Un ciego con una pistola
...
Apenas bajó del taxi, Dany Contreras sintió que el frío húmedo de Milán se le metía en los huesos. Pagó y, subiéndose el cuello del abrigo, se dirigió hasta la puerta de la villa. Aún no había llamado al timbre cuando dos mastines asomaron sus cabezotas por entre los barrotes de hierro forjado.
Contreras retrocedió, invadido por una repentina ola de calor.
—Angélico, Divino, ¡quietos! —ordenó una voz, y los perros obedecieron.
El dueño de semejante autoridad era un tipo tan grande como un armario. En una mano sostenía un walky-talky y en la otra una escopeta de dos cañones.
—No es saludable llegar sin anunciarse. ¿Qué quiere? —dijo con sus mejores modales.
—Don Carlo Ciccarelli me espera.
El armario le preguntó su nombre, consultó por teléfono con alguien en el interior de la villa y enseguida abrió la puerta con un mando a distancia. Contreras dio un par de pasos sintiendo el gruñir receloso de los mastines.
—Sígame y no se aparte de mí —indicó el armario.
Avanzaron por un sendero flanqueado de árboles desnudos. En verano debía de ser una bella alameda, supuso Contreras, pero sus consideraciones estéticas quedaron interrumpidas al llegar a una explanada cubierta de césped. En medio de la explanada, y sentado en su silla de ruedas, estaba Carlo Ciccarelli. Cubría sus piernas una manta escocesa, unas gafas oscuras le tapaban los ojos y en las manos tenía una pistola Walter nueve milímetros.
—No se mueva —ordenó el armario.
Contreras se detuvo. Un hombre empezó a hacer girar la silla de ruedas con movimientos enérgicos mientras el inválido seguía empuñando el arma.
De pronto, otro hombre corrió unos veinte pasos y dejó una grabadora en el césped. Se alejó a la carrera y se acercó al inválido, cuya silla había dejado de girar.
Una voz apenas audible provenía del magnetófono. El inválido movió levemente la cabeza, alzó el arma y apretó el gatillo. La voz enmudeció al tiempo que el aparato saltaba por los aires en mil pedazos.
—Ahora, sígame de nuevo —volvió a ordenar el armario.
Dany Contreras estrechó la mano huesuda y fría del inválido mientras el hombre que se hallaba junto a la silla guardaba la Walter en un estuche de piel.
—Contreras, chileno, cuarenta y cinco años, ex policía, habla alemán, francés e italiano. Pedí un informe sobre usted al saber que venía. Disculpe, pero un ciego debe tomar precauciones —aclaró Ciccarelli soltándole la mano.
—Dispara muy bien pese a la ceguera —comentó Contreras.
—Ya le he dicho que un ciego debe tomar precauciones. Venga, le mostraré el lugar donde murió el pobre Vittorio.
Contreras siguió al inválido hasta la puerta de la mansión, pero no entraron. Ahora el inválido conducía él mismo la silla de ruedas con gran seguridad y, bordeando los muros, lo llevó hasta la parte trasera de la casa. Allí estaba la gran pérgola de aluminio y cristal que a Contreras se le antojó un lugar estupendo para un restaurante de lujo.
—¿Le gusta? La diseñó un arquitecto local y es perfecta para exhibir nuestros productos. Cada año presentamos aquí los nuevos modelos de la firma. Es una verdadera pena lo de Vittorio —dijo el inválido.
—Y usted, ¿qué opina? ¿De qué murió el señor Brunni?
—Fatiga, estrés lo llaman ahora, cansancio. Vittorio trabajaba demasiado. La autopsia confirmará mi opinión, o dirá algo parecido.
—¿Por qué ordenó la autopsia? Suelen pedirla la fiscalía o entidades autorizadas, como nosotros, que ya la habíamos pedido.
—Para ahorrar tiempo. Sabía lo del seguro. Entre Vittorio y yo nunca hubo secretos. Ignoro de dónde le salió esa chifladura, pero, como no queremos arrojar ninguna sombra sobre el prestigio de la firma, la solicité. En pocas horas sabremos de qué murió mi socio, y así podremos darle cristiana sepultura. Mire, Contreras, ¿ve esa torre?
Contreras miró siguiendo la dirección que le indicaba la mano del inválido. A unos cincuenta metros, una alta torre se alzaba como un espectro gris en medio del paisaje invernal. Habían apuntalado la base con vigas de madera, pero, aun así, se notaba el latente cansancio de las piedras.
