Barón de la Motte-Fouqué
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Ondina
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LA HISTORIA DE UN HADA DE LAS AGUAS
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Ondina, la historia de un hada,
de un espíritu de las aguas, es
sin duda una de las obras maestras
de la literatura fantástica europea.
Hija de las Olas, de las Ondas,
su padre era un gran Señor del Mediterráneo,
Ondina ha de conocer el amor de un hombre
carnal para adquirir un alma, y éste
es el origen de una de las historias de amor
más apasionantes que conozcamos,
de un relato que marcó un hito en
el movimiento romántico alemán e
inspiró a Goethe, Wagner y tantos otros.
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I
DE CÓMO LLEGÓ EL CABALLERO A LA CASA DEL PESCADOR
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Hace ya muchos cientos de años hubo un viejo pescador que, una tarde, sentado ante la puerta de su casa, se ocupaba en remendar sus redes. Vivía en un maravilloso lugar. La alfombra de verdura sobre la cual su cabaña estaba construida se prolongaba hasta el centro de un gran lago, y hubiérase dicho que un sentimiento de amor había atraído a aquella península a sus aguas claras y azules, y que el lago había tendido amorosamente sus brazos hacia aquel bello prado esmaltado de flores, cubierto de tallos y hacia la sombra agradable de sus árboles.
El agua y la tierra parecían haberse separado para visitarse mutuamente, siendo ambos muy bellos. En aquellas soledades las criaturas humanas no eran frecuentes; es más, no las había nunca, a excepción del pescador y su familia, pues tras la lengua de tierra extendíase un espeso bosque por el que pocas personas se hubieran aventurado, de no ser impulsadas por una absoluta necesidad. Oscuro, casi impracticable, poblado de espíritus y seres sobrenaturales, inspiraba espanto a quienes se acercaban a él. Sin embargo, el viejo pescador lo atravesaba a menudo sin ningún obstáculo, cuando iba a vender a una gran ciudad, situada no lejos del bosque, los excelentes peces que pescaba. No experimentaba el más pequeño temor al hacer ese recorrido, porque su corazón, lleno de devoción, no alimentaba más que virtuosos sentimientos, y jamás penetraba bajo sus inquietantes sombras sin entonar con voz sonora algún cántico sagrado.
Estando, pues, aquella tarde sentado tranquilamente junto a sus redes experimentó un súbito temor. Un ruido extraordinario llegó a él desde la profundidad del bosque; creyó oír a un jinete que se acercaba cada vez más a la lengua de tierra. Todas las imágenes que se aparecían a su espíritu cuando soñaba durante las noches de tormenta, lo asaltaron de pronto: sobre todo la visión de un gigante, blanco como la nieve, que sacudía continuamente la cabeza, de un modo singular. En efecto, al mirar hacia el bosque, creyó ver a través de los árboles la cabeza móvil de un hombre blanco. Sin embargo enseguida se tranquilizó: como había atravesado muy a menudo el bosque sin que le ocurriera nada desagradable, pensó que el espíritu maligno tendría menos poder sobre él en aquel lugar descubierto. Al mismo tiempo recitó fervorosamente un pasaje de las Sagradas Escrituras, lo que le devolvió todo su valor, y casi se echó a reír al ver cómo se había equivocado. Aquel hombre blanco, de cabeza temblorosa, era un arroyo que conocía muy bien desde hacía muchos años, y que salía del bosque en forma de espumeante cascada para lanzarse en el lago. El rumor que había oído lo había producido un jinete ricamente ataviado, que avanzaba a caballo a través de los árboles hacia la cabaña; un manto escarlata descendía de sus hombros sobre una casaca violeta, bordada en oro; en su birrete, de color de oro, flotaban hermosas plumas rojas y violetas; y colgada de su cinto de oro, resplandecía una espada ricamente guarnecida. El hermoso corcel blanco que montaba era más elegante de lo que suele ser un caballo de batalla. Caminaba tan ligeramente sobre el césped que la alfombra esmaltada de flores apenas parecía hollada. Aun cuando el viejo pescador advirtió claramente que una aparición tan agradable nada tenía de peligroso, no obstante, no se sentía muy tranquilo. Por esto permaneció en silencio junto a sus redes y saludó con gran respeto al desconocido, que estaba entonces muy cerca de él.
El caballero se detuvo y le preguntó si podía encontrar allí, hasta el día siguiente, un albergue para él y su montura.
—En cuanto a vuestro caballo, estimado señor —respondió el pescador—, no puedo ofrecerle mejor establo que esta umbrosa pradera, ni mejor alimento que la hierba que la cubre. Pero a vos os recibiré gustosamente en mi humilde morada, os ofreceré un lecho y una cena tan buenos como es posible encontrar en la casa de un hombre como yo.
Satisfecho el caballero descendió del caballo. El buen viejo le ayudó a despojar al animal de la silla y las bridas, y lo dejaron en libertad por el césped florido. A continuación el jinete dijo al anciano.
—Buen hombre, aunque no me hubierais acogido tan amistosa y hospitalariamente, no por ello os hubierais librado hoy de mí, porque a lo que veo, un gran lago se extiende ante nosotros y Dios me libre de penetrar al anochecer en ese bosque tan singular.
—No hablemos más de ello— dijo el pescador.
E introdujo a su huésped en la cabaña. Cerca del hogar, donde chisporroteaba una pequeña llama que iluminaba una estancia muy limpia, en la que la oscuridad comenzaba a reinar, estaba sentada en un butacón la anciana esposa del pescador. Al ver el aspecto tan distinguido de su huésped, se levantó para saludarlo cordialmente y volvió a ocupar su lugar de honor, sin ofrecérselo al extranjero. A lo que sonrió el pescador y dijo:
—No os disgustéis, joven caballero, si mi esposa no os ofrece el lugar más cómodo de la casa; pero entre nosotros, los pobres, la costumbre es que corresponde exclusivamente a los viejos.
—¡Cómo, esposo mío! —dijo la mujer, sonriendo tranquilamente—. ¡Qué cosas dices! ¿Acaso nuestro huésped no es un hombre como todos los demás? ¿Cómo podría ocurrírsele a este joven desalojar de su sitio a los viejos? Sentaos, joven caballero —continuó, dirigiéndose al jinete—. Encontraréis en ese rincón un pequeño y lindo escabel, pero cuidad de cómo os sentáis pues una de sus patas no está muy firme.
El caballero se acercó al escabel y se sentó sin cumplidos. Le pareció que formaba parte de aquel pequeño hogar y que regresaba a su casa desde un lejano país.
La campechanía y la confianza se mezclaron pronto en la conversación de aquellas tres buenas personas. El caballero pidió varias veces información sobre el bosque, pero el anciano no quería oír hablar de él, porque, en su opinión, un tema de conversación semejante resultaba el menos indicado al anochecer. Pero, en cambio, los dos esposos charlaron sin cansarse de su casa y de sus ocupaciones, y escucharon con placer el relato que el caballero les hizo de sus viajes. Les contó que poseía un castillo cerca de las fuentes del Danubio, y que él se llamaba Huldebrando de Ringstetten.
Durante la conversación el caballero había oído varias veces un rumor en la ventana baja de la habitación, como si alguien lanzara agua contra los cristales. Cada vez que el anciano lo oía, fruncía el ceño, disgustado, y cuando, por último, una gruesa espadañada golpeó la ventana y una parte del agua penetró en la habitación por entre el marco mal ajustado, se levantó colérico, se dirigió a la ventana y gritó con voz amenazadora:
—Ondina, ¿dejarás de hacer niñadas, sobre todo hoy que tenemos a un señor forastero en la cabaña?
Oyéronse unas risas ahogadas, y el anciano volvió a ocupar su asiento, diciendo:
—Debemos perdonarle esa travesura, señor. Es posible que haga alguna más, pero no lo hace por maldad. Es Ondina, nuestra hija adoptiva; que no puede perder sus costumbres infantiles, aunque ya tiene dieciocho años. Pero en el fondo tiene un buen corazón.
—Es muy posible —respondió la mujer, sacudiendo la cabeza— que, cuando vuelves de pescar o de tus viajes, todas las locuras de la chica puedan divertirte. Pero tenerla continuamente encima, no oír una sola palabra que tenga sentido común, y en lugar de encontrar en ella, a medida que se hace mayor, una ayuda para la casa, verme obligada a cuidar de que con sus extravagancias no nos arruine del todo, ese otro cantar. Le acabaría la paciencia a un ángel.
—¡Bah, bah! —replicó él— Quieres a nuestra Ondina como yo a las aguas del lago. Y aunque éstas, cuando se agitan desgarran mis redes y rompen mis diques, las quiero, como tú también quieres a esa linda criatura, ¿no es cierto, esposa mía?
—Sí —respondió la anciana con una sonrisa de aprobación— es imposible disgustarse en serio con ella.
De pronto se abrió la puerta. Una muchacha de cabellos rubios y maravillosa belleza entró en la estancia riendo.
—Quisiste engañarme, papá —dijo— ¿Dónde está tu huésped?
Pero en aquel instante vio al caballero y se quedó inmóvil de asombro a la vista del apuesto joven.
Por su parte Huldebrando estaba extasiado contemplando tantos encantos. Quería grabar cuidadosamente en su alma cada uno de los rasgos seductores de Ondina, pues creía que sólo el asombro de la muchacha le permitiría contemplarla a su gusto, que enseguida aquella primera sorpresa daría paso a la timidez, y que entonces Ondina se escabulliría a sus miradas.
Pero ocurrió todo lo contrario: después de haberlo mirado durante largo rato, se acercó familiarmente, se arrodilló ante él y, jugando con una medalla de oro que el caballero llevaba colgada al cuello por una cadena le dijo:
—Gentil y hermoso caballero, ¿cómo hiciste para llegar a nuestra pobre cabaña? ¿Tuviste que errar muchos años por el mundo hasta llegar junto a nosotros? ¿Acaso vienes de ese mal bosque?
La vieja, que gruñía ya, no dio tiempo al caballero para que respondiera. Ordenó a la joven que se levantara, se comportase más correctamente y trabajara en su labor. Pero Ondina, sin responder, colocó una banqueta al lado del asiento de Huldebrando, se sentó con su labor y dijo alegremente:
—Me gusta trabajar aquí.
El anciano hizo como todos los padres con los niños mimados: no pareció darse cuenta de las tonterías de su hija, y quiso desviar la conversación; pero Ondina no se lo permitió.
—He preguntado a nuestro huésped de dónde viene y no me ha contestado —dijo.
—Vengo del bosque, hermosa niña —dijo Huldebrando.
—¡Muy bien! —dijo Ondina—. Entonces vas a contarnos cómo viniste a este lugar del que huye todo el mundo y qué singulares aventuras has tenido, porque se dice que allí no faltan.
Huldebrando experimentó un ligero estremecimiento a este recuerdo; miró involuntariamente a la ventana, porque tuvo la sensación de que una de las extrañas figuras que había visto en el bosque iba a dejarse ver para hacerle muecas a través de los cristales. Pero solamente vio una noche muy oscura tendiendo su manto sobre la tierra.
Tranquilizado, disponíase a comenzar su historia, cuando el anciano lo interrumpió con estas palabras:
—No, no, caballero, no es el momento de contar estas cosas.
Entonces Ondina se levantó encolerizada, apoyó sus lindas manos en las caderas y exclamó, plantándose ante el pescador:
—¿No quieres que lo cuente, papá? ¿No lo quieres? Pues bien, ¡yo sí lo quiero! Es necesario, absolutamente necesario.
Diciendo estas palabras, golpeó violentamente el suelo con su pie pequeño y gracioso, con un aire tan divertido y chusco, que el caballero no pudo apartar los ojos de aquella muchacha, que le pareció aún más seductora en su cólera que en su buen humor. En cuanto al anciano, el despecho que reprimía desde hacía mucho rato, estalló entonces con toda su violencia. Se volcó en invectivas y reproches sobre la desobediencia de la joven Ondina y su descortesía para con su huésped, y la anciana lo coreó.
Entonces dijo Ondina:
—Si queréis refunfuñar y no hacer lo que yo quiero, os podéis quedar a dormir solos en vuestra ahumada choza.
Y rápida como el rayo, se lanzó hacia la puerta y huyó por el campo, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
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Ondina
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LA HISTORIA DE UN HADA DE LAS AGUAS
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Ondina, la historia de un hada,
de un espíritu de las aguas, es
sin duda una de las obras maestras
de la literatura fantástica europea.
Hija de las Olas, de las Ondas,
su padre era un gran Señor del Mediterráneo,
Ondina ha de conocer el amor de un hombre
carnal para adquirir un alma, y éste
es el origen de una de las historias de amor
más apasionantes que conozcamos,
de un relato que marcó un hito en
el movimiento romántico alemán e
inspiró a Goethe, Wagner y tantos otros.
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I
DE CÓMO LLEGÓ EL CABALLERO A LA CASA DEL PESCADOR
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Hace ya muchos cientos de años hubo un viejo pescador que, una tarde, sentado ante la puerta de su casa, se ocupaba en remendar sus redes. Vivía en un maravilloso lugar. La alfombra de verdura sobre la cual su cabaña estaba construida se prolongaba hasta el centro de un gran lago, y hubiérase dicho que un sentimiento de amor había atraído a aquella península a sus aguas claras y azules, y que el lago había tendido amorosamente sus brazos hacia aquel bello prado esmaltado de flores, cubierto de tallos y hacia la sombra agradable de sus árboles.
El agua y la tierra parecían haberse separado para visitarse mutuamente, siendo ambos muy bellos. En aquellas soledades las criaturas humanas no eran frecuentes; es más, no las había nunca, a excepción del pescador y su familia, pues tras la lengua de tierra extendíase un espeso bosque por el que pocas personas se hubieran aventurado, de no ser impulsadas por una absoluta necesidad. Oscuro, casi impracticable, poblado de espíritus y seres sobrenaturales, inspiraba espanto a quienes se acercaban a él. Sin embargo, el viejo pescador lo atravesaba a menudo sin ningún obstáculo, cuando iba a vender a una gran ciudad, situada no lejos del bosque, los excelentes peces que pescaba. No experimentaba el más pequeño temor al hacer ese recorrido, porque su corazón, lleno de devoción, no alimentaba más que virtuosos sentimientos, y jamás penetraba bajo sus inquietantes sombras sin entonar con voz sonora algún cántico sagrado.
Estando, pues, aquella tarde sentado tranquilamente junto a sus redes experimentó un súbito temor. Un ruido extraordinario llegó a él desde la profundidad del bosque; creyó oír a un jinete que se acercaba cada vez más a la lengua de tierra. Todas las imágenes que se aparecían a su espíritu cuando soñaba durante las noches de tormenta, lo asaltaron de pronto: sobre todo la visión de un gigante, blanco como la nieve, que sacudía continuamente la cabeza, de un modo singular. En efecto, al mirar hacia el bosque, creyó ver a través de los árboles la cabeza móvil de un hombre blanco. Sin embargo enseguida se tranquilizó: como había atravesado muy a menudo el bosque sin que le ocurriera nada desagradable, pensó que el espíritu maligno tendría menos poder sobre él en aquel lugar descubierto. Al mismo tiempo recitó fervorosamente un pasaje de las Sagradas Escrituras, lo que le devolvió todo su valor, y casi se echó a reír al ver cómo se había equivocado. Aquel hombre blanco, de cabeza temblorosa, era un arroyo que conocía muy bien desde hacía muchos años, y que salía del bosque en forma de espumeante cascada para lanzarse en el lago. El rumor que había oído lo había producido un jinete ricamente ataviado, que avanzaba a caballo a través de los árboles hacia la cabaña; un manto escarlata descendía de sus hombros sobre una casaca violeta, bordada en oro; en su birrete, de color de oro, flotaban hermosas plumas rojas y violetas; y colgada de su cinto de oro, resplandecía una espada ricamente guarnecida. El hermoso corcel blanco que montaba era más elegante de lo que suele ser un caballo de batalla. Caminaba tan ligeramente sobre el césped que la alfombra esmaltada de flores apenas parecía hollada. Aun cuando el viejo pescador advirtió claramente que una aparición tan agradable nada tenía de peligroso, no obstante, no se sentía muy tranquilo. Por esto permaneció en silencio junto a sus redes y saludó con gran respeto al desconocido, que estaba entonces muy cerca de él.
El caballero se detuvo y le preguntó si podía encontrar allí, hasta el día siguiente, un albergue para él y su montura.
—En cuanto a vuestro caballo, estimado señor —respondió el pescador—, no puedo ofrecerle mejor establo que esta umbrosa pradera, ni mejor alimento que la hierba que la cubre. Pero a vos os recibiré gustosamente en mi humilde morada, os ofreceré un lecho y una cena tan buenos como es posible encontrar en la casa de un hombre como yo.
Satisfecho el caballero descendió del caballo. El buen viejo le ayudó a despojar al animal de la silla y las bridas, y lo dejaron en libertad por el césped florido. A continuación el jinete dijo al anciano.
—Buen hombre, aunque no me hubierais acogido tan amistosa y hospitalariamente, no por ello os hubierais librado hoy de mí, porque a lo que veo, un gran lago se extiende ante nosotros y Dios me libre de penetrar al anochecer en ese bosque tan singular.
—No hablemos más de ello— dijo el pescador.
E introdujo a su huésped en la cabaña. Cerca del hogar, donde chisporroteaba una pequeña llama que iluminaba una estancia muy limpia, en la que la oscuridad comenzaba a reinar, estaba sentada en un butacón la anciana esposa del pescador. Al ver el aspecto tan distinguido de su huésped, se levantó para saludarlo cordialmente y volvió a ocupar su lugar de honor, sin ofrecérselo al extranjero. A lo que sonrió el pescador y dijo:
—No os disgustéis, joven caballero, si mi esposa no os ofrece el lugar más cómodo de la casa; pero entre nosotros, los pobres, la costumbre es que corresponde exclusivamente a los viejos.
—¡Cómo, esposo mío! —dijo la mujer, sonriendo tranquilamente—. ¡Qué cosas dices! ¿Acaso nuestro huésped no es un hombre como todos los demás? ¿Cómo podría ocurrírsele a este joven desalojar de su sitio a los viejos? Sentaos, joven caballero —continuó, dirigiéndose al jinete—. Encontraréis en ese rincón un pequeño y lindo escabel, pero cuidad de cómo os sentáis pues una de sus patas no está muy firme.
El caballero se acercó al escabel y se sentó sin cumplidos. Le pareció que formaba parte de aquel pequeño hogar y que regresaba a su casa desde un lejano país.
La campechanía y la confianza se mezclaron pronto en la conversación de aquellas tres buenas personas. El caballero pidió varias veces información sobre el bosque, pero el anciano no quería oír hablar de él, porque, en su opinión, un tema de conversación semejante resultaba el menos indicado al anochecer. Pero, en cambio, los dos esposos charlaron sin cansarse de su casa y de sus ocupaciones, y escucharon con placer el relato que el caballero les hizo de sus viajes. Les contó que poseía un castillo cerca de las fuentes del Danubio, y que él se llamaba Huldebrando de Ringstetten.
Durante la conversación el caballero había oído varias veces un rumor en la ventana baja de la habitación, como si alguien lanzara agua contra los cristales. Cada vez que el anciano lo oía, fruncía el ceño, disgustado, y cuando, por último, una gruesa espadañada golpeó la ventana y una parte del agua penetró en la habitación por entre el marco mal ajustado, se levantó colérico, se dirigió a la ventana y gritó con voz amenazadora:
—Ondina, ¿dejarás de hacer niñadas, sobre todo hoy que tenemos a un señor forastero en la cabaña?
Oyéronse unas risas ahogadas, y el anciano volvió a ocupar su asiento, diciendo:
—Debemos perdonarle esa travesura, señor. Es posible que haga alguna más, pero no lo hace por maldad. Es Ondina, nuestra hija adoptiva; que no puede perder sus costumbres infantiles, aunque ya tiene dieciocho años. Pero en el fondo tiene un buen corazón.
—Es muy posible —respondió la mujer, sacudiendo la cabeza— que, cuando vuelves de pescar o de tus viajes, todas las locuras de la chica puedan divertirte. Pero tenerla continuamente encima, no oír una sola palabra que tenga sentido común, y en lugar de encontrar en ella, a medida que se hace mayor, una ayuda para la casa, verme obligada a cuidar de que con sus extravagancias no nos arruine del todo, ese otro cantar. Le acabaría la paciencia a un ángel.
—¡Bah, bah! —replicó él— Quieres a nuestra Ondina como yo a las aguas del lago. Y aunque éstas, cuando se agitan desgarran mis redes y rompen mis diques, las quiero, como tú también quieres a esa linda criatura, ¿no es cierto, esposa mía?
—Sí —respondió la anciana con una sonrisa de aprobación— es imposible disgustarse en serio con ella.
De pronto se abrió la puerta. Una muchacha de cabellos rubios y maravillosa belleza entró en la estancia riendo.
—Quisiste engañarme, papá —dijo— ¿Dónde está tu huésped?
Pero en aquel instante vio al caballero y se quedó inmóvil de asombro a la vista del apuesto joven.
Por su parte Huldebrando estaba extasiado contemplando tantos encantos. Quería grabar cuidadosamente en su alma cada uno de los rasgos seductores de Ondina, pues creía que sólo el asombro de la muchacha le permitiría contemplarla a su gusto, que enseguida aquella primera sorpresa daría paso a la timidez, y que entonces Ondina se escabulliría a sus miradas.
Pero ocurrió todo lo contrario: después de haberlo mirado durante largo rato, se acercó familiarmente, se arrodilló ante él y, jugando con una medalla de oro que el caballero llevaba colgada al cuello por una cadena le dijo:
—Gentil y hermoso caballero, ¿cómo hiciste para llegar a nuestra pobre cabaña? ¿Tuviste que errar muchos años por el mundo hasta llegar junto a nosotros? ¿Acaso vienes de ese mal bosque?
La vieja, que gruñía ya, no dio tiempo al caballero para que respondiera. Ordenó a la joven que se levantara, se comportase más correctamente y trabajara en su labor. Pero Ondina, sin responder, colocó una banqueta al lado del asiento de Huldebrando, se sentó con su labor y dijo alegremente:
—Me gusta trabajar aquí.
El anciano hizo como todos los padres con los niños mimados: no pareció darse cuenta de las tonterías de su hija, y quiso desviar la conversación; pero Ondina no se lo permitió.
—He preguntado a nuestro huésped de dónde viene y no me ha contestado —dijo.
—Vengo del bosque, hermosa niña —dijo Huldebrando.
—¡Muy bien! —dijo Ondina—. Entonces vas a contarnos cómo viniste a este lugar del que huye todo el mundo y qué singulares aventuras has tenido, porque se dice que allí no faltan.
Huldebrando experimentó un ligero estremecimiento a este recuerdo; miró involuntariamente a la ventana, porque tuvo la sensación de que una de las extrañas figuras que había visto en el bosque iba a dejarse ver para hacerle muecas a través de los cristales. Pero solamente vio una noche muy oscura tendiendo su manto sobre la tierra.
Tranquilizado, disponíase a comenzar su historia, cuando el anciano lo interrumpió con estas palabras:
—No, no, caballero, no es el momento de contar estas cosas.
Entonces Ondina se levantó encolerizada, apoyó sus lindas manos en las caderas y exclamó, plantándose ante el pescador:
—¿No quieres que lo cuente, papá? ¿No lo quieres? Pues bien, ¡yo sí lo quiero! Es necesario, absolutamente necesario.
Diciendo estas palabras, golpeó violentamente el suelo con su pie pequeño y gracioso, con un aire tan divertido y chusco, que el caballero no pudo apartar los ojos de aquella muchacha, que le pareció aún más seductora en su cólera que en su buen humor. En cuanto al anciano, el despecho que reprimía desde hacía mucho rato, estalló entonces con toda su violencia. Se volcó en invectivas y reproches sobre la desobediencia de la joven Ondina y su descortesía para con su huésped, y la anciana lo coreó.
Entonces dijo Ondina:
—Si queréis refunfuñar y no hacer lo que yo quiero, os podéis quedar a dormir solos en vuestra ahumada choza.
Y rápida como el rayo, se lanzó hacia la puerta y huyó por el campo, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
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II
DE CÓMO ONDINA HABÍA LLEGADO A LA CASA DEL PESCADOR
II
DE CÓMO ONDINA HABÍA LLEGADO A LA CASA DEL PESCADOR
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Huldebrando y el pescador se levantaron también para seguir a la enojada muchacha, pero, antes de que hubiesen alcanzado la puerta de la cabaña, ya había desaparecido en las tinieblas.
Ni siquiera se oía el rumor de su ligera marcha, que hubiese podido indicar hacia qué lado había dirigido su carrera. Huldebrando, sorprendido, miraba al anciano con aire indeciso. Estaba tentado de creer que aquella encantadora aparición, que se había desvanecido tan rápidamente en la oscuridad no era más que una continuación de los encantos del bosque, pero el anciano murmuró a media voz:
—¡Desdichada criatura! No es la primera vez que nos hace esto. Ahora la angustia llenará nuestra alma y el sueño huirá de nuestros párpados, porque temeremos que le ocurra cualquier accidente, errando así por el campo hasta el amanecer.
—¡En nombre del cielo! —sigámosla— exclamó Huldebrando con la más viva emoción.
Pero el pescador respondió:
—¿Por qué perder el tiempo corriendo tras esa pequeña insensata? ¡Ah! Mis viejas piernas no podrían alcanzarla, y ni siquiera sé por dónde buscarla.
—Al menos debemos llamarla —replicó Huldebrando— y rogarle que vuelva. Y comenzó a gritar con voz fuerte, pero con acento lleno de ternura:
—¡Ondina, Ondina, vuelve, vuelve, te lo suplico!
El buen anciano sacudía tristemente la cabeza y decía:
—De nada sirven esos gritos.
Y, sin embargo, tampoco él dejaba de gritar de este modo:
—¡Ondina, querida Ondina, te lo pide tu padre, vuelve!
Pero, tal como lo había previsto. Ondina no se dejó ni oír. Y como el anciano no quería en modo alguno que el caballero fuese a buscarla por lugares que desconocía, volvieron a la cabaña, donde encontraron el fuego casi apagado. La anciana, que no estaba demasiado afectada por la partida de la pequeña rebelde, se había ido a acostar.
El pescador sopló la brasa, reanimó el fuego con madera seca y luego, a la luz de llama, fue a buscar una cántara de vino y la colocó ante el forastero.
—Veo, caballero —dijo—, que estáis inquieto por esa pobre muchacha. También lo estoy yo, y si queréis, trataremos de distraemos hablando y bebiendo, antes que agitarnos en nuestros lechos, sin poder conciliar el sueño. Tal vez esta pequeña revoltosa vuelva de un momento a otro; estará muy contenta de encontramos aquí.
Huldebrando accedió gustoso. El pescador le obligó a sentarse en el lugar de honor que su mujer había dejado vacante y los dos se pusieron a charlar con abandono y confianza. Cuando se oía el menor ruido hacia la puerta, incluso cuando no se oía nada, volvían la cabeza y exclamaban:
—¡Ya está aquí!
Entonces permanecían un momento en el silencio de la espera, y luego reanudaban su charla, sacudiendo la cabeza suspirando. Pero no podían pensar en otra cosa que no fuera Ondina, ni hablar sino de ella. El anciano comenzó entonces a explicar al caballero de qué manera había llegado aquella muchacha a su casa, y éste le escuchó con gran interés.
—Un día, hace ya más de quince años —dijo el buen hombre—, iba yo a vender mis pescados a la ciudad y tuve que pasar por el temible bosque. Mi mujer se había quedado en casa, como de costumbre. Tenía entonces una razón feliz para mostrarse hogareña, porque el buen Dios nos había bendecido al darnos, en nuestra avanzada edad, una hija hermosa como el día, a quien queríamos con todo nuestro corazón. Mi mujer y yo pensamos en dejar esta península por el amor de nuestra hija para que se educara en un lugar habitado. Pobres, carecíamos de los medios de los ricos para dar a nuestros hijos una buena educación. Con la ayuda de Dios se hace lo que se puede. De este modo, me preocupé mucho en idea de este proyecto, pero no sin esfuerzo. Me gustaba también mi soledad y me estremecía al pensar en el tumulto y los impedimentos de la gran ciudad a donde pensábamos ir a vivir. Creía con espanto que en un lugar donde hay tantos hombres juntos, no sería ni feliz ni estaría tranquilo. Sin embargo, no censuraba a la Providencia; al contrario, la bendecía por haberme concedido a esa encantadora criatura. Así, pues, partí una mañana para la ciudad, dejando a la madre y a la hija y contento ya de encontrármelas por la noche. Animosamente entré en el bosque, y mentiría si dijera que aquel día me ocurrió algo extraordinario o desagradable. El Señor ha estado siempre conmigo bajo sus temibles sombras, y gracias le sean dadas. Se dice que no todos los que las atraviesan tienen la misma suerte.
El caballero hizo un gesto de terror, el anciano se quitó el gorro y rezó en silencio una corta plegaria. Luego volvió a cubrirse y continuó:
—¡Ay! En mi hogar apacible me esperaban a mi regreso la desgracia y la desolación. Mi mujer acudió a recibirme y no llevaba a nuestra hija en los brazos. Sus ojos, parecidos a nuestros arroyos, vertían torrentes de lágrimas. Habíase vestido de luto.
—¡Gran Dios! ¿Qué ha sido de nuestra hija?
—Está con aquel a quien invocas sin cesar —me dijo, sollozando—. No tenemos hija.
»—Entramos, desesperados, en nuestra habitación. Busqué enseguida con los ojos el inanimado despojo de mi hija. Pero no estaba allí y sólo entonces supe lo que había ocurrido.
»Mi mujer estaba sentada al borde del lago con nuestra hija, y mientras ambas jugaban sin ningún temor, la pequeña se inclinó al ver algo brillante en el fondo del agua. Su madre se divertía al ver el contento con que tendía su manecita, como si hubiese querido alcanzar ese objeto, hacia el cual se inclinaba cada vez más. Por fin mi esposa quiso sujetarla, pero en aquel instante la niña hizo un brusco movimiento, se soltó de las manos de su madre y cayó en el lago. Sin duda las olas la arrastraron rápidamente. Mi mujer, loca de dolor, buscó inútilmente su cuerpo. También yo lo busqué mucho tiempo, pero en vano. Jamás encontramos huella alguna.
»Aquella noche estábamos sentados en nuestra cabaña sumidos en nuestra aflicción, no teníamos deseo de hablar y, por otra parte, nuestras lágrimas nos lo hubieran impedido.
Contemplábamos tristemente las llamas chisporroteantes en el hogar, pensando cuánto, la misma víspera, divertía su brillante luz a nuestra hija. De pronto oímos un ruido en la puerta, como si alguien intentara abrirla: cedió se abrió y vimos en el umbral a una criatura de unos tres a cuatro años, ricamente vestida y de una belleza sorprendente, que nos sonreía.
La sorpresa no nos dejó hablar. Al principio no supe si era una criatura humana o una aparición fantástica y maravillosa; pero me di cuenta de que el agua chorreaba de sus cabellos dorados y de sus hermosos vestidos. Vi que aquella niña estaba tan mojada como si hubiera salido del lago.
»—Esposa mía, esta criatura, como la nuestra, ha caído en el agua. Hagamos por los demás lo que nos haría tan felices si alguien pudiera hacer por nosotros. Puesto que nadie ha podido salvar a nuestra hija, salvemos a ésta.
»La desnudamos, la acostamos bien caliente en la cama y le dimos bebidas reconfortantes, a todo lo cual ella no dijo nada, aunque nos sonreía mirándonos con sus bellos ojos azul cielo, límpidos como las ondas del lago.
»Al día siguiente vimos con gran contento que estaba bien, y entonces le pregunté quiénes eran sus padres, y cómo había llegado a nuestra península. Me contó una historia muy embrollada y singular, de la que no entendí nada. Tuvo que nacer en un lugar muy alejado de éste, porque después de quince años, a pesar de mis búsquedas continuas, no pude descubrir su origen. Algunas veces nos dice cosas tan sorprendentes, que no sabes si ha descendido de la luna. Habla de palacios dorados, de techos de cristal, y Dios sabe de cuántas cosas más. Lo único claro que refiere es que paseaba por el lago con su madre, que se había caído de la barca al agua y que recobró el conocimiento bajo los árboles al borde del lago, donde se encontró muy a gusto, y que, al anochecer, había visto luz a través de las rendijas de la puerta de nuestra cabaña y se había acercado.
»Ahora teníamos una gran preocupación. Como nos habíamos decidido a quedarnos con la niña en lugar de la hija que tanto echábamos de menos, ignorábamos si había sido bautizada. Y ¿quién podría decimos si estaba bautizada o no? Ella misma no lo sabía. Cuando le interrogábamos acerca de esto y de la religión de sus padres, nos respondía que era criatura de Dios, y que sabía que había que hacerlo todo para llegar a complacerle.
»Mi mujer y yo pensamos lo siguiente: en el caso de que no esté bautizada, no hay que vacilar; en el caso contrario, y como no es nada malo, más vale errar con lo mucho que acertar con lo poco. Y nos pusimos a pensar qué nombre le daríamos. Me habría gustado mucho llamarla Dorotea, porque había oído decir que este nombre significaba «don de Dios», y, en efecto, Dios nos la habia enviado para nuestro consuelo. Pero ella no quiso; decía que sus padres la llamaban Ondina y que tenía que continuar llevando este nombre. Creo que es un nombre pagano, porque no lo encontré en el calendario.
Cuando lo pregunté a un sacerdote en la ciudad, éste no quería bautizarla con el nombre de Ondina. Sin embargo, después de mucho rogarle, consintió en atravesar el bosque encantado para celebrar el santo sacramento del bautismo aquí, en mi cabaña.
»La pequeña Ondina apareció tan bien arreglada y tan linda, que se ganó enseguida el corazón del buen sacerdote, y supo halagarlo de tal modo, e incluso resistirse a él con tanta gracia, que él no recordó ni uno solo de los argumentos que había preparado contra el nombre de Ondina. Así pues, fue bautizada con el nombre de Ondina, y durante la ceremonia se comportó mejor de lo que se podía esperar de su inquieto y salvaje carácter. Yo había temido lo contrario, pues normalmente es revoltosa, aturdida e inconsiderada.
Mi mujer tiene razón cuando dice que hemos tenido que soportar muchas cosas de este carácter suyo. Si yo os contara...
Al llegar a este punto, el caballero interrumpió al pescador para que advirtiera un extraño ruido que se oía desde que había comenzado el relato y que parecía acercarse a la cabaña. Semejaba el de las olas furiosas que rodeaban impetuosamente las ventanas de la cabaña. Ambos corrieron hacia la puerta y vieron, a la claridad de la luna que acababa de salir, el arroyo que brotaba del bosque tumultoso, desbordado, arrastrando en su furia piedras y troncos de árboles que giraban en las ondas agitadas. De pronto, un horrible estruendo que parecía obedecer al torrente se elevó en los aires. Los árboles se curvaban gimiendo sobre las enfurecidas olas, y toda la naturaleza estaba encolerizada.
—¡Ondina, en nombre del cielo, Ondina! ¿Dónde estás? —exclamaron los dos hombres, atemorizados.
