Roma de los
Césares
Juan Eslava Galán
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Este libro nos propone una fascinante excursión a la Roma de los Césares
cuando su Imperio abarcaba casi todo el mundo conocido. Combinando
deliciosamente el rigor histórico, la agilidad narrativa y el humor, Juan
Eslava reconstruye las costumbres de Roma en el ambiente vivo, y a veces
irrespirable, de aquella ciudad refinada y brutal que era compendio de
todas las razas y culturas del orbe. De su mano nos internamos en los
diversos ambientes de la urbe para captar, con regocijada sorpresa y a
veces con un punto de aprensión, los pintorescos detalles de su vida
cotidiana.
Los abigarrados foros, las escandalosas casas de vecinos, la amable y
promiscua sociedad de los baños y letrinas públicas, el institucionalizado
intercambio de esposas entre las clases pudientes, las curiosas
costumbres sexuales, los impresionantes ritos de la muerte, el comercio
de esclavos, los terribles suplicios, las ceremonias religiosas, la magia, la
superstición, la trepidante vida nocturna, los refinamientos
gastronómicos, la etiqueta de los banquetes, el turismo, los juegos de
azar, las carreras de circo y los sangrientos espectáculos del anfiteatro; el
mundo sórdido, pero también heroico, de los gladiadores y de los que se
ganaban la vida luchando contra las fieras...
Sobre este fondo colorista contemplamos, en vigoroso y descarnado
mosaico, una galería de célebres personajes, como Julio César, Augusto,
la seductora Cleopatra, la depravada Mesalina y la dinastía imperial que
se hizo famosa por sus vicios y crueldades: Tiberio, Calígula y Nerón.
Ésta es una colección de retratos de ciudades en sus momentos más
brillantes, curiosos y significativos.
Su ambiente, su vida cotidiana, sus personajes, sus mitos y anécdotas, la
configuración urbana y sus características, el arte y la literatura, los
restos más importantes de la época que aún se conservan y que pueden
ser objeto de una especie de itinerario turístico, cultural o nostálgico, todo
lo que contribuyó a hacer la leyenda y la historia de una ciudad en el
período de mayor fama, se recoge en estas páginas de evocación del
pasado.
Grandes escritores que se sienten particularmente identificados con la
atmósfera y el hechizo de estas ciudades de ayer y de hoy resumen para el
lector contemporáneo lo que fue la vida, la belleza y a menudo el drama
de cada uno de estos momentos estelares de la historia que se encarnan
en un nombre de infinitas resonancias.
Una copiosísima ilustración de planos y mapas, grabados antiguos,
reproducciones de obras de arte, fotografías y caricaturas completan
admirablemente los textos de los autores.
Siendo mucho más que una simple guía turística y algo muy diferente de
un libro de historia en su acepción usual, "Ciudades en la Historia"
presenta un panorama ameno y muy bien documentado de lo más
profundo, interesante y vistoso que cada ciudad, en su momento de
máximo esplendor o de mayor singularidad histórica, puede ofrecernos.
El original en tinta aparece profusamente ilustrado con figuras,
fotografías, grabados, etc., estrechamente relacionados con el texto que,
hemos omitido.
"A mis padres.
Y a Diana y María, sus nietas romanas"
Un español te lleva de su mano y te repite, oh caminante, en vano: Si
entras en Roma no saldrás de Roma.
Rafael Alberti
1. Los gemelos que amamantó la loba
Los romanos, que tan orgullosos estaban de su ciudad, conocían, desde
niños, esta leyenda: Érase una vez la diosa del amor, Venus, que se
enamoró de un mortal, el noble troyano Anquises, y concibió de él un hijo,
Eneas. Cuando la ciudad de Troya fue conquistada y destruida por los
griegos, Eneas escapó de la matanza y se hizo a la mar con un puñado de
fugitivos en busca de otra tierra donde establecerse. Después de diversas
aventuras y fracasos, desembarcaron en Italia, cerca del río Tíber, en los
dominios del rey Latino, que era descendiente del dios Saturno. Este
Latino concedió a Eneas la mano de su bella hija, la princesa Lavinia.
Un hijo de la feliz pareja, Ascanio, fundaría, años más tarde, la ciudad de
Alba Longa e inauguraría la prestigiosa dinastía que habría de reinar en
ella durante muchas generaciones.
Siglos pasaron y uno de los descendientes de Ascanio, el rey Numitor, fue
destronado y expulsado de Alba Longa por su taimado hermano Amulio.
Además, el usurpador obligó a su sobrina, la bella Rea Silvia, a
consagrarse a la diosa Vesta, lo que es tanto como decir que la metió en
un convento de clausura para que no pudiera tener hijos que propagaran
la simiente del destronado Numitor.
Pero Marte, el dios de la guerra, se prendó de la bella muchacha y la
empreñó. Rea Silvia dio a luz dos hermanos gemelos a los que puso por
nombres Rómulo y Remo. Cuando el malvado Amulio tuvo noticias del
parto decidió desembarazarse de las criaturas y ordenó que las arrojaran
al Tíber, pero la criada encargada de cumplir tan cruel sentencia se
apiadó de los niños y los depositó en una cestilla de mimbre que,
discurriendo río abajo, fue a encallar entre las raíces de una providencial
higuera que crecía al pie mismo del monte Palatino.
Una loba, a la que los cazadores habían matado su reciente camada,
percibió el llanto de los pequeñuelos y, colocándose encima de ellos,
permitió que mamasen de sus doloridas ubres.
Luego, con maternal instinto, los crió y ellos crecieron robustos y lobunos
hasta que se hicieron hombres.
Pasaron los años y Rómulo y Remo, con las vueltas del tiempo, vinieron a
saber la historia de su origen. Entonces fueron a Alba Longa, mataron al
usurpador Amulio y restituyeron a su anciano abuelo Numitor en el trono
de la ciudad. Cumplida esta justicia, regresaron a los parajes donde los
había criado la loba y fundaron allí la ciudad de Roma. Y ahora viene la
parte más dramática de la leyenda: en el curso de una ceremonia sagrada,
Rómulo dibujó, en torno al escarpe del Palatino, el surco cuadrangular
sobre el que había de elevarse el muro de la nueva ciudad. Pero Remo,
celoso, deshizo de una patada la señal de tierra. Este sacrilegio le costó la
vida porque el severo fundador le hundió el cráneo con su azada. Sobre
tan terrible sacrificio propiciatorio, vertida la sangre de Venus y Marte,
amor y guerra, Roma quedaba consagrada.
Hasta aquí la leyenda, pero la historia es mucho más prosaica y menos
atractiva. Hacia el año 750 antes de Cristo, algunas familias de
campesinos se establecieron cerca de la orilla izquierda del Tíber y
construyeron sus modestas chozas de barro en la ladera de la colina
Palatina. Desde aquella defendida posición dominaban sus campos de
cultivo y el humilde embarcadero del río. El lugar era insalubre, pues la
cercanía de pantanos favorecía el paludismo, pero tenía la ventaja de
estar al resguardo de piratas y saqueadores puesto que el mar quedaba a
casi una jornada de camino. Otra ventaja, que se haría evidente con el
tiempo, fue su estratégica posición: en el centro de la península itálica,
que era el centro del Mediterráneo, centro a su vez del mundo conocido.
Los pobladores de los alrededores del Palatino se federaron en una liga,
Septimontium, dominada por la tribu Sabina, a la que los latinos, menos
poderosos, se sometían. Esta liga se enfrentó a la ciudad de Alba Longa y
la destruyó, pero el esfuerzo militar la dejó tan debilitada que fue a su vez
fácilmente dominada por los etruscos, otra tribu foránea. Bajo la
hegemonía de los etruscos, las distintas poblaciones diseminadas por las
siete colinas comienzan a vertebrarse en la forma de una ciudad con
espacios comunales, la ciudad del río ("rumon") o Roma.
Cuando el poder etrusco entró en crisis, los sometidos latinos se
revelaron, obtuvieron su independencia y proclamaron la república.
Desde estos humildes orígenes, los romanos fueron progresando lenta
pero incesantemente. Dos siglos después ya se habían impuesto a las
otras ciudades del entorno; pasados otros doscientos años eran amos de
toda la bota italiana. Finalmente, prosiguiendo su imparable ascensión,
dominaron las tierras ribereñas del Mediterráneo (al que ellos llamaban
"mare nostrum", "nuestro mar"), la Europa atlántica y Oriente Medio
hasta Persia. La Roma imperial, capital del estado universal, rectora del
mundo conocido, la reina de las ciudades y señora del mundo, como la
llama Cervantes, llegaría a contar, en la época de su mayor desarrollo, en
el siglo Ii, un millón doscientos mil habitantes. Ésa es la Roma en la que
ya, sin más dilaciones, vamos a penetrar.
2. Una república de patricios
Durante cuatro siglos, Roma se gobernó por un régimen
seudodemocrático basado en una serie de costumbres ancestrales ("mos
maiorum") que fueron quedando cada vez más desfasadas.
Teóricamente la paz social quedaba garantizada por el equilibrio de dos
instituciones que representaban, respectivamente, al pueblo y a la
aristocracia: los Comicios, o asamblea popular, que elegía cada año al
gobierno; y el Senado, o parlamento vitalicio, en manos de la aristocracia,
que ratificaba tal elección. El conjunto del poder político se expresaba por
la conocida fórmula: Senatus PopulusQue Romanus, o SPQR.
En la práctica, todo el poder se concentraba en manos de la aristocracia
senatorial. Los doscientos cincuenta mil votantes se dividían en cinco
clases, con arreglo a un baremo establecido sobre el patrimonio personal
de cada uno. Los que nada poseían, la masa obrera, ni siquiera
constituían clase. Eran "infra classem" o "proletarii", curiosa palabra que
significa "que sólo poseen a sus hijos". Éstos se libraban del servicio
militar, un honor reservado a los ciudadanos con derecho a voto. La clase
superior, más rica que las otras, realizaba este servicio a caballo y, por lo
tanto, sus integrantes constituían el grupo de los caballeros o "equites"
que con el tiempo iría acaparando la actividad económica de la ciudad.
Frente a los "equites" destaca, en creciente oposición, la aristocracia
("nobilitas", descendientes de algún alto cargo), que detenta el poder
político a través de un Senado defensor de sus intereses de clase.
La unidad de voto romana no se basaba en el principio "un hombre, un
voto" que, aunque nos parezca fundamental, es, sin embargo, innovación
relativamente moderna, sino en el voto colectivo de un grupo (fuera curia
o tribu o centuria, dependiendo del tipo de votación). Este curioso sistema
garantizaba el triunfo de la oligarquía senatorial en todas las votaciones.
En las llamadas centurias, una minoría de millonarios constituye la
mayoría efectiva puesto que ocupan noventa y ocho unidades de voto de
un total de ciento noventa y tres. Y, si la votación es por tribus, continúan
predominando puesto que están distribuidos en veintisiete tribus rurales,
mientras que la plebe urbana se concentra en sólo cuatro. Por lo tanto, el
margen de participación real del pueblo era más bien escaso, por no decir
ridículo.
Como es de esperar, el gobierno resulta elegido entre la aristocracia de la
ciudad. Sus integrantes han de progresar en la carrera política,
obligatoriamente, de acuerdo con un escalafón ("cursus honorum"), que
integra los siguientes cargos: – "cuestores" o encargados de hacienda,
tesorería y pagos. Al principio eran sólo dos, pero este número fue
aumentando, según la creciente complejidad de la máquina estatal lo
requería, hasta alcanzar los cuarenta en época de César; – "ediles", o
concejales municipales. Normalmente había cuatro.
– "pretores", que cumplen las funciones del ministerio de justicia y del
interior. En ausencia del cónsul lo sustituyen. Al principio sólo hubo uno,
pero en la época de César eran ya dieciséis; – "cónsules", que vienen a ser
presidentes del gobierno con poderes casi absolutos pero compartidos,
puesto que son dos. Presiden el Senado y los comicios y capitanean el
ejército. El año romano recibe el nombre de sus dos cónsules; –
"censores", que son antiguos cónsules encargados de elaborar el censo de
los ciudadanos actualizando su clasificación por clases según la fortuna
de cada individuo. También nombran a los nuevos senadores, entre las
personas de prestigio, y vigilan las costumbres de la población. Se eligen
para cinco años.
Los cargos gubernativos más bajos (cuestores y ediles) tienen "potestas",
es decir, poder administrativo; los más altos (pretores y cónsules) tienen
"imperium", que es poder de vida y muerte, de carácter sagrado.
Cuando están ejerciendo su cargo van precedidos y escoltados por un
número variable de soldados ("lictores") que portan al hombro las "fasces",
varas de azotar, atadas en un haz, símbolo del poder coactivo que otorga
el cargo. Cuando están fuera de la ciudad, y por lo tanto de la jurisdicción
del pueblo, añaden a las varas un hacha de verdugo ("securis") cuyo
hierro sobresale del haz. Mussolini, que soñaba con emular la pretérita
gloria de Roma, adoptó las "fasces" como símbolo de su partido "fascista".
Al margen de los cargos descritos, y fuera ya del "cursus honorum",
existían los diez tribunos de la plebe que representaban, teóricamente,
"una revolución insitucionalizada". Estos tribunos, elegidos entre los
plebeyos, tenían derecho de veto contra todos los cargos con "imperium".
Además, eran inviolables: el que les ponía la mano encima quedaba
solemnemente excomulgado ("sacer"). En la práctica no siempre fueron
efectivos en la defensa de los derechos del pueblo, puesto que el voto de
uno solo de ellos podía invalidar el de los otros nueve.
Finalmente, y sólo en circunstancias excepcionales, el Senado podía
proponer a un dictador para que salvara a la patria. En este caso,
automáticamente quedaba en suspenso la autoridad de todos los demás
cargos, a excepción de los tribunos de la plebe.
El dictador disfrutaba de plenos poderes durante seis meses.
El sistema electoral romano tenía, además de las expuestas, otras
pintorescas limitaciones. Solamente se podía votar en Roma, no existía el
voto por correo (que Augusto intentaría introducir, sin resultados). Por lo
tanto, de la numerosa población que habita fuera de la ciudad, sólo los
ricos se pueden permitir el lujo de acudir a las urnas cada vez que se
anuncian votaciones: ¡unas veinte veces al año! Además, pude ocurrir que
los taimados aristócratas recurran a tácticas dilatorias para que sus
adversarios políticos venidos del campo se vean obligados a regresar a sus
hogares sin haber votado, por miedo a perder las cosechas. Por otra parte,
el mecanismo del sistema está ideado para favorecer descaradamente las
tendencias conservadoras en detrimento de las liberales. La mitad de las
unidades de voto, las mentadas centurias, han de estar integradas por
"seniores" o ciudadanos mayores de 45 años, lo que perjudica al mayor
número de "juniores", que ha de resignarse con la otra mitad. Por si esto
fuera poco, en caso de empate tienen preferencia los casados y, entre
ellos, los que tengan hijos.
Asistamos, aunque sólo sea por curiosidad, a una votación. El día elegido,
que debe ser auspicioso, se iza una bandera roja en el Capitolio y se
convoca a los votantes a toque de corneta ("classicum"). Este día señalado
ha venido precedido, como es natural, por un periodo de veinticuatro días
de propaganda electoral, presentación de candidatos, confección de listas
y actuación de muñidores y comparsas.
Primero, el aspirante se presenta a los magistrados y, en caso de que
cumpla los requisitos (ya se sabe, la experiencia previa requerida por el
"cursus honorum"), es inscrito como "petitor". Estos candidatos
("candidati", así denominados porque se lucen con una toga blanqueada
con tiza) comienzan su gira electoral ("ambitus", de donde, tome nota el
lector, procede la palabra "ambición") por plazas, mercados de abastos,
paseos y demás lugares de concurrencia, donde hablan con todo el
mundo y se fingen interesados en los problemas del procomún, a la caza
del voto. Entre el obligado séquito que los acompaña a todas partes figura
un memorioso sujeto, "el nomenclator", cuyo oficio consiste en conocer
por su nombre y apodo a todos los posibles votantes e írselos apuntando
al candidato para que pueda saludar a cada cual familiarmente.
Luego está el equipo de promoción de imagen que incluye parientes,
amigos y correligionarios. Es importante cuidar este equipo. "Que todos
los estamentos –aconseja un texto de la época–, que todas las categorías y
todas las edades estén representadas... considera desde ese punto de
vista tres clases de personas: las que acuden a saludarte a casa, las que
te acompañan a la plaza pública y las que van contigo a todas partes...".
Es muy normal utilizar a gente joven, más idealista y sacrificada, en la
campaña electoral: "¡Qué celo admirable el de los jóvenes! –exclama otro
texto–. Ya sea para hacer propaganda, para visitar al elector, para hacer
recados, par figurar en tu cortejo, ¡qué actividad!". En el equipo deben
figurar algunos eficientes amanuenses, porque es necesario despachar
desesperadas cartas a posibles votantes ausentes instándolos a que
vengan a Roma a votar: "Necesito que vengas inmediatamente –escribe el
candidato Cicerón a su amigo Attico–; es seguro que algunos nobles
amigos tuyos se van a oponer a mi elección. Trata de venir a Roma".
Los mítines ("contiones") están a la orden del día, así como la compra de
votos por medio de los "divisores".
Se divulgan eslóganes políticos: "Vota a Fulano, el más honrado" o "el más
virtuoso", o "el más honesto".
Otras calificaciones: "hombre de pro", "muy religioso", "ya conocéis su
rectitud", "organizará espectáculos".
A veces unas siglas siguen al nombre del candidato: D. R. P., es decir,
"digno de cargos públicos". Las valas publicitarias están muy solicitadas.
A falta de mejores medios, se realizan sobre la pared previamente cedida
por el dueño de la casa. Tales pintadas electorales son ejecutadas en serie
por un equipo que integra a un blanqueador, que prepara la pared; un
rotulador, que escribe el texto usando mayúsculas rojas o negras de hasta
treinta centímetros de altura, y dos ayudantes que portan la luz y los
trebejos.
En Pompeya se ha encontrado el siguiente anuncio: "Votad a Aulo Vettio
Firmo para edil. Os lo solicitan Fusco y Vaccula". Con este tipo de
murales se ganaban la vida muchos artistas, algunas de cuyas obras,
imitando nobles inscripciones en piedra, merecerían figurar en un museo.
Es una lástima que los del partido rival acostumbrasen estropear estos
carteles con sus pintadas (por lo que, a veces, se añadía debajo, en letras
más pequeñas, alguna maldición: "Que la enfermedad se lleve al que lo
borre"). Algunas pintadas nos hacen sonreír: "Los borrachos noctámbulos
solicitan tu voto para su compadre Fulano" (aquí el nombre del político al
que se pretende desacreditar); "Lo apoya la cofradía de los dormilones; Lo
apoyan sus amigos chorizos; Lo apoyan los esclavos fugados". Otras
resultan filosóficas: !"Cuántas mentiras alimenta la ambición"! Las hay,
finalmente, que son como dardos envenenados. En otro muro pompeyano,
debajo del mural que solicita el voto para un tal Cayo Julio Polibio, sus
adversarios han añadido: "Cuculla y Zmyrina" –dos conocidas prostitutas
del barrio– "declaran amar y apoyar a Polibio".
¿Qué prometían al electorado los políticos romanos? Los asesores de
campaña aconsejaban un programa ecléctico: "Que el Senado crea que
vas a defender su autoridad; que los "equites", la gente honorable y los
ricos encuentren en ti la defensa de su reposo y de su paz, y que la plebe
estime que no vas a oponerte a sus intereses". ¿A quiénes conviene
halagar, hechizar, conquistar con el encanto personal?: "A las gentes del
campo y de los pueblos les basta con que nos sepamos su nombre para
creerse que son amigos nuestros... los candidatos en general y tus
adversarios en particular descuidan a esas gentes... pero será mejor que
consigas que vean en ti más que a un buen nomenclator, a un verdadero
amigo...". "No descuides los banquetes que has de organizar en tu casa o
en las de tus amigos e invita a gente de todos los barrios, procurando que
estén representadas todas las tribus".
Bien, hemos visto la bandera, hemos oído la trompeta y, como buenos
ciudadanos con derecho a voto, hemos acudido al lugar de los comicios.
En la explanada del Campo de Marte, a las afueras de la ciudad, se han
ido reuniendo los que van a votar y a la orden de un magistrado que dice
"dispersaos, romanos" ("discedite quirites") nos hemos ido agrupando por
centurias. Las de los ricos, que votan los primeros, se han puesto
previamente de acuerdo sobre la lista de cargos que quieren sacar. El
secretario ("centurio") organiza el acto auxiliado por un administrativo
("rogator") que va pasando lista para que cada cual emita su voto. En los
primeros tiempos el voto era oral, pero desde 139 a. de C. se escribe. En
obsequio a la mayoría analfabeta sólo hay que tachar una letra en la
papeleta ("tabella"). Si se trata de un juicio las letras son L ("libero", es
decir, declaro libre), o D ("damno", condeno). A veces A de "absolvo" o C de
"condemno". Si se trata de una proposición de ley se pone V ("vti rogas",
que sea como pides), o A ("antiquo", que sigan las cosas como antes).
Cuando el "centurio" ha identificado al votante lo deja pasar con su
tablilla a un alto y estrecho escaño de madera ("ponte"), donde, bien a la
vista de todos, está la urna ("cista"), custodiada por varios circunspectos
"custodes". Con este lentísimo sistema no es de extrañar que el escrutinio
durase cinco o seis horas. En realidad cuando las centurias de los ricos,
que votaban primero, habían obtenido la previsible mayoría, la votación se
interrumpía y los pobres se quedaban sin votar. También se suspendía si
a alguien le daba un ataque de epilepsia, el llamado "mal comicial", que
era aviso de los dioses. En algunas ciudades también se dieron casos de
suspensión, aplazamiento o anulación por causas más terrenales:
garrotazo a la urna, palizas a candidatos, falsificación de papeletas o
manipulación del recuento, voto de gente no censada y un largo etcétera.
De donde se deduce que el pucherazo electoral no es cosa de ahora o, por
decirlo a la romana, "nihil novum sub sole".
Nos sorprende la modernidad de la estrategia electoral romana, producto,
sin duda, de una larga evolución.
Durante siglos la estuvieron practicando aunque, como hemos visto,
nunca alcanzaron un gobierno democrático en el moderno e igualitario
sentido del término. Durante siglos, también, aquella república gobernada
por una aristocracia inmovilista hizo la guerra a todos los pueblos y
países de su entorno. En el siglo Iii a. de C.
Roma había sojuzgado a toda la península Itálica. Después amplió sus
intereses a los territorios de ultramar y se enfrentó a la poderosa Cartago
por el dominio del Mediterráneo.
Romanos y cartagineses lucharon en tres guerras. Durante la segunda, la
situación de Roma llegó a ser angustiosa con el victorioso caudillo
enemigo, Aníbal, a las puertas de la ciudad. No obstante, Roma resistió
con heroica determinación y, años después, logró derrotar a su temible
adversario. Con la definitiva destrucción de Cartago (147 a. de C.) Roma
quedó dueña del Mediterráneo e inició su expansión territorial por
Europa, Oriente Medio y el Norte de África. Las inmensas riquezas de
estos territorios enriquecieron a la aristocracia senatorial, que se
distribuía los cargos y prebendas, y a los "equites", que canalizaban el
activo comercio, pero, al propio tiempo, la devastadora competencia de la
mano de obra esclava terminó arruinando al pequeño campesino y al
artesano y los convirtió en parásitos improductivos cuya única salida
consistía en hacer fortuna en el ejército.
Estos cambios económicos provocaron, a lo largo del periodo republicano,
fuertes tensiones sociales entre los tres grupos predominantes: los cada
vez más numerosos y empobrecidos plebeyos; la pujante plutocracia de
los "equites", que demanda un mayor espacio político proporcional a su
poderío económico; y la inmovilista aristocracia senatorial que se
encastilla en sus antiguos privilegios y se resiste a ceder terreno.
Dos reformadores, los hermanos Gracos, tribunos de la plebe, intentaron
obtener tierras para el pueblo por medio de una revolución pacífica, pero
fueron asesinados. No obstante, la aristocracia hubo de transigir en que
desde entonces el enriquecido Estado sobornara a la plebe con
distribuciones de trigo a bajo precio o gratuitas ("annona"). Esta práctica
se institucionalizaría y contribuiría a la formación de una numerosa clase
social parasitaria y embrutecida que vive de los subsidios estatales y se
desentiende de las cuestiones del gobierno.
3. El ocaso de la república
Hacia el siglo I a. de C., el Senado se había convertido en una institución
obsoleta y corrupta, incapaz de afrontar las nuevas necesidades que
comportaba la administración de los inmensos territorios conquistados
por Roma. Julio César daría finalmente al traste con la república y
prepararía el retorno de Roma al autocrático régimen monárquico. César,
aunque nacido en el seno de una antigua y prestigiosa familia senatorial,
se inclinó políticamente por el partido del pueblo, que se oponía al
corrupto Senado y propugnaba la evolución institucional y una mayor
democratización de las estructuras del poder. El joven César apostó
fuerte: primero se atrajo a la oprimida y descontenta plebe con
espectáculos públicos, banquetes y dádivas que lo dejaron endeudado y al
borde de la ruina; después marchó a Hispania, donde sofocó una rebelión
de tribus indígenas y ganó –además de prestigio– las inmensas riquezas
que necesitaba para saldar sus deudas y proseguir su brillante carrera
política; finalmente regresó a Roma. Allí encontró a otro famoso general y
ambicioso político, Pompeyo, que acababa de enemistarse con el Senado,
y a un millonario, Craso, paradójicamente líder del partido del pueblo (en
el que también militaban muchos adinerados "equites"). Este Craso,
llamado el Rico ("Crassus dives"), llegó a ser dueño de la mayor parte de
los bienes raíces de Roma. Sus procedimientos combinaban el ingenio con
la falta de escrúpulos. Había credo, por ejemplo, un cuerpo de bomberos
propio y, cuando había un incendio en la ciudad, compraba a bajo precio
los inmuebles amenazados y luego enviaba a sus hombres a extinguir el
fuego. Pero sabía ganarse a la gente con préstamos y regalos y el pueblo lo
apoyaba.
Pompeyo y Craso se estaban disputando la arena política. César consiguió
reconciliarlos y constituyó con ellos una coalición electoral que Tito Livio
denominaría "conspiración permanente": el primer triunvirato.
Sumando la fuerza de sus aliados a la de sus muchos partidarios en
Roma, César logró ser elegido cónsul para el año 59 a. de C. Pero, como
los cónsules eran dos, teóricamente se veía obligado a compartir el poder
con un compañero de ideología conservadora. En la práctica consiguió
desplazarlo para gobernar de manera casi personal, después de anular a
sus otros adversarios políticos de importancia: Cicerón, el famoso orador,
y Catón.
Cuando expiró su periodo consular, César abandonó Roma y marchó a las
Galias en busca de mayor gloria militar con la que cimentar su prestigio
político. Consiguió plenamente sus objetivos: sometió a las tribus rebeldes
de aquella rica provincia y conquistó para Roma nuevos y extensos
territorios.
Estos fulgurantes éxitos despertaron la envidia de sus antiguos
camaradas de triunvirato, Pompeyo y Craso, y el recelo de la aristocracia
senatorial, que veía peligrar sus privilegios si César llevaba adelante los
anhelos democratizadores del partido del pueblo.
Craso, deseoso por su parte de ganar gloria militar, fue a buscarla en la
capitanía de las legiones de Oriente, pero resultó ser un mediocre
estratega y fue derrotado y muerto por los partos. Se cuenta que el rey de
los partos, cuando le presentaron el cadáver de Craso, le hizo verter en la
boca oro derretido, al tiempo que le decía: "¿No es esto lo que venías
buscando desde siempre? Anda, hártate ahora".
