Asimov, Isaac - EL ROBOT AL-76 SE HA EXTRAVIADO
SCIFI
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EL ROBOT AL-76 SE HA EXTRAVIADO
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Jonathan Quell abrió de un manotazo la puerta sobre la que estaba escrito «Administrador
General» y entró corriendo en el despacho. Sus ojos parpadeaban a toda velocidad detrás de los
cristales de sus gafas, y su expresión indicaba claramente lo preocupado que estaba.
-¡Mire esto, jefe! -Jadeó después de colocar sobre el escritorio un papel doblado por la mitad.
Sam Tobe se pasó el puro de una comisura de la boca a la otra y clavó los ojos en el papel.
Después se llevó una mano a la barbilla, se la frotó y la aspereza de los pelos le recordó que no se
había afeitado.
-¡Por todos los infiernos! -exclamó-. ¿De qué demonios están hablando?
-Dicen que enviamos cinco robots AL -le explicó Quell, aunque el mensaje de la hoja no
necesitaba ninguna aclaración.
-Enviamos seis -dijo Tobe.
-¡Por supuesto, señor! Pero al otro lado sólo recibieron cinco. Nos han enviado los números de
serie, y falta el AL-76.
Tobe echó su silla hacia atrás mientras alzaba su enorme masa y cruzó el umbral del despacho
moviéndose tan deprisa como si tuviera un par de ruedas bien engrasadas en vez de pies. Cinco
horas después -toda la planta estaba patas arriba, desde las salas de juntas hasta la cámara de
vacío; y cada uno de sus doscientos empleados había sido sometido a un demoledor tercer grado-
un sudoroso y desmelenado Tobe envió un mensaje urgente a la planta central de Schenectady.
Y algo muy parecido al pánico se adueñó de la planta central. Por primera vez en toda la historia
de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos un robot andaba suelto.
Lo más grave no era que la ley prohibiese la presencia de ningún robot en la Tierra fuera de las
fábricas de la empresa que contaban con licencia gubernamental para ello. Las leyes siempre
pueden ser quebrantadas. Lo realmente grave era otra cosa, y un matemático del departamento de investigación se encargó de expresarlo con toda claridad.
-Ese robot fue creado para conducir un disinto en la Luna -había dicho ese matemático-. Su
cerebro positrónico fue concebido para funcionar en el entorno lunar y únicamente allí. En la
Tierra va a recibir unos cuantos muchillones de impresiones sensoriales para las que nunca ha
sido preparado. No hay forma humana de predecir cuáles serán sus reacciones. ¡No tenemos ni
idea de lo que puede hacer!
El matemático se pasó el dorso de la mano por la frente, y descubrió que la tenía cubierta de
sudor.
Al cabo de una hora un estratoplano partía hacia la planta de Virginia. Las instrucciones eran
muy sencillas: «¡Encontrad ese robot, y deprisa!».
AL-76 estaba muy confuso. De hecho, en aquellos momentos lo único que había en su delicado
cerebro positrónico era confusión y aturdimiento. Había empezado a sentirse así cuando
descubrió que se hallaba en un entorno muy extraño. No tenía ni idea de cómo había ido a parar
allí, y nada era como debería ser.
Había algo verde debajo de sus pies, y se encontraba rodeado por unos extraños cilindros
amarronados con más verde en su parte superior. El cielo tendría que haber sido negro, pero era
azul. El sol redondo, amarillo y caliente era irreprochable, pero... ¿Dónde estaba la piedra pómez
que habría tenido que estar pisando, y adónde habían ido a parar los inmensos cráteres que
tendrían que estar formando círculos de crestas montañosas a su alrededor?
Lo único que podía ver era el verde debajo y el azul encima. Los sonidos que lo rodeaban le
resultaban totalmente desconocidos. Había atravesado una corriente de agua que le llegaba hasta
la cintura. El agua era de color azul, estaba fría y mojaba; y cuando se había cruzado con seres
humanos -lo que había ocurrido de vez en cuando-, ninguno de ellos llevaba puesto el traje
especial que debería haber estado utilizando. Y, aparte de eso, todos los humanos que le habían
visto gritaron y echaron a correr.
Un hombre le había apuntado con una pistola y la bala había pasado silbando muy cerca de su
cabeza, después de lo cual el hombre también había huido a la carrera.
AL-76 no tenía ni la menor idea del tiempo que llevaba vagando sin rumbo cuando tropezó con la
cabaña de Randolph Payne. La cabaña estaba rodeada de bosque y se encontraba a tres kilómetros
de la ciudad de Hannaford, y Randolph Payne -un destornillador en una mano, una pipa en la otra
y una aspiradora abollada entre las rodillas-, estaba sentado delante de la puerta con las piernas
cruzadas.
Payne estaba canturreando. Era un hombre de natural alegre y predispuesto a la felicidad...,
cuando se encontraba en su cabaña. Poseía una vivienda más respetable en Hannaford, pero esa
vivienda casi siempre estaba ocupada por su esposa, cosa que Payne lamentaba en silencio pero
muy sinceramente; y quizá por eso experimentaba una sensación de alivio y libertad tan intensa
cada vez que conseguía retirarse a su «perrera de lujo especial» para poder fumar en paz y
dedicarse a su gran afición, reparar electrodomésticos.
Reparar electrodomésticos le encantaba, pero a veces alguien le traía una radio o un despertador y
el dinero que Payne cobraba por hurgar en sus entrañas era el único del que podía disponer sin
que pasara antes por el cedazo de las ávidas manos de su esposa.
Por ejemplo, aquella aspiradora seguramente le proporcionaría seis billetes.
Pensar en el dinero hizo que Payne se pusiera a cantar, pero cuando alzó la mirada sintió que su
frente se cubría de un sudor frío. La canción murió en sus labios, sus ojos se desorbitaron y el
sudor se volvió aún más frío. Payne intentó ponerse en pie como acto preliminar a salir corriendo
tan deprisa como si le persiguiera el diablo, pero no logró convencer a sus piernas de que debían
cooperar.
Y su parálisis duró el tiempo suficiente para que AL-76 se sentara delante de él.
-Oiga, ¿puede explicarme por qué todos los otros humanos han echado a correr cuando me
vieron? -le preguntó.
Payne sabía por qué lo habían hecho, pero como explicación el gorgoteo que brotó de su
diafragma no era gran cosa.
-Uno de ellos incluso me disparó -siguió diciendo AL-76 con tono ofendido mientras Payne
intentaba aumentar la distancia que le separaba del robot echándose hacia atrás-. Unos
centímetros más abajo y la bala me habría rayado el hombro.
-De-debió de ser al-algún loco -tartamudeó Payne.
-Es posible. -El robot bajó la voz y adoptó el tono de quien se dispone a hacer una confidencia-.
Oiga, ¿tiene idea de por qué todo está mal?
Payne se apresuró a mirar a su alrededor. El tono afable del robot le sorprendía, especialmente
porque su apariencia no podía ser más pesada y brutalmente metálica; aunque Payne recordaba
haber oído que los cerebros de los robots estaban diseñados de tal forma que eran incapaces de
hacer ningún daño a los seres humanos, y eso hizo que se relajara un poco.
-Pero si todo es normal.
-¿De veras? -AL-76 le lanzó una mirada acusadora-. Incluso ustedes, los humanos... ¿Dónde está
su traje espacial?
-Nunca he tenido un traje espacial.
-¿Y entonces por qué no están todos muertos?
Payne tardó unos momentos en ser capaz de responder.
-Bueno... No lo sé.
-¡Ajá! -exclamó el robot en tono triunfal-. Todo está mal, ya se lo he dicho. ¿Dónde está el Monte
Copérnico? ¿Dónde está la Estación Lunar 17? ¿Y dónde está mi disinto? Quiero empezar a
trabajar lo más pronto posible. He de hacerlo, ¿comprende? -Parecía un poco inquieto, y cuando
siguió hablando Payne se dio cuenta de que le temblaba la voz-. Llevo horas dando vueltas y más
vueltas intentando encontrar a alguien que me diga dónde está mi disinto, pero todos los humanos
que me ven echan a correr. A estas alturas ya debo ir muy retrasado, y el jefe de sección estará
echando chispas. Me he metido en un buen lío, créame.
La mente de Payne empezó a salir del torbellino emocional en el que había quedado atrapada.
-0iga, ¿como se llama? -preguntó.
-Mi número de serie es AL-76.
-De acuerdo, me basta con Al. Bien, Al, si anda buscando la Estación Lunar 17... Eso está en la
Luna, ¿no?
AL-76 asintió enérgicamente con la cabeza.
-Por supuesto que está en la Luna, pero ya llevo mucho rato buscándola y...
-Está en la Luna, sí, pero esto no es la Luna.
Esta vez fue AL-76 quien se quedó desconcertado. El robot contempló en silencio a Payne
durante unos momentos, y pareció pensar en lo que acababa de oír.
-¿Qué quiere decir con lo de que esto no es la Luna? -murmuró-. Pues claro que es la Luna.
Porque si no lo es... Bueno, ¿entonces qué es? ¿Eh? Venga, respóndame.
Payne emitió un sonido muy curioso y respiró pesadamente. Después extendió un dedo hacia el
robot y lo movió de un lado a otro.
-Mire... -empezó a decir, y entonces tuvo la idea más brillante del siglo, tan brillante que no pudo
seguir hablando y tuvo que conformarse con añadir un «¡Uf!» ahogado.
