había seguido los conductores eléctricos que sujetaban la gruesa placa. Había localizado las terminales de la puerta. Durante la hora precedente había penetrado en la superficie de rexeroide y se encontraba a dos centímetros de las terminales. El objeto era la mano de cirujano de V-Stephens, un robot autónomo de alta precisión sujeto por lo general a su muñeca derecha.
Ya no estaba ahí. Lo había soltado y enviado hacia la cara del cubo para que le ayudara a escapar. Los dedos metálicos se aferraban precariamente a la pulida superficie, mientras el pulgar cortante penetraba poco a poco. Era un trabajo difícil para la mano; después de eso, no serviría de mucho en la mesa de operaciones, pero a V-Stephens no le costaría mucho conseguir otra, puesto que se vendían en todos los comercios de instrumental médico de Venus.
El índice de la mano llegó a la terminal del ánodo y se detuvo. Los cuatro dedos se irguieron y agitaron como antenas de insecto. Se introdujeron de uno en uno en la brecha y palparon el conductor del ánodo.
De repente, se produjo un destello cegador. Una acre nube blanca se formó, y se oyó un agudo «pop». La cerradura siguió inmóvil mientras la mano caía al suelo después de concluir su trabajo. V-Stephens tiró el cigarrillo, se levantó con parsimonia y atravesó el cubo para recogerla.
Colocó la mano en su sitio, para que actuara integrada en su sistema neuromuscular. V-Stephens asió la cerradura por los bordes y tiró de ella. La cerradura cedió sin resistencia y el venusiano se encontró frente a un pasillo desierto y silencioso. No había guardias. A los psicóticos no se les vigilaba. V-Stephens dobló una esquina y se internó por una serie de pasillos interconectados.
Al cabo de un momento llegó ante un amplio ventanal que dominaba la calle, los edificios circundantes y el jardín del hospital.
Reunió el reloj, el encendedor, la pluma, las llaves y unas monedas. Los ágiles dedos de carne y metal no tardaron en conformar una complicada estructura de cables y placas. Desprendió el pulgar cortante y enroscó en su lugar un elemento térmico. Aplicó el mecanismo a la parte inferior del reborde de la ventana, invisible desde el vestíbulo, demasiado lejos del suelo para ser visto.
Iba a volver sobre sus pasos cuando un ruido le detuvo. Voces, un guardia del hospital y otra persona. Una persona bien conocida.
Corrió hacia el pabellón de psicóticos y entró en el cubo. La cerradura magnética encajó con dificultades en su sitio; el calor generado por el cortocircuito había deformado los tornillos. Consiguió encajarla cuando los pasos se detuvieron frente a la puerta. El campo magnético de la cerradura estaba muerto, pero los visitantes lo ignoraban. V-Stephens
escuchó, divertido, cómo el visitante neutralizaba el supuesto campo magnético y abría la cerradura.
—Adelante —dijo V-Stephens.
El doctor LeMarr entró con el maletín en una mano y la pistola de energía fría en la otra.
—Ven conmigo. Lo he arreglado todo. Dinero, tarjeta de identidad falsa, pasaporte, billetes y permiso. Te irás como agente comercial pies palmeados. Cuando Gannet se entere, ya estarás fuera de la jurisdicción terrestre.
V-Stephens estaba estupefacto.
—Pero...
—¡De prisa! —LeMarr indicó con la pistola que saliera al pasillo—. Como miembro del equipo médico del hospital, tengo autoridad sobre los prisioneros psicóticos. Técnicamente, estás inscrito como enfermo mental. En lo que a mí concierne, no estás más loco que los demás. Menos, en todo caso. Por eso he venido.
V-Stephens le miró, vacilante.
—¿Estás seguro que sabes lo que estás haciendo? —Siguió a LeMarr por el pasillo, pasó frente al guardia de rostro inexpresivo y entró en el ascensor—. Si te atrapan, te matarán por traidor. Ese guardia te ha visto... ¿Cómo vas a mantener en secreto lo que has hecho?
—No pienso mantenerlo en secreto. Gannet está aquí. Su equipo y él se han pasado todo el día con el viejo.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Bajaron por la rampa descendente hacia el garaje subterráneo. Un empleado sacó el coche de LeMarr y ambos subieron. LeMarr se sentó al volante.
—Sabes muy bien por qué me encerraron con los psicóticos —insistió V-Stephens.
—Toma esto. —LeMarr tiró a V-Stephens la pistola y siguió el túnel hasta la superficie, mezclándose con el tráfico del mediodía neoyorquino—. Ibas a ponerte en contacto con COLOR-AD para informar que la Tierra perderá la guerra. —Salió de la zona central y tomó un carril lateral, en dirección al espaciopuerto—. Para aconsejar que se dejen de negociaciones y ataquen de inmediato. Guerra a gran escala. ¿Cierto?
—Cierto. Al fin y al cabo, si estamos seguros de la victoria...
—No están seguros.
V-Stephens enarcó sus verdes cejas.
—¿No? Pensaba que Unger era un veterano de una derrota total...
—Gannet va a cambiar el curso de la guerra. Ha descubierto un momento crítico. En cuanto consiga la información exacta, presionará al Directorio para que lance un ataque masivo contra Venus y Marte. Ahora, es imposible evitar la guerra. —LeMarr frenó el coche al borde del espaciopuerto—. Si tiene que haber una guerra, al menos nadie será atacado por sorpresa. Di a tu Organización y Administración Colonial que nuestra flota ya está en camino. Diles que se preparen. Diles...