No se oyó respuesta alguna. Entonces, sin hacerse ninguna reflexión, sin temor a nada, corrieron en todas direcciones llamándola y buscándola por todo el campo.
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III
DE CÓMO FUE HALLADA ONDINA
III
DE CÓMO FUE HALLADA ONDINA
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Las ideas del caballero Huldebrando se embrollaban cada vez más: su emoción aumentaba a cada paso. Mientras, de este modo, buscaba en las sombras de la noche a aquella sorprendente muchacha, la idea de que acaso no eran más que una aparición engañosa semejante a las del bosque, presentábase sin cesar a él con una nueva fuerza de convicción.
En medio del mugido de las olas y de la tormenta, el estruendo de los árboles que se desgajaban, de la horrible metamorfosis de aquella tierra, antes tan riente y tranquila y ahora enteramente trastornada, sentíase tentado a creer que aquella lengua de tierra y la choza de sus habitantes no eran más que una ilusión; pero oía a lo lejos al viejo pescador llamar gimiendo a Ondina, y su esposa, que se había levantado, rezaba y cantaba salmos en medio del estruendo. Encontróse por último cerca de un arroyo desbordado y vio, a la luz de la luna, que las aguas habían dirigido su curso a lo largo del bosque, único lugar por el cual la península se unía a tierra, de modo que ahora era ya una isla.
«¡Dios mío! —pensaba—. ¡Si Ondina ha entrado en el bosque! Tal vez haya querido ir allí para ver con sus propios ojos lo que no le he querido contar, y ahora el torrente nos separa de ella. Acaso fue gimiendo al otro lado, en medio de apariciones y espíritus malignos.»
Ante este pensamiento se le escapó un grito de espanto. Descendió hasta el lecho del torrente, caminando sobre las piedras movedizas y agarrándose a los troncos de los abetos derribados. Había cogido una fuerte rama en la cual se apoyaba. De pie, en medio de las ondas, tumultuosas, intentaba avanzar y apenas podía resistirlas, cuando oyó de pronto una dulce voz que le gritaba:
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡No te fíes! ¡El torrente es muy malo! Reconoció aquel timbre encantador: era Ondina. En aquel momento, espesas nubes interceptaron completamente el débil resplandor de la luna.
El caballero enloquecía. Las olas impetuosas azotaban sus piernas con la rapidez del rayo. Sin embargo, se mantuvo firme y gritó:
—¡Querida Ondina! Si no estás aquí como te he visto en la cabaña, si revoleas como una nubecilla en torno mío, quiero ser como tú, una sombra ligera, ¡Ondina! ¡Querida Ondina! Huldebrando no quiere abandonarte.
—Vuélvete, pues, vuélvete, joven y apuesto insensato —dijo una voz cerca de él.
En el momento en que la luna salía de debajo de su espeso velo, a uno pasos de distancia en una islita que la inundación había formado, vio a Ondina tendida sobre la florida hierba y bajo las entrelazadas ramas de algunos grandes árboles que también habían resistido a la tormenta.
Al verla, el caballero no conoció obstáculo alguno; con ayuda de la rama del abeto, no tardó en atravesar el brazo del torrente, que lo separaba de la muchacha, y se encontró a su lado en un pequeño claro cubierto de césped, abrigado y protegido por el follaje espeso de los robles seculares. Ondina se levantó y rodeando con un brazo al caballero, lo atrajo dulcemente a su lado sobre su asiento de flores.
—Ahora, amigo mío, me contarás todo lo que deseo saber, ¿verdad? Aquí no nos oirá el odioso viejo; estaremos mejor que en aquella pobre cabaña.
—Esto es el Paraíso—, dijo Huldebrando, besándola con pasión.
Mientras tanto, el viejo pescador había llegado al borde del torrente. No tardó en ver a Huldebrando y a Ondina y exclamó:
—Caballero, no comprendo por qué no traéis a nuestra hija a la cabaña. ¿No tenéis piedad de nuestra angustia?
—En este mismo instante acabo de encontrarla, buen hombre —dijo el caballero.
—Tanto mejor —replicó el pescador con tono menos áspero—. Pero puesto que está con vos, traedla aquí, a tierra firme y reemprendamos juntos el camino de la cabaña donde la pobre madre llora y reza.
El caballero se disponía a obedecer a este ruego, pero la pequeña revoltosa no quiso, y dijo con decisión que le gustaría más seguir al apuesto extranjero aun cuando fuera por el temible bosque, antes que volver a la cabaña, donde no hacía lo que quería y donde el caballero no podía quedarse para siempre. Luego se inclinó hacia él y le cantó esta canción con melodiosa voz:
A través de la pradera
Corre el arroyuelo, alegre
por hierba florida y tierna
pero allí no estará siempre.
Su impulso lejos lo lleva,
y, cediendo a su blandura,
dejará el arroyo el valle
y no volverá ya nunca.
El viejo pescador lloraba amargamente al oír el canto, pero Ondina no parecía conmovida. Continuaba tarareando su caución y reteniendo con el brazo al caballero.
Por último, Huldebrando le dijo con firmeza:
—Ondina, si el dolor de este buen viejo no conmueve tu corazón, a mí me emociona. Volvamos a su lado.
Ella levantó hacía él sus hermosos ojos azules con expresión de asombro, y después de un instante de silencio, le respondió dulcemente, vacilando:
—¿Cómo? Sí, si tú lo deseas. Yo quiero todo lo que tú quieras. Pero es preciso que mi padre me prometa no impedirte contarme lo que has visto en el bosque y por qué penetraste en él, a...
—Ven —dijo el viejo—, ven. Ondina mía.
No pudo decir más pero le tendía los brazos, haciendo con la cabeza un ademán afirmativo para darle a entender que consentía en todo. El caballero levantó entonces a la bella Ondina, a quien tenía en sus brazos, y la condujo a través del torrente. Cuando hubieron llegado, al viejo pescador se arrojó en brazos de Ondina. La vieja también corrió a ella y cubrió a la muchacha de besos.
No hubo reproches por ninguna parte. Ondina, olvidando el despecho, y conmovida por la cordialidad de sus padres adoptivos, les expresaba también mil ternuras y les pedía perdón de la manera más amable, aunque en ello puso más rebeldía y júbilo que sensibilidad.
Pero el caballero no por ello dejaba de estar menos encantado.
Cuando, llenos de alegría, reemprendieron el camino de la cabaña, la aurora iluminaba ya el lago apaciguado ahora. Ondina continuaba insistiendo en que él le contara lo que tanto deseo tenía de saber.
La anciana esposa del pescador sirvió una comida frugal bajo los árboles colocados entre la cabaña y el lago, y todos se sentaron alegremente en bancos de madera. Pero Ondina quería a toda costa sentarse en la hierba, al lado del caballero, que comenzó su historia.
Las ideas del caballero Huldebrando se embrollaban cada vez más: su emoción aumentaba a cada paso. Mientras, de este modo, buscaba en las sombras de la noche a aquella sorprendente muchacha, la idea de que acaso no eran más que una aparición engañosa semejante a las del bosque, presentábase sin cesar a él con una nueva fuerza de convicción.
En medio del mugido de las olas y de la tormenta, el estruendo de los árboles que se desgajaban, de la horrible metamorfosis de aquella tierra, antes tan riente y tranquila y ahora enteramente trastornada, sentíase tentado a creer que aquella lengua de tierra y la choza de sus habitantes no eran más que una ilusión; pero oía a lo lejos al viejo pescador llamar gimiendo a Ondina, y su esposa, que se había levantado, rezaba y cantaba salmos en medio del estruendo. Encontróse por último cerca de un arroyo desbordado y vio, a la luz de la luna, que las aguas habían dirigido su curso a lo largo del bosque, único lugar por el cual la península se unía a tierra, de modo que ahora era ya una isla.
«¡Dios mío! —pensaba—. ¡Si Ondina ha entrado en el bosque! Tal vez haya querido ir allí para ver con sus propios ojos lo que no le he querido contar, y ahora el torrente nos separa de ella. Acaso fue gimiendo al otro lado, en medio de apariciones y espíritus malignos.»
Ante este pensamiento se le escapó un grito de espanto. Descendió hasta el lecho del torrente, caminando sobre las piedras movedizas y agarrándose a los troncos de los abetos derribados. Había cogido una fuerte rama en la cual se apoyaba. De pie, en medio de las ondas, tumultuosas, intentaba avanzar y apenas podía resistirlas, cuando oyó de pronto una dulce voz que le gritaba:
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡No te fíes! ¡El torrente es muy malo! Reconoció aquel timbre encantador: era Ondina. En aquel momento, espesas nubes interceptaron completamente el débil resplandor de la luna.
El caballero enloquecía. Las olas impetuosas azotaban sus piernas con la rapidez del rayo. Sin embargo, se mantuvo firme y gritó:
—¡Querida Ondina! Si no estás aquí como te he visto en la cabaña, si revoleas como una nubecilla en torno mío, quiero ser como tú, una sombra ligera, ¡Ondina! ¡Querida Ondina! Huldebrando no quiere abandonarte.
—Vuélvete, pues, vuélvete, joven y apuesto insensato —dijo una voz cerca de él.
En el momento en que la luna salía de debajo de su espeso velo, a uno pasos de distancia en una islita que la inundación había formado, vio a Ondina tendida sobre la florida hierba y bajo las entrelazadas ramas de algunos grandes árboles que también habían resistido a la tormenta.
Al verla, el caballero no conoció obstáculo alguno; con ayuda de la rama del abeto, no tardó en atravesar el brazo del torrente, que lo separaba de la muchacha, y se encontró a su lado en un pequeño claro cubierto de césped, abrigado y protegido por el follaje espeso de los robles seculares. Ondina se levantó y rodeando con un brazo al caballero, lo atrajo dulcemente a su lado sobre su asiento de flores.
—Ahora, amigo mío, me contarás todo lo que deseo saber, ¿verdad? Aquí no nos oirá el odioso viejo; estaremos mejor que en aquella pobre cabaña.
—Esto es el Paraíso—, dijo Huldebrando, besándola con pasión.
Mientras tanto, el viejo pescador había llegado al borde del torrente. No tardó en ver a Huldebrando y a Ondina y exclamó:
—Caballero, no comprendo por qué no traéis a nuestra hija a la cabaña. ¿No tenéis piedad de nuestra angustia?
—En este mismo instante acabo de encontrarla, buen hombre —dijo el caballero.
—Tanto mejor —replicó el pescador con tono menos áspero—. Pero puesto que está con vos, traedla aquí, a tierra firme y reemprendamos juntos el camino de la cabaña donde la pobre madre llora y reza.
El caballero se disponía a obedecer a este ruego, pero la pequeña revoltosa no quiso, y dijo con decisión que le gustaría más seguir al apuesto extranjero aun cuando fuera por el temible bosque, antes que volver a la cabaña, donde no hacía lo que quería y donde el caballero no podía quedarse para siempre. Luego se inclinó hacia él y le cantó esta canción con melodiosa voz:
A través de la pradera
Corre el arroyuelo, alegre
por hierba florida y tierna
pero allí no estará siempre.
Su impulso lejos lo lleva,
y, cediendo a su blandura,
dejará el arroyo el valle
y no volverá ya nunca.
El viejo pescador lloraba amargamente al oír el canto, pero Ondina no parecía conmovida. Continuaba tarareando su caución y reteniendo con el brazo al caballero.
Por último, Huldebrando le dijo con firmeza:
—Ondina, si el dolor de este buen viejo no conmueve tu corazón, a mí me emociona. Volvamos a su lado.
Ella levantó hacía él sus hermosos ojos azules con expresión de asombro, y después de un instante de silencio, le respondió dulcemente, vacilando:
—¿Cómo? Sí, si tú lo deseas. Yo quiero todo lo que tú quieras. Pero es preciso que mi padre me prometa no impedirte contarme lo que has visto en el bosque y por qué penetraste en él, a...
—Ven —dijo el viejo—, ven. Ondina mía.
No pudo decir más pero le tendía los brazos, haciendo con la cabeza un ademán afirmativo para darle a entender que consentía en todo. El caballero levantó entonces a la bella Ondina, a quien tenía en sus brazos, y la condujo a través del torrente. Cuando hubieron llegado, al viejo pescador se arrojó en brazos de Ondina. La vieja también corrió a ella y cubrió a la muchacha de besos.
No hubo reproches por ninguna parte. Ondina, olvidando el despecho, y conmovida por la cordialidad de sus padres adoptivos, les expresaba también mil ternuras y les pedía perdón de la manera más amable, aunque en ello puso más rebeldía y júbilo que sensibilidad.
Pero el caballero no por ello dejaba de estar menos encantado.
Cuando, llenos de alegría, reemprendieron el camino de la cabaña, la aurora iluminaba ya el lago apaciguado ahora. Ondina continuaba insistiendo en que él le contara lo que tanto deseo tenía de saber.
La anciana esposa del pescador sirvió una comida frugal bajo los árboles colocados entre la cabaña y el lago, y todos se sentaron alegremente en bancos de madera. Pero Ondina quería a toda costa sentarse en la hierba, al lado del caballero, que comenzó su historia.
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IV
DE LO QUE OCURRIÓ AL CABALLERO EN EL BOSQUE
IV
DE LO QUE OCURRIÓ AL CABALLERO EN EL BOSQUE
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Hace cosa de ocho días que llegué a la ciudad imperial del otro lado del bosque. Tenía que asistir a un magnífico torneo en el cual no iba a escatimar ni caballo ni lanza. Por mi habilidad atraje las miradas de una joven de maravillosa belleza que se llamaba Bertalda hija adoptiva de un duque de los más poderosos de la comarca.
La elegí como dama y por la noche, en el baile que siguió al torneo bailé con ella y ya no la dejé durante todo el tiempo que duraron las fiestas.
A estas palabras, el caballero sintió una quemadura en su mano izquierda, lanzó un grito y bajó los ojos para ver qué le había causado aquel dolor. Ondina había clavado sus bellos dientes de marfil en los dedos de Huldebrando, y los mordía colérica.
Pero, al grito de dolor lanzado por el caballero, dejó de morder y le dirigió una mirada tierna y melancólica.
—Bertalda —continuó el caballero— era una joven orgullosa y caprichosa. Al segundo día me gustó menos que el primero, y al tercero mucho menos. Sin embargo, permanecí fiel, porque me halagaba ver que me prestaba más atención que a los demás caballeros. Aún no sé cómo, un día, bromeando, le pedí uno de sus guantes.
»—Os lo daré —me dijo— si me traéis noticia de lo que ocurre en el bosque encantado.
»Yo no hubiese insistido en poseer el guante, pero el honor de un caballero no permite que se haga en vano una demanda semejante, ni que se deje sospechar el menor temor.
—Creo que os amaba —interrumpió Ondina.
—Eso parecía —repuso Huldebrando.
—Pues —dijo Ondina, riéndose— ¡se necesita ser tonta para alejar así a quien se cree amar y enviarlo a un bosque embrujado y peligroso!
Sonriendo el caballero, continuó:
—Ayer por la mañana me puse en camino. El sol penetraba a través del follaje, los esbeltos troncos de los árboles brillaban como si hubiesen sido dorados y las hojas parecían hablar entre sí alegremente. Me reía en mi interior de aquellos que tenían miedo a un lugar tan delicioso.
«Debo recorrer el bosque de un extremo a otro», me dije muy animado; y antes de que me diera cuenta ya había penetrado en lo más profundo de las verdes sombras y no veía nada del valle. De pronto se me ocurrió que podía perderme en ese vasto bosque y que éste era, sin duda, el único peligro que podía amenazar allí al viajero. Me detuve para observar el curso del sol, que se había alzado ya por encima del horizonte. Al levantar la cabeza vi algo negro entre las ramas de un alto roble. Creí que se trataba de un oso, y desenvainaba ya mi espada cuando dijo con voz humana, aunque con ronco acento:
»—¿Y si rompiera aquí las ramas con las que te asarán esta noche, señor curioso?
»Diciendo estas palabras, apretó los dientes, sacudió las ramas y las lanzó al suelo con tal ruido, que mi caballo se asustó y me llevó al galope sin darme tiempo a examinar aquel espíritu del demonio.
—No pronunciéis ese nombre, caballero —rogó el viejo pescador santiguándose.
Su mujer le imitó en silencio, pero Ondina alzó hacia su amigo los ojos, brillantes de alegría, y dijo, palmeteando:
—Lo mejor de esta historia es que estás aquí y no te asaron. ¡Continúa, amable caballero!
El caballero prosiguió su relato:
—Con mi caballo asustado corría el riesgo de estrellarme contra los grandes árboles; encabritado por la excitación y el miedo, no quería detenerse; y se dirigía por último hacia un precipicio erizado de agudas piedras cuando, de pronto, apareció un enorme hombre blanco que se lanzó ante mi caballo.
Mi corcel sintió miedo y se detuvo. Pude entonces dominarlo. Con gran sorpresa, pude ver que mi salvador no era un hombre, sino un arroyo plateado que descendía impetuosamente desde una colina y que, atravesándose en el camino de mi caballo, lo había detenido.
—Gracias, querido arroyo— exclamó Ondina, palmeteando de nuevo con sus lindas manos.
El anciano sacudía en silencio la cabeza y reflexionaba profundamente. El caballero continuó:
—Apenas me había reafirmado en la silla y tomado las riendas, cuando vi junto a mí una figura humana muy extraña: era un enano de horrible aspecto. Su rostro era de un color amarillento y su nariz casi tan grande como toda su cara. Su enorme boca hendida hasta las orejas, me sonreía con una cortesía estúpida. Hacía mil cabriolas y daba mil saltos ante mí. Aquel odioso semblante me disgustó. Obligué a mi caballo a dar la vuelta, pero el pequeño enano dio un salto y se colocó delante de mí corcel.
«—¡Plaza! —exclamé, detenido por su obstinación—. Mi caballo es indómito y podría atropellarte.
«—Bueno. Entonces —me dijo con tono nasal y con una risa horrible—, dame antes una recompensa, porque soy yo quien ha detenido tu caballo y, de no haber sido por mí, estaríais ahora los dos en ese remolino entre las piedras.
»—No me hagas más muecas —le dije— y toma este dinero, aunque seas un embustero; fue el arroyo quien me salvó y no tú, miserable pequeñajo.
»Y, diciendo esto, le lancé una moneda de oro en su extraño birrete, que había levantado y me tendía como un mendigo. Me alejé al trote, pero me alcanzó. Con su larga mano ganchuda mantenía en el aire la moneda de oro y gritaba sin cesar:
»—¡Dinero malo! ¡Es falsa! ¡Es malo!
»Pronunció estas palabras con una voz ahogada, de tal manera que se hubiera dicho que iba a caer muerto a cada grito. Acabó por darme lástima. Me detuve emocionado y le pregunté:
»—¿A qué vienen esos gritos y esa carrera que parece sentarte tan mal? Vaya, toma otra moneda; quédate con las dos, déjame en paz y descansa.
»Entonces comenzó de nuevo sus horribles cabriolas y me dijo con su voz nasal que yo detestaba aún más que sus gritos:
»—No es oro lo que necesito, gentil caballero; tengo demasiadas bagatelas como éstas, y te demostraré si las necesito: mira ante ti.
»Me pareció entonces que el césped se había hecho transparente como un cristal verde y que el sol era como una bola, en la cual veía gnomos, pequeños y feos como mi perseguidor, jugar con un montón de monedas de oro y plata. Daban saltos y zancadas, y se lanzaban unos a otros los preciosos metales de que estaban rodeados.
Mi horrible compañero, con medio cuerpo sumergido en el abismo, y medio arriba, hacíase dar por los duendecillos puñados de oro que con ironía me mostraba y que inmediatamente lanzaba en el enorme abismo; luego les mostró mi moneda de oro y todos se echaron a reír a carcajadas, burlándose de mí, como se había apoderado antes de mi caballo. Espoleé a éste y, pasando por entre los gnomos, sin preocuparme de si los aplastaba, me interné en el bosque. Sus gritos me persiguieron durante mucho rato, pero por fin dejé de oírlos y respiré más libremente.
»Me detuve para encontrar mi camino. El sol estaba ya bajo y notábase la frescura de la tarde. A través del follaje vi brillar un sendero blanco. Me tentó, supuse que podría conducirme fuera del bosque, a la ciudad. Quise llegar a él, pero un rostro completamente blanco, cuyos rasgos eran vagos y cambiaban a cada instante, me miraba a través de las hojas. Quise evitarlo, pero, me volviera donde me volviese, siempre lo encontraba. Airado, decidí lanzar mi caballo sobre él, pero arrojó sobre mi rostro y los ojos de mi caballo una espuma blanca que estuvo a punto de cegamos y nos hizo volver. Nos persiguió así, paso a paso, alejándonos siempre del sendero sin permitirnos apartarnos de la ruta que nos dejaba libre y parecía indicarnos. Cuando le obedecíamos dócilmente, se mantenía siempre detrás de mi caballo, pero sin hacernos daño alguno. A veces volvía yo la cabeza para mirarlo: advertía entonces que ese rostro espumeante y completamente blanco estaba colocado sobre un cuerpo igualmente blanco y de un tamaño gigantesco. Rendido de fatiga tanto como mi caballo, cedí al fin a la voluntad del hombre que nos perseguía y que hacía constantemente un ademán con la cabeza como si me dijera: «Bien, muy bien, obedece».
Así llegamos por fin, en el lindero del bosque, a este claro donde encontré este césped verde, ese hermoso lago y vuestra hospitalaria cabaña. Entonces el hombre blanco desapareció.
—Mejor que se haya ido —dijo el pescador—. No me interesa nada su visita.
Luego, sin hacer ninguna otra reflexión sobre lo que acababa de oír, comenzó a explicar al caballero la forma en que podía regresar a la ciudad. Ondina se echó a reír. Huldebrando se sorprendió.
—Ondina —dijo—, creí que te gustaba verme por aquí. ¿Por qué te alegras cuando se habla de mi partida?
—Porque no puedes marcharte —respondió ella—. Intenta tan sólo cruzar el torrente desbordado del bosque, sea a caballo o en una barquichuela, vadeándolo o como quieras. O mejor dicho: no lo intentes porque no tardarías en ser aplastado por las piedras o troncos que arrastra. En cuanto al lago, es inútil que pienses en él. Mi padre, que lo conoce desde hace mucho tiempo, no se atreve a aventurarse en él con su barca.
Huldebrando se levantó sonriendo para ir a comprobar si el torrente estaba todavía tan enfurecido como decía la joven. Vio que la inundación era tal como ella le había dicho y fue necesario que el caballero se decidiera a quedarse en la isla hasta que las aguas hubiesen recobrado su nivel normal. Huldebrando dijo entonces al oído a la joven:
—Tenías razón. Ondina: tengo que quedarme. ¿Te disgusta, querida niña?
—¡Ay! —respondió ella con un tono mitad tierno, mitad mohíno—, si no te hubiese mordido, ¡quién sabe lo que habrías contado aún de Bertalda y lo que podrías decir todavía!
Hace cosa de ocho días que llegué a la ciudad imperial del otro lado del bosque. Tenía que asistir a un magnífico torneo en el cual no iba a escatimar ni caballo ni lanza. Por mi habilidad atraje las miradas de una joven de maravillosa belleza que se llamaba Bertalda hija adoptiva de un duque de los más poderosos de la comarca.
La elegí como dama y por la noche, en el baile que siguió al torneo bailé con ella y ya no la dejé durante todo el tiempo que duraron las fiestas.
A estas palabras, el caballero sintió una quemadura en su mano izquierda, lanzó un grito y bajó los ojos para ver qué le había causado aquel dolor. Ondina había clavado sus bellos dientes de marfil en los dedos de Huldebrando, y los mordía colérica.
Pero, al grito de dolor lanzado por el caballero, dejó de morder y le dirigió una mirada tierna y melancólica.
—Bertalda —continuó el caballero— era una joven orgullosa y caprichosa. Al segundo día me gustó menos que el primero, y al tercero mucho menos. Sin embargo, permanecí fiel, porque me halagaba ver que me prestaba más atención que a los demás caballeros. Aún no sé cómo, un día, bromeando, le pedí uno de sus guantes.
»—Os lo daré —me dijo— si me traéis noticia de lo que ocurre en el bosque encantado.
»Yo no hubiese insistido en poseer el guante, pero el honor de un caballero no permite que se haga en vano una demanda semejante, ni que se deje sospechar el menor temor.
—Creo que os amaba —interrumpió Ondina.
—Eso parecía —repuso Huldebrando.
—Pues —dijo Ondina, riéndose— ¡se necesita ser tonta para alejar así a quien se cree amar y enviarlo a un bosque embrujado y peligroso!
Sonriendo el caballero, continuó:
—Ayer por la mañana me puse en camino. El sol penetraba a través del follaje, los esbeltos troncos de los árboles brillaban como si hubiesen sido dorados y las hojas parecían hablar entre sí alegremente. Me reía en mi interior de aquellos que tenían miedo a un lugar tan delicioso.
«Debo recorrer el bosque de un extremo a otro», me dije muy animado; y antes de que me diera cuenta ya había penetrado en lo más profundo de las verdes sombras y no veía nada del valle. De pronto se me ocurrió que podía perderme en ese vasto bosque y que éste era, sin duda, el único peligro que podía amenazar allí al viajero. Me detuve para observar el curso del sol, que se había alzado ya por encima del horizonte. Al levantar la cabeza vi algo negro entre las ramas de un alto roble. Creí que se trataba de un oso, y desenvainaba ya mi espada cuando dijo con voz humana, aunque con ronco acento:
»—¿Y si rompiera aquí las ramas con las que te asarán esta noche, señor curioso?
»Diciendo estas palabras, apretó los dientes, sacudió las ramas y las lanzó al suelo con tal ruido, que mi caballo se asustó y me llevó al galope sin darme tiempo a examinar aquel espíritu del demonio.
—No pronunciéis ese nombre, caballero —rogó el viejo pescador santiguándose.
Su mujer le imitó en silencio, pero Ondina alzó hacia su amigo los ojos, brillantes de alegría, y dijo, palmeteando:
—Lo mejor de esta historia es que estás aquí y no te asaron. ¡Continúa, amable caballero!
El caballero prosiguió su relato:
—Con mi caballo asustado corría el riesgo de estrellarme contra los grandes árboles; encabritado por la excitación y el miedo, no quería detenerse; y se dirigía por último hacia un precipicio erizado de agudas piedras cuando, de pronto, apareció un enorme hombre blanco que se lanzó ante mi caballo.
Mi corcel sintió miedo y se detuvo. Pude entonces dominarlo. Con gran sorpresa, pude ver que mi salvador no era un hombre, sino un arroyo plateado que descendía impetuosamente desde una colina y que, atravesándose en el camino de mi caballo, lo había detenido.
—Gracias, querido arroyo— exclamó Ondina, palmeteando de nuevo con sus lindas manos.
El anciano sacudía en silencio la cabeza y reflexionaba profundamente. El caballero continuó:
—Apenas me había reafirmado en la silla y tomado las riendas, cuando vi junto a mí una figura humana muy extraña: era un enano de horrible aspecto. Su rostro era de un color amarillento y su nariz casi tan grande como toda su cara. Su enorme boca hendida hasta las orejas, me sonreía con una cortesía estúpida. Hacía mil cabriolas y daba mil saltos ante mí. Aquel odioso semblante me disgustó. Obligué a mi caballo a dar la vuelta, pero el pequeño enano dio un salto y se colocó delante de mí corcel.
«—¡Plaza! —exclamé, detenido por su obstinación—. Mi caballo es indómito y podría atropellarte.
«—Bueno. Entonces —me dijo con tono nasal y con una risa horrible—, dame antes una recompensa, porque soy yo quien ha detenido tu caballo y, de no haber sido por mí, estaríais ahora los dos en ese remolino entre las piedras.
»—No me hagas más muecas —le dije— y toma este dinero, aunque seas un embustero; fue el arroyo quien me salvó y no tú, miserable pequeñajo.
»Y, diciendo esto, le lancé una moneda de oro en su extraño birrete, que había levantado y me tendía como un mendigo. Me alejé al trote, pero me alcanzó. Con su larga mano ganchuda mantenía en el aire la moneda de oro y gritaba sin cesar:
»—¡Dinero malo! ¡Es falsa! ¡Es malo!
»Pronunció estas palabras con una voz ahogada, de tal manera que se hubiera dicho que iba a caer muerto a cada grito. Acabó por darme lástima. Me detuve emocionado y le pregunté:
»—¿A qué vienen esos gritos y esa carrera que parece sentarte tan mal? Vaya, toma otra moneda; quédate con las dos, déjame en paz y descansa.
»Entonces comenzó de nuevo sus horribles cabriolas y me dijo con su voz nasal que yo detestaba aún más que sus gritos:
»—No es oro lo que necesito, gentil caballero; tengo demasiadas bagatelas como éstas, y te demostraré si las necesito: mira ante ti.
»Me pareció entonces que el césped se había hecho transparente como un cristal verde y que el sol era como una bola, en la cual veía gnomos, pequeños y feos como mi perseguidor, jugar con un montón de monedas de oro y plata. Daban saltos y zancadas, y se lanzaban unos a otros los preciosos metales de que estaban rodeados.
Mi horrible compañero, con medio cuerpo sumergido en el abismo, y medio arriba, hacíase dar por los duendecillos puñados de oro que con ironía me mostraba y que inmediatamente lanzaba en el enorme abismo; luego les mostró mi moneda de oro y todos se echaron a reír a carcajadas, burlándose de mí, como se había apoderado antes de mi caballo. Espoleé a éste y, pasando por entre los gnomos, sin preocuparme de si los aplastaba, me interné en el bosque. Sus gritos me persiguieron durante mucho rato, pero por fin dejé de oírlos y respiré más libremente.
»Me detuve para encontrar mi camino. El sol estaba ya bajo y notábase la frescura de la tarde. A través del follaje vi brillar un sendero blanco. Me tentó, supuse que podría conducirme fuera del bosque, a la ciudad. Quise llegar a él, pero un rostro completamente blanco, cuyos rasgos eran vagos y cambiaban a cada instante, me miraba a través de las hojas. Quise evitarlo, pero, me volviera donde me volviese, siempre lo encontraba. Airado, decidí lanzar mi caballo sobre él, pero arrojó sobre mi rostro y los ojos de mi caballo una espuma blanca que estuvo a punto de cegamos y nos hizo volver. Nos persiguió así, paso a paso, alejándonos siempre del sendero sin permitirnos apartarnos de la ruta que nos dejaba libre y parecía indicarnos. Cuando le obedecíamos dócilmente, se mantenía siempre detrás de mi caballo, pero sin hacernos daño alguno. A veces volvía yo la cabeza para mirarlo: advertía entonces que ese rostro espumeante y completamente blanco estaba colocado sobre un cuerpo igualmente blanco y de un tamaño gigantesco. Rendido de fatiga tanto como mi caballo, cedí al fin a la voluntad del hombre que nos perseguía y que hacía constantemente un ademán con la cabeza como si me dijera: «Bien, muy bien, obedece».
Así llegamos por fin, en el lindero del bosque, a este claro donde encontré este césped verde, ese hermoso lago y vuestra hospitalaria cabaña. Entonces el hombre blanco desapareció.
—Mejor que se haya ido —dijo el pescador—. No me interesa nada su visita.
Luego, sin hacer ninguna otra reflexión sobre lo que acababa de oír, comenzó a explicar al caballero la forma en que podía regresar a la ciudad. Ondina se echó a reír. Huldebrando se sorprendió.
—Ondina —dijo—, creí que te gustaba verme por aquí. ¿Por qué te alegras cuando se habla de mi partida?
—Porque no puedes marcharte —respondió ella—. Intenta tan sólo cruzar el torrente desbordado del bosque, sea a caballo o en una barquichuela, vadeándolo o como quieras. O mejor dicho: no lo intentes porque no tardarías en ser aplastado por las piedras o troncos que arrastra. En cuanto al lago, es inútil que pienses en él. Mi padre, que lo conoce desde hace mucho tiempo, no se atreve a aventurarse en él con su barca.
Huldebrando se levantó sonriendo para ir a comprobar si el torrente estaba todavía tan enfurecido como decía la joven. Vio que la inundación era tal como ella le había dicho y fue necesario que el caballero se decidiera a quedarse en la isla hasta que las aguas hubiesen recobrado su nivel normal. Huldebrando dijo entonces al oído a la joven:
—Tenías razón. Ondina: tengo que quedarme. ¿Te disgusta, querida niña?
—¡Ay! —respondió ella con un tono mitad tierno, mitad mohíno—, si no te hubiese mordido, ¡quién sabe lo que habrías contado aún de Bertalda y lo que podrías decir todavía!
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V
DE CÓMO EL CABALLERO PASABA EL TIEMPO EN LA PENÍNSULA
V
DE CÓMO EL CABALLERO PASABA EL TIEMPO EN LA PENÍNSULA
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Sin duda, querido lector, has tenido la agradable satisfacción, después de haber corrido mucho, de llegar por fin a un lugar donde te has encontrado bien, tan bien como para seguir el deseo de quedarte allí, tener allí tu hogar y gozar allí de un apacible reposo.
Este deseo, innato en todos los corazones, despertábase en el tuyo. Esperabas ver renacer, en esa estadía de tu elección, todas las flores de tu infancia. El amor puro y profundo de tu primera patria, las reverenciadas tumbas de tus antepasados, todo se borraba de tu espíritu, y ese lugar, adorado con el encanto de la novedad, te parecía el único en el que podrías vivir, aún cuando fuera en una cabaña, si quien la embellecía a tus ojos la habitaba contigo. Recuerda ese tiempo, transcurrido demasiado deprisa, y sabrás lo que experimentó Huldebrando en la hermosa lengua de tierra a donde el azar le había conducido. Solía ver con placer que el torrente desbordado seguía creciendo, sus olas se precipitaban con mayor furor y se excavaba un lecho cada vez más ancho, que separaría durante mucho tiempo a la nueva isla del continente.
Durante una parte del día, armado de una vieja ballesta que había encontrado en un rincón de la cabaña, entregábase a su pasión por la caza, mataba pájaros y contribuía así a la comida de la familia. Cuando acudía con su botín. Ondina le regañaba por quitar la vida a esos pequeños y encantadores seres que tan alegremente volaban por los aires. Incluso algunas veces lloraba amargamente al verlos muertos y se enfadaba con el cazador, pero esto no le impedía que le gustase verlos asados sobre la mesa. Los comía con gusto y, cuando el caballero no cazaba nada, le regañaba todavía más por su torpeza. A Huldebrando les gustaban estas pequeñas regañinas porque, poco después, ella trataba de hacerle olvidar su mal humor con las más tiernas caricias.
Los dos viejos estaban acostumbrados ya a la íntima familiaridad de ambos jóvenes. Les parecía que eran novios, que se casarían pronto y que serían el sostén de su vejez quedándose con ellos en su isla. Esta separación del resto del mundo le había dado a Huldebrando la misma idea. Le parecía que, más allá de las ondas de que estaban rodeados, no existía nada, o que era imposible atravesarlas para poder reunirse con otros seres humanos.
Cuando, a veces, su caballo relinchaba al verlo, como para recordarle los combates y pedirle que lo condujera a ellos, cuando su brillante escudo, su gualdrapa y su silla bordada, herían su mirada como para reprocharle su ociosidad, cuando su espada caía del clavo en que estaba colgada en la cabaña y salía a medias de la vaina, experimentaba una emoción que desaparecía pronto al pensar en que la bella Ondina no era la hija del pescador, sino que procedía sin duda de alguna ilustre casta de príncipes extranjeros y que, al unirse con ella, no rebajaría su noble sangre.
