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EL ARTE OSCURO

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martes, 19 de agosto de 2008

LEYENDA : EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI

LEYENDA : EL CENTINELA -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI
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El Centinela
Arthur C. Clarke
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La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad
cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo
largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un
óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo
fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas
de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos
kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas
montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del
verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían
llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres
pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no
podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas
tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas
de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo
que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado
cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes
sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba
sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de
aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna
Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en
otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos
quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos
nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes
espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula
de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni
siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir
cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos
encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y
esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso
ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el
cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,
naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas
increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.
Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no
sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del
océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido
las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de
aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras
altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros
deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00
enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,
las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche
hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros
preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no
creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y
casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que
caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía
de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,
pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,
«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje
espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del
día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa
terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease
distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte
meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por
debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,
pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la
Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella
neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente
desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las
hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso
la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba
a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,
antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en
retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la
esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos
baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por
encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de
una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de
un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros
hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese
sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que
alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba
directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el
segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las
grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,
al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la
curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla
de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,
los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que
fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y
sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se
elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente
enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían
hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare
Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.
Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,
continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era
absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente
en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas
cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía
tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe
temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para
tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de
altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo
hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido
ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición
cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña
probablemente se llamará «La Locura de Wilson».
- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender
a Pico y a Helicon?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente
Louis.
- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un
kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era
un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.
Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la
máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero
para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde
todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro
del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros
en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.
La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos
por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía
ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del
acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión
antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez
mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta
kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa
opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan
planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo
de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos
por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de
nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su
primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo
y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin
moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban
pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que
bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas
brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes
de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las
unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de
nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos
instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé
lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más
descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con
él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes
por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me
proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la
pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una
distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre
nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través
de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión
nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.
Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre
mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.
La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la
cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí
desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin
apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de
modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al
borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,
mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de
que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del
todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había
impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas
había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de
ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los
meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso
de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una
estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,
engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros
segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.
Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y
Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y
desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de
que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me
perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.
¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de
palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan
inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los
adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en
vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un
cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de
arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado
aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que
deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído
los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían
empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar
que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.
La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado
inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante
salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la
espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen
notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba
también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre
filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo
perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban
abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una
barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante
bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado
llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del
acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.
Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo
arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una
superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la
antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se
protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,
cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya
demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y
dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan
irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y
mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y
estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que
no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por
ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso
para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.
Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos
constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del
Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios
para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada
de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece
tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin
titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza
perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora
fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas
plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su
fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo
que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una
risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la
máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos
comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y
ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que
encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de
la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de
nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido
alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida
inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo
nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico
sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su
montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo
la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo
presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace
mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber
alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales
civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la
Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a
un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos
imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no
encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que
nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas
partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.
Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora
llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos
externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus
destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y
esperando que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la
estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito
entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas
delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por
todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro
que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que
nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna
en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que
estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo
el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus
señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la
Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,
muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas
compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan
prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda
más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.

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