AL-76 lo recriminó con la mirada.
-Eso no es una respuesta. Creo que si le hablo con educación y le hago una pregunta tengo
derecho a que me responda con educación, ¿no?
Payne se encontraba tan ocupado asombrándose de su propia inteligencia que no escuchó ni una
palabra. Bueno, estaba más claro que el agua, ¿no? Aquel robot había sido construido para
trabajar en la Luna y fuera por la razón que fuese se había extraviado y había ido a parar a la
Tierra. Su cerebro positrónico había sido programado para un entorno lunar y el entorno terrestre
no tenía ningún sentido para él, por lo que resultaba lógico que estuviera totalmente
desconcertado.
Bien, si conseguía mantener al robot allí hasta que pudiera ponerse en contacto con la fábrica de
Petersboro... Bueno, los robots eran muy valiosos, ¿no? Payne había oído comentar que el
modelo más barato costaba 5o.ooo dólares, y algunos de ellos llegaban a costar millones de
dólares. «¡Piensa en la recompensa! -se dijo-. Oh, chico, chico... ¡Piensa en la recompensa!» Y
todo ese dinero sería para él, todo hasta el último centavo... Las codiciosas manos de Mirandy no
verían ni una sola moneda. ¡Oh, no, ni una sola!
Payne se puso en pie.
-Al, ¡tú y yo vamos a llevarnos muy bien! -exclamó-. ¡Vamos a ser grandes amigos! Te quiero
como si fueras un hermano. -Le ofreció una mano-. ¡Venga, chócala!
El robot envolvió la mano que se le ofrecía con una garra metálica y ejerció una presión casi
imperceptible sobre ella. No entendía nada de lo que ¡e estaba ocurriendo.
- ¿Significa eso que va a decirme cómo puedo llegar a la Estación Lunar 17?
-Eh... No, no exactamente. De hecho, me caes tan bien que quiero que te quedes conmigo durante
algún tiempo.
-Oh, no. No puedo hacer eso. He de ir a trabajar. -AL-76 meneó la cabeza-. Oiga, si tuviera una
cuota de trabajo que efectuar, ¿le gustaría irse retrasando hora a hora, minuto a minuto ... ? No,
quiero trabajar. He de trabajar.
Payne pensó que sobre gustos no hay nada escrito.
-De acuerdo, de acuerdo. Voy a explicarte una cosa, y te la voy a explicar porque tienes cara de
ser muy inteligente. He recibido
órdenes de tu jefe de sección, y me ha dicho que quiere que te quedes aquí un tiempo. De hecho,
quiere que te quedes aquí hasta que envíe a alguien a buscarte.
-¿Para qué? -preguntó AL-76 con cierta suspicacia.
-No puedo decírtelo. Asuntos del gobierno... Alto secreto, ya sabes.
Payne rezó para que el robot se lo tragara. Sabía que algunos robots eran muy listos, pero aquél
tenía el aspecto de ser un modelo bastante primitivo.
Y mientras Payne rezaba AL-76 meditaba. El cerebro del robot había sido programado para
manejar un disinto en la Luna, por lo que el pensamiento abstracto no era su fuerte y, además,
desde que se había extraviado AL-76 tenía la impresión de que sus procesos mentales se estaban
haciendo cada vez más erráticos y extraños, como si aquel entorno desconocido estuviera
empezando a afectarle.
Teniendo en cuenta todo eso, puede considerarse que su siguiente pregunta fue un auténtico
prodigio de astucia.
-¿Cómo se llama mi jefe de sección? -preguntó.
Payne tragó saliva y se devanó los sesos.
-Al -dijo con voz casi inaudible-, tus sospechas me ofenden y me hieren. No puedo decírtelo. Los
árboles tienen oídos.
AL-76 volvió la cabeza hacia el árbol que tenía al lado y lo inspeccionó.
-No es cierto -dijo con voz impasible.
-Ya lo sé. Lo que quería decir es que siempre hay espías por todas partes.
-¿Espías?
-Sí, ya sabes... Humanos malvados que quieren destruir la Estación Lunar 17.
-¿Por qué?
-Porque son unos malvados. Y también quieren acabar contigo, y por eso tienes que quedarte aquí
durante un tiempo para que no puedan encontrarte.
-Pero... Pero he de encontrar mi disinto. He de cumplir con la cuota de trabajo que me han
asignado.
-Lo encontrarás y cumplirás con tu cuota de trabajo -se apresuró a prometerle Payne maldiciendo
entusiásticamente en su fuero interno aquel obtuso cerebro de robot que sólo parecía capaz de
pensar en su cuota de trabajo-. Mañana te enviarán uno. Sí, eso... Mañana mismo tendrás tu
disinto.
Eso le proporcionaría tiempo más que suficiente para ponerse en contacto con la fábrica y hacerse
con un precioso montoncito de billetes de cien dólares.
Pero AL-76 sólo tenía una defensa que oponer a la inquietante presión que ese mundo extraño
que le rodeaba ejercía sobre sus procesos mentales, y la defensa consistía en la tozudez.
-No -dijo-. He de conseguir mi disinto ahora. -Tensó sus articulaciones, y se levantó tan deprisa
que pareció saltar más que incorporarse-. Será mejor que siga buscándolo.
Payne se apresuró a ponerse en pie y sus manos se cerraron sobre el frío y duro metal de un codo.
-Escucha, Al, tienes que quedarte conmigo -dijo.
Y algo hizo clic en la mente del robot. Toda la extrañeza del entorno se concentró en una masa
que reventó de repente. La explosión silenciosa se fue difundiendo por todo el cerebro
positrónico, y cuando se esfumó dejó detrás de ella un cerebro que funcionaba con una eficiencia
asombrosamente aumentada. AL-76 se volvió hacia Payne.
-Le diré lo que vamos a hacer. Puedo construir un disinto aquí mismo.... y cuando lo haya
construido empezaré a utilizarlo.
Payne contempló al robot con expresión dubitativa.
-No creo que sea capaz de construirte un... un disinto -dijo mientras se preguntaba si serviría de
algo fingir que sí podía.
-No se preocupe. -AL-76 casi podía sentir cómo los senderos positrónicos de su cerebro se
alteraban para adaptarse a nuevas pautas, y experimentó una extraña excitación-. Yo puedo
construir uno. -Volvió la cabeza hacia la «perrera de lujo» de Payne-. Dispone de todo el material
que necesito.
Randolph Payne contempló la acumulación de trastos que había dentro de su cabaña: radios
despanzurradas, la parte inferior de una nevera, motores de coche oxidados, una estufa de gas
averiada, varios kilómetros de cables que se retorcían en todas direcciones y muchas cosas más
que, sumadas, componían unas cincuenta toneladas de masa metálica tan vieja y heterogénea que
ni un chatarrero la habría querido.
-¿Tú crees? -preguntó con un hilo de voz.
Dos horas más tarde ocurrieron dos cosas casi simultáneamente. La primera fue que Sam Tobe,
de la filial de Petersboro de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos,
recibió una llamada videofónica de un tal Randolph Payne, de Hannaford. Payne empezó a
hablarle del robot desaparecido, Tobe lanzó un gruñido, cortó la comunicación y ordenó que en lo
sucesivo todas las llamadas relativas a ese asunto fueran pasadas al sexto vicepresidente del
departamento de pelmazos.
Aunque pueda parecerlo, la reacción de Tobe era lógica y explicable. El robot AL-76 había
desaparecido sin dejar rastro, pero durante la última semana la fábrica había recibido llamadas de
todos los Estados Unidos referentes a los movimientos del robot; y Tobe aún recordaba el día en
que hubo catorce llamadas..., procedentes de catorce estados distintos.
Tobe estaba hartísimo y, en realidad, le faltaba muy poco para perder los estribos. Se había
llegado a hablar de una investigación del Congreso, a pesar de que todos los roboticistas, físicos y
matemáticos de mayor reputación del planeta habían coincidido en jurar que el robot era
totalmente inofensivo.
Dado su estado mental, no resulta sorprendente que el administrador general de la fábrica tardara
tres horas en preguntarse cómo era posible que el tal Randolph Payne supiera que el robot estaba
destinado a la Estación Lunar 17 Y, sobre todo, cómo podía saber que el número de serie del
robot era AL-76, ya que la empresa no había divulgado esos detalles.
Tobe siguió pensando en todo aquello durante minuto y medio, y después se puso en acción.
El segundo acontecimiento se produjo durante el período de tres horas transcurrido entre la
llamada y el que Tobe se pusiera en acción. Unos segundos después de que le cortara la
comunicación Randolph Payne ya había repasado todos los posibles motivos que podían explicar
la brusca interrupción de su llamada, había llegado a la conclusión correcta -el administrador de
la fábrica no había creído ni una sola palabra y le había colgado-, y había vuelto a su cabaña con
una cámara. Una foto sería una prueba indiscutible, y Payne no estaba dispuesto a dejarles ver la
mercancía hasta que soltaran el dinero.
AL-76 estaba muy ocupado. La mitad del contenido de la cabaña de Payne se hallaba esparcido a
lo largo y ancho de cinco hectáreas de terreno, y el robot estaba agachado en el centro de aquella
confusión metálica trasteando con piezas de radios, planchas de hierro, hilo de cobre y otros
muchos objetos de lo más diverso. AL-76 no prestó ninguna atención a Payne, y éste se apresuró
a tumbarse en el suelo y enfocó su cámara para obtener una foto lo más nítida posible.