—Ahí se desmoronan más de dos mil años de historia. Primero fue la casa de un mercader, luego un templo romano, más tarde una iglesia católica, hasta que la bombardearon los aliados. Esa torre es mi orgullo.
El inválido dirigía los cristales oscuros de las gafas hacia las ruinas, y Contreras se preguntó si de verdad era ciego. Sintió deseos de pasar una mano por delante de las gafas, pero la presencia del guardaespaldas le hizo desistir de la idea.
—Nadie puede meter mano en esas ruinas. Sé que arriba hay todavía una campana, pero ahí se quedará hasta que el tiempo decida lo contrario. Esas ruinas son mi orgullo y mi capricho. Nadie debe tocarlas. Un día aparecieron unos cretinos del programa de conservación de monumentos y me ofrecieron ayuda para restaurarla, a mí, a Carlo Ciccarelli. Los mandé a freír espárragos. Esas ruinas son mi orgullo, no puedo verlas, pero tampoco yo puedo verme. He olvidado ya cómo soy y cómo son esas ruinas; sin embargo, sé que ellas y yo nos desmoronamos juntos carcomidos por el tiempo.
—El espejo de su decadencia. No se preocupe, todos estamos en decadencia —observó Contreras.
—Insolente y cruel. Me gusta, Contreras. Bueno, pronto sabremos que Vittorio murió de muerte natural, así que puede ir preparando las maletas para viajar a El Pantanal. ¿Sabe dónde está ese maldito lugar?
—No, pero lo encontraré —contestó Contreras—. ¿Quién es Manaí? Si entre usted y el difunto no había secretos, supongo que conoce al beneficiario, ¿no?
—Supone mal. No tengo ni la más remota idea. Y ahora lárguese, los viejos tenemos que dormir muchas horas.
Contreras salió de la villa con un confuso sabor de boca. Si todo era como aseguraba Ciccarelli, la compañía de seguros se ahorraría un millón de francos, pero el viejo policía que seguía habitando entre sus costillas le repetía que todo sucedía de manera demasiado fácil y simple.
Cuando el portal con barrotes se cerró tras él, Contreras se volvió hacia el armario, que seguía llevando su escopeta, y le pidió que llamara un taxi. El hombre, por toda respuesta, hizo un gesto de fastidio que incitó a los mastines a ladrar.
Unos buenos quinientos metros separaban la entrada de la villa del primer cruce de caminos. Maldiciendo la humedad que se le adhería al abrigo, Contreras echó a andar. Acababa de encender un cigarrillo cuando vio que un auto se detenía junto a él.
—¿Señor Contreras? —dijo el gordo que conducía y ocupaba casi todo el asiento delantero. A su lado iba un flaco con una barba de tres días.
—Sí, soy yo. ¿Qué desean? —respondió, alarmado.
—Policía —indicó el gordo mostrando su placa.
—Por favor, suba, lo llevaremos a su hotel —invitó con gentileza el comisario Arpaia.
Dany Contreras se acomodó en el asiento trasero y, tras rechazar el toscano que le ofrecía el detective Chielli, repitió su pregunta.
—Hablar con usted, nada más, y perdone si nuestro español es muy malo —se disculpó el comisario.
—Si se trata sólo de hablar, por mi parte no hay problema —dijo Contreras.
—¿Qué fue de Jorge Toro? ¡Gran delantero, el chileno! —exclamó el detective Chielli.
—¿No puedes olvidar el fútbol? Disculpe a mi colega —volvió a excusarse el comisario Arpaia.
—Mea culpa. Es que soy hincha del Módena. ¡Seis años jugó para nosotros! —indicó el entusiasta Chielli.
—Sé bueno y encárgate de conducir lentamente, sin complejo de Fittipaldi —sugirió el comisario.
—Los chilenos tuvieron un piloto de Fórmula Uno mejor que Fittipaldi; se llamaba Fioravanti. ¿Verdad, señor Contreras?
El comisario Arpaia se llevó las manos a la cabeza buscando un gesto solidario, y Contreras, conmovido, se lo brindó preguntándole de qué querían hablar con él.
—De la autopsia. ¿Por qué su compañía pidió una autopsia tan apresuradamente?
—Cuestión de rutina. Pero el muerto está ahora en manos del forense que trabaja para Carlo Ciccarelli.