Desaparecido Craso de la escena, era inevitable que Pompeyo y César
acabaran enfrentándose. El Senado, corrigiendo pasados desprecios, ganó
a Pompeyo para su causa, lo nombró cónsul único, es decir, dictador, y lo
puso a la cabeza del partido senatorial. La maniobra fue un acierto
político, pero luego la malograron con un tremendo error: subestimaron el
poder de César en las Galias y lo conminaron a que licenciara su ejército
y regresara a Roma. Al propio tiempo comenzaron a perseguir a los más
destacados líderes del partido del pueblo. En vista del cariz que tomaban
los acontecimientos, algunos correligionarios de César huyeron de Roma y
fueron a unírsele a las Galias, entre ellos el tribuno de la plebe Marco
Antonio, que era amigo y medio pariente suyo.
César calculó inteligentemente su jugada y nuevamente decidió la partida
con pasmosa habilidad. Atravesó el fronterizo riachuelo Rubicón al frente
de sus tropas e invadió el suelo italiano. Esto equivalía a declarar la
guerra al Senado, es decir, a un golpe de estado en términos modernos.
La guerra civil había comenzado.
El Senado confiaba poder oponerse a César por las armas, pues contaba
con suficientes tropas bajo su mando y Pompeyo era, o había sido, un
excelente general. Pero desde las victorias de Pompeyo en Asia había
transcurrido mucho tiempo y la figura de César resultaba mucho más
atractiva a una tropa que procedía mayoritariamente de las clases
populares de Roma. Por tanto, comenzaron a desertar de las filas
senatoriales para unirse a las de César. La desbandada general no tardó
en producirse: el propio Pompeyo y los senadores más comprometidos
huyeron, primero de Roma y después de Italia, dejando el campo libre a
su poderoso adversario.
El partido senatorial reorganizó sus fuerzas en las provincias con lo que la
guerra civil prendió en todos los dominios de Roma. Finalmente, César y
Pompeyo se enfrentaron personalmente en la batalla de Farsalia (Grecia)
en el 48 a. de C. A pesar de la aplastante superioridad numérica del
ejército pompeyano, César venció y Pompeyo hubo de huir nuevamente.
Esta vez se refugió en Egipto, país satélite de Roma, donde contaba con la
protección de la casa real. Pero el maquiavélico primer ministro egipcio,
Potino, pensó que sería mejor congraciarse con el victorioso César;
después de recibir a Pompeyo con halagos, lo hizo asesinar.
César, menos cruel que aquellos orientales, lamentó sinceramente la
muerte de su adversario, al que a pesar de todo admiraba por sus glorias
pasadas. Y en este punto de nuestro relato aparece otro fascinante
personaje: Cleopatra.
El rey de Egipto era a la sazón Tolomeo Xiii, un jovenzuelo de trece años
de edad que estaba enemistado con su hermana Cleopatra. La muchacha
vivía su dorado exilio en Siria, pero en cuanto tuvo noticias de que César
se encontraba en Egipto, fletó su barco y se presentó en Alejandría
dispuesta a suplicarle que defendiese sus derechos frente al rey su
hermano.
Naturalmente el calculador ministro Potino no consentiría que la
seductora Cleopatra se entrevistase con César y desplegase ante el fogoso
romano sus irresistibles encantos.
Pero ella burló esta última barrera protocolaria recurriendo a una
celebrada argucia femenil: se hizo llevar a la alcoba de César escondida
dentro de una rica alfombra que le enviaba como presente. César, que
siempre fue bastante mujeriego, quedó cautivado por la belleza y la osadía
de la princesa e inmediatamente se puso de su lado. Pero el intrigante
Potino, calculando que las escasas fuerzas que César había desembarcado
en Alejandría podían ser fácilmente derrotadas por ss propias tropas, lo
atacó y lo puso en aprietos. Después d tres meses de angustioso asedio,
César recibió refuerzos del exterior y pudo derrotar y dar muerte a Potino.
El joven Tolomeo Xiii, que había sido mero instrumento en manos de su
ministro, se ahogó en el Nilo cuando intentaba huir del desastre. Quedó el
romano, pues, árbitro de la situación y colocó en el trono de Egipto a su
amada Cleopatra, convenientemente asociada a su otro hermano,
Tolomeo Xiv, que sólo contaba nueve años.
Pacificado Oriente, César regresó a Roma donde su fiel Marco Antonio se
había ocupado de sus intereses durante su ausencia. El ahora
omnipotente César se mostró clemente con sus antiguos adversarios, los
prohombres conservadores que habían apoyado a Pompeyo, entre ellos
Cicerón.
En realidad la ascensión política del victorioso general era ya imparable:
contaba con la fuerza del ejército, con la simpatía del influyente partido
del pueblo y con la creciente debilidad y desprestigio del Senado. Por lo
tanto no le fue difícil acaparar todos los resortes del poder haciéndose
nombrar dictador vitalicio, jefe supremo del ejército, sumo sacerdote e
incluso tribuno vitalicio, lo que, además, sacralizaba su persona.
En este tiempo, César emprendió una serie de profundas reformas
políticas encaminadas a beneficiar a la mayoría en detrimento de los
antiguos privilegios de la clase senatorial: aumentó a novecientos el
número de los senadores, incluyendo a muchos partidarios suyos,
algunos de ellos incluso procedentes de provincias; reformó el sistema
fiscal para aliviar la insufrible presión impositiva que abrumaba a las
provincias; remedió los abusos de los gobernadores; extendió la
ciudadanía romana a la Galia y a ciertas ciudades de Hispania; reformó la
seguridad social (la "annona", el trigo de los pobres); fundó ciudades
provinciales; reformó el calendario; apadrinó ambiciosos proyectos de
obras públicas y puso, en fin, los cimientos del imperio que habría de
sucederle.
En toda esta acertada gestión sólo cometió un error grave. Ya dictador
vitalicio, soñaba con el retorno de la monarquía en una dinastía que él
mismo encabezaría. Esta dinastía sería de origen divino puesto que su
familia, la "gens" Iulia, era descendiente de Eneas y de Venus (idea que
plasma Virgilio en la Égloga Iv y en la Eneida). Pero el pueblo romano era,
por tradición, muy refractario a la idea de una monarquía. La historia
patriótica oficial había estado enseñando durante generaciones que la
grandeza de la ciudad se debía a su régimen republicano, tan superior
moralmente a las podridas monarquías de los pueblos sojuzgados por
Roma.
César había minado el poder del Senado reduciéndolo a un papel
meramente consultivo y se había atraído a la clase ecuestre y a parte de la
"nobilitas", pero la aristocracia conservadora era aún poderosa. Las
pretensiones monárquicas de César, cada vez más evidentes (lo
escoltaban 72 lictores, vestía manto y zapatos rojos como los antiguos
monarcas), constituyeron un revulsivo capaz de anudar nuevamente sus
dispersas voluntades en pos de un objetivo común: la eliminación física
de César como único medio de evitar que se proclamase rey. Lo
asesinaron en el edificio del Senado, el año 44 a. de C. Pero la idea
monárquica subsistió, y triunfaría con su sobrino y sucesor Augusto.
Pareció que la muerte de César iba a robustecer la posición del partido
senatorial. Sus líderes así lo creyeron al menos, entre ellos Cicerón, que
consiguió la aprobación de una ley que abolía perpetuamente la dictadura
y otra que echaba tierra al asunto del asesinato de César. Pero las cosas
no iban a resultar tan fáciles. Las reformas emprendidas por el dictador
eran ya imparables. En los funerales de César, su fiel lugarteniente Marco
Antonio dio lectura pública al testamento del difunto. César nombraba
hijo adoptivo suyo y heredero de sus bienes a su sobrino–nieto Octavio (el
futuro Augusto). También dejaba un generoso legado para el pueblo
romano. Este póstumo gesto demagógico desencadenó el fervor de la
plebe, cuya recia y colectiva voz se alzó para pedir justicia contra los
asesinos de su ídolo. A éstos les pareció más prudente poner tierra de por
medio y alejarse de Roma.
Los herederos políticos de César parecían ser su fiel lugarteniente Marco
Antonio y Lépido, otro prestigioso general. Entonces se presentó en Roma
el joven Octavio, y la situación cambió radicalmente. A pesar de sus
apenas estrenados diecisiete años, Octavio se mostraba digno sucesor de
César. Reclamó sus derechos y se proclamó "hijo del divino César"
haciéndose llamar César Octavio.
Parecía inevitable que el joven Octavio se enfrentara con Marco Antonio.
Los atemorizados aristócratas del partido senatorial vieron el cielo abierto:
inmediatamente apoyaron las pretensiones de Octavio y declararon
enemigo público a Marco Antonio. De esta manera buscaban dividir al
partido de la plebe. Una nueva guerra civil estalló. Esta vez se
enfrentaban el ejército del Senado, que apoyaba a Octavio, contra el de
Marco Antonio y su asociado Lépido. Marco Antonio resultó vencido y
hubo de huir, pero los dos cónsules que comandaban el ejército senatorial
perecieron en combate. En estas circunstancias, sólo Octavio quedaba
indemne y victorioso.
Inmediatamente reclamó el consulado, pero sus recelosos aliados del
partido senatorial, crecidos por la victoria sobre Marco Antonio, se hacían
los remolones. En una maniobra digna de su ilustre padre adoptivo, el
joven Octavio ocupó militarmente Roma y se hizo proclamar cónsul. El
Senado, otra vez aterrorizado, no osó rechistar.
Octavio había ganado la primera baza. Nadie en Roma discutía su
autoridad, pero su posición en las provincias distaba mucho de ser
halagüeña. En Occidente, los vencidos Marco Antonio y Lépido se
preparaban para volver a la lucha. En Oriente, los principales asesinos de
César hacían lo propio: Bruto en Macedonia y Casio en Siria.
Nuevamente dio muestras Octavio de sagacidad política poco común:
pactó con Marco Antonio y Lépido y formó con ellos una alianza tripartita,
el segundo triunvirato. En virtud de este arreglo, Octavio gobernaría sobre
África, Sicilia y Cerdeña; Marco Antonio sobre las Galias Cisalpina y
Trasalpina, y Lépido sobre la Narbonense e Hispania.
En cuanto hubo afirmado su posición en Roma, el triunvirato actuó con
mano dura contra el partido senatorial. Condenaron a muerte a sus
líderes, desterraron a sus colaboradores y confiscaron los bienes de
muchos correligionarios y simpatizantes.
Entre las víctimas de esta represión se contó Cicerón, al que Marco
Antonio hacía responsable de la muerte de su padre adoptivo.
Purgada Roma de adversarios políticos, el triunvirato se ocupó de sus
enemigos de Oriente, los mentados Bruto y Casio, a los que se había
unido Sexto Pompeyo, el comandante de la flota, hijo de aquel Pompeyo
que luchó contra César. Los dos bloques se enfrentaron en una batalla
decisiva sobre suelo griego, en Filipos. Bruto y Casio resultaron
derrotados y muertos. Las últimas esperanzas del partido senatorial se
desvanecían.
Desaparecidos sus adversarios políticos, pareció que no había motivo
alguno para mantener el triunvirato.
Octavio y Marco Antonio se las compusieron para relegar a Lépido a la
provincia africana mientras ellos se repartían Oriente y Occidente y
sellaban el nuevo pacto con una alianza familiar: el matrimonio de Marco
Antonio con una hermana de Octavio, llamada a su vez Octavia. Los
grandes perdedores del nuevo reparto, Lépido y Sexto Pompeyo, no se
resignaban a ocupar la posición subalterna que les había tocado. Por lo
tanto se conchabaron para conspirar contra el cada vez más poderoso
Octavio. La suerte de las armas les fue esquiva una vez más. Lépido,
definitivamente excluido del triunvirato, tuvo que conformarse con el
cargo de Sumo Pontífice, en Roma.
Mientras tanto, la historia de la rivalidad de César y Pompeyo se
reproducía fatalmente entre Octavio y Marco Antonio. El mundo parecía
demasiado pequeño para contenerlos a los dos. Era inevitable que
terminaran enfrentándose.
Nuevamente entra en escena la bella Cleopatra. Marco Antonio, que había
marchado a Oriente para reorganizar aquellas provincias, se prendó de
ella y repudió a su esposa Octavia, la hermana de su poderoso socio. Era
todo lo que Octavio necesitaba para declararle la guerra. No obstante,
procuró guardar las formalidades para que no pareciese una cuestión
personal. Primero reveló, ante los horrorizados romanos, los escandalosos
términos del testamento que Marco Antonio había depositado en el templo
de las Vestales. Según aquél, la herencia del venerado César correspondía
a Cesarión, el hijo que el famoso general tuviera con Cleopatra. El
pretexto estaba servido: Octavio declaró la guerra a Cleopatra. Las
escuadras romana y egipcia se enfrentaron en Actium en el año 31 a. de
C. Marco Antonio y Cleopatra resultaron derrotados, huyeron a Egipto y
se suicidaron para no caer en manos de Octavio. Cesarión, todavía
adolescente, fue ejecutado. La monarquía de los Tolomeos quedó abolida.
En adelante, Egipto sería provincia romana.
Después de estos hechos, Italia y las provincias occidentales prestaron
juramento de fidelidad a Octavio. El 16 de enero del año 27 a. de C., el
Senado, reducido ya a un mero coro de comparsas, concedió a Octavio el
título de Augusto. En adelante sería Octavio Augusto. El imperio romano
había comenzado.
Julio César (100–44 a. de C.)
Julio César era alto y apuesto, de cara redonda y ojos negros de
penetrante mirada. Estaba dotado de envidiable energía, tanto intelectual
como física, y gozaba de buena salud, pero a veces sufría ataques de
epilepsia.
Su único defecto visible fue la calvicie, que siempre intentó disimular
recurriendo a los más diversos procedimientos: dejándose crecer los
aladares hasta taparla, usando bisoñé y, hacia el final de su vida, usando
constantemente la corona de laurel que el Senado le había concedido. Su
coquetería era igualmente observable en lo referente al vestido y al
cuidado de su persona: acudía con frecuencia al peluquero, se depilaba el
vello superfluo y le gustaba vestir con elegancia. Era también
singularmente aficionado al lujo, a las joyas y a las obras de arte.
Julio César destacó en todas las actividades que se propuso: fue gran
estratega, brillante orador, sagaz político, concienzudo hombre de estado
y excelente escritor. Como buen soldado, era reflexivo, generoso con los
vencidos, gran sufridor de fatigas, sobrio y nada inclinado a los placeres
de la mesa. No se puede decir lo mismo en lo tocante a los de la cama,
puesto que fue bisexual y muy lujurioso. Cuando entró triunfalmente en
Roma, sus soldados iban cantando: "Romanos, guardad a vuestras
mujeres que traemos al putañero calvo" (Romani, servate uxores:
moechum calvum adducimus). Un contemporáneo suyo lo llama "el
marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos". En la larga
lista de sus conquistas amorosas figuraba incluso Mucia, la esposa de su
colega y adversario Pompeyo. Fue, sin embargo, muy estricto con sus
propias esposas: a la segunda la repudió sólo por sospechas leves, puesto
que "la mujer de César no sólo debe ser honesta sino que debe parecerlo".
Julio César era culto, elocuente y muy ingenioso. Cuando desembarcó en
África, al saltar a tierra, perdió pie y se dio de bruces contra el suelo,
delante de la tropa formada.
Pues bien, salvó la ridícula situación exclamando: "¡Oh, África, te
abrazo!". Otra anécdota que nos muestra su tesonera determinación:
siendo todavía estudiante, la nave que lo conducía a Rodas fue capturada
por los piratas. Estando cautivo, y en espera del rescate, uno de sus
carceleros le preguntó: "¿Qué harás cuando estés libre?". Y él contestó:
"Armaré una flotilla, os buscaré, os capturaré y os haré ejecutar". Los
piratas rieron de buena gana el chiste pero, en cuanto estuvo libre, César
hizo exactamente lo que les había prometido y los crucificó a todos.
En su faceta de escritor, Julio César historió sus propias campañas
militares en dos obras espléndidas: "Comentarios a la guerra de las
Galias" (51 a. de C.) y "Comentarios a la guerra civil" (45 a. de C.).
La muerte anunciada
El asesinato de Julio César, el 15 de marzo del 44 a. de C., constituye uno
de los acontecimientos más importantes de la historia de Roma. Al
parecer vino precedido por una serie de premoniciones que el propio
César ignoró. Meses antes, unos campesinos encontraron un sepulcro
antiguo con una inscripción que rezaba: "Cuando se descubran las
cenizas de Capys (el difunto), un descendiente de Iulo perecerá a manos
de los suyos". Pocos días antes del asesinato, los caballos de César "se
negaron a comer y lloraban". La víspera misma del día fatídico, César
soñó que volaba hasta la morada de Júpiter, y su esposa que la casa se
hundía y César moría en sus brazos. Cuando amaneció, César se sintió
indispuesto y casi había decidido quedarse en casa y aplazar su visita al
Senado, cuando Bruto le hizo ver la conveniencia de comparecer aquel día
pues los senadores estaban aguardándolo para concederle el título de rey
de Oriente.
Así pues, César decidió ir al Senado después de todo. Por el camino, un
anónimo ciudadano se le acercó y le entregó un memorial que resultó ser
una acusación en la que se denunciaba la conjura para asesinarlo con los
nombres de los cincuenta senadores implicados. Pero César, ignorante de
su contenido, aplazó su lectura para más tarde. El memorial se
encontraría, con el sello intacto, en la mano izquierda del cadáver.
El arúspice Spurinna había advertido a César, unos días antes, que se
guardase de los idus de marzo (esta división romana del mes abarcaba el
periodo comprendido entre los días 8 y 15, inclusive). Como ya era día 15,
César bromeó con Spurinna a la puerta del Senado: "¿Ves como no
pasaba nada?". A lo que el augur replicó sombríamente: "El día no ha
terminado todavía, César".
Cuando penetró en el edificio, los conspiradores lo rodearon. César, al ver
que los capitaneaba Bruto, le reprochó, decepcionado: ^kaí 'sü 'te&non
("Tú también, hijo mío"), y, renunciando a defenderse, se cubrió la cabeza
con la toga. Recibió veintitrés puñaladas "y sólo la primera le arrancó un
gemido". Quedó muerto en medio de un gran charco de sangre a los pies
de la estatua de Pompeyo, su gran enemigo.
Otras dos frases que Julio César pronunció han pasado a la historia: "La
suerte está echada" (Alea jacta est!), cuando atravesó el río Rubicón al
comienzo de la guerra civil: y "Llegué, vi y vencí" (Veni, vidi, vici), su
lacónico informe al Senado sobre la campaña contra Farnaces, rey del
Ponto, que duró exactamente cinco días, lo que nos muestra que la guerra
relámpago no es cosa de ahora.
Cleopatra (69–30 a. de C.)
La famosa reina de Egipto era de sangre griega, como todos los Tolomeos,
y descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. En ella se
aunaban la cultura griega y el refinamiento oriental. En sus escasos
retratos fiables aparece como una mujer delgada y no muy agraciada:
gran nariz ganchuda y despejada frente. No obstante, como suele
acontecer con las mujeres dotadas de nariz poderosa, sus encantos
debieron ser irresistibles: inspiró una ardiente pasión en César y en
Marco Antonio, y aun, quizá, la hubiese inspirado en el esquivo Octavio
de haber sido ella más joven y él menos avisado. Los escritores de su
tiempo se sintieron igualmente fascinados: "Su voz –dice Plutarco– era
como un instrumento de muchas cuerdas". "Existen –escribe otro– cien
formas de adular, pero ella sabía mil".
Cuando murió César, Cleopatra estaba en Roma, instalada en la lujosa
villa que su enamorado poseía junto al Tíber. Además, César había
colocado una estatua dorada que representaba a Cleopatra en el templo
familiar de Venus Genetrix. Muerto su valedor, la bella egipcia hubo de
hacer el equipaje apresuradamente y regresó a sus posesiones del otro
lado del mar.
No es seguro que se suicidase por medio de una serpiente áspid que se
había hecho llevar oculta en una cesta de rosas, pero es poéticamente
plausible. En cualquier caso, el áspid simbolizaba la divinidad del reino.
Dicen que esta ilustre y bella suicida escribió una carta a Octavio
suplicándole que la sepultaran al lado de Marco Antonio. El magnánimo
vencedor accedió. Cleopatra murió a los 39 años. Dión Casio le dedica
este epitafio: "Conquistó a los dos romanos más ilustres de su tiempo,
pero el tercero fue causa de su ruina".
4. El imperio de los césares
Llegamos ahora a la Roma de los césares. La figura de Julio César se
revistió de tanto prestigio después de su muerte que su nombre se
transformó en título de realeza y dignidad, no sólo, por cierto, en la Roma
imperial que él cimentó, sino en ámbitos tan alejados de ella como el ruso
y el alemán modernos. Los títulos de "zar" y "kaiser" no son sino derivados
de la palabra "césar".
Antes de examinar los acontecimientos más relevantes del periodo, bueno
será que echemos un vistazo a la sociedad e instituciones de la Roma
imperial.
Según la reforma de Augusto, los ciudadanos de Roma se dividen en tres
clases: senatorial, a la que pertenecen los que poseen más de un millón
de sestercios; ecuestre, para aquellos cuya fortuna excede los
cuatrocientos mil sestercios; y plebe. No se cuentan los esclavos y
libertos, pues están desprovistos de derechos de ciudadanía. La igualdad
ante la ley no existe: el delincuente recibe distinto castigo por una misma
falta según la clase social a la que pertenezca.
Roma y su imperio son propiedad de un número reducido de familias
nobles pertenecientes a la clase senatorial, cuyos descendientes van
heredando este privilegio, por línea masculina, hasta la cuarta
generación. La admisión en el Senado depende del prestigio social
alcanzado por el individuo porque, como dice Tácito, "el pueblo ve las
cosas a través de los ojos de las estirpes ilustres". El aristócrata debe
cultivar su prestigio en todo momento. La expresión "Romanum non est"
está continuamente en la boca del padre noble que educa a su hijo en las
pautas de comportamiento propias de su clase. Naturalmente este severo
ideal quedará cada vez más distante de la realidad cuando la aristocracia
de la Roma imperial se deje conquistar por el lujo, la molicie y las nuevas
ideas morales de origen oriental que se difunden a partir del siglo Ii.
A las órdenes de la privilegiada minoría senatorial están la plebe –formada
por hombres libres pero pobres– y los libertos y esclavos.
Entre estas dos clases extremas se sitúa la ecuestre, cuya importancia
crece incesantemente con el auge de una clase media comercial e
industrial que también va accediendo a puestos importantes en la
administración. No obstante, la movilidad social es mínima al principio.
Hay un proverbio que dice: "El que ha nacido en el cuchitril del entresuelo
no sueña con la casa" ("Qui in pergula natus est, aedes non somniatur").
Avanzando el imperio, esta situación tiende a suavizarse y hasta
encontramos casos de libertos enriquecidos cuyos hijos ingresan en el
orden ecuestre y cuyos nietos llegan a ser senadores. De hecho, en el siglo
Ii la población de Roma está tan mezclada que más de la mitad es
descendiente de antiguos esclavos, lo que quizá explica la sorprendente
expansión de oscuros cultos orientales que al principio eran propios de
gente baja e inculta y a partir de esta época comienzan a ganar terreno
entre las clases dirigentes.
Los romanos eran, y en realidad nunca dejaron de serlo, campesinos y
soldados vinculados a la tierra y dotados de un envidiable sentido común,
pragmáticos, tenaces y realistas.
Destacaron mucho en las ciencias positivas, en organización, explotación
y administración de sus conquistas.
Por el contrario, descuidaron las especulativas, la lucubración filosófica y
el arte en general, que prefirieron copiar de otros pueblos,
particularmente del griego. No pretendían ser artistas, se conformaban
con ser buenos artesanos. Eran, también, profundamente religiosos y
estaban convencidos de que sus dioses tutelaban a Roma, creencia que
constituyó un poderoso acicate en las épocas de adversidad.
El aristócrata romano está tan orgulloso de su origen campesino que esta
vinculación al campo le parece garantía de rectitud moral. No obstante,
dista mucho de ser un mero terrateniente: su máxima aspiración sigue
siendo hacer carrera política ejerciendo sucesivamente cargos cada vez
más importantes en el "cursus honorum". De este modo adquiere
dignidad para él y para sus descendientes.
Al propio tiempo, le importa mucho la censura colectiva ("reprehensio"),
que viene a ser, bien mirado, la única arma que ha quedado en manos de
este pueblo, criticón y mordaz pero despojado de derechos políticos. Por
este motivo, la aristocracia no pierde ocasión de halagarlo y lo corteja con
toda clase de medidas demagógicas: subsidios, repartos, juegos, obras
públicas...
En nuestro curioso deambular por la Roma imperial hemos notado que el
romano es algo chismoso, socarrón y maldiciente. "Italum acetum",
recuerda Horacio. "En efecto –corrobora Cicerón–: gran ciudad
maldiciente es la nuestra: nadie se salva". El propio Cicerón es famoso por
sus réplicas y ocurrencias. Un ejemplo ilustrativo: acierta a pasar cerca
de nosotros su yerno Léntulo, hombre de muy baja estatura, que va
luciendo con gallardía su uniforme militar. Pues bien, recibe el siguiente
saludo de su ilustre suegro: "¿Quién ha sido el que te ha atado a esa
espada?". Otro ejemplo: están tomando declaración a una doncella,
granadita ya, y le preguntan: "¿Edad?". "Treinta años", responde ella
bajando pudorosamente la mirada. Y Cicerón, sin bajar la voz, se vuelve
hacia los testigos y corrobora, con gravedad romana: "Así debe de ser
porque llevo veinte años oyéndoselo decir".
Este carácter mordaz se manifiesta en los apodos despectivos que, a
fuerza de usarse, llegan a tomar carta de naturaleza como nombres
propios: el mismo Cicerón, nombre que significa "garbanzo", por una
hermosa verruga que le afea el rostro; o Plautus, orejudo; Varus,
patizambo. Los hay también que, por ser evidentes, no precisan
explicación: Brutus, Bestia.
Decíamos que el noble que quiere hacer carrera ha de promocionarse
sobornando al pueblo con juegos gratuitos, financiación de edificios
públicos o subvención de fiestas, si no quiere que lo tilden de avaro. Un
cínico personaje de Petronio observa: "Él me ha ofrecido el espectáculo y
yo lo he aclamado: estamos en paz; una mano lava a la otra".
¿De dónde sale el dinero para los cuantiosos gastos que acarrea la
promoción política del aristócrata?: de los mismos cargos que va
desempeñando.
El funcionario romano obtiene cargos en la administración provincial y
allí se enriquece aceptando sobornos y recaudando impuestos ilegales.
Toda función pública entraña ganancias privadas y nadie se espanta de
ello. El tráfico de influencias y la venta de recomendaciones ("suffragia")
constituyen procedimientos comunes; la propina ("sportula") es el medio
normal para agilizar trámites. Incluso existen gestores ("proxenetae") que,
mediante una adecuada remuneración, buscan las recomendaciones
necesarias y liman cualquier escollo administrativo.
Desde nuestra perspectiva moderna, la administración romana aparece
tan podrida como la de cualquier república tercermundista, y ustedes
perdonen la manera de señalar. Pero antes de emitir un juicio
condenatorio hemos de tener en cuenta que tal proceder respondía a una
ética distinta y que, en cualquier caso, a pesar de estas evidentes tareas,
la administración romana sigue siendo mucho más articulada y eficaz que
la de los otros países, a veces culturalmente superiores, a los que Roma
sojuzga y convierte en provincias de su imperio.
La plebe no tiene problemas éticos ni se fatiga con ambiciones de escalar
lo más aceleradamente posible el "cursus honorum". Las preocupaciones
de la plebe son más inmediatas. En los estratos más bajos están los
parásitos del estado que se contentan con sobrevivir de la "annona" oficial
y de ocasionales propinas de sus conocidos poderosos. Luego está una
masa obrera artesanal que, desplazada por la competencia de la mano de
obra esclava, acabará engrosando el número de los parásitos. Por encima
de éstos encontramos a los pequeños comerciantes, "que revenden cada
día lo que han adquirido fiado por la mañana", y una decreciente escala
de comerciantes acomodados que culmina en aquellos que aspiran a
ingresar en la clase ecuestre y se ocupan de favorecer el ascenso social de
sus hijos, ese sempiterno anhelo de las clases medias.