La voz de LeMarr enmudeció. Se desplomó como un juguete falto de cuerda, en silencio, y apoyó la cabeza sobre el volante. Sus gafas resbalaron sobre la nariz y cayeron al suelo. V-Stephens se las volvió a colocar al cabo de un momento.
—Lo siento —dijo en voz baja—. Tus intenciones eran buenas pero lo habrías estropeado todo.
Examinó un momento el cráneo de LeMarr. El impulso del rayo frío no había comprometido el tejido cerebral. LeMarr recobraría el conocimiento al cabo de unas pocas horas, sin más secuelas que un fuerte dolor de cabeza. V-Stephens guardó el arma en su bolsillo, tomó el maletín y apartó el cuerpo de LeMarr del volante. Poco después, encendió el motor y dio media vuelta al coche.
Mientras volvía al hospital consultó su reloj. No era demasiado tarde. Se inclinó hacia delante e introdujo una moneda de veinticinco centavos en el videófono de pago montado en el tablero de instrumentos. Después del proceso de marcado mecánico, la recepcionista de COLOR-AD apareció en pantalla.
—Soy V-Stephens. Algo ha salido mal. Me han sacado del hospital. Ahora vuelvo a él. Creo que tendré tiempo.
—¿El paquete vibrador ha sido montado?
—Montado sí, pero sin mí. Ya lo había dispuesto en polarización con el flujo magnético. Está preparado para funcionar, si llego a tiempo.
—Hay interferencias en ese extremo de la línea —dijo la muchacha de piel verde—. ¿Es un circuito cerrado?
—Abierto, pero público y aleatorio, probablemente. No creo que hayan podido intervenirlo. —Verificó el medidor de energía que había sobre el precinto de garantía sujeto a la unidad—. No muestra consumo. Continúe.
—La nave no podrá recogerle en la ciudad.
—Maldición.
—Tendrá que abandonar Nueva York por sus propios medios; no podemos ayudarle. La muchedumbre destrozó nuestra sede de Nueva York. Tendrá que trasladarse a Denver mediante un coche de superficie. Es el lugar más próximo donde la nave puede aterrizar. Es nuestro último lugar protegido en la Tierra.
V-Stephens gruñó.
—Menuda suerte. ¿Sabe lo que ocurrirá si me atrapan?
La joven sonrió.
—Todos los pies palmeados son iguales a los ojos de los terrícolas. Nos correrán a palos indiscriminadamente. Estamos juntos en esto. Buena suerte; le estaremos esperando.
V-Stephens cortó la comunicación, irritado, y aminoró la velocidad. Dejó el coche en un estacionamiento público de una sucia calle lateral y salió a toda prisa. Se encontraba al borde de la verde extensión del parque. Al otro lado se alzaban los edificios del hospital. Agarró el maletín y corrió hacia la entrada principal.
David Unger se secó la boca con la manga y se reclinó en la silla.
—No lo sé —repitió, con voz débil y seca—. Ya les he dicho que no recuerdo nada más. Ocurrió hace mucho tiempo.
Gannet hizo un ademán y los oficiales se apartaron del anciano.
—Falta poco —dijo. Se secó la frente sudorosa—. Tendremos lo que deseamos dentro de media hora.
Un lado del pabellón de terapia había sido convertido en una mesa de operaciones militares. Se habían dispuesto fichas sobre la superficie, que representaban unidades de las flotas de pies palmeados y cuervos. Fichas blancas luminosas representaban a las naves terrestres, que formaban un sólido anillo alrededor del tercer planeta.
—Está en un lugar cerca de aquí —dijo el teniente West a Patterson. Indicó una sección del mapa. Tenía los ojos enrojecidos, la barba crecida y sus manos temblaban de cansancio y tensión—. Unger recuerda haber oído hablar a unos oficiales sobre este convoy, que despegó de una base de aprovisionamiento situada en Ganímedes. Desapareció en el curso de una ruta expresamente irregular. —Sus manos abarcaron la zona—. En aquel momento, nadie de la Tierra le prestó atención. Más tarde, se dieron cuenta de lo que habían perdido. Algún experto militar trazó la supuesta ruta. Los oficiales
se reunieron y analizaron el incidente. Unger cree que el convoy pasó cerca de Europa, pero quizá fuese Calixto.
—No es suficiente —ladró Gannet—. Hasta el momento no tenemos más datos sobre la ruta que fijaron los expertos de la Tierra en aquel tiempo. Necesitamos una información más precisa.
David Unger jugueteó con un vaso de agua.
—Gracias —dijo, cuando uno de los jóvenes oficiales se lo acercó—. Ojalá pudiera proporcionarles mayor ayuda —se lamentó—. Estoy intentando recordar, pero mi mente no está tan lúcida como antes. —Su rostro marchito se sumió en una inútil concentración—. Creo que ese convoy fue detenido cerca de Marte por una lluvia de meteoros.
Gannet avanzó hacia él.
—Continúe.
Unger se removió patéticamente.
—Quiero ayudarle en todo cuanto pueda, señor. Casi todo el mundo escribe libros sobre la guerra, a partir de material recogido en otros libros. —Una penosa gratitud se transparentó en su rostro—. Supongo que mencionará mi nombre en su libro.
