Edgar Allan Poe
El Escarabajo de Oro
I
¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.
(Todo al revés.)
Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster William Legrand. Era de una antigua familia de
hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado en la miseria.
Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus
antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos,
tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una
ensenada ap enas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por
patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran
allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas
miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las
fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese
punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza
del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una
altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante,
Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un
modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas
cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular
inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de
melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la
caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares
entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que
había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con
amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven
massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo
trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y
custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un
verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de
18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la
maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por
aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran
mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo
respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego
llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un
sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de
oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus
ataques—¿con qué otro término podría llamarse aquello?—de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo
desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía
totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la
especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le
había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a
casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a
usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer.
¡Es la cosa más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de
una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más
alargada, en la otra punta. Las antenas son...
—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro—interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un
escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo
la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que
exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color—y se volvió hacia mí—
bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que
el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una
idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un
momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo
encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al fuego, pues
tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte
gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova,
perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues
yo le había prestado mucha atención en mis visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y,
a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.
—Bueno—dije después de contemplarlo unos minutos—; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo
para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se
parece más que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las
dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma
entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto
mismo para hacerme una idea de su aspecto.
—En fin, no sé—dijo él, un poco irritado—: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he
tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea—dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo
incluso decir que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales
ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si se parece a
esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello. Presumo que va usted a
llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias naturales muchas
denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las anten as!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de
que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que
es muy suficiente.
—Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que
había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en
realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando
una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y
luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con
minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fué a sentarse sobre un arca de
barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole
vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué
prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor crecient e. Luego sacó de su bolsillo una
cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave.
Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía
mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un
sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la
noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué
más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más
cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita,
en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que
le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza
trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha
dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero
entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más
blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que
voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de
amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que
duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre
muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo
que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable
desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en
que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese
escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he vis to nunca un escarabajo tan
endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero en seguida le soltó, se
lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese
escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel
para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto
enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro?
Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de
sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo
decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable
con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para
castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo
mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto
de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de
Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de
la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía
yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi
amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo
del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un
dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y
esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del
escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida
por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente
hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la
cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva
impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas
nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor
sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que
decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría
de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una sonrisa triun fal—al reintegrarme mis posesiones
familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa
dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae
ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal,
dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los
naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas
negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y
brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo
censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand
fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del
insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del
Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas
precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted
fiebre y...
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y
después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro.
Si realment e me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para
ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un
fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto
infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se
propone usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de
vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios
mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como
las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino
Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más
bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de
celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las
únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas,
mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de
cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando
observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener
las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta
que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté,
aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le
acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a
todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla
del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la
que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos
instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión
anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a p onerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más
triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi
inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra
que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los
valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en
varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta
muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo,
se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles,
sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta
entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad
general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó
si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos
momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo examinó
con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa?—preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo
este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!—gritó el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué
debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e
inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la
necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa ?—dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente—. Siempre ha de
tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que
me preocupa a mí el escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las
circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol
II
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos
americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas
laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños
rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el
caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme
cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos
sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la
primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el
riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies
de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto,
hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz
lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas
que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta
donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se
disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí
seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería
preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran
desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—;
Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vamonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además,
acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida
como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría
bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas
caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin
soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final!—Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el
árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo
grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo
que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque
la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo
izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la
punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo
baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer
aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos
del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos
colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese
soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de
tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase
la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto,
y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más
próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos
dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el
camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro,
describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las
azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento
preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de
hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre
amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo
vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro
para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No
dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur
referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del
escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una
mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban
con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al
insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero
al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al
visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y
como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco
que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría
creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban
los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso tan
alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran
temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera
permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fué acallado el alboroto por Júpiter, quien,
lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus
tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no
aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la
farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente
con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y
ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por
el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su
cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor.
En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a
recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio
hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre
Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y
cayó de rodillas.
—¡Eres un bergante!—dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado
negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo?—rugió, aterrorizado,
Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la
desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas
y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su
amo y a mí, a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver—dijo éste— No está aún p erdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el
tulípero.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la
cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos,
sin la menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?—y Legrand tocaba
alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la
estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera
posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como
antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la
alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar
la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio
en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo
inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand
cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando
me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la
espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos
momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos
trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su
inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un
tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal
una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos
segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros,
mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o
dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o
cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una
extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho
aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de
hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa
excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su
perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización,
acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y
medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que
formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas
de hierro—seis en total—, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos
sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de transportar un
peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos,
trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante
nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de
joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente,
predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas
palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar
la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el
hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A
las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No
te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el
tesoro. Se hací a tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en
seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en
deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre
quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo del hoyo. Los
objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter
ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso.
Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque
después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese
habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las
dos; luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una
suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín,
con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos
por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por
encima de las copas de los árboles hacia el Este.
III
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió todo
reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos, como si
estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche siguiente
en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido amontonado allí, en
confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión de una fortuna que
superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos cincuenta mil dólares,
estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas de cotización de la época.
No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad:
monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no
habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas,
que nos fué imposible descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración
de las joyas presentó muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos,
en total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas
hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y
arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del
otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evit ar cualquier identificación. Además de todo
lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de
extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y
pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con
hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente
repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las
trescientas cincuenta libras avoirdupois, y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes
de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos y
desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la corrosión de la
tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos
aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos
de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso personal), nos encontramos con que
habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa excitación,
Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel extraordinario enigma,
entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo.
Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera.
Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé en las manchas
especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación tenía en realidad, cierta
ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas, pues estoy considerado
como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo
y de arrojarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel—dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise
dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como
recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo que usted había
examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una calavera en el sitio
mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí demasiado atónito para
pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque existiese cierta
semejanza en el contorno general.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen
minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que
como lo había hecho. Mi primera impresión fué entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza
efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí,
que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera aquella
que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño. Digo que la
singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual de
tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación—una ilación de causa y efecto—, y
siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel
estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me sobrecogió más aún que aquella
coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el
pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de
haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la
habría yo visto, por supuesto. Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel
mismo momento me pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi
entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última
noche una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda
reflexión ulterior para cuando pudiese estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más
metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi
poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla
aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me pico
con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el insecto, que
había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento
sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba medio
sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del
casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un naufragio debían de estar allí desde hacía
mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con la armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a
casa y encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese llevárselo al
fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba envuelto y que
había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión y prefirió asegurar
en seguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia natural.
En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papel
donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando
hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un modo
exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron con una fuerza especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión.
Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa, y no lejos
de aquel barco, un pergamino—no un papel—con una calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a
preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los
piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi
indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta mucho peor
que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en
algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del
pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma
original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum, para
apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
—Pero—le interrumpí—dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto.
¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta última, según su
propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién) en algún perí odo
posterior a su apunte del escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en resolver ese
extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo resultado. Razoné así,
por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino. Cuando terminé el dibujo,
se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien había
dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues,
realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.
En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud,
cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el
fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto a la mesa.
Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo de dejar el pergamino
en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus hombros. Con su
mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogido el pergamino con la derecha, entre sus
rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a
decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube
considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo
surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha
habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o
sobre vitela caract eres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se emplea
algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina
un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a
intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen
a una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos—los más próximos al borde del
pergamino—resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del calor había sido
imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del pergamino al calor
ardiente. Al princip io no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de la calavera; pero,
perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al sitio donde
estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de una cabra. Un examen más
atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé—. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares es
algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena; no querrá
encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe, no tienen nada que
ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd.
Consideré en seguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo
firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en la esquina diagonal
opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante
la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado documento, del texto de mi contexto.
—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el presentimiento de una
buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era más bien un deseo que una
verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de
oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y
coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había de fortuito en que esos
acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficiente frío para
necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que
apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión del
tesoro?
Pero continúe... Me consume la impaciencia.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores acerca de
tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde
hace tanto tiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a
mi juicio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese
escondido su botín durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores
hasta nosotros en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de
buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría
terminado allí. Parecíame que algún accidente—por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar
preciso—debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento
de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido
escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron
nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrient es
ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra
seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que aumentaba casi
hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la última indicación del
lugar donde se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces
que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con esmero el
pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola de cobre, con
la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos minutos estando ya la
cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fué inexpresable mi alegría al encontrarla
manchada, en varios sit ios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la
dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los
caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la cabra:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*—4)8¶8*;406
9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
—Pero—dije, devolviéndole la tira—sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda
esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso—dijo Legrand—que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer
examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente forman
una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía suponerle capaz de
construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una clase sencilla,
aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para la tosca inteligencia del marinero,
sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta
predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso que el
genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva con una
aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me
preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.
En el presente caso—y realmente en todos los casos de escritura secreta—la primera cuestión se refiere al
lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras más. sencillas,
dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En general, no hay otro
medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las lenguas que os
sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta
por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia
hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de
mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se
presentaba, presumí que el criptograma era inglés.
IIII
Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en
comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de las palabras cortas,
y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo),
habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera medida era averiguar
las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia. Las conté todas y formé la
siguiente tabla:
El signo 8 aparece 33 veces
— ; — 26 —
— 4 — 19 —
+
— y)
+
— 16 —
— * — 13 —
— 5 — 12 —
— 6 — 11 —
— +1 — 10 —
— 0 — 8 —
— 9 y 2 — 5 —
— : y 3 — 4 —
— ? — 3 —
— (signo pi) — 2 —
—— y — 1 vez
Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es la
siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que es raro
encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso general que
puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de ella muy
parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto
natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares—pues la e se
dobla con gran frecuencia en inglés—en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been agree,
etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma sea
breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por tanto,
debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si
descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the. Una
vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos 48 en
total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este último así
comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más
importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el
penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el, que viene
inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the,
conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan, dejando un
espacio para el desconocido:
t eeth
Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la primera t,
pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible formar una
palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee.
Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como la única que
puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras yuxtapuestas the tree (el
árbol).
Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos
como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:
the tree : 4 + ? 34 the,
o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:
tre tree thr + ? 3 h the.
Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:
the tree thr... h the,
y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos
da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.
Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos, encontraremos no lejos del
comienzo esta disposición:
83 (88, o agree,
que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra letra, la d, representada
por +.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,
; 46 (; 88
cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y leemos:
th . rtea.
Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letras
nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.
+++
53
+++
Traduciendo como antes, obtendremos
.good.
Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good (un bueno,
una buena).
Sería tiemp o ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para evitar
confusiones. Nos dará lo siguiente:
5 representa a
+ — d
8 — e
3 — g
4 — h
6 — i
* — n
+ + — o
( — r
: — t
? — u
Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la solución
con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género son de fácil
solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la seguridad de que la
muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo me queda darle la
traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen
minutes northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left
eye of the death'shead a bee-line from the tree through the shot fifty feet out
—Pero—dije—el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido
cualquiera de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la
hostelería del obispo"?
—Reconozco—replicó Legrand—que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una
ojeada casual. Mi primer empeño fué separar lo escrito en las divisiones naturales que había intentado el
criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fué posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escritor habia consistido en agrupar sus palabras sin separación
alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco agudo, al
perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el curso de su
composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o un punto, se
excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora el manuscrito
le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la
consiguiente división:
A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —forty one degrees and thirteen minutes—northeast
and by north—main branch seventh limb eart side—shoot from the left eye of the death's-head—a bee line
from the tree through the shot fifty feet out.
—Aun con esa separación—dije—, sigo estando a oscuras.
—También yo lo estuve—replicó Legrand—por espacio de algunos días, durante los cuales realicé
diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de Hotel
del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería". No logrando ningún
informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de un modo más
sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener alguna
relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una
antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo cual fui
a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de
las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar de un sitio como Bessop's Castle (castillo de
Bassop), y que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta
aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen del paraje. El
castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su
altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo
que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una
yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho
pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima, le daba una
tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No dudé que fuese
aquello la "silla del diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el secreto entero del
enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo el mundo
rara vez emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía utilizarse un
catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un instante en pensar que
las frases "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte" debían indicar la dirección
en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a
casa, cogí un catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una posición
especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los
"cuarenta y un grados y trece minutos" podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte visible,
puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras "Nordeste cuarto de Norte".
Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo; luego, apuntando el cat alejo con tanta
exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba
abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que
sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no
pude distinguir al principio lo que era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que
era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues la frase
"rama principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse más que a la posición de la calavera sobre el
árbol, mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" no admitía tampoco más que
una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí que se trataba de dejar caer
una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo del punto más cercano al
tronco por ''la bala" (o por el punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a una distancia de
cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que
estuviese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso—dije—es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el
Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
—Pus habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el
momento de abandonar "la silla del diablo", el orificio circular desapareció, y de cualquier lado que me
volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este asunto es el hecho
(pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la abertura circular en
cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre la superficie
de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas
semanas, mi aire absort o, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté
muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol. Me costó mucho trabajo
encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la
aventura, creo que está usted tan enterado como yo.
—Supongo—dije—que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez de
Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en
relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la
"bala", el error habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo tiempo el punto más cercano al
árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea de dirección; claro está que el error,
aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a
una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo
de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo
la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez
de una bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y
decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el
insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca
de su peso me sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los
esqueletos encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto,
más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta
horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fué verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no
dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo
juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron
suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo
dirá?
El Escarabajo de Oro
I
¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.
(Todo al revés.)
Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster William Legrand. Era de una antigua familia de
hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado en la miseria.
Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus
antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos,
tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una
ensenada ap enas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por
patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran
allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas
miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las
fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese
punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza
del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una
altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante,
Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un
modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas
cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular
inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de
melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la
caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares
entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que
había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con
amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven
massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo
trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y
custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un
verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de
18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la
maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por
aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran
mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo
respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego
llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un
sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de
oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus
ataques—¿con qué otro término podría llamarse aquello?—de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo
desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía
totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la
especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le
había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a
casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a
usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer.
¡Es la cosa más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de
una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más
alargada, en la otra punta. Las antenas son...
—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro—interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un
escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo
la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que
exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color—y se volvió hacia mí—
bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que
el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una
idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un
momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo
encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al fuego, pues
tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte
gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova,
perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues
yo le había prestado mucha atención en mis visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y,
a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.
—Bueno—dije después de contemplarlo unos minutos—; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo
para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se
parece más que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las
dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma
entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que usted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto
mismo para hacerme una idea de su aspecto.
—En fin, no sé—dijo él, un poco irritado—: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he
tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea—dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo
incluso decir que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales
ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si se parece a
esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello. Presumo que va usted a
llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias naturales muchas
denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las anten as!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de
que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que
es muy suficiente.
—Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que
había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en
realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando
una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y
luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con
minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fué a sentarse sobre un arca de
barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole
vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué
prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor crecient e. Luego sacó de su bolsillo una
cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave.
Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía
mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un
sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la
noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué
más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más
cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita,
en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que
le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza
trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha
dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero
entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más
blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que
voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de
amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que
duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre
muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo
que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable
desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en
que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese
escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he vis to nunca un escarabajo tan
endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero en seguida le soltó, se
lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese
escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel
para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto
enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro?
Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de
sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo
decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable
con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para
castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo
mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto
de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de
Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de
la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía
yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi
amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo
del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un
dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y
esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del
escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida
por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente
hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la
cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva
impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas
nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor
sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que
decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría
de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una sonrisa triun fal—al reintegrarme mis posesiones
familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa
dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae
ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal,
dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los
naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas
negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y
brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo
censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand
fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del
insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del
Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas
precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted
fiebre y...
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y
después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro.
Si realment e me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para
ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un
fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto
infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se
propone usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de
vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios
mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como
las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino
Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más
bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de
celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las
únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas,
mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de
cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando
observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener
las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta
que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté,
aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le
acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a
todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla
del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la
que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos
instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión
anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a p onerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más
triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi
inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra
que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los
valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en
varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta
muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo,
se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles,
sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta
entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad
general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó
si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos
momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo examinó
con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa?—preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo
este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!—gritó el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué
debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e
inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la
necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa ?—dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente—. Siempre ha de
tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que
me preocupa a mí el escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las
circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol
II
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos
americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas
laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños
rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el
caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme
cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos
sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la
primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el
riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies
de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto,
hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz
lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas
que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta
donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se
disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí
seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería
preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran
desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—;
Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vamonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además,
acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida
como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría
bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas
caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin
soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final!—Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el
árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo
grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo
que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque
la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo
izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la
punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo
baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer
aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos
del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos
colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese
soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de
tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase
la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto,
y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más
próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos
dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el
camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro,
describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las
azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento
preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de
hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre
amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo
vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro
para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No
dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur
referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del
escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una
mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban
con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al
insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero
al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al
visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y
como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco
que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría
creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban
los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso tan
alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran
temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera
permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fué acallado el alboroto por Júpiter, quien,
lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus
tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no
aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la
farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente
con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y
ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por
el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su
cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor.
En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a
recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio
hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre
Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y
cayó de rodillas.
—¡Eres un bergante!—dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado
negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo?—rugió, aterrorizado,
Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la
desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas
y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su
amo y a mí, a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver—dijo éste— No está aún p erdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el
tulípero.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la
cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos,
sin la menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?—y Legrand tocaba
alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la
estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera
posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como
antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la
alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar
la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio
en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo
inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand
cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando
me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la
espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos
momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos
trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su
inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un
tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal
una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos
segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros,
mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o
dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o
cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una
extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho
aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de
hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa
excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su
perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización,
acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y
medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que
formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas
de hierro—seis en total—, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos
sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de transportar un
peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos,
trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante
nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de
joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente,
predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas
palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar
la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el
hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A
las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No
te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el
tesoro. Se hací a tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en
seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en
deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre
quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo del hoyo. Los
objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter
ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso.
Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque
después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese
habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las
dos; luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una
suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín,
con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos
por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por
encima de las copas de los árboles hacia el Este.
III
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió todo
reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos, como si
estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche siguiente
en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido amontonado allí, en
confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión de una fortuna que
superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos cincuenta mil dólares,
estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas de cotización de la época.
No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad:
monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no
habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas,
que nos fué imposible descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración
de las joyas presentó muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos,
en total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas
hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y
arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del
otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evit ar cualquier identificación. Además de todo
lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de
extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y
pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con
hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente
repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las
trescientas cincuenta libras avoirdupois, y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes
de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos y
desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la corrosión de la
tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos
aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos
de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso personal), nos encontramos con que
habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa excitación,
Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel extraordinario enigma,
entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo.
Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera.
Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé en las manchas
especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación tenía en realidad, cierta
ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas, pues estoy considerado
como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo
y de arrojarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel—dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise
dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como
recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo que usted había
examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una calavera en el sitio
mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí demasiado atónito para
pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque existiese cierta
semejanza en el contorno general.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen
minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que
como lo había hecho. Mi primera impresión fué entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza
efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí,
que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera aquella
que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño. Digo que la
singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual de
tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación—una ilación de causa y efecto—, y
siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel
estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me sobrecogió más aún que aquella
coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el
pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de
haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la
habría yo visto, por supuesto. Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel
mismo momento me pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi
entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última
noche una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda
reflexión ulterior para cuando pudiese estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más
metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi
poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla
aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me pico
con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el insecto, que
había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento
sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba medio
sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del
casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un naufragio debían de estar allí desde hacía
mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con la armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a
casa y encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese llevárselo al
fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba envuelto y que
había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión y prefirió asegurar
en seguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia natural.
En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papel
donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando
hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un modo
exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron con una fuerza especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión.
Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa, y no lejos
de aquel barco, un pergamino—no un papel—con una calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a
preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los
piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi
indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta mucho peor
que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en
algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del
pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma
original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum, para
apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
—Pero—le interrumpí—dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto.
¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta última, según su
propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién) en algún perí odo
posterior a su apunte del escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en resolver ese
extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo resultado. Razoné así,
por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino. Cuando terminé el dibujo,
se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien había
dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues,
realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.
En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud,
cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el
fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto a la mesa.
Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo de dejar el pergamino
en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus hombros. Con su
mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogido el pergamino con la derecha, entre sus
rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a
decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube
considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo
surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha
habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o
sobre vitela caract eres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se emplea
algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina
un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a
intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen
a una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos—los más próximos al borde del
pergamino—resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del calor había sido
imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del pergamino al calor
ardiente. Al princip io no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de la calavera; pero,
perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al sitio donde
estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de una cabra. Un examen más
atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé—. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares es
algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena; no querrá
encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe, no tienen nada que
ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd.
Consideré en seguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo
firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en la esquina diagonal
opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante
la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado documento, del texto de mi contexto.
—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el presentimiento de una
buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era más bien un deseo que una
verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de
oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y
coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había de fortuito en que esos
acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficiente frío para
necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que
apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión del
tesoro?
Pero continúe... Me consume la impaciencia.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores acerca de
tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde
hace tanto tiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a
mi juicio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese
escondido su botín durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores
hasta nosotros en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de
buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría
terminado allí. Parecíame que algún accidente—por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar
preciso—debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento
de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido
escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron
nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrient es
ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra
seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que aumentaba casi
hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la última indicación del
lugar donde se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces
que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con esmero el
pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola de cobre, con
la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos minutos estando ya la
cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fué inexpresable mi alegría al encontrarla
manchada, en varios sit ios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la
dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los
caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la cabra:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*—4)8¶8*;406
9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
—Pero—dije, devolviéndole la tira—sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda
esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso—dijo Legrand—que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer
examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente forman
una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía suponerle capaz de
construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una clase sencilla,
aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para la tosca inteligencia del marinero,
sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta
predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso que el
genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva con una
aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me
preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.
En el presente caso—y realmente en todos los casos de escritura secreta—la primera cuestión se refiere al
lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras más. sencillas,
dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En general, no hay otro
medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las lenguas que os
sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta
por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia
hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de
mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se
presentaba, presumí que el criptograma era inglés.
IIII
Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en
comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de las palabras cortas,
y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo),
habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera medida era averiguar
las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia. Las conté todas y formé la
siguiente tabla:
El signo 8 aparece 33 veces
— ; — 26 —
— 4 — 19 —
+
— y)
+
— 16 —
— * — 13 —
— 5 — 12 —
— 6 — 11 —
— +1 — 10 —
— 0 — 8 —
— 9 y 2 — 5 —
— : y 3 — 4 —
— ? — 3 —
— (signo pi) — 2 —
—— y — 1 vez
Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es la
siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que es raro
encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso general que
puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de ella muy
parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto
natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares—pues la e se
dobla con gran frecuencia en inglés—en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been agree,
etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma sea
breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por tanto,
debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si
descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the. Una
vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos 48 en
total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este último así
comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más
importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el
penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el, que viene
inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the,
conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan, dejando un
espacio para el desconocido:
t eeth
Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la primera t,
pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible formar una
palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee.
Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como la única que
puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras yuxtapuestas the tree (el
árbol).
Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos
como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:
the tree : 4 + ? 34 the,
o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:
tre tree thr + ? 3 h the.
Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:
the tree thr... h the,
y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos
da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.
Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos, encontraremos no lejos del
comienzo esta disposición:
83 (88, o agree,
que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra letra, la d, representada
por +.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,
; 46 (; 88
cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y leemos:
th . rtea.
Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letras
nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.
+++
53
+++
Traduciendo como antes, obtendremos
.good.
Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good (un bueno,
una buena).
Sería tiemp o ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para evitar
confusiones. Nos dará lo siguiente:
5 representa a
+ — d
8 — e
3 — g
4 — h
6 — i
* — n
+ + — o
( — r
: — t
? — u
Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la solución
con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género son de fácil
solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la seguridad de que la
muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo me queda darle la
traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen
minutes northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left
eye of the death'shead a bee-line from the tree through the shot fifty feet out
—Pero—dije—el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido
cualquiera de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la
hostelería del obispo"?
—Reconozco—replicó Legrand—que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una
ojeada casual. Mi primer empeño fué separar lo escrito en las divisiones naturales que había intentado el
criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fué posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escritor habia consistido en agrupar sus palabras sin separación
alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco agudo, al
perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el curso de su
composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o un punto, se
excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora el manuscrito
le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la
consiguiente división:
A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —forty one degrees and thirteen minutes—northeast
and by north—main branch seventh limb eart side—shoot from the left eye of the death's-head—a bee line
from the tree through the shot fifty feet out.
—Aun con esa separación—dije—, sigo estando a oscuras.
—También yo lo estuve—replicó Legrand—por espacio de algunos días, durante los cuales realicé
diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de Hotel
del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería". No logrando ningún
informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de un modo más
sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener alguna
relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una
antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo cual fui
a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de
las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar de un sitio como Bessop's Castle (castillo de
Bassop), y que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta
aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen del paraje. El
castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su
altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo
que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una
yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho
pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima, le daba una
tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No dudé que fuese
aquello la "silla del diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el secreto entero del
enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo el mundo
rara vez emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía utilizarse un
catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un instante en pensar que
las frases "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte" debían indicar la dirección
en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a
casa, cogí un catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una posición
especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los
"cuarenta y un grados y trece minutos" podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte visible,
puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras "Nordeste cuarto de Norte".
Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo; luego, apuntando el cat alejo con tanta
exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba
abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que
sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no
pude distinguir al principio lo que era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que
era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues la frase
"rama principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse más que a la posición de la calavera sobre el
árbol, mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" no admitía tampoco más que
una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí que se trataba de dejar caer
una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo del punto más cercano al
tronco por ''la bala" (o por el punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a una distancia de
cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que
estuviese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso—dije—es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el
Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
—Pus habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el
momento de abandonar "la silla del diablo", el orificio circular desapareció, y de cualquier lado que me
volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este asunto es el hecho
(pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la abertura circular en
cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre la superficie
de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas
semanas, mi aire absort o, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté
muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol. Me costó mucho trabajo
encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la
aventura, creo que está usted tan enterado como yo.
—Supongo—dije—que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez de
Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en
relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la
"bala", el error habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo tiempo el punto más cercano al
árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea de dirección; claro está que el error,
aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a
una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo
de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo
la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez
de una bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y
decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el
insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca
de su peso me sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los
esqueletos encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto,
más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta
horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fué verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no
dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo
juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron
suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo
dirá?
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