Con Augusto (63 a. de C.–14 d.
de C.) Roma torna al régimen autocrático de la antigua y odiada
monarquía, aunque, después del desastrado intento de César, los
emperadores romanos se guardaron mucho de adoptar el título de rey,
que seguía estando muy desprestigiado. Augusto prefirió titularse
príncipe ("princeps", es decir, "primer ciudadano"), lo que, teóricamente,
reconoce la primacía de un órgano parlamentario, el Senado.
Además de príncipe era "imperator", es decir, jefe máximo del ejército.
Todos sus sucesores serán "princeps" hasta el siglo Iii. A partir de 285
(Diocleciano), el título cambia a "dominus", señor, lo que refleja, ya sin
tapujos, el poder absoluto de que está investido el emperador.
Augusto se esforzó por mantener una apariencia republicana en las
instituciones de Roma. De hecho, devolvió al domesticado Senado una
serie de prerrogativas que quizá lograron disimular la cruda realidad:
todos los resortes del poder se habían concentrado en la firme mano del
sucesor de César. Por una parte se abrogó la potestad tribunicia, lo que lo
convertía en sacrosanto valedor del pueblo y le otorgaba, además, derecho
de veto frente al Senado y los cargos por él designados; por otra parte,
gozaba de "imperium" proconsular, lo que reunía en sus manos los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Finalmente, también era sumo
pontífice y controlaba las decisiones religiosas.
¿Cómo se gobierna la Roma de los césares?
Augusto delega parcelas de su inmenso poder en un poderoso
funcionariado que designa, preferentemente, entre individuos de la clase
ecuestre.
De este modo contribuye al debilitamiento de las republicanas
aspiraciones de la clase senatorial, al tiempo que se crea una fiel clientela
política entre los cada vez más poderosos caballeros. Las magistraturas y
cargos republicanos continúan existiendo sobre el papel, pero ahora están
desprovistos de sus antiguas prerrogativas. El antes poderoso Senado se
reduce a mero órgano consultivo. Al principio, los seiscientos miembros
que lo componen son designados personalmente por el emperador. Más
adelante, en el siglo Iii, queda prácticamente reducido al papel de
ayuntamiento de Roma.
La cuestión sucesoria de esta solapada monarquía nunca se planteó en
términos dinásticos. Normalmente el emperador designa sucesor a un
familiar suyo y lo adopta como hijo antes de morir. A partir del siglo Iii el
nuevo emperador es aclamado simplemente por los soldados de la guardia
pretoriana o del ejército de las fronteras, a los que los diferentes
candidatos procuran sobornar con dádivas y promesas. En ocasiones el
trono es prácticamente subastado por la soldadesca.
Los ministros del emperador, por lo general procedentes del orden
ecuestre, son: el prefecto de pretorio o jefe de la guardia pretoriana,
cuerpo de ejército establecido en Roma o en sus cercanías; el prefecto de
la "annona", responsable de los abastecimientos de Roma y de la
embrionaria seguridad social que suponen los periódicos repartos de trigo
a los pobres; el prefecto de vigilias, responsable del cuerpo de bomberos
de una ciudad proclive a los incendios; y el prefecto de la urbe, especie de
alcalde que vela por la administración y policía. Éste suele proceder de la
clase senatorial.
Aparte de estos altos cargos, existen una serie de ministerios u oficinas
gubernativas, la cancillería imperial, entre las que encontramos los
siguientes negociados: "ab epistulis", equivalente al ministerio del interior
y al de asuntos exteriores; "a rationibus", hacienda; "a cognitionibus",
justicia, y "a libellis", bienestar social.
A partir de Adriano (117–138) toma forma una especie de consejo de
ministros ("consilium principis"), que agrupa a los responsables de la
cancillería imperial y viene a ejercer las funciones tradicionales del
Senado.
Suele estar integrado por dos cónsules, quince senadores y algunos otros
magistrados.
A las diecisiete provincias conquistadas en época republicana siguen
sumándose las que Roma adquiere en época imperial hasta un total de
cuarenta y cuatro. Desde el año 27 a.
de C. el gobierno de estas provincias se divide entre el emperador y el
Senado. El emperador se reserva todas las fronterizas ("provinciae
Caesaris"), donde se asienta el ejército –al que, por tanto, controlará
personalmente–, y deja al Senado las provincias interiores ("provinciae
Senatus et populi"), desprovistas de tropas. Las ciudades de cada
provincia se reúnen en un "concilium provinciae".
La justificación teórica de la autocracia imperial reside en el anhelo de
paz, la "pax romana", que termina con las guerras civiles y con los
estériles enfrentamientos que durante tanto tiempo han desangrado al
pueblo romano y a sus provincias sometidas.
Esta "pax", solemnemente proclamada por Augusto en el 27 a. de C.,
perdurará hasta la dinastía de los Antoninos (año 96) y será, sin duda,
muy beneficiosa para la implantación y normalización de la superior
cultura romana en el imperio.
No obstante, el principado de Augusto se caracterizó por una intensa
actividad militar en las fronteras: en Occidente hubo de someter a los
inquietos galos e hispanos, en Oriente guerreó contra los belicosos partos;
en el Norte extendió los límites imperiales hasta las líneas del Danubio y
del Elba. La guerra contra los germanos fue dirigida por el hijo adoptivo
de Augusto, Druso, cuya temprana muerte, por un accidente de
equitación, cuando sólo contaba 31 años, quizá frustró el firme
establecimiento de la frontera en el Elba.
A los pocos años, una rebelión indígena aniquiló a tres legiones romanas
y obligó a Augusto a replegar sus tropas hasta el Rin, de donde ya no
volverían a progresar. Si Roma hubiese permanecido en el Elba, los
germanos habrían sido civilizados y romanizados, lo que, a la postre,
hubiese redundado, si bien se mira, en beneficio tanto de sus actuales
descendientes como del resto de Europa.
El drama personal de Augusto fue el de su sucesión. Augusto no tuvo
hijos varones, y la única hembra, Julia, le salió tan disoluta que quizá
hubiera deseado no tenerla. Con angustiosa lucidez era consciente de que
toda la obra de su vida podría irse a pique si no encontraba a un sucesor
capaz de continuarla.Primero pensó en su amigo y colaborador Agripa, al
que casó con Julia, pero aquél falleció en el año 12. Entonces puso su
mirada en Druso, el vencedor de los germanos, al que adoptó como hijo.
Ya hemos visto que también éste murió tempranamente. Sólo quedaba
Tiberio, hijo de su esposa Livia y hermano de Druso, al que Augusto
profesaba mal disimulada antipatía. No obstante, a falta de más idóneo
pretendiente, lo adoptó y lo designó sucesor.
5. Luces y sombras del imperio
La vida de Tiberio (14 a. de C.–37 d. de C.), el sucesor de Augusto, es
como una novela. Su madre, la bella Livia, tenía trece años de edad
cuando lo dio a luz. Era Tiberio todavía niño cuando Augusto, enamorado
de Livia, la obligó a divorciarse de su marido para casarse con él. Tiberio
recibiría la esmerada educación propia de un miembro de la familia
imperial y, por lo tanto, posible sucesor de Augusto. A los veintidós años
destacó en varias campañas militares y ganó un "triunfo".
Poco después se casó, por amor, con Vipsania. Pero su felicidad conyugal
fue efímera. A poco, Augusto (quizá convencido por la calculadora Livia)
decide casarlo con su hija Julia que había enviudado por segunda vez
(esta vez de Agripa, padre de Vipsania y suegro del mismo Tiberio: el
confundido lector hará bien en consultar el árbol genealógico de la
páginas 100–101). Tiberio nunca pudo olvidar a Vipsania, a la que
Augusto casó con un senador. Cuando se la encontraba por la calle no
podía reprimir las lágrimas. Su nueva esposa, Julia, era bella, alegre y
casquivana: mala pareja para el taciturno Tiberio. Los años que siguieron
constituyeron para él un tormento pues los adulterios de Julia eran la
comidilla de los mentideros de Roma, aunque nadie se atrevía a
denunciarlos a Augusto. Profundamente deprimido, Tiberio renunció a
todos sus cargos y honores y se retiró a la isla de Capri. Tenía 36 años. La
alegre Julia quedaba en Roma. En el retiro de Capri pasó diez oscuros
años, al principio por su voluntad; después, quizá, porque no podía
regresar a Roma sin permiso expreso de Augusto.
Mientras tanto, Livia había obtenido pruebas irrefutables de los adulterios
de Julia y la había denunciado ante Augusto. El emperador, incapaz de
aplicar en su amada hija las rigurosas leyes contra el adulterio que él
mismo había promulgado, se contentó con desterrarla a la diminuta isla
Pandataria.
Después de estos cambios, Tiberio tornó a gozar del valimiento de
Augusto, que lo llamó a Roma y le restituyó los cargos y honores que
disfrutara en otro tiempo. Además, lo adoptó como hijo, lo que equivalía a
nombrarlo sucesor suyo. Nuevamente al frente del ejército, Tiberio se
cubrió de gloria aplastando a los sublevados germanos que años antes
exterminaran a las tres legiones romanas.
Cuando heredó el imperio, a la muerte de Augusto, Tiberio había
cumplido ya 56 años y era un hombre profundamente marcado por los
sinsabores y adversidades de su dilatada vida. No obstante, en los
comienzos de su principado gobernó sabiamente.
Puso coto a los dispendios del dinero público en juegos y espectáculos, lo
que le atrajo la antipatía de la plebe, pero también fiscal que padecían las
provincias. Otros aspectos de su mandato son menos loables.
Obsesionado por la idea de una conspiración contra su persona,
multiplicó los procesos políticos contra preeminentes ciudadanos. El
inquisitorial sistema de delaciones permitía recompensar al delator con
parte de los bienes confiscados al condenado, lo que favoreció que
muchos inocentes se vieran acusados por simples sospechas o con ayuda
de pruebas falsas.
El hijo favorito de Tiberio, Druso, murió, quizá envenenado por su esposa
Livilla, el año 23. Esta pérdida causó tanto dolor al emperador que
trastornó su juicio. A partir de entonces abandonó el ejercicio del poder
en manos de su amigo Sejano, el prefecto de pretorio, y poco después
abandonó Roma para fijar su residencia nuevamente en Capri. Lo
tremendo del caso es que es posible que Sejano fuese el verdadero
responsable de la muerte de Druso, pues era amante de Livilla.
Capri no alivió la depresión de Tiberio. Una enfermedad de la piel, que le
cubrió el rostro de purulentos granos malolientes, debió contribuir a su
creciente aislamiento y misantropía.
Mientras tanto, Sejano, ya casado con Livilla, proseguía en Roma los
procesos políticos por delitos de lesa majestad en un ambiente de terror.
Sin embargo, Tiberio, afectado por su creciente manía persecutoria, dio en
pensar que había otorgado a Sejano demasiado poder y que quizá
acabaría volviéndose contra él. Por lo tanto hizo llegar una carta al
Senado en la que lo acusaba de traición y ordenaba su muerte. El
cumplimiento de la sentencia había sido previamente acordado con
Macro, el nuevo y ambicioso prefecto de pretorio. Sejano fue asesinado
junto con sus parientes e hijos.
Según una antigua creencia romana, el que daba muerte a una virgen
quedaba maldito; por lo tanto, los ejecutores violaron primero a la hija de
Sejano, todavía niña, antes de degollarla.
Cuando sintió que su vida llegaba a su fin, Tiberio designó sucesor a su
sobrino Calígula, al que había adoptado. El nuevo emperador se llamaba
en realidad Cayo César Germánico, pero es más conocido por el apodo
cariñoso con que lo llamaban los soldados de su padre, entre los que se
crió. "Calígula" es el diminutivo de "caligae", la sandalia de suela
claveteada que usaban los legionarios romanos.
Calígula (12 d. de C. 41 d. de C.) era buen mozo, alto y robusto, de piel
blanca y muy velludo, pero francamente feo: ojos saltones, sienes
deprimidas, frente abultada y un poco calvo. Casi todos están de acuerdo
en que comenzó gobernando sabiamente, pero a los pocos meses cayó
enfermo y estuvo a las puertas de la muerte.
Cuando se repuso, había perdido el juicio, sufría ataques de epilepsia,
padecía insomnio y, cuando conseguía conciliar el sueño, solía
despertarse angustiado por las pesadillas. Si damos crédito al anecdotario
que nos suministran sus biógrafos, de la noche a la mañana se convirtió
en un maníaco homicida. En un banquete prorrumpe en carcajadas sin
motivo aparente. Sus invitados, corteses, le preguntan la razón de tan
contagiosa hilaridad: "Estaba pensando –responde– que si quisiera podría
hacer que os degollaran ahora mismo". En otra ocasión acariciaba el
cuello de su amante de turno y le susurró al oído estas palabras
enamoradas: "Esta gentil cabecita caerá en cuanto yo quiera". O,
malhumorado por las protestas de la plebe en el circo: "¡Ay, si tuvieseis
una sola cabeza!".
Calígula era bastante exhibicionista. Vestía de forma extravagante y
teatral, despreciando la severa toga romana. Sus aficiones eran
igualmente impropias de la alta dignidad que ocupaba. Actuó
sucesivamente como gladiador, como auriga, como cantante y como
bailarín. "Sin embargo –reflexiona Suetonio–, este hombre que había
aprendido tantas cosas no sabía nadar". Debe saber el lector que casi
todos los romanos eran nadadores.
Por suerte para Roma, el gobierno de Calígula sólo duró tres años. En los
primeros meses despilfarró el tesoro imperial reunido por Augusto y
acrecentado por el ahorrador Tiberio.
Gastó hasta el último sestercio en frecuentes juegos de circo y en la
financiación de los más extravagantes proyectos (por ejemplo, dio en
construir un puente de barcas, perfectamente inútil, que atravesara la
bahía de Nápoles. Cuando las arcas públicas estuvieron agotadas,
Calígula hubo de recurrir a los sufridos contribuyentes para continuar
financiando sus caprichos. Creó nuevos impuestos, esquilmó las
provincias y reemprendió los procesos y juicios sumarísimos contra
ciudadanos acaudalados como medio de confiscar sus fortunas. Muchos
empezaban a dar valor profético a las palabras de Tiberio, que en una
ocasión había hecho este siniestro comentario: "Estoy criando una víbora
para el pueblo de Roma".
Influido por tradiciones egipcias y orientales que defendían la encarnación
de los dioses en simples mortales, se empeñó en que el Senado lo
proclamara dios aún en vida e hizo consagrar diosa a su fallecida
hermana Drusila, con la que, notoriamente, había mantenido una
relación incestuosa.
Otras historias aún más extravagantes son, sin embargo, calumnias
propaladas por sus biógrafos. Por ejemplo, su pretensión de que el
Senado nombrase cónsul a su querido caballo "Incitatus".
Calígula fue asesinado, cuando contaba veintiocho años, por el prefecto
de su guardia pretoriana, Casio Querea, al que solía humillar
imponiéndole expresiones obscenas o ridículas como santo y seña del día.
Casio Querea lo acuchilló en el circo, en un pasaje subterráneo que
comunicaba el palco con las habitaciones imperiales. Los conjurados de la
guardia pretoriana asesinaron también a la emperatriz, Cesonia, y
estrellaron contra el muro a su hijita.
El mismo día de la muerte de Calígula, los pretorianos que registraban el
palacio imperial encontraron a Claudio, tío carnal del emperador, de
cincuenta años de edad, oculto y tembloroso detrás de unas cortinas.
El pobre Claudio creyó llegada su hora pero, para su sorpresa, los
soldados lo sacaron al patio y lo aclamaron como nuevo emperador.
Claudio (41–54) era hijo de Druso, y por tanto, nieto de Livia, la esposa de
Augusto. Una parálisis infantil y otras diversas desdichas lo afectaron
gravemente dejándolo cojo y tartamudo. Era, además, desgarbado, feo y
algo lento de entendederas. La divinizada familia Julio–Claudia se
avergonzaba de aquel engendro. Su madre, Antonia, lo llamaba "aborto de
la naturaleza", y cuando tenía que mostrar su desprecio por alguna
persona decía: "Es más tonto que mi hijo Claudio". Su abuela Livia ni
siquiera le dirigía la palabra. Naturalmente lo mantuvieron apartado de
toda actividad pública, lo que le permitió pasar bastante inadvertido y
dedicarse a sus loables aficiones, principalmente el estudio de la historia.
Compuso una apreciable cantidad de tratados de tema histórico que
lamentablemente se han perdido.
Siendo ya de cierta edad, Claudio fue promovido al consulado por su
sobrino Calígula. A pesar de ello, como el cargo era poco más que
honorífico, nuestro hombre consiguió mantenerse alejado de la política.
Es curioso, sin embargo, constatar que sus estudios de historia lo habían
llevado a simpatizar con el antiguo régimen republicano al que, con la
deformada perspectiva del tiempo, parecían atribuibles las glorias y
conquistas del heroico pasado romano. El novelista y biógrafo Robert
Graves defiende la tesis de que Claudio se pasó la vida fingiendo ser más
tonto de lo que en realidad era, a lo que quizá debió su supervivencia
física en el ambiente de conjuras y asesinatos que caracterizó los
principados de Tiberio y Calígula.
La actuación de Claudio como emperador fue, en general, beneficiosa para
Roma: retornó a la tradición administrativa de Augusto, reformó el
sistema judicial, otorgó la ciudadanía romana a algunas provincias, fundó
ciudades y, en fin, gobernó despóticamente, unas veces dando muestras
de paternal clemencia, otras con tiránica severidad, según su cambiante
humor.
No obstante, procuró atraerse a los poderes fácticos: el ejército, el Senado
y los "equites". Incluso amplió el imperio con la anexión de dos nuevas
provincias africanas (las Mauritanias) y otra en Asia Menor (Licia).
En lo personal tuvo poca suerte con sus cuatro sucesivas esposas,
Urgalanilla, Aelia Pactina, Valeria Mesalina y Agripina la Joven. Esta
última, que era su sobrina carnal, fue la que peor le salió pues acabó
envenenándolo con un plato de setas. La señora tenía cierta práctica en el
parricidio puesto que también había eliminado a su anterior marido. Los
móviles del crimen fueron maternales y políticos: acelerar la ascensión al
trono de su hijo Nerón, que ya había cumplido los diecisiete años.
Nerón (54–68) comenzó su mandato dando muestras de sabiduría y
templanza. No en vano había sido educado por dos sabios tutores, Burro,
el prefecto de pretorio, y Séneca, el famoso filósofo cordobés. La sabiduría
y profundidad de juicio del joven emperador sorprendían a todos. La
primera vez que le presentaron una sentencia de muerte para que firmase
su cumplimiento comentó con amargura: "¿Por qué me enseñaron a
escribir?". A poco abolió la pena de muerte y prohibió los juegos
sangrientos en el circo.
Incluso pretendía sustituirlos –en lo que ya empezamos a percatarnos de
que estaba loco de atar– por juegos florales y justas poéticas. Quiso
también reducir los impuestos y humanizar las condiciones de vida de los
esclavos.
Todo parecía ir bien. Incluso en el exterior, las armas de Roma
triunfaban, se sometían los rebeldes partos y se reconquistaba Armenia.
Pero, de pronto, el joven Nerón dio cumplidas y notorias muestras de
enajenación mental: en el año 59 asesinó a su posesiva madre Agripina y
a partir de ese momento empezó a actuar como artista y cómico: era poeta
y músico, conducía carros en el circo y emprendía cualquier actividad que
pudiera favorecer sus inclinaciones exhibicionistas. Quizá al principio
fuera un loco gracioso, pero su propio omnímodo poder acabó
convirtiéndolo en un loco homicida. Reanudó los procesos por imaginarios
delitos de lesa majestad y llegó a condenar a muerte a su esposa y a
Burro, su preceptor. Es, sin embargo, falso que incendiase Roma para
contemplar una ciudad en llamas. En realidad, cuando ocurrió el incendio
que devastaría gran parte de la ciudad en el año 64, Nerón se encontraba
a sesenta kilómetros de allí, en Antium, y regresó a toda prisa para dirigir
los trabajos de extinción y socorrer a los damnificados. También es falso
que acusara del incendio a los cristianos y desencadenara contra ellos
una sangrienta persecución. La verdad es que los cristianos de la ciudad
eran todavía escasos. Las noticias relativas a esta persecución son
apócrifas y fueron insertadas, siglos después, en los textos de Tácito y
Suetonio.
Nerón, muy helenizado en sus gustos, quiso reconstruir Roma en el más
puro estilo griego y, como buen megalómano, se hizo diseñar un palacio
que diese al mundo la justa medida de su genio y poder, la Domus Aurea.
Según los planos originales, la nueva morada imperial hubiese cubierto
casi un tercio de la superficie total de la ciudad. La suerte de Roma, o su
desgracia, fue que el palacio quedase, casi todo él, sobre el papel. Al año
siguiente, la llamada conjura de Pisón estuvo a punto de acabar con el
emperador. Muchos conjurados ilustres se suicidaron preceptivamente,
entre ellos el filósofo Séneca y los escritores Petronio y Lucano; otros
fueron ejecutados por el verdugo.
Tres años más tarde, una nueva conjura tuvo éxito. El gobernador de las
Galias, Julio Vindex, se sublevó.
El rebelde resumía su desprecio al emperador con estas palabras: "Lo he
visto actuar sobre un escenario haciendo papeles de mujer preñada y de
esclavo al que van a ejecutar". En aquello había quedado la severa
continencia de los antiguos romanos. A Vindex se unieron Galba y Otón,
gobernadores de Hispania Citerior y Lusitania, respectivamente. El
obediente Senado depuso a Nerón. Abandonado de todos, el emperador se
hizo matar por un liberto. Tenía treinta y un años. Su amante, la cristiana
Acte, se encargó de sepultarlo.
Con Nerón pereció la dinastía Julio–Claudia, que tan gloriosamente
fundara Augusto un siglo antes. A este propósito circulaba en Roma una
curiosa leyenda: paseaba Livia en su silla, a poco de casarse con Augusto,
cuando, al cruzar una plaza, un águila que sobrevolaba dejó caer sobre su
regazo una gallina a la que había apresado en un corral de la vecindad.
La gallina aún sostenía en el pico una ramita de laurel que se hallaba
picoteando en el momento de su secuestro. Considerando aquel suceso
como una señal del cielo, Livia alojó a la gallina en el corral de una casa
de su propiedad, donde también plantó la ramita de laurel. El árbol creció
frondoso y la gallina se multiplicó en una muchedumbre de ponedoras
descendientes, como si árbol y ave fuesen reflejo de la creciente
prosperidad de Roma y de los Julio–Claudios.
Cuando un emperador celebraba un triunfo, siempre se coronaba con una
rama de laurel tomada de aquel árbol.
Después de la ceremonia, la rama se volvía a plantar y siempre retoñaba y
echaba raíces pero, curiosamente, se marchitaba a la muerte del
emperador al que había coronado. Pues bien, durante el último año del
principado de Nerón, las gallinas del corral murieron una tras otra y el
laurel plantado por Livia se secó. Señal por la que los romanos vinieron a
saber –concluye la leyenda– que la dinastía Julio–Claudia había fenecido.
Flavios, Antoninos y generalísimos
A la muerte de Nerón, los militares se disputaron el poder. En menos de
un año, cuatro generales se sucedieron en el trono imperial y cada uno de
ellos suprimió a su antecesor. El primero fue Galba, al que los pretorianos
asesinaron porque preferían a Otón, pero éste hubo de suicidarse al ser
derrotado por Vitelio, que contaba con las tropas de la frontera renana.
Vitelio apenas pudo saborear las mieles del triunfo pues fue derrotado y
muerto a su vez por Vespasiano, al que apoyaban las legiones de Oriente.
Más afortunado que sus antecesores, Vespasiano se mantuvo en el poder
durante diez años (69–79) y fundó la breve dinastía de los Flavios. Este
militar, nieto de un centurión, no sentía las veleidades artísticas de
Nerón, lo que quizá fuera un alivio para Roma. Era, por el contrario, un
hombre sencillo y realista, como los de antiguamente, que procuró
administrar austeramente su patrimonio imperial. Favoreció a los
habitantes de las provincias, extendió la ciudadanía latina ("Ius latii") a
Hispania y aumentó a mil el número de senadores, admitiendo entre ellos
a muchos miembros de la nobleza municipal, plebeya, de las ciudades
italianas. Fue el que inició la construcción del Coliseo o anfiteatro Flavio
que es hoy el monumento más característico de Roma. Su principado
distó mucho de ser pacífico. En la famosa guerra judaica, su hijo Tito
aplastó la rebelión de Palestina y destruyó, memorablemente, el templo de
Jerusalén.
También guerreó contra germanos y dacios.
Tito, que había sido prefecto de pretorio de su padre, sucedió a
Vespasiano en el año 79. Su temprana muerte, a los cuarenta y dos años
de edad, privó a la dinastía de un hombre experimentado y capaz. Lo
único destacable de su corto reinado de tres años son dos catástrofes: el
segundo incendio de Roma, el año 80, y la famosa erupción del Vesubio
(79) que destruyó, sepultándolas bajo una montaña de cenizas y lava
sólida, las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia. Una víctima
famosa de esta erupción fue el naturalista Cayo Plinio Segundo, muerto
cuando intentaba acercarse al cono del volcán en una expedición
científica.
Tito tenía un hermano de treinta años, Domiciano, que heredó el trono.
Absolutista y despótico, tomó el título de "Dominus et Deus" y gobernó
arbitrariamente hasta que una conjura palaciega lo asesinó a los quince
años de reinado. En ese tiempo prosiguieron las guerras contra los dacios
en el Danubio, contra los germanos y contra los britanos. Roma contenía
todavía a sus enemigos, pero el imperio comenzaba a dar muestras de
hallarse militarmente exhausto: se crean las primeras líneas defensivas
("limes") en Escocia y en el Rin.
A la dinastía Flavia siguió la Antonina, basada más en el principio de
adopción que en el de la sucesión familiar. En términos generales, los
Antoninos fueron beneficiosos e incluso intentaron reformar las
costumbres y educar al pueblo. El primer emperador, Nerva (96–98), un
anciano senador que sólo gobernó dos años, tuvo quizá el único mérito de
promover al consulado y asociar al trono al gobernante excepcional que lo
sucedió: Marco Ulpio Trajano (97–117), el primer emperador nacido fuera
de Italia, pues era español y oriundo de Itálica, junto a Sevilla.
Para muchos, Trajano fue el mejor de los gobernantes que tuvo Roma. En
vida le concedieron el título de "Optimus"; a su muerte se estableció la
costumbre de desear a cada nuevo emperador, en el acto de toma de
posesión de las insignias, que fuera "más feliz que Augusto y mejor que
Trajano" ("felicior Augusto, melior Trajano"). Trajano fue un hombre de
acción, enérgico y honesto, afable con el Senado, generoso con la plebe.
Moderó los impuestos, administró sensatamente, emprendió obras
públicas, aumentó el número de los inscritos en la "annona" o
beneficiencia, instituyó un organismo de auxilio a los niños necesitados
("alimenta") y cuidó del bienestar del pueblo de Roma como ningún
gobernante lo había hecho.
Dice Dión Casio: "Sabía bien que la excelencia de un gobierno se muestra
tanto en su atenta vigilancia de las diversiones como en su preocupación
por los asuntos más serios, y que aunque el reparto de dinero agrade a
los individuos, también debe haber espectáculos que satisfagan a la
plebe". Fue, en fin, tan sabio y paternal que una leyenda medieval
pretendía que el papa Gregorio el Grande (hacia el 600) había conseguido
con sus oraciones que Trajano fuese admitido en el paraíso a pesar de su
condición de pagano.