Mientras el detective Chielli iba insultando a los conductores, Arpaia y Contreras iban descubriendo que sus intereses en el caso eran antagónicos: por fidelidad a la aseguradora, el investigador de Seguros Helvética deseaba un asesinato y, por evidente comodidad, el policía se inclinaba por la muerte natural. Sin embargo, su común olfato de sabuesos les decía que aquel rompecabezas tenía demasiadas piezas sueltas.
Ya en el centro de Milán, Contreras pidió que lo dejaran cerca del Duomo. Deseaba caminar un poco y meditar antes de visitar al forense.
—Manténgame informado. No olvide que estamos en la misma nave —le recordó Arpaia al despedirse.
—Chile, campeonato mundial de fútbol de 1962. Su país fue finalista, tercer lugar. La selección chilena marcó diecisiete goles, once de los cuales fueron de Jorge Toro —señaló en tono didáctico el deportista Chielli.
Contreras caminó apresuradamente las diez cuadras que separan el Duomo del hotel Manin. La humedad de Milán se tornaba cada vez más fría y el gris del cielo parecía presagiar desenlaces hasta el momento imprevisibles.
Pidió las llaves en recepción y, junto a la tarjeta magnética, le entregaron un sobre cerrado que decidió abrir en el bar frente a un vaso de Jack Daniel's.
La misiva, escrita en una hoja con membrete del hotel, era breve, pero aquellos trazos seguros, levemente inclinados hacia la derecha, delataban una mano voluntariosa.
«Estoy en su habitación, de modo que no se sorprenda al ver a una extraña en sus dominios.
»Ornella Brunni.»
Dany Contreras dobló en cuatro la nota, la hizo desaparecer en un bolsillo y se dirigió al ascensor.
Iba a entrar en la jaula, cuando el recepcionista le avisó de que tenía una llamada.
—Tengo el resultado de la autopsia —dijo el comisario Arpaia.
—Y es malo para mí —comentó Contreras.
—Así es. Paralización súbita de las funciones vitales. Se la conoce también como muerte súbita, y suele producirse en los recién nacidos. Fue un placer conocerlo, señor Contreras.
—¿Cuándo será el funeral?
—Dentro de unas horas. Ya está todo dispuesto en el panteón familiar.
—Comisario, ¿no le parece que todo esto va demasiado rápido?
—¿Y qué? Así es la vida moderna. Se vive y se muere a la velocidad del sonido —dijo Arpaia con un tono que delataba su incredulidad.
...
Apenas bajó del taxi, Dany Contreras sintió que el frío húmedo de Milán se le metía en los huesos. Pagó y, subiéndose el cuello del abrigo, se dirigió hasta la puerta de la villa. Aún no había llamado al timbre cuando dos mastines asomaron sus cabezotas por entre los barrotes de hierro forjado.
Contreras retrocedió, invadido por una repentina ola de calor.
—Angélico, Divino, ¡quietos! —ordenó una voz, y los perros obedecieron.
El dueño de semejante autoridad era un tipo tan grande como un armario. En una mano sostenía un walky-talky y en la otra una escopeta de dos cañones.
—No es saludable llegar sin anunciarse. ¿Qué quiere? —dijo con sus mejores modales.
—Don Carlo Ciccarelli me espera.
El armario le preguntó su nombre, consultó por teléfono con alguien en el interior de la villa y enseguida abrió la puerta con un mando a distancia. Contreras dio un par de pasos sintiendo el gruñir receloso de los mastines.
—Sígame y no se aparte de mí —indicó el armario.
Avanzaron por un sendero flanqueado de árboles desnudos. En verano debía de ser una bella alameda, supuso Contreras, pero sus consideraciones estéticas quedaron interrumpidas al llegar a una explanada cubierta de césped. En medio de la explanada, y sentado en su silla de ruedas, estaba Carlo Ciccarelli. Cubría sus piernas una manta escocesa, unas gafas oscuras le tapaban los ojos y en las manos tenía una pistola Walter nueve milímetros.
—No se mueva —ordenó el armario.
Contreras se detuvo. Un hombre empezó a hacer girar la silla de ruedas con movimientos enérgicos mientras el inválido seguía empuñando el arma.
De pronto, otro hombre corrió unos veinte pasos y dejó una grabadora en el césped. Se alejó a la carrera y se acercó al inválido, cuya silla había dejado de girar.
Una voz apenas audible provenía del magnetófono. El inválido movió levemente la cabeza, alzó el arma y apretó el gatillo. La voz enmudeció al tiempo que el aparato saltaba por los aires en mil pedazos.
—Ahora, sígame de nuevo —volvió a ordenar el armario.