Pero lo que más le apenaba era cuando la vieja reñía a Ondina en su presencia. Es verdad que la muchacha reíase a carcajadas casi siempre, pero al caballero le parecía que cuando se maltrataba a Ondina lo maltrataban a él. Y, sin embargo, no podía reprochar nada a la anciana madre, porque Ondina, por su testarudez y sus caprichos merecía diez veces más reproches de los que se le hacían, pero seguía siendo tan graciosa, a pesar de todo, que no podía evitar perdonarla inmediatamente. Además, el buen viejo y su mujer sentían tanta ternura por ella y tanto interés por el caballero, que la vida de Huldebrando, en medio de aquel pequeño círculo, transcurría en paz y felicidad.
Sin embargo, la turbó un pequeño incidente. El pescador y el caballero tenían la costumbre de vaciar juntos una jarra de vino después de las comidas, sobre todo cuando el mal tiempo no les dejaba salir de la cabaña. Pero llegó el momento en que la provisión se había agotado, y ambos estaban disgustados. Ondina se burlaba de ellos, bromeando durante todo el día sobre su forzosa sobriedad. Por la tarde salió de la cabaña por no ver, según dijo, aquellas caras largas y de disgusto, ni su mal humor.
La noche comenzaba a extender su velo negro, mugía el viento y las aguas se precipitaban con estruendo. El pescador y el caballero recordaban las angustias de la noche que siguió a la llegada de Huldebrando. Del mismo modo salieron para llamar y traer a la joven, temiendo que volviera a escapárseles, cuando he aquí que se presentó ante ellos, alegre y palmeteando.
—¿Qué me daríais, amiguitos —les dijo—, si os proporciono buen vino? O mejor dicho: no me deis nada, pero estad más alegres y amables de lo que habéis estado durante el día, y me daré por recompensada. Venid conmigo, el torrente ha arrojado un barril a la orilla, y apuesto no dormir durante ocho noches y no ver a Huldebrando durante ocho días, si no es un barril de vino.
Los dos hombres, asombrados, la siguieron y encontraron, en efecto, en una ensenada rodeada de maleza, un tonel que parecía contener el generoso licor de que estaban privados. Lo rodearon hasta la cabaña, apresuradamente, porque una terrible tormenta amenazaba de nuevo por el horizonte y, al débil resplandor de la luna, veíanse las olas espumeantes en la superficie del lago alzar sus blancas cabezas mugiendo, como si llamaran a la lluvia que debía acrecentarlas aún.
Ondina, con todas sus fuerzas, ayudaba a los dos hombres a rodar el tonel, y al ver que la tormenta se acercaba, levantó la mano y gritó a las nubes, con tono graciosamente amenazador:
—¡Eh, nubes! ¡Cuidado con mojarnos! Esperad para caer en agua a que estemos a cubierto.
Y, en efecto, la lluvia no cayó y pudieron llegar felizmente al hogar. Allí abrieron el barril y probaron su contenido: era un vino excelente.
El barril contenía una provisión suficiente para varias semanas. Sacaron algunas jarras, se sentaron junto al fuego, al amparo del furor de los elementos, y se pusieron a charlar amistosamente, brindando de vez en cuando. Dieron las gracias a Ondina por su hallazgo, pero de pronto el pescador se puso serio.
—Estamos saboreando aquí este vino excelente —dijo, dejando su vaso sobre la mesa—, y no nos acordamos de aquel a quien pertenece, aquel a quien la riada se lo ha arrebatado y que tal vez ha perdido la vida entre las olas.
—¡Oh, nada de eso! —dijo Ondina, llenando el vaso del caballero—, no tengáis ideas tan tristes y bebed a la salud de aquel que comparte con vosotros su mejor vino.
—Palabra de honor —dijo el caballero— que si creyera que está en peligro iría inmediatamente a buscarlo a lo largo del torrente. No tendría miedo ni de las sombras de la noche, ni de la tormenta, si pudiera salvarlo. Le reintegraría su vino en doble cantidad.
—Sería una locura —le respondió Ondina— querer ir en busca del propietario de ese tonel. Si te perdieras, buscándolo, mis ojos se desharían a fuerza de llorar. ¿No te gusta más quedarte aquí conmigo y beber este vino?
Huldebrando hizo un ademán afirmativo.
—Entonces, quédate —añadió ella—. Siempre debe pensar uno primeramente en sí mismo y no preocuparse de los demás.
A estas palabras Huldebrando retiró su brazo y se quedó pensativo y silencioso. La anciana sacudió la cabeza y se volvió; el pescador olvidó toda su ternura por la encantadora y pequeña Ondina y la regañó.
—Cualquiera que te oyese diría que has sido educada por turcos y paganos —dijo enfadado—. ¡Que Dios te perdone estas palabras! Preferiría que tu tonel se hubiese quedado en el fondo del torrente antes que haberte oído decir esas cosas tan horribles.
—Pues las repito —dijo Ondina con cólera—. Es eso lo que pienso. No se trata ahora ni de buena educación, ni de bellas frases. A mi entender, lo importante es no querer parecer mejor de lo que se es en realidad.
—¡Cállate! —exclamó el pescador, airado, levantando la mano con aire amenazador.
Ondina que, a pesar de su insolencia, era muy miedosa, se encogió, temblando, contra Huldebrando y le dijo con voz baja:
—¿También te has disgustado tú, amigo mío?
El caballero le estrechó la mano y le acarició los rizos. Nada pudo decir pues el disgusto le cerraba la boca, así que ambas parejas permanecieron sentadas frente a frente, en un silencio muy violento.
Sin duda, querido lector, has tenido la agradable satisfacción, después de haber corrido mucho, de llegar por fin a un lugar donde te has encontrado bien, tan bien como para seguir el deseo de quedarte allí, tener allí tu hogar y gozar allí de un apacible reposo.
Este deseo, innato en todos los corazones, despertábase en el tuyo. Esperabas ver renacer, en esa estadía de tu elección, todas las flores de tu infancia. El amor puro y profundo de tu primera patria, las reverenciadas tumbas de tus antepasados, todo se borraba de tu espíritu, y ese lugar, adorado con el encanto de la novedad, te parecía el único en el que podrías vivir, aún cuando fuera en una cabaña, si quien la embellecía a tus ojos la habitaba contigo. Recuerda ese tiempo, transcurrido demasiado deprisa, y sabrás lo que experimentó Huldebrando en la hermosa lengua de tierra a donde el azar le había conducido. Solía ver con placer que el torrente desbordado seguía creciendo, sus olas se precipitaban con mayor furor y se excavaba un lecho cada vez más ancho, que separaría durante mucho tiempo a la nueva isla del continente.
Durante una parte del día, armado de una vieja ballesta que había encontrado en un rincón de la cabaña, entregábase a su pasión por la caza, mataba pájaros y contribuía así a la comida de la familia. Cuando acudía con su botín. Ondina le regañaba por quitar la vida a esos pequeños y encantadores seres que tan alegremente volaban por los aires. Incluso algunas veces lloraba amargamente al verlos muertos y se enfadaba con el cazador, pero esto no le impedía que le gustase verlos asados sobre la mesa. Los comía con gusto y, cuando el caballero no cazaba nada, le regañaba todavía más por su torpeza. A Huldebrando les gustaban estas pequeñas regañinas porque, poco después, ella trataba de hacerle olvidar su mal humor con las más tiernas caricias.
Los dos viejos estaban acostumbrados ya a la íntima familiaridad de ambos jóvenes. Les parecía que eran novios, que se casarían pronto y que serían el sostén de su vejez quedándose con ellos en su isla. Esta separación del resto del mundo le había dado a Huldebrando la misma idea. Le parecía que, más allá de las ondas de que estaban rodeados, no existía nada, o que era imposible atravesarlas para poder reunirse con otros seres humanos.
Cuando, a veces, su caballo relinchaba al verlo, como para recordarle los combates y pedirle que lo condujera a ellos, cuando su brillante escudo, su gualdrapa y su silla bordada, herían su mirada como para reprocharle su ociosidad, cuando su espada caía del clavo en que estaba colgada en la cabaña y salía a medias de la vaina, experimentaba una emoción que desaparecía pronto al pensar en que la bella Ondina no era la hija del pescador, sino que procedía sin duda de alguna ilustre casta de príncipes extranjeros y que, al unirse con ella, no rebajaría su noble sangre.
Pero lo que más le apenaba era cuando la vieja reñía a Ondina en su presencia. Es verdad que la muchacha reíase a carcajadas casi siempre, pero al caballero le parecía que cuando se maltrataba a Ondina lo maltrataban a él. Y, sin embargo, no podía reprochar nada a la anciana madre, porque Ondina, por su testarudez y sus caprichos merecía diez veces más reproches de los que se le hacían, pero seguía siendo tan graciosa, a pesar de todo, que no podía evitar perdonarla inmediatamente. Además, el buen viejo y su mujer sentían tanta ternura por ella y tanto interés por el caballero, que la vida de Huldebrando, en medio de aquel pequeño círculo, transcurría en paz y felicidad.
Sin embargo, la turbó un pequeño incidente. El pescador y el caballero tenían la costumbre de vaciar juntos una jarra de vino después de las comidas, sobre todo cuando el mal tiempo no les dejaba salir de la cabaña. Pero llegó el momento en que la provisión se había agotado, y ambos estaban disgustados. Ondina se burlaba de ellos, bromeando durante todo el día sobre su forzosa sobriedad. Por la tarde salió de la cabaña por no ver, según dijo, aquellas caras largas y de disgusto, ni su mal humor.
La noche comenzaba a extender su velo negro, mugía el viento y las aguas se precipitaban con estruendo. El pescador y el caballero recordaban las angustias de la noche que siguió a la llegada de Huldebrando. Del mismo modo salieron para llamar y traer a la joven, temiendo que volviera a escapárseles, cuando he aquí que se presentó ante ellos, alegre y palmeteando.
—¿Qué me daríais, amiguitos —les dijo—, si os proporciono buen vino? O mejor dicho: no me deis nada, pero estad más alegres y amables de lo que habéis estado durante el día, y me daré por recompensada. Venid conmigo, el torrente ha arrojado un barril a la orilla, y apuesto no dormir durante ocho noches y no ver a Huldebrando durante ocho días, si no es un barril de vino.
Los dos hombres, asombrados, la siguieron y encontraron, en efecto, en una ensenada rodeada de maleza, un tonel que parecía contener el generoso licor de que estaban privados. Lo rodearon hasta la cabaña, apresuradamente, porque una terrible tormenta amenazaba de nuevo por el horizonte y, al débil resplandor de la luna, veíanse las olas espumeantes en la superficie del lago alzar sus blancas cabezas mugiendo, como si llamaran a la lluvia que debía acrecentarlas aún.
Ondina, con todas sus fuerzas, ayudaba a los dos hombres a rodar el tonel, y al ver que la tormenta se acercaba, levantó la mano y gritó a las nubes, con tono graciosamente amenazador:
—¡Eh, nubes! ¡Cuidado con mojarnos! Esperad para caer en agua a que estemos a cubierto.
Y, en efecto, la lluvia no cayó y pudieron llegar felizmente al hogar. Allí abrieron el barril y probaron su contenido: era un vino excelente.
El barril contenía una provisión suficiente para varias semanas. Sacaron algunas jarras, se sentaron junto al fuego, al amparo del furor de los elementos, y se pusieron a charlar amistosamente, brindando de vez en cuando. Dieron las gracias a Ondina por su hallazgo, pero de pronto el pescador se puso serio.
—Estamos saboreando aquí este vino excelente —dijo, dejando su vaso sobre la mesa—, y no nos acordamos de aquel a quien pertenece, aquel a quien la riada se lo ha arrebatado y que tal vez ha perdido la vida entre las olas.
—¡Oh, nada de eso! —dijo Ondina, llenando el vaso del caballero—, no tengáis ideas tan tristes y bebed a la salud de aquel que comparte con vosotros su mejor vino.
—Palabra de honor —dijo el caballero— que si creyera que está en peligro iría inmediatamente a buscarlo a lo largo del torrente. No tendría miedo ni de las sombras de la noche, ni de la tormenta, si pudiera salvarlo. Le reintegraría su vino en doble cantidad.
—Sería una locura —le respondió Ondina— querer ir en busca del propietario de ese tonel. Si te perdieras, buscándolo, mis ojos se desharían a fuerza de llorar. ¿No te gusta más quedarte aquí conmigo y beber este vino?
Huldebrando hizo un ademán afirmativo.
—Entonces, quédate —añadió ella—. Siempre debe pensar uno primeramente en sí mismo y no preocuparse de los demás.
A estas palabras Huldebrando retiró su brazo y se quedó pensativo y silencioso. La anciana sacudió la cabeza y se volvió; el pescador olvidó toda su ternura por la encantadora y pequeña Ondina y la regañó.
—Cualquiera que te oyese diría que has sido educada por turcos y paganos —dijo enfadado—. ¡Que Dios te perdone estas palabras! Preferiría que tu tonel se hubiese quedado en el fondo del torrente antes que haberte oído decir esas cosas tan horribles.
—Pues las repito —dijo Ondina con cólera—. Es eso lo que pienso. No se trata ahora ni de buena educación, ni de bellas frases. A mi entender, lo importante es no querer parecer mejor de lo que se es en realidad.
—¡Cállate! —exclamó el pescador, airado, levantando la mano con aire amenazador.
Ondina que, a pesar de su insolencia, era muy miedosa, se encogió, temblando, contra Huldebrando y le dijo con voz baja:
—¿También te has disgustado tú, amigo mío?
El caballero le estrechó la mano y le acarició los rizos. Nada pudo decir pues el disgusto le cerraba la boca, así que ambas parejas permanecieron sentadas frente a frente, en un silencio muy violento.
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VI
LA BODA
VI
LA BODA
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Un golpe, dado en la puerta, resonó en pleno silencio. Los habitantes de la cabaña se asustaron. Inseguros, miráronse entre sí. Llamaron de nuevo y al mismo tiempo se oyó un profundo gemido. El caballero se levantó y cogió su espada, pero el pescador le dijo en voz baja:
—Si es lo que me temo, las armas no sirven para nada.
Mientras tanto, Ondina se había acercado a la puerta y con voz firme y encolerizada exclamó:
—Retiraos, espíritus de la tierra. Si queréis hacer maldades, Kuhleborn sabrá poneros en razón.
La sorpresa del anciano y del caballero fue mayor que su espanto. Huldebrando se acercó vivamente a la joven para pedirle una explicación a las singulares palabras que acababa de pronunciar, cuando al otro lado de la puerta fueron dichas estas palabras:
—No soy un gnomo ni un espíritu de la tierra, sino un desdichado mortal; si queréis socorrernos y sois temerosos de Dios, ¡abridme!
Ondina hizo un ademán de compasión, cogió la lámpara y abrió rápidamente la puerta. Vieron entonces a un viejo sacerdote, que retrocedió sorprendido a la vista de aquella hermosa criatura. Al ver aquella pobre cabaña habitada por una muchacha tan encantadora, creyó que habría allí algún hechizo, algo sobrenatural. Para conjurar esta magia, comenzó a rezar, repitiendo la fórmula ordinaria para alejar los espíritus y las brujas:
—¡Atrás, Satanás, en nombre de Dios todopoderoso! ¡Todos los seres humanos alaban al Señor!
—No soy un demonio ni Satán —dijo Ondina, sonriendo—. Miradme: ¿tengo un aspecto tan temible como para merecer esta injuria? Amo, como todo el mundo a Dios y sé cantar sus alabanzas; cada uno lo hace a su manera. Entrad, venerable padre. Seréis bien recibido en casa de estas gentes honradas.
El sacerdote, tranquilizado, saludó dirigiendo la mirada en tomo suyo. Su rostro era bondadoso, pero el estado en que se encontraba inspiraba una profunda compasión: sus ropas negras chorreaban de agua, lo mismo que su larga barba blanca y sus cabellos de nieve. El pescador y el caballero se apresuraron a acompañarlo a otra habitación. Después de haber cambiado sus ropas, el sacerdote entró en la pieza y la anciana le ofreció inmediatamente su butaca e insistió para que se sentara en ella. Ondina tomó la banqueta en la que le gustaba sentarse a los pies de Huldebrando y la puso a los del nuevo huésped. Ocupóse de él graciosamente y se condujo con mucha compostura.
El pescador ofreció comida y bebida al sacerdote y, cuando hubo terminado de comer, le preguntó cómo había llegado a aquel lugar que se había hecho inabordable.
Entonces contó que el día anterior había dejado su casa, situada muy lejos al otro lado del lago, para ir a ver al obispo y anunciarle los daños que las inundaciones habían causado en el monasterio y en las aldeas que dependían de él. Después de haber dado grandes rodeos, para evitar estas mismas inundaciones, habíase visto obligado a embarcar para atravesar uno de los brazos del lago, que se había desbordado igualmente, y se confió al cuidado de dos bateleros.
—Pero apenas nuestra barca hubo tocado las olas —continuó—, la horrible tormenta que todavía brama se precipitó sobre nosotros. Olas como montañas arrebataron los remos a los bateleros, hicieron zozobrar nuestra barquichuela y me lanzaron bajo los árboles de vuestra isla.
—¡Sí, nuestra isla ahora! —dijo el pescador—. Pero no hace mucho era una lengua de tierra. Sin embargo, todo ha cambiado desde que la riada se precipitó sobre nosotros y se unió al lago.
—Lo advertí claramente —continuó el sacerdote—. Al seguir la orilla con precaución en la oscuridad, oí por todas partes un horrible estruendo de aguas tumultuosas, pero descubrí un sendero que iba a desembocar al torrente, lo seguí y vi entonces que pertenecía a esta cabaña, en la que vi luz. Me acerqué a ella con una mezcla de esperanza y temor, y todavía no he dado suficientes gracias al Padre Eterno que, después de haberme salvado milagrosamente de las aguas, me condujo a la casa de unas gentes piadosas, tanto más cuanto que no sé si volveré a ver nunca en esta vida a otros mortales distintos de vosotros.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el pescador.
—¿Sabéis —inquirió el sacerdote— cuánto puede durar todavía la tormenta? Tengo muchos años. Dios sabe si mi vida no terminará antes que este horrible desbordamiento. Además, es posible que estas aguas espumeantes se extiendan todavía más entre el bosque y vuestra casa y os separen de tal modo del resto de la tierra que vuestra barquichuela no pueda ya atravesarlas y los habitantes de la ciudad, entregados a tantas distracciones, acaben por olvidarse de vosotros.
La anciana esposa del pescador se estremeció.
—¡Dios nos libre de ello! —dijo, juntando sus arrugadas manos—. Hay algo muy desagradable en la idea de que se está separado para siempre de los demás hombres, aunque no se les conozca ni se les vea nunca.
Pero el pescador la miró, sonriéndose, y dijo: ¡qué extraño es el ser humano! ¿Cuántos días hace que no sales del bosque? ¿Has visto a alguien a parte de Ondina o de mí?
—¿Te quedarás aquí con nosotros, te quedarás aquí con nosotros, mi buen amigo? —preguntó Ondina al caballero, estrechándose contra él.
Pero Huldebrando se había sumido en la más profunda ensoñación. El campo, al otro lado de la riada, alejábase cada vez más de su pensamiento, y hacíase más vago en su imaginación. La isla florida que habitaba ahora presentábase a él cada vez más risueña. Su joven amiga resplandecía a sus ojos como la más bella rosa de aquel rincón de la tierra, e incluso de toda la tierra. Es posible que hubiera visto mujeres más hermosas. Bertalda tenía, tal vez, rasgos más regulares, pero, a sus ojos, ninguna mujer en el mundo podía ser comparada con la joven Ondina: había en su rostro tanta sensibilidad, animación, ternura e ingenuidad, cuando le gustaba ser cariñosa y amable; su mirada era tan acariciadora y su sonrisa tan suave, tenían tanta gracia todos sus movimientos, el conjunto de su figura era tan aéreo y perfecto, que era realmente seductora. Demostraba tanto afecto al caballero que éste la miraba ya como su novia. El cielo estaba tan encantado de ello que no tardaron en escapar de sus labios estas palabras:
—Padre mío, tenéis ante vuestros ojos a dos jóvenes que están deseosos de unir sus vidas para siempre. Si los padres de Ondina no se oponen a ello, y si Ondina no me responde con una negativa, y así lo espero, esta misma noche nos casaréis.
Los dos ancianos se sorprendieron mucho. Esta idea ya había cruzado su imaginación, pero nunca se atrevieron a expresarla. Ondina se puso repentinamente seria y bajó los ojos, mientras el sacerdote preguntaba al pescador y su mujer si daban su consentimiento para esta unión.
Después de una breve conversación, quedaron de acuerdo. La anciana fue a buscar, para la ceremonia, dos cirios benditos que conservaba desde su matrimonio. Mientras tanto, el caballero desmontaba su hermosa cadena de oro para desprender de ella dos anillos que deseaba cambiar con su prometida. Ondina lo vio y, saliendo al punto de su ensoñación, dijo vivamente:
—No, no gastes así tu hermosa cadena. Mis padres no me dejaron tan sola en este mundo. Contaron con que un día encontraría un esposo.
Salió precipitadamente y regresó enseguida con dos magníficas sortijas con aguamarinas. Dio una a su novio y se quedó la otra. El viejo pescador y su mujer se asombraron mucho: jamás habían visto aquellas joyas en poder de su hija adoptiva, y le preguntaron dónde las había tenido ocultas.
—Mis padres —respondió ella— cosieron estas sortijas en los hermosos vestidos que llevaba cuando llegué a vuestra casa. Me prohibieron que hablase a nadie de ellas antes del día de mis bodas. Las descosí y las oculté hasta hoy.
El sacerdote interrumpió las preguntas que iban a hacerle todavía, así como las exclamaciones de sorpresa, encendió los cirios benditos, los puso sobre una mesa ante la que hizo que se situaran los dos novios, cambió sus anillos y unió al caballero y a Ondina según los ritos solemnes de la Iglesia. El viejo matrimonio les dio su bendición y la joven esposa, silenciosa, se apoyó temblando en su amado caballero.
De pronto el sacerdote exclamó:
—¿Por qué, ¡oh extrañas gentes!, me habéis ocultado la verdad? ¿Por qué me dijisteis que vosotros erais los únicos seres humanos que habitabais esta isla? Durante toda la ceremonia he visto tras la ventana, frente a mí, un hombre alto, envuelto en un manto blanco, que nos miraba. Todavía está allí. Hacedlo entrar.
—¡Dios nos libre! —exclamó la anciana, asustada—. No puede ser más que el hombre blanco del bosque.
El pescador sacudió la cabeza y Huldebrando corrió a la ventana. También él creyó ver una larga mancha blanca que desaparecía en las tinieblas. Sin embargo, trató de convencer al sacerdote de que se había equivocado. Volvió luego al lado de Ondina y todos se sentaron confiados junto al fuego.
Un golpe, dado en la puerta, resonó en pleno silencio. Los habitantes de la cabaña se asustaron. Inseguros, miráronse entre sí. Llamaron de nuevo y al mismo tiempo se oyó un profundo gemido. El caballero se levantó y cogió su espada, pero el pescador le dijo en voz baja:
—Si es lo que me temo, las armas no sirven para nada.
Mientras tanto, Ondina se había acercado a la puerta y con voz firme y encolerizada exclamó:
—Retiraos, espíritus de la tierra. Si queréis hacer maldades, Kuhleborn sabrá poneros en razón.
La sorpresa del anciano y del caballero fue mayor que su espanto. Huldebrando se acercó vivamente a la joven para pedirle una explicación a las singulares palabras que acababa de pronunciar, cuando al otro lado de la puerta fueron dichas estas palabras:
—No soy un gnomo ni un espíritu de la tierra, sino un desdichado mortal; si queréis socorrernos y sois temerosos de Dios, ¡abridme!
Ondina hizo un ademán de compasión, cogió la lámpara y abrió rápidamente la puerta. Vieron entonces a un viejo sacerdote, que retrocedió sorprendido a la vista de aquella hermosa criatura. Al ver aquella pobre cabaña habitada por una muchacha tan encantadora, creyó que habría allí algún hechizo, algo sobrenatural. Para conjurar esta magia, comenzó a rezar, repitiendo la fórmula ordinaria para alejar los espíritus y las brujas:
—¡Atrás, Satanás, en nombre de Dios todopoderoso! ¡Todos los seres humanos alaban al Señor!
—No soy un demonio ni Satán —dijo Ondina, sonriendo—. Miradme: ¿tengo un aspecto tan temible como para merecer esta injuria? Amo, como todo el mundo a Dios y sé cantar sus alabanzas; cada uno lo hace a su manera. Entrad, venerable padre. Seréis bien recibido en casa de estas gentes honradas.
El sacerdote, tranquilizado, saludó dirigiendo la mirada en tomo suyo. Su rostro era bondadoso, pero el estado en que se encontraba inspiraba una profunda compasión: sus ropas negras chorreaban de agua, lo mismo que su larga barba blanca y sus cabellos de nieve. El pescador y el caballero se apresuraron a acompañarlo a otra habitación. Después de haber cambiado sus ropas, el sacerdote entró en la pieza y la anciana le ofreció inmediatamente su butaca e insistió para que se sentara en ella. Ondina tomó la banqueta en la que le gustaba sentarse a los pies de Huldebrando y la puso a los del nuevo huésped. Ocupóse de él graciosamente y se condujo con mucha compostura.
El pescador ofreció comida y bebida al sacerdote y, cuando hubo terminado de comer, le preguntó cómo había llegado a aquel lugar que se había hecho inabordable.
Entonces contó que el día anterior había dejado su casa, situada muy lejos al otro lado del lago, para ir a ver al obispo y anunciarle los daños que las inundaciones habían causado en el monasterio y en las aldeas que dependían de él. Después de haber dado grandes rodeos, para evitar estas mismas inundaciones, habíase visto obligado a embarcar para atravesar uno de los brazos del lago, que se había desbordado igualmente, y se confió al cuidado de dos bateleros.
—Pero apenas nuestra barca hubo tocado las olas —continuó—, la horrible tormenta que todavía brama se precipitó sobre nosotros. Olas como montañas arrebataron los remos a los bateleros, hicieron zozobrar nuestra barquichuela y me lanzaron bajo los árboles de vuestra isla.
—¡Sí, nuestra isla ahora! —dijo el pescador—. Pero no hace mucho era una lengua de tierra. Sin embargo, todo ha cambiado desde que la riada se precipitó sobre nosotros y se unió al lago.
—Lo advertí claramente —continuó el sacerdote—. Al seguir la orilla con precaución en la oscuridad, oí por todas partes un horrible estruendo de aguas tumultuosas, pero descubrí un sendero que iba a desembocar al torrente, lo seguí y vi entonces que pertenecía a esta cabaña, en la que vi luz. Me acerqué a ella con una mezcla de esperanza y temor, y todavía no he dado suficientes gracias al Padre Eterno que, después de haberme salvado milagrosamente de las aguas, me condujo a la casa de unas gentes piadosas, tanto más cuanto que no sé si volveré a ver nunca en esta vida a otros mortales distintos de vosotros.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el pescador.
—¿Sabéis —inquirió el sacerdote— cuánto puede durar todavía la tormenta? Tengo muchos años. Dios sabe si mi vida no terminará antes que este horrible desbordamiento. Además, es posible que estas aguas espumeantes se extiendan todavía más entre el bosque y vuestra casa y os separen de tal modo del resto de la tierra que vuestra barquichuela no pueda ya atravesarlas y los habitantes de la ciudad, entregados a tantas distracciones, acaben por olvidarse de vosotros.
La anciana esposa del pescador se estremeció.
—¡Dios nos libre de ello! —dijo, juntando sus arrugadas manos—. Hay algo muy desagradable en la idea de que se está separado para siempre de los demás hombres, aunque no se les conozca ni se les vea nunca.
Pero el pescador la miró, sonriéndose, y dijo: ¡qué extraño es el ser humano! ¿Cuántos días hace que no sales del bosque? ¿Has visto a alguien a parte de Ondina o de mí?
—¿Te quedarás aquí con nosotros, te quedarás aquí con nosotros, mi buen amigo? —preguntó Ondina al caballero, estrechándose contra él.
Pero Huldebrando se había sumido en la más profunda ensoñación. El campo, al otro lado de la riada, alejábase cada vez más de su pensamiento, y hacíase más vago en su imaginación. La isla florida que habitaba ahora presentábase a él cada vez más risueña. Su joven amiga resplandecía a sus ojos como la más bella rosa de aquel rincón de la tierra, e incluso de toda la tierra. Es posible que hubiera visto mujeres más hermosas. Bertalda tenía, tal vez, rasgos más regulares, pero, a sus ojos, ninguna mujer en el mundo podía ser comparada con la joven Ondina: había en su rostro tanta sensibilidad, animación, ternura e ingenuidad, cuando le gustaba ser cariñosa y amable; su mirada era tan acariciadora y su sonrisa tan suave, tenían tanta gracia todos sus movimientos, el conjunto de su figura era tan aéreo y perfecto, que era realmente seductora. Demostraba tanto afecto al caballero que éste la miraba ya como su novia. El cielo estaba tan encantado de ello que no tardaron en escapar de sus labios estas palabras:
—Padre mío, tenéis ante vuestros ojos a dos jóvenes que están deseosos de unir sus vidas para siempre. Si los padres de Ondina no se oponen a ello, y si Ondina no me responde con una negativa, y así lo espero, esta misma noche nos casaréis.
Los dos ancianos se sorprendieron mucho. Esta idea ya había cruzado su imaginación, pero nunca se atrevieron a expresarla. Ondina se puso repentinamente seria y bajó los ojos, mientras el sacerdote preguntaba al pescador y su mujer si daban su consentimiento para esta unión.
Después de una breve conversación, quedaron de acuerdo. La anciana fue a buscar, para la ceremonia, dos cirios benditos que conservaba desde su matrimonio. Mientras tanto, el caballero desmontaba su hermosa cadena de oro para desprender de ella dos anillos que deseaba cambiar con su prometida. Ondina lo vio y, saliendo al punto de su ensoñación, dijo vivamente:
—No, no gastes así tu hermosa cadena. Mis padres no me dejaron tan sola en este mundo. Contaron con que un día encontraría un esposo.
Salió precipitadamente y regresó enseguida con dos magníficas sortijas con aguamarinas. Dio una a su novio y se quedó la otra. El viejo pescador y su mujer se asombraron mucho: jamás habían visto aquellas joyas en poder de su hija adoptiva, y le preguntaron dónde las había tenido ocultas.
—Mis padres —respondió ella— cosieron estas sortijas en los hermosos vestidos que llevaba cuando llegué a vuestra casa. Me prohibieron que hablase a nadie de ellas antes del día de mis bodas. Las descosí y las oculté hasta hoy.
El sacerdote interrumpió las preguntas que iban a hacerle todavía, así como las exclamaciones de sorpresa, encendió los cirios benditos, los puso sobre una mesa ante la que hizo que se situaran los dos novios, cambió sus anillos y unió al caballero y a Ondina según los ritos solemnes de la Iglesia. El viejo matrimonio les dio su bendición y la joven esposa, silenciosa, se apoyó temblando en su amado caballero.
De pronto el sacerdote exclamó:
—¿Por qué, ¡oh extrañas gentes!, me habéis ocultado la verdad? ¿Por qué me dijisteis que vosotros erais los únicos seres humanos que habitabais esta isla? Durante toda la ceremonia he visto tras la ventana, frente a mí, un hombre alto, envuelto en un manto blanco, que nos miraba. Todavía está allí. Hacedlo entrar.
—¡Dios nos libre! —exclamó la anciana, asustada—. No puede ser más que el hombre blanco del bosque.
El pescador sacudió la cabeza y Huldebrando corrió a la ventana. También él creyó ver una larga mancha blanca que desaparecía en las tinieblas. Sin embargo, trató de convencer al sacerdote de que se había equivocado. Volvió luego al lado de Ondina y todos se sentaron confiados junto al fuego.
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VII
LO QUE ACONTECIÓ DESPUÉS DE LA BODA
VII
LO QUE ACONTECIÓ DESPUÉS DE LA BODA
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Durante todo el día, antes y después de su boda. Ondina se mostró tranquila, cordial, llena de solicitud y atenciones para con todo el mundo, sencilla y activa como una buena ama de casa y conservando siempre una actitud llena de reserva y delicadeza. Sus amigos esperaban a cada momento que se dejara llevar por algún extraño capricho o cometiera alguna insolencia, cosas que ya sabían que le sucedían. Pero Ondina se mostró buena y amable como un ángel.
El sacerdote no se cansaba de admirarla y le dijo a Huldebrando:
—Señor caballero, la Providencia os ha confiado, por mi mediación, un inapreciable tesoro. Si vuestra esposa continúa siendo lo que es hoy, conservad este tesoro. Os procurará la felicidad en esta tierra y os conducirá a la salvación eterna.
Hacia el atardecer, apoyándose con una humilde ternura en el brazo de su esposo. Ondina se lo llevó fuera de la cabaña, cuando el sol poniente lanzaba sus últimos rayos sobre la hierba verdeante y los árboles esbeltos. Los ojos de la joven no derramaban lágrimas, pero tampoco estaban animados por el fuego de la alegría; sin embargo a través de sus largas pestañas, veíase brillar como un dulce rocío de amor y melancolía.
Un misterio importante, pero que nada tenía de amargo, parecía rondar sus labios entreabiertos, y aún no se expresaba más que por ligeros suspiros, o más bien por una respiración emocionada y premiosa. Se llevó a Huldebrando lejos de la cabaña.
Él vio en esas miradas el amor y la devoción sin límites, acompañados, no obstante, de una leve mezcla de temor.
Llegaron cerca del desbordado torrente y el caballero se asombró al ver las olas discurrir suavemente por un nuevo lecho, sin huella alguna de su furia anterior.
—Mañana estará completamente seco —dijo Ondina, tristemente—; entonces podrás atravesarlo sin obstáculo e ir donde te parezca.
—No me iré sin ti, mi querida Ondina —replicó el caballero—. Estamos unidos para toda la vida. Olvidas que si tuviera deseos de abandonarte, la Iglesia, el emperador y el imperio se unirían para devolverte a tu desertor. ¡No se rompen así como así las cadenas del matrimonio!
—Esto solamente depende de ti —contestó Ondina, riendo y llorando a la vez—. Sin embargo, espero que no me dejarás porque te quiero tanto. Llévame a la pequeña isla que está ante nosotros. Allí es donde me encontraste, y allí es donde debe decidirse mi suerte. Podría atravesar fácilmente estas olas, pero me siento tan bien y soy tan feliz a tu lado...
Huldebrando, lleno de una singular emoción, no pudo contestarle. La tomó en brazos y la llevó a la isla, la depositó sobre la blanda hierba y quiso sentarse a su lado.
—No —dijo ella—, ponte frente a mí. Quiero poder leer en tus ojos antes de que tus labios hayan hablado. Escucha atentamente lo que voy a decirte.