Una de las grandes reformas de este emperador consistió en integrar las
provincias en el núcleo de decisiones del imperio, aquel viejo sueño de
César que Augusto había frenado. A partir de Trajano, el número de
senadores provinciales aumentaría a casi la mitad del total. En política
exterior reanudó las conquistas, que estaban estancadas prácticamente
desde Augusto. Primero sometió a los dacios y fundó la provincia de
Dacia, origen de la actual Rumania. Luego hizo la guerra a los partos, el
tradicional enemigo del Este, y creó por aquellos confines las nuevas
provincias de Armenia, Siria y Mesopotamia. El emperador murió en Asia
Menor, al concluir aquella campaña, cuando Roma había alcanzado su
máxima expansión territorial, pero ya daba alarmantes señales del
cansancio y agotamiento que precede al declive.
A Trajano sucedió su pariente Adriano (117–138), también de origen
hispano. Este hombre culto, refinado y distante, resultó ser un infatigable
viajero y turista "explorador de todo lo curioso" ("omnium curiositatum
explorator"). Se ha sugerido que pudo ser homosexual y que su pasión por
el bello Antínoo lo llevó a llenar sus dominios con estatuas del muchacho.
El nuevo emperador supo ganarse a la plebe con juegos y amnistía fiscal y
prosiguió las obras sociales de su predecesor, pero renunció formalmente
a la expansión del imperio, hizo la paz con los partos, a los que devolvió
extensos territorios, y sólo se preocupó de ganarse la amistad de los
pueblos sometidos y de establecer fronteras seguras: la oriental en el
Éufrates y la europea en el Danubio y el Rin. En Bretaña construyó la
muralla de Adriano, que atraviesa Inglaterra de costa a costa. Fue
también un buen organizador que reestructuró la administración y el
ejército, codificó el derecho civil romano ("Edictum perpetuum"), y fundó
ciudades en un intento de reactivar la economía de sus dominios. Murió a
los sesenta y dos años de edad, después de larga y penosísima
enfermedad. Lo sepultaron en un monumental mausoleo circular
("mausoleum Hadriani") que es la base del actual castillo de Sant.Angelo.
El sucesor de Adriano fue su hijo adoptivo Antonino Pío (138–161),
hombre sabio y gris de cincuenta y dos años de edad, que prosiguió la
política pacifista de su antecesor aunque se vio obligado a combatir
contra los belicosos partos. En su tiempo la calidad del soldado romano
había decaído tanto que cada vez se recurría más al alistamiento de
mercenarios germanos.
A la muerte de Antonino Pío sucedió la diarquía de Marco Aurelio y Lucio
Vero. Nuevas guerras agotan a Roma: contra los activos partos, que
intentan llegar hasta el Mediterráneo, y contra las tribus rebeldes de
Germania. Después de la muerte de Lucio Vero, el hijo de Marco Aurelio
se convierte en corregente de su padre con el título de Augusto, en lo que
parece un regreso al principio de sucesión dinástica.
Así llegamos al siglo Iii, en el que asistimos al pleno ocaso de Roma.
El imperio está a merced de militares que ni siquiera son romanos de
origen.
Cae en manos de bárbaros y de cínicos como Septimio Severo, cuyo lema
era "enriquece a la tropa y échate a dormir". A la breve dinastía de los
Severos (193–235) sucede un periodo de anarquía militar (235–276), del
que Roma sólo se recupera a medias con la despótica monarquía oriental
de Diocleciano. Pero esto pertenece ya plenamente a la decadencia y larga
agonía del imperio romano.
El primer emperador romano fue un hombre atractivo y bien parecido,
como sus numerosos retratos en piedra o metal ponen de manifiesto. Por
su biógrafo Suetonio sabemos que tenía los ojos claros y los cabellos
castaños y algo rizosos. También nos dice que era cejijunto y que tenía los
dientes desparejos. Su cuerpo era de proporciones armoniosas pero de
corta estatura, defecto que él procuraba disimular usando zapatos de
suela gruesa. Quizá fuera ésta la única coquetería que se permitía, pues,
por lo demás, nunca concedió demasiada importancia al arte de sus
sastres y peluqueros. Fue hombre de precaria salud: sufría del hígado y
del riñón y era propenso a las afecciones de garganta. Además, padecía
algún defecto congénito que hacía que cojeara a veces de la pierna
izquierda. Procuraba cuidarse y llevaba una vida sana: comía parcamente
y apenas probaba el vino; evitaba madrugar, se abrigaba y practicaba
regularmente "footing" (¿de qué otro modo se pueden interpretar las
palabras de Suetonio: "Terminado el paseo, corría saltando"?). Su otro
deporte era la pesca con caña.
Augusto era hombre culto. Había recibido una sólida formación
humanística, en la que destacó su amor por la literatura griega. Cuando
empleaba el latín incurría a veces en faltas de ortografía, quizá porque
escribía mucho y no siempre con la debida atención. Este gran
administrador y formidable organizador fue muy aficionado a memoriales,
notas, informes y todas las otras tareas burocráticas necesarias para el
funcionamiento de un Estado cada vez más complejo.
Como diplomático, fue sutil e inteligente. Revistió su poder autocrático
con las viejas formas de la democracia republicana donde lustre a un
domesticado Senado y supo evolucionar personalmente desde la severidad
–incluso crueldad– de sus primeras actuaciones hacia la patriarcal
benevolencia de su ancianidad.
En su vida privada fue muy infortunado: sus posibles sucesores morían
prematuramente, y finalmente se vio obligado a confiar en su hijastro
Tiberio, que le era antipático. De su segunda esposa, Escribonia, tuvo una
hija, Julia, cuya vida licenciosa fue una permanente fuente de disgustos.
De su tercera esposa, Livia, no tuvo hijos (o quizá Druso, del que ella llegó
embarazada al matrimonio).
A todas sus mujeres fue repetidamente infiel, lo que era bastante
corriente entre los romanos de la época. Su otro vicio –además de las
faldas–, el juego, sólo se manifestó en los últimos años de su vida.
Volviendo al tema de su descarriada familia, cuando hablaban en su
presencia de las Julias, hija y nieta, a las que él denominaba "mis
tumores", solía comentar: "¡Dichoso el que vive y muere sin esposa y sin
hijos!". En su testamento las mencionó solamente para prohibir que las
sepultaran a su lado.
Cuando iba a morir, se dirigió a los amigos que rodeaban su lecho y les
preguntó: "¿Os parece que he representado bien esta comedia de la vida?".
Y añadió, en griego, la frase con que los actores terminaban y se
despedían del público: "Si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al
autor". Luego expiró.
Tiberio (42 a. de C.–37)
Tiberio era feo, grandón y sin gracia. Tenía la nariz algo ganchuda y, en
su vejez, la cara se le llenó de granos. Nunca gozó de grandes simpatías,
ni en vida ni después de muerto.
Incluso cuando sus biógrafos tienen que alabar alguna cualidad suya se
les arreglan para que nos resulte desagradable. Por ejemplo, su fuerza:
era capaz de traspasar una manzana con el dedo o de hacer sangrar la
cabeza de un niño de un papirotazo. Durante toda su vida gozó de
envidiable salud.
Es comprensible que su carácter huraño y reflexivo no le granjeara
muchos afectos. Tampoco él los buscó.
Las desdichadas circunstancias de su vida hicieron de él una persona
amargada. Para Gregorio Marañón, que analizó lúcidamente al personaje
en su ensayo "Tiberio, historia de un resentimiento", la compleja
personalidad del emperador fue producto de los infortunios que
experimentó: todavía niño, su madre abandona a su padre y a él para
casarse con Augusto; en su mocedad, ya en el palacio imperial, todas las
carantoñas van para su encantador hermano Druso. Se casa enamorado,
y a poco su madre y Augusto lo arrebatan de los brazos de su querida
esposa para casarlo con la casquivana Julia. Finalmente, las aventuras
extraconyugales de la nueva esposa son la comidilla de los mentideros de
Roma, pero el marido traicionado no puede hablar porque se trata de la
hija favorita de Augusto.
El emperador sentía hacia él una profunda antipatía que nunca se
molestó en disimular. En cuanto lo veía aparecer, interrumpía toda
conversación relajada y alegre. "Desgraciado pueblo de Roma –comentó en
una ocasiónque va a ser triturado entre tan lentas mandíbulas" (quizá
aludía a la forma de hablar de Tiberio, exasperantemente pausada).
Sus disposiciones de gobierno, antes de que abandonase los asuntos de
Estado en manos de Sejano, fueron ilustradas y positivas. Era muy
enemigo de la adulación. Impidió que el Senado le adjudicase títulos
pomposos, así como la erección de estatuas suyas en lugares públicos.
Tampoco aceptó que designasen al mes de septiembre con su nombre.
Tomó disposiciones contra el lujo excesivo y procuró dar ejemplo: en la
mesa imperial se servían las sobras de la comida anterior. A un consejero
que le recomendaba aumentar los impuestos en las provincias le replicó:
"El buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las desuella".
Algunos excesos imputados a Tiberio parecen calumnias de historiadores
que sentían nostalgia por el régimen republicano. Por ejemplo, no es
admisible que fuera borracho y, sin embargo, el pueblo, descontento con
él porque había suprimido los espectáculos circenses, lo calumniaba con
diversos apodos virolentos: "Biberius", "Caldius" y "Mero" (jugando con
sus nombres legales: Tiberius, Claudius, Nero). Recordemos que también
en España se apodó ""Pepe Botella"" al benemérito pero odiado José
Bonaparte, que era abstemio.
La leyenda ha ganado la partida a la historia en el manido relato de las
perversiones sexuales y crueldades que practicaba Tiberio en su
residencia de Capri. Todo el mundo sabe que en aquel palacio campestre,
asomado a los acantilados marinos, el emperador disponía de una sala
"destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos
alrededor" y decorada con pinturas y bajorrelieves de tema pornográfico.
Allí organizaba sus orgías con un grupo de muchachas y muchachos
expertos en todas las posibles fantasías y variaciones del sexo.
Era, además de "voyeur", un repugnante pederasta si damos crédito a
Suetonio cuando escribe: "Había adiestrado a niños de corta edad, a los
que llamaba sus pececillos, para que jugasen entre sus piernas cuando
estaba en el baño, excitándolo con la lengua y los dientes y para que
mamasen sus pechos". Calumnias sobre un hombre desdichado que
nunca despertó amor ni compasión.
Su muerte fue tan escasamente gloriosa como había sido su vida.
Postrado por un infarto, ya lo daban por muerto cuando recobró el
conocimiento, se sentó en la cama y pidió de comer entre el contrariado
estupor de sus cortesanos, que imprudentemente acababan de aclamar a
su sucesor. Entonces, el emperador y resuelto jefe de la guardia
pretoriana, Macro, le echó unas mantas sobre la cabeza y lo asfixió con
ellas. Tiberio tenía al morir setenta y ocho años.
Mesalina (22 a. de C.–48)
El discreto diccionario de la Real Academia Española define la voz
"mesalina": "Mujer poderosa o aristócrata de costumbres disolutas". En
otros idiomas cultos de Europa viene a significar lo mismo. La famosa
Mesalina fue la tercera esposa del emperador Claudio y madre de Octavia,
esposa de Nerón. Había nacido en el seno de una antigua familia
senatorial y recibió esmerada educación.
Aunque era ambiciosa e intrigante, y posiblemente influyó en ciertas
decisiones políticas de su esposo, Mesalina ha pasado a la historia por su
galante y esforzada carrera de ninfómana. Se dice que satisfacía sus
apetitos sexuales indiscriminadamente con secretarios y siervos del
emperador, apuestos miembros del Senado, mozos de cuadra e incluso
entre los rudos clientes de los prostíbulos barriobajeros con los que batía
récords de resistencia como profesional del amor.
Al senador Apio Silano lo hizo condenar a muerte porque rechazaba sus
proposiciones deshonestas. La misma suerte siguieron otros muchos por
distintos motivos. Viéndose en peligro, los libertos de la cancillería
imperial delataron su poco edificante vida al ignorante e imperial marido.
Claudio, apesadumbrado, la hizo ejecutar. El poeta Juvenal puso en verso
las gimnasias prostibularias de esta alta señora en su sátira seis ("Sobre
las mujeres"), de la que seleccionamos un fragmento en la espléndida
traducción de Bartolomé Segura:
¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa de un particular, de lo que
hizo una Epia?
Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha cuánto soportó
Claudio. Cuando su mujer se percataba de que su marido dormía, la
augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche y, prefiriendo la ester
a la alcoba del Palatino, lo abandonaba, acompañada por no más de una
esclava.
Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia entraba en el caliente
lupanar de gastadas tapicerías, en un cuartito vacío que era suyo;
entonces se prostituía con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el
nombre de Licisca, y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico.
Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía dinero.
Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas, se marchaba
triste, y hacía lo que podía: cerrar la última el cuarto, todavía ardiendo
con la erección de su tieso clítoris, y se retiraba, cansada de tíos pero aún
no saciada, y afeada por el humo del candil y las mejillas oscuras llevaba
el olor del lupanar a su almohada.
6. La ciudad de las siete colinas
Roma empezó en el monte Palatino y después se extendió por los vecinos
Esquilino y Quirinal. Entre estas colinas quedaba una llanura pantanosa
que desecaron (drenándola con la cloaca Máxima) para establecer en ella
el mercado de la nueva ciudad, el Foro, que sería, desde entonces, centro
de la vida pública. Y, al poco tiempo, todo ese conjunto se rodeó con la
muralla de Servio Tulio, que abarcaba ya las siete colinas, incluyendo las
de Viminal, Celio, Aventino y Capitolio.
A lo largo de seis siglos, la ciudad crece y se engrandece. Nosotros vamos
a penetrar en ella en su época de mayor esplendor, cuando cuenta con
más de un millón de habitantes y es cabeza de un imperio que abarca
desde el abrupto Finisterre de Hispania a las llanuras Mesopotámicas y
desde los húmedos bosques de Alemania al calcinado arenal del desierto
líbico.
No tema el lector perderse de mi mano: un grupo de ilustres amigos
romanos se ha ofrecido amablemente para mostrarnos hasta los más
recónditos entresijos de su ciudad. Como ellos no son rigurosamente
coetáneos, tampoco les vamos a exigir que la ciudad que nos muestran
pertenezca a una misma época. Es posible que, desde esa diacrónica
perspectiva, nos sea dado pasear por el Campo de Marte cuando era una
llanura despejada o levemente arbolada, pero también podremos
contemplar los espléndidos templos, los arcos de triunfo y el circo que
vinieron a poblar su tranquila planicie.
Después de dos mil años, el tiempo anula esas distancias y nos permite
abarcar, con la misma melancólica mirada, el solar, el edificio, su lenta
ruina y los nuevos muros que lo suplantarán en un hipotético mañana.
En esta fascinante ciudad conviven, y se yuxtaponen impúdicamente, el
lujo más desenfrenado y la más afrentosa miseria. Al lado del palacio
adornado con estatuas de mármol traídas de Grecia se levanta la chabola
de barro, y más adelante, en el siglo Iii, cuando el suelo escasee, en
apartamentos contiguos del mismo edificio habitarán el próspero tendero
burgués y el pobre diablo que malvive de los subsidios y de las propinas.
Un cuarto de la población padece hambre física. Los que tienen vivienda
se hacinan en superpoblados edificios de los barrios bajos cuyas
destartaladas ventanas dan a las lujosas mansiones rodeadas de jardines
de los ricos o a las casas unifamiliares, con una docena de habitaciones,
de la clase media.
Si preguntamos a uno de los atareados ediles que se esfuerzan por
ordenar la caótica urbe del siglo Iv, nos dirá que el perímetro de su recinto
abarca ya veinte kilómetros. Hace siglos que rebasó aquella primitiva
muralla de Servio Tulio. Las 152 fuentes de la ciudad, a las que acuden
largas filas de esclavos y mujeres con cántaros, consumen más de mil
millones de litros de agua diarios, que les llegan por once acueductos.
Existen 1.797 casas unifamiliares y 46.602 bloques de vecinos repartidos
en 423 barrios ("vici"). Hay 37 puertas, 8 puentes sobre el Tíber, 29
avenidas, 11 foros, 856 baños privados, 11 termas públicas y 190
graneros que surten de trigo a 254 molinos y que son abastecidos por
media docena de flotas que traen trigo de Sicilia, de Hispania y de Egipto.
Hay también 2 circos, 2 anfiteatros, 3 teatros y 28 bibliotecas. Y 36 arcos
triunfales y 10 basílicas. Casi toda esta grandeza, que ya comienza a dar
preocupantes señales de la decrepitud que precederá a su dilapidación,
arranca de la época de los césares. Augusto solía ufanarse: "Heredé una
ciudad de ladrillo y la dejo de mármol".
Dispongámonos a pasear por la ciudad. No nos limitaremos, como los
turistas modernos suelen, a visitar sus más famosos monumentos.
Nuestra intención es conocer los distintos ambientes de la ciudad, incluso
aquellos donde la miseria y el abandono constituyen una afrenta para el
moderno observador, aunque no, ciertamente, para la sociedad romana.
Alega nuestro amigo Marco Cornelio que de la miseria de una gran parte
de la población de la ciudad no es responsable el Estado. Es que los
provincianos creen que en Roma se puede vivir del cuento y, sin
pensárselo dos veces, hacen el hatillo y se presentan aquí, sin oficio ni
beneficio, dispuestos a vivir de la sufrida "annona" o de la caritativa
nómina de algún rico ("sportula"). Séneca, el filósofo cordobés, es de la
misma opinión: "Muchedumbres de personas abandonan voluntariamente
su país natal y llegan a Roma atraídos por su propia ambición o por
necesidades de los cargos públicos que desempeñan. Otros, lo que buscan
es un lugar rico en vicios para engolfarse en ellos o anhelan únicamente
recrearse en los espectáculos públicos. Unos vienen a vender su
hermosura, otros su elocuencia, y muchos ponen en la almoneda sus
virtudes o sus vicios".
Sus vicios, he aquí una clave en la que los otros contertulios parecen
coincidir. El también español Marcial remacha: "Si uno es honrado, no es
seguro que pueda vivir en Roma".
Y Lucano se lamenta de que quede poco de la población original "puesto
que aquí se ha concentrado la hez del mundo entero".
Como procedemos del municipio Urgavonense, en la hispana Bética (y
estamos orgullosos de ello porque aquélla fue una de las provincias más
profundamente romanizadas, que es tanto como decir civilizadas) hemos
entrado en la ciudad por el puerto del Tíber, lo que quizá no nos depare el
paisaje urbano más idóneo para adquirir una favorable primera impresión
de Roma. Aguas cenagosas sobre las que flotan desperdicios, muelles
abarrotados de silentes bultos y vociferantes esclavos, denso olor de
almacenes de curtidos, hoscos volúmenes de pósitos y corrales que
parecen aplastar las mínimas hileras de frágiles y destartaladas viviendas
que se apiñan desde el río hasta las laderas del vecino Aventino. Por estas
malolientes callejuelas pululan bandadas de niños mendigos, apenas
vestidos de harapos, y mal encaradas prostitutas que nos brindan, con
gritona insistencia, sus marchitos encantos. Mejor será que nos
apresuremos y salgamos de aquí porque cae la tarde y Marco Cornelio nos
ha advertido que por esta zona abundan los atracadores.
Al llegar a la explanada del Circo Máximo, el ambiente no mejora gran
cosa. Las destartaladas y ruidosas casas de vecinos se apiñan unas sobre
otras dejando apenas paso entre ellas por unas callejas húmedas y
malolientes. Pasamos ante alguna barbería, donde a esta hora hacen
tertulia los hombres de la vecindad. Raídas túnicas, pies descalzos, gente
humilde y plebeya, artesanos, esclavos, obreros.
Algunas pobres tiendas permanecen abiertas: zapateros, abaceros, lanas.
Gente de los otros barrios viene a comprar aquí porque los precios son
más bajos. Observamos también la existencia de prostitutas que intentan
atraer al viandante desde las ventanas de sus sórdidas alcobas.
Cediendo a los insistentes ruegos de nuestro amigo Marco Cornelio,
salimos del barrio y nos encaminamos al Capitolio. Por aquí deberíamos
haber empezado la visita puesto que es el centro sagrado de la ciudad y
su parte más noble y antigua. El Capitolio es la primera de las siete
colinas. En realidad tiene una extraña forma, con dos cimas. En la más
amplia, propiamente denominada "Capitolium", está el templo de Júpiter,
el más importante de la ciudad, su catedral, como si dijéramos; en la otra,
el Arx, está el templo de Juno Moneta, la esposa de Júpiter. Pasamos
junto a los imponentes muros del archivo estatal ("Tabularium") y nos
asomamos, por el escarpe meridional, a la famosa Roca Tarpeya, desde la
que antiguamente se despeñaba a los condenados a muerte. Tiene una
buena costalada.
Se nos ha hecho de noche y apenas nos queda tiempo para echar un
vistazo al "Tullianum", donde se custodian las copias en bronce de los
más solemnes tratados que Roma ha firmado con sus socios y aliados. De
paso hemos podido admirar una espléndida colección de estatuas en la
que vemos representados a todos los grandes hombres de la historia de
Roma.
Nuestro amigo Marco Cornelio, en cuya casa nos hospedaremos, habita
en el antiguo barrio del Palatino, donde están las residencias de gran
parte de las más antiguas familias de la aristocracia romana. Ahora,
debido a la escasez de espacio, algunos ricachones de última hora
empiezan a construirse magníficas mansiones al otro lado del valle, sobre
el Celio o, pasando el Foro, sobre el Viminal. En el siglo Iii las residencias
ajardinadas ocuparán también el Esquilino y el Pincio. No obstante, el
Palatino sigue siendo el barrio favorito de la nobleza. Aquí reside Augusto,
en una casa bastante modesta, por cierto; aquí construirá Tiberio la
Domus Tiberiana, que Calígula ampliará en la Domus Gaiana. Nerón,
necesitado de más ambiciosos espacios, edificará al pie del Palatino, sobre
la llanura adyacente, su Domus Transitoria, que después del famoso
incendio de Roma hubiera dado lugar, de haberse concluido, a la
desmesurada Domus Aurea. Y aquí, finalmente, instalaron los Flavios su
sede imperial.
Marco Cornelio nos cuenta una anécdota referida a la casa de Nerón. El
emperador, como buen megalómano, aspiraba a construirse un palacio
que superara no sólo los de todos sus predecesores, sino, a ser posible,
también los de sus sucesores. El proyecto de la Domus Aurea, resultado
de tal empeño, ocupaba tantas hectáreas que los ingeniosos y
maldicientes romanos llenaron la ciudad de pasquines en los que se podía
leer: "Roma va camino de convertirse, toda ella, en una sola mansión.
¡Ciudadanos, emigrad a Veyes!". Y una venenosa posdata añadía:
"Aunque bien pudiera ocurrir que la casa de Nerón llegue también a
Veyes".
En la residencia de Marco Cornelio nos están esperando su noble y
distinguida esposa, la discreta Caesia, y sus dos agraciadas hijas
adolescentes. Tiene también un hijo, Cayo, oficial del ejército destinado en
una guarnición de Hispania. Hacemos una respetuosa venia ante la
hornacina de los Lares familiares y, acto seguido, pasamos al triclinio,
donde nos aguarda la opípara aunque algo tardía cena que han preparado
en nuestro honor. Después de una breve sobremesa, nos retiramos a
nuestro aposento. Un esclavo, el mismo que nos lavó los pies al llegar a la
casa, nos ayuda a desvestirnos y luego se lleva la luz.
Al día siguiente, en cuanto amanece, la casa se llena de ruidosa actividad.
Nos aseamos y, siempre solícitamente atendidos por el esclavo de la
víspera, nos ponemos la toga, una operación bastante más complicada
que hacer un buen nudo de corbata. Después del copioso y reposado
desayuno, nos lanzamos a la calle con el grupo de amigos que, mientras
tanto, ha ido llegando a la casa. Charlando animadamente con tan
excepcionales cicerones descendemos una suave cuesta flanqueada por
las tapias y fachadas de hermosas residencias. Entre ellas nos señalan la
del famoso Craso, que en su tiempo fue la mansión más lujosa de Roma.
Cuando llegamos al llano la conversación decae un tanto. Ahora
discurrimos por lóbregos callejones de humildes casitas ente las que brota
de vez en cuando un destartalado bloque de apartamentos. Un hervor de
vida se percibe en el barrio. Los niños de la vecindad juegan a las canicas
sobre el dilapidado empedrado de la calle, profundamente surcado por las
rodadas de los carros. En medio de una plazuela, un cerdo de suculentos
andares hoza sobre una pila de estiércol fresco.
Lucilio, que advierte nuestra mal disimulada sorpresa, nos informa: "Si no
fuera por los cerdos que vagan por las calles comiéndose los desperdicios,
estos barrios olerían aún peor".
"Pero ¿a quién pertenece?", preguntamos por decir algo.
"Será de algún vecino. Seguramente uno de esos niños tiene por misión
vigilarlo. Ten en cuenta que Roma está llena de ladrones y rateros".
Unos minutos más tarde llegamos al Foro, que es la plaza mayor de
Roma.
Ocupa el centro de la dilatada llanura que las siete colinas limitan. Por lo
que estamos viendo, Roma es una ciudad concéntrica y el Foro es su
corazón. Aquí está el centro de la vida oficial, la "city", si se nos permite
utilizar el término anglosajón, aunque sólo sea en gracia a su origen
latino. En torno al Foro, apurando la llanura, se apiñan enmarañadas
callejuelas y bulliciosos barrios populares, tiendas, obradores de
artesanos, mercados y mercadillos que, a nuestros ojos perversamente
modernos, semejan zocos de ciudad moruna. En los límites de la llanura
se alza el relieve para formar un vago semicírculo de colinas en cuyas
laderas y alturas se han instalado los barrios residenciales, los
monumentos y las mansiones de los ricos.
Lucilio se esfuerza en describirnos el ambiente: "De la mañana a la noche,
tanto en días laborables como en festivos, todo el mundo, plebeyos y
senadores, se apiña en el Foro y pasa allí el día, sin ausentarse nunca.
Todos se entregan a la misma pasión y al mismo arte: el de engañarse
mutuamente con sus palabras, contender en enredos, competir en
lisonjas, fingirse nobles y tender trampas al prójimo como si cada uno de
ellos fuese enemigo de todos...". Las seguramente exageradas palabras de
nuestro amigo se pierden en el bullicio ferial de la plaza.
Desde un ángulo propicio se nos ofrece una buena panorámica del Foro:
un vasto espacio irregular y alargado rodeado de magníficos templos y de
edificios oficiales de noble apariencia. A pesar de lo temprano de la hora,
la muchedumbre aquí concentrada es tal que no se puede dar un paso sin
importunar al vecino. La algarabía es tremenda porque todos hablan a
gritos.
No obstante, esta promiscuidad no parece importar a los romanos. Ya se
sabe cómo es la vida aquí: "Uno me da un codazo, otro me aporrea con
una viga que lleva al hombro, otro me da un coscorrón con una canasta y
aquél con una tinaja". En la multitud encontramos de todo: gentes
atareadas que se ocupan de mil diversos asuntos, gentes ociosas,
ganapanes, pícaros, nobles patricios, míseros mendigos, hombres de
negocios, funcionarios estatales, ávidos cambistas, vociferantes abogados,
ayunos literatos, geómetras, médicos, vendedores ambulantes de
salchichas y empanadas de garbanzos... Todas las razas y pueblos del
mosaico imperial están dignamente representados en el mar de cabezas:
rubios germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos,
greñosos sirios, impecables griegos, cetrinos hispanos. De vez en cuando
un par de corpulentos esclavos provistos de garrotes ("anteambulones" =
los que caminan delante) apartan a la gente sin muchos miramientos para
abrir paso a la litera de algún potentado: "Paso a mi señor, paso a mi
señor", van salmodiando mientras te dan el manotazo. El que tan
cómodamente atraviesa el Foro, navegando en muelle colchón sobre aquel
mar humano, ha preferido correr las doradas cortinas de su lecho para
ignorar las incomodidades que causa a sus conciudadanos.