Dany Contreras estrechó la mano huesuda y fría del inválido mientras el hombre que se hallaba junto a la silla guardaba la Walter en un estuche de piel.
—Contreras, chileno, cuarenta y cinco años, ex policía, habla alemán, francés e italiano. Pedí un informe sobre usted al saber que venía. Disculpe, pero un ciego debe tomar precauciones —aclaró Ciccarelli soltándole la mano.
—Dispara muy bien pese a la ceguera —comentó Contreras.
—Ya le he dicho que un ciego debe tomar precauciones. Venga, le mostraré el lugar donde murió el pobre Vittorio.
Contreras siguió al inválido hasta la puerta de la mansión, pero no entraron. Ahora el inválido conducía él mismo la silla de ruedas con gran seguridad y, bordeando los muros, lo llevó hasta la parte trasera de la casa. Allí estaba la gran pérgola de aluminio y cristal que a Contreras se le antojó un lugar estupendo para un restaurante de lujo.
—¿Le gusta? La diseñó un arquitecto local y es perfecta para exhibir nuestros productos. Cada año presentamos aquí los nuevos modelos de la firma. Es una verdadera pena lo de Vittorio —dijo el inválido.
—Y usted, ¿qué opina? ¿De qué murió el señor Brunni?
—Fatiga, estrés lo llaman ahora, cansancio. Vittorio trabajaba demasiado. La autopsia confirmará mi opinión, o dirá algo parecido.
—¿Por qué ordenó la autopsia? Suelen pedirla la fiscalía o entidades autorizadas, como nosotros, que ya la habíamos pedido.
—Para ahorrar tiempo. Sabía lo del seguro. Entre Vittorio y yo nunca hubo secretos. Ignoro de dónde le salió esa chifladura, pero, como no queremos arrojar ninguna sombra sobre el prestigio de la firma, la solicité. En pocas horas sabremos de qué murió mi socio, y así podremos darle cristiana sepultura. Mire, Contreras, ¿ve esa torre?
Contreras miró siguiendo la dirección que le indicaba la mano del inválido. A unos cincuenta metros, una alta torre se alzaba como un espectro gris en medio del paisaje invernal. Habían apuntalado la base con vigas de madera, pero, aun así, se notaba el latente cansancio de las piedras.
—Ahí se desmoronan más de dos mil años de historia. Primero fue la casa de un mercader, luego un templo romano, más tarde una iglesia católica, hasta que la bombardearon los aliados. Esa torre es mi orgullo.
El inválido dirigía los cristales oscuros de las gafas hacia las ruinas, y Contreras se preguntó si de verdad era ciego. Sintió deseos de pasar una mano por delante de las gafas, pero la presencia del guardaespaldas le hizo desistir de la idea.
—Nadie puede meter mano en esas ruinas. Sé que arriba hay todavía una campana, pero ahí se quedará hasta que el tiempo decida lo contrario. Esas ruinas son mi orgullo y mi capricho. Nadie debe tocarlas. Un día aparecieron unos cretinos del programa de conservación de monumentos y me ofrecieron ayuda para restaurarla, a mí, a Carlo Ciccarelli. Los mandé a freír espárragos. Esas ruinas son mi orgullo, no puedo verlas, pero tampoco yo puedo verme. He olvidado ya cómo soy y cómo son esas ruinas; sin embargo, sé que ellas y yo nos desmoronamos juntos carcomidos por el tiempo.
—El espejo de su decadencia. No se preocupe, todos estamos en decadencia —observó Contreras.
—Insolente y cruel. Me gusta, Contreras. Bueno, pronto sabremos que Vittorio murió de muerte natural, así que puede ir preparando las maletas para viajar a El Pantanal. ¿Sabe dónde está ese maldito lugar?
—No, pero lo encontraré —contestó Contreras—. ¿Quién es Manaí? Si entre usted y el difunto no había secretos, supongo que conoce al beneficiario, ¿no?
—Supone mal. No tengo ni la más remota idea. Y ahora lárguese, los viejos tenemos que dormir muchas horas.
Contreras salió de la villa con un confuso sabor de boca. Si todo era como aseguraba Ciccarelli, la compañía de seguros se ahorraría un millón de francos, pero el viejo policía que seguía habitando entre sus costillas le repetía que todo sucedía de manera demasiado fácil y simple.
Cuando el portal con barrotes se cerró tras él, Contreras se volvió hacia el armario, que seguía llevando su escopeta, y le pidió que llamara un taxi. El hombre, por toda respuesta, hizo un gesto de fastidio que incitó a los mastines a ladrar.