Y justo en aquel momento Lemuel Oliver Cooper apareció por un recodo de la carretera, y lo que
vio hizo que se quedara paralizado. La razón de su presencia allí era que su tostadora de pan
había adquirido la molesta costumbre de lanzar las rebanadas al aire igual que si fueran cohetes
en vez de tostarlas, como era su obligación. La razón de que saliera por piernas no podía ser más
obvia. No hubo testigos de su huida, pero en el improbable supuesto de que el azar hubiera traído
hasta allí al entrenador de un equipo de atletismo éste habría enarcado las cejas y habría hecho
todo lo posible por ficharle.
Cooper apenas disminuyó la velocidad hasta entrar en tromba en la oficina del sheriff Saunders y
apoyarse jadeante en una pared.
Su sombrero y su tostadora habían quedado olvidados en algún punto del trayecto.
Unas manos compasivas lo sostuvieron. Cooper hizo esfuerzos desesperados para hablar durante
el medio minuto que tardó en calmarse lo suficiente como para intentar recuperar el aliento... Y)
naturalmente, no consiguió hacer ninguna de las dos cosas.
Le dieron a beber un poco de whisky y le abanicaron, pero a pesar de todos sus esfuerzos tardó
unos minutos en recuperar el habla.
-Monstruo... -balbuceó cuando por fin consiguió hablar-. Dos metros de alto... Cabaña
destrozada... Pobre Randolph Payne...
Etcétera, etcétera.
Fueron sacándole toda la historia poco a poco. Al parecer había un monstruo metálico de dos
metros o quizá dos metros y medio de altura junto a la cabaña de Payne. Randolph Payne estaba
tendido boca abajo en el suelo -«su cadáver estaba cubierto de sangre y horriblemente
destrozado»-; el monstruo estaba absorto destrozando concienzudamente lo que quedaba de la
cabaña, pero dejó de hacerlo para volverse hacia Lemuel Oliver Cooper, y éste consiguió escapar
por los pelos.
El sheriff Saunders se llevó las manos al cinturón y tiró de él tensándolo alrededor de su
prominente barriga.
-Debe de ser ese hombre máquina que se escapó de la fábrica de Petersboro -dijo-. Recibimos el
aviso el sábado pasado. Eh, Jake, reúne a toda la gente del condado de Hannaford que sepa
disparar y reparte placas de ayudante de sheriff entre ellos. Quiero que estén aquí al mediodía.
Ah, y antes de hacer eso arréglatelas para dejarte caer por casa de la viuda Payne y le das la
noticia de la forma más diplomática que se te ocurra, ¿de acuerdo?
Posteriormente se rumoreó que en cuanto hubo recibido la noticia de lo ocurrido Miranda Payne
se apresuró a comprobar que la póliza del seguro de vida de su esposo estaba a buen recaudo,
emitió unos breves comentarios irritados lamentando que su estupidez le hubiera impedido doblar
el importe de la póliza a pesar de que ella se lo había sugerido muchísimas veces y, finalmente, se
comportó como se espera de cualquier viuda que se respete y prorrumpió en un llanto que partía
el corazón.
Unas cuantas horas más tarde Randolph Payne -quien seguía sin estar al corriente de que todo el
mundo le creía muerto después de haber sufrido horribles mutilaciones-, contempló los negativos
de sus instantáneas con expresión satisfecha. Como serie de retratos de un robot en plena faena
eran irreprochables, y no dejaban absolutamente nada a la imaginación. Las fotos podrían haber
sido exhibidas en cualquier galería de arte, y Payne casi podía ver los letreritos que habría debajo
de cada una: «Robot contemplando una válvula de vacio con expresión pensativa», «Robot
empalmando dos cables», «Robot manejando un destornillador», «Robot despedazando
violentamente una nevera», etcétera.
Ahora sólo le faltaba el trabajo rutinario de hacer las copias. Payne salió de detrás de la cortina de
su improvisado cuarto oscuro, y decidió fumarse una pipa y charlar un rato con AL-76.
Por suerte mientras hacía todo aquello no tenía ni idea de que los bosques vecinos hervían de
granjeros nerviosísimos armados con lo primero que habían encontrado, desde un trabuco que
podía considerarse como una reliquia de la época de las colonias hasta la ametralladora del
sheriff; y tampoco tenía ni idea de que media docena de roboticistas con Sam Tobe al frente iban
a más de doscientos kilómetros por hora por la carretera de Petersboro con el único propósito de
tener el placer y el honor de conocerle.
Los acontecimientos se iban encadenando y volaban hacia un clímax que no tardaría en llegar y,
mientras lo hacían, Randolph Payne lanzó un largo suspiro de satisfacción, encendió un fósforo
rascándolo en el fondillo de sus pantalones, dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó a AL-
76 con una sonrisa en los labios.
El hecho de que el robot era algo más que una simple máquina enloquecida resultaba indudable
desde hacía un buen rato. Randolph Payne era todo un experto en chapuzas caseras, y había
llegado a construir unos cuantos artilugios que habrían hecho saltar de las órbitas los ojos de
todos sus vecinos de habérsele ocurrido exhibirlos; pero nunca había concebido nada que se
aproximara ni de lejos a la monstruosidad que AL-76 estaba creando.
Hasta el más eximio inventor autodidacta habría muerto entre convulsiones de envidia nada más
verlo, y si hubiese vivido lo suficiente para echarle una mirada Picasso habría abandonado el arte
con el amargo convencimiento de que había sido vergonzosamente superado. Aquel cacharro
parecía capaz de agriar la leche en las ubres de todas las vacas en un kilómetro a la redonda.
¡Era francamente horrible!
Una gigantesca base de hierro oxidado que apenas recordaba algo que Payne creía haber visto
unido a un tractor viejo sostenía un enloquecido e informe amasijo de cables, ruedas, válvulas y
horrores sin nombre y sin número que parecía haber sido concebido por una mente empapada en
alcohol, y el conjunto se hallaba rematado por un megáfono de aspecto decididamente siniestro.
Payne sintió el deseo de meter la cabeza en el interior del megáfono y echar una ojeada, pero se
contuvo. Había visto artefactos de aspecto mucho más normal que habían estallado con repentina violencia. -Eh, Al -dijo.
El robot estaba boca abajo en el suelo añadiendo una delgada lámina de metal plateado al
artefacto, pero alzó la mirada hacia Payne en cuanto le oyó.
-¿Qué desea, Payne? -¿Qué es esto?
Payne formuló la pregunta en el mismo tono de voz que habría empleado si estuviera
contemplando algo francamente asqueroso en pleno proceso de putrefacción colgado entre dos
palos de tres metros de altura.
-Es el disinto que estoy construyendo para poder empezar a trabajar. Es una mejora del modelo
estándar.
El robot se puso en pie, se sacudió el polvo de las rodillas con una aparatosa serie de crujidos
metálicos y contempló su obra con orgullo.
Payne se estremeció. «¡Una mejora del ... !» Bueno, no le extrañaba que mantuvieran el original
oculto en las cavernas de la Luna. ¡Ah, nuestro pobre y querido satélite! Payne siempre había
querido saber si podía existir algo peor que la muerte. Bien, ahora ya lo sabía.
-¿Y funcionará? -preguntó. -Por supuesto. -¿Cómo lo sabes?
-Tiene que funcionar. Lo he hecho yo, ¿no? Ahora sólo me falta una cosa... ¿Tiene una linterna?
-Supongo que habrá una en algún sitio.
Payne desapareció en el interior de la cabaña y emergió de él casi inmediatamente.
El robot desatornilló un extremo de la linterna y trabajó frenéticamente durante cinco minutos.
-Listo -dijo retrocediendo un paso-. Ahora podré empezar a trabajar. Si quiere puede quedarse a
mirar.
Hubo un silencio durante el que Payne intentó apreciar como se merecía aquella oferta tan
magnánima. -¿Es seguro? -Hasta un bebé podría manejarlo.
-¡Oh! -Payne esbozó una débil sonrisa y se apresuró a refugiarse detrás del árbol más grueso que había en las inmediaciones-. Adelante -dijo-. Confío plenamente en ti.
AL-76 extendió una mano metálica y señaló la pesadillesca montaña de chatarra.
-¡Observe! -dijo.
Sus manos empezaron a moverse velozmente y...
Los granjeros del condado de Hannaford, Virginia, se desplegaron en formación de combate y
avanzaron hacia la cabaña de Payne estrechando lentamente el cerco, y se fueron arrastrando de
un árbol a otro mientras la sangre de sus heroicos antepasados hervía en sus venas y el vello de
sus nucas intentaba despegarse de la piel.
El sheriff Sanders les dio instrucciones.
-Disparad cuando yo dé la señal..., y apuntad a los ojos.
Jacob Linker («Flaco» Jake para sus amigos, y ayudante del sheriff para sí mismo) se le acercó.
-¿No cree que ese hombre máquina quizá se haya ido?
Linker había intentado ocultarlo, pero no pudo impedir que el matiz de esperanza resultara
claramente audible en su voz.
-No -gruñó el sheriff-, me temo que sigue allí. Si se hubiera ido nos habríamos tropezado con él
cuando avanzábamos por entre los árboles, y no le hemos visto.
-Pero todo parece tan espantosamente tranquilo... Y tengo la impresión de que ya estamos muy
cerca de la cabaña de Payne.