—Claro —le aseguró Gannet—. Su nombre saldrá en la primera página. Hasta es posible que incluyamos su foto.
—Sé todo sobre la guerra —murmuró Unger—. Deme tiempo y lo recordaré. Deme un poco más de tiempo. Hago lo que puedo.
El viejo se deterioraba haciendo jornadas más largas que lo habitual. Su rostro arrugado se había teñido de un gris enfermizo. Su piel, como polvo seco, se aferraba a sus frágiles huesos amarillentos. Su respiración era fatigosa. Todos los presentes estaban conscientes que David Unger iba a morir..., y pronto.
—Si nos deja antes de recordar —susurró Gannet al teniente West—, le...
—¿Cómo dice? —preguntó Unger con aspereza. Su único ojo se puso alerta—. No oigo bien.
—Proporciónenos los elementos que faltan —dijo Gannet, cansado. Agitó la cabeza—. Acérquenle al mapa para que pueda ver la disposición. Quizá eso le ayude.
Levantaron al viejo y lo acercaron en volandas a la mesa. Técnicos y militares le rodearon y la encogida figura desapareció entre ellos.
—No durará mucho —dijo Patterson—. Si no le dejan descansar, su corazón fallará.
—Debemos obtener la información —replicó Gannet, inconmovible—. ¿Dónde está el otro médico? Se llama LeMarr, ¿no?
Patterson echó un breve vistazo a su alrededor.
—No le veo. No habrá podido soportarlo.
—LeMarr no estaba aquí —explicó Gannet con voz desprovista de emoción—. Me pregunto si deberíamos enviar a alguien en su busca. —Indicó a Evelyn Cutter, que acababa de llegar, pálida, sus ojos negros desorbitados, la respiración agitada—. Ella insinúa...
—Ya no importa —replicó con frialdad Evelyn. Dirigió una rápida mirada a Patterson—. No quiero saber nada de ustedes y de su guerra.
Gannet se encogió de hombros.
—Enviaré una patrulla de rutina, en cualquier caso. Sólo para asegurarme.
Se alejó, dejando solos a Evelyn y Patterson.
—Escúchame —susurró en su oído Evelyn—. El número de Unger ya ha salido.
—¿Cuándo te lo han dicho?
—Cuando venía hacia aquí, hice lo que me recomendaste y hablé con un funcionario.
—¿Cuánto hace?
—Ahora mismo. —El rostro de Evelyn tembló—. Vachel, está aquí.
Patterson tardó un momento en comprender.
—¿Quieres decir que le han enviado aquí? ¿Al hospital?
—Yo les dije que lo hicieran. Les dije que cuando viniera el voluntario, cuando su número saliera...
Patterson la tomó del brazo y salieron corriendo del pabellón. La empujó por una rampa de ascenso.
—¿Dónde le han retenido?
—En la sala de recepciones públicas. Le han dicho que era para un examen físico de rutina. Una prueba sin importancia. —Evelyn estaba aterrorizada—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Se puede hacer algo?
—Gannet cree que sí.
—¿Y si le... detenemos? —Meneó la cabeza, confusa—. ¿Qué ocurriría? ¿Cómo sería el futuro si le retenemos aquí? Podrías darle por inútil; eres médico. Un punto rojo en su cartilla médica. —Lanzó una salvaje carcajada—. No paro de verlos. Un punto rojo, y adiós David Unger. Gannet nunca le verá, Gannet nunca sabrá que la Tierra no puede ganar, y entonces la Tierra ganará, y V-Stephens no será encerrado por psicótico y aquella muchacha...
Patterson abofeteó a la mujer.
—¡Cierra el pico y basta de rollos! ¡No tenemos tiempo para eso!
Evelyn se estremeció. Él la abrazó hasta que la mujer alzó la cabeza. Una mancha roja había aparecido en su mejilla.
—Lo siento —logró murmurar—. Gracias. Me recuperaré.
El ascensor había llegado a la planta baja. La puerta se abrió y Patterson la condujo al vestíbulo.
—¿Le has visto?
—No. Cuando me dijeron que su número había salido y él venía hacia aquí... —Evelyn corrió sin aliento detrás de Patterson—, vine lo antes posible. Quizá sea demasiado tarde. Quizá se cansó de esperar y se ha ido. Es un muchacho de quince años. Quiere entrar en combate. ¡A lo mejor se ha marchado!
Patterson detuvo a un empleado robot.
—¿Estás ocupado?
—No, señor.
Patterson dio al robot el número de identidad de David Unger.
—Saca a este hombre de la sala de recepción principal. Tráele aquí y clausura este vestíbulo. Cierra ambos extremos para que nadie pueda entrar o salir.
El robot cliqueteó, vacilante.
—¿Hay más órdenes? Esta fórmula no completa...
—Te daré instrucciones más tarde. Asegúrate que nadie salga con él. Quiero verle a solas.
El robot examinó el número y desapareció en la sala de recepción.
Patterson aferró el brazo de Evelyn.
—¿Asustada?
—Aterrorizada.
—Yo me encargaré. Tú no digas nada. —Le pasó su paquete de cigarrillos—. Enciende dos.
—Tres, quizá. Uno para Unger.
Patterson sonrió.
—Es demasiado joven, ¿recuerdas? No tiene edad para fumar.