—Has de saber, amigo mío —dijo Ondina—, que en los elementos existen seres que, en el exterior, difieren poco de los seres humanos, pero que no se aparecen a ellos más que en raras ocasiones. Las extrañas salamandras brillan y juguetean en el fuego; en las profundidades de la tierra habitan los odiosos y perversos gnomos; los encantadores silfos habitan en el aire y revolotean en las nubes; en los lagos, los ríos, los arroyos y los mares, vive el numeroso pueblo de las ondinas. Son felices en sus magníficas moradas, bajo sus bóvedas de liquido cristal que les dejan ver el sol y las estrellas, esas maravillas de la creación.
Inmensos árboles de coral, con sus hermosos frutos rojos y azules adornan sus jardines. Pisan una arena pura, sembrada de conchas de distintos colores. Los habitantes de las aguas son, la mayoría de un aspecto afable, agradable, más bellos que los hombres.
Amigo mío, tienes ante ti a una de esas ondinas.
—Deberíamos ser mucho más felices que vosotros los humanos. También nosotros nos llamamos criaturas humanas y lo somos por el aspecto, pero diferimos de vosotros en un punto muy esencial: dejamos de existir por completo después de la muerte.
Desaparecemos totalmente como el polvo, las chispas, el viento y las nubes. No tenemos alma; nuestro elemento es lo que nos hace mover y obrar: está sometido a nosotras mientras vivimos, pero, cuando dejamos de vivir, nos descompone y destruye.
Mi padre, un poderoso príncipe de las aguas en el Mediterráneo, quiso que su única hija adquiriese un alma, aunque hubiera de experimentar por ello todas las penas inherentes a este don a la vez precioso y funesto; pero no podemos ganar un alma más que cuando el más tierno vínculo no nos une a una criatura de vuestra especie. Ahora, Huldebrando, tengo un alma, y te la debo a ti, a ti a quien amo tanto que ningún idioma puede expresar este amor. Por ello te doy las gracias, incluso más allá de la muerte, puesto que por medio de este don me has asegurado una existencia que no acabará nunca y se renovará sin cesar. Pero puedes hacerla aquí muy desgraciada. ¿Qué sería de mí si me temes, si me rechazas? Hubiese podido ocultarte esto todavía, pero no he querido conservar tu corazón por medio de superchería. ¿Quieres ahora abandonarme? Eres dueño de hacerlo, vete, regresa solo por esa orilla. Me sumergiré en el río y encontraré en él a mi tío Kuhleborn, el hermano de mi padre. Fue él quien me trajo aquí como una niña, feliz y contenta, a la puerta de la casa del pescador, prometiéndome que, cuando llegara el momento de casarme, acudiría a la cabaña un apuesto caballero. Mantuvo su promesa y te condujo hasta la península a través del bosque. Él es el hombre blanco que te trajo por el sendero, él fue quien asistió a mi boda, tras la ventana, y será él quien, si tú no me quieres, me devolverá a la casa de mis padres como una mujer desesperada y, por desgracia suya, dotada de un alma que la hará sentir todo lo que perderá al perderte.
Entonces se echó a llorar y no pudo decir más; pero Huldebrando la cogió en sus brazos con la más tierna emoción. La llevó a la orilla y le juró que jamás la abandonaría. Tiernamente abrazada, Ondina se dirigió del brazo del caballero hacia la cabaña, y allí comprendió qué poco echaba de menos los palacios de cristal de su padre.
Durante todo el día, antes y después de su boda. Ondina se mostró tranquila, cordial, llena de solicitud y atenciones para con todo el mundo, sencilla y activa como una buena ama de casa y conservando siempre una actitud llena de reserva y delicadeza. Sus amigos esperaban a cada momento que se dejara llevar por algún extraño capricho o cometiera alguna insolencia, cosas que ya sabían que le sucedían. Pero Ondina se mostró buena y amable como un ángel.
El sacerdote no se cansaba de admirarla y le dijo a Huldebrando:
—Señor caballero, la Providencia os ha confiado, por mi mediación, un inapreciable tesoro. Si vuestra esposa continúa siendo lo que es hoy, conservad este tesoro. Os procurará la felicidad en esta tierra y os conducirá a la salvación eterna.
Hacia el atardecer, apoyándose con una humilde ternura en el brazo de su esposo. Ondina se lo llevó fuera de la cabaña, cuando el sol poniente lanzaba sus últimos rayos sobre la hierba verdeante y los árboles esbeltos. Los ojos de la joven no derramaban lágrimas, pero tampoco estaban animados por el fuego de la alegría; sin embargo a través de sus largas pestañas, veíase brillar como un dulce rocío de amor y melancolía.
Un misterio importante, pero que nada tenía de amargo, parecía rondar sus labios entreabiertos, y aún no se expresaba más que por ligeros suspiros, o más bien por una respiración emocionada y premiosa. Se llevó a Huldebrando lejos de la cabaña.
Él vio en esas miradas el amor y la devoción sin límites, acompañados, no obstante, de una leve mezcla de temor.
Llegaron cerca del desbordado torrente y el caballero se asombró al ver las olas discurrir suavemente por un nuevo lecho, sin huella alguna de su furia anterior.
—Mañana estará completamente seco —dijo Ondina, tristemente—; entonces podrás atravesarlo sin obstáculo e ir donde te parezca.
—No me iré sin ti, mi querida Ondina —replicó el caballero—. Estamos unidos para toda la vida. Olvidas que si tuviera deseos de abandonarte, la Iglesia, el emperador y el imperio se unirían para devolverte a tu desertor. ¡No se rompen así como así las cadenas del matrimonio!
—Esto solamente depende de ti —contestó Ondina, riendo y llorando a la vez—. Sin embargo, espero que no me dejarás porque te quiero tanto. Llévame a la pequeña isla que está ante nosotros. Allí es donde me encontraste, y allí es donde debe decidirse mi suerte. Podría atravesar fácilmente estas olas, pero me siento tan bien y soy tan feliz a tu lado...
Huldebrando, lleno de una singular emoción, no pudo contestarle. La tomó en brazos y la llevó a la isla, la depositó sobre la blanda hierba y quiso sentarse a su lado.
—No —dijo ella—, ponte frente a mí. Quiero poder leer en tus ojos antes de que tus labios hayan hablado. Escucha atentamente lo que voy a decirte.
—Has de saber, amigo mío —dijo Ondina—, que en los elementos existen seres que, en el exterior, difieren poco de los seres humanos, pero que no se aparecen a ellos más que en raras ocasiones. Las extrañas salamandras brillan y juguetean en el fuego; en las profundidades de la tierra habitan los odiosos y perversos gnomos; los encantadores silfos habitan en el aire y revolotean en las nubes; en los lagos, los ríos, los arroyos y los mares, vive el numeroso pueblo de las ondinas. Son felices en sus magníficas moradas, bajo sus bóvedas de liquido cristal que les dejan ver el sol y las estrellas, esas maravillas de la creación.
Inmensos árboles de coral, con sus hermosos frutos rojos y azules adornan sus jardines. Pisan una arena pura, sembrada de conchas de distintos colores. Los habitantes de las aguas son, la mayoría de un aspecto afable, agradable, más bellos que los hombres.
Amigo mío, tienes ante ti a una de esas ondinas.
—Deberíamos ser mucho más felices que vosotros los humanos. También nosotros nos llamamos criaturas humanas y lo somos por el aspecto, pero diferimos de vosotros en un punto muy esencial: dejamos de existir por completo después de la muerte.
Desaparecemos totalmente como el polvo, las chispas, el viento y las nubes. No tenemos alma; nuestro elemento es lo que nos hace mover y obrar: está sometido a nosotras mientras vivimos, pero, cuando dejamos de vivir, nos descompone y destruye.
Mi padre, un poderoso príncipe de las aguas en el Mediterráneo, quiso que su única hija adquiriese un alma, aunque hubiera de experimentar por ello todas las penas inherentes a este don a la vez precioso y funesto; pero no podemos ganar un alma más que cuando el más tierno vínculo no nos une a una criatura de vuestra especie. Ahora, Huldebrando, tengo un alma, y te la debo a ti, a ti a quien amo tanto que ningún idioma puede expresar este amor. Por ello te doy las gracias, incluso más allá de la muerte, puesto que por medio de este don me has asegurado una existencia que no acabará nunca y se renovará sin cesar. Pero puedes hacerla aquí muy desgraciada. ¿Qué sería de mí si me temes, si me rechazas? Hubiese podido ocultarte esto todavía, pero no he querido conservar tu corazón por medio de superchería. ¿Quieres ahora abandonarme? Eres dueño de hacerlo, vete, regresa solo por esa orilla. Me sumergiré en el río y encontraré en él a mi tío Kuhleborn, el hermano de mi padre. Fue él quien me trajo aquí como una niña, feliz y contenta, a la puerta de la casa del pescador, prometiéndome que, cuando llegara el momento de casarme, acudiría a la cabaña un apuesto caballero. Mantuvo su promesa y te condujo hasta la península a través del bosque. Él es el hombre blanco que te trajo por el sendero, él fue quien asistió a mi boda, tras la ventana, y será él quien, si tú no me quieres, me devolverá a la casa de mis padres como una mujer desesperada y, por desgracia suya, dotada de un alma que la hará sentir todo lo que perderá al perderte.
Entonces se echó a llorar y no pudo decir más; pero Huldebrando la cogió en sus brazos con la más tierna emoción. La llevó a la orilla y le juró que jamás la abandonaría. Tiernamente abrazada, Ondina se dirigió del brazo del caballero hacia la cabaña, y allí comprendió qué poco echaba de menos los palacios de cristal de su padre.
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VIII
DE CÓMO EL CABALLERO LLEVÓ A SU CASA A LA JOVEN ESPOSA
VIII
DE CÓMO EL CABALLERO LLEVÓ A SU CASA A LA JOVEN ESPOSA
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Cuando al día siguiente Huldebrando se despertó, no halló a su lado a su hermosa compañera. Empezaba ya a temer que su matrimonio y su Ondina no habían sido más que una ilusión, un encantamiento. Pero no tardó en verla entrar en su habitación, cariñosa y encantadora como la víspera. Lo besó, se sentó a su lado y le dijo:
—Me levanté temprano, para ir a ver si mi tío Kuhleborn había mantenido su palabra. Ya ha devuelto las aguas a su apacible lecho y corre ahora solitario y tranquilo, a través 1 bosque. Cuando quieras puedes regresar por terreno seco hasta tu patria.
Huldebrando creía soñar todavía, y no podía hacerse a la idea del singular parentesco de su mujer. Sin embargo, no se manifestó. Instantes después, encontrándose con ella ante la puerta de la cabaña y dirigiendo su mirada sorprendida sobre aquella pequeña llanura verde y sobre su compañera tan hermosa, experimentó tal sentimiento de dicha que exclamó:
—¿Por qué hemos de marcharnos? No pasaremos en el mundo días tan felices como los que hemos vivido en este lugar tranquilo y retirado, que la naturaleza complació en embellecer.
—Como mi señor y amigo lo desee —respondió Ondina una tierna deferencia—; pero déjame tan sólo advertirte a cosa. Mis ancianos y bondadosos padres están ya tan tristes por haber tenido que separarse de mí, que si llegan a conocer el alma amante que ahora poseo, si saben de qué modo soy capaz de amarlos y honrarlos, esta separación les costará demasiadas lágrimas. Permíteme, pues, que no les manifieste esta alma que tú me has dado, este corazón tan lleno de amor y gratitud de su hija adoptiva en el momento en que van a perderla para siempre.
Huldebrando aprobó este sentimiento lleno de delicadeza. Fue a buscar al pescador y le anunció su partida para una hora después: no hubo más remedio que someterse a ello. El sacerdote se ofreció para acompañar a la joven pareja, y tras breves pero tiernos adioses, el pescador ayudó al caballero a instalar a su linda esposa sobre el hermoso caballo, y contuvo su dolor por no aumentar el de Ondina, que lloró besando a sus bondadosos padres. Le recomendaron que hiciera feliz al esposo que la Providencia le había concedido. Una mirada dirigida el cielo y luego a Huldebrando fue su única respuesta y su juramento. Luego se separaron.
Sin la menor dificultad los viajeros atravesaron el lecho ya seco del torrente y penetraron en el misterioso bosque. Ondina lloraba todavía en silencio. El pescador y su mujer, cediendo a su dolor, daban al aire sus sollozos y les gritaban desde lejos sus adioses. Los viajeros penetraron hasta la más densa umbría del bosque.
Era un cuadro encantador ver aquella mujer tan joven y bella, en medio de aquellas avenidas de verdura, montada en el soberbio corcel, llevando a un lado al venerable sacerdote vestido con el hábito blanco de su convento y, el otro, el más apuesto de los caballeros, con su brillante traje, ceñido al magnífico tahalí, del que pendía su espada de empuñadura de oro.
Huldebrando no dejaba de contemplar a su amada esposa. Por fin Ondina secó sus lágrimas y no tuvo ojos más que para su marido. En ese momento el silencio les sorprendió oír cerca de ellos una conversación entre el sacerdote y un cuarto viajero que se había reunido a ellos sin que se diesen cuenta. También estaba vestido con un traje blanco muy parecido al del sacerdote, excepto la capucha, que en lugar de estar echada hacia atrás, la tenía puesta y cubría casi todo su rostro. Sus vestidos eran tan largos que se veía obligado constantemente a arreglárselos. Cuando los jóvenes esposos lo vieron, estaba diciendo al sacerdote.
—Hace muchos años que vivo en este bosque, sin que por ello se me pueda llamar ermitaño en el sentido que dais a esta palabra. Como ya os he dicho, no hago penitencia; apenas sé lo que es, y no creo necesitarla mucho. Me gusta este bosque porque encuentro que hago en él un encantador efecto, que incluso me divierto mucho cuando, con mis amplias ropas flotando al viento, se me ve en esas umbrías frondas o bajo el verde rama, y cuando los dulces rayos de sol me iluminan.
—Sois un personaje singular —respondió el sacerdote—. Confieso que excitáis mi curiosidad y quisiera saber vuestro nombre y quién sois y de dónde venís.
—¡Ah! —replicó el habitante del bosque—, permitirme que yo os pregunte quién sois y de dónde venís.
—Me llaman el padre Heilman —repuso el sacerdote—. Vengo del convento de la Visitación, al otro lado del lago, de donde me arrojó la tormenta...
—A la península que está en la linde del bosque —dijo el extraño personaje—. Lo sé perfectamente, puesto que estaba con vos en la barquichuela.
Entonces el padre Heilman recordó que en el momento de su naufragio había creído ver ante él algo semejante a una enorme figura blanca.
—Creí —dijo— que se trataba de una visión producida por el miedo. Pero, ¿erais vos?
—Me llamo Kuhleborn y podría dárseme también el título de señor, como se le da a tantos menos grandes y poderosos que yo. Hago lo que me place, soy libre e independiente como el aire; tal vez más aún. Por eso tengo algo que decir a esa joven y nadie me lo impedirá.
Y en un abrir y cerrar de ojo pasó al otro lado del sacerdote y se encontró junto a Ondina. De pronto levantó su cabeza y alargó su estatura llegó a la altura del rostro de la joven, y se inclinó para hablarle al oído, pero ella se volvió asustada, y le dijo:
—¿Qué quieres? Ahora soy de una naturaleza distinta de la tuya. No pertenezco más que a mi esposo.
—¡Ja, ja! —replicó Kuhleborn—. Estás muy orgullosa de tu ilustre matrimonio, puesto que nada te importan tus parientes. ¿No reconoces a tu tío Kuhleborn quien, para proporcionarte un alma, te trajo cuidadosamente sobre sus hombros hasta la península y te llevó a tu caballero con tantos trabajos a través del bosque?
—No he olvidado nada —dijo Ondina—. Mi corazón sabe cuánto te debe, pero ahora no te temo. Déjame seguir mi suerte, sigue la tuya y no nos atormentes.
—No, no, mi pequeña sobrina —replicó Kuhleborn—, no te dejaré, estoy aquí para escoltaros e impedir que los perversos gnomos del bosque os molesten. Déjame, pues, caminar junta a este viejo sacerdote que tan bien se acuerda de mí. Acaba de decirme que creyó reconocerme y que estuve cerca de él en la barquichuela, de donde, cayó al mar. En efecto, cerca estuve de la ola que lo lanzó a tierra para que pudiera bendecir vuestra unión.
Ondina y el caballero contemplaron al sacerdote que parecía caminar como un sonámbulo y no oír nada de cuanto se decía. Luego se volvió Ondina al recién llegado y le dijo:
—Ya veo el lindero del bosque. Ya no te necesitamos. ¡Déjanos en paz!
A esta palabras Kuhleborn pareció encolerizarse, hizo una horrible mueca a Ondina y le lanzó al rostro su espuma blanca. Ella dio un grito y llamó a Huldebrando en su ayuda. Como un rayo, el caballero pasó al otro lado del caballo, sacó su espada y la blandió sobre la cabeza de Kuhleborn. Pero, ¡qué gran sorpresa! El hombre había desaparecido y la espada dio en medio de una cascada que se precipitaba desde lo alto de una roca junto a ellos. Los inundó, precipitándose sobre ellos con un ruido parecido a una carcajada. El sacerdote dijo, despertándose súbitamente:
—Hace rato que preveía lo que nos ha sucedido —dijo—, pues ese arroyo corría encima de las rocas. Por un momento llegué a creer incluso que era el hombre blanco y que nos hablaba.
En aquel momento Huldebrando oyó claramente estas palabras, que procedían de la cascada:
Contento estoy de ti, caballero,
Protege siempre a tu gentil esposa.
Ámala, mas, no temas a su casta,
Si el corazón y devoción le otorgas.
Instantes después los viajeros se encontraban en el campo. La ciudad imperial apareció ante ellos. El sol doraba sus almenas y campanarios y secaba con sus rayos los mojados vestidos de los caminantes.
Cuando al día siguiente Huldebrando se despertó, no halló a su lado a su hermosa compañera. Empezaba ya a temer que su matrimonio y su Ondina no habían sido más que una ilusión, un encantamiento. Pero no tardó en verla entrar en su habitación, cariñosa y encantadora como la víspera. Lo besó, se sentó a su lado y le dijo:
—Me levanté temprano, para ir a ver si mi tío Kuhleborn había mantenido su palabra. Ya ha devuelto las aguas a su apacible lecho y corre ahora solitario y tranquilo, a través 1 bosque. Cuando quieras puedes regresar por terreno seco hasta tu patria.
Huldebrando creía soñar todavía, y no podía hacerse a la idea del singular parentesco de su mujer. Sin embargo, no se manifestó. Instantes después, encontrándose con ella ante la puerta de la cabaña y dirigiendo su mirada sorprendida sobre aquella pequeña llanura verde y sobre su compañera tan hermosa, experimentó tal sentimiento de dicha que exclamó:
—¿Por qué hemos de marcharnos? No pasaremos en el mundo días tan felices como los que hemos vivido en este lugar tranquilo y retirado, que la naturaleza complació en embellecer.
—Como mi señor y amigo lo desee —respondió Ondina una tierna deferencia—; pero déjame tan sólo advertirte a cosa. Mis ancianos y bondadosos padres están ya tan tristes por haber tenido que separarse de mí, que si llegan a conocer el alma amante que ahora poseo, si saben de qué modo soy capaz de amarlos y honrarlos, esta separación les costará demasiadas lágrimas. Permíteme, pues, que no les manifieste esta alma que tú me has dado, este corazón tan lleno de amor y gratitud de su hija adoptiva en el momento en que van a perderla para siempre.
Huldebrando aprobó este sentimiento lleno de delicadeza. Fue a buscar al pescador y le anunció su partida para una hora después: no hubo más remedio que someterse a ello. El sacerdote se ofreció para acompañar a la joven pareja, y tras breves pero tiernos adioses, el pescador ayudó al caballero a instalar a su linda esposa sobre el hermoso caballo, y contuvo su dolor por no aumentar el de Ondina, que lloró besando a sus bondadosos padres. Le recomendaron que hiciera feliz al esposo que la Providencia le había concedido. Una mirada dirigida el cielo y luego a Huldebrando fue su única respuesta y su juramento. Luego se separaron.
Sin la menor dificultad los viajeros atravesaron el lecho ya seco del torrente y penetraron en el misterioso bosque. Ondina lloraba todavía en silencio. El pescador y su mujer, cediendo a su dolor, daban al aire sus sollozos y les gritaban desde lejos sus adioses. Los viajeros penetraron hasta la más densa umbría del bosque.
Era un cuadro encantador ver aquella mujer tan joven y bella, en medio de aquellas avenidas de verdura, montada en el soberbio corcel, llevando a un lado al venerable sacerdote vestido con el hábito blanco de su convento y, el otro, el más apuesto de los caballeros, con su brillante traje, ceñido al magnífico tahalí, del que pendía su espada de empuñadura de oro.
Huldebrando no dejaba de contemplar a su amada esposa. Por fin Ondina secó sus lágrimas y no tuvo ojos más que para su marido. En ese momento el silencio les sorprendió oír cerca de ellos una conversación entre el sacerdote y un cuarto viajero que se había reunido a ellos sin que se diesen cuenta. También estaba vestido con un traje blanco muy parecido al del sacerdote, excepto la capucha, que en lugar de estar echada hacia atrás, la tenía puesta y cubría casi todo su rostro. Sus vestidos eran tan largos que se veía obligado constantemente a arreglárselos. Cuando los jóvenes esposos lo vieron, estaba diciendo al sacerdote.
—Hace muchos años que vivo en este bosque, sin que por ello se me pueda llamar ermitaño en el sentido que dais a esta palabra. Como ya os he dicho, no hago penitencia; apenas sé lo que es, y no creo necesitarla mucho. Me gusta este bosque porque encuentro que hago en él un encantador efecto, que incluso me divierto mucho cuando, con mis amplias ropas flotando al viento, se me ve en esas umbrías frondas o bajo el verde rama, y cuando los dulces rayos de sol me iluminan.
—Sois un personaje singular —respondió el sacerdote—. Confieso que excitáis mi curiosidad y quisiera saber vuestro nombre y quién sois y de dónde venís.
—¡Ah! —replicó el habitante del bosque—, permitirme que yo os pregunte quién sois y de dónde venís.
—Me llaman el padre Heilman —repuso el sacerdote—. Vengo del convento de la Visitación, al otro lado del lago, de donde me arrojó la tormenta...
—A la península que está en la linde del bosque —dijo el extraño personaje—. Lo sé perfectamente, puesto que estaba con vos en la barquichuela.
Entonces el padre Heilman recordó que en el momento de su naufragio había creído ver ante él algo semejante a una enorme figura blanca.
—Creí —dijo— que se trataba de una visión producida por el miedo. Pero, ¿erais vos?
—Me llamo Kuhleborn y podría dárseme también el título de señor, como se le da a tantos menos grandes y poderosos que yo. Hago lo que me place, soy libre e independiente como el aire; tal vez más aún. Por eso tengo algo que decir a esa joven y nadie me lo impedirá.
Y en un abrir y cerrar de ojo pasó al otro lado del sacerdote y se encontró junto a Ondina. De pronto levantó su cabeza y alargó su estatura llegó a la altura del rostro de la joven, y se inclinó para hablarle al oído, pero ella se volvió asustada, y le dijo:
—¿Qué quieres? Ahora soy de una naturaleza distinta de la tuya. No pertenezco más que a mi esposo.
—¡Ja, ja! —replicó Kuhleborn—. Estás muy orgullosa de tu ilustre matrimonio, puesto que nada te importan tus parientes. ¿No reconoces a tu tío Kuhleborn quien, para proporcionarte un alma, te trajo cuidadosamente sobre sus hombros hasta la península y te llevó a tu caballero con tantos trabajos a través del bosque?
—No he olvidado nada —dijo Ondina—. Mi corazón sabe cuánto te debe, pero ahora no te temo. Déjame seguir mi suerte, sigue la tuya y no nos atormentes.
—No, no, mi pequeña sobrina —replicó Kuhleborn—, no te dejaré, estoy aquí para escoltaros e impedir que los perversos gnomos del bosque os molesten. Déjame, pues, caminar junta a este viejo sacerdote que tan bien se acuerda de mí. Acaba de decirme que creyó reconocerme y que estuve cerca de él en la barquichuela, de donde, cayó al mar. En efecto, cerca estuve de la ola que lo lanzó a tierra para que pudiera bendecir vuestra unión.
Ondina y el caballero contemplaron al sacerdote que parecía caminar como un sonámbulo y no oír nada de cuanto se decía. Luego se volvió Ondina al recién llegado y le dijo:
—Ya veo el lindero del bosque. Ya no te necesitamos. ¡Déjanos en paz!
A esta palabras Kuhleborn pareció encolerizarse, hizo una horrible mueca a Ondina y le lanzó al rostro su espuma blanca. Ella dio un grito y llamó a Huldebrando en su ayuda. Como un rayo, el caballero pasó al otro lado del caballo, sacó su espada y la blandió sobre la cabeza de Kuhleborn. Pero, ¡qué gran sorpresa! El hombre había desaparecido y la espada dio en medio de una cascada que se precipitaba desde lo alto de una roca junto a ellos. Los inundó, precipitándose sobre ellos con un ruido parecido a una carcajada. El sacerdote dijo, despertándose súbitamente:
—Hace rato que preveía lo que nos ha sucedido —dijo—, pues ese arroyo corría encima de las rocas. Por un momento llegué a creer incluso que era el hombre blanco y que nos hablaba.
En aquel momento Huldebrando oyó claramente estas palabras, que procedían de la cascada:
Contento estoy de ti, caballero,
Protege siempre a tu gentil esposa.
Ámala, mas, no temas a su casta,
Si el corazón y devoción le otorgas.
Instantes después los viajeros se encontraban en el campo. La ciudad imperial apareció ante ellos. El sol doraba sus almenas y campanarios y secaba con sus rayos los mojados vestidos de los caminantes.
.
IX
DE CÓMO VIVIERON EN LA CIUDAD
IX
DE CÓMO VIVIERON EN LA CIUDAD
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La repentina desaparición del joven caballero Huldebrando de Ringstetten había causado estupor entre todos los ciudadanos de la ciudad imperial, al tiempo que estaban profundamente disgustados, pues todos le habían cobrado afecto por su buena disposición para los torneos y la danza, así como por su amabilidad y buenas costumbres.
Sus criados esperaban que volviera y no se movían del lugar, ninguno de ellos tenía valor para ir a buscarlo, y menos para adentrarse en el temible bosque. Permanecían en sus albergues, inactivos, esperando que reapareciera, al tiempo que daban muestras de pesar.
Como poco tiempo después tuvieron lugar las grandes tormentas e inundaciones, ya no se dudó más de la muerte del apuesto caballero, e incluso la misma Bertalda se reprochó haberle enviado hacia el temible bosque. Cuando sus padres adoptivos, los duques, vinieron en su busca, ella los convenció de que permanecieran en la ciudad hasta tener noticias seguras de si el caballero vivía o había muerto. Luego intentó convencer a algunos caballeros que la pretendían para que fuesen al bosque en busca del noble caballero. Pero no se atrevió a prometerles la mano, pues siempre conservaba la esperanza de poder pertenecer al caballero cuando regresase, pero nadie se atrevía a arriesgar su vida por un guante, una banda o un beso, para ir en busca de un rival tan peligroso.
Cuando Huldebrando apareció súbita e inesperadamente, los criados y servidores se alegraron en extremo, a excepción de Bertalda, pues vio que venía con una esposa muy bella, acompañados del padre Heilman como testigo de boda.
Estaba tan enamorada del caballero, que durante su ausencia había permanecido recluida, sin mostrarse en público. Pero ahora se comportó como una mujer inteligente, adaptándose a las circunstancias y mostrándose muy amable con Ondina, a la cual en la ciudad consideraban como a una princesa que Huldebrando había liberado de algún hechizo en el bosque.
Cuando les preguntaban algo, tanto a ella como al caballero, permanecían en silencio o evitaban hablar del asunto, y los labios del padre Heilman siguieron sellados, guardando el secreto, hasta el momento en que entró en el monasterio, de modo de que la gente tuvo que contentarse con meras suposiciones, y ni siquiera la misma Bertalda pudo saber la verdad.
A medida que pasaban los días. Ondina se hacía más amiga de la joven. A menudo le decía:
—Creo que nos hemos conocido antes, o debe de haber existido alguna relación entre nosotras, tiene que haber un motivo misterioso para que nos tengamos tanto cariño y simpatía.
Bertalda tampoco podía negar que sentía cariño y amor hacia Ondina, aunque a veces sintiera celos de su feliz rival. En esta contrapuesta inclinación, tanto la una como la otra aplazaban la fecha de su partida; hasta que llegó el momento en que se decidió que Bertalda acompañara a Ondina al burgo de Rinstetten, a orillas del Danubio, para pasar allí uno días con ella.
Una noche en que hablaban de este asunto, paseaban, a la luz de la luna, por la plaza llena de árboles de la ciudad imperial. Los recién casados habían invitado a ello a Bertalda y paseaban los tres, tranquilamente, cobijados por la bóveda celeste. Sólo de vez en cuando, para asombro suyo, veíase interrumpida su charla por el extraño murmullo del surtidor de la fuente que estaba en medio de la plaza. Se sentían felices entre las sombras de los árboles; veíase el brillo de las luces de las casas próximas y se oía el ruido de los niños jugando y de la gente que paseaba a lo lejos. Aunque estaban solos, eran felices en medio de aquel mundo alegre y animado; y todo lo que les había parecido difícil durante el día, ahora les parecía fácil, de modo que los tres, en aquel momento, apenas podían comprender por qué les había causado inquietud que Bertalda fuese con ellos.
Precisamente cuando estaban diciendo qué día emprenderían el viaje, se les acercó un hombre muy alto que venía de la plaza, el cual, tras saludarlos muy ceremoniosamente, se acercó a Ondina y le dijo algo al oído. Ella, muy molesta por lo inoportuno del acto, se apartó algunos pasos con el desconocido y pareció como si ambos cuchicheasen en un idioma extraño.
A Huldebrando le pareció conocer a aquel hombre singular y le miró fijamente, de tal modo que ni oyó ni atendió las sorprendidas preguntas de Bertalda.
Ondina dio al desconocido unas cuantas palmadas muy amistosamente, hasta hacerle sonreír, de modo que aquél se alejó, moviendo la cabeza, con pasos rápidos y vacilantes, y desapareció en la fuente.
Huldebrando lo comprendió todo, y Bertalda preguntó:
—¿Qué te decía el hombre de la fuente, querida Ondina?
La joven sonrió enigmática y repuso:
—Pasado mañana, el día de tu santo, lo sabrás todo, querida niña...
Y no pudieron sacarle más. Luego invitó a Bertalda y a sus padres adoptivos para que vinieran a comer aquel día, y así se despidieron. Cuando dejaron a Bertalda y continuaron por las oscuras callejas, Huldebrando, con un secreto escalofrío, preguntó a su bella esposa:
—¿Era Kuhleborn?
—Sí, era Kuhleborn —repuso Ondina—, que trataba de enredarme en sus cotillerías. Pero en medio de todo esto me ha dado una buena nueva. Si quieres saberlo, mi dueño y señor, te lo diré de muy buena gana. Pero, si quieres dar una alegría a tu Ondina, espera hasta pasado mañana y tendrás parte en la sorpresa.
El caballero accedió gustoso a la petición de su esposa, que se la hacía con tanto cariño. Esta, a punto ya de dormirse, sonrió y dijo:
—¡Lo que se va a alegrar Bertalda cuando se entere del mensaje del hombre de la fuente, lo que se va a alegrar!
La repentina desaparición del joven caballero Huldebrando de Ringstetten había causado estupor entre todos los ciudadanos de la ciudad imperial, al tiempo que estaban profundamente disgustados, pues todos le habían cobrado afecto por su buena disposición para los torneos y la danza, así como por su amabilidad y buenas costumbres.
Sus criados esperaban que volviera y no se movían del lugar, ninguno de ellos tenía valor para ir a buscarlo, y menos para adentrarse en el temible bosque. Permanecían en sus albergues, inactivos, esperando que reapareciera, al tiempo que daban muestras de pesar.
Como poco tiempo después tuvieron lugar las grandes tormentas e inundaciones, ya no se dudó más de la muerte del apuesto caballero, e incluso la misma Bertalda se reprochó haberle enviado hacia el temible bosque. Cuando sus padres adoptivos, los duques, vinieron en su busca, ella los convenció de que permanecieran en la ciudad hasta tener noticias seguras de si el caballero vivía o había muerto. Luego intentó convencer a algunos caballeros que la pretendían para que fuesen al bosque en busca del noble caballero. Pero no se atrevió a prometerles la mano, pues siempre conservaba la esperanza de poder pertenecer al caballero cuando regresase, pero nadie se atrevía a arriesgar su vida por un guante, una banda o un beso, para ir en busca de un rival tan peligroso.
Cuando Huldebrando apareció súbita e inesperadamente, los criados y servidores se alegraron en extremo, a excepción de Bertalda, pues vio que venía con una esposa muy bella, acompañados del padre Heilman como testigo de boda.
Estaba tan enamorada del caballero, que durante su ausencia había permanecido recluida, sin mostrarse en público. Pero ahora se comportó como una mujer inteligente, adaptándose a las circunstancias y mostrándose muy amable con Ondina, a la cual en la ciudad consideraban como a una princesa que Huldebrando había liberado de algún hechizo en el bosque.
Cuando les preguntaban algo, tanto a ella como al caballero, permanecían en silencio o evitaban hablar del asunto, y los labios del padre Heilman siguieron sellados, guardando el secreto, hasta el momento en que entró en el monasterio, de modo de que la gente tuvo que contentarse con meras suposiciones, y ni siquiera la misma Bertalda pudo saber la verdad.
A medida que pasaban los días. Ondina se hacía más amiga de la joven. A menudo le decía:
—Creo que nos hemos conocido antes, o debe de haber existido alguna relación entre nosotras, tiene que haber un motivo misterioso para que nos tengamos tanto cariño y simpatía.
Bertalda tampoco podía negar que sentía cariño y amor hacia Ondina, aunque a veces sintiera celos de su feliz rival. En esta contrapuesta inclinación, tanto la una como la otra aplazaban la fecha de su partida; hasta que llegó el momento en que se decidió que Bertalda acompañara a Ondina al burgo de Rinstetten, a orillas del Danubio, para pasar allí uno días con ella.
Una noche en que hablaban de este asunto, paseaban, a la luz de la luna, por la plaza llena de árboles de la ciudad imperial. Los recién casados habían invitado a ello a Bertalda y paseaban los tres, tranquilamente, cobijados por la bóveda celeste. Sólo de vez en cuando, para asombro suyo, veíase interrumpida su charla por el extraño murmullo del surtidor de la fuente que estaba en medio de la plaza. Se sentían felices entre las sombras de los árboles; veíase el brillo de las luces de las casas próximas y se oía el ruido de los niños jugando y de la gente que paseaba a lo lejos. Aunque estaban solos, eran felices en medio de aquel mundo alegre y animado; y todo lo que les había parecido difícil durante el día, ahora les parecía fácil, de modo que los tres, en aquel momento, apenas podían comprender por qué les había causado inquietud que Bertalda fuese con ellos.
Precisamente cuando estaban diciendo qué día emprenderían el viaje, se les acercó un hombre muy alto que venía de la plaza, el cual, tras saludarlos muy ceremoniosamente, se acercó a Ondina y le dijo algo al oído. Ella, muy molesta por lo inoportuno del acto, se apartó algunos pasos con el desconocido y pareció como si ambos cuchicheasen en un idioma extraño.
A Huldebrando le pareció conocer a aquel hombre singular y le miró fijamente, de tal modo que ni oyó ni atendió las sorprendidas preguntas de Bertalda.
Ondina dio al desconocido unas cuantas palmadas muy amistosamente, hasta hacerle sonreír, de modo que aquél se alejó, moviendo la cabeza, con pasos rápidos y vacilantes, y desapareció en la fuente.
Huldebrando lo comprendió todo, y Bertalda preguntó:
—¿Qué te decía el hombre de la fuente, querida Ondina?
La joven sonrió enigmática y repuso:
—Pasado mañana, el día de tu santo, lo sabrás todo, querida niña...
Y no pudieron sacarle más. Luego invitó a Bertalda y a sus padres adoptivos para que vinieran a comer aquel día, y así se despidieron. Cuando dejaron a Bertalda y continuaron por las oscuras callejas, Huldebrando, con un secreto escalofrío, preguntó a su bella esposa:
—¿Era Kuhleborn?
—Sí, era Kuhleborn —repuso Ondina—, que trataba de enredarme en sus cotillerías. Pero en medio de todo esto me ha dado una buena nueva. Si quieres saberlo, mi dueño y señor, te lo diré de muy buena gana. Pero, si quieres dar una alegría a tu Ondina, espera hasta pasado mañana y tendrás parte en la sorpresa.
El caballero accedió gustoso a la petición de su esposa, que se la hacía con tanto cariño. Esta, a punto ya de dormirse, sonrió y dijo:
—¡Lo que se va a alegrar Bertalda cuando se entere del mensaje del hombre de la fuente, lo que se va a alegrar!
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X
EL SANTO DE BERTALDA
X
EL SANTO DE BERTALDA
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Todos estaban sentados a la mesa; Bertalda, ataviada con joyas y flores, rodeada de los innumerables regalos de sus padres adoptivos y amigos, adornada cual la diosa de la primavera, y a su lado Ondina y Huldebrando.
Cuando el fastuoso banquete hubo terminado, se quitaron los manteles y se abrieron las puertas, conforme a la antigua costumbre de los países germánicos, para que el pueblo entrase y tomase parte en el regocijo de los señores, y los criados repartieron vino y tartas entre todos los presentes.
Huldebrando y Bertalda esperaban con impaciencia la prometida explicación y no apartaban los ojos de Ondina. Pero la bella joven seguía aún callada y sonriente como si estuviera poseída de un íntimo contento.
Quien conociese la promesa que había hecho, podría darse cuenta de que estaba deseando descubrir aquel secreto tan agradable, y que, si no lo hacía todavía, era para prolongar el placer de guardarlo, como suelen hacer los niños con una golosina preferida. Bertalda y Huldebrando intentaban leer en los labios de su amiga. Varios de los que allí estaban pidieron a Ondina que cantase una canción. Para complacerlos, acompañándose del laúd, cantó lo siguiente:
La mañana tan clara,
las flores tan bellas,
la hierba tan alta,
la mar tan reposada.
¡Oh!, ¿quién trajo aquí
a tan bella flor,
a esa hermosa niña,
que está junto a nos?
Esta pobre niña,
que es tan delicada,
de remotas playas
es aquí llegada.
¡Oh!, ¿quién trajo aquí
a tan bella flor?
Ondina dejó el laúd con una sonrisa melancólica y los ojos de los padres adoptivos de Bertalda se llenaron de lágrimas.
—Eso sucedió la mañana que te encontré, pobre huérfana —dijo el duque muy conmovido—. La bella cantora tiene razón, aunque todavía no te hemos dado lo mejor.
—Vamos a oír ahora lo que sucedió a los pobres padres —dijo Ondina, y se puso a tocar el laúd:
La madre en la estancia
no encuentra a la niña,
y llorando busca
en la casa vacía.
En la casa vacía,
busca noche y día.
En vano la busca
porque está perdida.
El padre al rebaño
por los montes guía,
y busca llorando
la niña perdida.
—¡Por Dios, Ondina! —exclamó llorando Bertalda—, ¿dónde están mis padres? Seguro que lo sabes, seguro que los conoces; de no ser así no habrías desgarrado mi corazón. ¿Acaso están aquí? ¿Son acaso...?
Sus ojos recorrieron la sala buscando entre la brillante concurrencia y se detuvieron ante una dama señorial que estaba sentada junto a su padre adoptivo.
Ondina se volvió hacia la puerta y sus ojos se humedecieron por la emoción.
—¿Dónde están los pobres padres? —preguntó Ondina.
El viejo pescador y su mujer hicieron una señal en medio de la multitud de los espectadores.
Tan pronto miraban a Ondina como a la bella joven que parecía ser su hija.
—¡Es ella! —dijo Ondina, muy satisfecha; y dejó que los padres, llorando y dando gracias a Dios, abrazaran a la hija perdida que acaban de encontrar.
Pero Bertalda, presa de horror y muy enojada, se desprendió de sus brazos. Era demasiado duro, para su ánimo orgulloso, que el reconocimiento se produjese en el mismo instante en que había creído ser más poderosa, cuando incluso había estado a punto de ver brillar la corona sobre su cabeza. Pensó entonces que todo esto se le había ocurrido a su rival para humillarla ante Huldebrando y todo el mundo.
Insultó a Ondina, insultó a ambos ancianos, y las odiosas palabra «embustera» y «pueblo comprado» salieron de sus labios. La mujer del pescador dijo en voz baja:
—¡Dios mío!, se ha convertido en una orgullosa; y, sin embargo, sé que es hija mía.
El viejo pescador, con las manos juntas, rezaba para que no fuese su hija.
Ondina, pálida como la muerte, tan pronto miraba a sus padres como a Bertalda; se sentía dominada por una angustia y un temor que hasta entonces nunca había experimentado.
—¿Tienes alma? Verdaderamente, ¿tienes alma, Bertalda? —exclamó varias veces, dirigiéndose a su enojada amiga como si quisiera librarse de una súbita locura o una terrible pesadilla nocturna.
Pero, como Bertalda continuaba presa de un ataque de rabia y los padres repudiados comenzaron a sollozar en alto, y la gente que allí había tomaba partido por unos o por otros, pidió permiso para hablar aparte con su esposo y apaciguar el ambiente.
Acercóse al extremo de la mesa donde Bertalda estaba sentada y, humilde y orgullosa a la vez, mientras todos los ojos se clavaban en ella, dijo lo siguiente:
—¡Oídme, vosotros que intentáis estropear la fiesta! Si hubiera sabido cuáles eran vuestras costumbres, no estaríais aquí. No depende de mí que ahora todo haya cambiado, Muy poco tengo que deciros, únicamente que no he mentido. No puedo demostrároslo, pero os lo juro. Me lo ha asegurado el mismo que atrajo a Bertalda hacia las aguas separándola de sus padres, y luego la depositó sobre una verde pradera ante el duque.
—Es una hechicera —exclamó Bertalda—, una bruja que tiene tratos con los demonios. ¡Ella misma lo reconoce!
—No es cierto —dijo Ondina, y en sus ojos se trasparentaba la inocencia—. No soy una hechicera; ¡miradme!
—¡Miente: no le hagáis caso! —repuso Bertalda—. Y no puede demostrar que soy hija de esta gente tan baja. ¡Duques, padres míos, sacadme de aquí, de entre estas gentes que me están humillando!
El anciano y noble duque permaneció silencioso en su sitio, y su esposa dijo:
—Antes hemos de saber a qué atenernos, sabe Dios que no hemos de dar un paso fuera de esta sala hasta que no estemos enterado de todo.
La anciana pescadora se acercó e, inclinándose ante ella, dijo:
—Venerable dama, llenáis mi corazón de pena. He de confesaros que si ésta es mi hija, tiene una peca en forma de violeta en la espalda y otra semejante en el arco de su pie izquierdo. ¡Que venga conmigo fuera de la sala!
—Nunca me desnudaré ante una campesina —dijo Bertalda, volviéndole la espalda orgullosamente.
—Pero ante mí sí lo harás —repuso la duquesa con gran seriedad—. Ven conmigo a aquella habitación y que también venga la anciana.
Las tres desaparecieron y el resto de la concurrencia permaneció allí en silencio, con gran expectación.
Después de un breve rato volvieron las mujeres; Bertalda estaba pálida como la muerte, y la duquesa dijo:
—La verdad debe triunfar por encima de todo; así pues, declaro que es cierto lo que ha dicho nuestra anfitriona. Bertalda es hija del pescador, y esto es todo lo que podemos decir.
La noble pareja salió en compañía de su hija adoptiva. A una señal del duque, los siguieron el pescador y su mujer. Los invitados se dispersaron unos en silencio y otros murmurando, y Ondina se arrojó llorando a los brazos de Huldebrando.
Todos estaban sentados a la mesa; Bertalda, ataviada con joyas y flores, rodeada de los innumerables regalos de sus padres adoptivos y amigos, adornada cual la diosa de la primavera, y a su lado Ondina y Huldebrando.
Cuando el fastuoso banquete hubo terminado, se quitaron los manteles y se abrieron las puertas, conforme a la antigua costumbre de los países germánicos, para que el pueblo entrase y tomase parte en el regocijo de los señores, y los criados repartieron vino y tartas entre todos los presentes.
Huldebrando y Bertalda esperaban con impaciencia la prometida explicación y no apartaban los ojos de Ondina. Pero la bella joven seguía aún callada y sonriente como si estuviera poseída de un íntimo contento.
Quien conociese la promesa que había hecho, podría darse cuenta de que estaba deseando descubrir aquel secreto tan agradable, y que, si no lo hacía todavía, era para prolongar el placer de guardarlo, como suelen hacer los niños con una golosina preferida. Bertalda y Huldebrando intentaban leer en los labios de su amiga. Varios de los que allí estaban pidieron a Ondina que cantase una canción. Para complacerlos, acompañándose del laúd, cantó lo siguiente:
La mañana tan clara,
las flores tan bellas,
la hierba tan alta,
la mar tan reposada.
¡Oh!, ¿quién trajo aquí
a tan bella flor,
a esa hermosa niña,
que está junto a nos?
Esta pobre niña,
que es tan delicada,
de remotas playas
es aquí llegada.
¡Oh!, ¿quién trajo aquí
a tan bella flor?
Ondina dejó el laúd con una sonrisa melancólica y los ojos de los padres adoptivos de Bertalda se llenaron de lágrimas.
—Eso sucedió la mañana que te encontré, pobre huérfana —dijo el duque muy conmovido—. La bella cantora tiene razón, aunque todavía no te hemos dado lo mejor.
—Vamos a oír ahora lo que sucedió a los pobres padres —dijo Ondina, y se puso a tocar el laúd:
La madre en la estancia
no encuentra a la niña,
y llorando busca
en la casa vacía.
En la casa vacía,
busca noche y día.
En vano la busca
porque está perdida.
El padre al rebaño
por los montes guía,
y busca llorando
la niña perdida.
—¡Por Dios, Ondina! —exclamó llorando Bertalda—, ¿dónde están mis padres? Seguro que lo sabes, seguro que los conoces; de no ser así no habrías desgarrado mi corazón. ¿Acaso están aquí? ¿Son acaso...?
Sus ojos recorrieron la sala buscando entre la brillante concurrencia y se detuvieron ante una dama señorial que estaba sentada junto a su padre adoptivo.
Ondina se volvió hacia la puerta y sus ojos se humedecieron por la emoción.
—¿Dónde están los pobres padres? —preguntó Ondina.
El viejo pescador y su mujer hicieron una señal en medio de la multitud de los espectadores.
Tan pronto miraban a Ondina como a la bella joven que parecía ser su hija.
—¡Es ella! —dijo Ondina, muy satisfecha; y dejó que los padres, llorando y dando gracias a Dios, abrazaran a la hija perdida que acaban de encontrar.
Pero Bertalda, presa de horror y muy enojada, se desprendió de sus brazos. Era demasiado duro, para su ánimo orgulloso, que el reconocimiento se produjese en el mismo instante en que había creído ser más poderosa, cuando incluso había estado a punto de ver brillar la corona sobre su cabeza. Pensó entonces que todo esto se le había ocurrido a su rival para humillarla ante Huldebrando y todo el mundo.
Insultó a Ondina, insultó a ambos ancianos, y las odiosas palabra «embustera» y «pueblo comprado» salieron de sus labios. La mujer del pescador dijo en voz baja:
—¡Dios mío!, se ha convertido en una orgullosa; y, sin embargo, sé que es hija mía.
El viejo pescador, con las manos juntas, rezaba para que no fuese su hija.
Ondina, pálida como la muerte, tan pronto miraba a sus padres como a Bertalda; se sentía dominada por una angustia y un temor que hasta entonces nunca había experimentado.
—¿Tienes alma? Verdaderamente, ¿tienes alma, Bertalda? —exclamó varias veces, dirigiéndose a su enojada amiga como si quisiera librarse de una súbita locura o una terrible pesadilla nocturna.
Pero, como Bertalda continuaba presa de un ataque de rabia y los padres repudiados comenzaron a sollozar en alto, y la gente que allí había tomaba partido por unos o por otros, pidió permiso para hablar aparte con su esposo y apaciguar el ambiente.
Acercóse al extremo de la mesa donde Bertalda estaba sentada y, humilde y orgullosa a la vez, mientras todos los ojos se clavaban en ella, dijo lo siguiente:
—¡Oídme, vosotros que intentáis estropear la fiesta! Si hubiera sabido cuáles eran vuestras costumbres, no estaríais aquí. No depende de mí que ahora todo haya cambiado, Muy poco tengo que deciros, únicamente que no he mentido. No puedo demostrároslo, pero os lo juro. Me lo ha asegurado el mismo que atrajo a Bertalda hacia las aguas separándola de sus padres, y luego la depositó sobre una verde pradera ante el duque.
—Es una hechicera —exclamó Bertalda—, una bruja que tiene tratos con los demonios. ¡Ella misma lo reconoce!
—No es cierto —dijo Ondina, y en sus ojos se trasparentaba la inocencia—. No soy una hechicera; ¡miradme!
—¡Miente: no le hagáis caso! —repuso Bertalda—. Y no puede demostrar que soy hija de esta gente tan baja. ¡Duques, padres míos, sacadme de aquí, de entre estas gentes que me están humillando!
El anciano y noble duque permaneció silencioso en su sitio, y su esposa dijo:
—Antes hemos de saber a qué atenernos, sabe Dios que no hemos de dar un paso fuera de esta sala hasta que no estemos enterado de todo.
La anciana pescadora se acercó e, inclinándose ante ella, dijo:
—Venerable dama, llenáis mi corazón de pena. He de confesaros que si ésta es mi hija, tiene una peca en forma de violeta en la espalda y otra semejante en el arco de su pie izquierdo. ¡Que venga conmigo fuera de la sala!
—Nunca me desnudaré ante una campesina —dijo Bertalda, volviéndole la espalda orgullosamente.
—Pero ante mí sí lo harás —repuso la duquesa con gran seriedad—. Ven conmigo a aquella habitación y que también venga la anciana.
Las tres desaparecieron y el resto de la concurrencia permaneció allí en silencio, con gran expectación.
Después de un breve rato volvieron las mujeres; Bertalda estaba pálida como la muerte, y la duquesa dijo:
—La verdad debe triunfar por encima de todo; así pues, declaro que es cierto lo que ha dicho nuestra anfitriona. Bertalda es hija del pescador, y esto es todo lo que podemos decir.
La noble pareja salió en compañía de su hija adoptiva. A una señal del duque, los siguieron el pescador y su mujer. Los invitados se dispersaron unos en silencio y otros murmurando, y Ondina se arrojó llorando a los brazos de Huldebrando.
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XI
DE CÓMO SE MARCHARON DE LA CIUDAD
XI
DE CÓMO SE MARCHARON DE LA CIUDAD
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El señor de Ringstetten hubiera preferido que todo esto hubiera sucedido otro día; pero, tal como habían transcurrido los acontecimientos, se sentía satisfecho del comportamiento de su encantadora esposa... «Si yo le he dado un alma, veo que realmente es mucho mejor que la mía.»
Así que lo que hizo fue consolarla y tratar de llevarla a otro lugar, diferente de aquel que se le había hecho odioso desde lo acaecido. Aunque la gente no pensaba así, esperaba algo tan extraordinario que, cuando descubrió el origen de Bertalda y se vio su extraño comportamiento, todos la criticaron.
Aunque el caballero y su esposa no se dieron cuenta de nada, Ondina sintió tal desconsuelo, que lo mejor que pudieron hacer fue abandonar lo antes posible los muros de la vieja ciudad.
Al brillar los primeros rayos de la mañana un carruaje magnífico se detuvo ante la puerta donde se alojaba Ondina, y los caballos de Huldebrando pateaban sobre el empedrado. El caballero condujo a su bella esposa ante la puerta y una joven pescadora se acercó a ellos.
—Gracias, no necesitamos tu mercancía —le dijo Huldebrando—. Precisamente ahora nos vamos.
La pescadorcita empezó a llorar amargamente, y entonces pudieron darse cuenta de que se trataba de Bertalda. Entraron con ella en la estancia y se enteraron de que el duque y la duquesa estaban muy enfadados con ella a causa de la dureza y sequedad de que había dado muestra el día de su santo, y de que la habían apartado de ellos, no sin antes darle una buena dote. Al pescador también le dieron una gran cantidad. Este, en compañía de su mujer, había emprendido el camino hacia su península la tarde del día fatídico.
—Hubiera ido con ellos de buena gana —continuó diciendo Bertalda—, pero el pescador, que debe ser mi padre...
—Sí, es verdaderamente tu padre, querida Bertalda —la interrumpió Ondina—. Escucha: el hombre de la fuente me informó de todo. Trataba de convencerme de que no te llevara al burgo de Ringstetten, y él fue quien me confió el secreto.
—Entonces —dijo Bertalda—, mi padre, ya que decís que es mi padre, me dijo: «No quiero que vengas conmigo hasta que no cambies. Atrévete a cruzar el bosque sola: ésta será la prueba de que nos aprecias. ¡No vengas a vernos como una dama, sino como una pescadora!»
Así pues, voy a hacer lo que me dijo, pues todos me han abandonado. Quiero vivir y morir como una pobre pescadorcita con mis pobres padres. El bosque me atemoriza, es cierto; está habitado por fantasmas que me dan mucho miedo. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer...? Ahora he venido para pedir perdón a la noble señora de Ringstetten, pues me comporté de un modo improcedente. Me doy cuenta de que habéis hecho bien, bella señora; no podéis suponer cómo me sentí trastornada y cómo la confusión y la sorpresa me hicieron pronunciar aquellas palabras audaces y alocadas. ¡Perdonadme, perdonadme! ¡Soy tan desgraciada! Pensad quién era al empezar vuestra fiesta y en qué estado me encuentro ahora...
Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de lágrimas, de modo que Ondina, llorando amargamente, se echó en sus brazos. Pasó mucho rato hasta que la joven pudiera pronunciar palabras, tanta era su emoción. Al fin dijo:
—Ven con nosotros a Ringstetten; haremos lo que decidimos hace poco. Tutéame y no me digas más dama y noble señora. Escucha: vamos a hacer como si fuéramos niñas, que nuestro destino sea común, tan íntimamente ligado, que nadie pueda desunirlo. —¡Vayamos a Ringstetten! ¡Vivamos como si fuéramos hermanas!
Bertalda miró con timidez a Huldebrando. Él sintió lástima de la pobre joven, le ofreció la mano y con gran afabilidad le dijo, al tiempo que se dirigía a su esposa:
—Enviaremos un mensaje a vuestros padres diciéndoles cuál es el motivo por el que no habéis ido...
Iba a decir más cosas respecto a los pescadores, pero, al ver el triste semblante que ponía Bertalda al mencionarlos, calló. La tomó del brazo para acompañarla al carruaje y Ondina los siguió complacida. El cochero condujo con tal rapidez, que muy pronto dejaron atrás la región de la ciudad imperial y todos los tristes recuerdos.
Poco tiempo después las jóvenes sonreían contemplando las bellas comarcas que atravesaba el camino.
Tras unos días de viaje, llegaron una tarde al burgo de Ringstetten. El joven había advertido a sus soldados y criados, de modo que Ondina y Bertalda pudiesen estar solas. Ambas subieron a las murallas de la fortaleza y se recrearon contemplando el hermoso paisaje que se extendía por la feliz región de Suabia.
Estando allí se les acercó un hombre muy alto que las saludó ceremoniosamente. Bertalda tuvo la sensación de que aquel hombre era el de la fuente de la ciudad imperial. Mayor le resultó la semejanza cuando Ondina, de mal talante, le amenazó con señas y él se alejó con pasos apresurados, moviendo la cabeza. Ondina dijo, entonces:
—No temas, querida Bertalda; esta vez, el odioso hombre de la fuente no te hará nada.
Y con esto le explicó toda su historia con todo detalle; cómo Bertalda había sido robada de casa de los pescadores y cómo Ondina había llegado hasta ellos. La joven se atemorizó tanto al oírla, que hasta llegó a pensar que su amiga se había vuelto loca de repente. Pero poco a poco fue convenciéndose de que todo aquello era verdad y aceptó las palabras de Ondina, que confirmaban los recientes acontecimientos; y, sobre todo, tuvo la sensación de que era cierto cuanto le decía.
Le resultó todo tan extraño, que pensó que estaba viviendo uno de esos cuentos que había oído relatar en otros tiempos. Contempló a Ondina con gran respeto, aunque no pudo evitar un estremecimiento cada vez que la miraba y cuando se sentaron a la mesa para cenar consideró, asombrada, cómo podía ser posible que el caballero se hubiese enamorado de un ser que le parecía ahora a ella más fantasmagórico que humano.
El señor de Ringstetten hubiera preferido que todo esto hubiera sucedido otro día; pero, tal como habían transcurrido los acontecimientos, se sentía satisfecho del comportamiento de su encantadora esposa... «Si yo le he dado un alma, veo que realmente es mucho mejor que la mía.»
Así que lo que hizo fue consolarla y tratar de llevarla a otro lugar, diferente de aquel que se le había hecho odioso desde lo acaecido. Aunque la gente no pensaba así, esperaba algo tan extraordinario que, cuando descubrió el origen de Bertalda y se vio su extraño comportamiento, todos la criticaron.
Aunque el caballero y su esposa no se dieron cuenta de nada, Ondina sintió tal desconsuelo, que lo mejor que pudieron hacer fue abandonar lo antes posible los muros de la vieja ciudad.
Al brillar los primeros rayos de la mañana un carruaje magnífico se detuvo ante la puerta donde se alojaba Ondina, y los caballos de Huldebrando pateaban sobre el empedrado. El caballero condujo a su bella esposa ante la puerta y una joven pescadora se acercó a ellos.
—Gracias, no necesitamos tu mercancía —le dijo Huldebrando—. Precisamente ahora nos vamos.
La pescadorcita empezó a llorar amargamente, y entonces pudieron darse cuenta de que se trataba de Bertalda. Entraron con ella en la estancia y se enteraron de que el duque y la duquesa estaban muy enfadados con ella a causa de la dureza y sequedad de que había dado muestra el día de su santo, y de que la habían apartado de ellos, no sin antes darle una buena dote. Al pescador también le dieron una gran cantidad. Este, en compañía de su mujer, había emprendido el camino hacia su península la tarde del día fatídico.
—Hubiera ido con ellos de buena gana —continuó diciendo Bertalda—, pero el pescador, que debe ser mi padre...
—Sí, es verdaderamente tu padre, querida Bertalda —la interrumpió Ondina—. Escucha: el hombre de la fuente me informó de todo. Trataba de convencerme de que no te llevara al burgo de Ringstetten, y él fue quien me confió el secreto.
—Entonces —dijo Bertalda—, mi padre, ya que decís que es mi padre, me dijo: «No quiero que vengas conmigo hasta que no cambies. Atrévete a cruzar el bosque sola: ésta será la prueba de que nos aprecias. ¡No vengas a vernos como una dama, sino como una pescadora!»
Así pues, voy a hacer lo que me dijo, pues todos me han abandonado. Quiero vivir y morir como una pobre pescadorcita con mis pobres padres. El bosque me atemoriza, es cierto; está habitado por fantasmas que me dan mucho miedo. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer...? Ahora he venido para pedir perdón a la noble señora de Ringstetten, pues me comporté de un modo improcedente. Me doy cuenta de que habéis hecho bien, bella señora; no podéis suponer cómo me sentí trastornada y cómo la confusión y la sorpresa me hicieron pronunciar aquellas palabras audaces y alocadas. ¡Perdonadme, perdonadme! ¡Soy tan desgraciada! Pensad quién era al empezar vuestra fiesta y en qué estado me encuentro ahora...
Sus palabras fueron sofocadas por un torrente de lágrimas, de modo que Ondina, llorando amargamente, se echó en sus brazos. Pasó mucho rato hasta que la joven pudiera pronunciar palabras, tanta era su emoción. Al fin dijo:
—Ven con nosotros a Ringstetten; haremos lo que decidimos hace poco. Tutéame y no me digas más dama y noble señora. Escucha: vamos a hacer como si fuéramos niñas, que nuestro destino sea común, tan íntimamente ligado, que nadie pueda desunirlo. —¡Vayamos a Ringstetten! ¡Vivamos como si fuéramos hermanas!
Bertalda miró con timidez a Huldebrando. Él sintió lástima de la pobre joven, le ofreció la mano y con gran afabilidad le dijo, al tiempo que se dirigía a su esposa:
—Enviaremos un mensaje a vuestros padres diciéndoles cuál es el motivo por el que no habéis ido...
Iba a decir más cosas respecto a los pescadores, pero, al ver el triste semblante que ponía Bertalda al mencionarlos, calló. La tomó del brazo para acompañarla al carruaje y Ondina los siguió complacida. El cochero condujo con tal rapidez, que muy pronto dejaron atrás la región de la ciudad imperial y todos los tristes recuerdos.
Poco tiempo después las jóvenes sonreían contemplando las bellas comarcas que atravesaba el camino.
Tras unos días de viaje, llegaron una tarde al burgo de Ringstetten. El joven había advertido a sus soldados y criados, de modo que Ondina y Bertalda pudiesen estar solas. Ambas subieron a las murallas de la fortaleza y se recrearon contemplando el hermoso paisaje que se extendía por la feliz región de Suabia.
Estando allí se les acercó un hombre muy alto que las saludó ceremoniosamente. Bertalda tuvo la sensación de que aquel hombre era el de la fuente de la ciudad imperial. Mayor le resultó la semejanza cuando Ondina, de mal talante, le amenazó con señas y él se alejó con pasos apresurados, moviendo la cabeza. Ondina dijo, entonces:
—No temas, querida Bertalda; esta vez, el odioso hombre de la fuente no te hará nada.
Y con esto le explicó toda su historia con todo detalle; cómo Bertalda había sido robada de casa de los pescadores y cómo Ondina había llegado hasta ellos. La joven se atemorizó tanto al oírla, que hasta llegó a pensar que su amiga se había vuelto loca de repente. Pero poco a poco fue convenciéndose de que todo aquello era verdad y aceptó las palabras de Ondina, que confirmaban los recientes acontecimientos; y, sobre todo, tuvo la sensación de que era cierto cuanto le decía.
Le resultó todo tan extraño, que pensó que estaba viviendo uno de esos cuentos que había oído relatar en otros tiempos. Contempló a Ondina con gran respeto, aunque no pudo evitar un estremecimiento cada vez que la miraba y cuando se sentaron a la mesa para cenar consideró, asombrada, cómo podía ser posible que el caballero se hubiese enamorado de un ser que le parecía ahora a ella más fantasmagórico que humano.
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XII
DE CÓMO VIVÍAN EN EL CASTILLO DE RINGSTETTEN
XII
DE CÓMO VIVÍAN EN EL CASTILLO DE RINGSTETTEN
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Quien escribe esta historia, porque emociona su corazón y porque le interesa despertar en otros los mismos sentimientos que él experimenta, te pide, ¡oh lector!, un nuevo favor. Perdona que salte por encima de una época muy extensa y te diga en pocas palabras y en general lo que ocurrió en aquel tiempo. Sabe perfectamente que un escritor hábil podría describir paso a paso cómo Huldebrando comenzó a desamar a su mujer, repitiéndose que Ondina era de una naturaleza distinta de la suya y que no podía estar vinculada más que a sus semejantes, y a inclinarse hacia Bertalda; cómo Bertalda correspondió al joven caballero con amor ardiente, éste comenzó a considerar a su esposa como un ser extraño y a temerla más que a tener compasión de ella, y cómo Ondina lloraba y sus lágrimas, aunque conmovían al caballero, no volvían a despertar su antiguo amor; pues, no obstante comportarse amorosamente con ella, siempre sentía un estremecimiento que le conducía hacia Bertalda... Todo esto podría contarlo el que esto escribe, y quizá debiera hacerlo. Pero su corazón se siente desgarrado; pues, como le han sucedido a él cosas parecidas, hasta la sombra del recuerdo le hace daño. Seguramente, querido lector, también tú has experimentado un sentimiento semejante, pues ésta es siempre la historia de los mortales.
La pobre Ondina estaba muy triste, y los otros dos tampoco se sentían muy felices. Bertalda, al darse cuenta de que Ondina se apartaba de ella, comprendió los celos que sentía la pobre esposa. Ésta veía a Bertalda adquirir poco a poco preponderancia sobre las gentes del castillo y se indignaba sobre todo por no poder poner en duda que Huldebrando animaba estas usurpaciones de autoridad.
Lo que más preocupaba a los habitantes del castillo eran todas aquellas apariciones singulares y de todo tipo que también Huldebrando y Bertalda encontraban por los largos pasillos, y de las cuales nunca hasta entonces habían oído hablar.
El gran hombre blanco, en el que ambos reconocían perfectamente al tío Kuhleborn, se aparecía con frecuencia a Bertalda, con aire amenazador.
En varias ocasiones ella había enfermado de terror, e incluso habló de abandonar el castillo. Pero, en parte porque amaba al caballero y se aprovechaba de su afable disposición y en parte porque no sabía a donde dirigirse, seguía en el castillo.
El viejo pescador había respondido al mensaje enviado por el señor de Ringstetten en que le hacía saber que su hija Bertalda estaba en su casa.
«¡Soy ahora un pobre viudo; mi amada esposa ha muerto! Aunque vivo solo y abandonado en mi cabaña, prefiero que Bertalda no venga y se quede con sus nobles protectores, siempre y cuando no cause pena alguna a mi querida Ondina. Si esto sucediera, la maldeciría.»
Bertalda no tuvo en cuenta esta amenaza, y cuando le preguntaban, ella misma justificaba el alejamiento de su padre con las mismas razones que solemos usar en casos semejantes.
«—Obedezco a mi padre —decía mintiendo—, no quiere saber nada de mí.»
Un día Huldebrando había salido a caballo; Ondina reunió a todos los servidores y les ordenó que buscaran una gran piedra y cubrieran cuidadosamente un gran pozo que se encontraba en el patio del castillo. Los servidores le manifestaron que este pozo era muy útil para ellos y le dijeron que si lo cegaba tendrían que ir a buscar el agua muy lejos en el valle. Ondina sonrió tristemente y respondió:
—Lamento mucho el exceso de trabajo que esto os va a dar. Quisiera poder ir yo misma a llenar vuestros cántaros al valle y traer el agua para no molestaros, pero es necesario que se selle el pozo. Creedme: si lo hacemos así, evitaremos peores males que un poco de molestia.
Entonces todos los servidores se apresuraron a obedecer a su buena ama, no preguntaron más y se fueron a buscar una enorme piedra que levantaron trabajosamente y colocaron sobre el pozo, tal como quería Ondina.
En este momento llegó Bertalda y se puso a gritar para impedirlo, diciendo que ella utilizaba el agua de ese pozo para lavarse y se negaba a que lo cegasen. Con gran asombro por su parte. Ondina se resistió con firmeza ante esta orden y persistió en su deseo de que se tapase. Declaró que ella era la única dueña del castillo y sólo a ella le correspondía el derecho de dar órdenes: y, en una palabra, que no tenía por qué rendir cuentas a nadie sobre su conducta, excepto a su amo y señor.
—¡Mirad, mirad —gritó airada Bertalda, dando muestras de angustia—; mirad cómo borbotea el agua tratando de salir! No quiere estar oculta, desea ver el sol y ser el espejo de los hombres.
Y era cierto que la corriente del agua se agitaba extrañamente como si tratase de salir, pero Ondina dio órdenes severísimas que se cumplieron. No tuvo necesidad de repetir lo que había dicho; la servidumbre del castillo experimentaba tanto placer en obedecer a su buena ama como en resistir a la arrogancia obstinada de Bertalda, por lo que, a pesar de las amenazas e injurias de esta última, la piedra cubrió la boca del pozo. Ondina se apoyó en ella silenciosamente y trazó encima, con el dedo, unas misteriosas figuras.
Hubiérase dicho que tenía en las manos una herramienta puntiaguda, porque los signos quedaron profundamente grabados en la superficie de la piedra. Cuando ella se alejó, todos los asistentes se acercaron y observaron aquellos singulares caracteres, que ninguno había visto antes.
Por la noche, cuando volvió Huldebrando, Bertalda lo aguardaba en la escalinata y se extendió en amargas quejas sobre el mal proceder de Ondina. El caballero dirigió a ésta una severa mirada y Ondina bajó los ojos tristemente. Sin embargo, muy dueña de sí, le dijo con voz dulce:
—Mi dueño y señor no regaña ni siquiera a uno de sus criados sin haberle escuchado; no tratará a su mujer con mayor rigor...
—Bien —concedió el caballero con aire sombrío—, expón los motivos de tu singular conducta.
—Quisiera no contarlos más que a ti solo —dijo Ondina suspirando.
—Puedes hablar en presencia de tu amiga Bertalda —repuso él.
—Sí, si tu me lo ordenas —dijo Ondina—... Pero ¡no me lo ordenes, por favor, no me lo ordenes!
Dijo estas palabras con un tono tan humilde, tierno y respetuoso, que el corazón del caballero se conmovió como si hubiera penetrado en su alma algún recuerdo de los tiempos pasados. La tomó tiernamente en sus brazos y la condujo a sus habitaciones, donde ella comenzó a hablar de este modo:
—Ya conoces a mi tío Kuhleborn. Te ha molestado verle con frecuencia en este castillo. Bertalda, incluso, ha sentido verdadero terror ante su vista. Ya sabes que no tiene alma, que es un simple espejo que refleja los objetos exteriores pero no puede comprender ningún sentimiento interior, porque no experimenta lo que nosotros sentimos. A su manera, me quiere. Él observa que a veces estás enfadado conmigo, que a veces lloro como una niña, mientras Bertalda se ríe quizás al mismo tiempo. Se imagina, entonces, toda clase de extravagancias y trata de intervenir en lo que, por cierto, no le importa. No sirve de nada que yo le regañe o le suplique que no venga por aquí. Le he de jurar que soy feliz siendo tu mujer y teniendo un alma pero no cree nada de lo que le digo. Esa pobre criatura ignora que, para una mujer, las penas y las alegrías del amor se parecen, se relacionan tan íntimamente, que ningún mortal puede separarlas. Entre las lágrimas brilla la alegría, y la alegría a veces produce las lágrimas; son inseparables.
El amor no puede existir sin una profunda tristeza y sin felicidad suprema, y las lágrimas no son siempre un signo de dolor.
Riendo y llorando a la vez, miró a Huldebrando de tal modo, que éste sintió renacer en su corazón todo el cariño que había sentido por ella. Ondina, al verlo, le estrechó en un arrebato contra su corazón, y entre lágrimas gozosas continuó diciendo:
—Puesto que este enemigo de nuestro reposo no ha escuchado mis palabras y no ha querido dejar de venir, me he visto obligada a cerrarle la puerta. La única entrada por la cual puede penetrar en nuestra casa es esa fuente. Está peleado con los otros espíritus de los manantiales de esta región. En los valles más cercanos no hay ni un arroyo ni una fuente por los que pueda entrar. Únicamente allá abajo, en el Danubio, donde tiene amigos, puede ejercer su poder. Por este motivo hice colocar esa enorme piedra en el pozo y tracé sobre ella los caracteres que anulan el poder de mi tío Kuhleborn, el cual, enfurecido, puede interponerse en mi camino y en el de Bertalda.
Estos signos que he trazado carecen de poder sobre los hombres, y puedes, si quieres, hacer levantar la piedra. Por lo tanto, tú eres el dueño de conceder a Bertalda lo que deseas con tanto ardor, pero ella precisamente es a quien odia el maligno Kuhleborn; y, si sucede lo que he vaticinado, hasta tú mismo, estarás en peligro.
Huldebrando se sintió conmovido hasta el fondo de su corazón por la delicadeza y generosidad de su encantadora esposa, que se privaba voluntariamente de su temible protector para preservar a su rival de su cólera. La estrechó tiernamente entre sus brazos y dijo:
—La piedra seguirá sobre el pozo. ¡Quiero que todo se haga aquí como tú desees, mi amada y generosa Ondina!
Encantada de oír estas palabras afectuosas, le respondió:
—Amado mío, puesto que tan bueno te muestras hoy, quisiera hacerte un ruego. Me sucede contigo como suele suceder al verano, que cuando está en todo su esplendor se descarga una tormenta con rayos y truenos. Algunas veces, Huldebrando, te irritas contra mí y tus ojos lanzan rayos, tu voz y tu cólera me hacen llorar. La sola gracia que te pido es que no te encolerices nunca contra mí ni me regañes cuando estemos en el agua, ni siquiera a orillas de un río o una fuente; mis padres adquirirían entonces sobre mí todos sus derechos y, en su cólera, me arrebatarían de tus brazos, considerando ofendida su casta. Me vería obligada a permanecer toda mi vida bajo las ondas, en su palacio de cristal. Y no me atrevería a volver a la tierra; y, si me enviaban a ella... ¡Dios mío, qué desgracia sería esto para nosotros! No, no, amigo mío; si quieres a Ondina, concédele lo que te pide, regáñame en la tierra, ¡nunca me regañes cerca del agua!
El caballero prometió solemnemente a su mujer que no la dañaría nunca, ni sobre la tierra ni sobre las aguas, así que ambos salieron de la habitación muy contentos y queriéndose más que nunca.
Encontraron a Bertalda con unos trabajadores a quienes había mandado llamar, y aquélla dijo a ambos, con ese tono seco e imperativo que tenía desde hacía algún tiempo, y al que daba un matiz de ironía:
—¡Vaya! ¿Habéis terminado ya esa misteriosa conversación? Podemos quitar la piedra, ¿verdad? ¡Vamos, trabajadores, manos a la obra, quitadla enseguida!
El caballero indignado ante esa insolencia, respondió con breves palabras:
—Quiero que esta piedra continúe sobre el pozo y prohíbo que se toque.
Luego reprochó a Bertalda su violencia y arrogancia contra Ondina, declarando que ésta era la única dueña del castillo por lo que los trabajadores se fueron sonriendo maliciosamente. Bertalda, pálida de cólera, salió también y fue a encerrarse a sus habitaciones.
Llegó la hora de la cena y Bertalda se hizo esperar en vano. Enviaron a buscarla, pero la doncella encontró su estancia vacía y una carta sellada dirigida al caballero. Al abrirla, vieron que decía: «Me avergüenzo de ser sólo la hija de un pobre pescador. Como lo he olvidado hace unos instantes, voy a esconderme a la pobre cabaña de mis padres. ¡Vive feliz con tu bella esposa!»
Ondina se entristeció profundamente, y pidió a Huldebrando que saliera en busca de la fugitiva para traerla de nuevo. ¡Ay, no debiera haberlo hecho! Su inclinación por Bertalda la perjudicaba. El caballero recorrió el castillo preguntando si alguien sabía qué dirección habían emprendido la fugitiva. Nadie supo darle contestación, así que al instante montó en su caballo decidido a ir en su busca. Un muchacho le aseguró que la dama se había dirigido hacia la selva negra, como una flecha el caballero atravesó la puerta y se lanzó en aquella dirección.
—¡A la selva negra, no! —exclamó Ondina. ¡No vayas allí! Huldebrando, allí no; o, si vas, ¡llévame contigo!
Pero como viese que eran vanos sus gritos, montó en su corcel blanco y galopó tras el caballero sin acompañamiento alguno.
Quien escribe esta historia, porque emociona su corazón y porque le interesa despertar en otros los mismos sentimientos que él experimenta, te pide, ¡oh lector!, un nuevo favor. Perdona que salte por encima de una época muy extensa y te diga en pocas palabras y en general lo que ocurrió en aquel tiempo. Sabe perfectamente que un escritor hábil podría describir paso a paso cómo Huldebrando comenzó a desamar a su mujer, repitiéndose que Ondina era de una naturaleza distinta de la suya y que no podía estar vinculada más que a sus semejantes, y a inclinarse hacia Bertalda; cómo Bertalda correspondió al joven caballero con amor ardiente, éste comenzó a considerar a su esposa como un ser extraño y a temerla más que a tener compasión de ella, y cómo Ondina lloraba y sus lágrimas, aunque conmovían al caballero, no volvían a despertar su antiguo amor; pues, no obstante comportarse amorosamente con ella, siempre sentía un estremecimiento que le conducía hacia Bertalda... Todo esto podría contarlo el que esto escribe, y quizá debiera hacerlo. Pero su corazón se siente desgarrado; pues, como le han sucedido a él cosas parecidas, hasta la sombra del recuerdo le hace daño. Seguramente, querido lector, también tú has experimentado un sentimiento semejante, pues ésta es siempre la historia de los mortales.
La pobre Ondina estaba muy triste, y los otros dos tampoco se sentían muy felices. Bertalda, al darse cuenta de que Ondina se apartaba de ella, comprendió los celos que sentía la pobre esposa. Ésta veía a Bertalda adquirir poco a poco preponderancia sobre las gentes del castillo y se indignaba sobre todo por no poder poner en duda que Huldebrando animaba estas usurpaciones de autoridad.
Lo que más preocupaba a los habitantes del castillo eran todas aquellas apariciones singulares y de todo tipo que también Huldebrando y Bertalda encontraban por los largos pasillos, y de las cuales nunca hasta entonces habían oído hablar.
El gran hombre blanco, en el que ambos reconocían perfectamente al tío Kuhleborn, se aparecía con frecuencia a Bertalda, con aire amenazador.
En varias ocasiones ella había enfermado de terror, e incluso habló de abandonar el castillo. Pero, en parte porque amaba al caballero y se aprovechaba de su afable disposición y en parte porque no sabía a donde dirigirse, seguía en el castillo.
El viejo pescador había respondido al mensaje enviado por el señor de Ringstetten en que le hacía saber que su hija Bertalda estaba en su casa.
«¡Soy ahora un pobre viudo; mi amada esposa ha muerto! Aunque vivo solo y abandonado en mi cabaña, prefiero que Bertalda no venga y se quede con sus nobles protectores, siempre y cuando no cause pena alguna a mi querida Ondina. Si esto sucediera, la maldeciría.»
Bertalda no tuvo en cuenta esta amenaza, y cuando le preguntaban, ella misma justificaba el alejamiento de su padre con las mismas razones que solemos usar en casos semejantes.
«—Obedezco a mi padre —decía mintiendo—, no quiere saber nada de mí.»
Un día Huldebrando había salido a caballo; Ondina reunió a todos los servidores y les ordenó que buscaran una gran piedra y cubrieran cuidadosamente un gran pozo que se encontraba en el patio del castillo. Los servidores le manifestaron que este pozo era muy útil para ellos y le dijeron que si lo cegaba tendrían que ir a buscar el agua muy lejos en el valle. Ondina sonrió tristemente y respondió:
—Lamento mucho el exceso de trabajo que esto os va a dar. Quisiera poder ir yo misma a llenar vuestros cántaros al valle y traer el agua para no molestaros, pero es necesario que se selle el pozo. Creedme: si lo hacemos así, evitaremos peores males que un poco de molestia.
Entonces todos los servidores se apresuraron a obedecer a su buena ama, no preguntaron más y se fueron a buscar una enorme piedra que levantaron trabajosamente y colocaron sobre el pozo, tal como quería Ondina.
En este momento llegó Bertalda y se puso a gritar para impedirlo, diciendo que ella utilizaba el agua de ese pozo para lavarse y se negaba a que lo cegasen. Con gran asombro por su parte. Ondina se resistió con firmeza ante esta orden y persistió en su deseo de que se tapase. Declaró que ella era la única dueña del castillo y sólo a ella le correspondía el derecho de dar órdenes: y, en una palabra, que no tenía por qué rendir cuentas a nadie sobre su conducta, excepto a su amo y señor.
—¡Mirad, mirad —gritó airada Bertalda, dando muestras de angustia—; mirad cómo borbotea el agua tratando de salir! No quiere estar oculta, desea ver el sol y ser el espejo de los hombres.
Y era cierto que la corriente del agua se agitaba extrañamente como si tratase de salir, pero Ondina dio órdenes severísimas que se cumplieron. No tuvo necesidad de repetir lo que había dicho; la servidumbre del castillo experimentaba tanto placer en obedecer a su buena ama como en resistir a la arrogancia obstinada de Bertalda, por lo que, a pesar de las amenazas e injurias de esta última, la piedra cubrió la boca del pozo. Ondina se apoyó en ella silenciosamente y trazó encima, con el dedo, unas misteriosas figuras.
Hubiérase dicho que tenía en las manos una herramienta puntiaguda, porque los signos quedaron profundamente grabados en la superficie de la piedra. Cuando ella se alejó, todos los asistentes se acercaron y observaron aquellos singulares caracteres, que ninguno había visto antes.
Por la noche, cuando volvió Huldebrando, Bertalda lo aguardaba en la escalinata y se extendió en amargas quejas sobre el mal proceder de Ondina. El caballero dirigió a ésta una severa mirada y Ondina bajó los ojos tristemente. Sin embargo, muy dueña de sí, le dijo con voz dulce:
—Mi dueño y señor no regaña ni siquiera a uno de sus criados sin haberle escuchado; no tratará a su mujer con mayor rigor...
—Bien —concedió el caballero con aire sombrío—, expón los motivos de tu singular conducta.
—Quisiera no contarlos más que a ti solo —dijo Ondina suspirando.
—Puedes hablar en presencia de tu amiga Bertalda —repuso él.
—Sí, si tu me lo ordenas —dijo Ondina—... Pero ¡no me lo ordenes, por favor, no me lo ordenes!
Dijo estas palabras con un tono tan humilde, tierno y respetuoso, que el corazón del caballero se conmovió como si hubiera penetrado en su alma algún recuerdo de los tiempos pasados. La tomó tiernamente en sus brazos y la condujo a sus habitaciones, donde ella comenzó a hablar de este modo:
—Ya conoces a mi tío Kuhleborn. Te ha molestado verle con frecuencia en este castillo. Bertalda, incluso, ha sentido verdadero terror ante su vista. Ya sabes que no tiene alma, que es un simple espejo que refleja los objetos exteriores pero no puede comprender ningún sentimiento interior, porque no experimenta lo que nosotros sentimos. A su manera, me quiere. Él observa que a veces estás enfadado conmigo, que a veces lloro como una niña, mientras Bertalda se ríe quizás al mismo tiempo. Se imagina, entonces, toda clase de extravagancias y trata de intervenir en lo que, por cierto, no le importa. No sirve de nada que yo le regañe o le suplique que no venga por aquí. Le he de jurar que soy feliz siendo tu mujer y teniendo un alma pero no cree nada de lo que le digo. Esa pobre criatura ignora que, para una mujer, las penas y las alegrías del amor se parecen, se relacionan tan íntimamente, que ningún mortal puede separarlas. Entre las lágrimas brilla la alegría, y la alegría a veces produce las lágrimas; son inseparables.
El amor no puede existir sin una profunda tristeza y sin felicidad suprema, y las lágrimas no son siempre un signo de dolor.
Riendo y llorando a la vez, miró a Huldebrando de tal modo, que éste sintió renacer en su corazón todo el cariño que había sentido por ella. Ondina, al verlo, le estrechó en un arrebato contra su corazón, y entre lágrimas gozosas continuó diciendo:
—Puesto que este enemigo de nuestro reposo no ha escuchado mis palabras y no ha querido dejar de venir, me he visto obligada a cerrarle la puerta. La única entrada por la cual puede penetrar en nuestra casa es esa fuente. Está peleado con los otros espíritus de los manantiales de esta región. En los valles más cercanos no hay ni un arroyo ni una fuente por los que pueda entrar. Únicamente allá abajo, en el Danubio, donde tiene amigos, puede ejercer su poder. Por este motivo hice colocar esa enorme piedra en el pozo y tracé sobre ella los caracteres que anulan el poder de mi tío Kuhleborn, el cual, enfurecido, puede interponerse en mi camino y en el de Bertalda.
Estos signos que he trazado carecen de poder sobre los hombres, y puedes, si quieres, hacer levantar la piedra. Por lo tanto, tú eres el dueño de conceder a Bertalda lo que deseas con tanto ardor, pero ella precisamente es a quien odia el maligno Kuhleborn; y, si sucede lo que he vaticinado, hasta tú mismo, estarás en peligro.
Huldebrando se sintió conmovido hasta el fondo de su corazón por la delicadeza y generosidad de su encantadora esposa, que se privaba voluntariamente de su temible protector para preservar a su rival de su cólera. La estrechó tiernamente entre sus brazos y dijo:
—La piedra seguirá sobre el pozo. ¡Quiero que todo se haga aquí como tú desees, mi amada y generosa Ondina!
Encantada de oír estas palabras afectuosas, le respondió:
—Amado mío, puesto que tan bueno te muestras hoy, quisiera hacerte un ruego. Me sucede contigo como suele suceder al verano, que cuando está en todo su esplendor se descarga una tormenta con rayos y truenos. Algunas veces, Huldebrando, te irritas contra mí y tus ojos lanzan rayos, tu voz y tu cólera me hacen llorar. La sola gracia que te pido es que no te encolerices nunca contra mí ni me regañes cuando estemos en el agua, ni siquiera a orillas de un río o una fuente; mis padres adquirirían entonces sobre mí todos sus derechos y, en su cólera, me arrebatarían de tus brazos, considerando ofendida su casta. Me vería obligada a permanecer toda mi vida bajo las ondas, en su palacio de cristal. Y no me atrevería a volver a la tierra; y, si me enviaban a ella... ¡Dios mío, qué desgracia sería esto para nosotros! No, no, amigo mío; si quieres a Ondina, concédele lo que te pide, regáñame en la tierra, ¡nunca me regañes cerca del agua!
El caballero prometió solemnemente a su mujer que no la dañaría nunca, ni sobre la tierra ni sobre las aguas, así que ambos salieron de la habitación muy contentos y queriéndose más que nunca.
Encontraron a Bertalda con unos trabajadores a quienes había mandado llamar, y aquélla dijo a ambos, con ese tono seco e imperativo que tenía desde hacía algún tiempo, y al que daba un matiz de ironía:
—¡Vaya! ¿Habéis terminado ya esa misteriosa conversación? Podemos quitar la piedra, ¿verdad? ¡Vamos, trabajadores, manos a la obra, quitadla enseguida!
El caballero indignado ante esa insolencia, respondió con breves palabras:
—Quiero que esta piedra continúe sobre el pozo y prohíbo que se toque.
Luego reprochó a Bertalda su violencia y arrogancia contra Ondina, declarando que ésta era la única dueña del castillo por lo que los trabajadores se fueron sonriendo maliciosamente. Bertalda, pálida de cólera, salió también y fue a encerrarse a sus habitaciones.
Llegó la hora de la cena y Bertalda se hizo esperar en vano. Enviaron a buscarla, pero la doncella encontró su estancia vacía y una carta sellada dirigida al caballero. Al abrirla, vieron que decía: «Me avergüenzo de ser sólo la hija de un pobre pescador. Como lo he olvidado hace unos instantes, voy a esconderme a la pobre cabaña de mis padres. ¡Vive feliz con tu bella esposa!»
Ondina se entristeció profundamente, y pidió a Huldebrando que saliera en busca de la fugitiva para traerla de nuevo. ¡Ay, no debiera haberlo hecho! Su inclinación por Bertalda la perjudicaba. El caballero recorrió el castillo preguntando si alguien sabía qué dirección habían emprendido la fugitiva. Nadie supo darle contestación, así que al instante montó en su caballo decidido a ir en su busca. Un muchacho le aseguró que la dama se había dirigido hacia la selva negra, como una flecha el caballero atravesó la puerta y se lanzó en aquella dirección.
—¡A la selva negra, no! —exclamó Ondina. ¡No vayas allí! Huldebrando, allí no; o, si vas, ¡llévame contigo!
Pero como viese que eran vanos sus gritos, montó en su corcel blanco y galopó tras el caballero sin acompañamiento alguno.
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XIII
LO QUE SUCEDIÓ A BERTALDA CON EL CABALLERO EN LA SELVA NEGRA
XIII
LO QUE SUCEDIÓ A BERTALDA CON EL CABALLERO EN LA SELVA NEGRA
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La selva negra estaba en lo más escondido de las montañas. No sabemos cuál fue el origen de su nombre. En otros tiempos los campesinos la llamaban así a causa de la profunda oscuridad que reinaba en ella debido a los altos árboles, principalmente muchos abetos que había en los alrededores. Hasta el arroyo que saltaba entre las rocas era completamente negro y carecía de esa alegría que suelen tener los arroyos que reflejan en sus aguas el cielo azul.
Aquel día, cuando anochecía, la oscuridad en torno de las escarpadas montañas parecía haber aumentado. El caballero caminó angustiado por toda la orilla del arroyo, pues temía que, al retrasarse en ir en busca de la fugitiva, ésta hubiera podido esconderse. Había penetrado en lo más profundo del valle y pensaba que, de haber seguido el camino acertado, habría hallado ya a la joven. El presentimiento de que no iba a encontrarla volvió a llenarle de angustia. ¿Dónde estaría la pobre Bertalda en aquella noche tempestuosa que se cernía cada vez más amenazadora sobre el valle?
Por fin vio algo blanco que relucía entre las ramas de los árboles en la ladera de la montaña. Creyó reconocer la túnica de Bertalda y se dirigió hacia aquel lugar. Su caballo, sin embargo, se negaba a avanzar; encabritándose furiosamente. Como no tenía tiempo que perder, saltó del caballo y, abriéndose paso entre los matorrales, lo ató a un árbol y continuó avanzando. Las ramas de los árboles, húmedas por el frío y el agua de la noche, le azotaban el rostro, arañándole la frente y las mejillas.
Se oyó resonar un trueno a lo lejos en la montaña; todo era tan extraño, que comenzó a sentir miedo de la figura blanca que se veía no muy lejos tumbada en el suelo. Pronto pudo comprobar que era una joven dormida o desmayada, vestida con una túnica blanca, semejante a la de Bertalda. Se acercó enseguida, apartó las ramas y desenvainó su espada. No se movía.
—¡Bertalda! —dijo en voz baja, y luego cada vez más alto.
Parecía no oírle. Cuando finalmente gritó con fuerza su nombre, el eco se oyó resonando por toda las montañas que rodeaban el valle: «¡Bertalda...!» Pero la joven dormida no se despertó. Se inclinó sobre ella; la oscuridad del bosque y la noche profunda no le permitían ver sus rasgos. Acercóse dudoso para ver el rostro de la joven, pero, apenas lo hizo, un relámpago súbito iluminó el valle. Pudo ver entonces un semblante horrible, y una voz ronca gritó riéndose:
—¡Dame un beso, pastor enamorado!
Lleno de terror, Huldebrando levantó a la odiosa figura.
—A casa, a casa —murmuró ésta—, Los espíritus nos vigilan. ¡A casa! Si no, ¡caerás en mis manos!
Y se apoderó de él, envolviéndole con sus largos brazos blancos.
—Engañoso Kuhleborn —gritó el caballero, dándose cuenta de todo—, Ya veo que eres tú, demonio. ¡Toma un beso!
Y furioso le descargó la espada sobre la cabeza. Pero al punto aquello se desvaneció y en su lugar brotó un manantial que no dejó la menor duda al caballero acerca de la clase de enemigo con que había luchado.
—Quiere alejarme de Bertalda —se dijo en voz alta—. Piensa que voy a asustarme de sus artimañas y acabaré cediéndole a la pobre Bertalda, con lo que consumará su venganza. ¡No lograrás lo que deseas, perverso espíritu elemental! ¡No sabes tú bien de qué es capaz un pecho valeroso cuando desea algo!
Sus propias palabras le animaron, y sintióse lleno de coraje. Al mismo tiempo sintió que le invadía la felicidad, pues cuando hubo retornado junto a su caballo oyó claramente el gemido y el llanto de Bertalda, entremezclado con el ruido de los truenos y las ráfagas.
Como si su caballo tuviera alas, voló hacia donde se oían las quejas y halló a la doncella, temblorosa, perdida en lo alto de la montaña, en sus esfuerzos por salir de la oscuridad del bosque. Diole ánimos mientras la conducía al camino, de modo que ella sintióse muy feliz de estar a salvo, no obstante haber tenido antes la orgullosa decisión de alejarse. Se alegró mucho de que su amigo la librara de la soledad, conduciéndola hacia la tranquila vida del burgo, donde todas la esperaban con los brazos abiertos. Le siguió sin hacer resistencia, pero tan cansada, que el caballero, después de desatar el caballo, tuvo que ayudarla a caminar, al tiempo que llevaba las riendas a través de las inciertas sombras de la noche.
El caballo estaba tan asustado y encabritado por la terrible aparición de Kuhleborn, que al caballero le costó mucho trabajo dominarlo. Fue imposible hacer cabalgar a la pobre Bertalda; así que decidieron ir a pie. Con una mano conducía él las riendas y con la otra sostenía a la doncella desfallecida. Bertalda trataba de su ser fuerte y caminar por el valle tenebroso, pero sentía que el cansancio se apoderaba de ella, de tal modo que sus miembros le pesaban como si fueran de plomo. En parte influía el miedo que le había inspirado Kuhleborn, en parte por el terror que le causaba el estruendo de la tormenta, que resonaba en el bosque y la montaña.
Llegó un momento en que ella, desprendiéndose del brazo de su acompañante, se desplomó sobre la hierba exclamando:
—¡Dejadme aquí, noble señor! ¡Estoy pagando mis locuras y voy a morir de cansancio y de miedo!
—¡No querida amiga, no podría abandonaros! —exclamó Huldebrando, tratado en vano de retener a su corcel espumeante, que de nuevo volvía a encabritarse.
El caballero se sintió satisfecho al ver que podía mantenerlo apartado de la joven, atemorizada por la actitud del animal. Como se alejase con el caballo encabritado, la joven comenzó a gemir, convencida de que la abandonaba en aquella salvaje espesura. Huldebrando no sabía qué hacer.
Cuando se encontraba en aquella situación angustiosa e indecisa, sintió un gran consuelo al oír el ruido de un carruaje sobre el camino empedrado. Pidió ayuda y le contestó una voz de hombre que le aconsejaba que esperase un rato. Pronto se vieron aparecer dos caballos blancos entre la espesura. Ondeó la blanca túnica del conductor y, al acercarse, viose el gran lienzo blanco con que había cubierto el carro que conducía. Al decir «¡Alto!», los obedientes caballos se detuvieron. Se acercó el cochero y le ayudó a sujetar el caballo encabritado.
—Yo ya sé qué le hace falta a este animal. Cuando vine por primera vez a esta comarca, a mis caballos les sucedía lo mismo. Lo que pasa es que aquí vive una hechicera que se entretiene en hacer estas cosas. Pero sé unas palabras que, si me dejáis que se las diga al oído, harán que se quede tan quieto como están ahora mis corceles.
—Probad y ayudadnos —dijo Huldebrando impaciente.
El cochero atrajo la espumeante cabeza del caballo hacia sí y le dijo al oído algunas palabras. En el acto el animal se tranquilizó y pareció apaciguarse; únicamente un ligero relincho y algunas patadas daban muestra de su anterior inquietud. Huldebrando no podía perder tiempo en preguntarle qué había dicho. Se puso de acuerdo con el cochero para llevarse a Bertalda en el carruaje, que estaba cargado de arbolillos tiernos, y la condujese al burgo de Ringstetten; él les daría escolta a caballo.
Pero su montura daba muestras de estar tan extenuada por la furia anterior, que parecía incapaz de llevar a su dueño, de modo que el cochero invitó a Huldebrando a ir con Bertalda en el coche, ya que el caballo, atado al carruaje, podía ir detrás acompañándolos.
—Como vamos cuesta abajo —dijo el conductor—, no les costará trabajo a mis animales.
El caballero aceptó el ofrecimiento y subió al carruaje con Bertalda, y el caballo siguió pacientemente, de modo que el cochero, con gran prudencia y precaución, los sacó adelante. En la tranquilidad de la profunda y negra noche, en la que se oía a lo lejos el tronar de la tormenta, Huldebrando y Bertalda entablaron una amistosa conversación, satisfechos del transcurso de los acontecimientos.
El caballero le reprochó dulcemente su imprevista huida, ella se disculpó humildemente y todo lo que dijo mostraba el enamorado sentimiento que la dominaba. Dándose cuenta del silencio de sus palabras el caballero contestó en el mismo tono.
De pronto el conductor gritó con voz estridente:
—¡Arre, caballos! ¡De pie! Portaos como quien sois, ¡rápido!
El caballero se asomó fuera del carruaje y vio cómo los caballos entraban en la corriente del río y nadaban. Las ruedas del carruaje parecían ruedas de molino y el cochero conducía en medio del torrente.
—¿Por qué camino nos llevas? ¡Pero si vamos por en medio del río! —gritó Huldebrando al conductor.
—No señor —respondió éste con una sonrisa—; al contrario, la corriente es la pasa por sobre nuestro camino. ¡Volveos y mirad cómo se está inundando todo!
En efecto, todo el valle resonaba con el sordo estruendo de las olas, cada vez más altas y terribles.
—¡Es Kuhleborn, el malvado espíritu de las aguas, que trata de ahogarnos! —gritó el caballero—. ¿No sabes algunas palabras para aplacarle, amigo mío?
—Las sé —repuso el conductor—, pero no quiero ni pienso utilizarlas hasta que sepáis quién soy.
—No estamos ahora para adivinanzas —gritó el caballero—. La corriente va subiendo cada vez más, y ¿qué me importa a mí saber quién sois?
—Pues te importa mucho —repuso el conductor—, pues yo soy Kuhleborn.
Se echó a reír con el rostro crispado y de pronto el carruaje y los corceles desaparecieron; todo se convirtió en espuma, en olas gigantescas, y hasta el cochero se transformó en una enorme ola que arrastró consigo a los caballos sumergiéndolos en la corriente, ola que estuvo a punto de cubrir a la pareja, que nadaba, como si quisiese enterrarlos para siempre.
De pronto se oyó la agradable voz de Ondina en medio del tumulto; la luna salió de entre las nubes y se pudo ver cómo Ondina aparecía en lo más alto del valle. Reñía y amenazaba la corriente, de tal modo que la inmensa ola fue cediendo y desapareció; volviendo a transcurrir tranquilas las aguas bajo el resplandor de la luna, y Ondina descendió de la altura como si fuese una paloma blanca, cogió al caballero y Bertalda y los trasportó a una verde pradera, donde procuró hacerles volver de su desmayo prodigándoles tiernos cuidados; luego ayudó a Bertalda a subir al blanco corcel que traía, y así los tres se dirigieron al burgo de Ringstetten.
La selva negra estaba en lo más escondido de las montañas. No sabemos cuál fue el origen de su nombre. En otros tiempos los campesinos la llamaban así a causa de la profunda oscuridad que reinaba en ella debido a los altos árboles, principalmente muchos abetos que había en los alrededores. Hasta el arroyo que saltaba entre las rocas era completamente negro y carecía de esa alegría que suelen tener los arroyos que reflejan en sus aguas el cielo azul.
Aquel día, cuando anochecía, la oscuridad en torno de las escarpadas montañas parecía haber aumentado. El caballero caminó angustiado por toda la orilla del arroyo, pues temía que, al retrasarse en ir en busca de la fugitiva, ésta hubiera podido esconderse. Había penetrado en lo más profundo del valle y pensaba que, de haber seguido el camino acertado, habría hallado ya a la joven. El presentimiento de que no iba a encontrarla volvió a llenarle de angustia. ¿Dónde estaría la pobre Bertalda en aquella noche tempestuosa que se cernía cada vez más amenazadora sobre el valle?
Por fin vio algo blanco que relucía entre las ramas de los árboles en la ladera de la montaña. Creyó reconocer la túnica de Bertalda y se dirigió hacia aquel lugar. Su caballo, sin embargo, se negaba a avanzar; encabritándose furiosamente. Como no tenía tiempo que perder, saltó del caballo y, abriéndose paso entre los matorrales, lo ató a un árbol y continuó avanzando. Las ramas de los árboles, húmedas por el frío y el agua de la noche, le azotaban el rostro, arañándole la frente y las mejillas.
Se oyó resonar un trueno a lo lejos en la montaña; todo era tan extraño, que comenzó a sentir miedo de la figura blanca que se veía no muy lejos tumbada en el suelo. Pronto pudo comprobar que era una joven dormida o desmayada, vestida con una túnica blanca, semejante a la de Bertalda. Se acercó enseguida, apartó las ramas y desenvainó su espada. No se movía.
—¡Bertalda! —dijo en voz baja, y luego cada vez más alto.
Parecía no oírle. Cuando finalmente gritó con fuerza su nombre, el eco se oyó resonando por toda las montañas que rodeaban el valle: «¡Bertalda...!» Pero la joven dormida no se despertó. Se inclinó sobre ella; la oscuridad del bosque y la noche profunda no le permitían ver sus rasgos. Acercóse dudoso para ver el rostro de la joven, pero, apenas lo hizo, un relámpago súbito iluminó el valle. Pudo ver entonces un semblante horrible, y una voz ronca gritó riéndose:
—¡Dame un beso, pastor enamorado!
Lleno de terror, Huldebrando levantó a la odiosa figura.
—A casa, a casa —murmuró ésta—, Los espíritus nos vigilan. ¡A casa! Si no, ¡caerás en mis manos!
Y se apoderó de él, envolviéndole con sus largos brazos blancos.
—Engañoso Kuhleborn —gritó el caballero, dándose cuenta de todo—, Ya veo que eres tú, demonio. ¡Toma un beso!
Y furioso le descargó la espada sobre la cabeza. Pero al punto aquello se desvaneció y en su lugar brotó un manantial que no dejó la menor duda al caballero acerca de la clase de enemigo con que había luchado.
—Quiere alejarme de Bertalda —se dijo en voz alta—. Piensa que voy a asustarme de sus artimañas y acabaré cediéndole a la pobre Bertalda, con lo que consumará su venganza. ¡No lograrás lo que deseas, perverso espíritu elemental! ¡No sabes tú bien de qué es capaz un pecho valeroso cuando desea algo!
Sus propias palabras le animaron, y sintióse lleno de coraje. Al mismo tiempo sintió que le invadía la felicidad, pues cuando hubo retornado junto a su caballo oyó claramente el gemido y el llanto de Bertalda, entremezclado con el ruido de los truenos y las ráfagas.
Como si su caballo tuviera alas, voló hacia donde se oían las quejas y halló a la doncella, temblorosa, perdida en lo alto de la montaña, en sus esfuerzos por salir de la oscuridad del bosque. Diole ánimos mientras la conducía al camino, de modo que ella sintióse muy feliz de estar a salvo, no obstante haber tenido antes la orgullosa decisión de alejarse. Se alegró mucho de que su amigo la librara de la soledad, conduciéndola hacia la tranquila vida del burgo, donde todas la esperaban con los brazos abiertos. Le siguió sin hacer resistencia, pero tan cansada, que el caballero, después de desatar el caballo, tuvo que ayudarla a caminar, al tiempo que llevaba las riendas a través de las inciertas sombras de la noche.
El caballo estaba tan asustado y encabritado por la terrible aparición de Kuhleborn, que al caballero le costó mucho trabajo dominarlo. Fue imposible hacer cabalgar a la pobre Bertalda; así que decidieron ir a pie. Con una mano conducía él las riendas y con la otra sostenía a la doncella desfallecida. Bertalda trataba de su ser fuerte y caminar por el valle tenebroso, pero sentía que el cansancio se apoderaba de ella, de tal modo que sus miembros le pesaban como si fueran de plomo. En parte influía el miedo que le había inspirado Kuhleborn, en parte por el terror que le causaba el estruendo de la tormenta, que resonaba en el bosque y la montaña.
Llegó un momento en que ella, desprendiéndose del brazo de su acompañante, se desplomó sobre la hierba exclamando:
—¡Dejadme aquí, noble señor! ¡Estoy pagando mis locuras y voy a morir de cansancio y de miedo!
—¡No querida amiga, no podría abandonaros! —exclamó Huldebrando, tratado en vano de retener a su corcel espumeante, que de nuevo volvía a encabritarse.
El caballero se sintió satisfecho al ver que podía mantenerlo apartado de la joven, atemorizada por la actitud del animal. Como se alejase con el caballo encabritado, la joven comenzó a gemir, convencida de que la abandonaba en aquella salvaje espesura. Huldebrando no sabía qué hacer.
Cuando se encontraba en aquella situación angustiosa e indecisa, sintió un gran consuelo al oír el ruido de un carruaje sobre el camino empedrado. Pidió ayuda y le contestó una voz de hombre que le aconsejaba que esperase un rato. Pronto se vieron aparecer dos caballos blancos entre la espesura. Ondeó la blanca túnica del conductor y, al acercarse, viose el gran lienzo blanco con que había cubierto el carro que conducía. Al decir «¡Alto!», los obedientes caballos se detuvieron. Se acercó el cochero y le ayudó a sujetar el caballo encabritado.
—Yo ya sé qué le hace falta a este animal. Cuando vine por primera vez a esta comarca, a mis caballos les sucedía lo mismo. Lo que pasa es que aquí vive una hechicera que se entretiene en hacer estas cosas. Pero sé unas palabras que, si me dejáis que se las diga al oído, harán que se quede tan quieto como están ahora mis corceles.
—Probad y ayudadnos —dijo Huldebrando impaciente.
El cochero atrajo la espumeante cabeza del caballo hacia sí y le dijo al oído algunas palabras. En el acto el animal se tranquilizó y pareció apaciguarse; únicamente un ligero relincho y algunas patadas daban muestra de su anterior inquietud. Huldebrando no podía perder tiempo en preguntarle qué había dicho. Se puso de acuerdo con el cochero para llevarse a Bertalda en el carruaje, que estaba cargado de arbolillos tiernos, y la condujese al burgo de Ringstetten; él les daría escolta a caballo.
Pero su montura daba muestras de estar tan extenuada por la furia anterior, que parecía incapaz de llevar a su dueño, de modo que el cochero invitó a Huldebrando a ir con Bertalda en el coche, ya que el caballo, atado al carruaje, podía ir detrás acompañándolos.
—Como vamos cuesta abajo —dijo el conductor—, no les costará trabajo a mis animales.
El caballero aceptó el ofrecimiento y subió al carruaje con Bertalda, y el caballo siguió pacientemente, de modo que el cochero, con gran prudencia y precaución, los sacó adelante. En la tranquilidad de la profunda y negra noche, en la que se oía a lo lejos el tronar de la tormenta, Huldebrando y Bertalda entablaron una amistosa conversación, satisfechos del transcurso de los acontecimientos.
El caballero le reprochó dulcemente su imprevista huida, ella se disculpó humildemente y todo lo que dijo mostraba el enamorado sentimiento que la dominaba. Dándose cuenta del silencio de sus palabras el caballero contestó en el mismo tono.
De pronto el conductor gritó con voz estridente:
—¡Arre, caballos! ¡De pie! Portaos como quien sois, ¡rápido!
El caballero se asomó fuera del carruaje y vio cómo los caballos entraban en la corriente del río y nadaban. Las ruedas del carruaje parecían ruedas de molino y el cochero conducía en medio del torrente.
—¿Por qué camino nos llevas? ¡Pero si vamos por en medio del río! —gritó Huldebrando al conductor.
—No señor —respondió éste con una sonrisa—; al contrario, la corriente es la pasa por sobre nuestro camino. ¡Volveos y mirad cómo se está inundando todo!
En efecto, todo el valle resonaba con el sordo estruendo de las olas, cada vez más altas y terribles.
—¡Es Kuhleborn, el malvado espíritu de las aguas, que trata de ahogarnos! —gritó el caballero—. ¿No sabes algunas palabras para aplacarle, amigo mío?
—Las sé —repuso el conductor—, pero no quiero ni pienso utilizarlas hasta que sepáis quién soy.
—No estamos ahora para adivinanzas —gritó el caballero—. La corriente va subiendo cada vez más, y ¿qué me importa a mí saber quién sois?
—Pues te importa mucho —repuso el conductor—, pues yo soy Kuhleborn.
Se echó a reír con el rostro crispado y de pronto el carruaje y los corceles desaparecieron; todo se convirtió en espuma, en olas gigantescas, y hasta el cochero se transformó en una enorme ola que arrastró consigo a los caballos sumergiéndolos en la corriente, ola que estuvo a punto de cubrir a la pareja, que nadaba, como si quisiese enterrarlos para siempre.
De pronto se oyó la agradable voz de Ondina en medio del tumulto; la luna salió de entre las nubes y se pudo ver cómo Ondina aparecía en lo más alto del valle. Reñía y amenazaba la corriente, de tal modo que la inmensa ola fue cediendo y desapareció; volviendo a transcurrir tranquilas las aguas bajo el resplandor de la luna, y Ondina descendió de la altura como si fuese una paloma blanca, cogió al caballero y Bertalda y los trasportó a una verde pradera, donde procuró hacerles volver de su desmayo prodigándoles tiernos cuidados; luego ayudó a Bertalda a subir al blanco corcel que traía, y así los tres se dirigieron al burgo de Ringstetten.
.
XIV
EL VIAJE A VIENA
XIV
EL VIAJE A VIENA
.
Desde los últimos acontecimientos, todo estaban en perfecta calma en el castillo. Huldebrando apreciaba cada vez más la bondad angelical de su esposa, que se había apresurado a salvarle de las garras de Kuhleborn en la Selva Negra. Ondina gozaba de la paz y confianza que experimenta siempre el corazón cuando se sabe que se halla en el buen camino; el amor renaciente de su marido y la estima que le testimoniaba llenaban su alma de felicidad y esperanza. Bertalda se mostraba muy agradecida, humilde y temerosa, sin que estas demostraciones de amor la afectaran. Siempre que los esposos sacaban la conversación acerca de la piedra que cubría el pozo o sobre la aventura de la Selva Negra, les pedía con insistencia que no lo hicieran, porque se avergonzaba de lo del pozo y sentía terror al recordar lo acaecido en la selva. No quiso hablar más del asunto, pues consideraba que no era necesario. La paz y la alegría reinaban ahora en el castillo de Ringstetten; todos estaban convencidos ahora de que la vida no ofrecía más que flores.
De este modo transcurrió el invierno y muy pronto la primavera volvió a mostrarse a los hombres con su cielo puro y azul, sus brotes verdes, y sus árboles blanqueados por las flores. Las golondrinas y las cigüeñas llegaban en alegres bandadas y celebraban con sus alegres cantos el renacimiento de la bella estación. Huldebrando habló a Ondina y a Bertalda del hermoso Danubio azul, que, después de recorrer pintorescos países, bañaba los muros de la espléndida ciudad de Viena y a cada paso de su rápida carrera hacíase más potente y majestuoso.
—Sería magnífico que navegásemos los tres juntos hasta Viena —dijo Bertalda, pero apenas hubo dicho estas palabras se ruborizó y bajó los ojos humildemente.
Ondina se sintió conmovida y experimentó el vivo deseo de proporcionar este placer a su amiga.
—¿Quién nos impediría hacer este viaje, si lo deseamos? —dijo.
Bertalda lanzó un grito y ambas mujeres comenzaron a imaginar con los más vivos colores las bellezas del viaje por el Danubio. Huldebrando aceptó al principio y pareció encantado. Sin embargo, al cabo de un momento dijo con inquietud a su mujer:
—¡Temo que Kuhleborn sea allí muy poderoso!
—No temas —repuso Ondina sonriendo—; como yo estaré allí, no tienes nada que temer. El alma que me diste me sitúa por encima de él. ¡Oh Huldebrando, quiere siempre a tu Ondina y no tendrás nada que temer!
Libres de toda clase de obstáculos, se prepararon para el viaje muy animados y contentos.
No te extrañe nunca, ¡oh lector!, que prepares las cosas de un modo y luego te salgan de otro. Las fuerzas malignas que amenazan destruirnos atraen a sus víctimas con dulces canciones y bellos cuentos para adormecerlas. Por eso el mensajero del cielo que viene a salvarnos suele llamar a nuestra puerta con golpes poderosos que a menudo nos sobresaltan.
Durante los primeros días de navegación, los viajeros fueron extraordinariamente felices. A medida que descendían por la corriente del noble río, todo era más bello y mejor. Ninguna nube apareció en el cielo ni en sus corazones. Huldebrando se mostraba muy cordial con Bertalda y muy tierno con Ondina.
Pero de pronto, en un valle delicioso cuyo aspecto les prometía los más dulces goces, comenzó el poderoso Kuhleborn a mostrar su poder. Todo quedaba reducido a simples travesuras, porque Ondina regañaba a las olas que se agitaban en torno a ellos y hacía que su enemigo cesase en sus ataques; pero no tardaba en volver a las suyas, de manera que el placer del viaje se convirtió en algo muy molesto.
Huldebrando decía a menudo en su interior, con extraña calma: «Cuando me casé, yo no sabía que era una sirena. La desgracia recae sobre mí, pues este paso en falso me ha encadenado, aunque realmente yo no sea culpable.»
Con tales razonamientos llenaba su espíritu, y cada vez se sentía más disgustado e irritado contra Ondina. Le dirigía miradas sombrías y llenas de despecho y la pobre mujer comprendía muy bien su significado. Agotada, debido a sus esfuerzos por combatir las mañas de Kuhleborn, un día sorprendióla un profundo sueño y quedóse dormida mecida por el balanceo de la barca.
Apenas había cerrado los ojos, viose una cabeza que salía de las ondas, en modo alguno semejante a la de un nadador, sino como si fuera de un ser que estuviera en las aguas a la manera de los barcos que surcan la corriente.
Cada uno de los viajeros trataba de mostrar a su compañero la visión que tanto horror le causaba, pero veía en el semblante del otro la misma expresión de espanto, al tiempo que, con la mirada señalando con el dedo, indicaban la dirección en que se encontraba la monstruosa aparición, que cambiaba de sitio. «¡Mirad ahí —decían—; no, ahí, ahí!» Y, mientras, el monstruo se hacía visible cada vez en lugar diferente, y el barco se agitaba a merced de la corriente, arremolinada en torno a la horrible figura. Al oír los gritos despertóse Ondina y vio ante sus ojos soñolientos una serie de rostros enloquecidos. Huldebrando, entonces, no pudo dominar su furor. Se levantó y lanzó un torrente de invectivas. Ondina, con actitud tierna y suplicante, decía en voz baja:
—En nombre del cielo, amado mío, piensa que estamos en el agua; no me riñas, por favor.
El caballero se calló y sentóse sin responder, sumido en sus reflexiones. Ondina se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—¿No sería mejor, amado mío, que renunciásemos a este funesto viaje y regresásemos al castillo de Ringstetten, donde estaríamos en paz?
Huldebrando respondió con cólera reconcentrada:
—Entonces, ¿he de vivir eternamente prisionero en mi castillo? Y aun allí no podré respirar tranquilo, sino a costa de tener tapado el pozo. Quisiera que todos tus locos parientes, y sobre todo...
Ondina puso vivamente la mano en al boca de su esposo para impedir que terminara. El se calló, reflexionando sobre lo que había dicho.
Entretanto, Bertalda permanecía absorta en sus pensamientos. Sabía mucho acerca del origen de Ondina, aunque no todo, y el temible Kuhleborn era todavía un enigma que le producía terror; su solo nombre la espantaba. Sentada al borde de la embarcación, tenía en las manos una cadena de oro que Huldebrando le había regalado después de comprarla a un vendedor ambulante. La balanceaba por encima del agua, divirtiéndose con el reflejo del oro sobre las ondas coloreadas por los últimos rayos del sol. De pronto una enorme mano salió del agua, le arrancó la cadena y se sumergió bajo las olas. Bertalda lanzó un grito, al que respondió el fondo del agua una risa burlona. Entonces el caballero no pudo dominar su furor. Se levantó y lanzó un torrente de invectivas e injurias contra las olas, gritando que, bien fuera una ninfa o una sirena, tuviera el valor de enfrentarse a su espada. Bertalda lloraba amargamente por la joya que acababa de perder y sus lágrimas encendían la cólera del caballero. Ondina lloraba también amargas lágrimas, murmurando palabras ininteligibles mirando el río, en el cual había sumergido su mano derecha. Luego, dirigiéndose a su esposo, dijo:
—Amado mío, ¡no me riñas aquí, no me riñas aquí! ¡Ya sabes lo que puede suceder!
Lo cual motivó que el caballero dirigiera a ella sus furiosas palabras, sin hacerle caso. Al cabo de un momento, Ondina sacó la mano del agua y le mostró un magnífico collar de corales, tan brillantes que los ojos de todos quedaron deslumbrados.
—Toma —dijo, ofreciéndoselo a Bertalda; hice que te trajeran este collar en lugar del que te han quitado. No te apenes, querida amiga, también te sentará bien.
Pero el caballero se abalanzó furioso, arrancó a Ondina el hermoso collar y lo arrojó a las ondas gritando con rabia:
—¿Todavía tienes relación con esa abominable casta de espíritus malignos? Pues bien, quédate ahí y guárdate tus regalos. En nombre de todos los diablos, aléjate y déjanos en paz, espíritu engañoso.
Ondina le miraba con ojos inmóviles, pero anegados en lágrimas. La blanca mano con que había ofrecido el collar a Bertalda estaba todavía tendida. Su llanto estalló en sollozos desgarradores como los de un niño a quien se ha regañado sin que lo mereciese. Por último, dijo con voz débil:
—¡Adiós, mi querido Huldebrando, adiós! ¡Ay!, ya no te atormentaran más. Pero é fiel a la memoria de tu Ondina, que todavía puede impedir que te hagan daño. ¡Ay!, he de dejarte, puesto que tú lo has ordenado; es preciso que me vaya para siempre, para todo el resto de mi demasiado joven vida. ¡Ay, ay, Huldebrando! ¿Qué has hecho? ¡Adiós, adiós!
Y la vieron desaparecer sin saber si se había deslizado por la borda de la embarcación, o se había fundido en el agua. Todo ello podría creerse, aunque sin seguridad. Lo cierto es que desapareció en el Danubio. Oíanse tan sólo pequeñas olas murmurando contra la barca. Su ruido recordaba el de los sollozos, en medio de los cuales podían oírse estas palabras:
—¡Adiós! ¡Adiós! Sé fiel. ¡Adiós!
Huldebrando, que derramaba ardientes lágrimas sobre la cubierta de la embarcación quiso hacer un movimiento, pero un temblor convulsivo se apoderó de él, y el infeliz cayó desvanecido.
Desde los últimos acontecimientos, todo estaban en perfecta calma en el castillo. Huldebrando apreciaba cada vez más la bondad angelical de su esposa, que se había apresurado a salvarle de las garras de Kuhleborn en la Selva Negra. Ondina gozaba de la paz y confianza que experimenta siempre el corazón cuando se sabe que se halla en el buen camino; el amor renaciente de su marido y la estima que le testimoniaba llenaban su alma de felicidad y esperanza. Bertalda se mostraba muy agradecida, humilde y temerosa, sin que estas demostraciones de amor la afectaran. Siempre que los esposos sacaban la conversación acerca de la piedra que cubría el pozo o sobre la aventura de la Selva Negra, les pedía con insistencia que no lo hicieran, porque se avergonzaba de lo del pozo y sentía terror al recordar lo acaecido en la selva. No quiso hablar más del asunto, pues consideraba que no era necesario. La paz y la alegría reinaban ahora en el castillo de Ringstetten; todos estaban convencidos ahora de que la vida no ofrecía más que flores.
De este modo transcurrió el invierno y muy pronto la primavera volvió a mostrarse a los hombres con su cielo puro y azul, sus brotes verdes, y sus árboles blanqueados por las flores. Las golondrinas y las cigüeñas llegaban en alegres bandadas y celebraban con sus alegres cantos el renacimiento de la bella estación. Huldebrando habló a Ondina y a Bertalda del hermoso Danubio azul, que, después de recorrer pintorescos países, bañaba los muros de la espléndida ciudad de Viena y a cada paso de su rápida carrera hacíase más potente y majestuoso.
—Sería magnífico que navegásemos los tres juntos hasta Viena —dijo Bertalda, pero apenas hubo dicho estas palabras se ruborizó y bajó los ojos humildemente.
Ondina se sintió conmovida y experimentó el vivo deseo de proporcionar este placer a su amiga.
—¿Quién nos impediría hacer este viaje, si lo deseamos? —dijo.
Bertalda lanzó un grito y ambas mujeres comenzaron a imaginar con los más vivos colores las bellezas del viaje por el Danubio. Huldebrando aceptó al principio y pareció encantado. Sin embargo, al cabo de un momento dijo con inquietud a su mujer:
—¡Temo que Kuhleborn sea allí muy poderoso!
—No temas —repuso Ondina sonriendo—; como yo estaré allí, no tienes nada que temer. El alma que me diste me sitúa por encima de él. ¡Oh Huldebrando, quiere siempre a tu Ondina y no tendrás nada que temer!
Libres de toda clase de obstáculos, se prepararon para el viaje muy animados y contentos.
No te extrañe nunca, ¡oh lector!, que prepares las cosas de un modo y luego te salgan de otro. Las fuerzas malignas que amenazan destruirnos atraen a sus víctimas con dulces canciones y bellos cuentos para adormecerlas. Por eso el mensajero del cielo que viene a salvarnos suele llamar a nuestra puerta con golpes poderosos que a menudo nos sobresaltan.
Durante los primeros días de navegación, los viajeros fueron extraordinariamente felices. A medida que descendían por la corriente del noble río, todo era más bello y mejor. Ninguna nube apareció en el cielo ni en sus corazones. Huldebrando se mostraba muy cordial con Bertalda y muy tierno con Ondina.
Pero de pronto, en un valle delicioso cuyo aspecto les prometía los más dulces goces, comenzó el poderoso Kuhleborn a mostrar su poder. Todo quedaba reducido a simples travesuras, porque Ondina regañaba a las olas que se agitaban en torno a ellos y hacía que su enemigo cesase en sus ataques; pero no tardaba en volver a las suyas, de manera que el placer del viaje se convirtió en algo muy molesto.
Huldebrando decía a menudo en su interior, con extraña calma: «Cuando me casé, yo no sabía que era una sirena. La desgracia recae sobre mí, pues este paso en falso me ha encadenado, aunque realmente yo no sea culpable.»
Con tales razonamientos llenaba su espíritu, y cada vez se sentía más disgustado e irritado contra Ondina. Le dirigía miradas sombrías y llenas de despecho y la pobre mujer comprendía muy bien su significado. Agotada, debido a sus esfuerzos por combatir las mañas de Kuhleborn, un día sorprendióla un profundo sueño y quedóse dormida mecida por el balanceo de la barca.
Apenas había cerrado los ojos, viose una cabeza que salía de las ondas, en modo alguno semejante a la de un nadador, sino como si fuera de un ser que estuviera en las aguas a la manera de los barcos que surcan la corriente.
Cada uno de los viajeros trataba de mostrar a su compañero la visión que tanto horror le causaba, pero veía en el semblante del otro la misma expresión de espanto, al tiempo que, con la mirada señalando con el dedo, indicaban la dirección en que se encontraba la monstruosa aparición, que cambiaba de sitio. «¡Mirad ahí —decían—; no, ahí, ahí!» Y, mientras, el monstruo se hacía visible cada vez en lugar diferente, y el barco se agitaba a merced de la corriente, arremolinada en torno a la horrible figura. Al oír los gritos despertóse Ondina y vio ante sus ojos soñolientos una serie de rostros enloquecidos. Huldebrando, entonces, no pudo dominar su furor. Se levantó y lanzó un torrente de invectivas. Ondina, con actitud tierna y suplicante, decía en voz baja:
—En nombre del cielo, amado mío, piensa que estamos en el agua; no me riñas, por favor.
El caballero se calló y sentóse sin responder, sumido en sus reflexiones. Ondina se inclinó hacia él y le dijo al oído:
—¿No sería mejor, amado mío, que renunciásemos a este funesto viaje y regresásemos al castillo de Ringstetten, donde estaríamos en paz?
Huldebrando respondió con cólera reconcentrada:
—Entonces, ¿he de vivir eternamente prisionero en mi castillo? Y aun allí no podré respirar tranquilo, sino a costa de tener tapado el pozo. Quisiera que todos tus locos parientes, y sobre todo...
Ondina puso vivamente la mano en al boca de su esposo para impedir que terminara. El se calló, reflexionando sobre lo que había dicho.
Entretanto, Bertalda permanecía absorta en sus pensamientos. Sabía mucho acerca del origen de Ondina, aunque no todo, y el temible Kuhleborn era todavía un enigma que le producía terror; su solo nombre la espantaba. Sentada al borde de la embarcación, tenía en las manos una cadena de oro que Huldebrando le había regalado después de comprarla a un vendedor ambulante. La balanceaba por encima del agua, divirtiéndose con el reflejo del oro sobre las ondas coloreadas por los últimos rayos del sol. De pronto una enorme mano salió del agua, le arrancó la cadena y se sumergió bajo las olas. Bertalda lanzó un grito, al que respondió el fondo del agua una risa burlona. Entonces el caballero no pudo dominar su furor. Se levantó y lanzó un torrente de invectivas e injurias contra las olas, gritando que, bien fuera una ninfa o una sirena, tuviera el valor de enfrentarse a su espada. Bertalda lloraba amargamente por la joya que acababa de perder y sus lágrimas encendían la cólera del caballero. Ondina lloraba también amargas lágrimas, murmurando palabras ininteligibles mirando el río, en el cual había sumergido su mano derecha. Luego, dirigiéndose a su esposo, dijo:
—Amado mío, ¡no me riñas aquí, no me riñas aquí! ¡Ya sabes lo que puede suceder!
Lo cual motivó que el caballero dirigiera a ella sus furiosas palabras, sin hacerle caso. Al cabo de un momento, Ondina sacó la mano del agua y le mostró un magnífico collar de corales, tan brillantes que los ojos de todos quedaron deslumbrados.
—Toma —dijo, ofreciéndoselo a Bertalda; hice que te trajeran este collar en lugar del que te han quitado. No te apenes, querida amiga, también te sentará bien.
Pero el caballero se abalanzó furioso, arrancó a Ondina el hermoso collar y lo arrojó a las ondas gritando con rabia:
—¿Todavía tienes relación con esa abominable casta de espíritus malignos? Pues bien, quédate ahí y guárdate tus regalos. En nombre de todos los diablos, aléjate y déjanos en paz, espíritu engañoso.
Ondina le miraba con ojos inmóviles, pero anegados en lágrimas. La blanca mano con que había ofrecido el collar a Bertalda estaba todavía tendida. Su llanto estalló en sollozos desgarradores como los de un niño a quien se ha regañado sin que lo mereciese. Por último, dijo con voz débil:
—¡Adiós, mi querido Huldebrando, adiós! ¡Ay!, ya no te atormentaran más. Pero é fiel a la memoria de tu Ondina, que todavía puede impedir que te hagan daño. ¡Ay!, he de dejarte, puesto que tú lo has ordenado; es preciso que me vaya para siempre, para todo el resto de mi demasiado joven vida. ¡Ay, ay, Huldebrando! ¿Qué has hecho? ¡Adiós, adiós!
Y la vieron desaparecer sin saber si se había deslizado por la borda de la embarcación, o se había fundido en el agua. Todo ello podría creerse, aunque sin seguridad. Lo cierto es que desapareció en el Danubio. Oíanse tan sólo pequeñas olas murmurando contra la barca. Su ruido recordaba el de los sollozos, en medio de los cuales podían oírse estas palabras:
—¡Adiós! ¡Adiós! Sé fiel. ¡Adiós!
Huldebrando, que derramaba ardientes lágrimas sobre la cubierta de la embarcación quiso hacer un movimiento, pero un temblor convulsivo se apoderó de él, y el infeliz cayó desvanecido.
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XV
DE LO QUE SUCEDIÓ A HULDEBRANDO
XV
DE LO QUE SUCEDIÓ A HULDEBRANDO
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¿Debemos considerar que es una desgracia, o una suerte, el que nuestro dolor apenas tenga duración? Me refiero a ese profundo dolor creador que se aposenta en lo más hondo de nuestro ser cuando hemos perdido al ser amado, y casi nos parece que no es una pérdida pues nos dedicamos a adorar la imagen querida, aunque un buen día el sentimiento doloroso cese.
Aunque existen seres devotos que mantienen toda la vida tal devoción, el dolor ha cesado. Otras nuevas imágenes se han interpuesto, experimentamos la vanidad de todas las cosas mundanas, incluso vemos cuan perecedero es nuestro dolor, y hasta llegamos a decir: «¡Qué pena que nuestro dolor no dure!»
Al señor de Ringstetten le sucedió algo parecido.
Seguiremos refiriendo la continuación de esta historia. Al principio, Huldebrando no hizo más que llorar amargamente, como había llorado la pobre Ondina cuando él le arrancó la resplandeciente joya de la mano. Luego extendió la suya del mismo modo que ella lo había hecho y siguió llorando y llorando. Él albergaba la secreta esperanza de disolverse en sus propias lágrimas y morir. ¿Acaso no habéis sentido el mismo deseo alguna vez, cuando teníais un gran dolor y anhelabais morir así?
Bertalda lloraba con él, y así ambos permanecían en el burgo de Ringstetten consagrados a la memoria de Ondina, ajenos por completo a todo otro sentimiento.
Con frecuencia Ondina se aparecía en sueños a Huldebrando, le acariciaba suavemente con gran dulzura y luego desaparecía llorando, de modo que él, cuando despertaba, no sabía por qué sus mejillas estaban húmedas: ¿lo estaban por las lágrimas de Ondina o por las suyas?
Los sueños fueron espaciándose cada vez más, la desesperación del caballero era cada vez más débil, y, con todo, nunca había tenido en su vida un deseo más intenso de permanecer fiel al recuerdo de Ondina y hablar siempre de ella, hasta que un día el viejo pescador se presentó de improvisto en el castillo para exigir a Bertalda que volviese con él, ya que era su hija.
Al enterarse de la desaparición de Ondina, no quería que Bertalda permaneciese más tiempo en el castillo, en compañía de su dueño.
—Si mi hija me quiere o no, me tiene sin cuidado, el honor está en entredicho y se trata de salvaguardarlo.
Esta resolución hizo estremecer al caballero.
A esto que había manifestado el viejo pescador se añadió la soledad en que se vio sumido el caballero al marcharse Bertalda. Solo, en aquellos salones y galerías del palacio vacío, el caballero fue sintiendo cómo su desesperación por la muerte de Ondina iba mitigándose y cómo su inclinación por la bella Bertalda aumentaba.
Habíase acostumbrado a los dulces cuidados de su amiga y no podía pasar sin ellos. La inclinación que en otro tiempo tuvo por Bertalda se apoderó de él con más fuerza.
El pescador tenía mucho que objetar contra un nuevo matrimonio. El viejo quería mucho a Ondina y no estaba seguro de si su desaparición significaba o no la muerte. Si su cuerpo helado estaba en las profundidades del Danubio o si lo había arrastrado la corriente hacia el mar, hasta cierto punto Bertalda podía considerase como culpable de su muerte, y no le correspondía ocupar y usurpar el sitio de la otra.
Pero el pescador también amaba mucho al caballero; las súplicas de su hija, que se había vuelto más cariñosa y amable, así como las lágrimas que derramó por Ondina, le convencieron, y finalmente dio su consentimiento. Así pues, permaneció en el burgo sin oponerse más, y desde allí envió un mensajero en busca del padre Heilman, aquel que en otros tiempos felices había dado la bendición a Ondina y Huldebrando, para que por segunda vez bendijese un casamiento del caballero.
El buen hombre, apenas hubo leído la carta del señor de Ringstetten, se apresuró a dirigirse al castillo en cuanto se hubo marchado el mensajero.
Por el camino, cuando se sentía desfallecer y las piernas le dolían por el cansancio, se decía a sí mismo para animarse: «Quizá sea injusto oponerse. ¡Corre, corre; no te canses, cuerpo mío, y procura llegar a tiempo!» Y con renovadas fuerzas corría y corría sin descanso alguno, hasta que una noche llegó al patio del castillo de Ringstetten. Los novios estaban sentados muy juntos bajo los árboles y el viejo pescador estaba pensativo a su lado.
Apenas vieron al padre Heilman, levantáronse de un salto y fueron a su encuentro. Pero él, casi sin pronunciar palabra, cogiendo al novio del brazo, entró con ellos al castillo. Como el caballero, asombrado y tembloroso, le mirase con estupor, el buen religioso le dijo:
—¿Por qué creéis que no os habló en secreto, señor de Ringstetten? Lo que os tengo que decir concierne tanto a Bertalda como al pescador, y ambos deben oír lo que os digo. ¿Estáis seguro, caballero, de que vuestra mujer ha muerto? Yo no puede creerlo. No puedo decir nada ni sé nada de vuestras extrañas relaciones con ella, pero lo que sí puedo afirmar es que era una mujercita muy buena y muy fiel, y de esto no me cabe la menor duda. Desde hace unas cuantas noches, se me aparece cada noche Ondina en sueños, junto a mi cama, y se retuerce las manos angustiosamente, gimiendo y suspirando: «Evitadlo, padre. Aún estoy viva. ¡Salvadle, protegedle el cuerpo y el alma!» Verdaderamente, no entendí bien lo que significaba todo esto; así que, cuando llegó vuestro mensajero, me apresuré a venir aquí, mas no para unir, sino para evitar que se desuniera lo que todavía esta unido. ¡Apártate de ella, Huldebrando! ¡Apártate de Bertalda! Aún perteneces a otra. ¿No ves reflejada la desesperación en tus pálidas mejillas? Un novio no tiene el aspecto que tú tienes, y algo me dice que, si no la abandonas ahora, nunca serás feliz.
Todos comprendieron que el padre Heilman tenía razón, pero no quisieron escucharle.
Así pues, se aprestaron a conducirse en contra de las advertencias del sacerdote, por lo cual éste, moviendo la cabeza tristemente, se alejó de burgo sin aceptar la hospitalidad que le ofrecían para pasar allí la noche y sin querer probar bocado, a pesar de su gran cansancio.
Huldebrando trató de convencerse de que el religioso no estaba en su sano juicio, y al amanecer mandó al monasterio más próximo para buscar a otro religioso, que no opuso la menor resistencia en bendecir el enlace que iba a tener lugar en los próximos días.
¿Debemos considerar que es una desgracia, o una suerte, el que nuestro dolor apenas tenga duración? Me refiero a ese profundo dolor creador que se aposenta en lo más hondo de nuestro ser cuando hemos perdido al ser amado, y casi nos parece que no es una pérdida pues nos dedicamos a adorar la imagen querida, aunque un buen día el sentimiento doloroso cese.
Aunque existen seres devotos que mantienen toda la vida tal devoción, el dolor ha cesado. Otras nuevas imágenes se han interpuesto, experimentamos la vanidad de todas las cosas mundanas, incluso vemos cuan perecedero es nuestro dolor, y hasta llegamos a decir: «¡Qué pena que nuestro dolor no dure!»
Al señor de Ringstetten le sucedió algo parecido.
Seguiremos refiriendo la continuación de esta historia. Al principio, Huldebrando no hizo más que llorar amargamente, como había llorado la pobre Ondina cuando él le arrancó la resplandeciente joya de la mano. Luego extendió la suya del mismo modo que ella lo había hecho y siguió llorando y llorando. Él albergaba la secreta esperanza de disolverse en sus propias lágrimas y morir. ¿Acaso no habéis sentido el mismo deseo alguna vez, cuando teníais un gran dolor y anhelabais morir así?
Bertalda lloraba con él, y así ambos permanecían en el burgo de Ringstetten consagrados a la memoria de Ondina, ajenos por completo a todo otro sentimiento.
Con frecuencia Ondina se aparecía en sueños a Huldebrando, le acariciaba suavemente con gran dulzura y luego desaparecía llorando, de modo que él, cuando despertaba, no sabía por qué sus mejillas estaban húmedas: ¿lo estaban por las lágrimas de Ondina o por las suyas?
Los sueños fueron espaciándose cada vez más, la desesperación del caballero era cada vez más débil, y, con todo, nunca había tenido en su vida un deseo más intenso de permanecer fiel al recuerdo de Ondina y hablar siempre de ella, hasta que un día el viejo pescador se presentó de improvisto en el castillo para exigir a Bertalda que volviese con él, ya que era su hija.
Al enterarse de la desaparición de Ondina, no quería que Bertalda permaneciese más tiempo en el castillo, en compañía de su dueño.
—Si mi hija me quiere o no, me tiene sin cuidado, el honor está en entredicho y se trata de salvaguardarlo.
Esta resolución hizo estremecer al caballero.
A esto que había manifestado el viejo pescador se añadió la soledad en que se vio sumido el caballero al marcharse Bertalda. Solo, en aquellos salones y galerías del palacio vacío, el caballero fue sintiendo cómo su desesperación por la muerte de Ondina iba mitigándose y cómo su inclinación por la bella Bertalda aumentaba.
Habíase acostumbrado a los dulces cuidados de su amiga y no podía pasar sin ellos. La inclinación que en otro tiempo tuvo por Bertalda se apoderó de él con más fuerza.
El pescador tenía mucho que objetar contra un nuevo matrimonio. El viejo quería mucho a Ondina y no estaba seguro de si su desaparición significaba o no la muerte. Si su cuerpo helado estaba en las profundidades del Danubio o si lo había arrastrado la corriente hacia el mar, hasta cierto punto Bertalda podía considerase como culpable de su muerte, y no le correspondía ocupar y usurpar el sitio de la otra.
Pero el pescador también amaba mucho al caballero; las súplicas de su hija, que se había vuelto más cariñosa y amable, así como las lágrimas que derramó por Ondina, le convencieron, y finalmente dio su consentimiento. Así pues, permaneció en el burgo sin oponerse más, y desde allí envió un mensajero en busca del padre Heilman, aquel que en otros tiempos felices había dado la bendición a Ondina y Huldebrando, para que por segunda vez bendijese un casamiento del caballero.
El buen hombre, apenas hubo leído la carta del señor de Ringstetten, se apresuró a dirigirse al castillo en cuanto se hubo marchado el mensajero.
Por el camino, cuando se sentía desfallecer y las piernas le dolían por el cansancio, se decía a sí mismo para animarse: «Quizá sea injusto oponerse. ¡Corre, corre; no te canses, cuerpo mío, y procura llegar a tiempo!» Y con renovadas fuerzas corría y corría sin descanso alguno, hasta que una noche llegó al patio del castillo de Ringstetten. Los novios estaban sentados muy juntos bajo los árboles y el viejo pescador estaba pensativo a su lado.
Apenas vieron al padre Heilman, levantáronse de un salto y fueron a su encuentro. Pero él, casi sin pronunciar palabra, cogiendo al novio del brazo, entró con ellos al castillo. Como el caballero, asombrado y tembloroso, le mirase con estupor, el buen religioso le dijo:
—¿Por qué creéis que no os habló en secreto, señor de Ringstetten? Lo que os tengo que decir concierne tanto a Bertalda como al pescador, y ambos deben oír lo que os digo. ¿Estáis seguro, caballero, de que vuestra mujer ha muerto? Yo no puede creerlo. No puedo decir nada ni sé nada de vuestras extrañas relaciones con ella, pero lo que sí puedo afirmar es que era una mujercita muy buena y muy fiel, y de esto no me cabe la menor duda. Desde hace unas cuantas noches, se me aparece cada noche Ondina en sueños, junto a mi cama, y se retuerce las manos angustiosamente, gimiendo y suspirando: «Evitadlo, padre. Aún estoy viva. ¡Salvadle, protegedle el cuerpo y el alma!» Verdaderamente, no entendí bien lo que significaba todo esto; así que, cuando llegó vuestro mensajero, me apresuré a venir aquí, mas no para unir, sino para evitar que se desuniera lo que todavía esta unido. ¡Apártate de ella, Huldebrando! ¡Apártate de Bertalda! Aún perteneces a otra. ¿No ves reflejada la desesperación en tus pálidas mejillas? Un novio no tiene el aspecto que tú tienes, y algo me dice que, si no la abandonas ahora, nunca serás feliz.
Todos comprendieron que el padre Heilman tenía razón, pero no quisieron escucharle.
Así pues, se aprestaron a conducirse en contra de las advertencias del sacerdote, por lo cual éste, moviendo la cabeza tristemente, se alejó de burgo sin aceptar la hospitalidad que le ofrecían para pasar allí la noche y sin querer probar bocado, a pesar de su gran cansancio.
Huldebrando trató de convencerse de que el religioso no estaba en su sano juicio, y al amanecer mandó al monasterio más próximo para buscar a otro religioso, que no opuso la menor resistencia en bendecir el enlace que iba a tener lugar en los próximos días.
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XVI
EL SUEÑO DEL CABALLERO
XVI
EL SUEÑO DEL CABALLERO
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Estaba empezando a rayar el alba, aunque todavía dominaba la penumbra de la noche, mientras el caballero, medio despierto, medio en sueños, yacía en su lecho.
Apenas empezaba a dormirse de nuevo, cuando el terror le sobrecogía y un fantasma volvía a aparecérsele. Trataba de alegrarse, evitando esta pesadilla, pero siempre que lo hacía parecía como si una pluma de cisne le rozase la mejilla y con dulce resonancia le sumergiese en aquel estado de inquietud y ensoñación.
«Pluma de cisne, música de cisne —se decía—: esto significa la muerte.» Pero no cabía la menor duda de que significaba otra cosa. Tenía la sensación de que notaba sobre el mar y contemplaba en el fondo los transparentes cristales de un palacio. Se alegró mucho al poder ver a Ondina sentada bajo las claras bóvedas acristaladas. Estaba llorando amargamente y parecía muy triste, más que cuando vivía en el burgo de Ringstetten y cuando hicieron el desgraciado viaje por el Danubio. El caballero reflexionó acerca de lo que veía, aunque tuvo la sensación de que Ondina no se daba cuenta de nada. Luego vino Kuhleborn y pareció como si la reprendiese por llorar, mas ella se rehizo y le habló de un modo tan despótico, que él se asustó. Le dijo:
—Aunque vivo aquí, en el fondo del mar, conservo mi alma; y por eso lloro, aunque tú no comprendas qué son las lágrimas, que son santas, como es santo todo lo que yace en el fondo de nuestra alma.
Él movió incrédulamente la cabeza y, tras un momento de reflexión, dijo:
—Sin embargo, sobrina, permanecéis sujeta a nuestras leyes y estáis obligada a juzgarle a fin de que conserve el honor y os sea fiel.
—Hasta ahora ha vivido como un viudo —repuso Ondina— y me ha amado con todo su corazón.
—Pero también es cierto que ahora es un novio —dijo riéndose burlonamente Kuhleborn—. Deja que pasen algunos días y el sacerdote bendecirá su nueva unión, y tú serás testigo de una doble muerte.
—No lo creo —repuso Ondina sonriendo—. He sellado el pozo precisamente para evitar eso.
—Pero cuando salga de su burgo —dijo Kuhleborn— o cuando vuelvan a abrir el poco, entonces verás. Porque, verdaderamente, él piensa ya muy poco en todas esas cosas.
—Precisamente por eso —replicó Ondina, sonriendo en medio de sus lágrimas— está soñando ahora todo lo que estamos diciendo. He arreglado todo para que así suceda.
Entonces, Kuhleborn miró rabioso al caballero, golpeó el suelo con los pies y salió como una flecha cruzando las olas. Parecía como si fuera a convertirse en una ballena, tan enojado estaba.
Los cisnes volvieron a cantar y, agitando las plumas, reemprendieron el vuelo; el caballero tuvo la sensación de que sobrevolaba las montañas y los torrentes hasta que llegó al burgo de Ringstetten y despertó en su lecho.
Realmente, despertó en su lecho, y justo en aquel momento entró su paje y le anunció que el padre Heilman estaba todavía en los alrededores; precisamente le había visto la noche anterior en una cabaña del bosque que se había construido con ramas y césped. A la pregunta de qué hacía en aquel lugar, ya que no podía bendecir la unión, dio esta respuesta:
—Hay otra bendición que no es la del altar, y, si bien no acudo a la boda, es posible que tenga que acudir a otra ceremonia. Tengo que esperar. La pena y la alegría no están separadas, y sólo el que quiere casarse no se da cuenta de ello.
El caballero se maravilló al oír estas palabras y al reflexionar sobre sus sueños. Pero le resultó muy difícil impedir las cosas que iban a tener lugar; pues, cuando al ser humano se le mete algo en la cabeza, es muy difícil que lo abandone.
Estaba empezando a rayar el alba, aunque todavía dominaba la penumbra de la noche, mientras el caballero, medio despierto, medio en sueños, yacía en su lecho.
Apenas empezaba a dormirse de nuevo, cuando el terror le sobrecogía y un fantasma volvía a aparecérsele. Trataba de alegrarse, evitando esta pesadilla, pero siempre que lo hacía parecía como si una pluma de cisne le rozase la mejilla y con dulce resonancia le sumergiese en aquel estado de inquietud y ensoñación.
«Pluma de cisne, música de cisne —se decía—: esto significa la muerte.» Pero no cabía la menor duda de que significaba otra cosa. Tenía la sensación de que notaba sobre el mar y contemplaba en el fondo los transparentes cristales de un palacio. Se alegró mucho al poder ver a Ondina sentada bajo las claras bóvedas acristaladas. Estaba llorando amargamente y parecía muy triste, más que cuando vivía en el burgo de Ringstetten y cuando hicieron el desgraciado viaje por el Danubio. El caballero reflexionó acerca de lo que veía, aunque tuvo la sensación de que Ondina no se daba cuenta de nada. Luego vino Kuhleborn y pareció como si la reprendiese por llorar, mas ella se rehizo y le habló de un modo tan despótico, que él se asustó. Le dijo:
—Aunque vivo aquí, en el fondo del mar, conservo mi alma; y por eso lloro, aunque tú no comprendas qué son las lágrimas, que son santas, como es santo todo lo que yace en el fondo de nuestra alma.
Él movió incrédulamente la cabeza y, tras un momento de reflexión, dijo:
—Sin embargo, sobrina, permanecéis sujeta a nuestras leyes y estáis obligada a juzgarle a fin de que conserve el honor y os sea fiel.
—Hasta ahora ha vivido como un viudo —repuso Ondina— y me ha amado con todo su corazón.
—Pero también es cierto que ahora es un novio —dijo riéndose burlonamente Kuhleborn—. Deja que pasen algunos días y el sacerdote bendecirá su nueva unión, y tú serás testigo de una doble muerte.
—No lo creo —repuso Ondina sonriendo—. He sellado el pozo precisamente para evitar eso.
—Pero cuando salga de su burgo —dijo Kuhleborn— o cuando vuelvan a abrir el poco, entonces verás. Porque, verdaderamente, él piensa ya muy poco en todas esas cosas.
—Precisamente por eso —replicó Ondina, sonriendo en medio de sus lágrimas— está soñando ahora todo lo que estamos diciendo. He arreglado todo para que así suceda.
Entonces, Kuhleborn miró rabioso al caballero, golpeó el suelo con los pies y salió como una flecha cruzando las olas. Parecía como si fuera a convertirse en una ballena, tan enojado estaba.
Los cisnes volvieron a cantar y, agitando las plumas, reemprendieron el vuelo; el caballero tuvo la sensación de que sobrevolaba las montañas y los torrentes hasta que llegó al burgo de Ringstetten y despertó en su lecho.
Realmente, despertó en su lecho, y justo en aquel momento entró su paje y le anunció que el padre Heilman estaba todavía en los alrededores; precisamente le había visto la noche anterior en una cabaña del bosque que se había construido con ramas y césped. A la pregunta de qué hacía en aquel lugar, ya que no podía bendecir la unión, dio esta respuesta:
—Hay otra bendición que no es la del altar, y, si bien no acudo a la boda, es posible que tenga que acudir a otra ceremonia. Tengo que esperar. La pena y la alegría no están separadas, y sólo el que quiere casarse no se da cuenta de ello.
El caballero se maravilló al oír estas palabras y al reflexionar sobre sus sueños. Pero le resultó muy difícil impedir las cosas que iban a tener lugar; pues, cuando al ser humano se le mete algo en la cabeza, es muy difícil que lo abandone.
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XVII
DE CÓMO EL CABALLERO HULDEBRANDO CELEBRÓ SUS SEGUNDAS BODAS
XVII
DE CÓMO EL CABALLERO HULDEBRANDO CELEBRÓ SUS SEGUNDAS BODAS
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SI quisiera daros una idea de cómo fue la fiesta de bodas en el castillo de Ringstetten, tendríais que imaginaros una gran cantidad de objetos preciosos, resplandecientes a la vista, pero cubiertos por un crespón fúnebre y no mostrando su magnificencia más que a través de esta tela negra y lúgubre. Tal era el aspecto del castillo de Ringstetten el día en que el caballero iba a celebrar su segundo matrimonio. Hubiérase dicho que a los placeres de la fiesta se mezclaba no sé qué de áspera ironía, de alusión macabra a la vanidad de las cosas terrenas. Y no era porque ahora la aparición de un espectro hubiese turbado los preparativos de la ceremonia, pues ya sabemos que el castillo estaba libre de las inoportunas visitas de duendes y espíritus de las aguas. Pero el caballero, el pescador y todos los invitados tenían la sensación de la ausencia de aquella Ondina tan buena, tan amada por todo el mundo, que hubiese debido ser la reina de la fiesta y cuyo lugar ocupaba ahora Bertalda.
Cada vez que se habría una puerta, todas las miradas se volvían involuntariamente a aquel lado, y cuando veían entrar al maestresala, con los nuevos platos o el escanciador con los vinos más exquisitos, los ojos miraban al suelo y el resplandor de alegría que por un instante había iluminado todos los rostros dejaba paso a las preocupaciones, sumiendo a los espíritus en los más tristes recuerdos.
Todos decían:
—¡Ay, no es ella! ¡No podemos verla más!
Solamente la novia no participaba de estos pensamientos y era la única que estaba contenta; no obstante, experimentaba una especie de sorpresa al verse colocada a la cabecera de la mesa, vestida espléndidamente y tocada con su gran guirnalda de esposa, mientras el cuerpo helado e inanimado de su amiga yacía en el fondo del Danubio, o quién sabe si la corriente le habría llevado hacia el mar. Como su padre había dicho algo parecido, hoy recordaba esas palabras, que la impedían dudar.
Apenas comenzaba a declinar el día, se marcharon los invitados, como suele acontecer en todas las bodas, cuando ya el novio, impaciente, desea permanecer a solas con su amada, pero esta vez los recién casados se separaron dominados por negros presentimientos. Bertalda se retiró a su habitación con sus servidoras, y el caballero acompañado de sus criados; nadie en esta ocasión estaba alegre y ninguna persona del séquito se permitía la menor broma.
Bertalda quiso aparecer animada. Se hizo traer sus magníficas joyas, trajes, velos bordados, para elegir lo más alegre y deslumbrante de su tocado del día siguiente. Las servidoras aprovecharon esta ocasión para congraciarse con su nueva ama y no dejaron de elogiar su belleza. Bertalda los escuchaba con placer, y luego, mirándose en un espejo, dijo suspirando:
—¡Ay! ¿no veis que tengo unas manchas rojas en el cuello?
En efecto, al mirarla vieron estas manchas, pero las doncellas aseguraron que destacaban su blancura. Bertalda negó que las manchas le favoreciesen, y de pronto exclamó:
—¡Ya sé el modo de quitármelas! Si el pozo no estuviera sellado, podría disponer del agua que daba tanta lozanía a mi tez. ¡Si pudiera tener aunque sólo fuera un frasco!
—¿Sólo es eso lo que os preocupa? —dijo una de las doncellas, deslizándose fuera de la estancia.
—¿Haréis la locura —exclamó Bertalda, agradablemente sorprendida— de levantar precisamente; hoy la piedra que sella el pozo?
Poco después oyóse a unos hombres que entraban en el patio, y desde la ventana vio cómo, armados de palancas, se dirigían al pozo.
«Es deseo mío que la levanten», se dijo Bertalda, alegre al pensar que se iba a llevar a cabo lo que durante tanto tiempo había ansiado. ¿Qué dirá mi marido? —pensó—. ¿Se molestará porque deshago tan pronto la obra de su Ondina? A la luz de la luna que iluminaba el patio del castillo, contempló a los obreros que trabajaban. A veces, alguno suspiraba recordando que desobedecía las órdenes de la anterior señora. Pero todo fue más fácil de lo que suponían, y no les costó mucho trabajo. Hubiérase dicho que una fuerza extraña, procedente del interior del pozo, los ayudaba. Oían agitarse el agua.
—Parece como si hubiese una fuente intermitente en este pozo —dijeron.
En efecto, la piedra levantábase cada vez más, hasta que por último se desprendió del todo y rodó con un ruido sordo sobre el pavimento. La sirvienta de Bertalda se adelantó con una vasija para tomar el agua que su señora esperaba con tanta impaciencia. Entonces vieron una enorme columna de agua elevarse desde la fuente. Creyeron primero que se trataba de un surtidor, pero de pronto en medio del agua distinguieron a una mujer pálida envuelta en un velo blanco, semejante a un sudario. Lloraba amargamente y retorcíase las manos mientras caminaba lentamente hacia el castillo.
Los criados, asustados, se dispersaron en todas las direcciones; la novia helada de terror, permanecía inmóvil en la ventana con sus doncellas. Cuando el fantasma pasaba por delante de sus habitaciones, levantó la cabeza y redobló sus gemidos, y Bertalda pudo ver a través del velo los rasgos de Ondina que le parecieron de una palidez mortal. La figura doliente continuó su marcha hacia la puerta del castillo, y vacilaba como si avanzara a disgusto. Bertalda gritó diciendo que llamasen al caballero, pero ninguna de las criadas se atrevió a moverse del lugar, y hasta la misma novia enmudeció, como estremecida por el sonido de su propia voz.
Mientras permanecía inmóvil por el espanto, como una estatua, junto a la ventana, el extraño fantasma había llegado a la puerta del castillo y la había franqueado. Subió la gran escalera y atravesó los largos corredores que parecía conocer muy bien. ¡Ay, en qué situación tan distinta, en otro tiempo, había recorrido Ondina aquellos lugares tan queridos!
El caballero había despedido a sus servidores. Sumido en tristes pensamientos, estaba de pie ante un espejo, y un candelabro ardía débilmente a su lado. Recordaba su sueño de la noche anterior y en esto llamaron a la puerta suavemente, como hacía Ondina cuando quería verle o hablarle.
«No son más que fantasías —pensó—. No es éste el momento de pensar en mi primera mujer. Voy a ir a la cámara nupcial a reunirme con Bertalda.
—Sí, vete; pero encontrarás un lecho helado —dijo una voz gimiente, ahogada por los sollozos.
Al mismo tiempo, el caballero vio por el espejo que la puerta de su habitación se abría lentamente, muy lentamente, y entraba la mujer velada. Se acercó a él, temblorosa.
—Has abierto la fuente —dijo ella en voz baja—. Ahora me tienes aquí y es preciso que mueras, amado mío.
Huldebrando sintió detenerse los latidos del corazón al comprender que aquello era irremediable; se tapó los ojos con las manos y dijo:
—Querida Ondina, el cielo es justo, pero te ruego que no me hagas enloquecer de terror en mi última hora. Si ya fuiste alcanzada por la muerte, si ese velo cubre un rostro horrible, no lo levantes, pues no quiero verte así.
—¡Ay! —repuso el espíritu—, no quieres verme siquiera una vez... Soy todavía tan bella como lo fui en aquella península donde me conociste. Mis rasgos no han cambiado más que mi alma.
—¡Ah, si esto es verdad —exclamó Huldebrando—, deseo morir recibiendo un beso tuyo!
—Sí, amado mío —dijo Ondina.
Ella se inclinó sobre él y le levantó el velo. Su dulce rostro resplandecía de belleza celestial. Temblando de amor y por la proximidad de la muerte, el caballero la atrajo sobre su corazón y la besó con un beso sublime; y ya no pudo desprenderse de ella. Ondina le estrechó con fuerza y lloró tanto, que parecía como si su alma fuera a salírsele con las lágrimas. Estas resbalaron por las mejillas del caballero y él sintió que le penetraban con un dulce dolor. Su anhelante respiración fue debilitándose poco a poco.
Por último se desprendió de los brazos de Ondina y cayó inanimado en su lecho de reposo.
—Ya no nos separaremos más, —dijo— mi alma es inmortal como la tuya. Luego salió, volviendo la cabeza para mirar otra vez.
—Le he matado yo con mis lágrimas —dijo ella a los servidores atemorizados que estaban en la antecámara.
Pasó entre ellos y se dirigió lentamente al pozo, se sumergió en él y desapareció.
SI quisiera daros una idea de cómo fue la fiesta de bodas en el castillo de Ringstetten, tendríais que imaginaros una gran cantidad de objetos preciosos, resplandecientes a la vista, pero cubiertos por un crespón fúnebre y no mostrando su magnificencia más que a través de esta tela negra y lúgubre. Tal era el aspecto del castillo de Ringstetten el día en que el caballero iba a celebrar su segundo matrimonio. Hubiérase dicho que a los placeres de la fiesta se mezclaba no sé qué de áspera ironía, de alusión macabra a la vanidad de las cosas terrenas. Y no era porque ahora la aparición de un espectro hubiese turbado los preparativos de la ceremonia, pues ya sabemos que el castillo estaba libre de las inoportunas visitas de duendes y espíritus de las aguas. Pero el caballero, el pescador y todos los invitados tenían la sensación de la ausencia de aquella Ondina tan buena, tan amada por todo el mundo, que hubiese debido ser la reina de la fiesta y cuyo lugar ocupaba ahora Bertalda.
Cada vez que se habría una puerta, todas las miradas se volvían involuntariamente a aquel lado, y cuando veían entrar al maestresala, con los nuevos platos o el escanciador con los vinos más exquisitos, los ojos miraban al suelo y el resplandor de alegría que por un instante había iluminado todos los rostros dejaba paso a las preocupaciones, sumiendo a los espíritus en los más tristes recuerdos.
Todos decían:
—¡Ay, no es ella! ¡No podemos verla más!
Solamente la novia no participaba de estos pensamientos y era la única que estaba contenta; no obstante, experimentaba una especie de sorpresa al verse colocada a la cabecera de la mesa, vestida espléndidamente y tocada con su gran guirnalda de esposa, mientras el cuerpo helado e inanimado de su amiga yacía en el fondo del Danubio, o quién sabe si la corriente le habría llevado hacia el mar. Como su padre había dicho algo parecido, hoy recordaba esas palabras, que la impedían dudar.
Apenas comenzaba a declinar el día, se marcharon los invitados, como suele acontecer en todas las bodas, cuando ya el novio, impaciente, desea permanecer a solas con su amada, pero esta vez los recién casados se separaron dominados por negros presentimientos. Bertalda se retiró a su habitación con sus servidoras, y el caballero acompañado de sus criados; nadie en esta ocasión estaba alegre y ninguna persona del séquito se permitía la menor broma.
Bertalda quiso aparecer animada. Se hizo traer sus magníficas joyas, trajes, velos bordados, para elegir lo más alegre y deslumbrante de su tocado del día siguiente. Las servidoras aprovecharon esta ocasión para congraciarse con su nueva ama y no dejaron de elogiar su belleza. Bertalda los escuchaba con placer, y luego, mirándose en un espejo, dijo suspirando:
—¡Ay! ¿no veis que tengo unas manchas rojas en el cuello?
En efecto, al mirarla vieron estas manchas, pero las doncellas aseguraron que destacaban su blancura. Bertalda negó que las manchas le favoreciesen, y de pronto exclamó:
—¡Ya sé el modo de quitármelas! Si el pozo no estuviera sellado, podría disponer del agua que daba tanta lozanía a mi tez. ¡Si pudiera tener aunque sólo fuera un frasco!
—¿Sólo es eso lo que os preocupa? —dijo una de las doncellas, deslizándose fuera de la estancia.
—¿Haréis la locura —exclamó Bertalda, agradablemente sorprendida— de levantar precisamente; hoy la piedra que sella el pozo?
Poco después oyóse a unos hombres que entraban en el patio, y desde la ventana vio cómo, armados de palancas, se dirigían al pozo.
«Es deseo mío que la levanten», se dijo Bertalda, alegre al pensar que se iba a llevar a cabo lo que durante tanto tiempo había ansiado. ¿Qué dirá mi marido? —pensó—. ¿Se molestará porque deshago tan pronto la obra de su Ondina? A la luz de la luna que iluminaba el patio del castillo, contempló a los obreros que trabajaban. A veces, alguno suspiraba recordando que desobedecía las órdenes de la anterior señora. Pero todo fue más fácil de lo que suponían, y no les costó mucho trabajo. Hubiérase dicho que una fuerza extraña, procedente del interior del pozo, los ayudaba. Oían agitarse el agua.
—Parece como si hubiese una fuente intermitente en este pozo —dijeron.
En efecto, la piedra levantábase cada vez más, hasta que por último se desprendió del todo y rodó con un ruido sordo sobre el pavimento. La sirvienta de Bertalda se adelantó con una vasija para tomar el agua que su señora esperaba con tanta impaciencia. Entonces vieron una enorme columna de agua elevarse desde la fuente. Creyeron primero que se trataba de un surtidor, pero de pronto en medio del agua distinguieron a una mujer pálida envuelta en un velo blanco, semejante a un sudario. Lloraba amargamente y retorcíase las manos mientras caminaba lentamente hacia el castillo.
Los criados, asustados, se dispersaron en todas las direcciones; la novia helada de terror, permanecía inmóvil en la ventana con sus doncellas. Cuando el fantasma pasaba por delante de sus habitaciones, levantó la cabeza y redobló sus gemidos, y Bertalda pudo ver a través del velo los rasgos de Ondina que le parecieron de una palidez mortal. La figura doliente continuó su marcha hacia la puerta del castillo, y vacilaba como si avanzara a disgusto. Bertalda gritó diciendo que llamasen al caballero, pero ninguna de las criadas se atrevió a moverse del lugar, y hasta la misma novia enmudeció, como estremecida por el sonido de su propia voz.
Mientras permanecía inmóvil por el espanto, como una estatua, junto a la ventana, el extraño fantasma había llegado a la puerta del castillo y la había franqueado. Subió la gran escalera y atravesó los largos corredores que parecía conocer muy bien. ¡Ay, en qué situación tan distinta, en otro tiempo, había recorrido Ondina aquellos lugares tan queridos!
El caballero había despedido a sus servidores. Sumido en tristes pensamientos, estaba de pie ante un espejo, y un candelabro ardía débilmente a su lado. Recordaba su sueño de la noche anterior y en esto llamaron a la puerta suavemente, como hacía Ondina cuando quería verle o hablarle.
«No son más que fantasías —pensó—. No es éste el momento de pensar en mi primera mujer. Voy a ir a la cámara nupcial a reunirme con Bertalda.
—Sí, vete; pero encontrarás un lecho helado —dijo una voz gimiente, ahogada por los sollozos.
Al mismo tiempo, el caballero vio por el espejo que la puerta de su habitación se abría lentamente, muy lentamente, y entraba la mujer velada. Se acercó a él, temblorosa.
—Has abierto la fuente —dijo ella en voz baja—. Ahora me tienes aquí y es preciso que mueras, amado mío.
Huldebrando sintió detenerse los latidos del corazón al comprender que aquello era irremediable; se tapó los ojos con las manos y dijo:
—Querida Ondina, el cielo es justo, pero te ruego que no me hagas enloquecer de terror en mi última hora. Si ya fuiste alcanzada por la muerte, si ese velo cubre un rostro horrible, no lo levantes, pues no quiero verte así.
—¡Ay! —repuso el espíritu—, no quieres verme siquiera una vez... Soy todavía tan bella como lo fui en aquella península donde me conociste. Mis rasgos no han cambiado más que mi alma.
—¡Ah, si esto es verdad —exclamó Huldebrando—, deseo morir recibiendo un beso tuyo!
—Sí, amado mío —dijo Ondina.
Ella se inclinó sobre él y le levantó el velo. Su dulce rostro resplandecía de belleza celestial. Temblando de amor y por la proximidad de la muerte, el caballero la atrajo sobre su corazón y la besó con un beso sublime; y ya no pudo desprenderse de ella. Ondina le estrechó con fuerza y lloró tanto, que parecía como si su alma fuera a salírsele con las lágrimas. Estas resbalaron por las mejillas del caballero y él sintió que le penetraban con un dulce dolor. Su anhelante respiración fue debilitándose poco a poco.
Por último se desprendió de los brazos de Ondina y cayó inanimado en su lecho de reposo.
—Ya no nos separaremos más, —dijo— mi alma es inmortal como la tuya. Luego salió, volviendo la cabeza para mirar otra vez.
—Le he matado yo con mis lágrimas —dijo ella a los servidores atemorizados que estaban en la antecámara.
Pasó entre ellos y se dirigió lentamente al pozo, se sumergió en él y desapareció.
.
XVIII
CÓMO FUERON LOS FUNERALES DEL CABALLERO HULDEBRANDO
XVIII
CÓMO FUERON LOS FUNERALES DEL CABALLERO HULDEBRANDO
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En cuanto el rumor de la muerte del caballero se extendió por la comarca, el padre Heilman regresó al castillo justo a la misma hora en que el monje que había celebrado el matrimonio huía lleno de horror.
—No me extraña —dijo Heilman cuando le informaron de lo acaecido—. Ahora voy a desempeñar mi ministerio.
Se dirigió a la habitación de la desposada que se había convertido en viuda y trató de consolarla, aunque inútilmente. Decepcionada en sus sueños de grandeza, Bertalda se abandonó a la cólera más que a la desesperación y no dejaba de lanzar invectivas contra Ondina a quien llamaba bruja.
El viejo pescador estaba más resignado en medio de su tristeza, pero Bertalda no cesaba de injuriar a Ondina. El sacerdote le dijo entonces:
—Sufres el juicio de Dios, y no podría ser de otro modo. Pero, en verdad, nadie ha sufrido tanto por la muerte del caballero como aquella misma que se la dio. ¡Pobre y desdichada Ondina!
Luego ordenó los funerales del difunto, que debía ser conforme a su rango. El caballero tenía que ser enterrado en el cementerio de una aldea donde reposaban todos sus antepasados. Su espada, su escudo y su cimera fueron depositados en el ataúd. Como era el último de su estirpe, sus armas tenían que ser enterradas con él. El cortejo se puso en marcha haciendo resonar los aires con cantos fúnebres que se elevaban al azul del firmamento. El padre Heilman marchaba a la cabeza llevando un crucifijo, y Bertalda, desesperada, inconsolable, iba detrás apoyada en el viejo pescador. De pronto vieron, en medio de las plañideras que rodeaban a la viuda, una figura blanca como la nieve envuelta en un espeso velo, la cual, gimiendo levantaba las manos al cielo. Las mujeres que estaban cerca de ella se sintieron llenas de espanto al verla y retrocedieron con horror. Hubo un momento de confusión en el cortejo.
Algunos hombres de armas se atrevieron a dirigirle la palabra y quisieron incluso alejarla, pero ella se escabullía de sus manos y continuaba siguiendo a paso lento el féretro. Por último, como todas las mujeres la evitaban, se encontró sola tras Bertalda. Entonces demoró más el paso, para que la viuda no la viese, y en actitud muy humilde y modosa fue detrás de ella. Sin que nadie lo viera, cogió dulcemente el manto de luto del viejo pescador y se lo llevó a los labios.
Así fue hasta que llegaron al cementerio y todos los asistentes rodearon en círculo la tumba abierta. Entonces Bertalda vio a la mujer que no había sido invitada a la ceremonia y, colérica, aterrorizada y enloquecida por el miedo, le ordenó que se alejase de la última morada del caballero, la mujer velada sacudió la cabeza negativamente y con actitud suplicante tendió las manos a Bertalda, con lo cual está se emocionó mucho y derramó abundantes lágrimas recordando aquel día en que Ondina, en el Danubio, le regaló el collar de coral y desapareció.
—En nombre de Huldebrando, pido quedarme cerca de su tumba —dijo con voz baja y tan conmovedora que todos emocionados se convencieron de que era Ondina.
El viejo pescador no pudo evitar pronunciar su nombre, abriendo los brazos.
La mujer velada cogió su arrugada mano, la apretó entre las suyas y la soltó con un profundo gemido que penetró en el corazón de Bertalda. Reconoció el acento doloroso que oyó cuando Ondina desapareció en el Danubio.
En aquel momento el padre Heilman impuso silencio para rezar sobre la tumba del caballero, ya cubierta de tierra. Calló Bertalda y se puso de rodillas. Todos hicieron lo mismo y el sepulturero, que acababa de apisonar la tierra, se arrodilló a su vez.
Cuando se levantaron, la mujer blanca había desaparecido, pero en el lugar donde la habían visto llorar surgió de la tierra, susurrando dulcemente, un surtidor plateado. Corrió el agua a lo largo del césped hasta alcanzar la tumba del caballero. Luego se separó en dos surcos y formó dos arroyuelos que rodearon la tumba.
Muchos siglos después, los habitantes de la aldea enseñaban aún esta fuente y creían firmemente que era la pobre Ondina, que rodeaba con sus brazos a su amado esposo.
POEMA A ONDINA
Ondina, querida pequeña, mi amor,
Desde que en las viejas crónicas
Descubrí el reflejo extraño de tu luz,
¡Cuántas veces apaciguó tu canto mi corazón!
Cuando te apretujabas tiernamente contra mí,
Deseando confiarme tus penas,
En voz baja, a la oreja,
Niña mimada, sin duda, pero también salvaje
Sin embargo en tu porche, de áureas tesituras
Hízose eco mi cítara,
De cada una de tus palabras, que me decías en voz baja,
De modo que se oyeron en la lejanía
Y más de un corazón se enamoró de ti
A pesar de tu carácter misterioso y fantástico
Y muchos disfrutaron leyendo
Un librito que me inspiraste a mí
Hoy, he aquí que todos
Quieren escuchar de nuevo el relato
No has de ruborizarte. Ondina
No, no temas, entra en la sala.
Saluda amablemente a cada una de esas nobles figuras
Ante todo, saluda con confianza
A estas amables y bellas Damas alemanas.
Sé que sienten gran debilidad por ti.
Y si entonces alguna de ellas te pregunta por mí,
dile: «Es un leal caballero,
cuya espada y cuya cítara están al servicio de las Damas
en el baile y en la fiesta, en la batalla y en el torneo».
En cuanto el rumor de la muerte del caballero se extendió por la comarca, el padre Heilman regresó al castillo justo a la misma hora en que el monje que había celebrado el matrimonio huía lleno de horror.
—No me extraña —dijo Heilman cuando le informaron de lo acaecido—. Ahora voy a desempeñar mi ministerio.
Se dirigió a la habitación de la desposada que se había convertido en viuda y trató de consolarla, aunque inútilmente. Decepcionada en sus sueños de grandeza, Bertalda se abandonó a la cólera más que a la desesperación y no dejaba de lanzar invectivas contra Ondina a quien llamaba bruja.
El viejo pescador estaba más resignado en medio de su tristeza, pero Bertalda no cesaba de injuriar a Ondina. El sacerdote le dijo entonces:
—Sufres el juicio de Dios, y no podría ser de otro modo. Pero, en verdad, nadie ha sufrido tanto por la muerte del caballero como aquella misma que se la dio. ¡Pobre y desdichada Ondina!
Luego ordenó los funerales del difunto, que debía ser conforme a su rango. El caballero tenía que ser enterrado en el cementerio de una aldea donde reposaban todos sus antepasados. Su espada, su escudo y su cimera fueron depositados en el ataúd. Como era el último de su estirpe, sus armas tenían que ser enterradas con él. El cortejo se puso en marcha haciendo resonar los aires con cantos fúnebres que se elevaban al azul del firmamento. El padre Heilman marchaba a la cabeza llevando un crucifijo, y Bertalda, desesperada, inconsolable, iba detrás apoyada en el viejo pescador. De pronto vieron, en medio de las plañideras que rodeaban a la viuda, una figura blanca como la nieve envuelta en un espeso velo, la cual, gimiendo levantaba las manos al cielo. Las mujeres que estaban cerca de ella se sintieron llenas de espanto al verla y retrocedieron con horror. Hubo un momento de confusión en el cortejo.
Algunos hombres de armas se atrevieron a dirigirle la palabra y quisieron incluso alejarla, pero ella se escabullía de sus manos y continuaba siguiendo a paso lento el féretro. Por último, como todas las mujeres la evitaban, se encontró sola tras Bertalda. Entonces demoró más el paso, para que la viuda no la viese, y en actitud muy humilde y modosa fue detrás de ella. Sin que nadie lo viera, cogió dulcemente el manto de luto del viejo pescador y se lo llevó a los labios.
Así fue hasta que llegaron al cementerio y todos los asistentes rodearon en círculo la tumba abierta. Entonces Bertalda vio a la mujer que no había sido invitada a la ceremonia y, colérica, aterrorizada y enloquecida por el miedo, le ordenó que se alejase de la última morada del caballero, la mujer velada sacudió la cabeza negativamente y con actitud suplicante tendió las manos a Bertalda, con lo cual está se emocionó mucho y derramó abundantes lágrimas recordando aquel día en que Ondina, en el Danubio, le regaló el collar de coral y desapareció.
—En nombre de Huldebrando, pido quedarme cerca de su tumba —dijo con voz baja y tan conmovedora que todos emocionados se convencieron de que era Ondina.
El viejo pescador no pudo evitar pronunciar su nombre, abriendo los brazos.
La mujer velada cogió su arrugada mano, la apretó entre las suyas y la soltó con un profundo gemido que penetró en el corazón de Bertalda. Reconoció el acento doloroso que oyó cuando Ondina desapareció en el Danubio.
En aquel momento el padre Heilman impuso silencio para rezar sobre la tumba del caballero, ya cubierta de tierra. Calló Bertalda y se puso de rodillas. Todos hicieron lo mismo y el sepulturero, que acababa de apisonar la tierra, se arrodilló a su vez.
Cuando se levantaron, la mujer blanca había desaparecido, pero en el lugar donde la habían visto llorar surgió de la tierra, susurrando dulcemente, un surtidor plateado. Corrió el agua a lo largo del césped hasta alcanzar la tumba del caballero. Luego se separó en dos surcos y formó dos arroyuelos que rodearon la tumba.
Muchos siglos después, los habitantes de la aldea enseñaban aún esta fuente y creían firmemente que era la pobre Ondina, que rodeaba con sus brazos a su amado esposo.
POEMA A ONDINA
Ondina, querida pequeña, mi amor,
Desde que en las viejas crónicas
Descubrí el reflejo extraño de tu luz,
¡Cuántas veces apaciguó tu canto mi corazón!
Cuando te apretujabas tiernamente contra mí,
Deseando confiarme tus penas,
En voz baja, a la oreja,
Niña mimada, sin duda, pero también salvaje
Sin embargo en tu porche, de áureas tesituras
Hízose eco mi cítara,
De cada una de tus palabras, que me decías en voz baja,
De modo que se oyeron en la lejanía
Y más de un corazón se enamoró de ti
A pesar de tu carácter misterioso y fantástico
Y muchos disfrutaron leyendo
Un librito que me inspiraste a mí
Hoy, he aquí que todos
Quieren escuchar de nuevo el relato
No has de ruborizarte. Ondina
No, no temas, entra en la sala.
Saluda amablemente a cada una de esas nobles figuras
Ante todo, saluda con confianza
A estas amables y bellas Damas alemanas.
Sé que sienten gran debilidad por ti.
Y si entonces alguna de ellas te pregunta por mí,
dile: «Es un leal caballero,
cuya espada y cuya cítara están al servicio de las Damas
en el baile y en la fiesta, en la batalla y en el torneo».
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