Unos buenos quinientos metros separaban la entrada de la villa del primer cruce de caminos. Maldiciendo la humedad que se le adhería al abrigo, Contreras echó a andar. Acababa de encender un cigarrillo cuando vio que un auto se detenía junto a él.
—¿Señor Contreras? —dijo el gordo que conducía y ocupaba casi todo el asiento delantero. A su lado iba un flaco con una barba de tres días.
—Sí, soy yo. ¿Qué desean? —respondió, alarmado.
—Policía —indicó el gordo mostrando su placa.
—Por favor, suba, lo llevaremos a su hotel —invitó con gentileza el comisario Arpaia.
Dany Contreras se acomodó en el asiento trasero y, tras rechazar el toscano que le ofrecía el detective Chielli, repitió su pregunta.
—Hablar con usted, nada más, y perdone si nuestro español es muy malo —se disculpó el comisario.
—Si se trata sólo de hablar, por mi parte no hay problema —dijo Contreras.
—¿Qué fue de Jorge Toro? ¡Gran delantero, el chileno! —exclamó el detective Chielli.
—¿No puedes olvidar el fútbol? Disculpe a mi colega —volvió a excusarse el comisario Arpaia.
—Mea culpa. Es que soy hincha del Módena. ¡Seis años jugó para nosotros! —indicó el entusiasta Chielli.
—Sé bueno y encárgate de conducir lentamente, sin complejo de Fittipaldi —sugirió el comisario.
—Los chilenos tuvieron un piloto de Fórmula Uno mejor que Fittipaldi; se llamaba Fioravanti. ¿Verdad, señor Contreras?
El comisario Arpaia se llevó las manos a la cabeza buscando un gesto solidario, y Contreras, conmovido, se lo brindó preguntándole de qué querían hablar con él.
—De la autopsia. ¿Por qué su compañía pidió una autopsia tan apresuradamente?
—Cuestión de rutina. Pero el muerto está ahora en manos del forense que trabaja para Carlo Ciccarelli.
Mientras el detective Chielli iba insultando a los conductores, Arpaia y Contreras iban descubriendo que sus intereses en el caso eran antagónicos: por fidelidad a la aseguradora, el investigador de Seguros Helvética deseaba un asesinato y, por evidente comodidad, el policía se inclinaba por la muerte natural. Sin embargo, su común olfato de sabuesos les decía que aquel rompecabezas tenía demasiadas piezas sueltas.
Ya en el centro de Milán, Contreras pidió que lo dejaran cerca del Duomo. Deseaba caminar un poco y meditar antes de visitar al forense.
—Manténgame informado. No olvide que estamos en la misma nave —le recordó Arpaia al despedirse.
—Chile, campeonato mundial de fútbol de 1962. Su país fue finalista, tercer lugar. La selección chilena marcó diecisiete goles, once de los cuales fueron de Jorge Toro —señaló en tono didáctico el deportista Chielli.
Contreras caminó apresuradamente las diez cuadras que separan el Duomo del hotel Manin. La humedad de Milán se tornaba cada vez más fría y el gris del cielo parecía presagiar desenlaces hasta el momento imprevisibles.
Pidió las llaves en recepción y, junto a la tarjeta magnética, le entregaron un sobre cerrado que decidió abrir en el bar frente a un vaso de Jack Daniel's.
La misiva, escrita en una hoja con membrete del hotel, era breve, pero aquellos trazos seguros, levemente inclinados hacia la derecha, delataban una mano voluntariosa.
«Estoy en su habitación, de modo que no se sorprenda al ver a una extraña en sus dominios.
»Ornella Brunni.»
Dany Contreras dobló en cuatro la nota, la hizo desaparecer en un bolsillo y se dirigió al ascensor.
Iba a entrar en la jaula, cuando el recepcionista le avisó de que tenía una llamada.
—Tengo el resultado de la autopsia —dijo el comisario Arpaia.
—Y es malo para mí —comentó Contreras.
—Así es. Paralización súbita de las funciones vitales. Se la conoce también como muerte súbita, y suele producirse en los recién nacidos. Fue un placer conocerlo, señor Contreras.
—¿Cuándo será el funeral?
—Dentro de unas horas. Ya está todo dispuesto en el panteón familiar.
—Comisario, ¿no le parece que todo esto va demasiado rápido?
—¿Y qué? Así es la vida moderna. Se vive y se muere a la velocidad del sonido —dijo Arpaia con un tono que delataba su incredulidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario