.

.

.

.

.

EL ARTE OSCURO

↑ Grab this Headline Animator

GOTICO

↑ Grab this Headline Animator

domingo, 16 de agosto de 2009

EL ULTIMO UNICORNIO


El último unicornio

Peter S. Beagle



A la memoria del doctor Olfert Dapper, que en 1673 vio a un unicornio salvaje en los bosques de Maine, y para Roben Nathan, que ha visto uno o dos en Los Ángeles.
1

La unicornio vivía en un bosque de lilas, completamente sola. Era muy vieja, aunque no lo supiera, y ya no tenía el negligente color de la espuma del mar, sino más bien el de la nieve que cae en las noches iluminadas por la luna. Pero sus ojos todavía eran límpidos e inquietos, y se movía como una sombra sobre el mar.
No se parecía en nada a un caballo astado, tal como suelen pintar a los unicornios. Era más pequeña, con las patas hendidas, y poseía esa gracia antigua y salvaje que los caballos nunca han tenido, que los ciervos intentan imitar tímidamente y que las cabras parodian en sus brincos burlones. El cuello, largo y esbelto, producía la impresión de que la cabeza era de menor tamaño, y la crin que le llegaba casi hasta la mitad del lomo era suave como la pelusa del diente de león, fina como los cirros. Tenía las orejas puntiagudas y las patas delgadas, con plumas de pelo blanco en los tobillos, y el cuerno que se alzaba entre sus ojos brillaba y se estremecía con su propia luz perlina aun en la más profunda de las noches. Con él había matado dragones, sanado la herida envenenada y sin cicatrizar de un rey y derribado castañas maduras para alimento de los oseznos.
Los unicornios son inmortales. Su naturaleza exige que vivan solos en un único lugar, por lo general un bosque donde haya un estanque de agua lo bastante clara como para mirarse en ella; pues son un poco vanidosos y saben perfectamente que son los seres más bellos del mundo..., y mágicos, además. Se aparean con escasa frecuencia, y no hay lugar más encantado que aquel en el que ha nacido un unicornio. La última vez que ella había visto a otro unicornio, las doncellas que aún venían en su busca de vez en cuando le habían llamado en una lengua diferente; pero entonces no tenía idea de meses, años o siglos, ni siquiera de estaciones. Siempre era primavera en su bosque, dado que ella vivía allí, y se pasaba el día vagabundeando entre las grandes hayas, velando por los animales que vivían en el suelo y bajo los matorrales, en nidos y en cuevas, en madrigueras y en las copas de los árboles. Generación tras generación, lobos y conejos por igual cazaban, amaban, criaban y morían. Y como ella no hacía ninguna de estas cosas, jamás se cansaba de observarlos.
Sucedió un día que dos hombres armados con grandes arcos penetraron en su bosque. Eran cazadores de ciervos. La unicornio les siguió, moviéndose con tal cautela que ni los caballos olfatearon su presencia. La visión de los hombres le avivó una vieja, lenta y extraña sensación en la que ternura y terror se mezclaban. Procuró que no la vieran, pero le gustaba verles cabalgar y escuchar su conversación.
—Hay algo que no me gusta en este bosque —gruñó el más viejo de los dos cazadores—. Los animales que viven en tierra de unicornios aprenden algo de magia con el tiempo, sobre todo en lo que se refiere a desaparecer. No encontraremos buena caza aquí.
—Los unicornios se marcharon hace mucho tiempo —dijo el segundo—, suponiendo que existieran alguna vez. Este es un bosque como otro cualquiera.
—Entonces, ¿por qué aquí no se marchitan nunca las hojas, ni nieva? Yo te lo diré: sólo queda un unicornio en el mundo, viejo y solitario, y al que le deseo mucha suerte, y mientras viva en este bosque no habrá cazador que se lleve a casa ni un triste pajarillo. Anda, sigue, ya lo verás. Conozco las costumbres de los unicornios.
—Por los libros —replicó el otro—. Sólo por los libros, los cuentos y las canciones. Nadie ha visto un unicornio en los últimos tres reinados, ya sea en este país o en cualquier otro. No sabes de unicornios más que yo, que he leído los mismos libros y escuchado las mismas historias, sin haber visto jamás ni uno.
El primer cazador se mantuvo callado un rato, mientras el otro silbaba para sí mismo, malhumorado. Al cabo, dijo el primero:
—Mi bisabuela vio una vez a un unicornio. Solía hablarme de ello cuando era pequeño.
—¿De veras? ¿Y lo capturó con una brida de plata?
—No. No tenía ninguna. No es necesaria una brida de plata para atrapar a un unicornio; eso forma parte de la leyenda. Sólo necesitas ser puro de corazón.
—Ya, ya. —Se mofó el más joven—. ¿Montó en el unicornio después? ¿A pelo, bajo los árboles, como una ninfa en los albores del mundo?
—A mi bisabuela la atemorizaban los animales grandes —dijo el primer cazador—. No lo montó, sino que se sentó con mucha serenidad y el unicornio apoyó la cabeza en su regazo y se quedó dormido. Mi bisabuela no se movió hasta que despertó.
—¿A qué se parecía? Plinio describe a los unicornios como animales muy feroces, similares en el resto de su cuerpo al caballo, pero con cabeza de ciervo, pies de elefante y cola de oso, voz profunda y ronca, con un solo cuerno negro de dos codos de largo. Y los chinos...
—Mi bisabuela únicamente dijo que el unicornio olía muy bien. Nunca pudo soportar el olor de las bestias, ni siquiera de los gatos o las vacas; mucho menos de un animal salvaje. Sin embargo, le gustó el olor del unicornio. Hablando de ello una vez se puso a llorar. Claro que ya era muy vieja entonces, y lloraba por algo que le recordaba su juventud.
—Demos media vuelta y vayamos a cazar a otra parte —dijo bruscamente el segundo cazador.
La unicornio se introdujo en la espesura sin hacer ruido mientras hacían girar a los caballos, y sólo volvió a seguirles cuando estuvieron delante. Los hombres cabalgaron en silencio hasta que se aproximaron a la orilla del bosque. Entonces el segundo cazador preguntó en voz baja:
—¿Por qué piensas que se marcharon? Si alguna vez hubo tales cosas...
—¿Quién sabe? Los tiempos cambian. ¿Dirías que ésta es una buena época para los unicornios?
—No, pero me pregunto si ha existido alguien antes de nosotros que se planteara esta cuestión. Y ahora que lo pienso, me parece haber oído historias sobre el particular..., pero estaba borracho o distraído. Bien, no importa. Todavía hay luz suficiente para cazar, si nos damos prisa. ¡Vamos!
Al salir del bosque pusieron los caballos al galope y se alejaron rápidamente. Pero antes de perderse de vista, el primer cazador miró por encima del hombro y gritó, como si pudiera ver a la unicornio oculta en las sombras:
—Quédate donde estás, pobre bestia. Tú no eres de este mundo. Quédate en tu bosque, cuida de tus árboles y de tus amigos. No prestes atención a las jovencitas, todas acaban siendo necias ancianas. Y buena suerte.
La unicornio permaneció inmóvil en el límite del bosque y dijo en voz alta:
—Soy el único unicornio que existe.
Eran las primeras palabras que pronunciaba, incluso para sí, en más de cien años.
No puede ser, pensó. Nunca le había importado estar sola, sin ver a otros unicornios, pues siempre supo que otros como ella estaban diseminados por el mundo, y esto le basta a un unicornio para sentirse acompañado.
—Pero si todos los demás se hubieran ido yo lo sabría. De hecho, yo me habría ido también. Nada puede sucederles a ellos que no me suceda a mí.
El sonido de su voz la atemorizó y la impulsó a huir. Atravesó como un rayo los oscuros senderos de su bosque, en que los claros de un verde intensísimo se alternaban con otros tamizados por las sombras, consciente de cuanto la rodeaba, desde la maleza que arañaba sus tobillos a los veloces centelleos azules y plateados que producía el viento al agitar las hojas.
—Oh, nunca podría dejar esto, nunca, ni aunque fuera el único unicornio del mundo. Sé cómo vivir aquí, conozco todos los olores, todos los sabores, absolutamente todo. ¿Qué podría buscar en el mundo, sino esto de nuevo?
Pero cuando por fin cesó de correr y se quedó quieta, escuchando a los cuervos y el alboroto de las ardillas en lo alto, reflexionó:
—¿Podría ser que estuvieran en algún lugar muy lejano, cabalgando juntos? ¿Y si están ocultos, esperándome?
Desde ese primer instante de duda no hubo paz para ella; la idea de abandonar su bosque la inquietaba hasta el punto de no sentirse a gusto en ninguna parte. Los unicornios no están hechos para elegir. Decía que no, decía que sí, y que no otra vez, día y noche, y por primera vez percibió el paso de los minutos, arrastrándose sobre su piel como gusanos.
—No me iré. El que los hombres no hayan visto unicornios en mucho tiempo no significa que se hayan extinguido. No me iría ni aunque fuera cierto. Yo vivo aquí.
Pero, al fin, despertó en medio de una cálida noche y dijo:
—Sí, pero ahora.
Corrió a través de su bosque, tratando de no ver nada, de no oler nada, de no sentir la tierra que pisaban sus patas hendidas. Los animales que merodean en la oscuridad, búhos, zorros y venados, alzaron la cabeza a su paso, pero ella no los miró. Debo darme prisa, pensaba, y regresar lo antes posible. Tal vez no tendré que ir muy lejos. Pero, tanto si los encuentro como si no, volveré muy pronto, lo más pronto posible.

El camino que se iniciaba en la linde del bosque brillaba como agua bajo la luna, pero al entrar en él, lejos de los árboles, notó su dureza y su extensión. Estuvo tentada de volver, pero, en cambio, aspiró una profunda bocanada del aire de los bosques y lo retuvo en su boca como una flor todo el rato que pudo.
El camino era largo, conducía a ninguna parte y no tenía fin. Serpenteaba a través de aldeas y pueblos, llanuras y montañas, eriales pedregosos y praderas inmaculadas, pero a ninguno pertenecía y no se concedía reposo. Arrastró a la unicornio consigo, tirando de sus patas como la marea, agotando sus fuerzas, sin concederle tiempo para escuchar el viento como antes. El polvo cegaba sus ojos, y su crin colgaba sucia y enredada.
El tiempo siempre había pasado de largo en su bosque, pero ahora era ella quien viajaba a través del tiempo. El color de los árboles cambiaba, el pelaje de los animales se hacía más espeso y desaparecía de nuevo. Las nubes se deslizaban perezosamente o ganaban velocidad, según la potencia del viento; el sol las pintaba de púrpura y oro, y palidecían al arribar la tormenta. Buscaba a sus iguales allá donde iba, pero no halló rastro de ellos, y no había palabra para describirlos en ninguna de las lenguas que oyó a lo largo de la ruta.
Una mañana, temprano, cuando estaba a punto de apartarse del camino para dormir, vio a un hombre trabajando en su jardín. Aunque sabía que era preferible ocultarse, permaneció inmóvil y le observó afanarse, hasta que él se irguió y la vio. Era gordo, y sus mejillas temblaban a cada paso que daba.
— ¡Oh! — exclamó—. Vaya, qué cosa tan bonita.
Cuando se quitó el cinturón, hizo un lazo y se aproximó cautelosamente, la unicornio se sintió más complacida que asustada. El hombre sabía qué era ella y lo que él era capaz de hacer: plantar nabos y perseguir algo maravilloso que podía correr más rápido que cualquiera. Ella evitó su primera embestida tan velozmente como si el aire desplazado la hubiera empujado lejos de su alcance.
—En mis tiempos, trataban de cazarme con campanas y estandartes —le dijo — . Los hombres sabían que la única forma de atraparme era hacer la cacería tan fascinante que me acercara para verla. Y aun así, nunca me capturaron.
—Lo que pasa es que he resbalado —dijo el hombre—. Ahora no te muevas, preciosidad.
—Lo que nunca he comprendido —reflexionó en voz alta la unicornio mientras el hombre recobraba el aliento— es qué pensáis hacer conmigo después de cogerme. —El hombre cargó de nuevo y ella se escabulló ágilmente—. No creo que os conozcáis bien a vosotros mismos.
—Ah, quieta, quieta, tranquila. —El rostro sudoroso del hombre estaba cubierto de suciedad, y no conseguía recobrar el aliento—. Bonita —jadeó—, yegua bonita...
—¿Yegua? —La unicornio repitió la palabra con una voz tan estridente que el hombre cesó de perseguirla y se tapó las orejas con las manos—. ¿Yo, una yegua? —preguntó—. ¿Eso es lo que crees que soy? ¿Eso es lo que ves?
—Una buena yegua —farfulló el hombre. Se apoyó en la cerca y se limpió la cara—. Después de una buena somanta y un buen cepillado serás la más hermosa de las yeguas. — Enarboló el cinturón de nuevo—. Te llevaré a la feria —dijo—. ¡Arre, caballo!
—Un caballo —dijo la unicornio—. Eso es lo que todos intentabais capturar: una yegua blanca de fuertes crines.
Cuando el hombre se aproximó, pasó el cuerno a través del lazo del cinturón, le dio una fuerte sacudida y lo arrojó al otro lado de la carretera, al interior de un macizo de margaritas.
—Así que un caballo —resopló—. ¡Es increíble! Por un momento los grandes ojos de la unicornio estuvieron muy cerca de los pequeños, cansados y asombrados del hombre. Entonces se apartó y huyó hacia la carretera, corriendo con tal ligereza que quienes la vieron pasar exclamaron:
— ¡Mira ese caballo! ¡Ése sí que es un buen caballo!
Un anciano comentó en voz baja a su mujer:
—Es un caballo de Ayrab. Una vez viajé en barco con un caballo de Ayrab.
Desde aquel día la unicornio evitó las ciudades, incluso de noche, aunque no hubiera senda que las rodeara. Aun así, hubo quien intentó darle caza, pero siempre pensando que era una yegua blanca vagabunda. Por desgracia, no hacían gala de aquellas maneras elegantes y respetuosas adecuadas a la caza de unicornios. Venían provistos de cuerdas, redes y cebos de azúcar, silbaban y la llamaban Bess o Nellie. A veces, se retrasaba lo suficiente para que los caballos percibieran su olor, y los veía retroceder, girar locamente y salir huyendo con sus aterrorizados jinetes. Los caballos siempre la reconocían.
—¿Qué es lo que sucede? —se preguntaba—. Podría comprender que los hombres hubieran olvidado a los unicornios, o que los odiaran de tal forma que trataran de matarlos nada más verlos. Pero lo cierto es que no ven a ninguno, y cuando lo ven no lo reconocen... ¿Cómo se ven entre sí? ¿Cómo ven los árboles, las casas, los caballos de verdad y a sus propios hijos?
Otras veces pensaba:
—Si los hombres ya no reconocen lo que miran, es muy posible que todavía existan unicornios en el mundo, ignorados y felices.
Pero sabía, más allá de toda esperanza y vanidad, que los hombres habían cambiado, y el mundo con ellos, porque los unicornios ya no existían. Aun así, continuó su camino, a pesar de que cada día deseaba un poco más no haber abandonado su bosque.
Cierto atardecer, una mariposa se desprendió de la brisa y fue a posarse en el extremo de su cuerno. Estaba recubierta de un vello aterciopelado, oscuro y polvoriento, con las alas tachonadas de oro y el cuerpo tan fino como el pétalo de una flor. Bailó alrededor de su cuerno y la saludó con las antenas rizadas.
—Soy un jugador errante. ¿Cómo estás? [1]
La unicornio rió por primera vez desde que iniciara el viaje.
—Mariposa, ¿qué estás haciendo en un día tan ventoso? —le preguntó—. Cogerás un resfriado y te morirás mucho antes de tu día.
—La muerte toma lo que el hombre guarda —dijo la mariposa— y desprecia lo que el hombre malgasta. Sopla, viento, y agrieta tus mejillas. Me caliento las manos ante el fuego de la vida y encuentro alivio de cuatro maneras distintas.
Brilló como una mota de crepúsculo en su cuerno.
—¿Sabes lo que soy, mariposa? —preguntó la unicornio, esperanzadamente.
—Lo sé perfectamente, eres un vendedor de pescado. Eres todo lo que deseo, eres el sol que me alumbra, eres viejo, gris y somnoliento, eres mi tísica y avinagrada Mary Jane. —Hizo una pausa, agitando las alas en el viento, y añadió con toda naturalidad— : Tu nombre es una campana de oro que pende en mi corazón. Me rompería en pedazos si te llamara una sola vez por tu nombre.
—Entonces, di mi nombre, —suplicó la unicornio—. Si sabes mi nombre, dímelo.
—Rumpelstiltskin —respondió alegremente la mariposa—. ¡Te pillé! Te has quedado sin medalla. —Bailó y centelleó sobre su cuerno, cantando—. Ven a casa, Bill Bailey, ven a casa, de donde te echaron una vez. No cejes, Winsocki, ve en pos de una estrella fugaz. El cuerpo yace en reposo, pero la sangre es vagabunda, de modo que seré llamado matademonios en toda la región.
Sus ojos lanzaban destellos escarlata sobre la superficie del cuerno.
La unicornio suspiró y siguió caminando, divertida y disgustada al mismo tiempo. Te está bien empleado, murmuró para sí misma. Es absurdo esperar que una mariposa sepa tu nombre. Todo lo que saben son canciones y poesías, y cualquier cosa que oigan. Tienen buenas intenciones, pero no perseveran. ¿Y por qué deberían hacerlo? Su vida es demasiado corta.
La mariposa se pavoneó ante sus ojos, cantando:
—Un, dos, tres, al hoyo —siguió dando vueltas, mientras salmodiaba—. No, yo no, consuelo de la inmundicia, bajaré los ojos hacia esa senda solitaria. Pues, oh, malditos minutos, repite aquel que adora, aún dudando. Apresúrate, Alegría, y trae contigo un puñado de fantasías de las que soy dueño, que serán puestas a la venta sólo por tres días, a precio de rebaja. Te quiero, te quiero, oh, el horror, el horror, y levántate, bruja, levántate, ciertamente has elegido un mal sitio para lastimarte el pie, sauce, sauce, sauce.
Su voz tintineó en la cabeza de la unicornio, como monedas al caer.
Viajó con ella hasta declinar el día, pero cuando el sol se ocultó y el cielo se tino de rosa, voló de su cuerno y revoloteó ante la unicornio.
—Debo tomar el tren A —dijo educadamente.
En contraste con las nubes, sus alas se veían ribeteadas de delicadas venas negras.
—Hasta la vista —dijo la unicornio—. Espero que oigas muchas más canciones. — Consideró que era la manera más adecuada para despedirse de una mariposa. Pero, en lugar de marcharse, revoloteó sobre su cabeza, parecía menos atrevida y un poco nerviosa a la triste luz del anochecer—. Márchate —le urgió—. Hace mucho frío para ti.
Pero la mariposa seguía perdiendo el tiempo, canturreando para sí misma.
— Cabalgan ese caballo que llamas Macedonio —tarareó distraídamente, para luego añadir con toda nitidez—: Unicornio. En francés antiguo, unicorne. En latín, unicornis. Literalmente, con un solo cuerno; unus, uno, y cornu, un cuerno. Oh, soy un cocinero y un capitán audaz y el primer oficial de la brigada Nancy. ¿Alguien ha visto a Kelly?
Se contoneó gozosamente en el aire ante el asombro de las primeras luciérnagas, que la contemplaron admiradas y algo escépticas.
La unicornio estaba tan estupefacta y feliz de haber oído su nombre por primera vez, que no tomó en cuenta el comentario acerca del caballo.
— ¡Oh, me conoces de verdad! —gritó, y expiró el aliento con tanta fuerza que la mariposa fue a parar veinte pasos más allá. Cuando volvió, no sin ciertas dificultades, le rogó—: Mariposa, si realmente sabes quien soy, dime si viste alguna vez alguien como yo, dime adonde debo ir para encontrarle. ¿Adonde se fueron los míos?
—Mariposa, mariposa, ¿dónde he de esconderme? —cantó, mientras la luz se desvanecía rápidamente—. El dulce y amargo loco aparecerá de un momento a otro. Cristo, ojalá estuviera mi amor entre mis brazos y yo en la cama de nuevo.
Se posó en el cuerno de la unicornio, que la sintió temblar.
—Por favor —dijo la unicornio—, sólo quiero saber si hay otros unicornios en el mundo. Mariposa, dime que todavía queda alguno y te creeré. Volveré a mi bosque. Hace mucho que me fui y prometí que no tardaría en regresar.
—Sobre las montañas de la Luna —empezó a decir la mariposa—, por el Valle de las Sombras cabalga, cabalga temerariamente. —Entonces se detuvo y dijo con voz extraña—: No, no, escúchame, no me escuches, escúchame. Encontrarás a tu gente si eres valiente. Hace mucho tiempo que rebasaron todos los caminos. El Toro Rojo los siguió de cerca y borró sus huellas. No desmayes ante nada, pero no te descuides.
Sus alas rozaron la piel de la unicornio.
—¿El Toro Rojo? —preguntó—. ¿Qué es el Toro Rojo?
La mariposa empezó a cantar.
—Sígueme abajo. Sígueme abajo. Sígueme abajo. Sígueme abajo. —Pero entonces sacudió la cabeza con energía y recitó—: Este toro posee majestad sin igual y sus cuernos son los cuernos de un buey salvaje, y con ellos empujará a todos los pueblos hacia los confines del mundo. Escucha, escucha con atención.
—Ya te escucho —exclamó la unicornio—. ¿Dónde está mi pueblo y qué es el Toro Rojo?
Pero la mariposa planeó cerca de su oreja y rió. —Tengo pesadillas en las que me arrastro sobre la tierra —cantó—. Los cachorros, Tray, Blanche, Sue, me ladran, las serpientes me silban, los mendigos están llegando a la ciudad. Y al final llegan las almejas.
Aún bailó un poco más en el crepúsculo. Luego se adentró tiritando en las sombras violáceas del borde del camino, cantando de modo provocativo. — ¡O tú o yo, mariposa! Mano a mano a mano a mano a mano...
Lo último que la unicornio vio de ella fue un tenue aleteo entre los árboles, pero sus ojos debían de haberla engañado porque, la noche se había llenado de alas.
Al menos me reconoció, pensó con tristeza. Eso significa algo. Pero en seguida se respondió: no, no significa nada en absoluto, excepto que alguien compuso una vez una canción o un poema sobre unicornios. Pero el Toro Rojo... ¿Qué habrá querido decir? Tal vez sea otra canción.
Siguió caminando a paso lento y la noche se cerró a su alrededor. El cielo parecía estar muy bajo, de un color negro intenso, salvo por una mancha de plata allí donde la luna se asomaba a través de las delgadas nubes. La unicornio cantó suavemente una canción, que había oído mucho tiempo atrás, de labios de una joven:

Gorriones y gatos vivirán en mi zapato
antes de que tú y yo juntos lo hagamos.
El pez caminará fuera del agua
antes de que tú regreses a casa.

No comprendió la letra, pero la canción hizo que sintiera nostalgia de su hogar. Tenía la impresión de haber oído al otoño, que sacudía las hayas en el preciso momento que empezó a caminar.
Por fin, se acostó sobre la fría hierba y durmió. Los unicornios constituyen la especie más cautelosa de los animales salvajes, pero duermen profundamente cuando lo hacen. Por ello, de no haber estado soñando en su casa, probablemente habría despertado nada más oír el sonido de ruedas y cascabeles acercándose al amparo de la noche, por más que las ruedas estuvieran cubiertas con trapos y las campanillas forradas de lana. Pero se encontraba muy lejos, en un lugar donde las campanillas no podían oírse y no despertó.
Había nueve carretas, todas negras, cada una de ellas tirada por un flaco caballo negro, todas con los flancos erizados de rejas, que parecían dientes cuando el viento agitaba las colgaduras negras. Conducía la primera carreta una anciana rechoncha. A cada lado del vehículo unas grandes letras anunciaban: EL CARNAVAL DE LA MEDIANOCHE DE MAMÁ FORTUNA. Y más abajo, en letras más pequeñas: Criaturas de la noche devueltas a la luz.
Cuando la primera carreta pasó por donde dormía la unicornio, la anciana tiró súbitamente de las riendas y detuvo la marcha. Lo mismo hizo el resto de la caravana, mientras la mujer saltaba a tierra con muy poca gracia. Se acercó a la unicornio, la observó detenidamente durante largo rato y luego dijo:
—Bien, bien, bendita sea mi corazonada. Creo que acabo de ver al último de ellos.
Su voz dejó en el aire un aroma a miel y pólvora.
Sonrió y dejó al descubierto sus dientes carcomidos.
—Si lo supiera..., pero no creo que se lo diga.
Miró hacia las negras carretas y chasqueó los dedos dos veces. Los conductores de la segunda y la tercera descendieron y se aproximaron. Uno era bajo, moreno y robusto, como la mujer; el otro, alto, delgado y con aspecto de estar completamente confuso. Se cubría con una raída capa negra y tenía los ojos verdes.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó la anciana al más bajo—. Rukh, ¿qué es lo que ves ahí, dormido?
—Un caballo muerto... No, no está muerto. —Emitió una risita sofocada, como el sonido de una cerilla al ser rascada—. Dáselo a la mantícora, o al dragón.
—Estás loco —dijo Mamá Fortuna. Luego preguntó al otro—: ¿Qué opinas tú, mago, profeta, taumaturgo? ¿Qué es lo que ves con tu mirada de brujo?
La mujer y el hombre llamado Rukh lanzaron grandes carcajadas, que se interrumpieron cuando ella vio al hombre alto examinando todavía a la unicornio con suma atención.
— ¡Contéstame, payaso! —rugió la anciana, pero el otro no volvió la cabeza.
Ella le obligó a hacerlo de un fuerte manotazo en la barbilla. El hombre inclinó los ojos ante la feroz mirada biliosa.
—Un caballo —murmuró—. Un potro blanco.
—Tú también eres un imbécil, mago —respondió la anciana después de guardar silencio un rato—, pero un imbécil peor que Rukh. Él sólo miente por avaricia, pero tú lo haces por miedo. ¿O acaso es por bondad?
El hombre no dijo nada y Mamá Fortuna rió entre dientes.
—De acuerdo; es un potro blanco. Lo quiero para el Carnaval. La novena jaula está vacía.
—Necesitaré una soga —indicó Rukh.
Antes de que pudiera dar un paso, la mujer lo detuvo.
—La única cuerda que puede sujetarlo es aquella con la que los antiguos dioses inmovilizaron al lobo Fenris. Estaba hecho de aliento de peces, baba de pájaro, barba de mujer, maullido de gato, nervios de oso y algo más. Ya me acuerdo..., raíz de montaña. Al no tener a mano ninguno de estos elementos, ni duendes para conseguirlos, haremos lo que podamos con barrotes de acero. Le sumiré en un profundo sueño, así.
Las manos de Mamá Fortuna dibujaron jeroglíficos en el aire de la noche, mientras susurraba desagradables palabras. Una vez terminado el conjuro, un aroma similar al del rayo se propagó alrededor de la unicornio.
—Ahora, encerradlo —dijo a los dos hombres—. Dormirá hasta el amanecer, por más estrépito que arméis, a menos que, con vuestra estupidez habitual, lo toquéis con las manos. Desmontad la novena jaula y volvedla a montar a su alrededor, pero cuidado..., la mano que roce apenas su crin instantáneamente en pezuña de burro se convertirá. —Miró burlonamente al hombre alto—. Así que aún te costaría más de hacer tus truquitos de lo que ahora te cuesta, mago. Ve a trabajar. Pronto será de día.
Cuando estuvo lejos del alcance de sus oídos, confundida con la sombra que proyectaba la carreta, el hombre llamado Rukh escupió y dijo:
—Me pregunto qué le preocupa a esa vieja foca. ¿Qué importa si tocamos al animal con la mano?
—El simple roce de una mano humana le despertaría del sueño más profundo que el mismísimo diablo le hubiera impuesto. Y Mamá Fortuna no es el diablo —respondió el mago, con voz apenas audible.
—Eso es lo que a ella le gustaría que pensáramos —rezongó el hombre moreno—. ¡Pezuñas de burro...!
Sin embargo, hundió las manos en los bolsillos.
—¿Por qué se rompería el conjuro? No es más que una vieja yegua blanca.
Pero el mago ya se alejaba en dirección a la última carreta negra.
—Date prisa — le apremió—. Falta poco para el amanecer.
Emplearon el resto de la noche en desmontar los elementos de la novena jaula (barrotes, techo y piso) y disponerlos de nuevo alrededor de la dormida unicornio. Rukh estaba forcejeando con la puerta para comprobar que cerraba bien, cuando los árboles grisáceos empezaron a vislumbrarse hacia el este y la unicornio abrió los ojos. Los dos hombres se ocultaron con rapidez, pero el mago miró hacia atrás, justo a tiempo para ver a la unicornio ponerse en pie y contemplar fijamente los barrotes de hierro, balanceando la cabeza, como un viejo caballo blanco.
2

Los nueve carros negros del Carnaval de la Medianoche parecían más pequeños a la luz del día, endebles y frágiles como hojas marchitas, en modo alguno amenazadores. Habían quitado las colgaduras y los adornaron con tristes estandartes negros, hechos con pedazos de sábanas, y groseras cintas negras que la brisa sacudía. Habían acampado formando un extraño cerco: un pentáculo de jaulas que, a su vez, rodeaba un triángulo en cuyo centro destacaba el carromato de Mamá Fortuna. Era el único vehículo cubierto con un velo negro, que ocultaba su contenido. No se veía a Mamá Fortuna por ninguna parte.
El hombre llamado Rukh conducía a un disperso grupo de campesinos de una jaula a otra, haciendo comentarios siniestros acerca de las bestias encerradas.
—Aquí tenemos la mantícora. Cabeza de hombre, cuerpo de león, cola de escorpión. Capturada a medianoche, cuando devoraba hombres lobo para refrescar su aliento. Criaturas de la noche devueltas a la luz. Aquí está el dragón. Arroja fuego de vez en cuando..., por lo general sobre la gente que lo molesta, jovencito. Por dentro es un infierno, pero su piel está tan fría que quema. El dragón habla diecisiete lenguas malamente y padece de gota. El sátiro. Señoras, manténganse alejadas. Un auténtico provocador. Capturado en curiosas circunstancias, que sólo revelaré a los caballeros, por un modesto estipendio, al finalizar el espectáculo. Criaturas de la noche.
De pie junto a la jaula de la unicornio, una de las que formaban el triángulo, el mago contemplaba la procesión que recorría el pentáculo.
—No debería estar aquí —dijo a la unicornio—. La vieja me advirtió de que me mantuviera alejado de ti. —Sonrió complacido— . Se ha burlado de mí desde el día en que me uní a su grupo, pero siempre la pongo nerviosa.
La unicornio apenas le oía. Daba vueltas y vueltas en torno a su celda, procurando que los barrotes no rozaran siquiera su cuerpo. A ninguna criatura de la noche le gusta el frío metal, y mientras la unicornio tuvo que soportarlo, el mortal aroma que desprendía parecía convertir sus huesos en arena y su sangre en lluvia. Los barrotes de su jaula debían de haber sido sometidos a un conjuro, pues no cesaban de susurrar perversamente entre ellos con afiladas y tortuosas voces. El pesado candado reía histéricamente y gimoteaba como un mono enloquecido.
—Dime lo que ves —dijo el mago, tal como Mamá Fortuna le había indicado—. Piensa en las leyendas de tu pueblo y dime lo que ves.
La voz metálica de Rukh se abrió paso a través de la pálida mañana.
—El perro guardián del infierno. Tres cabezas y recubierto de víboras, como podéis comprobar. Visto por última vez sobre la faz de la Tierra en tiempos de Hércules, quien lo sacó a rastras con un solo brazo. Pero lo atrajimos a la luz de nuevo con la promesa de una vida mejor. Cerbero, Contemplad esos engañosos ojos rojizos. Podréis mirarlos otra vez algún día. Por aquí, la Serpiente de la Tierra Media. Por aquí.
La unicornio miró entre los barrotes al animal que había en la jaula. Abrió los ojos con incredulidad.
—Es un perro —susurró—, un infeliz y hambriento perro con una sola cabeza, que está en los huesos, pobrecillo. ¿Quién lo podría tomar por Cerbero? ¿Están ciegos?
—Mira otra vez —dijo el mago.
—Y el sátiro — continuó la unicornio—. El sátiro es un mono viejo con un pie deforme. El dragón es un cocodrilo, y el aliento le huele a pescado más que a fuego. Y la gran mantícora es un león, desde luego en perfectas condiciones, pero no más monstruoso que los otros. No entiendo nada.
—Contiene al mundo entero en sus anillos —repetía en tono monótono Rukh.
Y entonces el mago insistió:
—Mira otra vez.
Como si sus ojos se hubieran habituado a la oscuridad, la unicornio empezó a percibir una segunda figura en cada jaula. Alzaban su enorme masa sobre los cautivos del Carnaval de la Medianoche, pero también estaban unidos a ellos: sueños tenebrosos surgidos de un grano de verdad. De modo que ahí había una mantícora —ojos hambrientos, boca babeante, emitiendo rugidos, su cola mortífera arqueada sobre el lomo hasta que el aguijón envenenado colgaba justo sobre su oído— y también un león, minúsculo y absurdo en comparación. La unicornio pateó el suelo, estupefacta.
Sucedía lo mismo en las otras jaulas. El dragón camuflado abrió sus fauces y vomitó un torrente de fuego inofensivo que hizo encogerse y jadear a los mirones, mientras el perro guardián del Infierno maldecía tres veces a quienes le traicionaron y el sátiro cojeaba impúdicamente hasta los barrotes, haciendo señas a las muchachas para que se acercaran a gozar de placeres imposibles, a la vista de todo el mundo.
En cuanto al cocodrilo, el mono y el triste perro, eran rápidamente borrados por los maravillosos fantasmas hasta quedar reducidos a sombras, incluso a los ojos incrédulos de la unicornio.
—Es una extraña brujería —dijo en un susurro—. Hay más apariencia que magia en todo esto.
El mago rió complacido y aliviado.
— Bien dicho, de veras. Sabía que la vieja momia no te deslumbraría con sus trucos insignificantes. —El tono de su voz se hizo más duro, con cierto aire de secreto—. Ha cometido su tercer error, o sea, dos más de lo conveniente para una vieja y cansada embustera como ella. La hora se acerca.
— La hora se acerca —dijo Rukh al grupo, como si hubiera escuchado las palabras del mago—. Ragnarok. En ese día, el de la caída de los dioses, la Serpiente de la Tierra Media desencadenará una tormenta de veneno sobre el mismísimo Thor, hasta que se derrumbe como un pez emponzoñado. Y así espera el Día del Juicio Final, soñando con el papel que le corresponderá. Quizá sea como digo, aunque lo ignoro. Criaturas de la noche devueltas a la luz.
La serpiente llenaba la jaula. No había cabeza ni cola; tan sólo un oleaje de espesas tinieblas que se derramaba de un extremo a otro de la jaula, sin dejar más espacio que el que ocupaba su poderosa respiración. Solamente la unicornio vio una triste boa enrollada en una esquina de la jaula, meditando, tal vez, en su propio Día del Juicio en el Carnaval de la Medianoche. Pero era minúscula y débil, como el fantasma de un gusano, comparada con la Serpiente.
Un papanatas asombrado levantó la mano y preguntó a Rukh:
—Si esta gran serpiente rodea al mundo entre sus anillos, según dices, ¿cómo conseguisteis meterla en el carro? Y si puede secar el mar con sólo estirarse por completo, ¿cómo podéis impedir que no se marche, arrastrando vuestro espectáculo como un collar?
Hubo murmullos de asentimiento y algunos de los presentes empezaron a desfilar con cautela.
—Me alegro de que lo preguntes, amigo —dijo Rukh, frunciendo el ceño—. Sucede que la Serpiente de la Tierra Media existe en un espacio diferente al nuestro, en otra dimensión. Normalmente, sin embargo, es invisible, pero arrastrada a nuestro mundo, como Thor hizo en una ocasión, se muestra diáfana como el rayo, que también nos visita desde otros lugares en los que tendrá una apariencia por completo diferente. Y, por supuesto, se podría enojar hasta extremos muy desagradables en caso de saber que un pedazo de su perezoso estómago se exhibe a diario, domingos incluidos, en el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna. Pero no lo sabe. Tiene otras cosas más importantes en las que pensar, para preocuparse de lo que le sucede a su ombligo, así que nos arriesgamos, como todos vosotros, confiando en que siga estando tranquila.
Pronunció la última palabra con especial énfasis, alargándola y saboreándola como un pastel, provocando tímidas risas en sus oyentes.
—Conjuros de apariencia —dijo la unicornio—. Ella no puede hacer nada.
—Ni cambiarlas —añadió el mago—. Sabe disimular sus torpes habilidades, pero incluso eso le sería imposible de no ser por el ansia de aquellos a quienes estafa de creer en fantasías. No puede convertir la nata en mantequilla, pero sí darle a un león la apariencia de una mantícora para los ojos de los que quieren ver una mantícora; ojos que, por otra parte, tomarían a una mantícora real por león, un dragón por un lagarto y la Serpiente de la Tierra Media por un terremoto. Y a un unicornio por un potro blanco.
La unicornio detuvo su lento y desesperado caminar alrededor de la jaula, y se dio cuenta por primera vez de que el mago comprendía sus palabras. Le sonrió y advirtió que su rostro era
alarmantemente juvenil para un hombre maduro, a salvo de las heridas del tiempo, sin rastro de dolor y de sabiduría.
—Te conozco —dijo el hombre.
Los barrotes susurraban perversamente entre ellos. Rukh se disponía a conducir a su rebaño hacia las jaulas del interior. La unicornio preguntó al hombre alto:
—¿Quién eres tú?
—Me llaman Schmendrick el Mago —respondió—. No habrás oído hablar de mí.
La unicornio se acercó lo más posible para explicarle que difícilmente habría podido conocerle a él o a cualquier otro mago, pero algo en su voz, una mezcla de tristeza y coraje, la detuvo.
—Entretengo a los espectadores mientras se acomodan para el espectáculo —continuó el mago—. Pequeños trucos de magia y pases de manos, como convertir flores en banderas y banderas en peces, todo ello acompañado de una charla persuasiva y la sugestión de que podría realizar prodigios mucho más ominosos si me viniera en gana. Como trabajo no es muy bueno, pero los he tenido peores y espero que algún día los tendré mejores. Esto no es el fin.
Sus palabras hicieron que la unicornio se sintiera atrapada para siempre. De nuevo empezó a pasear por la jaula, como si el movimiento impidiera que su corazón estallara del terror que le provocaba el encierro. Rukh se hallaba ante una jaula que contenía una pequeña araña de color marrón, entretenida en tejer una modesta tela entre los barrotes.
—Aracne de Lidia —anunció al público—. Garantizada como la mejor tejedora del mundo; así lo prueba su destino. Tuvo la mala suerte de desafiar a la diosa Atenea en un concurso de destreza. Atenea era una mala perdedora, por lo que hoy Aracne es una araña, con creaciones exclusivas para el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna. Urdimbre de nieve y trama de llamas, nunca dos iguales. Aracne.
Colgada en la tela de los barrotes, no era más que una araña vulgar y casi descolorida, excepto por un ocasional reflejo irisado, cuando enderezó rápidamente una hebra. Pero atraía los ojos de los espectadores —y también los de la unicornio— cada vez más poderosamente, hasta que les dio la impresión de estar contemplando unas pavorosas grietas en la corteza terrestre, unas negras fisuras que se ensanchaban implacablemente y no terminarían de ceder en tanto la telaraña de Aracne sostuviera el mundo. De pronto, la unicornio se libró del hechizo y vio a la auténtica araña otra vez: vulgar y casi descolorida.
—No es como los otros espejismos —dijo.
—No —admitió el mago de mala gana—, pero el mérito no es de Mamá Fortuna. La araña cree, ¿sabes? Ella ve todos esos arabescos y piensa que son el fruto de su trabajo. La creencia es lo que marca la diferencia con las magias del tipo de Mamá Fortuna. Bueno, si esa pandilla de botarates dejara de lado su credulidad no quedarían de sus triquiñuelas más que el sonido de una araña tejiendo. Y nadie lo oiría.
La unicornio rehusó mirar de nuevo a la telaraña. Echó una ojeada a la jaula más cercana y de repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. En una percha de roble se posaba una criatura con el cuerpo de un gran pájaro de bronce y rostro de bruja, reseco y mortífero como las garras que se aferraban a la madera. Tenía las orejas redondas y peludas de un oso, pero sobre sus hombros escamosos, mezclándose con las brillantes capas de su plumaje, caía el pelo color de luz de luna, liso y juvenil, que rodeaba su odiosa faz humana. Resplandecía, pero mirarla era como ver desaparecer la luz del cielo. Captó la mirada de la unicornio y emitió un sonido inquietante, como un siseo y una risa sofocada al mismo tiempo.
—Ésta es real, es la harpía Celeno —dijo la unicornio en voz baja.
El rostro de Schmendrick se había tornado del color de la harina de arena.
—La vieja la capturó por casualidad —susurró—, mientras dormía, al igual que tú. Pero no fue un acierto, y ambas lo saben. El poder de Mamá Fortuna es suficiente para retener al monstruo, pero su mera presencia está debilitando hasta tal punto sus hechizos que en poco tiempo no será capaz ni de freír un huevo. Nunca debió mezclar una auténtica harpía con un auténtico unicornio. La verdad moldea su magia, cierto, y además intenta manipularla para sus fines. Pero esta vez...
—Hermana del arco iris, lo creáis o no —voceó Rukh a sus pasmados oyentes—. Su nombre significa «La Oscura», aquella cuyas alas ennegrecen el cielo antes de la tormenta. Ella y sus dos hermanas casi mataron de hambre al rey Pineo, ensuciándole y robándole la comida. Pero los hijos del Viento del Norte las obligaron a abandonar su diversión. ¿No es así, querida?
La harpía permaneció en silencio y Rukh sonrió, mostrando los dientes.
— Opuso una resistencia superior a la de las otras dos juntas —prosiguió—. Fue como tratar de atar el infierno con un cabello, pero los poderes de Mamá Fortuna bastaron para este trabajito. Criaturas de la noche devueltas a la luz. ¿Quieres una galleta, Polly?
Hubo risas entre el grupo. Las garras de la harpía se hundieron en la percha hasta que la madera crujió.
—Necesitarás estar libre cuando ella se libere —dijo el mago—. No debe cogerte enjaulado.
—No me atrevo a tocar el metal —replicó la unicornio—. Mi cuerno podría abrir la cerradura, pero no logro alcanzarla. No puedo salir.
Temblaba del horror que le producía la harpía, pero su voz sonó perfectamente serena.
Schmendrick el Mago se irguió varios centímetros más alto de lo que la unicornio creía posible.
—No temas —comenzó en un tono grandilocuente—. A pesar de mi aire de misterio tengo un corazón sensible.
La llegada de Rukh y sus seguidores, mucho más silenciosos ahora que cuando habían prorrumpido en carcajadas ante la mantícora, le interrumpió. El mago desapareció con sigilo, diciendo en voz baja:
—No temas, Schmendrick está contigo. No hagas nada hasta que yo te lo diga.
Su voz flotó hasta la unicornio, tan débil y lejana que por un momento se preguntó si la había oído realmente o sólo le había rozado al pasar.
Oscurecía. La multitud se detuvo ante su jaula, observándola con algo parecido a la timidez.
—El unicornio —anunció Rukh, y se hizo a un lado.
Y ella captó el latido de los corazones, las lágrimas a punto de brotar, la respiración suspendida de los espectadores, pero nadie dijo una palabra. Supo que la habían reconocido cuando vio pintarse en sus rostros la tristeza, el dolor y la dulzura, y aceptó su ansiedad como un homenaje. Pensó en la bisabuela del cazador y se preguntó cómo sería envejecer y llorar.
—La mayor parte de los espectáculos —dijo Rukh, tras una pausa— terminarían aquí porque, ¿qué se puede presentar después de un genuino unicornio? Pero el Carnaval de la Medianoche de Mamá Fortuna depara otro misterio todavía..., un demonio mucho más destructivo que el dragón, mucho más monstruoso que la mantícora, mucho más horripilante que la harpía y, desde luego, mucho más universal que el unicornio. —Hizo un gesto en dirección al último carro y las cortinas negras empezaron a descorrerse, aunque nadie tiraba de ellas—. ¡Contemplad a Elli! ¡Contemplad el último y Definitivo Final! ¡Contemplad a Elli!
El interior de la jaula era más oscuro que el atardecer y el frío se agitaba como un ser viviente al otro lado de los barrotes. Algo se movió en el frío y la unicornio vio a Elli, una vieja, esquelética y andrajosa mujer que se acurrucaba en la jaula, meciéndose y calentándose ante un fuego que no existía. Parecía tan frágil que el peso de las tinieblas casi podría aplastarla, y tan desvalida y solitaria que los espectadores deberían haberse abalanzado a liberarla, llenos de piedad. En cambio, retrocedieron todos en silencio, como si Elli les siguiera los pasos. Pero ni siquiera les miraba. Seguía sentada en la oscuridad y desgranaba una canción con una voz que recordaba a una sierra cortando un árbol y a un árbol a punto de caer.

Lo que se arrancó crecerá,
Lo que murió sigue vivo,
Lo que se robó permanecerá,
Lo que se ha ido se ha ido.


—No parece gran cosa, ¿verdad? —preguntó Rukh—. Pues ningún héroe se le resiste, ningún dios puede derrotarla, ningún mago puede impedirle la entrada... o la salida, ya que no es nuestra prisionera. Aun ahora, ahí expuesta, camina entre vosotros, tocando, tomando. Porque Elli es la Vejez.
El frío de la jaula fluyó hacia la unicornio y fue debilitándole a medida que penetraba. La abandonaron los colores, los músculos desfallecieron, sintió que su belleza se desvanecía junto con su aliento. La decrepitud asomó en su crin, se arrastró hacia la cabeza, despojó la cola, envolvió su cuerpo como un guante, devoró su piel y asoló su mente con el recuerdo de lo que había sido una vez. En algún lugar cercano, la harpía emitió su apremiante y siniestro sonido, pero la unicornio se hubiera refugiado con alivio en la sombra de sus alas de bronce con tal de escapar al último demonio. La canción de Elli destrozaba su corazón.

Lo que nace en el mar muere en la tierra,
suavemente cae abatido.
Lo que se regala la mano quema.
Lo que se ha ido se ha ido.


El espectáculo había terminado. El gentío se disolvió; unos en parejas, otros en pequeños grupos, extraños cogiendo la mano de extraños, todos vigilando que Elli no les siguiera.
—¿No se quedan los caballeros a escuchar la historia del sátiro? —gritó lastimeramente Rukh, y luego lanzó un amargo alarido que quería ser una carcajada para azuzar su lenta fuga—. ¡Criaturas de la noche devueltas a la luz!
Los espectadores se esforzaron por avanzar a través de la pesada atmósfera, dejaron atrás la jaula de la unicornio y continuaron caminando, mientras las risotadas de Rukh les espoleaban hacia la seguridad de su casa. Y Elli aún seguía cantando.
Esto es una ilusión, se dijo la unicornio, esto es una ilusión. Y de alguna manera se las arregló para levantar su cabeza coronada de muerte y mirar sin ambages lo que contenía la última jaula; no era la Vejez, sino Mamá Fortuna en persona, estirándose, riendo y saltando con su conocida y extraña facilidad. Y la unicornio supo entonces que no se había convertido en algo feo y destinado a la muerte, pero tampoco se sintió hermosa. Quizá también esto era ilusión, pensó cansadamente.
—Me gustó eso —dijo Mamá Fortuna a Rukh—, siempre me ha gustado. En el fondo, estoy loca por el teatro.
—Deberías controlar a esa maldita harpía. Esta vez sentí que se estaba soltando. Era como si yo fuera la cuerda que la sujetaba y ella me estuviera desatando. —Rukh se estremeció y bajó la voz—. Deshazte de ella, antes de que nos desparrame por el cielo como nubes de sangre. Ella lo está pensando todo el tiempo. Puedo sentir como lo piensa.
— ¡Cállate, imbécil! —El miedo espoleaba la cólera de la bruja—. Si escapa puedo convertirla en viento, en nieve o en siete notas musicales, pero prefiero guardarla. Ninguna otra bruja en el mundo tiene a una harpía cautiva y ninguna la tendrá. La guardaría aunque tuviera que alimentarla con un pedazo de tu hígado cada día.
—Oh, cuánta amabilidad —dijo Rukh, apartándose de ella—. ¿Y si prefiriera tu hígado? ¿Qué harías entonces?
—Alimentarla con el tuyo, en cualquier caso —respondió Mamá Fortuna—. No se daría cuenta de la diferencia. Las harpías no son muy inteligentes.
Sola bajo la luz de la luna, la anciana se deslizó de jaula en jaula, comprobando los candados y reforzando sus encantamientos, igual que un ama de casa que escoge melones en el mercado. Cuando llegó a la jaula de la harpía, ésta profirió un sonido agudo como una lanza y extendió la horripilante corona de sus alas. La unicornio creyó por un momento que los barrotes de la jaula serpenteaban y se derramaban como lluvia, pero Mamá Fortuna chasqueó sus dedos sarmentosos y los barrotes volvieron a ser metálicos, mientras la harpía se aferraba a su percha, esperando.
—Todavía no —dijo la bruja—, todavía no.
Se miraron una a otra con los mismos ojos. Mamá Fortuna continuó:
—Eres mía. Aunque me mates, eres mía.
La harpía no se movió, pero una nube ocultó la luna.
—Todavía no —repitió Mamá Fortuna, y se volvió hacia la jaula de la unicornio, hablando a la criatura con su dulce y tenue voz—. Bien, bien. Te asusté un ratito, ¿verdad?
Se rió con un sonido similar al de serpientes avanzando en el barro y se acercó un poco más.
—Sea lo que sea lo que te ha contado tu amigo el mago —prosiguió—, debo de tener un cierto don después de todo. Hacer creer a una unicornio que se ha vuelto vieja y repelente exige una habilidad considerable. ¿Así que es un truco insignificante mantener prisionera a la Oscura? Nadie antes que yo...
—No fanfarronees, vieja —replicó la unicornio—. Tu muerte está sentada en esa jaula y te escucha.
—Sí —respondió tranquilamente Mamá Fortuna—, pero al menos sé dónde está. Tú, en cambio, vagabas por el camino en pos de tu propia muerte. Y también sé dónde se halla, de modo que te ahorré ese fatal encuentro y deberías mostrarte agradecida por ello.
Olvidando su situación, la unicornio se abalanzó contra los barrotes. El dolor del golpe no consiguió hacerla retroceder.
—El Toro Rojo —dijo—. ¿Dónde puedo encontrar el Toro Rojo?
Mamá Fortuna se adelantó hasta casi tocar la jaula y murmuró:
— El Toro Rojo del rey Haggard... Así que conoces al Toro. —Enseñó dos de sus dientes—. Bien, en cualquier caso no te conseguirá: me perteneces.
La unicornio meneó la cabeza.
—Tú lo sabrás mejor —asintió con gentileza—. Libera a la harpía, antes de que sea demasiado tarde, y a mí también. Quédate con tus pobres sombras, si quieres, pero déjanos marchar.
Los ojos inmóviles de la bruja llamearon con un brillo tan salvaje que una desastrada compañía de mariposas nocturnas, de camino hacia una fiesta, revolotearon directamente hacia ellos, chisporroteando como cenizas de nieve.
—Primero dejaría el negocio del espectáculo —aulló la vieja—. Vagar a lo largo de la eternidad acarreando mis horrores caseros... ¿Crees que ése era mi sueño cuando era joven y malvada? ¿Crees que elegí esa magia de dos al cuarto, pedazo de estúpida, porque nunca conocí la verdadera brujería? Hago trucos con perros y monos porque no puedo conmover la hierba, pero sé la diferencia. Y ahora me pides que renuncie a vuestra visión, a la presencia de vuestro poder... Le dije a Rukh que alimentaría a la harpía con su hígado si me viera obligada a ello, y lo haría. Y para conservarte a ti cogería a tu amigo Schmendrick y le...
Las palabras se atropellaron en su boca y, por fin, guardó silencio.
—Hablando de hígados —dijo la unicornio—, nunca se puede hacer auténtica magia ofreciendo el hígado de otro. Debes arrancarte el tuyo y no esperar devolución. Todas las brujas de verdad lo saben.
Algunos granos de arena se deslizaron por la mejilla de la bruja, que miraba fijamente a la unicornio. Todas las brujas lloran así. Se dio la vuelta y caminó con paso lento hacia su carreta, pero luego volvió atrás y exhibió su torcida sonrisa.
—En realidad, te he engañado dos veces. ¿Piensas de veras que todos esos patanes te hubieran reconocido sin mi ayuda? No, tuve que darte un aspecto que comprendieran, incluso un cuerno que les entrara por los ojos. En estos días es necesario practicar trucos de feria barata para que la gente reconozca a un unicornio. Te conviene permanecer conmigo y pasar desapercibida porque sólo el Toro Rojo te conocerá cuando te vea.
Desapareció en el interior de su carro y la harpía permitió que la luna saliera de nuevo.
3

Schmendrick regresó poco antes del amanecer, deslizándose entre las jaulas tan silenciosamente como el agua. Sólo la harpía hizo algo de ruido cuando se aproximó.
—No me pude escabullir antes —dijo a la unicornio—. La vieja le ordenó a Rukh que me vigilara, y casi no duerme. Pero le propuse una adivinanza y siempre le cuesta una noche entera solucionarla. La próxima vez le contaré un chiste y estará ocupado una semana.
La unicornio se veía seria y preocupada.
—Estoy embrujada —dijo—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Pensé que lo sabías —respondió el mago despacio—. Después de todo, ¿no te preguntaste cómo pudo reconocerte toda esa gente? —Sonrió y pareció más viejo—. No, por supuesto que no. Nunca te preguntaste cosas como ésas.
—Es que nunca estuve bajo el influjo de un hechizo. —Suspiró larga y profundamente—. No ha existido ni un mundo en el que no fuera conocida.
—Sé exactamente cómo te sientes —dijo Schmendrick con vehemencia. La unicornio escudriñó sus ojos oscuros e insondables, hasta que el mago sonrió nerviosamente y se miró las manos—. Muy pocos son los hombres a quienes toman por lo que son. Hay muchos juicios erróneos en el mundo. Supe que eras una unicornio en cuanto te vi, y ahora sé que soy tu amigo. Si me tomas por un payaso, un ignorante o un traidor, es lo que debo ser si me ves así. La magia que te domina no es más que magia y
desaparecerá tan pronto seas libre, pero tu juicio erróneo sobre mí quizá permanezca siempre en tus ojos. No siempre somos lo que parecemos, y casi nunca somos lo que soñamos. Recuerdo haber leído o escuchado en una canción que los unicornios, cuando el tiempo era joven, podían distinguir la diferencia «entre los dos... el brillo falso y el auténtico, la sonrisa de los labios y la tristeza del corazón».
Alzó su voz serena a medida que el cielo se hacía más claro y, por un momento, la unicornio dejó de oír el quejido de los barrotes y el suave movimiento de las alas de la harpía.
—Creo que eres mi amigo —dijo—. ¿Me ayudarás?
—O tú o nadie —respondió el mago—. Eres mi última oportunidad.
Una a una, las tristes bestias del Carnaval de la Medianoche se fueron despertando entre gemidos, estornudos y temblores. Una había estado soñando en rocas, sabandijas y hojas tiernas; otra, en andar saltando entre la alta y cálida hierba; una tercera, en barro y sangre. Y había una que había soñado en una mano que aplastaba el lugar solitario entre sus orejas. Sólo la harpía no había dormido y continuaba sentada, mirando al sol sin parpadear.
—Si es la primera en conseguir la libertad —dijo Schmendrick— estamos perdidos.
Oyeron la voz de Rukh cerca, aunque esa voz siempre parecía sonar cerca, llamando al mago.
— ¡Schmendrick! ¡Eh, Schmendrick, ya lo tengo! Es una cafetera, ¿verdad?
El interpelado empezó a alejarse lentamente.
—Esta noche —murmuró—. Dame hasta el amanecer.
Desapareció en un abrir y cerrar de ojos y, como antes, dio la sensación de que dejaba una parte de él detrás suyo. Rukh irrumpió junto a la jaula un momento después, sin resuello. Oculta en su carreta negra, Mamá Fortuna tarareaba la canción de Elli:

Aquí es allí, arriba es abajo;
todo debe ser interrumpido.
Conocer la verdad es arduo trabajo.
Lo que se ha ido se ha ido.

No tardó en formarse un nuevo grupo de espectadores para presenciar el espectáculo. Rukh les llamó, gritando «Criaturas de la noche» como un loro metálico, y Schmendrick se subió a una caja para ofrecer algunos trucos. La unicornio le contempló con gran interés y creciente incertidumbre, provocada más por su destreza que por su sinceridad. Convirtió una oreja de cerda en una cerda entera; transformó un sermón en una piedra, un vaso de agua en un charquito de agua, un cinco de espadas en un doce de espadas y un conejo en un pez de colores que se ahogaba. Cada vez que cometía una equivocación miraba rápidamente a la unicornio, como diciendo «bueno, tú ya sabes lo que en realidad hice». En una ocasión transformó una rosa en una semilla. A la unicornio le gustó el truco, a pesar de que resultó ser una semilla de rábano.
El espectáculo dio comienzo de nuevo. Una vez más, Rukh condujo a la multitud de jaula en jaula, mostrando las penosas invenciones de Mamá Fortuna. El dragón escupió llamas, Cerbero clamó al infierno para que viniera en su ayuda, el sátiro tentó a las mujeres hasta hacerlas llorar. Los espectadores bizquearon y señalaron con dedos temblorosos los colmillos amarillentos y el robusto aguijón de la mantícora; se petrificaron en presencia de la Serpiente de la Tierra Media y no regatearon alabanzas a la nueva telaraña de Aracne, que era como la red de un pescador iluminada por la Luna. Todos la tomaron por una auténtica telaraña, pero sólo la araña creía firmemente que la había tejido con la luz de la luna.
Esta vez, Rukh no contó la historia del rey Pineo y los Argonautas; de hecho, apresuró el paso ante la jaula de la harpía, limitándose a farfullar su nombre y el significado. La harpía sonrió. Nadie reparó en su sonrisa, excepto la unicornio, que deseó al instante haber estado mirando hacia otra parte.
Cuando se pararon frente a su jaula, observándola silenciosamente, la amargura se apoderó de la unicornio.
Sus ojos son tan tristes —pensó—. ¿Cuánto más tristes serían si se disolviera el conjuro que me disfraza y se encontraran frente a un vulgar potro blanco? La bruja tiene razón: nadie me reconocería.
Pero una suave voz, muy parecida a la de Schmendrick el Mago, susurró en su interior: «Pero sus ojos son tan tristes...».
Y cuando Rukh aulló: «Cuidado con el Final», y las cortinas negras se apartaron para mostrar a Elli, hablando entre dientes en el corazón de las heladas tinieblas, la unicornio sintió el mismo temor e impotencia de envejecer que puso alas en los pies de la multitud, a pesar de saber que la jaula sólo albergaba a Mamá Fortuna. Pensó que la bruja sabía más que lo que ella sabía que sabía.
La noche llegó pronto, tal vez porque la harpía la apresuró. El sol se hundió entre sucias nubes como una piedra en el agua, con idénticas posibilidades de volver a surgir, y no hubo luna ni estrellas. Mamá Fortuna realizó su habitual inspección de las jaulas. La harpía no se movió cuando estuvo cerca, de modo que la vieja se detuvo y la examinó durante largo rato.
—Todavía no, todavía no —murmuró, pero su voz sonó fatigada y dubitativa. Echó una ojeada a la unicornio y sus ojos brillaron como una explosión amarilla en la espesa oscuridad—. Bien, un día más.
Sus ojos parecían despedir chispas. Dio media vuelta y se alejó.
Después de su marcha, el Carnaval quedó sumido en el silencio. Todas las bestias dormían, excepto la araña, que tejía, y la harpía, que aguardaba. La noche crujía, como sometida a una presión insoportable, hasta que la unicornio pensó que se rompería en dos mitades, abriendo una grieta en el cielo y revelando... más barrotes. ¿Dónde estaría el mago?
Por fin llegó, cruzando el silencio a toda prisa, dando vueltas y bailando como un gato sobre el hielo, trastabillando en las sombras. Cuando estuvo frente a la jaula hizo una alegre reverencia y dijo orgullosamente:
—Schmendrick está contigo.
En la jaula vecina se escuchó el afilado estremecimiento del bronce.
—Creo que tenemos muy poco tiempo —dijo la unicornio—. ¿De veras puedes liberarme?
El hombre alto sonrió y hasta sus pálidos y solemnes dedos parecieron alegrarse.
—Ya te dije que la bruja había cometido tres graves errores. Capturarte fue el último y encerrar a la harpía el segundo, pues ambos sois reales y Mamá Fortuna no puede en modo alguno reteneros, al igual que no puede prolongar el invierno un día más. Pero suponer que yo soy un saltimbanqui como ella..., ésa fue su primera y fatal locura. Porque yo también soy real. Soy Schmendrick el Mago, el último de los grandes iniciados, y soy mucho más viejo de lo que parezco.
—¿Dónde está el otro? —preguntó la unicornio.
—No te preocupes por Rukh —repuso Schmendrick mientras se subía las mangas—. Le he planteado un acertijo que no tiene solución. Quizá no se mueva nunca más.
Pronunció tres enigmáticas palabras y chasqueó los dedos. La jaula desapareció. La unicornio se encontró de repente en una arboleda en la que crecían naranjos y limoneros, perales y granados, almendros y acacias. Pisaba una suave tierra henchida de primavera y sobre su cabeza se abría un cielo inmenso. Su corazón se tornó ligero como el humo y reunió toda la energía de su cuerpo para dar un gran salto en la dulce noche, pero, en última instancia, retuvo su impulso porque sabía, aun sin verlas, que las rejas todavía seguían allí. Era demasiado vieja para ignorarlo. —Lo siento —dijo Schmendrick desde algún punto en las tinieblas—. Me hubiera gustado que este conjuro te liberase.
Empezó a cantar con voz fría y queda, y los extraños árboles se desvanecieron como semillas de diente de león.
— Éste es un conjuro más seguro —afirmó—. Los barrotes son ahora frágiles como el queso viejo; los desmenuzaré y los esparciré, ¡así!
Movió y agitó sus manos. De los dedos brotó sangre. —Creo que me equivoqué en el tono. —Ocultó las manos bajo la capa y habló más bajo —. Ocurre a veces.
Una cascada de frases altisonantes y las ensangrentadas manos de Schmendrick aleteando contra el cielo constituyeron el segundo intento. Algo gris que enseñaba los dientes en su boca abierta, algo parecido a un oso, pero más grande que un oso, algo que reía sombríamente surgió de algún lugar remoto, algo capaz de romper la jaula como una nuez y de arrancar la piel de la unicornio a tiras con sus garras. Schmendrick le ordenó regresar a la noche, pero no lo hizo.
La unicornio se refugió en un rincón y bajó la cabeza, pero la harpía se agitó en su jaula con el horrible ruido habitual y la forma gris volvió lo que debía de ser su cabeza en aquella dirección y la vio. Lanzó un opaco y pequeño grito de terror y desapareció. El mago maldijo y se estremeció.
— Lo convoqué una vez, hace mucho tiempo. Tampoco lo pude dominar. Ahora le debemos nuestras vidas a la harpía y nos las puede exigir antes de que salga el sol. — Permaneció en silencio, retorciéndose los dedos heridos, a la espera de que la unicornio hablara—. Lo intentaré otra vez. ¿Puedo hacerlo?
la unicornio accedió, a pesar de que aún podía ver el crepitar de la noche en el lugar que había ocupado la cosa gris.
Schmendrick respiró hondamente, escupió tres veces y pronunció unas palabras que sonaron como campanas bajo el mar. Espolvoreó un puñado de polvo sobre los esputos y sonrió con aire de triunfo cuando se produjo una breve y silenciosa humareda verdosa. Cuando el resplandor se disipó, pronunció tres palabras más. Sonaron como el ruido que harían las abejas al zumbar sobre la luna.
La jaula empezó a disminuir de tamaño. La unicornio no veía moverse las rejas, pero cada vez que Schmendrick decía: «¡Ah, no!», tenía menos espacio, hasta que ya no pudo ni darse la vuelta. Las barras se contraían, inapelables como la marea o el amanecer, como si fueran a hundirse en su carne y rodear su corazón, que aprisionarían para siempre. No había gritado cuando la criatura convocada por Schmendrick llegó hasta ella con las fauces abiertas, pero ahora se le escapó un sonido, humilde y desesperado, aunque no resignado.
Schmendrick detuvo los barrotes sin que la unicornio supiera cómo. Si había pronunciado palabras mágicas no las oyó, pero la jaula dejó de encogerse un instante antes de que las rejas tocaran su cuerpo. Aun así le fue fácil sentirlas, cada una como un soplo de viento helado, maullando de ansiedad. Pero no llegaron a alcanzarla.
El mago dejó caer sus manos a los lados.
—No me atrevo a continuar —musitó—. La próxima vez quizá no sería capaz de... —Su voz se apagó y en sus ojos se impuso la misma derrota que en sus manos—. La bruja no se equivocó conmigo.
—Prueba otra vez —dijo la unicornio—. Eres mi amigo. Prueba otra vez.
Pero Schmendrick, sonriendo amargamente, hurgaba en sus bolsillos en busca de algo que tintineaba.
—Sabía que llegaría a esto. Imaginé que sería diferente, pero lo sabía. —Extrajo un aro del que pendían varias llaves oxidadas—. Mereces los servicios de un gran mago, pero me temo que deberás contentarte con las artimañas de un ratero de segunda mano. Los unicornios no sabéis nada de adversidades, vergüenza, duda o deber, pero los mortales, como habrás advertido, se agarran a lo que pueden. Y Rukh sólo se puede concentrar en una cosa a la vez.
La unicornio comprendió de repente que todos los animales del Carnaval estaban despiertos, en silencio, con las miradas concentradas en ella. En la jaula vecina, la harpía se apoyaba ora en un pie, ora en el otro.
— ¡Rápido! —exclamó—. ¡Rápido!
Schmendrick ya estaba introduciendo una llave en la cerradura. En el primer intento, que fracasó, la cerradura permaneció muda, pero al probar otra llave gritó en voz alta:
— ¡Aja, un mago! ¡Un mago!
Era la voz inconfundible de Mamá Fortuna.
— ¡Cierra el pico! —masculló el mago, pero la unicornio pudo sentir cómo se ruborizaba. Dio vueltas a la llave y la cerradura cedió con un último gruñido de desprecio. Schmendrick abrió la puerta de la jaula de par en par y dijo elegantemente—: Salid, señora. Sois libre.
La unicornio pisó con cautela el suelo. Schmendrick el Mago retrocedió, asombrado:
— ¡Oh! —musitó—. Era diferente cuando nos separaban las rejas. Pareces más pequeña y no tan... ¡Vaya!
Estaba de nuevo en casa, en su bosque, negro, húmedo y descuidado porque había permanecido alejada tanto tiempo. Alguien la llamaba desde una gran distancia, pero estaba en casa, los árboles cálidos, la hierba crecida.
Entonces oyó la voz de Rukh, parecida al ruido de un barco al romperse contra los escollos.
—De acuerdo, Schmendrick, abandono. ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
La unicornio se desplazó hacia una zona más oscura, de modo que Rukh sólo vio al mago y a la jaula vacía y empequeñecida. Su mano voló hacia un bolsillo y apareció de nuevo.
— ¡Tú, ladrón de poca monta! —Sus dientes rechinaron de furia—. Ella te coserá con alambre de púas, para que sirvas de collar a la harpía.
Se alejó corriendo hacia la carreta de Mamá Fortuna.
— ¡Corre! —dijo el mago. Efectuó un frenético, alocado y fulgurante salto que le hizo caer sobre la espalda de Rukh, apresándolo con sus largos brazos hasta obligarle a permanecer quieto. Rodaron juntos, pero Schmendrick llevaba ventaja y pronto clavó las rodillas en los hombros de su rival—. Conque alambre de púas, ¿eh? Tú, desperdicio, basura, ruina humana... Te llenaré de aflicciones hasta que te salgan por los ojos, te transformaré el corazón en hierba fresca y a todo lo que amas en oveja, te convertiré en un poeta demente torturado por sus sueños, haré que las uñas de los pies te crezcan hacia dentro. Te has equivocado conmigo.
Rukh sacudió la cabeza y empujó a Schmendrick unos metros más allá.
—¿De qué hablas? —se burló—. No puedes convertir la nata en mantequilla.
Cuando el mago iba a incorporarse Rukh le golpeó en la espalda y se sentó sobre él.
—Nunca me gustaste —dijo complacido—. Te das muchos aires, pero no eres muy fuerte.
Pesadas como la noche, sus manos se cerraron en torno a la garganta del mago.
La unicornio no estaba mirando. Se encontraba frente a la jaula más alejada, donde la mantícora gruñía, lloriqueaba y yacía inerte. Tocó con la punta del cuerno la cerradura y, sin mirar atrás, se encaminó hacia la jaula del dragón. Una a una fue liberando a todas las criaturas, el sátiro, Cerbero, la Serpiente de la Tierra Media. Los hechizos que pesaban sobre ellas se desvanecieron en cuanto alcanzaron la libertad; saltaron, se deslizaron, reptaron hasta la noche, de nuevo un león, un mono, una serpiente, un cocodrilo, un perro jovial. Ninguno dio gracias a la unicornio ni ella les vio marchar.
Sólo la araña no prestó atención a la unicornio cuando la llamó suavemente desde el umbral de la puerta abierta. Aracne estaba muy ocupada con una telaraña que se le antojaba la Vía Láctea esparciéndose como copos de nieve.
—Tejedora, es mejor la libertad, es mejor la libertad —susurró la unicornio, pero la araña se afanaba sin oírla, incansable, arriba y abajo de su telar de acero. No se detuvo un instante, ni siquiera cuando la unicornio gritó—: Es realmente muy atractiva, Aracne, pero no es arte.
Y la nueva telaraña se desplomó a lo largo de las rejas como nieve.
Entonces comenzó a soplar el viento. La telaraña voló más allá de la vista de la unicornio y desapareció. La harpía agitaba sus alas, invocando sus poderes, al igual que las olas esparcen, rugientes, agua y arena a lo largo de la playa. Una luna teñida de sangre asomó entre las nubes; la unicornio pudo verla, un bulto dorado con el pelo lacio y suelto y las frías y pesadas alas sacudiendo la jaula. La harpía estaba riendo.
A la sombra de la jaula de la unicornio Rukh y Schmendrick se pusieron de rodillas. El mago blandía el pesado manojo de llaves, mientras Rukh parpadeaba y se frotaba los ojos. Sus rostros estaban lívidos de terror ante la visión de la harpía que recobraba su vigor. El viento les obligó a inclinarse, empujándoles uno contra otro. Sus huesos resonaron sordamente al chocar.
La unicornio empezó a caminar hacia la jaula de la harpía. Schmendrick el Mago, diminuto y pálido, abría y cerraba la boca en una muda súplica y, aunque no podía oírle, supo lo que chillaba:
— ¡Te matará, te matará! ¡Corre, estúpida, mientras aún esté presa! ¡Te matará si la dejas libre!
Pero la unicornio continuó caminando, siguiendo la luz de su cuerno, hasta detenerse ante Celeno, la Oscura.
Por un momento las heladas alas colgaron silenciosas en el aire, como nubes, y los viejos ojos amarillentos de la harpía se hundieron en el corazón de la unicornio y tiraron de ella.
—Te mataré si me dejas libre —decían los ojos—. Déjame libre.
La unicornio bajó la cabeza hasta que el cuerno tocó la cerradura de la jaula de la harpía. La puerta no se abrió. Las rejas de hierro no se convirtieron en luz de estrellas. La harpía levantó las alas y los cuatro lados de la jaula se derrumbaron hacia afuera, como los pétalos de una enorme flor que madurara en la noche. Y de los restos surgió la harpía, libre y terrible, clamando su satisfacción, oscilando el cabello como una espada. La luna palideció y huyó.
La unicornio se oyó gritar, no de terror sino de asombro: — ¡Oh, tú eres como yo!
Se alzó sobre los cuartos traseros para recibir la embestida de la harpía y su cuerno atravesó el vendaval. La harpía golpeó una vez, erró y pasó de largo, sus alas batieron ruidosamente y su aliento era cálido y hediondo. Su calor abrasaba y la unicornio se vio reflejada en el pecho de bronce de la harpía, sintió el resplandor en su propio cuerpo. Se movieron dibujando un círculo, como una estrella doble, y bajo el marchito cielo nada era más real que ellas dos. La harpía rió gozosamente y sus ojos se tornaron del color de la miel. La unicornio comprendió que iba a atacar de nuevo.
La harpía recogió las alas y descendió como una estrella..., no sobre la unicornio, sino más allá, tan cerca que solamente una pluma hizo manar sangre del lomo de la unicornio. Las brillantes garras buscaban el corazón de Mamá Fortuna, que extendió sus manos afiladas, como dándole la bienvenida.
—¡Solas no! —aulló la vieja triunfalmente, en dirección a las dos criaturas—. ¡Nunca os hubierais podido liberar solas! ¡Yo os ayudé! Entonces la harpía la alcanzó, la bruja se quebró como un bastón podrido y se desplomó. La harpía se agachó sobre el cuerpo, ocultándolo a la vista, y las alas de bronce se mancharon de sangre.
La unicornio se apartó. Muy cerca, oyó una voz infantil diciéndole que debía huir, que debía huir. Era el mago. Sus ojos eran inmensos, vacíos, y su rostro, siempre demasiado joven, se estaba refugiando en la infancia cuando la unicornio le miró.
—No —dijo—. Ven conmigo.
La harpía emitió un sonido velado aunque risueño y el mago sintió que sus rodillas se fundían. Pero el unicornio le ordenó de nuevo que fuera con ella, y juntos se alejaron del Carnaval de la Medianoche. La luna había desaparecido, pero a los ojos del mago la unicornio era la luna, fría, blanca y muy vieja, que iluminaba su camino hacia la salvación, o tal vez hacia la locura. La siguió, sin mirar ni una vez hacia atrás, ni siquiera cuando escuchó el desesperado patalear de unos pesados pies, el estampido de las alas de bronce y el chillido interrumpido de Rukh.
—Huyó —explicó la unicornio con voz suave, desprovista de piedad—. Nunca debes huir de algo inmortal. Atraerás su atención. Nunca huyas. Camina despacio y finge que estás pensando en otras cosas. Canta una canción, recita un poema, ensaya alguno de tus trucos, pero camina despacio y quizá no te siga. Has de caminar muy despacio, mago.
Se adentraron juntos en la noche, paso a paso, el hombre alto vestido de negro y la bestia blanca con un solo cuerno. El mago se cobijaba lo más cerca posible de la luz de la unicornio, pues más allá se movían sombras ansiosas, las sombras de los sonidos que lanzaba la harpía mientras destrozaba lo poco que quedaba por destruir del Carnaval de la Medianoche. Pero otro sonido les siguió mucho después de que el primero se hubiera extinguido, les siguió hasta bien entrada la mañana, al borde de un extraño sendero..., el imperceptible y seco sonido de una araña tejiendo.
4

El mago lloró durante largo rato, como un niño recién nacido, antes de poder hablar.
—Pobre vieja —murmuró finalmente.
La unicornio no dijo nada y Schmendrick levantó la cabeza y la miró de una forma extraña. Una lluvia grisácea ensuciaba la mañana, pero ella brillaba entre la cortina de agua como un delfín.
—No —respondió, en respuesta a su mirada—. No puedo arrepentirme.
El mago seguía callado, inclinado a un lado del camino bajo la lluvia, con la capa empapada rodeándole el cuerpo, de forma que recordaba un paraguas negro roto. La unicornio esperó. Tenía la sensación de que todos los días de su vida se derramaban a su alrededor, como la lluvia.
—Puedo sentir pena —condescendió—, pero no es lo mismo.
Cuando Schmendrick la miró de nuevo, había conseguido recomponer de nuevo la expresión de su rostro, si bien a duras penas.
—¿Adonde irás ahora? —preguntó el mago—. ¿Adonde te dirigías cuando te capturaron?
—Iba en busca de mi pueblo —dijo la unicornio—. ¿Les viste alguna vez, mago? Son libres y blancos como el mar, lo mismo que yo.
Schmendrick meneó su cabeza con gesto de pesar.
—Nunca vi a nadie como tú, al menos estando despierto. Se supone que aún existían unos pocos unicornios cuando yo era niño, pero sólo conocí a un hombre que hubiera visto uno. Probablemente se marcharon todos, excepto tú. Cuando caminas, despiertas un eco en los lugares que solían frecuentar.
—No, puesto que otros los han visto. —Le llenaba de gozo oír que en tiempos tan recientes como los años de la infancia del mago aún existían unicornios—. Una mariposa me habló del Toro Rojo y la bruja comentó algo acerca del rey Haggard. De modo que iré a dondequiera que se encuentren para averiguar todo lo que sepan. ¿Sabes en qué país reina Haggard?
El rostro del mago estuvo a punto de descomponerse, pero disimuló y esbozó una débil sonrisa, como si su boca fuera de acero. Consiguió curvar los labios de la manera apropiada, pero, en todo caso, era una sonrisa forzada.
—Te recitaré un poema:

Donde las colinas se yerguen desnudas como cuchillas
y nada crece, ni hojas ni vidas;
donde los corazones son amargos como espuma de cerveza,
allí, Haggard gobierna.

—Por tanto, lo sabré cuando llegue allí —repuso la unicornio, sospechando que se burlaba de él—. ¿Sabes algún poema sobre el Toro Rojo?
—No existen —contestó Schmendrick. Se puso en pie, pálido y todavía sonriente—. Sobre el rey Haggard sé solamente lo que he oído. Se trata de un anciano, mezquino como los últimos días de noviembre, que gobierna un estéril país a orillas del mar. Algunos dicen que la tierra era verde y suave antes de que Haggard llegara; al pisarla, perdió el color. Los granjeros suelen repetir un dicho cuando contemplan los campos devastados por el fuego, las langostas o el viento: «marchitos como el corazón de Haggard». También cuentan que no se ven luces ni fuegos en su castillo, y que envía a sus hombres a robar pollos, sábanas y pasteles puestos a enfriar en los alféizares. La historia dice que la última vez que el rey Haggard rió...
La unicornio pateó el suelo con impaciencia. Schmendrick reanudó su relato.
—En cuanto al Toro Rojo, todavía sé menos de lo que he oído, pues he escuchado un número incalculable de habladurías, todas ellas contradictorias: el Toro existe, el Toro es un fantasma, el Toro es el mismísimo Haggard que se transforma al ponerse el sol. El Toro habitaba en el país antes de Haggard, o llegó en su compañía, o vino en su busca. Le protege de invasiones y revoluciones, y le paga los gastos de su ejército. Le mantiene prisionero en su propio castillo. Es el diablo al que Haggard vendió su alma. Es la cosa por cuya posesión vendió su alma. El Toro pertenece a Haggard. Haggard pertenece al Toro.
La unicornio sintió que la inseguridad se apoderaba de ella, invadiéndola como una ola. Recordó las palabras de la mariposa: «Hace mucho tiempo que rebasaron todos los caminos. El Toro Rojo los siguió de cerca y borró sus huellas». Vio blancas formas arrastradas por el rugiente viento y cuernos amarillentos agitándose.
—Iré allí —afirmó—. Mago, te debo un favor, puesto que conseguiste liberarme. ¿Qué quieres de mí antes de separarnos?
Los grandes ojos de Schmendrick destellaban como hojas al sol.
—Que me lleves contigo.
La unicornio se apartó, ágil y fría, sin responder.
—Te sería útil —insistió el mago—. Conozco el camino que conduce al país de Haggard y las lenguas de las tierras que de él nos separan. — La unicornio estaba a punto de desvanecerse en la espesa neblina, y Schmendrick habló más rápido—. Además, ningún viajero es mala compañía para un brujo, ni siquiera un unicornio. Recuerda la historia del gran hechicero Nikos. Una vez, en medio del bosque, encontró a un unicornio dormido, con la cabeza reposando en el regazo de una muchacha virgen, al tiempo que tres cazadores se acercaban con los arcos dispuestos para matarlo, pues deseaban apoderarse de su cuerno. A Nikos sólo le quedaba un segundo para actuar. Con una palabra y un gesto transformó al unicornio en un apuesto joven que, al despertar y contemplar a los tres cazadores asombrados y boquiabiertos, se lanzó sobre ellos y los mató. El diseño de la espada era peculiarmente afilado, y luego dio cuenta de los cadáveres sin ningún miramiento.
— ¿Qué pasó con la muchacha? —preguntó la unicornio—. ¿La mató también?
—No, se casó con ella. Dijo que no era más que una chiquilla desvalida, maltratada por la familia y que lo que realmente necesitaba era un buen hombre, lo que fue desde ese momento porque ni siquiera Nikos pudo devolverle su forma original. Murió viejo y respetado, a causa de una indigestión de violetas, según algunas murmuraciones; nunca se hartaba de violetas. No tuvieron hijos.
La historia había impresionado bastante a la unicornio. Con voz suave, comentó:
—El mago no le prestó servicio alguno, más bien le produjo una terrible desgracia... Sería espantoso que todos mis hermanos hubieran sido convertidos en hombres por hechiceros bienintencionados, exiliados, atrapados en casas devoradas por las llamas. Pronto averiguaría que el Toro Rojo los exterminó a todos.
—Adonde vas ahora —argumentó Schmendrick— encontrarás muy poca gente que te desee el bien, y un corazón amigable, si bien algo necio, puede que algún día te sea tan útil como el agua. Llévame contigo, compartiremos las risas, la fortuna, lo desconocido. Llévame contigo.
Mientras hablaba la lluvia había disminuido de intensidad, el cielo empezaba a clarear y la hierba húmeda brillaba como el interior de una concha. La unicornio miró a lo lejos, buscando entre la niebla de reyes a un rey, y a través del resplandor nevado de castillos y palacios uno construido sobre los hombros de un toro.
—Nadie viajó antes conmigo —dijo—, pero tampoco nadie me encarceló, ni me confundió con un potro blanco, ni me disfrazó de mí misma. Parece que me van a suceder muchas cosas por primera vez, y tu compañía no será ni la más extraña ni la última. Por tanto, puedes venir conmigo si quieres, aunque hubiera deseado que me pidieras otro tipo de recompensa.
—Ya lo pensé. —Schmendrick sonrió tristemente. Se miró los dedos y la unicornio advirtió las marcas semicirculares ocasionadas por las rejas—. Pero nunca hubieras podido concederme mi verdadero deseo.
Ya empezamos, pensó la unicornio, sintiendo la primera punzada de dolor en el interior de su piel, así será viajar todo el tiempo con un mortal.
—No —replicó—, yo no puedo convertirte en algo que no eres, como tampoco podía la bruja. No puedo convertirte en un auténtico mago.
—Lo sabía —dijo Schmendrick—. Está bien. No te preocupes.
—No pienso preocuparme —contestó la unicornio.

En ese primer día de su viaje, un arrendajo azul voló súbitamente por encima de ellos, muy bajo y dijo:
—Vaya, esto es lo que se dice estar de suerte.
Y partió como una flecha hacia su casa para contárselo a su esposa. Estaba sentada en el nido, cantando a los niños con una cadencia monótona.

Arañas, sabandijas, escarabajos y grillos,
babosas de los rosales y garrapatas de los zarcillos,
saltamontes, caracoles y uno o dos huevos de codorniz,
todos ellos regurgitaré para ti.
Sueña, mi niño, sueña con portentos y quimeras,
no es tan divertido volar como quisieras.

—He visto a un unicornio —dijo el arrendajo azul con una amplia sonrisa.
—Lo que no has visto es la cena, por lo que parece —replicó fríamente su esposa—. Detesto a los hombres que hablan con la boca vacía.
— ¡Un unicornio, chica! —El arrendajo abandonó su aire de indiferencia y se puso a dar saltitos sobre la rama—. No había visto uno desde...
—Nunca viste ninguno —dijo ella—. Fui yo, ¿recuerdas? Sé todo lo que has visto y lo que no.
—Había un tipo extraño, vestido de negro, con él —continuó sin prestarle atención—. Se dirigían hacia la Montaña del Gato. Me pregunto si su punto de destino es el país de Haggard. —Ladeó su cabeza en el artístico ángulo en que había conquistado el amor de su esposa, mucho tiempo atrás—. Menudo desayuno tendrá Haggard cuando lo vea... Llega un unicornio, tan audaz como puedas imaginar, y llama a su lúgubre puerta, toe, toe, toe. Daría cualquier cosa por ver...
—Supongo que no os pasasteis los dos el día entero mirando unicornios —interrumpió su esposa chasqueando el pico—. Al menos, tengo entendido que ella solía ser más imaginativa en lo referente a pasar el rato.
Avanzó hacia él con las plumas del cuello encrespadas. —Cariño, si ni siquiera la vi... —empezó a decir el arrendajo azul, y ella comprendió que, en efecto, ni la había visto ni se habría atrevido, pero de todas formas le atizó un sopapo.

Era una mujer que sabía cómo enderezar una moral débil.
La unicornio y el mago caminaron a través de la primavera, ascendieron la suave pendiente de la Montaña del Gato y bajaron hacia un valle violeta donde crecían manzanos. Más allá del valle aparecían colinas de escasa altitud, frágiles y redondas como ovejas, que inclinaron su cabeza, maravilladas, para olfatear a la unicornio cuando pasó entre ellas. Después llegaron las primeras cumbres del verano y las llanuras recalentadas donde el aire colgaba inmóvil, lustroso como el azúcar. Juntos vadearon ríos, coronaron lomas erizadas de zarzales, salvaron riscos y vagaron por bosques que recordaron a la unicornio su hogar, aunque no se le parecieran en nada. Así es mi bosque ahora, pensaba, pero se decía que no importaba, que cuando volviera todo sería como antes.
Por la noche, mientras Schmendrick dormía con el sueño de un hambriento y fatigado mago, la unicornio se acurrucaba, insomne, esperando a ver la enorme forma del Toro Rojo precipitarse desde la luna sobre ella. A veces captaba lo que creía su aroma, un oscuro y taimado hedor que se abría camino en la noche, buscándola. Entonces se ponía en pie con un resuelto grito de desafío, sólo para encontrar dos o tres venados que la observaban desde una respetuosa distancia. Los venados aman y envidian a los unicornios. En cierta ocasión, un gamo, en su segundo verano de existencia, se adelantó a sus risueños amigos, llegó a su altura y musitó sin mirarla a los ojos:
—Eres muy bella. Eres tan bella como contaban nuestras madres.
La unicornio le miró en silencio, sabiendo que no esperaba su respuesta. Los otros venados ocultaron la risa y murmuraron: «Sigue, sigue». Entonces el venado levantó la cabeza y gritó rápida y alegremente:
— Pero conozco alguien más bello que tú.
Y de un salto se marchó a toda velocidad, bañado por la luz de la luna. Sus amigos le siguieron y la unicornio volvió a acostarse.
En el transcurso de su viaje se detenían a veces en algún pueblo, y en ellos se presentaba Schmendrick como un mago portentoso, ofreciéndose por las calles a «cantar a cambio de mi cena, molestaros un poquito, turbar vuestro sueño ligeramente y continuar la ruta». Pocas eran las ciudades en las que no se le invitaba a instalar su hermoso potro blanco y a pasar la noche; antes de que los niños se marcharan a la cama, actuaba en la plaza del mercado a la luz de los faroles. Jamás intentaba nada más espectacular que transformar el jabón en golosinas y hacer hablar a las muñecas, pero incluso este tipo de magia insignificante se le escapaba de las manos. Aun así gustaba a los niños, y sus padres le obsequiaban con espléndidas cenas, de modo que las veladas veraniegas transcurrían ligeras y tranquilas. Siglos después, la unicornio todavía recordaba con agrado el extraño aroma a chocolate de las cuadras y la sombra de Schmendrick danzando sobre las paredes, las puertas y las chimeneas a la luz de las hogueras.
Al amanecer reanudaban su camino, los bolsillos de Schmendrick repletos de pan, queso y naranjas, y la unicornio trotando mansamente tras él, blanca como el mar bajo el sol, verde como el mar a la sombra de los árboles. La gente olvidaba los trucos del mago antes de que se perdiera de vista, pero su potro blanco turbó las noches de más de un lugareño y algunas mujeres despertaron anegadas en llanto después de soñar con él.
Una tarde hicieron alto en una próspera y confortable ciudad, en la que hasta los mendigos tenían doble papada y los ratones pululaban. El alcalde requirió de inmediato la presencia de Schmendrick a la hora de cenar, en compañía de varios de sus más orondos concejales. La unicornio, inadvertida como siempre, fue abandonada en un prado donde la hierba crecía dulce como la miel. La cena se sirvió al aire libre, en la plaza, pues la noche era calurosa y el alcalde deseaba hacer los honores a su huésped. Fue una cena excelente.
A lo largo del banquete Schmendrick narró acontecimientos de su vida como hechicero errante, adornándola con dragones, reyes y nobles damas. No mentía; simplemente organizaba los hechos con más sensibilidad, de forma que sus relatos aparentaban ser auténticos, incluso ante los más desconfiados concejales. No sólo éstos, sino toda clase de gente se arremolinó a su alrededor para desvelar la naturaleza del don que abría todas las cerraduras, si se aplicaba convenientemente. Y ni uno de ellos dejó de aterrarse ante las marcas de sus dedos.
—Un recuerdo de mi encuentro con una arpía —explicaba Schmendrick pausadamente—. Muerden.
—¿Y no tuvisteis miedo? —preguntó una muchacha con voz queda.
El alcalde le indicó por señas que callara, pero Schmendrick encendió un cigarrillo y le sonrió a través del humo.
—El miedo y el hambre me mantienen joven —replicó.
Examinó con la mirada el círculo de amodorrados y atónitos concejales y guiñó un ojo con descaro a la chica.
—Es cierto. —El alcalde no se mostró ofendido. Acarició el borde del plato con sus manos enjoyadas y añadió—: Gozamos de una buena vida aquí, o al menos eso parece. A veces pienso que un poco de miedo o un poco de hambre nos harían bien, fortalecería nuestras almas, en una palabra. Por este motivo siempre recibimos con agrado a los forasteros que nos traen relatos y canciones. Amplían nuestra perspectiva..., nos impulsan a examinar nuestro interior...
Bostezó y se estiró con unos espasmos ruidosos.
De pronto uno de los concejales exclamó:
— ¡Caramba! ¡Mirad el prado!
Pesadas cabezas se volvieron sobre unos agotados cuellos para contemplar las vacas, ovejas y caballos del pueblo agrupados en el extremo del campo, alrededor del potro blanco, que pacía tranquilamente en la fresca hierba. Ningún animal hacía el menor ruido. Incluso los cerdos y los gansos permanecían silenciosos como fantasmas. Un cuervo croó a lo lejos y su grito se esfumó en el ocaso como cenizas.
—Notable —murmuró el alcalde—. Muy notable.
—Sí, ¿verdad? —condescendió el mago—. Si os contara las ofertas que me han hecho por él...
—Lo más interesante —comentó el concejal que había hablado en primer lugar— es que no parecen temerle. Tienen un aire reverente, como si le estuvieran rindiendo homenaje.
—Ven lo que vosotros habéis olvidado ver. — Schmendrick apuró el vino, mientras la muchacha le miraba con unos ojos más dulces y transparentes que los ojos de la unicornio. El mago golpeó la mesa con el vaso y dijo al sonriente alcalde—: Es una criatura mucho más extraña de lo que os atrevéis a imaginar. Es un mito, un recuerdo, el deseo del deseo, el lamento del vestigio... Si pudierais recordar, si os atrevierais a anhelar...
Su voz se perdió en el tumulto ocasionado por el redoblar de cascos sobre los adoquines y el griterío de los niños. Una docena de jinetes, ataviados con ropajes otoñales, irrumpió en la plaza., aullando y riendo, dispersando a los peatones como si fueran guijarros. Formaron en línea y desfilaron alrededor de la plaza, golpeando todo lo que encontraban en su camino, farfullando incomprensibles bravuconadas y desafíos a todos y a nadie. Uno de los jinetes se incorporó en su montura, tensó el arco y desprendió la veleta del capitel de la iglesia; otro le arrebató el sombrero a Schmendrick, se lo colocó en la cabeza y partió al galope, riéndose a carcajadas. Algunos cazaban aterrorizados niños al vuelo y otros se contentaban con odres de vino y bocadillos. Sus ojos chispeaban locamente en los rostros mal afeitados y sus carcajadas resonaban como tambores.
El alcalde mantuvo la serenidad hasta que consiguió llamar la atención del que encabezaba a los jinetes. Entonces enarcó una ceja; el hombre chasqueó los dedos y al instante cesó la algarabía. Los hombres enmudecieron como los animales frente a la unicornio. Depositaron a los niños en tierra y devolvieron la mayor parte de los odres.
—Jack Jingly, por favor —dijo el alcalde con calma.
El cabecilla de los asaltantes desmontó y caminó despacio hacia la mesa donde los concejales y su invitado habían cenado. Era un hombre de gran envergadura, cercano a los dos metros, y a cada paso que daba resonaba y tintineaba por los anillos, campanillas y pulseras que llevaba cosidos en su justillo remendado.
—Buenas tardes, Su Excelencia —dijo con una risita grosera.
—Zanjemos el asunto de inmediato —respondió el alcalde—. No comprendo por qué no podéis venir a caballo tranquilamente, como gente civilizada.
—Bueno, no es que los muchachos quieran hacer daño a nadie —gruñó el gigante en tono afable—. Veréis, Su Excelencia, es lógico que después de todo un día enfrascados en sus quehaceres necesiten un poco de distracción, un ligero desahogo, en fin. A que sí, ¿eh? —Con un suspiro extrajo un arrugado monedero de su cinturón y lo depositó en la mano abierta del alcalde—. Ahí va eso, Su Excelencia. No es mucho, pero no podemos desprendernos de más dinero.
El alcalde puso las monedas en su palma y las rechazó con un grueso dedo.
—Por supuesto que no es mucho —se lamentó—. Ni siquiera está a la altura de lo requisado el mes anterior, y ya era bastante poco. Sois un lamentable hatajo de bandoleros.
—Son tiempos duros —se excusó Jack Jingly hoscamente—. No podemos quejarnos si los viajeros tienen menos plata que nosotros. No se pueden pedir peras al olmo.
—Yo sí puedo —dijo el alcalde. Su rostro adquirió un tono purpúreo y amenazó con el puño al gigantesco salteador—. Y si me estáis estafando, si os estáis llenando los bolsillos a mis expensas, amigo mío, os aplastaré, os reduciré a pulpa, os haré picadillo y dejaré que el viento os disperse. ¡Largaos ahora mismo y decídselo a vuestro piojoso capitán! ¡Fuera de mi vista, tunantes!
En el momento en que Jack Jingly se iba a marchar, mascullando entre dientes, Schmendrick se aclaró la garganta y solicitó tímidamente:
—Me gustaría recuperar el sombrero, si no os importa. El gigante se paró en seco y le miró con los ojos inyectados en sangre, como un búfalo a punto de atacar.
—Mi sombrero —exigió Schmendrick con voz más firme—. Uno de tus hombres me cogió el sombrero y demostraría ser bastante inteligente si me lo devolviera.
—¿Inteligente, dices? —gruñó finalmente el hombre—. ¿Y quién se supone que eres tú? ¿Sabes lo que es la inteligencia?
—Soy Schmendrick el Mago —declaró, animado por el vino que recorría sus venas— y puedo ser un mal enemigo. Soy más viejo de lo que parezco y aún mucho menos amigable. Mi sombrero. Jack Jingly le observó unos momentos, retrocedió hacia su caballo y montó en él. Luego avanzó hasta situarse a escasos centímetros de Schmendrick y dijo:
—Pues bueno, si eres un mago hazme algún truquillo. Vuelve mis napias verdes, llena mis alforjas de nieve, sácame la barba. Enséñame tu magia o pon pies en polvorosa.
Sacó una oxidada daga del cinturón y la sostuvo por la punta, silbando maliciosamente.
—El mago es mi invitado —advirtió el alcalde. —Muy bien —dijo Schmendrick con solemnidad—. Que se ponga en tu cabeza.
Tras asegurarse, con un rápido vistazo, que la muchacha estaba pendiente de él, señaló con el dedo al grupo de espantajos arremolinados detrás de su cabecilla y pronunció unas palabras que rimaban. Al instante, su sombrero negro se desprendió de los dedos del hombre que lo sujetaba y flotó lentamente en la oscuridad, silencioso como un búho. Dos mujeres se desvanecieron y el alcalde volvió a sentarse. Los bandoleros lanzaron chillidos infantiles.
El sombrero negro recorrió toda la longitud de la plaza hasta llegar a la altura de un abrevadero en el que se sumergió, reapareciendo de nuevo lleno de agua. Entonces, casi invisible en las tinieblas, recorrió el camino inverso, dando la impresión de que se dirigía en línea recta hacia la cabeza descubierta de Jack Jingly. Éste se la cubrió con las manos, sollozando, lo que provocó risas disimuladas entre sus hombres. Schmendrick dibujó una sonrisa de triunfo en sus labios y chasqueó los dedos para apresurar el desenlace.
Pero, a medida que se aproximaba al cabecilla de los bandoleros, la trayectoria del sombrero se iba desviando, primero gradualmente, luego con enérgica decisión hacia la mesa de los concejales. El alcalde tuvo el tiempo justo para ponerse en pie antes de que el sombrero se instalara confortablemente en su cabeza. Schmendrick lo esquivó a duras penas, pero dos de los concejales más cercanos quedaron empapados por completo.
En el torbellino de carcajadas que siguió al incidente, Jack Jingly se agachó y se apoderó de Schmendrick el Mago, que trataba de secar al alcalde con el mantel.
—No dudo que te soliciten muchas repeticiones —bramó en su oreja—. Será mejor que vengas con nosotros.
Colocó a Schmendrick boca abajo atravesado en su montura y galopó hacia la salida del pueblo, seguido de la innoble horda. Sus bufidos, eructos y risotadas persistieron en la plaza mucho después de que el sonido de los cascos se hubo disipado.
Los hombres acudieron corriendo al alcalde para preguntarle si debían acudir en rescate del mago, pero aquél agitó su mojada cabeza con estos argumentos:
—No creo que sea necesario. Si nuestro invitado es el hombre que afirma ser, es capaz de entendérselas con cualquiera a las mil maravillas. Si, por el contrario, no lo es, es evidente que un impostor que haya abusado de nuestra hospitalidad tampoco merece nuestra ayuda. No, no, no debemos preocuparnos por él.
Por sus mejillas se deslizaban riachuelos que iban a encontrarse con los arroyos de su garganta, desembocaban en el río de la camisa, pero él desvió su plácida mirada hacia el prado donde el potro blanco del mago resplandecía en las tinieblas. Trotaba de un lado a otro del cercado sin hacer ruido.
—Me parece que sería conveniente cuidar de la montura de nuestro amigo ausente, ya que es evidente que la tenía en gran estima —dijo el alcalde sin levantar la voz.
Envió a dos hombres al prado con instrucciones de atar con una cuerda al potro y encerrarlo en el establo más seguro de su propia cuadra.
Pero antes de que los hombres hubieran abierto la puerta del prado, el potro blanco saltó el cercado y desapareció en la noche como una estrella errante. Los dos hombres se quedaron un momento donde estaban, sin prestar atención a la orden del alcalde de que volvieran; y a nadie comentaron, ni siquiera entre ellos, por qué se habían quedado tanto tiempo mirando el potro del mago. Y después de esto, a veces, se ponían a reír con auténtica satisfacción en el transcurso de acontecimientos muy graves, de modo que llegaron a ser considerados como unos tipos de lo más frívolo.
5

Todo lo que Schmendrick fue capaz de recordar después de su loca cabalgada en compañía de los asaltantes fue el viento, el borde de la silla de montar y la risa del jovial gigante. Estuvo demasiado ocupado meditando sobre el desenlace del truco del sombrero para apercibirse de algo más. Demasiada ortodoxia, se dijo. Sobrecompensación. Pero meneó la cabeza, lo que era bastante incómodo en la posición en que se encontraba. La magia sabe lo que quiere hacer, pensó, botando como una pelota mientras el caballo vadeaba un riachuelo, pero yo nunca sé lo que ella sabe; no en el momento apropiado, al menos. Si supiera donde vive, le escribiría una carta.
Matorrales y ramas arañaban su rostro, y los búhos ululaban en sus oídos. Los caballos aminoraron el trote y luego marcharon a paso lento. Una voz aguda y temblorosa surgió de algún lugar indeterminado.
— ¡Alto! ¡La contraseña!
— ¡Maldición, allá vamos! —masculló Jackjingly. Se rascó la cabeza con el ruido de una sierra, elevó la voz y respondió—: Una vida corta y alegre en el apacible bosque; alegres camaradas unidos y en la victoria comprometidos...
—Libertad — corrigió la otra voz—. En la libertad comprometidos. Un pequeño matiz semántico.
—Gracias, tú. En la libertad comprometidos. Camaradas unidos..., si eso es lo que dije. Veamos: una vida corta y alegre, alegres camaradas..., no, no es eso. —Jackjingly se rascó la cabeza otra vez y gruñó—: En la libertad comprometidos... Ayúdame un poco, ¿vale?
—Todos para uno y uno para todos —contestó la voz amablemente—. ¿Adivinas lo que sigue?
—Todos para uno y uno para todos..., no caigo. Todos para uno y uno para todos, unidos vencemos, divididos fracasamos.
Después de gritar estas palabras, el gigante espoleó su caballo y siguió adelante.
Una flecha silbó en la penumbra, le rebanó un trozo de oreja, hirió al caballo del hombre que cabalgaba detrás suyo y se perdió a lo lejos, vibrando como un murciélago. Los forajidos buscaron refugio entre los árboles.
— ¡Malditos sean tus ojos! — graznó Jackjingly—. He dado la contraseña diez veces. ¡Deja que te ponga las manos encima...!
—Cambiamos el santo y seña mientras estabais fuera, Jack —dijo el centinela—. Era muy difícil de recordar.
—Ah, conque cambiasteis el santo y seña, ¿eh? —Jackjingly se puso un trozo de la capa de Schmendrick en su oreja ensangrentada—. ¿Y cómo se supone que debería saberlo, descerebrado, deficiente, atontado?
—No te enfades, Jack —respondió el centinela en tono tranquilizador—. Ya ves, en realidad no importa que no sepas el nuevo santo y seña, porque es muy sencillo. Consiste en gritar como una jirafa. Lo pensó el capitán en persona.
—¿Gritar como una jirafa? —El jinete blasfemó de un modo tan atroz que hasta los caballos empezaron a dar signos de inquietud—. Mira, zoquete, las jirafas no gritan. A lo mejor al capitán le gustaría que gritáramos como un pez o como una mariposa.
—Ya lo sé, pero de esta manera a nadie se le puede olvidar el santo y seña, ni siquiera a ti. ¿A que es muy listo el capitán?
—Este hombre no tiene límites —repuso Jackjingly perplejo—. Pero, escúchame, ¿qué es lo que impedirá que uno o dos de los guardabosques del rey griten como una jirafa cuando les des el alto?
—Aja —rió el centinela—, ahí está lo bueno del asunto. Debes gritar como una jirafa tres veces, dos largas y una corta.
Jackjingly guardó silencio, inmóvil sobre su montura, con el trozo de tela todavía en la oreja herida.
—Dos largas y una corta —suspiró por fin—. Bien, bien, no es más estúpido que matar a todo aquel que no responda al quién vive, como hacíamos en los tiempos en que no teníamos santo y seña. Dos largas y una corta, me parece muy bien.
Se adentró entre los árboles, seguido de sus hombres.
Se oía un murmullo de voces más adelante, hoscas como abejas molestadas. A medida que se acercaban, Schmendrick creyó distinguir la voz de una mujer. Luego notó en la mejilla el soplo de unas llamas y levantó la cabeza. Se habían detenido en un pequeño claro donde unos diez o doce hombres estaban sentados alrededor de una hoguera, con aspecto malhumorado e impaciente. El aire olía a judías requemadas.
Un pelirrojo pecoso, vestido con unos harapos un poco más dignos que los del resto, avanzó hacia los recién llegados.
—Muy bien, Jack, ¿a quién traes contigo, camarada o cautivo? —Luego gritó por encima del hombro de alguien—: Pon más agua en la sopa, cariño, tenemos compañía.
—Y yo qué sé quién es —bufó Jackjingly.
Empezó a contar la historia del alcalde y el sombrero, pero, cuando apenas había llegado al triunfal momento de su irrupción en la plaza, le interrumpió el hiriente falsete de una mujer que se abría paso a empujones entre el círculo de hombres congregados.
— ¡No lo pienso hacer, Cully, la sopa es menos espesa que el sudor! —Su rostro era huesudo y pálido, los ojos lanzaban chispas de furor y tenía el pelo del color de la hierba pisoteada—. ¿Y quién es este paria? —Inspeccionó a Schmendrick como si se tratara de algo que hubiera encontrado pegado a la suela de los zapatos—. No es de la ciudad. No me gusta su mirada. Arráncale el talento.
Había querido decir talego o trasero, o ambas cosas a la vez, pero la coincidencia hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Schmendrick. Bajó del caballo de Jack Jingly y se plantó ante el capitán de los bandidos.
—Soy Schmendrick el Mago —anunció, haciendo girar la capa con ambas manos hasta que quedó colgando flojamente—. ¿Y no sois vos acaso el famoso capitán Cully del Verde Bosque, el más audaz de los audaces y el más libre de los hombres libres?
Algunos de los forajidos rieron por lo bajo y la mujer gruñó.
—Lo sabía —declaró—. Destrípalo, Cully, como a un gusano, antes de que haga contigo lo que hizo el último.
Pero el capitán hizo una orgullosa reverencia, que descubrió su coronilla calva, y respondió:
—Ése soy yo. El que busca mi cabeza encuentra un enemigo temible, pero el que viene como amigo halla un amigo sincero. ¿Cómo vinisteis a parar aquí, señor?
—A causa de mi estómago —dijo Schmendrick— y en contra de mi voluntad, pero amigablemente, a pesar de que alguien lo dude —añadió, señalando a la mujer, y ésta escupió en el suelo.
El capitán Cully sonrió y puso su brazo cautelosamente sobre los hombros angulosos de la mujer.
—No os preocupéis, son los modales propios de Molly Grue —explicó—. Cuida de mí mejor que yo mismo. Soy generoso y espléndido; quizá hasta límites extravagantes. La mano siempre abierta para los fugitivos de la tiranía, ése es mi lema. Es natural que Molly se volviera suspicaz, avara, terca, vieja antes de tiempo, incluso poco autoritaria. Hasta un globo necesita estar atado por un extremo, ¿eh, Molly? —La mujer se apartó bruscamente de él, pero el capitán no le hizo caso—. Sed bienvenido, señor brujo. Acercaos al fuego y contadnos vuestra historia. ¿Qué dicen de mí en vuestro país? ¿Qué habéis oído acerca del gallardo capitán Cully y su cuadrilla de hombres libres? Comed un trozo de carne.
Schmendrick aceptó un lugar junto al fuego, declinó con elegancia el gélido bocado y replicó:
—He oído que sois el amigo de los indefensos y el enemigo de los poderosos, y que vos y vuestros leales lleváis una vida placentera en los bosques, robando a los ricos para ayudar a los pobres. He oído el relato de cómo Jackjingly y vos luchasteis con palos hasta abriros la cabeza, siendo desde entonces hermanos de sangre; y también cómo salvasteis a Molly de casarse con el rico anciano al que su padre la había prometido. —De hecho, Schmendrick jamás había oído hablar del capitán Cully hasta esa misma tarde, pero poseía extensos conocimientos sobre el folklore anglosajón y había tropezado con tipos semejantes, así que continuó especulando—. Por supuesto, hubo cierto rey malvado...
— ¡Haggard, que la ruina y la miseria caigan sobre él! —exclamó Cully—. Sí, no hay nadie aquí que no haya sido perjudicado por el rey Haggard: expulsado de sus tierras legítimas, desposeído de su posición y de sus rentas, esquilmado de su patrimonio. Escucha bien, mago, viven sólo para la venganza, y un día Haggard pagará sus deudas...
Un coro de peludas sombras silbó con aprobación, pero la carcajada de Molly Grue cayó como una tormenta de granizo, que arrasa todo a su paso.
—Quizá lo haga —se burló—, pero no a una pandilla de cobardes charlatanes como vosotros. Su castillo se pudre y tambalea cada día más, sus hombres son tan viejos que ya no pueden ni vestir la armadura, pero él reinará siempre, a pesar de las bravuconadas del capitán Cully.
Schmendrick levantó una ceja y Cully se puso rojo como un tomate.
—Ya os lo explicaré —balbuceó—. El rey Haggard tiene ese Toro...
— ¡Ah, el Toro Rojo, el Toro Rojo! —aulló Molly—. Déjame que te diga, Cully, que después de vivir todos estos años en el bosque contigo, he llegado a pensar que el Toro no es más que un apodo para tu cobardía. Si oigo ese cuento otra vez, iré a matar al viejo Haggard yo misma, y verás...
— ¡Basta! —rugió Cully—. ¡No te lo permito ante extraños!
Desenvainó la espada y Molly abrió los brazos, riendo todavía. Alrededor del fuego, manos grasientas volaron hacia las empuñaduras de los cuchillos y los arcos parecieron tensarse por propia voluntad.
Entonces Schmendrick habló en voz alta, tratando de salvar la menguada vanidad de Cully. Odiaba las escenas familiares.
—Cantan una balada sobre ti en mi país —empezó—, pero me he olvidado de la letra...
El capitán Cully saltó como un gato que se ha mordido la cola.
—¿Cuál? —preguntó.
—No lo sé —contestó Schmendrick, sorprendido—. ¿Hay más de una?
— ¡Pues claro! —gritó Cully, encendido de entusiasmo, rebosante de orgullo—. ¡Willie Gentle! ¡Willie Gentle! ¿Dónde está ese chico?
Un joven de pelo lacio, con la cara llena de granos y un laúd apareció arrastrando los pies.
—Canta una de mis hazañas para el caballero —le ordenó el capitán Cully—. Canta la que describe cómo te uniste a mi banda. No la he escuchado desde el martes pasado.
El juglar suspiró, pulsó una cuerda y empezó a cantar con una temblorosa voz de tenor:

Oh, a lomos de su caballo volvía el capitán Cully al hogar,
gozoso de cazar en tierras del rey venados, cuando
¿a quién vio sino a un joven de pálida faz
que marchaba entristecido a través de los prados?

¿Qué nuevas me traes, apuesto caballero,
qué pena te aflige, por qué sin cesar suspiras?
¿Acaso has perdido a la dama de tus sueños,
o tal vez tienes roña en las tripas?

No tengo roña, sea lo que sea eso,
y mis tripas hacen bien su trabajo;
suspiro por la dama de mis sueños
a la que mis tres hermanos secuestraron.

Soy el capitán Cully, de los bosques dueño,
y los hombres que me siguen son bravos y libres.
Si rescato a la dama de tus sueños,
¿qué servicio piensas rendirme?

Si rescatas a la dama de mis sueños
te romperé las narices, viejo pazguato.
Pero llevaba una esmeralda en el cuello
que mis tres hermanos también tomaron.

Entonces el capitán se dirigió al encuentro de los canallas
y blandió hasta hacerla vibrar y cantar su espada:
quedaos con la chica y entrenadme la esmeralda,
porque está hecha para ornar corona de monarcas.

—Ahora viene lo mejor —susurró Cully a Schmendrick. Se balanceaba ansioso sobre la punta de los pies, orgulloso de sí mismo.

Entonces arrojaron las capas y desenvainaron la espada
y las tres espadas silbaron como el viento.
«A fe mía, dijo el capitán Cully,
que os quedaréis sin rehén ni esmeralda.»
Y los batió por alto y los batió por bajo
y los batió de un lado a otro como corderos...

—Como corderos —canturreó Cully.
Paró, esquivó y lanzó por los aires las tres espadas con el antebrazo en honor de las diecisiete estrofas restantes de la canción, olvidando en su éxtasis las burlas de Molly y el descontento de sus hombres. Por fin terminó la balada y Schmendrick aplaudió con entusiasmo y expresión de seriedad, y cumplimentó a Willie Gentle con su proverbial diplomacia.
—Es lo que yo llamo una selección de Alano-Dale —respondió el juglar.
Se habría extendido más en el tema de no mediar la interrupción de Cully.
—Bueno, Willie, buen chico, ahora toca las otras. —Lanzó una mirada de agradecimiento hacia la forzada expresión de complacida sorpresa que Schmendrick logró componer—. Ya os dije que existían varias canciones acerca de mí. Treinta y una, para ser exactos, aunque ninguna forma parte de la colección Child, al menos hasta el momento. —Sus ojos se agrandaron súbitamente y zarandeó al mago por los hombros—. ¿No seréis acaso el señor Child en persona? Se cuenta que a menudo viaja disfrazado de hombre sencillo, a la busca de nuevas baladas...
Schmendrick meneó la cabeza.
—No, lo siento de veras.
—No importa. —El capitán suspiró y dejó de sujetarle—. Uno siempre abriga la esperanza, incluso ahora, de ser... coleccionado, verificado, reseñado, de poseer diferentes versiones, de mantener, si me apuráis, la duda sobre la propia existencia... Bien, bien, es lo mismo. Canta las otras canciones, Willie. Necesitarás la práctica algún día, cuando te hagan una prueba de grabación.
Los forajidos protestaron golpeando una piedra con otra y pataleando. Una voz ronca se elevó a pleno pulmón desde un rincón en sombras.
—No, no, canta una canción auténtica. Cántanos una sobre Robin Hood.
—¿Quién dijo eso?
La espada de Cully resonó en la funda cuando su dueño se volvió frenéticamente de un sitio a otro. El rostro del capitán estaba tan pálido y marchito como un limón exprimido.
—Yo lo hice —mintió Molly Grue—. Los hombres están aburridos de baladas sobre tu valentía, querido capitán. Aun en el caso de que las hayas escrito todas.
Cully hizo una mueca y dirigió una mirada de soslayo a Schmendrick.
—Todavía pueden existir canciones populares, ¿no es cierto, señor Child? —preguntó en voz baja y preocupada—. Después de todo...
—Yo no soy el señor Child —repuso Schmendrick—. De veras que no lo soy.
—Quiero decir que es mejor evitar que los hechos heroicos sean manejados por el pueblo. Siempre lo equivoca todo.
Un truhán de edad avanzada, que vestía un andrajo de terciopelo se adelantó.
—Capitán, si hubiera canciones populares sobre gente como nosotros, y yo supongo que es así, pensamos que deberían ser canciones verídicas sobre auténticos bandidos, no sobre esta vida de mentira que llevamos. No os ofendáis, capitán, pero realmente no somos muy alegres, dicho sea de paso...
—Yo estoy alegre las veinticuatro horas del día, Dick Fancy —dijo fieramente Cully —. Es un hecho comprobado.
—Y no robamos a los ricos para dárselo a los pobres. —Se aventuró a continuar Dick Fancy—. Robamos a los pobres porque no pueden defenderse, al menos la mayoría, y los ricos nos roban a nosotros porque nos pueden aniquilar en un día. No robamos a ese gordo y avaricioso alcalde en medio del camino; le pagamos un tributo mensual para que nos deje en paz. No secuestramos obispos para mantenerles prisioneros en el bosque, festejándoles y entreteniéndoles, porque Molly no sabe cocinar y, además, porque no seríamos una compañía muy estimulante para un obispo. Cuando acudimos a la feria disfrazados, nunca ganamos al tiro al arco o a los dardos. Eso sí, nos dedican más cumplidos si vamos disfrazados.
—Presenté un tapiz al concurso, hace tiempo —recordó Molly—. Quedó en cuarto lugar. Quinto. Una noche en vela..., todo el mundo pasaba las noches en vela aquel año. —Se restregó los ojos con los nudillos—. Maldito seas, Cully.
—Pero ¿qué dices? ¿Es culpa mía que no triunfaras con tu tapiz? En cuanto conseguiste un hombre olvidaste tus talentos. Ya no cosiste ni cantaste, ni iluminaste ningún manuscrito durante años... ¿Y qué ocurrió con la viola de gamba que te conseguí? —Se volvió hacia Schmendrick—. Más valdría habernos casado, por la forma en que se ha echado a perder.
El mago asintió sin convicción y apartó la mirada.
—Y en lo que respecta a poner fin a los abusos, luchar por las libertades civiles y todo ese tipo de cosas —dijo Dick Fancy—, pues no está nada mal, aparte de que yo no soy el típico cruzado; unos lo son, otros no, pero eso nos obliga a cantar canciones sobre la maldad de los poderosos y la necesidad de ayudar a los oprimidos. Y nosotros no lo hacemos, Cully, nosotros los denunciamos a las autoridades para cobrar la recompensa, de modo que esas canciones son, como mínimo, confusas; y ésa es la verdad, tal como lo digo.
—Canta las canciones, Willie —ordenó Cully, cruzándose de brazos, sin escuchar los gruñidos de asentimiento de los bandidos.
—No lo haré. —El juglar no se dignó ni a mover la mano para alcanzar su laúd—. ¡Y nunca te enfrentaste con mis hermanos por una joya! Les escribiste una carta sin firma...
Cully echó el brazo hacia atrás y destellos de acero brillaron entre los hombres, como si alguien hubiera soplado sobre un montón de brasas. En ese momento, Schmendrick se adelantó de nuevo, sonriendo a duras penas.
—Si se me permite ofrecer una alternativa —sugirió—, ¿por qué no dejáis que vuestro huésped agradezca la hospitalidad dispensada divirtiéndoos? No sé cantar ni tocar instrumento alguno, pero poseo otras habilidades que quizá no hayáis visto jamás.
Jack Jingly consintió inmediatamente.
— ¡Caramba, Cully, un mago! Será un regalo extraordinario para los chicos.
Molly Grue murmuró una grosera generalización sobre los magos como clase, pero los hombres rugieron de complacencia, dando entusiásticos brincos en el aire. El único que mostraba escasa disposición de ánimo era el capitán Cully, que protestó tristemente:
—Sí, pero ¿y las canciones? El señor Child debe escuchar las canciones.
—Y lo haré —le tranquilizó Schmendrick—, pero más tarde.
Entonces Cully se animó un poco y gritó a sus hombres que se apartaran y dejaran sitio. Se tumbaron o se sentaron en cuclillas, al abrigo de las sombras, observando con sonrisas expectantes las evoluciones de Schmendrick, que utilizaba los viejos trucos desplegados ante los campesinos que acudían al Carnaval de la Medianoche. Eran trucos insignificantes, pero pensó que serían suficientes para divertir a una concurrencia semejante.
Pero les había juzgado muy a la ligera. Aplaudieron sus juegos con aros y pañuelos, las apariciones de peces de colores y ases en las orejas, aunque la suya era una actitud de estricta cortesía, falta de asombro. Al no ofrecer auténtica magia tampoco extraía magia de ellos; y cuando fallaba un conjuro, por ejemplo, cuando prometió convertir un pato en un duque al que pudieran asaltar allí mismo y sólo obtuvo un puñado de cerezas, le aplaudían con tanta gentileza y naturalidad como si hubiera alcanzado el éxito. Era un público perfecto.
Cully sonreía con impaciencia y Jack Jingly daba cabezadas, pero lo que más le disgustó fue sorprender la decepción en los ojos inquietos de Molly Grue. La cólera se apoderó de él y rió nerviosamente. Dejó caer las siete bolas con las que había estado haciendo malabarismos (habían adquirido ya cierta intensidad de brillo, pero en sus buenos momentos los transformaba en globos de fuego), desechó sus odiadas habilidades y cerró los ojos.
— Haz lo que quieras —susurró a la magia—. Haz lo que quieras.
Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza. Se había iniciado en algún lugar secreto, tal vez en el hombro o en la médula de la espinilla. Su corazón se henchió y tensó como una vela, y algo se movió a lo largo de su cuerpo con mucha mayor seguridad de la que él había tenido jamás. Habló con tono de mando. Debilitado por el poder, cayó de rodillas y esperó ser Schmendrick otra vez.
Me pregunto qué es lo que hice. Algo hice.
Abrió los ojos. La mayoría de los bandidos reían a mandíbula batiente y se llevaban el dedo a la sien, contentos de poder burlarse de él. El capitán Cully se había puesto en pie, ansioso de anunciar que esa parte de la velada tocaba a su fin. Entonces Molly Grue lanzó un grito apenas sofocado y todos se volvieron a investigar lo que veía. Un hombre llegó caminando al claro.
Vestía de verde, a excepción de un justillo marrón, y un gorro marrón inclinado sobre la frente, con una pluma de perdiz. Era muy alto, demasiado alto para ser un hombre de este mundo. El gran arco que colgaba de su hombro parecía tan largo como Jack Jingly y, en cuanto a las flechas, el capitán Cully las hubiera podido usar como lanzas o jabalinas. Sin fijarse en las inmóviles y andrajosas formas apostadas alrededor del ruego, el hombre se hundió en la noche y desapareció, sin hacer el menor ruido de respiración o de pisadas.
Tras él llegaron otros, de uno en uno o por parejas. Algunos charlaban, la mayoría reían, pero ninguno hacía ruido. Todos portaban grandes arcos y vestían de verde, salvo uno, ataviado de escarlata, y otro con un hábito parduzco de fraile, calzado con sandalias y ceñido el enorme vientre con un cinto de cuerda. Uno tocaba el laúd y cantaba en silencio.
—Alano-Dale —indicó Willie Gentle. Su voz sonaba tan desnuda como un pájaro recién nacido—. Fijaos en esos cambios.
Orgullosos sin pretenderlo, airosos como jirafas, los arqueros se deslizaron por el claro. Los últimos, que paseaban tomados de la mano, eran un hombre y una mujer. Sus rostros eran tan bellos como si jamás hubieran conocido el miedo. El espeso pelo de la mujer brillaba como si ocultara un secreto, al igual que las nubes que cubren la luna.
— ¡Oh! —exclamó Molly Grue—. Marian.
—Robín Hood es un mito —dijo nerviosamente el capitán Cully—, un clásico ejemplo de los héroes populares legendarios, engendrados por la necesidad. John Henry es otro. Los hombres necesitan héroes, pero ningún hombre puede ser tan grande como la necesidad, y así la leyenda se expande a partir de un grano de verdad, como una perla. De todos modos, reconozco que es un admirable truco.
Fue Dick Fancy quien se movió primero. Cuando sólo quedaban las dos últimas figuras para desvanecerse en las tinieblas, se lanzó tras ellos, gritando en voz alta:
— ¡Robín, Robín, señor Hood, señor, esperadme!
Ni el hombre ni la mujer se volvieron, pero todos los integrantes de la banda de Cully, excepto Jack Jingly y el capitán, corrieron hacia el límite del claro, pisándose y haciéndose zancadillas, agitando el fuego de forma que el claro se llenó de sombras. Gritaban «¡Robín!» y «¡Marian, Scarlet, Little John, volved!». Schmendrick empezó a reír con una mezcla de ternura e impotencia.
— ¡Locos, locos y niños! —aulló el capitán Cully, intentando hacerse oír—. ¡Era una mentira, como toda la magia! ¡No existe nadie como Robín Hood!
Pero los bandidos, fuera de quicio, se adentraron en los bosques en persecución de las resplandecientes figuras, tropezando con troncos, arañándose con los espinos y gimiendo entrecortadamente mientras corrían.
Solamente Molly Grue se detuvo y miró atrás. Su cara estaba blanca por completo.
— ¡No, Cully, no estabas en lo cierto! —le gritó — . ¡No hay personas como tú, o como yo, o como ninguno de nosotros! ¡Robín y Marian son reales y nosotros somos legendarios! —Entonces siguió corriendo, uniéndose al coro de sus compinches, mientras el capitán Cully y Jack Jingly permanecían junto a la pisoteada hoguera, como testigos de la risa del mago.
Schmendrick apenas se dio cuenta de que saltaban sobre él y le sujetaban los brazos; tampoco se alarmó cuando Cully apoyó un cuchillo entre sus costillas.
—Fue una diversión peligrosa, señor Child, y también grosera —siseó—. Podíais haberme advertido de que no deseabais escuchar las canciones.
El cuchillo se hundió un poco más.
Muy lejos, escuchó el graznido de Jack Jingly.
—Ése no es Child, Cully, ni tampoco un mago viajero, no señor. Ahora le reconozco, es el hijo de Haggard, el príncipe Lír, tan vil como su padre y el doble de hábil en magia negra. Contén tu mano, capitán..., nos es más valioso vivo.
—¿Estás seguro, Jack? —La voz de Cully vaciló—. Parecía un tipo muy agradable.
—Un idiota agradable, querrás decir. Sí, Lír tiene ese aspecto, según me han contado. Se hace el inocente y resulta ser el diablo. El modo cómo se hizo pasar por ese tío, Child, sólo para hacerte bajar la guardia...
—No bajé la guardia, Jack —protestó Cully—. Ni por un momento. Quizá lo pareció, pero es que sé disimular muy bien.
—Y el modo cómo hizo aparecer a Robín Hood para enardecer a los chicos y volverlos contra ti... Ah, se delató esta vez y ahora se quedará con nosotros aunque su padre envíe al Toro Rojo para liberarle.
Cully contuvo el aliento ante estas palabras. Como Schmendrick no cesaba de reír, le llevaron hacia un árbol y lo ataron con la cara pegada al tronco y los brazos anudados a su alrededor. Continuó riendo durante la operación y, para hacer las cosas más fáciles, se abrazó al tronco como si se tratara de una nueva amante.
—Ya está —dijo por fin Jack Jingly—. No le quites el ojo de encima en toda la noche, Cully, mientras yo duermo, y por la mañana iré a ver al viejo Haggard para averiguar en cuánto estima a su hijo. Se me ocurre que en menos de un mes seremos caballeros acomodados.
—¿Y los hombres? —preguntó Cully con aspecto de preocupación—. ¿Crees que volverán?
El gigante bostezó y dio media vuelta.
—Volverán por la mañana, tristes y resfriados, y deberás ser paciente con ellos durante un tiempo. Volverán, porque no son capaces de vender algo por nada, como tampoco lo soy yo. Robín Hood se hubiera quedado con nosotros si lo fuéramos. Buenas noches, capitán.
Cesaron los sonidos en cuanto se marchó, a excepción de los grillos y el suave parloteo que Schmendrick dedicaba al árbol. El fuego se fue apagando mientras Cully caminaba en círculos, suspirando cada vez que una brasa se consumía. Finalmente se acomodó sobre un tronco y le dirigió la palabra a Schmendrick.
—Tal vez seas el hijo de Haggard —musitó— y no Child el coleccionista, como proclamabas. Pero seas quien seas sabes muy bien que Robín Hood es la fábula y yo soy la realidad. No se compondrán baladas en torno a mi nombre a menos que las escriba yo mismo; los niños no leerán mis aventuras en sus libros de texto, ni jugarán a ser el capitán Cully después de clase. Y cuando los profesores investiguen en antiguos relatos y los alumnos examinen viejas canciones para averiguar si Robín Hood existió realmente, nunca, nunca encontrarán mi nombre; para ello deberían partir el mundo como una nuez y buscar en el fondo de su corazón. Pero tú ya lo sabes y, por lo tanto, voy a cantarte las canciones del capitán Cully. Era un bondadoso y alegre bribón que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. En agradecimiento, el pueblo compuso estos versos sobre él.
Con lo cual las cantó todas, incluyendo la que Willie Gentle había cantado para Schmendrick. A menudo hacía una pausa para extenderse en comentarios acerca de las variadas pautas rítmicas, las rimas asonantes y la construcción de las melodías.
6

El capitán Cully se durmió en la decimotercera estrofa de la decimonovena canción, y Schmendrick, que había cesado de reír con sorprendente rapidez, se apresuró a intentar zafarse de sus ligaduras. Las tensó hasta el límite de sus fuerzas, pero resistieron. Jack Jingly le había atado con una cuerda lo suficientemente larga como para aparejar una goleta de tamaño mediano, y había hecho unos nudos del tamaño de un cráneo.
«Tranquilo, tranquilo», se aconsejó a sí mismo. «Ningún hombre con el poder de convocar a Robín Hood —de crearlo, a decir verdad— puede estar sujeto durante mucho tiempo! Una palabra, un deseo, y este árbol será de nuevo una bellota en una rama y la cuerda será una alga de pantano.» Pero supo, antes de suplicar ayuda al poder que le había embargado poco antes, que ya no existía; sólo una ligera molestia indicaba el lugar que había ocupado. Se sintió como una crisálida abandonada.
—Haz lo que quieras —dijo en voz baja.
El capitán Cully despertó al instante y se puso a cantar la decimocuarta estrofa.

Hay cincuenta espadas fuera de la casa
y en su interior cincuenta más,
y me temo, capitán, que con ellas,
para matarnos bastará.

Valor, valor, dijo el capitán Cully,
y no abrigues más temores,
tal vez haya cien espadas,
pero somos siete hombres.

—Ojalá te descuartizaran —le espetó el mago, pero Cully se durmió de nuevo.
Schmendrick probó algunos trucos sencillos para escapar, pero no podía utilizar las manos y, de hecho, estaba harto de trucos. Consiguió, sin embargo, que el árbol se enamorara de él y empezara a describir, con apasionados suspiros y murmullos, la dicha de estar fundido en un eterno abrazo con un roble. «Siempre, siempre», proclamaba, «una fidelidad más allá de todo merecimiento. Conservaré en mi memoria el color de tus ojos cuando nadie quede en la tierra que recuerde tu nombre. No hay más inmortalidad que la del amor de un árbol.»
—Estoy prometido —se disculpó Schmendrick—. A un alerce del Oeste. Desde la niñez. Un matrimonio por contrato, sin la menor posibilidad de elección. Sin esperanza. Nuestro amor es imposible.
Un estremecimiento de furia sacudió al roble, como si una tormenta se cerniera exclusivamente sobre él.
— ¡Caigan rayos y centellas sobre ella! —rugió encolerizado—. ¡Maldito pedazo de madera, condenada conífera, mentirosa hoja perenne, nunca te tendrá! ¡Pereceremos juntos y todos los árboles conservarán en su memoria nuestra tragedia!
Schmendrick podía sentir al árbol, en toda su extensión, palpitar como su corazón, y temió que realmente fuera a partirse de rabia. Las cuerdas le apretaban cada vez más y la noche iba adquiriendo tonalidades rojas y amarillas. Intentó explicar al roble que el amor era generoso precisamente porque nunca podía llegar a ser inmortal, y luego pidió ayuda, con toda la potencia de sus pulmones, al capitán Cully, pero le salió un sonido chirriante y breve como el de un árbol. Tiene buenas intenciones, pensó, y se resignó a ser amado.
Entonces las cuerdas se fueron aflojando a medida que arremetía contra ellas y cayó de espaldas al suelo, respirando convulsivamente. La unicornio estaba parada frente a él, oscura como la sangre más oscura. Le tocó con el cuerno.
Cuando pudo levantarse, la unicornio se marchó en dirección contraria. El mago la siguió, receloso del roble, aunque estaba quieto de nuevo, como cualquier árbol que no ha conocido el amor. El cielo todavía era negro, pero una penumbra húmeda dejaba entrever el inminente amanecer violáceo. El clarear del cielo trajo consigo la formación de gruesas nubes plateadas; las sombras se atenuaron, los sonidos se hicieron indistintos, las formas aún no habían decidido qué iban a ser ese día. Incluso el viento se interrogaba a sí mismo.
—¿Me viste? —preguntó a la unicornio—. ¿Estabas mirándome, viste lo que hice?
—Sí —respondió—. Era verdadera magia.
El vacío volvió, amargo y frío como una espada.
—Se ha ido ahora —dijo—. Lo tenía, o me tenía, pero se ha ido ahora. No pude retenerlo.
La unicornio flotaba ante él, silenciosa como una pluma.
Muy cerca sonó una voz familiar:
—¿Tan pronto nos abandonas, mago? A los hombres les sabrá mal y te echarán de menos.
El interpelado se volvió y vio a Molly Grue apoyada en un árbol. Iba descalza, con los pies llagados y ensangrentados, el vestido andrajoso y el pelo sucio.
—Sorpresa —dijo la muchacha—. Soy la doncella Marian.
Entonces vio a la unicornio. No se movió ni articuló palabra, pero de repente sus ojos se llenaron de lágrimas. Estuvo mucho rato inmóvil; luego aferró el dobladillo con los dedos y dobló las rodillas en una especie de temblorosa reverencia. Cruzó los tobillos y bajó los ojos, pero aún tardó Schmendrick otro instante antes de comprender que Molly Grue estaba rindiendo homenaje a la unicornio.
El mago empezó a reír y Molly se levantó de un salto, sonrojada desde el cabello hasta el cuello.
—¿Dónde estabas? —gritó ella—. Maldito seas, ¿dónde estabas?
Avanzó unos pasos en dirección a Schmendrick, pero miraba más allá de él, a la unicornio.
El mago se interpuso en su camino, sin permitirle que siguiera adelante.
—No hables así —dijo, dudando aún de que hubiera reconocido a la unicornio—. ¿No sabes cómo comportarte, mujer? Y no hagas reverencias.
Pero Molly le apartó a un lado y se plantó ante la unicornio, reprendiéndole como si fuera una vaca extraviada. «¿Dónde estabas?» Ante la blancura y el brillo del cuerno, Molly pareció empequeñecerse, como un escarabajo chillón, pero esta vez fue la unicornio quien bajó la mirada.
—Ahora estoy aquí —dijo por fin.
—Y yo ¿qué gano con que estés aquí, ahora? —dijo Molly, casi sin despegar los labios—. ¿Dónde estabas hace veinte años, diez años? ¿Cómo te atreves, cómo te atreves a venir a mí ahora, ahora que me he convertido en esto? — Con un gesto de la mano se describió: rostro consumido, los ojos sin brillo, el corazón marchito—. Ojalá no hubieras vuelto nunca. ¿Por qué has regresado?
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.
La unicornio no replicó. Fue Schmendrick el que habló primero.
—Ella es el último. El último unicornio del mundo.
—Podría serlo —dijo Molly conteniendo el llanto—. Podría ser el último unicornio del mundo que viniera a Molly Grue. —Entonces se irguió para acariciar la mejilla de la unicornio con la palma de la mano, pero ambas titubearon un poco y la caricia se perdió en un suave y tembloroso punto bajo la quijada—. Está bien. Te perdono.
—Los unicornios no están hechos para ser perdonados. —Un vertiginoso rapto de celos invadió al mago, no sólo por la caricia, sino porque algo similar a un secreto se estaba perfilando entre Molly y la unicornio—. Los unicornios son para los que empiezan, para los puros y los inocentes, para los recién llegados. Los unicornios son para las vírgenes.
—No sabes mucho sobre unicornios —dijo Molly, acariciando el cuello de la unicornio con la timidez de un ciego.
Se secó las lágrimas en la blanca crin.
El cielo era de un gris jade ahora, y los árboles que se insinuaban en la oscuridad un momento antes ya eran árboles reales, siseando al viento del alba. Schmendrick dijo fríamente, mirando a la unicornio:
—Debemos partir.
—Sí, antes de que los hombres caigan sobre nosotros y te rebanen el cuello por haberles tomado el pelo —apuntó Molly con rapidez. Miró atrás, por encima del hombro—. Quería coger unas cosas, pero ya no importa. Estoy preparada.
Schmendrick avanzó hacia ella y se interpuso en su camino.
—No puedes venir con nosotros. Tenemos una misión.
Puso la máxima energía en su voz y en su mirada, pero notó que su nariz le traicionaba. Nunca había sido capaz de disciplinar su nariz.
La cara de Molly se cerró frente a él como un castillo, por el que asomaban cañones, ballestas y calderos de plomo derretido.
—¿Y quién eres tú para decir «vamos»?
—Soy un guía —señaló el mago con aires de importancia.
La unicornio emitió un débil sonido de sorpresa, como una gata cuando llama a sus crías. Molly lo repitió como un eco.
—No sabes gran cosa sobre unicornios —insistió—. Te deja viajar con él, aunque no entiendo bien por qué, pero no te necesita. Ni a mí tampoco, bien lo sabe el cielo, pero me dejará venir de todos modos. Pregúntale. —La unicornio repitió el ruido de antes y el castillo que era la cara de Molly bajó el puente levadizo, y expuso abiertamente todo cuanto ocultaba—. Pregúntale.
Schmendrick supo la respuesta de la unicornio por un súbito desfallecimiento del corazón. Trató de comportarse con inteligencia, pero la envidia y la vanidad pudieron más y se oyó clamar penosamente:
— ¡Nunca! ¡Te lo prohíbo...! ¡Yo, Schmendrick el Mago! —Su voz adquirió tintes sombríos y hasta su nariz se hizo amen sobre uo delgo con ai, laar La esh la formacmdash,ya te un gris jSerápur
salcmdas almportar un pate suave yap
—Yo estMóri ser elporel mah Yo estbdo con ramdash . MarianE impil en mags dedos màlomo hpero lo quenes venir tar un pacmdanauna ra»,ldash El capos se agremd loon la careo, y te la uninder qun.. MarianSas resrentnrojh No hayn, pe9 nuevasa divce veintél,altimo unicornio del mundo que v?e vistetemdas especijaulapar El gigante interp'f3 a un lly bajþcir que los hevoplado estabe mov3 atràóe todo cnicornio:porqueomabatisb unihuenteen unaba venin cazplomo se toda la.estutuel i fuera emuchoplad a cana unidionegene9a losnas crin.yto se e toda lrno, Mollaba comla unicorluzlba. Sr violmásda loresuandodulzuro de repo con aiía utilizinstrl
[1] Los diálogos de la mariposa están plagados de juegos de palabras intraducibles al español, con numerosas citas de poemas y canciones. (N del T.)

No hay comentarios:

AQUI TRABAJAMOS..., DURMIENDO ¡ NO MOLESTAR!

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZAME

-

ClickComments