No hacía falta que se lo recordaran. El nudo que se había formado en la garganta del sheriff
Saunders era tan descomunal que le obligó a tragar saliva tres veces para hacerlo desaparecer.
-Vuelve a tu puesto -ordenó-, y mantén el dedo sobre el gatillo.
Ya habían llegado al borde del claro. El sheriff Saunders cerró los ojos y movió la cabeza hasta
que el rabillo de uno de ellos asomó por detrás del árbol que estaba usando como refugio. No vio
nada. El sheriff Saunders se quedó inmóvil durante unos momentos y volvió a intentarlo, esta vez abriendo los ojos.
Los resultados fueron mucho más satisfactorios, naturalmente.
El sheriff Saunders vio a un voluminoso hombre máquina vuelto de espaldas a él inclinado sobre
un artefacto tan horrible que te helaba la sangre y te dejaba sin aliento, una máquina espantosa de origen dudoso y finalidad aún más dudosa. Lo único que no vio fue la temblorosa silueta de
Randolph Payne abrazada a un árbol cercano que se encontraba al noroeste del suyo.
El sheriff Saunders salió al claro y alzó su ametralladora. El robot seguía dándole la espalda.
-¡Observe! -dijo AL-76 dirigiéndose a una persona o personas invisibles.
Y un dedo de una mano metálica pulsó un botón justo cuando el sheriff abría la boca
disponiéndose a dar la orden de disparar.
Lo que ocurrió a continuación fue presenciado por setenta testigos, pero a pesar de ello no
contamos con ninguna descripción. Durante los días, meses y años siguientes ni una sola de esas
setenta personas dijo una sola palabra sobre lo que ocurrió durante los segundos que siguieron al
momento en que el sheriff abrió la boca para dar la orden de disparar. Cuando se las interrogaba
al respecto se limitaban a ponerse de un color verde manzana y se alejaban con paso tambaleante.
A pesar de ello, las pruebas circunstanciales permiten deducir que lo que ocurrió fue, más o
menos, esto.
El sheriff Saunders abrió la boca y AL-76 pulsó un botón. El disinto empezó a funcionar y setenta
y cinco árboles, dos granjas, tres vacas y tres cuartas partes de la cima de la colina Duckbill se
desvanecieron dejando tras de sí una atmósfera bastante enrarecida por el polvo. Si se quiere
expresar de una forma más poética, todos esos objetos y seres vivos fueron a parar al sitio en el
que acaban las nieves del año pasado.
La boca del sheriff Saunders siguió abierta durante un período de tiempo imposible de calcular,
pero ni la orden de disparar ni ningún otro sonido brotó de ella. Y entonces...
Y entonces el aire empezó a vibrar, se oyó una especie de rugido ensordecedor y una serie de
zigzags de un vago color purpúreo cruzaron velozmente la atmósfera con la cabaña de Randolph
Payne como origen, y los granjeros que componían aquel ejército improvisado desaparecieron sin
dejar ni rastro.
Oh, sí, después se encontraron varias armas esparcidas por los alrededores -la metralleta modelo
niquelado especial con garantía de tiro ultra-rápido e imposibilidad de encasquillarse del sheriff
entre ellas-, una cincuentena de sombreros, unos cuantos puros y cigarrillos a medio fumar y
algunos otros objetos perdidos aquí y allá.... pero no quedó ni un solo cuerpo humano.
Salvo «Flaco» Jake, ninguno de esos cuerpos volvió a aparecer ante la raza humana hasta que
hubieron pasado tres días, y en el caso de Jake la excepción hay que buscarla en que su huida -tan
veloz que habría ruborizado a un cometa-, fue detenida por la media docena de hombres de la
fábrica de Petersboro que iban avanzando por el bosque a paso de carga moviéndose casi tan
deprisa como él.
Para ser exactos, la cabeza de «Flaco» Jake fue detenida por el estómago de Sam Tobe.
-¿Dónde está la cabaña de Randolph Payne? -preguntó Tobe en cuanto hubo conseguido
recuperar el aliento.
«Flaco» Jake permitió que sus ojos perdieran su brillo vidrioso durante unos segundos.
-Hermano, te aconsejo que te limites a seguir la dirección opuesta a la mía -replicó.
Y se esfumó como por arte de magia. Unos segundos después ya era un puntito cada vez más
pequeño que se alejaba hacia el horizonte moviéndose velozmente por entre los árboles. El
puntito quizá fuera «Flaco» Jake, pero Sam Tobe no se habría atrevido a jurarlo.
El ejército improvisado ya ha desaparecido de escena, pero aún nos queda ocuparnos de
Randolph Payne, cuyas reacciones fueron ligeramente distintas.
Para Randolph Payne los cinco segundos que transcurrieron entre el momento en que AL-76
pulsó el botón y la desaparición de la cima de la colina Duckbill fueron un espacio de tiempo
totalmente en blanco. Cuando empezó tenía la cabeza vuelta hacia la espesa maleza que cubría la
parte inferior de los árboles, y cuando terminó descubrió que estaba agarrado a una rama muy alta
de uno de ellos y que se balanceaba locamente de un lado a otro. El mismo impulso que lanzó al
grupo de ayudantes del sheriff en dirección horizontal le había lanzado en dirección vertical.
En cuanto a si recorrió los quince metros que separaban las raíces de la copa del árbol trepando,
de un salto o volando, jamás consiguió llegar a saberlo y la verdad es que tampoco le importaba
demasiado.
Lo que sí sabía era que todas aquellas propiedades acababan de ser destruidas por un robot que,
aunque sólo de forma temporal, era de su propiedad. Todas las visiones de recompensa se
esfumaron de su mente y fueron sustituidas por pesadillas cuyos horripilantes temas eran los
ciudadanos hostiles, las turbas aullantes dispuestas al linchamiento, los juicios y acusaciones de
asesinato y lo que diría Mirandy Payne en cuanto se enterara ... especialmente lo que diría
Mirandy Payne.
-¡Eh, robot, desmonta ese trasto que has construido! -gritó con voz ronca-. ¿Me oyes?
¡Desmóntalo y destrúyelo inmediatamente! Olvida que yo he tenido algo que ver en este asunto...
No sé quién o qué eres, ¿entiendes? No digas ni una palabra al respecto jamás. Olvídalo todo,
¿me oyes?
Payne no esperaba que sus órdenes sirvieran de nada. Gritarlas había sido un mero acto reflejo,
pero Payne ignoraba que un robot siempre obedece la orden dada por un ser humano salvo
cuando obedecerla supone un peligro para otro ser humano.
Y, en consecuencia, AL-76 destruyó su disinto de forma tan calmada como metódica y volvió a
convertirlo en la chatarra original.
Sam Tobe llegó con sus hombres con el tiempo justo de ver cómo AL-76 aplastaba el último
centímetro cúbico del aparato bajo su pie. Randolph Payne se dio cuenta de que estaba ante los
verdaderos propietarios del robot, por lo que se apresuró a bajar del árbol y puso pies en
polvorosa hacia regiones desconocidas.
Y no esperó a que le dieran su recompensa.
Austin Wilde, ingeniero robótico, se volvió hacia Sam Tobe.
-¿Ha conseguido sacarle algo al robot? -le preguntó.
Tobe meneó la cabeza y lanzó un gruñido.
-Nada, absolutamente nada. Ha olvidado todo lo que ocurrió desde que abandonó la fábrica.
Tiene la mente totalmente en blanco, y la única explicación es que habrá recibido la orden de
olvidarlo todo. ¿Qué demonios sería aquel montón de chatarra con el que estaba trasteando?
-Un montón de chatarra, nada más. Pero antes de que lo hiciera añicos tuvo que ser un disinto, y
me encantaría matar al tipo que le ordenó destruirlo..., sometiéndolo a una buena sesión de
torturas lentas antes, a ser posible. ¡Mire esto!
Estaban a media ladera de lo que había sido la colina Duckbill -para ser exactos, en el punto
exacto del que había sido limpiamente rebanada la cima-, y Wilde puso una mano sobre la
superficie perfectamente lisa que interrumpía la aglomeración de tierra y rocas.
-¡Menudo disinto! -exclamó-. Arrancó limpiamente la cima de su base.
-¿Qué lo impulsaría a construirlo?
Wilde se encogió de hombros.
-No lo sé. Algún factor del entorno... No hay ninguna forma de averiguarlo. Su cerebro
positrónico adaptado a la Luna debió de reaccionar impulsándolo a construir un disinto con toda
esa chatarra. El robot lo ha olvidado todo, y me temo que sólo existe una probabilidad entre mil
millones de que podamos volver a encontrar ese factor. Nunca volveremos a ver un disinto como
ése.
-No importa. Lo importante es que hemos recuperado el robot.
-Y un cuerno. -La voz de Wilde no podía sonar más triste y abatida-. ¿Ha tenido algún tipo de
contacto con los disintos en la Luna? Tragan una endiablada cantidad de energía, al igual que
todos los trastos electrónicos, y no pueden ponerse en marcha hasta que les has proporcionado
más de un millón de voltios de carga inicial. Pero este disinto no se parecía en nada a los de la
Luna. He examinado toda esa chatarra con el microscopio y... Bueno, ¿quiere saber cuál es la
única fuente de energía que he conseguido descubrir?
-Sí, claro. ¿Cuál?
- ¡Ni más ni menos que esto! Y nunca llegaremos a saber cómo se las arregló...
Y Austin Wilde le alargó la fuente de energía gracias a la que un disinto había conseguido
rebanar limpiamente la cima de una colina en medio segundo... ¡Dos pilas de linterna!
Jonathan Quell abrió de un manotazo la puerta sobre la que estaba escrito «Administrador
General» y entró corriendo en el despacho. Sus ojos parpadeaban a toda velocidad detrás de los
cristales de sus gafas, y su expresión indicaba claramente lo preocupado que estaba.
-¡Mire esto, jefe! -Jadeó después de colocar sobre el escritorio un papel doblado por la mitad.
Sam Tobe se pasó el puro de una comisura de la boca a la otra y clavó los ojos en el papel.
Después se llevó una mano a la barbilla, se la frotó y la aspereza de los pelos le recordó que no se
había afeitado.
-¡Por todos los infiernos! -exclamó-. ¿De qué demonios están hablando?
-Dicen que enviamos cinco robots AL -le explicó Quell, aunque el mensaje de la hoja no
necesitaba ninguna aclaración.
-Enviamos seis -dijo Tobe.
-¡Por supuesto, señor! Pero al otro lado sólo recibieron cinco. Nos han enviado los números de
serie, y falta el AL-76.
Tobe echó su silla hacia atrás mientras alzaba su enorme masa y cruzó el umbral del despacho
moviéndose tan deprisa como si tuviera un par de ruedas bien engrasadas en vez de pies. Cinco
horas después -toda la planta estaba patas arriba, desde las salas de juntas hasta la cámara de
vacío; y cada uno de sus doscientos empleados había sido sometido a un demoledor tercer grado-
un sudoroso y desmelenado Tobe envió un mensaje urgente a la planta central de Schenectady.
Y algo muy parecido al pánico se adueñó de la planta central. Por primera vez en toda la historia
de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos un robot andaba suelto.
Lo más grave no era que la ley prohibiese la presencia de ningún robot en la Tierra fuera de las
fábricas de la empresa que contaban con licencia gubernamental para ello. Las leyes siempre
pueden ser quebrantadas. Lo realmente grave era otra cosa, y un matemático del departamento de investigación se encargó de expresarlo con toda claridad.
-Ese robot fue creado para conducir un disinto en la Luna -había dicho ese matemático-. Su
cerebro positrónico fue concebido para funcionar en el entorno lunar y únicamente allí. En la
Tierra va a recibir unos cuantos muchillones de impresiones sensoriales para las que nunca ha
sido preparado. No hay forma humana de predecir cuáles serán sus reacciones. ¡No tenemos ni
idea de lo que puede hacer!
El matemático se pasó el dorso de la mano por la frente, y descubrió que la tenía cubierta de
sudor.
Al cabo de una hora un estratoplano partía hacia la planta de Virginia. Las instrucciones eran
muy sencillas: «¡Encontrad ese robot, y deprisa!».
AL-76 estaba muy confuso. De hecho, en aquellos momentos lo único que había en su delicado
cerebro positrónico era confusión y aturdimiento. Había empezado a sentirse así cuando
descubrió que se hallaba en un entorno muy extraño. No tenía ni idea de cómo había ido a parar
allí, y nada era como debería ser.
Había algo verde debajo de sus pies, y se encontraba rodeado por unos extraños cilindros
amarronados con más verde en su parte superior. El cielo tendría que haber sido negro, pero era
azul. El sol redondo, amarillo y caliente era irreprochable, pero... ¿Dónde estaba la piedra pómez
que habría tenido que estar pisando, y adónde habían ido a parar los inmensos cráteres que
tendrían que estar formando círculos de crestas montañosas a su alrededor?
Lo único que podía ver era el verde debajo y el azul encima. Los sonidos que lo rodeaban le
resultaban totalmente desconocidos. Había atravesado una corriente de agua que le llegaba hasta
la cintura. El agua era de color azul, estaba fría y mojaba; y cuando se había cruzado con seres
humanos -lo que había ocurrido de vez en cuando-, ninguno de ellos llevaba puesto el traje
especial que debería haber estado utilizando. Y, aparte de eso, todos los humanos que le habían
visto gritaron y echaron a correr.
Un hombre le había apuntado con una pistola y la bala había pasado silbando muy cerca de su
cabeza, después de lo cual el hombre también había huido a la carrera.
AL-76 no tenía ni la menor idea del tiempo que llevaba vagando sin rumbo cuando tropezó con la
cabaña de Randolph Payne. La cabaña estaba rodeada de bosque y se encontraba a tres kilómetros
de la ciudad de Hannaford, y Randolph Payne -un destornillador en una mano, una pipa en la otra
y una aspiradora abollada entre las rodillas-, estaba sentado delante de la puerta con las piernas
cruzadas.
Payne estaba canturreando. Era un hombre de natural alegre y predispuesto a la felicidad...,
cuando se encontraba en su cabaña. Poseía una vivienda más respetable en Hannaford, pero esa
vivienda casi siempre estaba ocupada por su esposa, cosa que Payne lamentaba en silencio pero
muy sinceramente; y quizá por eso experimentaba una sensación de alivio y libertad tan intensa
cada vez que conseguía retirarse a su «perrera de lujo especial» para poder fumar en paz y
dedicarse a su gran afición, reparar electrodomésticos.
Reparar electrodomésticos le encantaba, pero a veces alguien le traía una radio o un despertador y
el dinero que Payne cobraba por hurgar en sus entrañas era el único del que podía disponer sin
que pasara antes por el cedazo de las ávidas manos de su esposa.
Por ejemplo, aquella aspiradora seguramente le proporcionaría seis billetes.
Pensar en el dinero hizo que Payne se pusiera a cantar, pero cuando alzó la mirada sintió que su
frente se cubría de un sudor frío. La canción murió en sus labios, sus ojos se desorbitaron y el
sudor se volvió aún más frío. Payne intentó ponerse en pie como acto preliminar a salir corriendo
tan deprisa como si le persiguiera el diablo, pero no logró convencer a sus piernas de que debían
cooperar.
Y su parálisis duró el tiempo suficiente para que AL-76 se sentara delante de él.
-Oiga, ¿puede explicarme por qué todos los otros humanos han echado a correr cuando me
vieron? -le preguntó.
Payne sabía por qué lo habían hecho, pero como explicación el gorgoteo que brotó de su
diafragma no era gran cosa.
-Uno de ellos incluso me disparó -siguió diciendo AL-76 con tono ofendido mientras Payne
intentaba aumentar la distancia que le separaba del robot echándose hacia atrás-. Unos
centímetros más abajo y la bala me habría rayado el hombro.
-De-debió de ser al-algún loco -tartamudeó Payne.
-Es posible. -El robot bajó la voz y adoptó el tono de quien se dispone a hacer una confidencia-.
Oiga, ¿tiene idea de por qué todo está mal?
Payne se apresuró a mirar a su alrededor. El tono afable del robot le sorprendía, especialmente
porque su apariencia no podía ser más pesada y brutalmente metálica; aunque Payne recordaba
haber oído que los cerebros de los robots estaban diseñados de tal forma que eran incapaces de
hacer ningún daño a los seres humanos, y eso hizo que se relajara un poco.
-Pero si todo es normal.
-¿De veras? -AL-76 le lanzó una mirada acusadora-. Incluso ustedes, los humanos... ¿Dónde está
su traje espacial?
-Nunca he tenido un traje espacial.
-¿Y entonces por qué no están todos muertos?
Payne tardó unos momentos en ser capaz de responder.
-Bueno... No lo sé.
-¡Ajá! -exclamó el robot en tono triunfal-. Todo está mal, ya se lo he dicho. ¿Dónde está el Monte
Copérnico? ¿Dónde está la Estación Lunar 17? ¿Y dónde está mi disinto? Quiero empezar a
trabajar lo más pronto posible. He de hacerlo, ¿comprende? -Parecía un poco inquieto, y cuando
siguió hablando Payne se dio cuenta de que le temblaba la voz-. Llevo horas dando vueltas y más
vueltas intentando encontrar a alguien que me diga dónde está mi disinto, pero todos los humanos
que me ven echan a correr. A estas alturas ya debo ir muy retrasado, y el jefe de sección estará
echando chispas. Me he metido en un buen lío, créame.
La mente de Payne empezó a salir del torbellino emocional en el que había quedado atrapada.
-0iga, ¿como se llama? -preguntó.
-Mi número de serie es AL-76.
-De acuerdo, me basta con Al. Bien, Al, si anda buscando la Estación Lunar 17... Eso está en la
Luna, ¿no?
AL-76 asintió enérgicamente con la cabeza.
-Por supuesto que está en la Luna, pero ya llevo mucho rato buscándola y...
-Está en la Luna, sí, pero esto no es la Luna.
Esta vez fue AL-76 quien se quedó desconcertado. El robot contempló en silencio a Payne
durante unos momentos, y pareció pensar en lo que acababa de oír.
-¿Qué quiere decir con lo de que esto no es la Luna? -murmuró-. Pues claro que es la Luna.
Porque si no lo es... Bueno, ¿entonces qué es? ¿Eh? Venga, respóndame.
Payne emitió un sonido muy curioso y respiró pesadamente. Después extendió un dedo hacia el
robot y lo movió de un lado a otro.
-Mire... -empezó a decir, y entonces tuvo la idea más brillante del siglo, tan brillante que no pudo
seguir hablando y tuvo que conformarse con añadir un «¡Uf!» ahogado.
AL-76 lo recriminó con la mirada.
-Eso no es una respuesta. Creo que si le hablo con educación y le hago una pregunta tengo
derecho a que me responda con educación, ¿no?
Payne se encontraba tan ocupado asombrándose de su propia inteligencia que no escuchó ni una
palabra. Bueno, estaba más claro que el agua, ¿no? Aquel robot había sido construido para
trabajar en la Luna y fuera por la razón que fuese se había extraviado y había ido a parar a la
Tierra. Su cerebro positrónico había sido programado para un entorno lunar y el entorno terrestre
no tenía ningún sentido para él, por lo que resultaba lógico que estuviera totalmente
desconcertado.
Bien, si conseguía mantener al robot allí hasta que pudiera ponerse en contacto con la fábrica de
Petersboro... Bueno, los robots eran muy valiosos, ¿no? Payne había oído comentar que el
modelo más barato costaba 5o.ooo dólares, y algunos de ellos llegaban a costar millones de
dólares. «¡Piensa en la recompensa! -se dijo-. Oh, chico, chico... ¡Piensa en la recompensa!» Y
todo ese dinero sería para él, todo hasta el último centavo... Las codiciosas manos de Mirandy no
verían ni una sola moneda. ¡Oh, no, ni una sola!
Payne se puso en pie.
-Al, ¡tú y yo vamos a llevarnos muy bien! -exclamó-. ¡Vamos a ser grandes amigos! Te quiero
como si fueras un hermano. -Le ofreció una mano-. ¡Venga, chócala!
El robot envolvió la mano que se le ofrecía con una garra metálica y ejerció una presión casi
imperceptible sobre ella. No entendía nada de lo que ¡e estaba ocurriendo.
- ¿Significa eso que va a decirme cómo puedo llegar a la Estación Lunar 17?
-Eh... No, no exactamente. De hecho, me caes tan bien que quiero que te quedes conmigo durante
algún tiempo.
-Oh, no. No puedo hacer eso. He de ir a trabajar. -AL-76 meneó la cabeza-. Oiga, si tuviera una
cuota de trabajo que efectuar, ¿le gustaría irse retrasando hora a hora, minuto a minuto ... ? No,
quiero trabajar. He de trabajar.
Payne pensó que sobre gustos no hay nada escrito.
-De acuerdo, de acuerdo. Voy a explicarte una cosa, y te la voy a explicar porque tienes cara de
ser muy inteligente. He recibido
órdenes de tu jefe de sección, y me ha dicho que quiere que te quedes aquí un tiempo. De hecho,
quiere que te quedes aquí hasta que envíe a alguien a buscarte.
-¿Para qué? -preguntó AL-76 con cierta suspicacia.
-No puedo decírtelo. Asuntos del gobierno... Alto secreto, ya sabes.
Payne rezó para que el robot se lo tragara. Sabía que algunos robots eran muy listos, pero aquél
tenía el aspecto de ser un modelo bastante primitivo.
Y mientras Payne rezaba AL-76 meditaba. El cerebro del robot había sido programado para
manejar un disinto en la Luna, por lo que el pensamiento abstracto no era su fuerte y, además,
desde que se había extraviado AL-76 tenía la impresión de que sus procesos mentales se estaban
haciendo cada vez más erráticos y extraños, como si aquel entorno desconocido estuviera
empezando a afectarle.
Teniendo en cuenta todo eso, puede considerarse que su siguiente pregunta fue un auténtico
prodigio de astucia.
-¿Cómo se llama mi jefe de sección? -preguntó.
Payne tragó saliva y se devanó los sesos.
-Al -dijo con voz casi inaudible-, tus sospechas me ofenden y me hieren. No puedo decírtelo. Los
árboles tienen oídos.
AL-76 volvió la cabeza hacia el árbol que tenía al lado y lo inspeccionó.
-No es cierto -dijo con voz impasible.
-Ya lo sé. Lo que quería decir es que siempre hay espías por todas partes.
-¿Espías?
-Sí, ya sabes... Humanos malvados que quieren destruir la Estación Lunar 17.
-¿Por qué?
-Porque son unos malvados. Y también quieren acabar contigo, y por eso tienes que quedarte aquí
durante un tiempo para que no puedan encontrarte.
-Pero... Pero he de encontrar mi disinto. He de cumplir con la cuota de trabajo que me han
asignado.
-Lo encontrarás y cumplirás con tu cuota de trabajo -se apresuró a prometerle Payne maldiciendo
entusiásticamente en su fuero interno aquel obtuso cerebro de robot que sólo parecía capaz de
pensar en su cuota de trabajo-. Mañana te enviarán uno. Sí, eso... Mañana mismo tendrás tu
disinto.
Eso le proporcionaría tiempo más que suficiente para ponerse en contacto con la fábrica y hacerse
con un precioso montoncito de billetes de cien dólares.
Pero AL-76 sólo tenía una defensa que oponer a la inquietante presión que ese mundo extraño
que le rodeaba ejercía sobre sus procesos mentales, y la defensa consistía en la tozudez.
-No -dijo-. He de conseguir mi disinto ahora. -Tensó sus articulaciones, y se levantó tan deprisa
que pareció saltar más que incorporarse-. Será mejor que siga buscándolo.
Payne se apresuró a ponerse en pie y sus manos se cerraron sobre el frío y duro metal de un codo.
-Escucha, Al, tienes que quedarte conmigo -dijo.
Y algo hizo clic en la mente del robot. Toda la extrañeza del entorno se concentró en una masa
que reventó de repente. La explosión silenciosa se fue difundiendo por todo el cerebro
positrónico, y cuando se esfumó dejó detrás de ella un cerebro que funcionaba con una eficiencia
asombrosamente aumentada. AL-76 se volvió hacia Payne.
-Le diré lo que vamos a hacer. Puedo construir un disinto aquí mismo.... y cuando lo haya
construido empezaré a utilizarlo.
Payne contempló al robot con expresión dubitativa.
-No creo que sea capaz de construirte un... un disinto -dijo mientras se preguntaba si serviría de
algo fingir que sí podía.
-No se preocupe. -AL-76 casi podía sentir cómo los senderos positrónicos de su cerebro se
alteraban para adaptarse a nuevas pautas, y experimentó una extraña excitación-. Yo puedo
construir uno. -Volvió la cabeza hacia la «perrera de lujo» de Payne-. Dispone de todo el material
que necesito.
Randolph Payne contempló la acumulación de trastos que había dentro de su cabaña: radios
despanzurradas, la parte inferior de una nevera, motores de coche oxidados, una estufa de gas
averiada, varios kilómetros de cables que se retorcían en todas direcciones y muchas cosas más
que, sumadas, componían unas cincuenta toneladas de masa metálica tan vieja y heterogénea que
ni un chatarrero la habría querido.
-¿Tú crees? -preguntó con un hilo de voz.
Dos horas más tarde ocurrieron dos cosas casi simultáneamente. La primera fue que Sam Tobe,
de la filial de Petersboro de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos,
recibió una llamada videofónica de un tal Randolph Payne, de Hannaford. Payne empezó a
hablarle del robot desaparecido, Tobe lanzó un gruñido, cortó la comunicación y ordenó que en lo
sucesivo todas las llamadas relativas a ese asunto fueran pasadas al sexto vicepresidente del
departamento de pelmazos.
Aunque pueda parecerlo, la reacción de Tobe era lógica y explicable. El robot AL-76 había
desaparecido sin dejar rastro, pero durante la última semana la fábrica había recibido llamadas de
todos los Estados Unidos referentes a los movimientos del robot; y Tobe aún recordaba el día en
que hubo catorce llamadas..., procedentes de catorce estados distintos.
Tobe estaba hartísimo y, en realidad, le faltaba muy poco para perder los estribos. Se había
llegado a hablar de una investigación del Congreso, a pesar de que todos los roboticistas, físicos y
matemáticos de mayor reputación del planeta habían coincidido en jurar que el robot era
totalmente inofensivo.
Dado su estado mental, no resulta sorprendente que el administrador general de la fábrica tardara
tres horas en preguntarse cómo era posible que el tal Randolph Payne supiera que el robot estaba
destinado a la Estación Lunar 17 Y, sobre todo, cómo podía saber que el número de serie del
robot era AL-76, ya que la empresa no había divulgado esos detalles.
Tobe siguió pensando en todo aquello durante minuto y medio, y después se puso en acción.
El segundo acontecimiento se produjo durante el período de tres horas transcurrido entre la
llamada y el que Tobe se pusiera en acción. Unos segundos después de que le cortara la
comunicación Randolph Payne ya había repasado todos los posibles motivos que podían explicar
la brusca interrupción de su llamada, había llegado a la conclusión correcta -el administrador de
la fábrica no había creído ni una sola palabra y le había colgado-, y había vuelto a su cabaña con
una cámara. Una foto sería una prueba indiscutible, y Payne no estaba dispuesto a dejarles ver la
mercancía hasta que soltaran el dinero.
AL-76 estaba muy ocupado. La mitad del contenido de la cabaña de Payne se hallaba esparcido a
lo largo y ancho de cinco hectáreas de terreno, y el robot estaba agachado en el centro de aquella
confusión metálica trasteando con piezas de radios, planchas de hierro, hilo de cobre y otros
muchos objetos de lo más diverso. AL-76 no prestó ninguna atención a Payne, y éste se apresuró
a tumbarse en el suelo y enfocó su cámara para obtener una foto lo más nítida posible.
Y justo en aquel momento Lemuel Oliver Cooper apareció por un recodo de la carretera, y lo que
vio hizo que se quedara paralizado. La razón de su presencia allí era que su tostadora de pan
había adquirido la molesta costumbre de lanzar las rebanadas al aire igual que si fueran cohetes
en vez de tostarlas, como era su obligación. La razón de que saliera por piernas no podía ser más
obvia. No hubo testigos de su huida, pero en el improbable supuesto de que el azar hubiera traído
hasta allí al entrenador de un equipo de atletismo éste habría enarcado las cejas y habría hecho
todo lo posible por ficharle.
Cooper apenas disminuyó la velocidad hasta entrar en tromba en la oficina del sheriff Saunders y
apoyarse jadeante en una pared.
Su sombrero y su tostadora habían quedado olvidados en algún punto del trayecto.
Unas manos compasivas lo sostuvieron. Cooper hizo esfuerzos desesperados para hablar durante
el medio minuto que tardó en calmarse lo suficiente como para intentar recuperar el aliento... Y)
naturalmente, no consiguió hacer ninguna de las dos cosas.
Le dieron a beber un poco de whisky y le abanicaron, pero a pesar de todos sus esfuerzos tardó
unos minutos en recuperar el habla.
-Monstruo... -balbuceó cuando por fin consiguió hablar-. Dos metros de alto... Cabaña
destrozada... Pobre Randolph Payne...
Etcétera, etcétera.
Fueron sacándole toda la historia poco a poco. Al parecer había un monstruo metálico de dos
metros o quizá dos metros y medio de altura junto a la cabaña de Payne. Randolph Payne estaba
tendido boca abajo en el suelo -«su cadáver estaba cubierto de sangre y horriblemente
destrozado»-; el monstruo estaba absorto destrozando concienzudamente lo que quedaba de la
cabaña, pero dejó de hacerlo para volverse hacia Lemuel Oliver Cooper, y éste consiguió escapar
por los pelos.
El sheriff Saunders se llevó las manos al cinturón y tiró de él tensándolo alrededor de su
prominente barriga.
-Debe de ser ese hombre máquina que se escapó de la fábrica de Petersboro -dijo-. Recibimos el
aviso el sábado pasado. Eh, Jake, reúne a toda la gente del condado de Hannaford que sepa
disparar y reparte placas de ayudante de sheriff entre ellos. Quiero que estén aquí al mediodía.
Ah, y antes de hacer eso arréglatelas para dejarte caer por casa de la viuda Payne y le das la
noticia de la forma más diplomática que se te ocurra, ¿de acuerdo?
Posteriormente se rumoreó que en cuanto hubo recibido la noticia de lo ocurrido Miranda Payne
se apresuró a comprobar que la póliza del seguro de vida de su esposo estaba a buen recaudo,
emitió unos breves comentarios irritados lamentando que su estupidez le hubiera impedido doblar
el importe de la póliza a pesar de que ella se lo había sugerido muchísimas veces y, finalmente, se
comportó como se espera de cualquier viuda que se respete y prorrumpió en un llanto que partía
el corazón.
Unas cuantas horas más tarde Randolph Payne -quien seguía sin estar al corriente de que todo el
mundo le creía muerto después de haber sufrido horribles mutilaciones-, contempló los negativos
de sus instantáneas con expresión satisfecha. Como serie de retratos de un robot en plena faena
eran irreprochables, y no dejaban absolutamente nada a la imaginación. Las fotos podrían haber
sido exhibidas en cualquier galería de arte, y Payne casi podía ver los letreritos que habría debajo
de cada una: «Robot contemplando una válvula de vacio con expresión pensativa», «Robot
empalmando dos cables», «Robot manejando un destornillador», «Robot despedazando
violentamente una nevera», etcétera.
Ahora sólo le faltaba el trabajo rutinario de hacer las copias. Payne salió de detrás de la cortina de
su improvisado cuarto oscuro, y decidió fumarse una pipa y charlar un rato con AL-76.
Por suerte mientras hacía todo aquello no tenía ni idea de que los bosques vecinos hervían de
granjeros nerviosísimos armados con lo primero que habían encontrado, desde un trabuco que
podía considerarse como una reliquia de la época de las colonias hasta la ametralladora del
sheriff; y tampoco tenía ni idea de que media docena de roboticistas con Sam Tobe al frente iban
a más de doscientos kilómetros por hora por la carretera de Petersboro con el único propósito de
tener el placer y el honor de conocerle.
Los acontecimientos se iban encadenando y volaban hacia un clímax que no tardaría en llegar y,
mientras lo hacían, Randolph Payne lanzó un largo suspiro de satisfacción, encendió un fósforo
rascándolo en el fondillo de sus pantalones, dio unas cuantas chupadas a su pipa y observó a AL-
76 con una sonrisa en los labios.
El hecho de que el robot era algo más que una simple máquina enloquecida resultaba indudable
desde hacía un buen rato. Randolph Payne era todo un experto en chapuzas caseras, y había
llegado a construir unos cuantos artilugios que habrían hecho saltar de las órbitas los ojos de
todos sus vecinos de habérsele ocurrido exhibirlos; pero nunca había concebido nada que se
aproximara ni de lejos a la monstruosidad que AL-76 estaba creando.
Hasta el más eximio inventor autodidacta habría muerto entre convulsiones de envidia nada más
verlo, y si hubiese vivido lo suficiente para echarle una mirada Picasso habría abandonado el arte
con el amargo convencimiento de que había sido vergonzosamente superado. Aquel cacharro
parecía capaz de agriar la leche en las ubres de todas las vacas en un kilómetro a la redonda.
¡Era francamente horrible!
Una gigantesca base de hierro oxidado que apenas recordaba algo que Payne creía haber visto
unido a un tractor viejo sostenía un enloquecido e informe amasijo de cables, ruedas, válvulas y
horrores sin nombre y sin número que parecía haber sido concebido por una mente empapada en
alcohol, y el conjunto se hallaba rematado por un megáfono de aspecto decididamente siniestro.
Payne sintió el deseo de meter la cabeza en el interior del megáfono y echar una ojeada, pero se
contuvo. Había visto artefactos de aspecto mucho más normal que habían estallado con repentina violencia. -Eh, Al -dijo.
El robot estaba boca abajo en el suelo añadiendo una delgada lámina de metal plateado al
artefacto, pero alzó la mirada hacia Payne en cuanto le oyó.
-¿Qué desea, Payne? -¿Qué es esto?
Payne formuló la pregunta en el mismo tono de voz que habría empleado si estuviera
contemplando algo francamente asqueroso en pleno proceso de putrefacción colgado entre dos
palos de tres metros de altura.
-Es el disinto que estoy construyendo para poder empezar a trabajar. Es una mejora del modelo
estándar.
El robot se puso en pie, se sacudió el polvo de las rodillas con una aparatosa serie de crujidos
metálicos y contempló su obra con orgullo.
Payne se estremeció. «¡Una mejora del ... !» Bueno, no le extrañaba que mantuvieran el original
oculto en las cavernas de la Luna. ¡Ah, nuestro pobre y querido satélite! Payne siempre había
querido saber si podía existir algo peor que la muerte. Bien, ahora ya lo sabía.
-¿Y funcionará? -preguntó. -Por supuesto. -¿Cómo lo sabes?
-Tiene que funcionar. Lo he hecho yo, ¿no? Ahora sólo me falta una cosa... ¿Tiene una linterna?
-Supongo que habrá una en algún sitio.
Payne desapareció en el interior de la cabaña y emergió de él casi inmediatamente.
El robot desatornilló un extremo de la linterna y trabajó frenéticamente durante cinco minutos.
-Listo -dijo retrocediendo un paso-. Ahora podré empezar a trabajar. Si quiere puede quedarse a
mirar.
Hubo un silencio durante el que Payne intentó apreciar como se merecía aquella oferta tan
magnánima. -¿Es seguro? -Hasta un bebé podría manejarlo.
-¡Oh! -Payne esbozó una débil sonrisa y se apresuró a refugiarse detrás del árbol más grueso que había en las inmediaciones-. Adelante -dijo-. Confío plenamente en ti.
AL-76 extendió una mano metálica y señaló la pesadillesca montaña de chatarra.
-¡Observe! -dijo.
Sus manos empezaron a moverse velozmente y...
Los granjeros del condado de Hannaford, Virginia, se desplegaron en formación de combate y
avanzaron hacia la cabaña de Payne estrechando lentamente el cerco, y se fueron arrastrando de
un árbol a otro mientras la sangre de sus heroicos antepasados hervía en sus venas y el vello de
sus nucas intentaba despegarse de la piel.
El sheriff Sanders les dio instrucciones.
-Disparad cuando yo dé la señal..., y apuntad a los ojos.
Jacob Linker («Flaco» Jake para sus amigos, y ayudante del sheriff para sí mismo) se le acercó.
-¿No cree que ese hombre máquina quizá se haya ido?
Linker había intentado ocultarlo, pero no pudo impedir que el matiz de esperanza resultara
claramente audible en su voz.
-No -gruñó el sheriff-, me temo que sigue allí. Si se hubiera ido nos habríamos tropezado con él
cuando avanzábamos por entre los árboles, y no le hemos visto.
-Pero todo parece tan espantosamente tranquilo... Y tengo la impresión de que ya estamos muy
cerca de la cabaña de Payne.
No hacía falta que se lo recordaran. El nudo que se había formado en la garganta del sheriff
Saunders era tan descomunal que le obligó a tragar saliva tres veces para hacerlo desaparecer.
-Vuelve a tu puesto -ordenó-, y mantén el dedo sobre el gatillo.
Ya habían llegado al borde del claro. El sheriff Saunders cerró los ojos y movió la cabeza hasta
que el rabillo de uno de ellos asomó por detrás del árbol que estaba usando como refugio. No vio
nada. El sheriff Saunders se quedó inmóvil durante unos momentos y volvió a intentarlo, esta vez abriendo los ojos.
Los resultados fueron mucho más satisfactorios, naturalmente.
El sheriff Saunders vio a un voluminoso hombre máquina vuelto de espaldas a él inclinado sobre
un artefacto tan horrible que te helaba la sangre y te dejaba sin aliento, una máquina espantosa de origen dudoso y finalidad aún más dudosa. Lo único que no vio fue la temblorosa silueta de
Randolph Payne abrazada a un árbol cercano que se encontraba al noroeste del suyo.
El sheriff Saunders salió al claro y alzó su ametralladora. El robot seguía dándole la espalda.
-¡Observe! -dijo AL-76 dirigiéndose a una persona o personas invisibles.
Y un dedo de una mano metálica pulsó un botón justo cuando el sheriff abría la boca
disponiéndose a dar la orden de disparar.
Lo que ocurrió a continuación fue presenciado por setenta testigos, pero a pesar de ello no
contamos con ninguna descripción. Durante los días, meses y años siguientes ni una sola de esas
setenta personas dijo una sola palabra sobre lo que ocurrió durante los segundos que siguieron al
momento en que el sheriff abrió la boca para dar la orden de disparar. Cuando se las interrogaba
al respecto se limitaban a ponerse de un color verde manzana y se alejaban con paso tambaleante.
A pesar de ello, las pruebas circunstanciales permiten deducir que lo que ocurrió fue, más o
menos, esto.
El sheriff Saunders abrió la boca y AL-76 pulsó un botón. El disinto empezó a funcionar y setenta
y cinco árboles, dos granjas, tres vacas y tres cuartas partes de la cima de la colina Duckbill se
desvanecieron dejando tras de sí una atmósfera bastante enrarecida por el polvo. Si se quiere
expresar de una forma más poética, todos esos objetos y seres vivos fueron a parar al sitio en el
que acaban las nieves del año pasado.
La boca del sheriff Saunders siguió abierta durante un período de tiempo imposible de calcular,
pero ni la orden de disparar ni ningún otro sonido brotó de ella. Y entonces...
Y entonces el aire empezó a vibrar, se oyó una especie de rugido ensordecedor y una serie de
zigzags de un vago color purpúreo cruzaron velozmente la atmósfera con la cabaña de Randolph
Payne como origen, y los granjeros que componían aquel ejército improvisado desaparecieron sin
dejar ni rastro.
Oh, sí, después se encontraron varias armas esparcidas por los alrededores -la metralleta modelo
niquelado especial con garantía de tiro ultra-rápido e imposibilidad de encasquillarse del sheriff
entre ellas-, una cincuentena de sombreros, unos cuantos puros y cigarrillos a medio fumar y
algunos otros objetos perdidos aquí y allá.... pero no quedó ni un solo cuerpo humano.
Salvo «Flaco» Jake, ninguno de esos cuerpos volvió a aparecer ante la raza humana hasta que
hubieron pasado tres días, y en el caso de Jake la excepción hay que buscarla en que su huida -tan
veloz que habría ruborizado a un cometa-, fue detenida por la media docena de hombres de la
fábrica de Petersboro que iban avanzando por el bosque a paso de carga moviéndose casi tan
deprisa como él.
Para ser exactos, la cabeza de «Flaco» Jake fue detenida por el estómago de Sam Tobe.
-¿Dónde está la cabaña de Randolph Payne? -preguntó Tobe en cuanto hubo conseguido
recuperar el aliento.
«Flaco» Jake permitió que sus ojos perdieran su brillo vidrioso durante unos segundos.
-Hermano, te aconsejo que te limites a seguir la dirección opuesta a la mía -replicó.
Y se esfumó como por arte de magia. Unos segundos después ya era un puntito cada vez más
pequeño que se alejaba hacia el horizonte moviéndose velozmente por entre los árboles. El
puntito quizá fuera «Flaco» Jake, pero Sam Tobe no se habría atrevido a jurarlo.
El ejército improvisado ya ha desaparecido de escena, pero aún nos queda ocuparnos de
Randolph Payne, cuyas reacciones fueron ligeramente distintas.
Para Randolph Payne los cinco segundos que transcurrieron entre el momento en que AL-76
pulsó el botón y la desaparición de la cima de la colina Duckbill fueron un espacio de tiempo
totalmente en blanco. Cuando empezó tenía la cabeza vuelta hacia la espesa maleza que cubría la
parte inferior de los árboles, y cuando terminó descubrió que estaba agarrado a una rama muy alta
de uno de ellos y que se balanceaba locamente de un lado a otro. El mismo impulso que lanzó al
grupo de ayudantes del sheriff en dirección horizontal le había lanzado en dirección vertical.
En cuanto a si recorrió los quince metros que separaban las raíces de la copa del árbol trepando,
de un salto o volando, jamás consiguió llegar a saberlo y la verdad es que tampoco le importaba
demasiado.
Lo que sí sabía era que todas aquellas propiedades acababan de ser destruidas por un robot que,
aunque sólo de forma temporal, era de su propiedad. Todas las visiones de recompensa se
esfumaron de su mente y fueron sustituidas por pesadillas cuyos horripilantes temas eran los
ciudadanos hostiles, las turbas aullantes dispuestas al linchamiento, los juicios y acusaciones de
asesinato y lo que diría Mirandy Payne en cuanto se enterara ... especialmente lo que diría
Mirandy Payne.
-¡Eh, robot, desmonta ese trasto que has construido! -gritó con voz ronca-. ¿Me oyes?
¡Desmóntalo y destrúyelo inmediatamente! Olvida que yo he tenido algo que ver en este asunto...
No sé quién o qué eres, ¿entiendes? No digas ni una palabra al respecto jamás. Olvídalo todo,
¿me oyes?
Payne no esperaba que sus órdenes sirvieran de nada. Gritarlas había sido un mero acto reflejo,
pero Payne ignoraba que un robot siempre obedece la orden dada por un ser humano salvo
cuando obedecerla supone un peligro para otro ser humano.
Y, en consecuencia, AL-76 destruyó su disinto de forma tan calmada como metódica y volvió a
convertirlo en la chatarra original.
Sam Tobe llegó con sus hombres con el tiempo justo de ver cómo AL-76 aplastaba el último
centímetro cúbico del aparato bajo su pie. Randolph Payne se dio cuenta de que estaba ante los
verdaderos propietarios del robot, por lo que se apresuró a bajar del árbol y puso pies en
polvorosa hacia regiones desconocidas.
Y no esperó a que le dieran su recompensa.
Austin Wilde, ingeniero robótico, se volvió hacia Sam Tobe.
-¿Ha conseguido sacarle algo al robot? -le preguntó.
Tobe meneó la cabeza y lanzó un gruñido.
-Nada, absolutamente nada. Ha olvidado todo lo que ocurrió desde que abandonó la fábrica.
Tiene la mente totalmente en blanco, y la única explicación es que habrá recibido la orden de
olvidarlo todo. ¿Qué demonios sería aquel montón de chatarra con el que estaba trasteando?
-Un montón de chatarra, nada más. Pero antes de que lo hiciera añicos tuvo que ser un disinto, y
me encantaría matar al tipo que le ordenó destruirlo..., sometiéndolo a una buena sesión de
torturas lentas antes, a ser posible. ¡Mire esto!
Estaban a media ladera de lo que había sido la colina Duckbill -para ser exactos, en el punto
exacto del que había sido limpiamente rebanada la cima-, y Wilde puso una mano sobre la
superficie perfectamente lisa que interrumpía la aglomeración de tierra y rocas.
-¡Menudo disinto! -exclamó-. Arrancó limpiamente la cima de su base.
-¿Qué lo impulsaría a construirlo?
Wilde se encogió de hombros.
-No lo sé. Algún factor del entorno... No hay ninguna forma de averiguarlo. Su cerebro
positrónico adaptado a la Luna debió de reaccionar impulsándolo a construir un disinto con toda
esa chatarra. El robot lo ha olvidado todo, y me temo que sólo existe una probabilidad entre mil
millones de que podamos volver a encontrar ese factor. Nunca volveremos a ver un disinto como
ése.
-No importa. Lo importante es que hemos recuperado el robot.
-Y un cuerno. -La voz de Wilde no podía sonar más triste y abatida-. ¿Ha tenido algún tipo de
contacto con los disintos en la Luna? Tragan una endiablada cantidad de energía, al igual que
todos los trastos electrónicos, y no pueden ponerse en marcha hasta que les has proporcionado
más de un millón de voltios de carga inicial. Pero este disinto no se parecía en nada a los de la
Luna. He examinado toda esa chatarra con el microscopio y... Bueno, ¿quiere saber cuál es la
única fuente de energía que he conseguido descubrir?
-Sí, claro. ¿Cuál?
- ¡Ni más ni menos que esto! Y nunca llegaremos a saber cómo se las arregló...
Y Austin Wilde le alargó la fuente de energía gracias a la que un disinto había conseguido
rebanar limpiamente la cima de una colina en medio segundo... ¡Dos pilas de linterna!
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