El robot regresó, acompañado de un muchacho rubio, regordete y de ojos azules, con la perplejidad dibujada en su rostro.
—¿Quería verme, doctor? —Se acercó a Patterson, inseguro—. ¿Me sucede algo raro? Me han dicho que venga, pero no sé para qué. —Su angustia aumentó con rapidez—. ¿Hay algo que me impida alistarme?
Patterson tomó la tarjeta de identidad del muchacho, echó un vistazo y se la pasó a Evelyn. Ella la aceptó con dedos paralizados, sin apartar la vista del joven rubio.
No era David Unger.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Patterson.
—Bert Robinson —tartamudeó el chico—. ¿No está puesto en mi tarjeta?
Patterson se volvió hacia Evelyn.
—Es el número correcto, pero este chico no es David Unger. Algo ha ocurrido.
—Oiga, doctor —preguntó Robinson con voz quejumbrosa—, ¿hay algo que me impida alistarme o no? Dígamelo de una vez.
Patterson hizo una señal al robot.
—Abre el vestíbulo. Todo ha terminado. Vuelve a tus ocupaciones.
—No entiendo —murmuró Evelyn—. Es absurdo.
—Estás en perfecto estado —dijo Patterson al joven—. Podrás incorporarte.
La cara del muchacho se inundó de alivio.
—Muchas gracias, doctor. —Se dirigió hacia la rampa de descenso—. Se lo agradezco mucho. Ardo en deseos de darle su merecido a esos pies palmeados.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Evelyn cuando la ancha espalda del chico desapareció—. ¿Qué hacemos ahora?
Patterson volvió a la vida.
—Iremos al departamento del censo para que hagan averiguaciones. Debemos localizar a Unger.
La sala de transmisiones era un hervidero de informaciones visuales y auditivas. Patterson se abrió paso a codazos hasta un circuito abierto y llamó.
—Esta información tardará unos minutos, señor —dijo la chica del censo—. ¿Quiere esperar, o prefiere que le llamemos?
Patterson tomó un micrófono de lazo y se lo colgó alrededor del cuello.
—En cuanto tenga la información sobre Unger, llámeme de inmediato.
—Sí, señor —dijo la muchacha, y cortó la comunicación.
Patterson salió de la sala y se alejó por el pasillo. Evelyn corrió tras él.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Al pabellón de terapia. Quiero hablar con el viejo. Quiero hacerle algunas preguntas.
—Gannet ya lo está haciendo —resolló Evelyn, mientras bajaban a la planta—. ¿Por qué quieres...?
—No quiero interrogarle sobre el futuro, sino sobre el presente. —Salieron al cegador sol de la tarde—. Quiero interrogarle sobre acontecimientos de ahora mismo.
Evelyn le detuvo.
—¿Puedes explicármelo?
—Tengo una teoría. —Patterson aumentó la velocidad de su paso—. Vamos, antes que sea demasiado tarde.
Entraron en el pabellón de terapia. Técnicos y oficiales se encontraban de pie alrededor de la enorme mesa, examinando las fichas y las líneas indicadoras.
—¿Dónde está Unger? —preguntó Patterson.
—Se ha ido —contestó el oficial—. Gannet se ha rendido por hoy.
—¿Adónde ha ido? —Patterson empezó a blasfemar furiosamente—. ¿Qué ha pasado?
—Gannet y West le condujeron de vuelta al edificio principal. Estaba demasiado cansado para continuar. Casi lo conseguimos. Gannet estaba dispuesto a todo, pero tendremos que esperar.
Patterson tomó por el brazo a Evelyn Cutter.
—Quiero declarar el estado de emergencia general. Que rodeen el edificio. ¡De prisa!
Evelyn le miró, asombrada.
—Pero...
Patterson no le hizo caso y salió a toda prisa del pabellón, en dirección al edificio principal del hospital. Tres lentas siluetas le precedían. El teniente West y Gannet flanqueaban al anciano y le sujetaban.
—¡Aléjense! —chilló Patterson.
Gannet se volvió.
—¿Qué pasa?
—¡Aléjense de él!
Patterson se precipitó hacia el anciano, pero ya era demasiado tarde.
La onda expansiva le alcanzó. Un círculo de llamas blancas cegadoras surgió por doquier. La figura encorvada del anciano osciló, y después se carbonizó. El bastón de aluminio se fundió y se transformó en una masa amorfa. Los restos del anciano empezaron a desprender humo. El cuerpo se partió en dos. Después, muy poco a poco, los fragmentos resecos y deshidratados cayeron al suelo, formando un montón de cenizas. Lentamente, el círculo de energía se apagó.
Gannet le propinó una patada; su rotundo rostro estaba lívido de sorpresa e incredulidad.
—Está muerto. Y no logramos obtener la información.
El teniente West contempló las cenizas, todavía humeantes. Sus labios mascullaron las palabras.
—Nunca lo averiguaremos. No podemos cambiar la historia. No podemos ganar. —De pronto, sus dedos se cerraron sobre su chaqueta. Se arrancó con violencia los galones—. Que me aspen si voy a sacrificar mi vida para que usted se cargue el sistema. No pienso caer en esta trampa mortal. ¡Puede borrarme de su lista!
El aullido de la alarma general surgió del hospital. Vagas siluetas se precipitaron hacia Gannet. Soldados y guardias del hospital corrían en todas direcciones, confusos. Patterson no les prestó atención; sus ojos estaban clavados en la ventana que daba directamente sobre su cabeza.
Había alguien allí. Un hombre, cuyas manos estaban extrayendo un objeto que centelleaba a la luz del sol. El hombre era V-Stephens. Soltó el objeto de metal y plástico y desapareció con él de la ventana.
Evelyn corrió a reunirse con Patterson.
—¿Qué...? —Vio los restos y chilló—. Oh, Dios mío. ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién?
—V-Stephens.
—LeMarr debió soltarle. Sabía que ocurriría. —Las lágrimas anegaron sus ojos y su voz adquirió un tono de histeria—. ¡Te dije que lo haría! ¡Te lo advertí!
Gannet habló a Patterson como un niño asustado.
—¿Qué va a hacer? Le han asesinado. —La rabia se sobrepuso a su miedo—. Mataré a todos los pies palmeados del planeta. Quemaré sus hogares y les colgaré. Les... —su voz se quebró—. Ya es demasiado tarde, ¿verdad? No podemos hacer nada. Hemos perdido. Nos han derrotado, antes incluso que la guerra empezara.
—Exacto —dijo Patterson—. Es demasiado tarde. Ha perdido su oportunidad.
—Si le hubiéramos obligado a hablar... —se lamentó Gannet.
—Era imposible.
Gannet parpadeó.
—¿Por qué? —Su innata astucia animal se transparentó—. ¿Por qué dice eso?
El micrófono que colgaba del cuello de Patterson zumbó.
—Doctor Patterson, una llamada para usted desde el censo —dijo la voz del transmisor.
—Pásemela.
La voz del funcionario del censo llegó a sus oídos.
—Doctor Patterson, tengo la información que ha solicitado.
—¿Cuál es? —preguntó Patterson, aunque ya sabía la respuesta.
—Hemos verificado dos veces nuestros resultados para asegurarnos. No existe una persona como la que usted ha descrito. No existe un individuo en esta época ni en nuestros registros antiguos llamado David L. Unger, con las características que usted describió. Las huellas cerebrales, dentales y dactilares no constan en nuestros archivos. ¿Desea que...?
—No —contestó Patterson—. Ya han respondido a mi pregunta. Olvídelo.
Cortó la comunicación.
Gannet escuchaba con semblante hosco.
—Esto me sobrepasa por completo, Patterson. Explíquemelo.
Patterson no le hizo caso. Se arrodilló y removió la ceniza que había sido David Unger. Al cabo de un momento, volvió a conectar el transmisor.
—Quiero que suban estos restos al laboratorio para que los analicen —ordenó en voz baja—. Envíen a un equipo cuanto antes. —Se levantó lentamente y añadió para sí—: Ahora, encontraré a V-Stephens, si puedo.
—Ya estará camino de Venus, sin duda —dijo con amargura Evelyn Cutter—. Bien, todo ha terminado. No podemos hacer nada.
—Habrá guerra —admitió Gannet.
Volvió poco a poco a la realidad. Se concentró en la gente que le rodeaba con un violento esfuerzo. Alisó su mata de cabello cano y se ajustó la chaqueta. Su, hasta aquel momento, impresionante silueta, recuperó cierta apariencia de dignidad.
—Deberíamos enfrentarnos a la situación como hombres. Es inútil evadirla.
Patterson se apartó cuando un grupo de robots se acercó a los restos carbonizados y los recogió en un sólo montón.
—Lleven a cabo un análisis completo —dijo al técnico que se hallaba al mando—. Examinen minuciosamente las unidades celulares básicas, en especial el aparato neurológico. Infórmenme lo antes posible.
Tardaron una hora.
—Compruébelo usted mismo —dijo el técnico del laboratorio—. Tome un poco de material. Ni siquiera al tacto es normal.
Patterson aceptó una muestra de materia orgánica seca y quebradiza. Podría haber sido la piel ahumada de un pez. Se rompió con facilidad en sus manos; cuando la depositó entre los aparatos, se convirtió en polvo.
—Entiendo —dijo.
—No está mal, dentro de todo, pero es débil. No habría aguantado dos días más. Se estaba deteriorando con gran rapidez, el sol, el aire, todo le perjudicaba. No había sistema autónomo de renovación. Nuestras células experimentan un proceso constante de
purificación y mantenimiento. Esta cosa fue ensamblada y puesta en funcionamiento por alguien que nos lleva un gran adelanto en materia de biosintéticos. Es una obra maestra.
—Sí, es un buen trabajo —admitió Patterson. Tomó otra muestra de lo que había sido el cuerpo de David Unger y lo desmenuzó con expresión pensativa—. Nos engañó por completo.
—Usted lo sabía, ¿verdad?
—Al principio, no.
—Como ve, estamos reconstruyendo todo el sistema a partir de las cenizas. Faltan partes, desde luego, pero obtendremos el perfil general. Me gustaría conocer a los fabricantes de esta cosa. Funcionó de maravilla. No era una máquina.
Patterson miró la ceniza carbonizada que habían empleado para reconstruir la cara del androide. Carne arrugada, ennegrecida, fina como el papel. El ojo muerto le miraba sin ver. Los del censo tenían razón. David Unger nunca había existido. Esa persona no había vivido jamás en la Tierra, o donde fuera. Lo que habían llamado «David Unger» era un hombre sintético.
—Nos engañaron —confesó Patterson—. ¿Cuánta gente lo sabe, aparte de nosotros dos?
—Nadie más. —El técnico señaló a su cuadrilla de robots—. Soy el único ser humano de este equipo.
—¿Será capaz de guardar el secreto?
—Claro. Usted es mi jefe.
—Gracias, pero si lo deseara, esta información podría ponerle al servicio de otro jefe.
—¿Gannet? —El técnico lanzó una carcajada—. No me gustaría trabajar para él.
—Le pagaría muy bien.
—Es cierto, pero cualquier día me encontraría en el frente. Prefiero quedarme en el hospital.
Patterson se encaminó hacia la puerta.
—Si alguien pregunta, diga que no quedó lo suficiente para proceder a los análisis. ¿Se encargará de eliminar esos restos?
—Me disgusta la idea, pero lo haré. —El técnico le miró con curiosidad—. ¿Tiene alguna idea de quién fabricó el androide? Me gustaría estrecharle la mano.
—En este momento sólo me interesa una cosa —dijo Patterson, sin contestar a la pregunta—. Hay que encontrar a V-Stephens.
LeMarr parpadeó cuando el sol de la tarde se filtró en su cerebro. Se enderezó, para darse un buen golpe en la cabeza con el tablero de instrumentos. El dolor le abrumó durante unos instantes y volvió a sumirse en una consoladora oscuridad. Después, poco a poco, recobró el conocimiento. Y miró a su alrededor.
El coche estaba estacionado en la parte posterior de un pequeño y deteriorado estacionamiento público. Eran las cinco y media. El tráfico avanzaba ruidosamente por la estrecha calle a la que daba el estacionamiento. LeMarr exploró su cráneo. Localizó una zona, del diámetro de un dólar de plata, en la que no experimentaba la menor sensación. La zona irradiaba un frío glacial, la ausencia total de calor, como si se hubiera golpeado contra un nexo del espacio exterior.
Aún trataba de recobrarse y recordar los acontecimientos que habían precedido a este período de inconsciencia, cuando la veloz forma de V-Stephens apareció.
V-Stephens corría con agilidad entre los coches de superficie estacionados, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y la mirada alerta. Notó algo extraño en él, una diferencia que LeMarr, en su estado de aturdimiento, no pudo precisar. V-Stephens casi
había llegado al coche cuando cayó en la cuenta, y al mismo tiempo recuperó la memoria. Se acurrucó contra la puerta, lo más inmóvil posible. Se sobresaltó, bien a su pesar, cuando V-Stephens abrió la puerta y se sentó tras el volante.
V-Stephens ya no era verde.
El venusiano cerró la puerta, introdujo la llave y puso en marcha el vehículo. Encendió un cigarrillo, examinó su par de gruesos guantes, echó un vistazo a LeMarr y salió del estacionamiento. Durante unos momentos condujo con una mano enguantada sujetando el volante y la otra oculta en el bolsillo de la chaqueta. Después, mientras aceleraba, sacó la pistola y la tiró en el asiento de al lado.
LeMarr se lanzó sobre ella. V-Stephens vio por el rabillo del ojo que el cuerpo inanimado cobraba vida. Pisó el freno de emergencia y se olvidó del volante. Los dos lucharon en silencio, con ferocidad. El coche se detuvo, transformándose de inmediato en el centro de un coro de airados bocinazos. Los dos hombres luchaban con desesperación, sin respirar, casi inmóviles. Después, LeMarr saltó hacia atrás y la pistola apuntó al rostro incoloro de V-Stephens.
—¿Qué ha ocurrido? —graznó—. He pasado cinco horas inconsciente. ¿Qué has hecho?
V-Stephens no dijo nada. Liberó el freno y condujo con lentitud. El humo gris del cigarrillo se escapó de sus labios. Tenía los ojos entornados, cubiertos por una película opaca.
—Eres un terrícola —dijo LeMarr, asombrado—. No eres un pies palmeados.
—Soy venusiano —contestó con indiferencia V-Stephens.
Mostró sus dedos palmeados y volvió a colocarse los guantes.
—Pero, ¿cómo?
—¿Crees que no podemos superar la barrera del color cuando nos da la gana? —V-Stephens se encogió de hombros—. Tintes, hormonas químicas, operaciones quirúrgicas de escasa importancia... Media hora en el lavabo de caballeros con una aguja hipodérmica y un emplasto... Este planeta no es para hombres de piel verde.
Una barricada se había levantado en el extremo de la calle. Un grupo de hombres taciturnos aguardaba con pistolas y toscos garrotes. Algunos llevaban las gorras grises de la Defensa Civil. Paraban a todos los coches y los registraban. Un hombre de rostro bestial indicó a V-Stephens que se detuviera. Se adelantó y ordenó por señas que bajara la ventanilla.
—¿Qué ocurre? —preguntó LeMarr, nervioso.
—Buscamos pies palmeados —gruñó el hombre, cuya gruesa camisa de lona desprendía un penetrante hedor a ajo y sudor. Examinó el coche con veloces miradas de suspicacia—. ¿Han visto alguno?
—No —contestó V-Stephens.
El hombre abrió el maletero y escudriñó en su interior.
—Hemos atrapado uno hace un par de minutos. —Levantó su grueso pulgar—. ¿Lo ven allí arriba?
Habían colgado al venusiano de una farola. El viento del anochecer balanceaba su cuerpo verde. Su rostro era una horrible masa deformada por el dolor. Una multitud se había congregado alrededor de la horca improvisada. Sonreían. Esperaban.
—Habrá más —dijo el hombre, mientras cerraba el maletero—. Muchos más.
—¿Qué ha pasado? —consiguió articular LeMarr. Estaba asqueado y aterrorizado. Apenas le salía la voz—. ¿Por qué hacen esto?
—Un pies palmeados mató a un hombre. A un terrícola. —El hombre retrocedió y dio una palmada sobre el capó—. Muy bien. Pueden irse.
El coche avanzó. Algunos revoltosos exhibían uniformes completos, combinando el gris de la Defensa Civil con el azul de la Tierra. Botas, hebillas pesadas, gorras, pistolas, brazaletes. En los brazaletes se leía «C. D.» en letras negras sobre fondo rojo.
—¿Qué es eso? —preguntó LeMarr con voz débil.
—Comité de Defensa —contestó V-Stephens—. La vanguardia de Gannet. Para defender a la Tierra de los cuervos y los pies palmeados.
—Pero... —LeMarr hizo un gesto de impotencia—. ¿La Tierra ha sido atacada?
—No, que yo sepa.
—Da la vuelta. Regresemos al hospital.
V-Stephens vaciló, pero al cabo de un momento obedeció. El coche se dirigió hacia el centro de Nueva York.
—¿Por qué quieres volver? —preguntó V-Stephens.
LeMarr no le oyó. Contemplaba con horror las calles, patrulladas por hombres y mujeres que parecían animales al acecho, deseosos de matar.
—Se han vuelto locos —murmuró LeMarr—. Son como bestias.
—No —dijo V-Stephens—. Pronto terminará todo, cuando se le retire al Comité el apoyo económico. Aún se encuentra en pleno apogeo, pero pronto cambiará la situación y la gran maquinaria girará al revés.
—¿Por qué?
—Porque Gannet ya no desea la guerra. Aún tardará un poco en diseñar la nueva estrategia. Gannet financiará probablemente a un movimiento llamado «C. P.»: Comité por la Paz.
El hospital estaba rodeado por una muralla de tanques, camiones y ametralladoras móviles. V-Stephens frenó el coche y tiró el cigarrillo. No se permitía el paso a los coches. Los soldados se movían entre los tanques con relucientes fusiles entre las manos, todavía brillantes de grasa.
—¿Y bien? —preguntó V-Stephens—. ¿Qué hacemos ahora? A ti te toca decidir.
LeMarr introdujo una moneda en el videófono montado sobre el tablero de instrumentos. Dio el número del hospital y, cuando apareció el operador, preguntó por Vachel Patterson.
—¿Dónde estás? —preguntó Patterson. Vio la pistola en la mano de LeMarr, y después sus ojos se clavaron en V-Stephens—. Veo que le has atrapado.
—Sí —admitió LeMarr—, pero no entiendo lo que ha pasado. —Movió una mano suplicante en dirección a la imagen diminuta de Patterson—. ¿Qué debo hacer? ¿Qué está ocurriendo?
—Dime dónde estás —pidió Patterson con voz tensa.
LeMarr obedeció.
—¿Quieres que le lleve al hospital? Quizá debería...
—Sigue apuntándole con la pistola. Estaré ahí dentro de un momento.
Patterson cortó la comunicación y la pantalla se apagó.
LeMarr sacudió la cabeza, perplejo.
—Intenté sacarte de aquí —dijo a V-Stephens—. Entonces, me disparaste. ¿Por qué? —De súbito, LeMarr se estremeció violentamente cuando comprendió—. ¡Has matado a David Unger!
—Exacto —respondió V-Stephens.
El arma tembló en la mano de LeMarr.
—Quizá debería matarte ahora mismo. Quizá debería bajar la ventana y gritar a esos dementes que vengan por ti. No lo sé.
—Haz lo que consideres mejor.
LeMarr aún estaba dudando cuando Patterson apareció junto al coche. Tabaleó sobre la ventanilla y LeMarr abrió la puerta. Patterson entró y cerró la puerta.
—Pon en marcha el coche —dijo a V-Stephens—. Alejémonos del centro.
V-Stephens le dirigió una breve mirada y encendió el motor.
—Da igual que lo hagas aquí —dijo a Patterson—. Nadie se interpondrá.
—Quiero salir de la ciudad —contestó Patterson—. Mi laboratorio ha analizado los restos de David Unger. Pudieron reconstruirlo casi en su totalidad.
El rostro de V-Stephens reflejó una gran emoción.
—¿Sí?
Patterson extendió la mano.
—Estréchala —dijo con semblante sombrío.
—¿Cómo? —preguntó V-Stephens, confuso.
—Alguien me pidió que lo hiciera. Alguien convencido que ustedes, los venusianos, hicieron un buen trabajo cuando fabricaron ese androide.
El coche corría por la autopista, adentrándose en la oscuridad de la noche.
—Denver es el último lugar que queda —explicó V-Stephens a los dos terrestres—. Hay muchos de nosotros allí. COLOR-AD dice que algunos hombres del Comité empezaron a destrozar nuestras oficinas, pero el directorio ha puesto fin a eso. Presionado por Gannet, probablemente.
—Quiero saber más —dijo Patterson—. Pero no sobre Gannet. Conozco sus métodos. Quiero saber qué están tramando ustedes.
—COLOR-AD fabricó el hombre sintético —admitió V-Stephens—. Del futuro no sabemos más que ustedes, o sea, nada de nada. David Unger nunca existió. Falsificamos los documentos de identidad, inventamos una falsa personalidad, la historia de una guerra que nunca se produjo... Todo.
—¿Por qué? —preguntó LeMarr.
—Para asustar a Gannet y conseguir que diera marcha atrás. Para aterrorizarle tanto que concediera la independencia a Venus y Marte. Para evitar que provocara una guerra que mantendría su poderío económico. La falsa historia que introdujimos en la mente de Unger ha roto y destruido el imperio de nueve planetas de Gannet. Gannet es realista. Se arriesga cuando las posibilidades están a su favor, pero nuestra historia no le daba ni una.
—Gannet pierde —dijo lentamente Patterson—. ¿Y ustedes?
—Nunca estuvimos en el juego. Nunca entramos en el juego de la guerra. Sólo queremos libertad y la independencia. Ignoro cómo sería la guerra, pero me hago una idea. Muy desagradable. A ninguno de ambos bandos le interesa. Tal como iban las cosas, la guerra era inevitable.
—Me gustaría aclarar algunas cosas —dijo Patterson—. ¿Eres un agente de COLOR-AD?
—Exacto.
—¿Y V-Rafia?
—También. De hecho, todos los marcianos y venusianos se convierten en agentes de COLOR-AD cuando pisan la Tierra. Queríamos introducir a V-Rafia en el hospital para que me ayudara a salir. Existía la posibilidad que me impidieran destruir el androide en el momento adecuado. En ese caso, V-Rafia se habría encargado, pero Gannet la mató.
—¿Por qué no te limitaste a disparar un rayo de energía fría sobre Unger?
—Queríamos que el cuerpo sintético quedara destruido por completo, lo cual no era posible, por supuesto. Sólo podía ser reducido a cenizas, tan ínfimas que un examen superficial no revelara nada. —Miró a Patterson—. ¿Por qué ordenaste un análisis tan minucioso?
—El número de Unger había salido. Y Unger no apareció para reclamarlo.
—Ah, qué pena. No sabíamos cuando aparecería. Intentamos elegir un número que saliera dentro de unos meses, pero durante las dos últimas semanas los alistamientos se sucedieron a velocidad vertiginosa.
—¿Y si no hubieras logrado destruir a Unger?
—Habíamos dispuesto el dispositivo de destrucción de forma que el androide no tuviese la menor posibilidad. Estaba sintonizado con su cuerpo; me bastaba con activarlo cerca de Unger. Si me hubieran matado, o no hubiera podido activar el mecanismo, el androide habría muerto antes que Gannet hubiera conseguido la información que deseaba. Era preferible destruirlo ante las propias narices de Gannet y sus esbirros. Queríamos inducirlos a pensar que sabíamos todos los detalles de la guerra. El valor psicológico de presenciar el asesinato de Unger pesa más que el riesgo de mi captura.
—¿Que pasará ahora? —preguntó Patterson.
—Se supone que debo regresar a COLOR-AD. En principio, iba a tomar una nave en la oficina de Nueva York, pero los manifestantes de Gannet dieron al traste con eso. Asumiendo que no me detendrás, por supuesto.
LeMarr había empezado a sudar.
—¿Y si Gannet descubre el engaño? Si descubre que David Unger no existió jamás...
—Ya lo hemos arreglado —respondió V-Stephens—. Cuando Gannet haga averiguaciones, habrá un David Unger. Entretanto... —Se encogió de hombros—. Deben decidir ustedes dos. Tienen el arma.
—Dejémosle marchar —exclamó LeMarr.
—Eso no sería muy patriótico —señaló Patterson—. Estamos ayudando a los pies palmeados. Quizá deberíamos llamar a esos hombres del Comité.
—Que se vayan a la mierda —bufó LeMarr—. No entregaría a nadie a esos linchadores lunáticos. Ni siquiera a...
—¿Ni siquiera a un pies palmeados? —preguntó V-Stephens.
Patterson contemplaba el negro cielo tachonado de estrellas.
—¿Qué sucederá al final? —preguntó a V-Stephens—. ¿Crees que algún día terminará este enfrentamiento?
—Claro —respondió al instante V-Stephens—. Algún día viajaremos a las estrellas, a otros sistemas. Encontraremos otras razas..., auténticas, esta vez. No humanas, en la plena acepción de la palabra. Entonces, la gente comprenderá que procedemos del mismo tronco. Cuando tengamos algo con que compararnos, resultará evidente.
—Perfecto —dijo Patterson. Tendió la pistola a V-Stephens—. Eso era lo único que me preocupaba. Detesto pensar que esta situación pueda prolongarse indefinidamente.
—No será así —respondió V-Stephens con calma—. Algunas de esas razas no humanas quizá sean muy desagradables. Después de echarles un vistazo, los terrestres se alegrarán cuando sus hijas se casen con hombres de piel verde. —Sonrió—. Es posible que algunas de esas razas no humanas ni siquiera tengan piel...
FIN

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