Sólo alcanzamos a verle una mano blanca, ociosa y regordeta que asoma,
al desmayado desgaire, fuera de los velos dorados. Hemos podido contar
hasta cinco anillos de oro adornados con imponentes piedras. Con el valor
de cada una de ellas muchas familias podrían vivir decorosamente por el
resto de sus días.
Éste es el corazón del imperio. De esta bulliciosa fuente mana su
burocracia: cartas, certificados, informes, órdenes de pago, contratas de
obras públicas, nombramientos, recomendaciones, ceses. Los
funcionarios estatales trabajan en jornada intensiva, desde que amanece
hasta mediodía o poco menos. La tarde es para el ocio y los deportes.
Es el momento de cumplir con el rito turístico de todo recién llegado.
Nos abrimos camino hasta la tribuna de los oradores, junto a los Rostra.
Aquí está el centro geográfico de Roma, señalado por una columna de
piedra revestida de bronce dorado ("miliarium aureum", que más
adelante, con Constantino, será el "umbilicus Romae", es decir, el ombligo
de Roma). Este punto es el kilómetro cero del que parten todas las calles
que conducen a las puertas de la ciudad y a las carreteras que comunican
la capital imperial con sus dominios.
Ahora comprendemos la justeza del dicho "todos los caminos van a
Roma".
Próxima a los Rostra está la oficina de las "Acta Diurna Populi".
Nuestro amigo Marco adquiere un ejemplar. Éste es el periódico de Roma,
una especie de Boletín Oficial de Estado manuscrito en el que se reflejan
los edictos de los magistrados, las constituciones imperiales, los bandos
de la ciudad, sus actos públicos y los ecos de sociedad.
Todo el que tiene familiares en provincias lo adquiere para enviárselo,
pues los que añoran Roma en tierras lejanas leen con fruición este
periódico. Al pasar junto a los Rostra, Marco nos explica el sentido de
estos extraños trofeos. Son unas columnas de piedra adornadas con los
espolones de bronce de los navíos capturados al enemigo. En este punto
se exhibieron también la cabeza y las manos de Cicerón al día siguiente
de su asesinato.
Pasamos por la zona de los cambistas. Hay como una docena de ellos,
parapetados detrás de sus tenderetes.
Los que no están atendiendo a algún cliente hacen tintinear, con
profesional destreza, el reclamo de sus apiladas monedas. Si te ven cara
de forastero, te interpelan y te abruman con sus consejos e insisten en
que no pases adelante sin cambiar tus divisas. Roma, te advierten, está
llena de mercaderes desaprensivos. Si no andas provisto de moneda
romana te estafarán. Pasadas las oficinas de los cambistas, entre la noble
arquitectura de los templos de Cástor y Pólux y de Vesta (donde los nobles
romanos depositan sus testamentos al cuidado de las vírgenes vestales)
está la basílica Iulia, donde los abogados defienden sus pleitos. Una
muchedumbre de ociosos asiste a los juicios, pues el romano es muy
aficionado a la elocuencia y a la controversia. Visitamos después el templo
de César, levantado sobre el punto donde ardió su pira funeraria, y los
templos de Minerva y de Augusto divinizado. Notamos un tumulto en
torno a unos carteles que han colgado del muro posterior del templo. "Son
–nos explica Marco Cornelio– las listas de soldados licenciados". La
biblioteca de Tiberio está al lado y cuando se publican las listas no hay
quien pueda trabajar allí, del ruido que se forma en la calle.
A una observación nuestra sobre la cantidad de gente ociosa que se ve en
el Foro, Séneca replica: "Roma está llena de personas inquietamente
ociosas que no tienen mejor cosa que hacer que merodear y matar el
tiempo. Todo el día se lo pasan por las casas, por los teatros y por los
foros, entrometiéndose en los asuntos de los demás y dando la impresión
de que hacen algo.
Sólo buscan pasar el tiempo; son como esas hormigas que suben en
largas hileras hasta la copa de los árboles para bajar luego al suelo de
vacío.
Si los observas detenidamente verás a los que saludan a uno que ni
siquiera les devuelve el saludo, se suman al cortejo fúnebre de un
desconocido, acuden al juicio de uno que pleitea todos los días, a la boda
de una mujer que se casa cada dos por tres; o escoltan una litera y echan
una mano para llevarla si se tercia. Luego regresan a su casa agotados y
no saben decir a qué salieron ni dónde han estado, pero al día siguiente
vuelven a lo mismo".
Marco Cornelio, que teme que nuestra impresión de Roma sea un tanto
negativa, intenta llamar nuestra atención hacia la magnificencia
arquitectónica que nos rodea razonando que la ciudad es también obra de
las laboriosas generaciones que la ilustraron con tan espléndidos
monumentos. Precisamente esta zona del Foro es la más monumental de
la ciudad porque, al ser escaparate de la vida pública de Roma y marco de
sus más solemnes ocasiones, los sucesivos emperadores han rivalizado en
dotarla espléndidamente. El que inició su engrandecimiento fue César,
cuando hizo construir la basílica Iulia y los Rostra. Augusto añadió el
templo Divi Iulii; Tiberio, aunque era grandísimo tacaño, reedificó dos
templos: el de la Concordia y el de Cástor y Pólux; Tito añadió el de
Vespasiano; Trajano urbanizó la explanada levantando dos grandes
parapetos junto a los Rostra; Antonino construyó el Templum Antonini et
Faustinae; Septimio Severo, el arco de su nombre, y Majencio inició una
espléndida basílica que completaría su rival Constantino. Como esas
salas excesivamente amuebladas de las familias consumistas, el antiguo
Foro de Roma acabó quedándose estrecho, y sus funciones, colapsadas
por la creciente burocracia de un imperio cada vez más complejo,
hubieron de extenderse a los llamados foros imperiales. Éstos
constituyeron el ensanche de la nueva Roma en las cercanías del Foro
antiguo. En el de Vespasiano encontramos el templo de la Paz y el de la
Villa, donde admiramos un curioso plano de roma, a escala, en mármol,
que adorna la fachada de la biblioteca.
Después está el de Nerva o transitorio, más reducido, con el templo de
Minerva, y a continuación los de César y Augusto: una hermosa colección
de estatuas de romanos célebres y la ecuestre de César. El último foro,
mayor y más notable que los demás, es el de nuestro comprovinciano
Trajano, construido sobre el celebrado diseño de Apolodoro de Damasco.
Su hermosa plaza porticada, excavada en parte en las laderas del
Capitolio y del Quirinal, está rodeada de notables edificios y obras de arte.
Son famosas sus galerías comerciales y almacenes y el conjunto que
forman la basílica Ulpia y las bibliotecas y templo de Trajano divinizado. Y
en el centro de todo ello, la espléndida columna de Trajano.
Pero escapemos de la muchedumbre y busquemos más desahogados
espacios.
Por el lado del Foro que da al Quirinal, en la zona del Campo de Marte,
donde antiguamente se celebraban las elecciones, salimos a los Saepta.
Aquí el ambiente es más tranquilo. Curioseamos entre los tenderetes de
las tiendas de lujo donde se hacinan los más variados productos del
imperio. Los caprichosos y elegantes de Roma deambulan por este centro
comercial en busca de telas de seda, perfumes orientales, taraceas
egipcias, esclavos de lujo, cerámica griega, papagayos, collares de ámbar.
No todos compran, naturalmente. Éste es también el paseo en el que se
dan cita los elegantes después del almuerzo. Si bien, para según qué
cosas, se pueden escoger también otros paseos de la ciudad más
tranquilos e íntimos: la vía Apia, la vía Flaminia, los parques del
Trastevere y del Aventino, el entorno ajardinado del templo de Diana o
incluso el juvenil y bullicioso Campo de Marte al que ya, sin más dilación,
salimos.
El campo de Marte se extiende desde las colinas Capitolina y Quirinal
hasta el río. Es el pulmón de Roma, su punto más espacioso y despejado.
Aquí es donde las nodrizas pasean a sus niños; los mozalbetes juegan; los
jóvenes, e incluso no tan jóvenes, practican sus deportes favoritos, corren,
juegan a la pelota o luchan.
Alejándose del centro, por las apacibles riberas del Tíber, también se
encuentran recoletos paseos donde los ancianos toman el sol y platican.
Es sólo una relativa lástima que, a lo largo de los siglos que abarca el
imperio, el Campo de Marte acabe urbanizándose también con un número
excesivo de edificios. Allí admiraremos el mausoleo de Octavio, un túmulo
recubierto de árboles de hoja perenne, el pórtico de Octavio, el teatro de
Marcelo, el Ara Pacis, el estadio de Domiciano, el teatro Odeón, el panteón
de Agripa y las termas de Agripa y Nerón. También los templos de Isis y
Serapis, en cuyos recoletos alrededores se solían citar los enamorados. Y
para los cultos, el pórtico de Octavia, la hermana de Augusto, verdadero
centro cultural dotado de biblioteca y sala de conferencias.
Esto es lo que encontramos por la ribera izquierda. Más allá del río, por
los campos del Vaticano, sólo acertamos a otear verdes trigales, lujosos
jardines, huertas y casas de recreo o de labor.
Si nos acompañara Cicerón, seguramente no habría podido reprimir una
lágrima furtiva al contemplar, allá a lo lejos, el jardín que él quiso
comprar a cualquier precio para elevar en él un santuario dedicado a la
memoria de su querida hija Tulia. Andando el tiempo, esta ribera se
poblará de modestos edificios y constituirá un barrio obrero (el
Transtíber). También se construirán aquí el mausoleo de Adriano y el
circo de Calígula.
Pero si en lugar de acercarnos al río hubiésemos optado por abandonar el
Foro por el lado opuesto, es decir, por el que da al Esquilino, nos
habríamos topado con la magnificencia del anfiteatro y el magnífico
templo de Venus y Roma, con su tejado cubierto de planchas doradas,
bañadas en oro, que relumbra en la distancia, herido por el sol. Delante
del templo está el Coloso de Nerón (origen de la palabra Coliseo con la que
se conoce al vecino anfiteatro). Es una estatua gigantesca, de treinta y
seis metros de altura, que adornaba la entrada de la Domus Aurea. A la
muerte de Nerón le añadieron los atributos necesarios para que
representara al dios Sol. Adriano la trasladó a su actual emplazamiento.
Los viejos del lugar aún recuerdan que fue necesario uncir veinticuatro
elefantes a la plataforma que sirvió para trasladarla.
El Esquilino es otro de los barrios curiosos de Roma. En tiempos de la
república era un lugar horrendo: en su desolada cúspide se alzaban
cruces y patíbulos, cerca del cementerio y osario municipal a donde iban
a parar los cuerpos de los ajusticiados o de los mendigos que morían en la
calle; en su falda sinuosa crecían, entre mefíticas basuras, las chabolas
de los más pobres. Allí se alineaban los humildes prostíbulos de la
Subura, el barrio chino de la ciudad, del que todavía persiste algo en las
callejas sórdidas donde habitan los libertos y los artesanos desempleados.
Pero el Esquilino que visitamos ahora con nuestros cultos amigos se ha
ido convirtiendo, en el razonable espacio de un siglo, en un elegante
barrio residencial que huele a dinero fresco y a prosperidad recién
estrenada. Baste decir que hasta aquí había de extenderse la Domus
Aurea de Nerón (sí, probablemente llevaban razón los que censuraban la
excesiva extensión de sus dependencias y jardines). En este señorial
vecindario están los más bellos parques de Roma, entre ellos el tan
famoso de Mecenas, y algunas de las más espléndidas mansiones de la
nueva aristocracia.
Como nuestras costumbres son más plebeyas, descendemos de nuevo al
bullicio y a la fritanga de los barrios populares en torno al Foro.
Otra vez nos perdemos por calles estrechas y tortuosas. En las horas de
mayor afluencia, los embotellamientos son frecuentes, particularmente en
los puntos donde se cruzan dos o tres literas o sillas portátiles en las que
los ricos se hacen transportar a hombros de esclavos.
En el Argiletum visitamos el Vicus Sandaliarius, donde están enclavados
los comercios de los zapateros y de los libreros ("bibliopola"), dos
actividades estrechamente asociadas pues comercian con el mismo
material, el cuero. Por cierto que el hedor a piel podrida y a pez
recalentada que despiden sus obradores y tenerías flota sobre el barrio
entero como una pestilente losa. Nuestros elegantes amigos echan mano
de sus perfumadas bolitas de ámbar y se las llevan a las narices en los
pasajes donde el hedor se hace especialmente insoportable.
Comenzamos a entender que el uso de perfumes esté tan extendido en
Roma entre las clases pudientes: es que la ciudad huele francamente mal.
Como todos los componentes del grupo somos gente de letras, es
inexcusable que penetremos a curiosear las últimas novedades en dos o
tres librerías ("tabernae librariae"). Al fondo de cada establecimiento, en la
parte más iluminada, hay largos escritorios donde los amanuenses,
asalariados o esclavos, se afanan sobre sus papiros y tinteros. Están
fabricando copias de la nueva obra de Ovidio, un manual para
enamorados que parece que va a ser best–seller entre los donjuanes de las
provincias. El método de edición resulta algo penoso a los que
procedemos de la galaxia de Gutemberg. Casi todos los libros se
componen sobre rollos de papiro de Egipto de veinte hojas encoladas una
a continuación de otra. Su lectura es bastante incómoda. Desde la época
Flavia se divulgan otros tipos de libros parecidos a los nuestros
("quaterniones"), que se fabrican con pergamino de oveja ("membrana"),
pero resultan caros.
Otros soportes de la escritura nos parecen no menos curiosos. Tablillas de
madera enceradas ("cerae"), unidas como un bloc de anillas ("codex", de
donde la palabra "códice") y hasta láminas de plomo para documentos
importantes que deben perdurar.
A la salida de la librería, en una encrucijada, un pesado carro lanzado a
toda velocidad está a punto de atropellarnos.
—Creía que estaba prohibida la circulación de carros durante el día –
comento sin salir todavía del susto.
—Y lo está –asiente Marco Cornelio–, pero se hace una excepción con los
que transportan escombros o materiales de construcción, puesto que de
otro modo habría que construir de noche y eso haría de Roma una ciudad
aún más ruidosa de lo que ya es, si te puedes imaginar tal cosa.
Descendemos a los barrios del Tíber y curioseamos por las tiendas.
Cada una de ellas exhibe sus productos en la puerta, así como carteles
rotulados en brillantes colores. Son mensajes publicitarios que pretenden
atraer a los clientes indecisos. En el dintel de la chacinería admiramos
una simétrica batería de hermosos y bien curados jamones; en el de la
bodega contigua hay dos panzudas ánforas. Entran y salen clientes
provistos de cenachos en los que portan sus compras del día. No nos
parece que se apresuren como los que van de tiendas en nuestras
ciudades modernas; antes bien se van deteniendo a cada momento para
conversar con algún conocido o para asistir a los mil espectáculos que la
calle ofrece: saltimbanquis, tragasables, augures, decidores de
buenaventura, curanderos... También abundan los vendedores
ambulantes de baratijas y de ropas usadas ("centonarius") que son las
únicas que pueden comprar los pobres.
Uno de nuestros amigos se detiene en una barbería ("tonstrinae") donde
suele hacer tertulia. Los barberos ("tonsores") ejercen un oficio muy
necesario pues, en esta época, todo el mundo se afeita el rostro (excepto
los excéntricos filósofos, que gastan barba) y, sin embargo, no existe la
costumbre de afeitarse uno mismo. En cierto modo se comprende: todavía
no se ha inventado el jabón, hay que raparse en frío la indócil barba, tan
sólo humedeciéndola con agua, y, por si fuera poco, el filo de las navajas
deja bastante que desear. Es muy frecuente ver auténticos "ecce homos",
perdón por tanto latín, y mal restañadas heridas sobre rostros afeitados
con dudoso apurado.
A través de la calle de los vidrieros ("vicus vitrarius"), llegamos a la de los
perfumistas ("vicus unguentarius"), quizá el único punto de Roma donde
los tufos y olores no ofenden al olfato. En minúsculos talleres, los
esclavos se afanan moliendo polvos de olor y extrañas sustancias en sus
morteros de piedra.
Por todas partes se ven manchas de aceite, que será el vehículo de las
esencias hasta que se conozca el alcohol. Cerca ya del Tíber, en el "vicus
tuscus", el goloso Marco Cornelio adquiere una bolsita de pimienta.
La hora del almuerzo nos sorprende en el barrio Xiv. Hemos dado tantas
vueltas por Roma que tenemos los pies hechos polvo. Los amigos que nos
acompañaban han ido desertando y no volverán hasta la tarde. Cuando
quedamos solos, Marco dispone que regresemos a casa en un taxi. Nos
dirigimos a la parada ("castra lecticariorum"), donde alquilamos una litera
de dos plazas. Es como una especie de espaciosa angarilla que contiene
un colchón duro y unas almohadas. Ocho fornidos esclavos capadocios
introducen largos varales por las argollas laterales y, a la señal del
capataz, levantan vigorosamente la litera y parten hacia el punto de
destino a notable velocidad. Como nuestro vehículo es de alquiler, su
decoración es sucinta, pero por el camino nos cruzamos con otras literas
privadas en las que sus dueños hacen emblemática ostentación de
riqueza. Marco Cornelio me explica que también existen literas de viaje,
para la carretera, portadas por dos mulos ("basterna").
Aquellos que no pueden permitirse el lujo de una litera procuran al menos
lucirse en utilitaria silla de manos ("sella") portada por una pareja de
esclavos. Nadie se acuerda de la antigua ley, promulgada por César, que
limita el uso de estos artefactos.
Domiciano lo prohibirá a las mujeres de vida alegre con idénticos
negativos resultados.
Nocturna Roma
Los ciudadanos que se lo pueden permitir, porque están desocupados o
porque son ricos o funcionarios del Estado o pequeños propietarios
rentistas, procuran pasar la tarde en las termas. Las termas constituyen
el gran placer del romano cuando no hay juegos o espectáculos públicos.
Pero nosotros nos sentimos tan agotados después de la caminata de esta
mañana que preferimos pasar la tarde en casa, leyendo a Virgilio en la
discreta pero suficientemente surtida biblioteca de nuestro anfitrión. He
de advertir que casi todas las casas nobles cuentan con su propia
biblioteca, si bien estas bibliotecas particulares raramente exceden de un
par de docenas de volúmenes puesto que el libro es caro y se deteriora
fácilmente con la polilla y la humedad. Los eruditos pueden, no obstante,
trabajar en las bibliotecas públicas de las que Roma está suficientemente
surtida. En el siglo Iv llegó a haber veintiocho.
Las más importante eran la de Augusto, en el Palatino, la de Tiberio, en la
Domus Tiberiana, y la Ulpia, donación de Trajano.
A la caída de la tarde, después de cenar, salimos a dar una vuelta para
conocer la Roma nocturna. Nos acompañan otra vez los amables amigos
de la mañana.
La noche romana es mucho más ruidosa que el día. En cuanto se pone el
sol, los centenares de carros de víveres y mercancías que han ido llegando
durante todo el día a los aparcamientos de las puertas Trigémina y
Collina, irrumpen en la ciudad, la invaden y se dirigen a sus puntos de
destino a toda velocidad pues sólo los primeros podrán librarse de los
inevitables embotellamientos. Aunque la ley establece que los ciudadanos
tienen derecho a transitar sin miedo ni peligro ("sine metu et periculo"), lo
cierto es que el mero ruido de los carros nos amedrenta: son como bólidos
sobrecargados cuyas llantas de hierro truenan inmisericordes sobre los
relejes del agrio empedrado. De vez en cuando rozan las piedras
sobrealzadas en medio de la calzada, que constituyen los pasos de cebra,
y hacen saltar siniestros regueros de chispas. Decididamente ésta es una
ciudad insoportablemente ruidosa. Adivinando nuestros pensamientos,
Marcial interviene: —¡Los ruidos de Roma! No te dejan vivir por la mañana
los maestros de escuela, por la noche los panaderos y a todas horas los
caldereros, que repican con sus martillos; aquí es el cambista aburrido
que tintinea sus monedas sobre la sórdida mesa, allá un dorador que
aporrea con su bastoncito la piedra pulida. Incesantemente los fieles de
Belona gritan poseídos por la diosa; no acaban nunca, el náufrago con
una tabla al cuello que va refiriendo la historia de su percance; el niño
mendigo al que su madre ha enseñado a pedir limosna lloriqueando, el
revendedor que te molesta insistiendo en que le compres unas pajuelas...
Juvenal es todavía más radical en su condena. A él, romano de toda la
vida, además de los ruidos que producen sus conciudadanos, le molesta
que haya tantos extranjeros y forasteros.
La tiene particularmente tomada con los griegos.
—Esta ciudad se me hace insoportable. Hace un momento que en el Tíber
ha desembarcado el Orontes trayendo consigo la lengua y las costumbres
de aquellas gentes y, además, flautistas que aportan liras con cuerdas
traveseras, tímpanos, su instrumento nacional, y esbeltas muchachas.
¡Ay, los griegos! Vienen de todas partes, se instalan en el Esquilino y en el
Viminal y se hacen dueños de las familias más ilustres. Son lo que
quieras que sean: literatos, rectores, geómetras, pintores, masajistas,
augures, funámbulos, médicos, magos. El grieguito muerto de hambre
entiende de todo. Dile que te suba al cielo: te subirá.
La ciudad nocturna es tan ruidosa que no nos extraña que sus calles
estén tan concurridas. A lo mejor son vecinos que no consiguen conciliar
el sueño en sus casas. "Es que para poder dormir en Roma tienes que ser
muy rico", replica, agrio, Juvenal.
La vida nocturna se concentra en ciertos barrios donde existen tabernas
("popinae, thermopolia"). Nos llama la atención que el vino se sirva
caliente. En algunos establecimientos se juega a los dados, cruzando
apuestas. En casi todos hay pelanduscas que ejercen su oficio en
camaranchones de los pisos altos o en húmedas trastiendas abarrotadas
de ánforas y cachivaches.
Juvenal, siempre atento a los aspectos negativos de la ciudad, es de la
opinión que debiéramos dar por terminado el paseo y retirarnos a
nuestras respectivas posadas. Es poco amigo de la noche.
—Considerad ahora –nos dice– cuán diversos son los peligros de la noche.
Pensad desde qué altura puede precipitarse una teja y romperte el cráneo
y cuántas veces son lanzados desde las ventanas cacharros desportillados
que dejan profundas huellas sobre el empedrado. ¡Bien se te ha de tener
por descuidado e imprevisor si asistes a una cena sin haber hecho
previamente testamento! Cuando sales de noche te acechan tantos
peligros mortales como ventanas hay abiertas. Y sólo por esta razón te
conformas melancólicamente con que se contenten con ducharte con el
contenido de los cubos.
No exagera nada nuestro malhumorado amigo. En esta ciudad, que es
cabeza del mundo, son pocas las casas que están provistas de desagües y
el servicio municipal de recogida de basuras aún no se ha inventado. Por
lo tanto, los desperdicios del día suelen arrojarse a la calle por la ventana
en cuanto las propicias tinieblas –tampoco hay alumbrado público–
garantizan la impunidad. En tales circunstancias, el sufrido transeúnte
está vendido, pues en cualquier momento le puede llover del cielo un
chaparrón de desperdicios líquidos ("effusum") o, lo que es peor, sólidos
("deiectum").
En casos graves de descalabramiento, que los hay, todos los inquilinos del
inmueble serán corresponsables ante la justicia.
En cada uno de los catorce distritos en que está dividida la ciudad existe
un cuartel o comisaría ("excubitorium"), que es también parque de
bomberos. Está servido por un retén de "vigiles" que patrullan las calles
provistos de cubos y armas, por si hay incendios o reyertas, pero ya se
sabe que nunca están cuando se los necesita. Si uno quiere sentirse
seguro debe llevar su propia escolta, cuatro o cinco fornidos esclavos,
armados de garrotes y provistos de luces.
Otro peligro nocturno es el constituido por los gamberros. Hay cuadrillas
de mozalbetes, algunos de ellos de las mejores familias de la ciudad
(incluso el propio Nerón, ya emperador, se sumó a veces a estas
pandillas), a los que la costumbre consiente que campen por la ciudad
cometiendo toda clase de abusos antes de que el yugo del matrimonio y el
trabajo adulto les asiente la cabeza. Si se contentan con insultarlo o
apalearlo y con sobarle la mujer, ya puede el pacífico transeúnte dar
gracias a los dioses, porque ha salido bien parado después de todo, pues
muchas veces gustan de redondear la faena arrojando a sus víctimas a la
cloaca más próxima. También saben echar abajo la puerta de una
conocida cortesana que pensaba holgar –en el sentido de descansar– esa
noche, para violarla por turno, destrozarle el mobiliario y robarle las galas
y trebejos del antiguo oficio.
7. Viviendas adosadas y colmenas sociales
Como en Roma impera un régimen capitalista, no nos sorprende que los
potentados vivan en mansiones y palacios, los ricos en viviendas
unifamiliares adosadas y los pobres que disponen de un techo donde
cobijarse, en bloques de apartamentos. La casa de nuestro amigo Marco
Cornelio es un buen ejemplo de vivienda para familia acomodada a nivel
medio alto. Consta de un solo piso y está cerrada por un muro sombrío,
mal enfoscado y sin ventanas, en cuya parte central se abre una especie
de breve pasillo que conduce a la puerta de la casa. El exterior causa una
deficiente impresión, pero cuando se traspasa la puerta, un luminoso y
cómodo interior nos acoge.
Hay un breve vestíbulo que desemboca en un patio cuadrado ("atrium")
cuyo centro, abierto al cielo, está ocupado por una pila ("compluvium") a
la que va a parar el agua de los tejados cuando llueve. La pila está dotada
de un rebosadero para que el precioso líquido alimente el aljibe
subterráneo. En invierno la vivienda se ventila y solea a través de este
patio; en verano se tiende un toldo ("velaria") que impide que el sol
caliente el interior de la casa. En torno a este patio discurre una galería a
la que se abren las puertas y ventanas de las distintas habitaciones.
Enfrente de la entrada hay una hornacina muy decorada ("lararium") en
la que se veneran los lares de la casa y, cerca de ella, la caja fuerte
("arca"), alacena asegurada con potentes candados que guarda los objetos
de valor y el dinero.
Del "atrium", por la parte posterior, sale un corto pasillo que conduce a
un espacioso patio trasero, el "peristylium", más ancho y luminoso, donde
habitaciones suplementarias se abren a un espacio rodeado de columnas
y ajardinado. Admiramos bellos parterres de plantas de olor y flores, así
como algunas estatuas y frisos decorativos de gran mérito. En el espacio
central hay una fuente a cuyo fresco arrullo se cena, en verano, sobe el
triclinio de mampostería. Hay también un hermoso emparrado.
En la casa existen dependencias asignadas a distintos usos. La más noble
de ellas es la sala de estar ("tablinium"), el lugar del padre.
Luego están el comedor ("triclinium") y el dormitorio ("cubiculum"). Lo que
echamos en falta es la cocina. Marco Cornelio nos explica que los
romanos no suelen dar importancia a esta dependencia de la casa. En
muchos hogares ni siquiera existe y la comida se prepara, como
antiguamente, en el patio trasero o en el mismo "atrium", sobre un fogón
portátil que se quita de enmedio cuando no se está usando.
La cocina de esta casa es un cubículo más reducido aún que las de
nuestros pisos modernos. Las paredes, oscurecidas y pringosas, delatan
que se llena de humo con facilidad. En un breve poyo de mampostería hay
una especie de fregadero que desagua en el albañal ("confluvium") de la
pieza contigua.
El horno de cocer el pan está en un rincón del patio posterior, al lado de
la leñera, pero hoy en día, me explican, son muchas las familias que,
aunque siguen amasando el pan en casa, prefieren cocerlo en la
panadería del barrio.
Como es casa de familia pudiente, el suelo está decorado con pavimentos
de artísticos mosaicos y las paredes cubiertas de pinturas al fresco, cuyos
bellos y llamativos colores imitan lujosas arquitecturas. Los cuadros
reproducen motivos mitológicos, campestres, rosetones, cabezas
monstruosas y escenas de sacrificios. En el techo, algo oscurecido por el
graso humo de las lámparas, hay bellos estucos y artesonados.
El mobiliario es más bien sucinto.
Apenas los imprescindibles y enormes divanes del comedor, las camas de
los dormitorios, dos o tres mesas y una docena de sillas. La cama
("lectus") es alta y provista de escabel, cabecera y espaldar. Sus
complementos son, básicamente, los actuales: colchón, almohada,
mantas y colcha. Nos referimos a las de los ricos, claro. Las de los pobres
son mucho más simples: un bastidor de cuerdas con modesto colchón de
granzas y raída manta.
Las mesas suelen ser verdaderas obras de arte salidas de expertas manos
artesanas, aunque también las hay sencillas, de tijera, para los viajes.
Los asientos son también, básicamente, los modernos: sillón ("cathedra"),
silla ("sella", dotada de brazos pero sin respaldo) y el humilde taburete.
Hay pocos armarios, pero abundan las alacenas empotradas en las que se
guarda de todo: ropa, libros, comida, etc. Hay pocos objetos decorativos,
si exceptuamos los artísticos candeleros que se ven por todas partes
sosteniendo candiles de aceite fabricados en barro o bronce. Resultan
más baratos que las velas de sebo pero dejan el aire graso y maloliente.
Las antorchas tienen su uso restringido a bodas, funerales y
celebraciones oficiales.
En el noble "tablinium" de la casa las ventanas están dotadas de toscos
vidrios, gruesos y casi opacos. El resto de las ventanas se cierran con las
tradicionales placas de alabastro ("lapis specularis") que dejan pasar la
luz y crean un ambiente recoleto y agradable. En las casas pobres sólo
hay postigos de madera –cuando los hay–, de modo que, si hace frío, sus
moradores se ven obligados a cerrarlos y pasan el día a oscuras, sin más
luz que la que se desprende del brasero o del hornillo... cuando los hay.
Esto justifica la gran afición por las termas públicas donde, por una perra
gorda como quien dice, puede pasarse la tarde calentito.
Nuestra anfitriona, la noble Caesia, no tiene problemas con el servicio
doméstico. Doce esclavos se encargan de que la casa funcione
debidamente. Sus respectivas tareas están bien delimitadas. Hay un
portero ("ostiarius") que vigila la entrada y recibe recados; un camarero
("cubicularius" o "servus a cubiculo") que limpia y cuida de las
habitaciones y duerme junto a la puerta del dormitorio del amo; otros se
ocupan del baño, de la leña, de las lámparas, de la ropa, del telar, de la
comida... Raramente están ociosos. En las mansiones de los nuevos ricos
hay incluso varios esclavos jardineros. La posesión de extensos y
elaborados jardines se ha convertido últimamente en símbolo de estatus
social. "Ya notarás –nos dicen– cómo algunos viven en casa estrecha con
tal de poder lucir en su jardín infinidad de verdores". Es curioso que, en
esta congestionada ciudad, donde los problemas de espacio son cada día
más acuciantes, existan, sin embargo, tantos jardines y huertos. En parte
es posible que se deba al instintivo respeto que el supersticioso romano
siente por las arboledas, en las que se manifiesta lo luminoso.
También, quizá tenga algo que ver con la moda impuesta por los filósofos
de retirarse a lucubrar a la paz de los jardines. El nuevo rico que posee
un jardín puede llegar a convencerse de que es una persona culta y de
pensamiento cuando se pasea, abstraído en sus negocios, entre mirtos,
violetas, narcisos, adelfas y yedras. O cuando se sienta en marmóreo
banco e intenta leer a Epicteto a la sombra de los copudos plátanos, de
los verdes laureles o de los afilados y hospitalarios cipreses.
Muchos amigos de Marco Cornelio que habitan en barrios más céntricos
de la ciudad, han alquilado las habitaciones exteriores de sus casas,
generalmente incomunicadas con la vivienda a comerciantes y artesanos
de la vecindad. Esas estancias ("tabernae") suelen contener un pequeño
entresuelo superior, especie de baja buhardilla ("pergula") que también
puede servir de vivienda a algún antiguo liberto de la casa o a gente
humilde cuya vecindad no moleste demasiado.
Los pobres viven en edificios de hasta cuatro pisos y de unos dieciocho
metros de altura ("insulae"), con muchas ventanas y balcones al exterior,
lo que refuerza nuestra impresión de que se trata de auténticas colmenas
humanas. En estos edificios, que exteriormente nos recuerdan el aspecto
de las "viviendas protegidas" de nuestros barrios obreros de la posguerra,
suele hacinarse el personal a razón de una familia por habitación.
El alquiler es muy bajo, pero carecen de los más elementales servicios y el
mantenimiento se reduce al mínimo. La construcción es tan deplorable
que son frecuentes los incendios y desplomes.
Veamos lo que nos dice al respecto Juvenal: "Habitamos una ciudad
apuntalada con soportes no más sólidos que una caña, pero el casero
tapa con yeso cualquier grieta antigua y te dice: _"Ea, ya puedes dormir
tranquilo_"".
Y, mientras tanto, la casa amenaza ruina y se te puede caer encima.
No exagera. Un ilustre casero, Cicerón, confiesa a su amigo Ático en una
carta: "Se me han hundido dos inmuebles y los otros tienen las paredes
agrietadas. No sólo se marchan los inquilinos, ¡hasta las ratas se van!" A
partir del siglo Ii, la ciudad se torna más fea porque el terreno escasea y
empiezan a demolerse casas unifamilares para construir "insulae" cada
vez más altas. Una de ellas, la ínsula Felices, se hizo tan famosa como el
Empire State Building en nuestros pecadores días. Trajano había
establecido el límite de altura de un edificio en veinte metro, pero
seguramente no siempre se respetó. Se produce incluso un cambio en el
vocabulario. "Domus" pasa a designar la planta baja del edificio de
apartamentos, que es la más cómoda puesto que sus inquilinos no tienen
que subir escaleras y disponen, además, de cloacas, un adelanto del que
están privados los pisos superiores. Hay que tener en cuenta que
disfrutar de retrete en casa era lujo propio de ricos. Los habitantes de las
"insulae" han de acudir a las letrinas públicas. Éstas suelen estar dotadas
de suntuosos bancos de mármol, corridos y sin separación intermedia
entre los agujeros sanitarios, para que el usuario pueda departir
amablemente con sus vecinos de asiento mientras aligera el vientre. No
tenían nuestro concepto de la intimidad asociado a ciertos actos. Algunas
letrinas incluso están dotadas de artísticos reposabrazos en forma de ágil
delfín. No existe todavía la cisterna, pero hay un caño de agua corriente
que discurre a lo largo del banco y va llevándose la suciedad a las cloacas.
Las letrinas públicas fueron gratuitas hasta que a Vespasiano, cavilando
arbitrios con los que apuntalar sus flacas arcas, se le ocurrió la feliz idea
de gravarlas con un impuesto. A los ministros que consideraban excesiva
tal medida les dio a oler las primeras monedas recaudadas: "No huelen,
¿verdad?", les preguntó mientras esbozaba una imperial y helada sonrisa.
Los ricos suelen poseer una segunda residencia en el campo, un chalecito
en las cercanías de Roma ("villa urbana") o un señorial cortijo rodeado de
campos de cultivo ("villa rustica") donde un esclavo administrador
("vilicus") dirige las labores que son efectuadas por otros esclavos. En la
villa rústica, de la que descienden directamente los modernos cortijos
andaluces, distinguimos dos corrales ("cortes") dotados de sendos
abrevadores centrales ("piscina") y una serie de establos para bueyes o
caballos, así como graneros ("granaria") y otras dependencias. La parte
más noble de la casa suele contar con una gran sala provista de chimenea
donde se cocina y se vive. Poyos de mampostería rodean los muros y
sirven de asiento durante el día y de cama de los criados durante la
noche. En los mayores latifundios, que tienden a ser autosuficientes, no
es extraño que encontremos incluso un calabozo ("ergastulum") y un
hospitalillo ("valetudinarium").
8. La familia y la educación
La familia romana no se limitaba a la unidad de convivencia que forman
la pareja y sus hijos todavía no emancipados. Un estudioso americano la
compara a una "familia" de la Mafia, salvadas sean las naturales
diferencias, naturalmente. El padre o patriarca ("paterfamilias") es,
literalmente, propietario de las vidas y haciendas del resto de los
miembros de la unidad familiar, a saber: hijos, nietos y esclavos. Si lo
desea, puede ejecutarlos en sentencia privada, aunque, de hecho, esta
extrema situación no se da ya en la época de los césares. Antiguamente,
la patria potestad se extendía también a la esposa y a las nueras, pero en
el imperio lo normal es que hayan sido sólo prestadas y continúen
perteneciendo a sus respectivos padres.
En Roma no existe la mayoría de edad. La patria potestad sólo se extingue
con la muerte. Supongamos que un individuo ha cumplido ya los sesenta
años y que ha hecho una brillante carrera política que lo ha llevado a
escalar las más alta magistraturas del país, y que, además, se ha
enriquecido considerablemente. Pues bien, si su "paterfamilas" vive, a
efectos legales continúa siendo un menor de edad sometido a su
autoridad y tutela. Teóricamente, tiene que solicitarle permiso hasta para
adquirir un celemín de trigo. Solamente la oportuna muerte del padre lo
promocionará a ciudadano de pleno derecho, autónomo, y le otorgará
capacidad jurídica propia convirtiéndolo, a su vez, en "paterfamilias".
Esto no significa que todos los miembros de la familia tuviesen que
convivir necesariamente bajo el mismo techo. Al llegar a cierta edad, era
costumbre que los hijos varones alquilasen, siempre con permiso del
padre, una habitación o una casa en otra parte de la ciudad para vivir en
relativa independencia o incluso, si el "paterfamilias" lo consiente, se
casan y forman su propia familia. El dinero que ganen lo administrará el
padre pero ellos podrán sobrevivir con la asignación ("peculium") que éste
graciosamente les conceda.
El "paterfamilias" dispone de dos procedimientos para tener hijos que
perpetúen su nombre y estirpe: engendrarlos o adoptarlos. Como los
romanos no concedían demasiada importancia a la fuerza de la sangre,
las adopciones eran muy frecuentes. En una adopción casi siempre
existen intereses creados de por medio. Si el hijo de su carne no le parece
merecedor de sucederlo en el gobierno de la familia, el "paterfamilias"
adopta a un sobrino, a un nieto, a un amigo, a un vecino, incluso a un
esclavo liberto. Las argucias y chanchullos legales son infinitos. Puede
hasta darse el caso de que un ciudadano joven adopte a otro mayor que él
para quedarse con su fortuna cuando fallezca.
La familia de Marco Cornelio es una de las más distinguidas, antiguas y
poderosas de Roma. Esto se echa de ver en la cantidad de clientes que
tienen. Algunos clientes son hombres libres procedentes de otras
unidades familiares más modestas que han estado tradicionalmente
vinculadas a los Cornelios desde tiempo inmemorial; otros, por el
contrario, son antiguos esclavos libertos de la familia o sus descendientes.
Cada mañana, antes de encaminarse a sus respectivas ocupaciones, estos
clientes se congregan a la puerta de la mansión Cornelia y, cuando el
"paterfamilas" se levanta, pasan a desearle los buenos días ("salutatio") y
a ofrecérsele para lo que guste mandar. Lo hacen en el riguroso orden que
categoría y antigüedad han establecido entre ellos, porque, en la
jerarquizada Roma, hasta los más humildes saben estar juntos pero no
revueltos. A cambio de esta inquebrantable fidelidad y entrega, el
"paterfamilias" ejerce sobre ellos un patronazgo efectivo: los protege
legalmente contra los abusos de los poderosos y les hecha una mano
económicamente cuando es necesario. Algunos clientes, en su
desamparada vejez, viven del pequeño subsidio ("sportula") que el
administrador de la casa les da cada día para que puedan ir tirando y no
se mueran de hambre.
Incluso reciben una toga para que puedan presentarse dignamente ante
su señor.
El cliente obedece ciegamente al "paterfamilias". Venera a sus mismos
dioses privados y se hará cristiano si él se convierte; vota por quien él le
indica y sigue la carrera profesional que el señor estima conveniente. No
obstante, los clientes no siempre resultan ser pobres al arrimo del rico.
Se dan también casos de clientes más ricos que el "paterfamilias" al que
se encomiendan. Puede ocurrir que el acaudalado comerciante de origen
plebeyo quiera hacer carrera política y necesite el apoyo de un arruinado
senador socialmente influyente. También puede ocurrir que un noble en
apuros se someta a un "paterfamilias" no tan noble con la esperanza de
alcanzar parte de su herencia.
Un romano ha nacido
El esclavo marcha delante alumbrando la calle con su farol. Varinia, la
partera ("obstetrix"), lo sigue tan aprisa como le permiten sus cortas
piernas. Jadea y protesta, pero el esclavo continúa caminando a grandes
trancos sin hacerle mayor caso. El parto es en casa del noble Cayo
Cornelio Savo, primo de nuestro amigo.
Va a nacer un romano que será contemporáneo de Jesucristo aunque no
es probable que oiga hablar de él en su vida.
Nacer en Roma no es fácil. Las prácticas anticonceptivas, incluido el
aborto, están muy extendidas. Algunas damas romanas practican el
lavado vaginal después del coito; otras usan una especie de diafragma e
incluso ciertas pomadas espermicidas. Parece lógico pensar que no
ignoraban el "coitus interruptus", que el pacato Occidente aún designa
con su aparente y aséptico latín. Tampoco debían ignorar la "eiaculatio
precox" y demás latines asociados al ejercicio venéreo.
Pero si, a pesar de todas las posibles barreras, el hijo no deseado se
obstina en venir al mundo, el romano puede, tranquilamente, matarlo en
cuanto nazca. Esta terrible práctica no sólo es perfectamente legal, sino
que está muy extendida, particularmente entre las clases bajas. Los
pobres se deshacen de sus hijos sencillamente porque no pueden
alimentarlos ni alojarlos; los menos pobres, porque una boca adicional les
desequilibra el presupuesto y supone una rémora en sus modestas
ambiciones de promoción social; y los ricos lo hacen por comodidad o por
razones testamentarias. Un precepto legal determina que "el nuevo hijo
rompe el testamento". Al romano rico le repugna la idea de dividir su
patrimonio. Pueden existir también otras razones: el padre deseaba un
varón y le ha nacido una hembra (la muerte casi sistemática de las hijas
era práctica común en todo el Mediterráneo); se sospecha que el retoño
pueda ser fruto de un desliz adulterino de la santa esposa, o el recién
nacido presenta un defecto físico. El romano tiene mil razones para matar
al recién nacido y no siente mayor remordimiento del que sentimos
nosotros cuando ahogamos o abandonamos a los gatitos o a los cachorros
que no podemos criar. Unas veces se asfixia al recién nacido, otras veces
se le abandona ("exposicion") en la puerta de la casa o en el vertedero más
próximo.
Si alguien quiere hacerse cargo de la criatura no tiene más que llevársela
y ya le pertenece legalmente. La fuerza de la sangre no tiene ningún valor.
El descenso de la natalidad llegó a constituir un problema de Estado que
distintos emperadores intentaron resolver por dos medios: presionando
sobre los cada vez más abundantes y recalcitrantes solteros para que
contrajeran matrimonio, y subvencionando legalmente a las madres que
tuvieran los tres hijos que entonces constituían la familia ideal. Después
del cambio de mentalidad que, a partir del siglo Ii, introducen el
estoicismo y el cristianismo, las familias romanas volverán a ser prolíficas
como en los tantas veces añorados tiempos de la república, cuando
muchas parejas contribuían al engrandecimiento de Roma con diez o doce
hijos.
Emilia, la esposa de Cayo Cornelio, se ha acomodado en el sillón paritorio
donde dará a luz. En la pieza contigua esperan el padre, algo nervioso, y
el resto de los familiares y esclavos de la casa. Va a nacer el primer hijo de
la pareja y, aunque Cayo preferiría que fuera varón, ha resuelto aceptar lo
que venga con tal de que nazca sano. Los dioses se le muestran propicios.
Al poco rato, la sonriente partera sale de la alcoba llevando entre sus
brazos a un robusto y berreante niño de bien implantados genitales.
Ninguno de los presentes, incluidas las abuelas, se precipita a contemplar
al recién nacido, nadie le dedica embusteros piropos. Todo lo contrario: la
aparición del niño impone un tenso y expectante silencio. La partera, con
afectada solemnidad, deposita a la criatura sobre las frías baldosas, a los
pies de Cayo Cornelio. Entonces el padre se agacha, lo toma y lo levanta
en sus brazos sin decir palabra: esto quiere decir que lo acepta como hijo
suyo. Todos sonríen, las abuelas lloran –de emocióny los esclavos se
felicitan. El niño vivirá. De haber sido niña la aceptación hubiese
consistido en ordenar que se le diera de mamar.
El hijo de Cayo Cornelio es vástago de una de las familias patricias más
honorables de la ciudad. Por lo tanto debe ser criado y educado con
arreglo a su rango y condición. Desde su más tierna infancia sabrá lo que
es disciplina. Al principio, lo crían varias nodrizas para que no se
acostumbre a ninguna en particular. Cada mañana, después del baño, lo
masajean concienzudamente para ir modelándole el cuerpo,
particularmente el cráneo, la nariz y las nalgas. También le estiran el
prepucio. Después le vendan fuertemente las muñecas, los codos, las
rodillas y las caderas para que se afinen con arreglo al ideal de belleza
imperante. Finalmente lo frazan e inmovilizan entre apretados pañales.
Cuando pasen los primeros meses, le dejarán libre el brazo derecho para
asegurarse de que el niño sea diestro.
El niño convivirá con la nodriza principal ("nutrix"), más que con su
propia madre. Como la familia es muy rica, la nodriza es griega. No sólo lo
nutre, también le habla constantemente en griego. Un hombre educado
debe ser bilingüe y el griego es la imprescindible lengua de cultura. La
labor de esta especie de nutricia institutriz se complementará, más
adelante, con la de un pedagogo criador ("nutritor"), que enseñará al niño
las primeras letras. Cuando se muestra desobediente o díscolo lo
amenazan con el coco, que en Roma es la "Lamia", femenino.
La mayoría de los niños romanos son pobres y, lógicamente, no disfrutan,
o sufren, esta clase de educación. Si la malaria no se los lleva al otro
mundo en el primer verano, es posible que tengan fuerzas para engrosar
esa bullidora nube de pilluelos que a todas horas alborota con sus juegos
las calles de Roma. Por cierto, muchos de estos juegos nos resultan
familiares: el aro ("trochus"), la morra ("digitis micare"), las canicas
("ocellatis"), la taba ("talus"), la gallina ciega (denominado aquí "mosca de
bronce"), los chinos, el trompo, tres en raya. Nadie protesta de los
juguetes bélicos: cascos, escudos, espadas, corazas, que sirven par jugar
a cartagineses y romanos o a soldados y gladiadores. También se
entretienen cazando grillos o cigarras para sus diminutas jaulas o, como
nos apunta Horacio, "construyen casitas, enganchan ratones a sus
carritos, juegan a pares o nones y cabalgan caballitos de caña".
Como cualquier niño actual, el romano pasará del sonajero
("crepitaculum") al columpio ("oscillum") y al balón ("pila") y cuando, en
ocasiones especiales, los amigos de la familia le den unas perras, se
apresurará a guardarlas en su hucha ("loculus").
Si se trata de una niña, tendrá sus muñecas ("pupa") de cera coloreada,
de arcilla cocida, de madera o de hueso.
Entonces como hoy el niño esperará con ilusión la llegada de ciertos días
en que los regalos son tradicionales: su cumpleaños ("dies natalis"), año
nuevo ("strenae") y las carnavalescas "saturnalia".
Los niños pobres tienen como moneda para sus juegos huesos de
albaricoque; los ricos, nueces ("nuces"). Salir de la infancia es "nuces
relinquere", por lo general a los diecisiete años, cuando el muchacho toma
la toga viril y se consagran sus juguetes a los dioses. La niña ha
consagrado sus muñecas a Diana al hacerse mujer.
Con todo, igual que sucede al atribulado hombre de hoy, el niño que una
vez fue Cayo Cornelio continúa existiendo detrás de la adusta fachada de
su gravedad y continencia. A menudo, después del banquete, cuando han
despedido a criados y esclavos y están en la intimidad, Cayo Cornelio y
sus amigos volverán a jugar como cuando eran niños ("repuerascere") y
atronarán con sus risas y gritos los silenciosos ámbitos de la casa que se
finge dormida.
Si damos una vuelta por las plazuelas y calles de los barrios populares,
observaremos que algunos juegos favoritos de los mozalbetes son
bastante crueles: en el llamado "del basileus" (o rey), el más diestro golpea
al más torpe (llamado "sarnoso"). En el de la olla, el que hace de recipiente
permanece sentado en el suelo y sufre los golpes y repelones de los otros
hasta que logra atrapar a uno de ellos par que ocupe su incómodo lugar.
El manteamiento ("sagatio"), de cervantina prosapia, es también muy
popular, particularmente entre los soldados. Por cierto, vayamos atentos
para que los niños de la calle no nos hagan víctimas de alguna broma
pesad. Les encanta pegar monigotes en la espalda de los viandantes o fijar
una moneda al suelo para burlarse de los que se agachan a recogerla.
Pero también los hay más seriecitos que juegan a imitar a los oradores del
Foro o que reproducen, en lentas y solemnes ceremonias, la gravedad de
cónsules y sacerdotes.
Cayo Cornelio es senador. Su hijo, el joven Cayo, también lo será a su
debido tiempo. Su esmerada educación tiene por finalidad suministrarle
una sólida cultura pero también templar su carácter, hacer de él un
romano modélico. Desde niño ha aprendido a conducirse con dignidad, a
controlar sus impulsos y a tratar a su padre de señor ("dominus") como
expresión del respeto y obediencia debidos.
Desde niño ha templado su valor asistiendo a los sangrientos juegos del
anfiteatro y le han impuesto fatigosos ejercicios físicos para fortalecer su
cuerpo y adormecer los naturales apetitos venéreos. El futuro senador
camina con elegante soltura, habla lenta y solemnemente, sin
gesticulaciones innecesarias. Como persona educada ("pepaideumenos"),
procura no eructar, bostezar ni estornudar (esto último considerado
síntoma de ambigüedad sexual), se suena en un pañuelo y se lava los pies
al llegar a casa.
Si pasa ante una ventana abierta no mira al interior de la habitación. Si
dos personas conversan no se acerca a ellas a no ser que lo inviten. Hoy
nos seguiría pareciendo una persona exquisitamente educada si no fuera
porque a veces escupe en el suelo.
Cayo tiene una hermana, Calpurnia, a la que también han formado
severamente. Hasta los doce años asistió a las mismas aulas que Cayo,
pero a partir de esa edad, ya mujer, le pusieron un "praeceptor" para que
la educase como conviene a una dama de alcurnia: autores griegos y
latinos, lira y canto. Además, su madre y las criadas de la casa le enseñan
administración doméstica, bordado ("acu pingere") y costura. Cuando la
casen, a los quince años de edad, será su marido el que prosiga la tarea
de educarla y perfeccionarla.
Escuelas y universidades
Antiguamente no se concebía que los desheredados de la fortuna
recibiesen educación, por lo tanto éste era un bien reservado a los hijos
de familias nobles. Más que en la adquisición de conocimientos, el
educador romano ponía el acento en la recta formación del carácter. En
los tiempos antiguos, la enseñanza se impartía en casa por el pedagogo
("nutritor"), pero en la época de los césares ya existen, además, las
escuelas ("ludus, ludus litterarius"), si bien las familias más pudientes
continúan prefiriendo la educación privada y domiciliaria, casi siempre
impartida por un maestro griego, en muchos casos esclavo especializado.
Incluso cuando el maestro es libre, su salario resulta bajísimo, aunque se
suplementa a veces con propinas y regalos. En esto no ha habido gran
mudanza con los tiempos. Como no existía ministerio de educación, nadie
alteraba el plan de estudios cada pocos años. No obstante, se reconocían
algunos grados y existía cierta especialización por parte del personal
docente que los impartía. A nivel elemental estaba el "ludi magister", que
enseñaba a leer y a escribir; luego el "litterator", asimilado a nuestros
maestros, y más adelante, en lo que podríamos denominar enseñanza
media, el "grammaticus", que enseñaba literatura, griego, mitología,
astronomía, física, geografía e historia.
El "rethor" era profesor de elocuencia, aunque también extendía sus
funciones a la dirección espiritual del muchacho. Sabida es la
importancia que tiene la elocuencia en la vida del romano. Las escuelas
de retórica acabaron siendo centros de formación del funcionariado
estatal. Sus alumnos se ejercitaban en defender dos puntos de vista
antagónicos sobre cualquier tema propuesto.
La escuela era mixta hasta que los escolares cumplían doce años. A partir
de esa edad, pocas niñas continuaban los estudios puesto que muy
pronto las consideraban adultas ("domina") y las casaban.
La jornada escolar era parecida a la moderna: seis horas de clase, con
descanso intermedio. Las aulas eran incluso más incómodas que las
nuestras pues los alumnos se sentaban en taburetes y sólo disponían de
una tabla donde apoyarse para escribir. Los días de fiesta y vacaciones
eran también similares a los actuales: festividades locales, jornada de
descanso cada nueve días ("nundinae") y vacaciones estivales desde julio
"hasta los idus de octubre".
Los castigos corporales estaban a la orden del día. El maestro utilizaba la
férula para reprimir al alumno desaplicado. Y el alumno reprimía los
gritos, puesto que manifestar el dolor "romanum non est".
Después del bachillerato, muchos hijos de familias patricias se integraban
en la vida pública y seguían el "cursus honorum", pero otros viajaban
para ampliar estudios en el extranjero, particularmente en Grecia, donde
existían centros equiparables a nuestras universidades, y en otros lugares
de antiguas culturas: Atenas, Rodas, Pérgamo, Antioquía y Alejandría. Allí
se inscribían en un registro y asistían a las lecciones de algún afamado
filósofo.
9. Matrimonio y divorcio
Los romanos siempre abrigaron ciertas reservas sobre la institución
matrimonial. Un sesudo censor del siglo I a. de C. dejó dicho: "Como es
sabido, el matrimonio es una fuente de desdichas, pero no por ello hay
que dejar de casarse, por civismo". No debe, por tanto, extrañarnos que
concedieran al matrimonio menos importancia de la que le damos
nosotros. De hecho, una gran parte de la población romana se
emparejaba sin llegar a casarse: los esclavos, a los que les estuvo
prohibido hasta el siglo Iii, y los plebeyos, entre los que abundaban los
hijos de padre desconocido o dudoso, y solamente una de cada tres
parejas se casaba formalmente.
En la época de los césares, el matrimonio era un acto estrictamente
privado, un sencillo contrato consensual que no generaba documento
alguno, ni registro, ni literatura de archivo; si acaso, sólo las
estipulaciones de la dote que aporta la esposa, y esto porque hay dinero
de por medio. No obstante, el matrimonio surtía ciertos efectos jurídicos
puesto que los hijos habidos heredaban del padre nombre y fortuna. Es
interesante constatar que en la cristianísima Europa medieval continuaba
existiendo un matrimonio similar, por juramento recíproco, sin valor
sacramental. En la deliciosa tabla de Jan van Eyck que representa a
Giovanni Arnolfini y su esposa (hacia 1434, National Gallery de Londres),
asistimos a una ceremonia de este tipo.
Jurídicamente, el matrimonio romano podía ser de dos clases: el antiguo
"conventio in manum", que estaba en desuso en la época de los césares,
en el que el padre de la novia cedía a su futuro yerno la propiedad de su
hija, o "sine manu", en el que la afortunada joven continúa siendo
propiedad del padre y el marido sólo recibe el usufructo. Ella, por tanto,
conserva los derechos sucesorios que tuviera en la familia de origen. Así
pues, en la época que estamos tratando, el padre presta la hija al marido,
pero sigue siendo suya. El vínculo es provisional. Si comete adulterio, por
ejemplo, el padre puede matarla aunque el marido la haya perdonado. Es
posible que el lector sospeche que la chica cuenta poco. En realidad, algo
cuenta. Ella es el vientre ("venter") en el que el marido concebirá a sus
hijos, como buen ciudadano.
Estos vientres procreadores circulan activamente en la alta sociedad
romana porque Roma padece una crónica escasez de mujeres. Tengamos
en cuenta que muchas niñas eran abandonadas o ahogadas al nacer (más
adelante una ley prohibirá suprimir a la primera nacida del matrimonio),
a lo que se viene a añadir que el índice de mortalidad entre las
parturientas es muy alto. Para paliar esta escasez de mujeres de clase
alta se utilizan colectivamente las disponibles. Si usted tiene una esposa
fecunda y un amigo suyo está necesitado de un heredero, puede
divorciarse de ella para que el otro pueda desposarla y cuando le haya
dado el hijo requerido puede volver a recuperarla, si tales fueron los
amables términos del acuerdo. Ya lo dice un ilustre romano citado por
Plutarco: "Que la mujer se entregue a hombres de reputación que la
compartan por turno y que la propaguen en los linajes".
El tráfico de mujeres es intenso.
Complicados cambalaches entre suegros, yernos y cuñados; intrincadas
alianzas políticas o económicas, llevan a la mujer de lecho en lecho,
siempre salvadas las apariencias mediante contrato. Y no hay de qué
avergonzarse. A menudo la inscripción funeraria que el desconsolado
viudo encarga para la tumba de su llorada esposa enumera los anteriores
maridos que disfrutaron a la difunta. Y si es el marido el que muere
antes, como suele acontecer en nuestros afligidos días, es posible que en
su testamento se descubra una cláusula que diga: "Lego tantos sestercios
a mi amigo Ticio, con la condición de que se case con Maevia, mi viuda".
A partir del siglo Ii las cosas cambiaron. La creciente influencia del
estoicismo, que va allanando el camino al cristianismo, introduce
costumbres más humanitarias que van acercando al romano a la moral
del hombre moderno. La mujer pasará a ser considerada compañera de su
esposo, no su instrumento. De hecho, Séneca comparará el vínculo
conyugal a la amistad.
Por este camino de dignificación del matrimonio, algunos tratadistas
llegarán, aun en tiempos romanos, a conclusiones que se nos antojan
sorprendentemente actuales. Compruebe el lector que ciertas ideas no
son nuevas en Roma: "el hombre de bien mantiene relaciones sexuales
con su esposa para tener hijos; el estado conyugal no sirve para los
placeres venéreos", indica un texto. Y Séneca, que será muy aplaudido por
san Jerónimo, remacha la idea: "No se puede tratar a la propia esposa
como a una amante".
Hubo un tipo de boda que no requería ceremonia alguna, el "usus",
consistente en convivir durante un año seguido, pero lo normal es que se
optara por celebrar la boda mediante la antigua "coemptio" o venta
simbólica de la esposa, o "confarreatio", más propia de la clase patricia,
en la que los contrayentes compartían una simbólica torta de trigo delante
de un sacerdote. Pero mejor será que asistamos a una boda y nos
informemos bien de los detalles. Se van a casar la agraciada Caesia
Celsia, hija del acaudalado Lucio Celsio, de catorce años de edad, y Cayo
Cornelio, de cuarenta y dos años y socio –todo hay que decirlo– de su
suegro en un próspero negocio de importación de pieles y curtidos. Hace
tres días que el padre del novio envió a la matrona de la familia a la casa
del novio para que certificara la virginidad de la niña así como el buen
estado de sus órganos reproductores, ya se sabe, del vientre. Este extremo
se comprueba inyectando una lavativa de ajo en la vagina de la futura
desposada. Si el olor llega, al cabo de unas horas, al aliento, es señal de
que la matriz y los ovarios funcionan perfectamente.
Como por este lado no parece haber impedimento alguno, el proyecto
matrimonial sigue adelante y se fija la fecha de la boda después de
consultar los augurios. Hay que tener en cuenta que ciertos días fijos no
son buenos y el mes de mayo tampoco. Ya tenemos fijada la fecha. La
víspera del gran día, la joven Caesia consagra sus muñecas a Diana y a
los lares y penates del hogar y viste el traje nupcial que le ha
confeccionado la modista ("sarcinatrix") de la familia: una túnica sencilla
que le cae hasta los pies, ceñida de modo especial con el nudo de
Hércules ("nodus Herculeus") y una cofia de color azafrán con velo a
juego. La asiste en todo momento una matrona experta ("pronuba"),
preferentemente casada sólo una vez ("univira"), lo que, como sabemos, no
es muy frecuente en Roma.
La casa de la novia, donde se va a celebrar la ceremonia, aparece
engalanada con flores, guirnaldas y ramos.
En el patio, en lugar preferente, se exponen los añejos bustos de cera de
los antepasados, sacados del arcón familiar. Una peluquera ("ornatrix")
peina a la niña utilizando un sacralizado hierro de lanza que forma parte
del más preciado ajuar de la casa.
Los esclavos cuchichean por los pasillos mientras se apresuran a cumplir
las órdenes de la señora o del señor.
A la hora prevista hace su entrada el novio seguido de los invitados que
esperaban su llegada. Cayo Cornelio viste elegante túnica hasta los pies
("tunica talaris"), el barbero le ha desollado la cara intentando apurarle la
barba y parece haberse acicalado hasta donde la gravedad masculina lo
consiente sin menoscabo de la fama.
Entran con él familiares y amigos invitados como testigos a la ceremonia.
Lucio Celsio los hace pasar a la mejor habitación de la casa, donde ha
dispuesto una mesa para las firmas del contrato de la dote ("tabulae
nuptiales"). Cumplido este necesario trámite, viene la boda propiamente
dicha: la "pronuba" junta las manos de los esposos ("dextrorum
iniunctio"), y eso es todo. Después vienen los parabienes y besos y el
esperado banquete ("cena nuptialis"). Rematado el banquete, los alegres
invitados forman una procesión ("deductio") que conducirá a la joven
esposa a su nuevo hogar. Ella porta por todo equipaje un huso y una
rueca, símbolos de su nuevo estado y de su condición honesta y
laboriosa. Por el camino, el novio finge un rapto. Arranca a la novia de los
brazos de su madre, que llora y grita porque le roban a su hija. Es una
curiosa costumbre ya institucionalizada que recuerda un lejano episodio
de la historia romana, el rapto de las sabinas. A falta de ramo de azahar,
las amigas casaderas de Caesia y las encallecidas solteras de su
vecindario se disputarán trozos de la antorcha nupcial ("spina alba") que,
portada por un criado, precede a la comitiva.
Los acompañantes, algo achispados por las generosas libaciones y brindis
del banquete, van gritando a los novios chocarrerías y bromas de dudoso
gusto.
Otros se contentan con gritar: "Talasse", que es lo tradicional.
Ya hemos llegado a la casa donde la nueva pareja ha establecido su
residencia. Caesia se adelanta y cuelga un vellón de lana de la puerta.
Luego unge el dintel y las jambas con manteca de cerdo y aceite (de oliva,
claro) para que la prosperidad se instale en aquel hogar. Cumplido este
rito, Marco Cornelio la toma en brazos y espera a que ella le diga: "Ubi tu
gaius ego gaia" (es decir: "donde tú seas Cayo, yo seré Caya", yo seré lo
que tú seas, ¿no es hermoso?). Si la novia fuera de gran tonelaje, una
cuadrilla de amigos del novio juntaría sus fuerzas para entrarla. El
romano es siempre deliciosamente práctico.
Pasemos con los invitados. Ahora viene la ceremonia de recepción del
agua y del fuego ("aqua et igni accipere"), tras de la cual la "pronuba"
introduce a la joven esposa en la alcoba nupcial y le da, a solas, los
últimos consejos para que afronte con valor el amargo trance que la
espera.
Porque la dulce Caesia va a sufrir lisa y llanamente, como casi todas sus
coetáneas, una violación legal. La niña, que ha pasado en unos días de
las muñecas al tálamo, es desflorada precoz y brutalmente, y queda, como
señala un autor antiguo, "ofendida contra su marido". Esto contando con
que nuestro Cayo Cornelio no sea de los románticos que tienen la
delicadeza de respetar la virginidad de su esposa la primera noche y... ¡se
contentan con sodomizarla solamente!
Cuando el nuevo día amanezca, la joven esposa se hará ver ataviada con
el atuendo de matrona que corresponde a su nuevo estado. De esa guisa
se presentará ante las familias reunidas para un nuevo banquete
("repotia"). A partir de ahora disfrutará de una cierta libertad de
movimientos y podrá dedicarse al comadreo y a ir de tiendas, si bien es
costumbre que cuando sale se haga acompañar de criadas ("comites") e
incluso de una escolta ("custos") cuya insobornable presencia se supone
que mantendrá a distancia a los posibles galanes.
Divorcio
El divorcio romano ("epudium, divortium, discidium") era tan informal
como el matrimonio porque "quoniam quidquid ligatur solubile est".
Bastaba que el marido se levantase aquel día con el pie izquierdo y le
dijese a la mujer: "Recoge tus cosas", para que ella recuperase la dote que
aportó al matrimonio y el vínculo quedase roto. No se me horrorice la
lectora feminista: igualmente fácil resultaba para la mujer deshacerse de
un marido molesto. Casos se dieron de esposas que aprovechaban la
forzada ausencia del marido (destinado, pongamos por caso, en comisión
de servicios en la lejana Germania) para divorciarse de él y volver a
casarse.
Ya hemos visto que muy a menudo el divorcio no era sino un arreglo
temporal entre el padre de la mujer y su marido o entre éste y un amigo,
con el consentimiento del suegro. En la época imperial la circulación de
mujeres, debida a la escasez que dejamos dicha, fue tan intensa que
algunas de ellas "podían contar los maridos por consulados", es decir,
cambiaban de marido cada año. Si damos crédito a Juvenal, incluso
podían pasar por siete u ocho maridos en un lustro.
A pesar de estas facilidades, la infidelidad sigue constituyendo un delito
frecuente que la ley Julia de Augusto intentará reprimir sin grandes
resultados. (Nos escandaliza leer que algunas disolutas romanas la
burlaron inscribiéndose en los registros oficiales como prostitutas). Es
muy frecuente que el teatro de la época saque partido a los equívocos y
ridículas situaciones a que da lugar el consabido triángulo amoroso. No
obstante, la figura del cornudo resulta más patética que ridícula. Se
comprende: la mujer es considerada tan irresponsable, que su infidelidad
exime de culpa al marido.
A partir del siglo Ii las nuevas ideas en materia de moral y costumbres
radicalizan la repulsa social hacia el adulterio. El emperador Constantino,
el impulsor del cristianismo, agravará las penas impuestas a la adúltera:
instituye que se le dé muerte ejemplar derramándole plomo derretido en
la garganta.
10. La muerte
Toda sociedad clasista, y como estamos viendo la romana lo fue en grado
sumo, muestra las diferencias sociales especialmente en el tema de la
muerte.
Nuestro buen amigo Cayo Cornelio no ha logrado sobrevivir a su suegra.
A la edad de sesenta y dos años una angina de pecho se lo ha llevado al
otro mundo. Cuando entró en agonía, sus deudos lo depositaron sobre la
desnuda tierra, de la que su padre lo levantó al nacer, y su afligido hijo, el
noble Cayo, le recogió, en un beso, el último aliento. Luego le cerró
piadosamente los ojos y ordenó al esclavo más antiguo de la casa que
apagara el fuego del hogar familiar.
Cayo Cornelio ha muerto rodeado de sus seres queridos y de sus amigos
de toda la vida. Entre todos levantan su cadáver y lo devuelven al lecho. A
continuación se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre
("conclamatio") en una impresionante ceremonia. Mientras tanto las
mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran
a lágrima viva y se arañan el rostro y el pecho (a pesar de que las leyes de
las Doce Tablas prohibieron estos excesos tiempo ha). Los hombres
reprimen, romanamente, toda manifestación externa de dolor.
Cayo Cornelio era senador, de rancia familia patricia. Hay que hacerle un
funeral por todo lo alto. En Roma existen muchas empresas funerarias
("libitinarii"). Han avisado a una de ellas, propiedad de un liberto de la
familia, para que se ocupe de todos los detalles. A poco llegan sus
maestros de ceremonias ("dissignatores") y unos operarios especializados
en el arreglo de cadáveres ("pollinctores"). Se hacen cargo del cuerpo, lo
lavan con agua caliente, lo afeitan, lo depilan, lo perfuman y lo visten con
su toga "praetexta" (puesto que el difunto ostentaba la dignidad de
magistrado). Finalmente aplican una torta de cera blanda al rostro del
cadáver y moldean sobre ella su máscara funeraria reproduciendo
patéticamente sus rasgos. Bajo la lengua le han introducido una pequeña
moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte, el barquero de
la laguna Estigia que transporta a la otra orilla las almas de los muertos.
El pálido e impecable cadáver de Cayo Cornelio queda expuesto a la
curiosidad de los visitantes. La capilla ardiente se ha instalado en el
espacioso atrio de la casa, sobre unas angarillas tapizadas de negro
("lectus funebris"). Al calor de las muchas lámparas encendidas alrededor
se marchitan prontamente las flores que lo rodean.
Un correo va anunciando el funeral ("funera indictiva") a los conocidos de
la familia. Todos ellos concurrirán para participar en el cortejo fúnebre
("pompa") a la mañana siguiente.
Delante van los músicos, muchos, porque se trata de un entierro de
primera categoría. La marcha fúnebre, o lo que sea, que interpretan con
sus trompas, flautas y tubas es tan estridente que, si hemos de creer a
Séneca, hasta el propio muerto debe sobresaltarse del ruido que hacen.
Horacio es de la misma opinión: "Los entierros son los acontecimientos
más ruidosos de Roma". Detrás de la música van las simbólicas antorchas
y luego una docena de plañideras profesionales ("praeficae")
suministradas por la propia funeraria. Nos impresionan sus
desgarradores gritos ("lugubris eiulatio") que ponen el vello de punta al
más templado. Solamente descansan cuando algún amigo del difunto les
indica que va a pronunciar una oración fúnebre ("laudatio funebris") y
quiere que se le oiga. Detrás de las plañideras un grupo de familiares y
amigos íntimos porta las máscaras de cera de los antepasados de Cayo
Cornelio, cada una de ellas acompañada de las insignias del máximo
rango que el representado alcanzó en vida. Es como una exposición de la
excelencia de la familia, en la que se atestigua la alta progenie del difunto.
Ahora viene el ataúd: unas simples parihuelas sobre las que Cayo
Cornelio parece dormir apaciblemente.
Siguen al cadáver los familiares, siervos, amigos, clientes, esclavos y
conocidos. Como el muerto era senador, el entierro discurrirá por el Foro.
De hecho, los maestros de ceremonias lo han calculado todo para que el
cortejo llegue al Foro a la hora en que está más concurrido. A una señal
del maestro de ceremonias el cortejo se detiene. Nuestro amigo Marco
Cornelio, hermano del difunto, pronuncia su oración fúnebre. Es un largo
y elaborado discurso en el que ensalza y enumera pormenorizadamente
las preclaras virtudes del extinto.
Es dudoso que la haya escrito él, se comentará luego, puesto que ha sido,
sin duda, una de las mejores que se han escuchado de mucho tiempo a
esta parte.
En medio de tanta pompa y solemnidad a nadie parece molestar que un
bufón contratado forme parte del cortejo y vaya haciendo chistes en voz
alta, con la mayor desvergüenza, y dando réplicas sarcásticas a las
alabanzas que deudos y amigos hacen del difunto. Misteriosa institución
esta, como otras romanas, cuyo hondo sentido trasciende la mera
anécdota. (Pensamos, también, en el esclavo que acompaña en su carro
triunfal al general victorioso aclamado por el pueblo de Roma y le va
musitando al oído: "Recuerda que eres mortal").
El cadáver de Cayo Cornelio va a ser cremado. La pira, una fosa
cuadrangular llena de leña seca ("ustrina") está aguardando. Los
operarios extienden encima una sábana y sobre ella depositan el cadáver.
Antes de que enciendan la pira, Cayo Cornelio recibe un último beso de
su viuda.
Luego, cumpliendo un antiguo rito, su hijo Cayo le abre y le cierra los
ojos. Aplican una tea encendida y la leña comienza a crepitar y arder. Es
posible que algún familiar o amigo haya traído alguna ofrenda y la arroje
a las llamas: pequeños objetos, vestidos o cosas así, pero lo más corriente
es que solamente se arrojan flores.
Cuando la pira se consuma, apagarán con vino sus últimas brasas. Luego
recogerán los chamuscados huesos y los untarán con miel antes de
depositarlos en su urna. Quizá también recojan las cenizas y las guarden
en un "sepulcrum". En cualquier caso los restos irán a parar a un
monumento funerario adecuado al rango del difunto.
El de Cayo Cornelio, por ser persona de gran calidad, se construirá,
excepcionalmente, dentro de la ciudad, en un jardín que la familia posee
no lejos del Campo de Marte. Pero lo usual es que los monumentos
funerarios se dispongan a lo largo de las principales carreteras que salen
de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes y los deudos
("familia funesta") tendrán que purificarse en cuanto lleguen a sus casas.
Los funerales de los pobres son mucho más simples. En unas angarillas
improvisadas los llevan al lugar designado y allí los sepultan en una fosa,
el mismo día del óbito. Los enterradores ("vespillones") son gente de
dudosa catadura y no se andan con remilgos. Por otra parte, las familias
recurren a lo más barato. El que quiera lindezas tiene que pagárselas en
vida. Existe un procedimiento al que muchos recurren: se hacen cofrades
de uno de los poderosos "collegia funeraticia" que garantizan a sus socios
un entierro honorable o, incluso, la cremación y ulterior custodia de las
cenizas en una urna cineraria que será instalada, a razón de dos por
nicho, con su nombre en la tapadera, en el columbario de la hermandad.
(Columbario viene de "columba", "paloma", porque estos cementerios, con
sus ordenadas filas de diminutos nichos, parecen palomares). Allí
acudirán los familiares a llevar flores y ofrendas de trigo y a encender las
preceptivas lámparas el día de los difuntos, que para los romanos cae en
febrero.
En el sepelio del noble Cayo Cornelio todo el mundo hablaba de su
testamento. Como es difícil contentar a la gente, casi todos los
testamentos de personas principales traen polémica. Un texto de la época:
"Después de haberse visto asediado por los cazadores de herencias,
Fulano de Tal falleció dejándoselo todo a su hijo y a sus nietos. Unos lo
tildan de hipócrita y desagradecido porque se olvidó de sus amigos; otros,
por el contrario, lo elogian por haber burlado las esperanzas de los
ambiciosos".
Los testamentos constituían la carnaza favorita de la maldiciente e
intrigante alta sociedad romana. Hay que tener en cuenta que el difunto
no se limitaba a legar sus bienes, sino que también se extendía en sus
postreros elogios o insultos a los vivos, y todo lo que decía cobraba
especial significación por estar asociado al trance decisivo y sincero de la
muerte. Las mandas podían ser interminables porque era costumbre que
los amigos, e incluso los simples conocidos, fuesen mencionados en el
apartado de herederos sustitutos (es decir, los que solamente tienen
derecho al legado en caso de que el heredero titular lo rechace, lo que,
lógicamente, jamás ocurría). Un buen detalle de ciudadanía, que allanará
los escabrosos caminos del fisco a los herederos, consiste en dejar una
suculenta cantidad de sestercios para las arcas privadas del emperador. Y
cuando es el propio emperador o un grande entre los grandes el que
muere, también se aprecia que legue parte de su fortuna para que sea
repartida entre el pueblo de Roma.
En el torbellino del tiempo, los huesos de nuestro amigo Cayo Cornelio se
han disipado como los del más humilde esclavo de su casa y ahora son
piadoso dominio del olvido. Pero muchos romanos legaron su recuerdo
hasta nosotros a través de los cientos de miles de epitafios y relieves
sepulcrales que los arqueólogos han ido desenterrando. Ya dijimos que los
principales cementerios discurrían a lo largo de las carreteras que salen
de Roma. El curioso viajero que no tuviese mucha prisa podía
entretenerse en admirar los artísticos relieves funerarios y sus
inscripciones. Los había para todos los gustos y para todos los bolsillos:
desde mausoleos tan suntuosos como el de Cecilia Metela, que semeja
una potente torre cilíndrica, hasta mínimas citas con el nombre del
muerto garrapateado en la tapadera. La burguesía empresarial encargaba
pintorescos relieves que representan el medio de vida del difunto: una
bodega, una carnicería, una pollería, un taller de herrería...
Con ello nos muestran que el que allí reposa no era un don nadie. Los
textos que acompañan no son menos pintorescos. A menudo nos cuentan
su vida o nos dan sensatos consejos para que encaminemos rectamente la
nuestra.
Por ejemplo: "He sufrido estrecheces toda mi vida, por eso os aconsejo que
os deis mejor vida de la que yo me di.
La vida es eso: hasta aquí se llega y después ni un paso más. Amar,
beber, frecuentar las termas, eso sí que es vida; después no hay nada. Yo,
por mi parte, nunca seguí los consejos de los filósofos. Desconfiad de los
médicos, que son los que me han matado".
Catacumbas
El subsuelo de la Roma actual es un gigantesco laberinto subterráneo
donde reposan unos seis millones de difuntos. Aprovechando la blanda
toba fácil de excavar, entre los siglos I y Iv, los cristianos organizaron
hasta cuarenta necrópolis subterráneas cuyas galerías miden más de
seiscientos kilómetros. Algunos de estos cementerios tienen hasta cinco
pisos, el más bajo de los cuales puede estar a veintidós metros de
profundidad. Las galerías suelen tener tres o cuatro metros de altura por
uno de ancho o poco más. A un lado y a otro disponen de nichos
longitudinales superpuestos formando tres o cuatro hileras y, en casos
excepcionales, hasta catorce.
En las esquinas de esta ciudad subterránea vemos nichos más pequeños
que servían para depositar las lámparas.
Es curioso constatar que mientras la ciudad va evolucionando en la
superficie, las catacumbas siempre permanecen fieles al mismo modelo
constructivo. Esta uniformidad se debe a que en el gremio de sepultureros
("fossores") que las iba construyendo el oficio pasaba de padres a hijos y
todos respetaban las mismas normas.
Las galerías de las catacumbas distan mucho de ser monótonas
madrigueras de la muerte. Hay escaleras que suben, escaleras que bajan,
quiebros y calles. De vez en cuando hay un ensanchamiento que sirvió de
iglesia o capilla ("cubicula") de algún venerado santo. En estos lugares
suelen alegrar la vista del devoto pinturas de tema religioso: el Buen
Pastor, Mercurio cristianizado, y distintas alegorías, como el pez, que es
Cristo; el ancla, esperanza; la rama de olivo, paz, etcétera.
11. Esclavos y libertos
La economía romana se basaba en la explotación de los esclavos como
fuerza de trabajo. Todo romano medianamente acomodado poseía
esclavos para el servicio doméstico y para la industria o el comercio.
Incluso existían empresas de servicios que los alquilaban al que tuviera
necesidad de mano de obra temporal. Solamente la empobrecida plebe no
disponía de esclavos. En el tiempo en que la población de la actual Italia
se cifraba en unos seis millones de personas, había un esclavo por cada
tres habitantes y la proporción en la ciudad de Roma era mucho mayor.
En los tiempos más antiguos, los esclavos no se consideraban personas
sino cosas ("res"). Cuando Horacio nos cuenta, en una carta, que tiene la
costumbre "de pasear solo", quiere decir que lo acompaña un esclavo de
su servicio, pero como el esclavo no es persona, en realidad él se siente
solo. El esclavo es un ser de categoría inferior, como un caballo o un
perro.
Como a cualquier otro animal doméstico, el amo le puede tomar cariño y
puede tratarlo con paternal afecto.
El esclavo no tiene ni siquiera nombre de persona. Existen nombres de
esclavos que un hombre libre jamás pondría a sus hijos. Pero si uno no
quiere llamar al esclavo por su nombre, también puede dirigirse a él con
el apelativo genético de "puer", "niño", lo que muestra que, a nivel
familiar, el esclavo se considera una especie de retrasado mental.
Curiosamente, en las plantaciones algodoneras de los estados esclavistas
de Estados Unidos de América, el esclavo también era un "boy",
"muchacho", independientemente de su edad.
En su calidad de cosa, el esclavo no tiene derechos ni propiedades, ni se
puede casar (aunque es inevitable que se empareje en "contubernium").
Todo esto es lo que la Roma de los césares heredó de los tiempos
antiguos, pero en los primeros siglos de nuestra era la situación de los
esclavos va evolucionando y se hace mucho más humana. La nueva
moral, introducida a partir del siglo Ii por la filosofía estoica, va
suavizando el trato que se da a los desdichados esclavos y prepara el
camino para la introducción de una serie de leyes que los protegen: se
prohíbe vender separadamente a la madre y a sus hijos pequeños así
como matar caprichosamente a un esclavo, lo que, en tiempos de
Constantino, llegará a considerarse homicidio. A pesar de todo, la moral
estoica y, más tarde, la cristiana, nunca se cuestionaron la licitud de la
esclavitud como institución: todos la aceptaban como necesaria para la
supervivencia del modelo de sociedad romano.
¿De dónde proceden los esclavos?
La inmensa mayoría de ellos habían nacido esclavos por ser hijos de
esclavas. En la época de las grandes conquistas eran prisioneros de
guerra.
También podían ser niños abandonados o vendidos por sus padres a los
comerciantes especializados ("mangones" o "venalicii"), que se encargaban
de criarlos e instruirlos para luego revenderlos. Finalmente, estaban los
hombres libres reducidos a esclavitud por deudas e, incluso, individuos
que se vendían a sí mismos para no morirse de hambre o como medio
para introducirse en el servicio de una casa importante en calidad de
administradores de fincas o gerentes de industrias. A esta clase de
esclavos voluntarios que hacen carrera de su estado pertenecen los
tesoreros del emperador, cargos que casi siempre serán desempeñados
por fieles esclavos (lo que resulta muy conveniente puesto que a un
hombre libre no se le puede torturar, llegado el caso, pero sí a un esclavo).
Nuestro viejo amigo el modesto terrateniente Marco Metelo ha llegado a
Roma con intención de adquirir un esclavo. Antes de comprar quiere ver
la mercancía y comparar precios en los distintos mercados. Primero se
dirige al más caro y mejor surtido, en los "saepta", junto al Foro. Cuando
llegamos acaban de poner a la venta un nuevo lote de esclavos. Los
examinamos sobre la tarima giratoria ("catasta") que permite a los
posibles clientes contemplarlos con toda comodidad.
Cada esclavo porta al cuello un cartel ("titulus") en el que se especifica su
procedencia, edad, habilidades y defectos físicos o morales. De todos es
sabido que el esclavo, como todo individuo al que se prive de su dignidad
de persona, fácilmente se abandona y da en ser perezoso, glotón y
lujurioso, aunque casi todos estos defectos se pueden corregir con la vara.
Como este lote de cinco esclavos que estamos contemplando se expone
por vez primera en la plaza, todos ellos llevan un pie espolvoreado con
yeso ("gypsati"). Advertimos que los precios varían grandemente. Por los
artesanos y obreros especializados ("ordinarii") se puede llegar a pagar
hasta quince veces la cantidad que valen los simples braceros ("vulgares").
Por un cocinero experimentado o por un sabio preceptor o gramático se
pueden ofrecer cantidades astronómicas, quizá cientos de miles de
sestercios.
El mercader, que ha resultado ser un viejo conocido de nuestro amigo
Marco Metelo, nos permite curiosear en sus contratos de compra–venta.
Algunos de ellos contienen cláusulas sorprendentes introducidas para
favorecer o perjudicar al esclavo que cambia de dueño. El vendedor puede
exigir que el comprador se comprometa a mantenerlo por siempre
encadenado. O, si se ve obligado a desprenderse de una esclava a la que
aprecia, puede especificar en el contrato que el nuevo amo no la dedicará
a ejercer la prostitución. En caso de hacerlo, la chica quedará libre
automáticamente.
Esto no impide que el nuevo dueño pueda usarla sexualmente en su
propio provecho, puesto que tratándose de esclavas no existe noción de
violación. ¿Cómo se puede violar una cosa?
Pero estas "cosas" están dotadas de inteligencia y humanos sentimientos
(a veces más que sus acaudalados pero embrutecidos dueños), y pueden
tender a rebelarse contra un amo cruel. No hay que fiarse de ellos. "El
más humilde de tus esclavos –advierte Séneca– tiene sobre ti un derecho
de vida o muerte". Todos conocen casos de esclavos que han apuñalado o
estrangulado al amo y luego han huido o se han suicidado. En la mente
de todos está la famosa rebelión de los esclavos en tiempos de Espartaco,
que tantos sufrimientos y quebraderos de cabeza trajo a Roma. Terribles
castigos físicos actúan como medios disuasorios para los esclavos
rebeldes.
El tormento está a la orden del día.
Incluso, a veces, un esclavo puede ser puesto en el potro ("eculeus") y ser
torturado por la justicia para que confiese los delitos que se imputan al
amo.
Cuando un esclavo se fuga, se le pone un precio y se pregonan sus señas.
A menudo el bribón desaparece como si se lo hubiese tragado la tierra: se
ha unido a los salteadores de caminos que infestan las montañas o se ha
trasladado a una región apartada y una vez allí se ha vendido a otro
dueño con la esperanza de que se muestre más humano que el anterior.
Los amos precavidos, cuando sospechan que un esclavo puede estar
tramando su fuga, lo llevan al herrero para que les suelde un aro de
hierro en torno al cuello con una placa identificativa que rece, por
ejemplo: "He escapado, deténme. Si me entregas a Zonino, mi amo, te
recompensará"; o: "Captúrame y llévame a Apropiano, en el Aventino", o
quizá: "Préndeme porque me he fugado y llévame al lado del templo de
Flora, en la calle de los barberos".
¿Qué ocurre cuando un esclavo huido es capturado y devuelto a su
dueño?
El amo le dará una memorable paliza –que no ponga en peligro su vida
puesto que, al fin y al cabo, se trata de una valiosa propiedad– y
posiblemente le haga grabar en medio de la frente, con un hierro al rojo
vivo, la siguiente inscripción ("stigma nota"): "FUG" o "KAI" o "FUR", que
indeleblemente lucirá el desdichado por el resto de sus días. O le
producirá dolorosas quemaduras, también indelebles, con una hoja de
metal al rojo ("lamminae"). Otros delitos propios de esclavo pueden
entrañar fractura de una pierna ("crurifragium") o la terrible crucifixión
que es ejecución propia de maleantes, bandidos y esclavos delincuentes.
Pero no es la única forma de muerte. También existe la ejecución por
fuego, que se suele aplicar a los incendiarios y pirómanos: se empapan los
vestidos de la víctima con pez u otro material inflamable ("tunica molesta")
y se le prende fuego. Otros procedimientos más pintorescos fueron la
excepción, no la regla. Vedio Podión, sádico gastrónomo que criaba
voraces y exquisitas murenas en un estanque, les arrojaba sus esclavos
culpables. Seguramente tendría un piadoso recuerdo para ellos cuando
contemplara la rolliza y humeante murena, tan apetitosa, sobre su
bandeja. Paradójicamente, este individuo era un liberto enriquecido que
había sido esclavo en su juventud. No hay peor cuña que la de la misma
madera.
Con todo, los esclavos problemáticos constituían una minoría. Lo normal
es que el esclavo sea casi un miembro de la familia, particularmente
cuando ha nacido en casa y ha crecido junto a sus amos. Como tal,
disfruta de ciertos privilegios sobre los otros esclavos posteriormente
adquiridos y se le permite una cierta autonomía e incluso que tenga sus
propios ahorrillos ("peculium"), con los que, andando el tiempo, podría
llegar a comprar su libertad si es que no la recibe de su amo por
testamento.
El esclavo doméstico es como el animal. Duerme en cualquier parte de la
casa, a veces sobre un camastro tendido a la puerta de la alcoba del amo,
en una especie de vestíbulo calculado para tal fin. Era inevitable que la
continua presencia de esclavos restara intimidad a los dueños. En una
comedia leemos: "Cuando Andrómaca y Héctor copulan, sus esclavos se
masturban con la oreja pegada a la puerta". Pero los romanos
acomodados soportaban de buen grado estos pequeños inconvenientes a
cambio de las muchas ventajas de orden práctico que la posesión de
esclavos domésticos comportaba. Porque el esclavo lo hace todo, es ayuda
de cámara que peina, viste y desnuda al dueño; es chico de los recados
("tabellarii"), lo acompaña al baño ("balneator"), le aplica masajes
("unctor") y lo depila ("alipilus"). El nuevo rico se luce en el baño con un
nutrido séquito de esclavos para que sus conciudadanos tomen nota de
su próspero estado. Si se trata de un industrial, tendrá un contable
("dispensator"); un tenedor de libros ("sumptuarius"); varios escribientes
("amanuenses") y hasta un tesorero ("arcarius"). Si es terrateniente y
aficionado a la caza tendrá en su villa rústica un criador de perros
("magister canum") y varios monteros experimentados ("vestigatores").
Para cada posible actividad existe un esclavo especializado, aunque es de
suponer que, por razones de elemental economía, se valoraría el esclavo
polivalente instruido en varias habilidades necesarias. No obstante, los
verdaderamente valiosos eran los que se especializaban. Algunos de ellos
estaban mucho más preparados que sus dueños hasta el punto de
dirigirles los negocios y permitirles vivir cómodamente de las rentas.
Grandes industriales, terratenientes o comerciantes llegaron a contar con
verdaderos ejércitos de esclavos, hasta veinte mil de ellos pertenecientes
al mismo dueño.
En estos casos, los esclavos solían estar divididos, dependiendo del
trabajo que realizaban, en cuadrillas ("colegia"), frecuentemente
integradas por diez individuos ("decuriae") a las órdenes de un capataz
("praepositus"), también esclavo.
Muchos esclavos que habían servido fielmente a sus dueños ganaban o
compraban su libertad ("manumissio") y pasaban a engrosar el número de
los libertos, verdadera clase social cada vez más influyente en la Roma de
los césares. Existían diversas fórmulas para liberar a un esclavo:
inscribiéndolo en el censo de los hombres libres ("censu"), ordenándolo en
el testamento o ante testigos ("inter amicos"), otorgándole carta de libertad
("per epistolam") o, más entrañablemente, organizando un banquete e
invitándolo a sentarse a la mesa junto a los demás hombres libres ("per
mensam").
En cualquier caso, el liberto queda ligado de por vida a su antiguo señor,
o a la familia de éste, por el compromiso de fidelidad de la clientela y
deberá mostrarse agradecido en su nuevo estado. El señor, por su parte,
sigue velando por él como miembro de la casa. Si es viejo, permitirá que
habite con él o le otorgará una pensión ("alimenta") para que pueda
subsistir. Cuando muera el amo, el liberto acudirá a su funeral tocado
con un ceremonial gorro frigio.
Muchos libertos prosperaron en su nuevo estado y hasta se
enriquecieron.
Algunos incluso prepararon un espléndido porvenir para sus hijos
nacidos de mujeres libres. Por lo general, estos libertos a los que la
fortuna sonreía eran odiados tanto por sus conciudadanos más pobres –
que los acusaban de ser viciosos y crueles, a veces quizá con un punto de
razón–, como por los ricos, ahora sus iguales, ante los que se conducían
con la arrogancia del que se ha abierto camino desde muy abajo sin haber
asimilado los modales y pautas de conducta propias de su nuevo estado.
El "Satiricón" de Petronio nos retrata a uno de estos orgullosos libertos:
"Soy un hombre entre los hombres, puedo andar con la cabeza bien alta,
porque no le debo un céntimo a nadie. No he tenido que aceptar nunca
nada de nadie y nadie me ha tenido que decir en medio del Foro: "Págame
lo que me debes".
He adquirido algunas fincas, tengo algunos ahorros y mantengo a veinte
personas y un perro. Si quieres, acompáñame al Foro y pidamos que nos
presten dinero: ya verás si tengo crédito o no a pesar de mi anillo de
hierro de simple liberto".
Algunos libertos llegaban a ser altos funcionarios imperiales o médicos
famosos; estos últimos, por lo general, después de haber sido esclavos de
un médico y del que aprendieron el oficio.
Crucifixión
"No se conoce a ciencia cierta el origen de este terrible suplico.
Probablemente lo inventaron los asirios, pero también lo usaron egipcios,
persas, griegos y fenicios. La denominación "arbor infelix" significaba, en
un principio, tanto la horca ("furca") como la cruz ("crux"). Los romanos lo
aplicaron a malhechores –agitadores políticos, ladrones, esclavos
delincuentes– y muy raramente a ciudadanos romanos. El suplicio seguía
un ritual diabólicamente calculado para prolongar los espantosos
sufrimientos del reo. Iba precedido de una flagelación o apaleamiento con
bastones ("fustis"), si se trataba de un soldado, o látigos ("flagella"), en los
demás casos. Pero si el supliciado era incendiario se azotaba con el látigo
ardiente ("flagra"): cadenillas de hierro rematadas en bolitas de bronce,
todo ello previamente calentado al rojo sobre un brasero.
Después de la flagelación, el reo era conducido al suplicio con los brazos
atados al travesaño horizontal de la cruz, que portaba sobre los doloridos
hombros. El palo vertical era fijo y esperaba ya clavado en tierra en el
lugar de los ajusticiamientos.
Al llegar allí, los verdugos desnudaban al reo y, tendiéndolo en tierra
sobre el palo que había traído, le clavaban los brazos extendidos,
haciendo pasar los clavos entre los huesecillos de las muñecas. Luego
izaban al supliciado sobre el palo vertical, en cuyo extremo superior había
un pivote que encajaba en el alvéolo practicado en el centro del travesaño
horizontal. Después, se flexionaban las rodillas del crucificado y se le
clavaban o ataban los pies al madero vertical. Los restos de un crucificado
del siglo I, descubiertos y estudiados por arqueólogos israelíes cerca de
Jerusalén, en 1968, presentan un único clavo de 18 centímetros de
longitud que atraviesa los talones lateralmente. No había soporte para los
pies en la cruz, pero sí una especie de barra o clavo grueso ("sedile") sobre
el que se acomodaba, a horcajadas, el reo. Este cruel aditamento fue
también usado en los postes de la inquisición como atestigua la pintura
de Berruguete "Auto de fe" (número 618 del Museo del Prado, Madrid).
El crucificado tardaba varios días en morir (Jesucristo, que murió a las
nueve horas, fue una excepción). En aquella forzada postura, su agonía
era atroz. La tensión en los músculos pectorales y abdominales
dificultaba su respiración, puesto que prácticamente se respira con el
diafragma, de modo incompleto. Esto conduce a una progresiva falta de
oxígeno que acaba provocando la muerte por asfixia o por insuficiencia
coronaria (provocada por la reducción de la presión arterial que hace que
llegue poca sangre al corazón y que el cerebro no se riegue
suficientemente). No obstante, cuando el crucificado siente que le falta el
aire, descansa su peso sobre el "sedile" para aliviar los músculos del
tronco. Entonces la sangre vuelve a subir y la sensación de asfixia se
mitiga, pero el dolor que el "sedile" provoca sobre el perineo es tan
insoportable que nuevamente el crucificado levanta su peso para aliviarse,
lo que vuelve a poner en marcha el proceso que conduce a la asfixia o al
infarto.
Cuando los verdugos quieren acelerar la muerte del reo, le rompen los
huesos de las piernas ("crurifragium") con una barra de hierro, lo que le
impedirá apoyarse sobre el "sedile" cuando la asfixia o el paro cardíaco le
provocan la muerte. Por el contrario, en algunos casos, se podía prolongar
la agonía y el suplicio del crucificado perforando su costado derecho de
una lanzada para que el aire penetrara directamente al pulmón, a modo
de rudimentario y brutal neumotórax.
La crucifixión fue empleada por los romanos hasta el año 337, en que
Constantino la abolió por respeto a la memoria de Jesucristo.
12. Treinta mil dioses (y algunos más)
Las religiones monoteístas suelen profesar la creencia en un dios
absoluto, severo y remoto que se sitúa por encima del mundo y castiga o
premia a los hombres con arreglo al exigente código moral que les ha
impuesto.
Para comprender las ideas religiosas del ciudadano romano es menester
que hagamos el esfuerzo de instalarnos en su mentalidad politeísta. Los
muchos dioses del romano eran, también, poderosos e inmortales, pero al
propio tiempo estaban sujetos a humanas debilidades y a corporales
urgencias.
Como participaban de la debilidad del hombre, no le imponían código
moral alguno. Sus relaciones con el devoto eran meramente funcionales:
toma y daca. Cúrame y te ofreceré un sacrificio. Si la divinidad permanece
sorda a nuestras súplicas será porque el sacrificio ha sido insuficiente o
defectuoso. Hay que cansarlos, insistir hasta que se consigue su auxilio
("fatigare deos").
La historia sagrada que los niños romanos aprendían de labios de sus
nodrizas o en la escuela establecía que en un principio sólo existieron el
cielo (Urano) y la tierra. De su unión nacieron los doce titanes, dos de los
cuales, Saturno y Cibeles, engendraron a la primera generación de dioses,
a saber: Júpiter, el todopoderoso dios del cielo; Juno, su esposa, diosa del
cielo y del matrimonio; Ceres, la tierra fecunda; Vesta, diosa del hogar;
Neptuno, que reina sobre el mar, y Plutón, señor del reino de los muertos.
Además, la generosa virilidad de Saturno tuvo una polución sobre el mar
y de ella nació Venus, la diosa del amor y de la belleza. A estos dioses se
sumaban los de la segunda generación, nacidos unos de la unión de
Júpiter con Juno y otros de las múltiples aventuras adulterinas en las
que el fogoso Júpiter se complacía: Marte, dios de la guerra; Vulcano, dios
del fuego; Minerva, la inteligencia; Apolo, el sol y las artes; Diana, la luna,
la castidad y la caza; Baco, el vino y el frenesí, y Mercurio, el comercio y la
elocuencia.
Pero el brillo de estos doce dioses mayores, casi todos heredados de los
griegos junto con su rica mitología, no lograba eclipsar el fascinante
firmamento de dioses menores que tutelaba cada mínima parcela de la
vida del romano. Varrón llegó a contar treinta mil dioses, pero
seguramente no agotó la lista, que por otra parte se ampliaba
continuamente con la adopción de las exóticas divinidades de los pueblos
conquistados. Naturalmente, ningún romano recordaba los nombres y
atributos de todos.
A los dioses principales se consagraban templos magníficos en los que se
adoraban sus veneradas imágenes.
El sencillo pueblo las distinguía por sus atributos simbólicos, como
nosotros hacemos con nuestros santos (alguno de los cuales, por cierto,
no es sino el correspondiente dios pagano cristianizado).
A la abultada nómina de estos dioses hay que añadir algunos otros
llegados de Oriente que, en la época de los césares, atraerán cada vez más
a la plebe romana con sus ritos secretos e iniciáticos (mistéricos). Nos
referimos a Isis, Serapis y Attis, a los que cabe añadir el más autóctono
Baco (cuyas fiestas, las bacanales, eran motivo de escándalo para los
severos partidarios de las antiguas costumbres). Augusto intentó,
infructuosamente, limitar la difusión de estos cultos orientales. No
obstante, a partir del siglo Ii todos ellos serían barridos por el culto de
Mitra, de origen persa, al que muy pronto el cristianismo, otra religión
oriental, de origen judío, haría la competencia. En el siglo Iv, el
cristianismo, que había asimilado una serie de mitos y creencias
mitraicas, solares y mistéricas, fue casi universalmente aceptado.
Al margen de las divinidades públicas que hemos enumerado, cada
familia de clase acomodada rendía culto a otras divinidades privadas, los
lares familiares (Vesta, Lares y Penates), que vienen a ser los espíritus
protectores del hogar. Este culto privado tiene su sacerdote en el
"paterfamilias" y sus imágenes y altar en el "Lararium", la hornacina
sagrada que ocupa la parte más noble del "atrium" doméstico. También
recibían culto privado los "manes" o ánimas de los difuntos familiares,
cuyas sacralizadas máscaras de cera se exhibían en los entierros y en
otras ceremonias familiares. Existían, además, maléficas ánimas en pena,
los "lemures" y "larvas", a los que había que apaciguar mediante sencillas
ofrendas.
Entre los romanos, el sacerdocio era un cargo público como otro
cualquiera, para el que solían designarse funcionarios de orden senatorial
de probada experiencia. En la cúspide del escalafón estaba el sumo
pontífice ("pontifex maximus"), por lo general el propio emperador, que era
el jefe de la religión nacional, nombrado por el cónclave de los dieciséis
pontífices. A él corresponde nombrar y controlar a los sacerdotes
públicos, particularmente a los flaminios y a las vestales. Los flaminios
eran quince y estaban consagrados al culto de Júpiter, Marte, Quirino y
los otros dioses mayores. Las vestales eran siete religiosas escogidas entre
las muchachas de las mejores familias.
Hacían voto de castidad y de pobreza y habitaban en un convento de
clausura ("atrium vestae"), donde tenían a su cuidado el fuego sagrado. El
castigo por la pérdida de la virginidad de una vestal consistía en
enterrarla viva.
Existían también los doce sacerdotes salios, consagrados a Marte, al que
celebraban en la fiesta del patrón con una danza guerrera, y los
decemviros, que eran los intérpretes autorizados de los Libros Sibilinos,
colección de ambiguas profecías que el rey Tarquino compró a la sibila de
Cumas siglos atrás. Cuando ocurrían milagros ("prodigia") la autoridad
ordenaba consultar solemnemente estos textos y de ellos se deducía la
conducta a seguir por el gobierno. Quedan todavía otras categorías
sacerdotales importantes, dedicadas a la predicción del porvenir: dieciséis
augures y hasta setenta arúspices. Estos últimos basan sus predicciones
en el examen del hígado de animales sacrificados. El romano está
persuadido de que los dioses comunican a los hombres sus deseos
sirviéndose de fenómenos naturales tales como truenos, relámpagos,
ataques de epilepsia, sueños y formas de volar de distintas aves. A este
efecto son de buen agüero el águila, la garza real y la corneja; de mal
agüero, el búho y la golondrina.
Los encargados de interpretar tales signos son los augures. Antes de
proceder a cualquier empresa importante, pública o privada, es
aconsejable consultar al augur. El augur se coloca mirando al sur y
espera a que la manifestación de lo numinoso se produzca.
Lo que ocurre a su izquierda es, en términos generales, negativo
(izquierda es "sinister", lo siniestro). No obstante, para las más
importantes consultas oficiales, particularmente en tiempo de guerra,
resultaba más científico y seguro recurrir a los pollos sagrados,
mantenidos en una gran jaula dorada, al cuidado del templo. Si comían
de buena gana era excelente señal, pero si se mostraban inapetentes, la
señal era funesta, se avecinaban malos tiempos.
Para estimular a las divinidades a que nos favorezcan se les reza, se les
encienden lámparas y se les ofrecen los sacrificios que más les agradan,
según un ritual rígidamente establecido: a Júpiter, bueyes blancos; a
Ceres, cerdos o tortas de harina; a Venus, palomas; a Diana, ciervos.
Los pobres se contentan con animales pequeños, tortas votivas, figuritas
exvotos o un poco de vino. En ocasiones especiales se ofrece una
"suovetaurilia" o triple sacrifico de cerdo, oveja y buey; o incluso una
"hecatombe" en la que se inmolan cien bueyes. Y, sólo para situaciones
extremadamente angustiosas, de peligro nacional, como cuando Roma se
sintió amenazada por Aníbal, se vota una primavera sagrada que entraña
la inmolación ritual de todo lo nacido durante la primavera, sea hombre o
animal.
Al paganismo romano, lo mismo que al cristianismo que lo suplantó, no le
repugnaba la idea de que un hombre nacido de mujer pudiera recibir
honores divinos. Un notable precedente lo justificaba: el faraón del
antiguo Egipto recibía culto como dios vivo y se consideraba ahijado de
los dioses y manifestación visible de la divinidad.
Los césares romanos adoptaron la misma idea y elevaron a la categoría de
dios al emperador Augusto ("divus Augustus") como hijo de la diosa
Roma. Sus sucesores también fueron divinizados, algunos de ellos en
vida.
Serían "dominus et deus" y cambiarían el título de Imperator Cesar por el
de "Dominus Noster". La creciente importancia del culto al emperador,
cada vez más asimilado al del Sol, fue arrinconando al politeísmo y,
eficazmente secundado por la nueva moral que imponía la filosofía
estoica, preparó el camino del monoteísmo cristiano.
Magia y superstición
Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.
Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen
inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo
de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los
desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa
Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee
objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala
suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus
cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones.
Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano.
Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si
están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin
limpiarla.
El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se
cansa de hacer la higa ("digitus infamis") o recurre al falo, que es símbolo
de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del
pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes,
adornos, muebles, lámparas, cuadros.
Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos
puede adoptar la forma de un pene.
Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: "rumpere inviedax"
"revienta envidia" o "arseverse", en la puerta de la casa, para preservarla
del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta
tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:
Si te llevas mi toalla que se te haga agua el cuerpo y la vayas dejando
atrás como rastro apestoso por donde andes, ladrón.
Cae uno enfermo y lo primero que piensan es que algún enemigo lo ha
hechizado. Antes de llamar al médico recurren a la magia: queman azufre
en torno al enfermo (probablemente agravando su mal si inhala los
vapores), lo espolvorean con harina bendita, salmodian secretas fórmulas
mágicas a Hécate, la diosa hechicera, cuyos dominios son la fiebre y la
epilepsia...
Los romanos creen en los fantasmas, en las casas encantadas, en los
vampiros devoradores de difuntos, en los hombres lobos ("versipellis") y en
las brujas que vuelan por los aires. En Horacio encontramos los nombres
de tres de ellas: Canidia, Sagana y Veya. En cuestiones de hechicería,
hasta los descreídos Propercio y Ovidio, que hacen profesión de
despreciarla, se nos muestran sospechosamente bien informados sobre
sus procedimientos. Se supone que las brujas obtienen sus filtros
mágicos a partir de poco comunes ingredientes: huesos de difuntos,
hierbas del cementerio, huevos de serpiente, vísceras de sapo, etc. Sus
drogas tienen el poder de emobotar los sentidos. Tibulo avisa a su amada
Delia de que esta noche podrán dormir juntos sin temor ni sobresalto,
pues el marido de ella no podrá sorprenderlos: con ayuda de una
hechicera le ha ofuscado los sentidos. Casi nos alivia saber que la dulce
Delia perpetrará su desliz conyugal sin recurrir al más drástico e
igualmente efectivo procedimiento mágico que otras romanas infieles
usaban para burlar la vigilancia de sus maridos. Daremos la fórmula en
beneficio del curioso lector: se toma una corneja, se rezan sobre ella
ciertos conjuros y a continuación, con unas tijeras, se le extraen los ojos
("configere oculos"). De este modo el marido no se percatará de que su
esposa recibe a un amante en el lecho. Es magia simpática, sin duda más
terrible para las cornejas que para los maridos.
Los procedimientos mágicos son infinitos. El campesino envidioso de su
vecino puede recurrir al "rapto de la cosecha" por medio de un mal
"carmen" o cántico, sortilegio recitado de origen sabino, que tiene la virtud
de captar la energía de la parcela del vecino y concentrarla en la propia.
Si el encantamiento funciona, el codicioso labriego se verá doblemente
recompensado: obtendrá una excelente cosecha y su odiado vecino no
recuperará en la suya ni la simiente que sembró.
La magia negra puso de moda, en la Roma imperial, la defixión, un
antiguo procedimiento mágico consistente en consagrar a una divinidad
infernal la persona que se quería perjudicar.
En una tablilla de plomo o de cera se inscribían los datos del hechizado
seguidos de ciertas fórmulas mágicas y de una ristra de imprecaciones.
Un ejemplo: "¡Introducidle terribles fiebres en todos sus miembros!
¡Matadlo, oh dioses infernales, en el alma y el corazón! ¡Destruidlo,
trituradle los huesos! ¡Estranguladlo!
¡Retorcedle y torturadle el cuerpo!".
Luego la ilustrada tablilla se atravesaba con un clavo, operación que
contribuía a "fijar" la maldición. Si el clavo procedía de un cadalso o de
las parihuelas de un muerto, tanto mejor. Finalmente se enterraba en las
proximidades de una tumba o se arrojaba al mar, para que el espíritu del
muerto o los de los ahogados se encargaran de cumplir el maleficio. No
todas las tablillas de defixión intentan perjudicar a una persona. Los
móviles pueden ser muy variados: inclinar la voluntad de los jueces en un
proceso, recuperar lo robado, hacer que el amante aborrezca a una rival
(las romanas eran muy aficionadas a este procedimiento), o, simplemente,
prevalecer sobre un adversario político o deportivo.
Cristianismo
A partir del siglo Ii, el cristianismo se difundió rápidamente por el imperio,
favorecido por la tolerancia politeísta de los romanos y por la creciente
demanda popular de religiones mistéricas orientales. Será mucho más
tarde –cuando el culto oficial se afirme en torno al divinizado emperador,
en un desesperado intento de robustecer un poder ya decadente– cuando
se den las primeras situaciones conflictivas entre la Iglesia y el Estado.
Algunos cristianos se negaban a aceptar una rutinaria obligación de todo
ciudadano romano que consistía en quemar un grano de incienso en el
altar del templo de Roma y Augusto, lo que, en tiempos de absolutismo
imperial, constituía delito político.
Este conflicto dio lugar a algunas persecuciones, a menudo propiciadas
por cristianos fanáticos a los que sus líderes habían prometido la
salvación eterna si morían por su fe. Con todo, hay que advertir que la
mayor parte de las Actas de los Mártires son falsificaciones muy
posteriores a la época en que acaecieron los sucesos que pretenden
atestiguar. Se calcula que la persecución más sangrienta, la de
Diocleciano, sólo favoreció con la palma del martirio a unos tres mil
cristianos. No obstante, conviene señalar que no todos los emperadores se
mostraron contrarios a los cristianos; algunos, como Trajano, se
inhibieron, y otros los favorecieron abiertamente, entre ellos Domiciano y
Cómodo, este último probablemente influido por su concubina cristiana,
la hermosa Marcia.
El número de los cristianos creció vertiginosamente. La que había
comenzado siendo una oscura religión de esclavos, despreciada por la
aristocracia y odiada por la plebe, ascendió hasta la cúspide del poder. En
313, los cristianos lograron que Constantino y Licinio, emperadores de
Occidente y Oriente respectivamente, publicaran el edicto de Tolerancia
(Edicto de Milán) que colocaba al cristianismo en la privilegiada situación
de tutelar del Estado absolutista.
La civilización cristiana occidental había comenzado.
13. Los trabajos...
El romano era, por tradición, laborioso y emprendedor, como buen
campesino. Incluso cuando no se dedicaba a sus trabajos ("negotia"),
procuraba que el ocio ("otium") fuera enriquecedor.
El trabajo físico se consideraba impropio de los nobles, pero sus esclavos
y clientes se empleaban en las explotaciones agropecuarias, en los
diversos servicios y en la industria de fabricación de objetos exportables a
provincias. A este respecto la definición del trabajo que da Plotino es
reveladora: "La masa de los obreros constituye una chusma despreciable
destinada a producir los objetos necesarios para la vida de los hombres
virtuosos". Por lo tanto, el noble no trabaja, sólo dirige ("cura"). Pero, a
veces, su avidez de ganancias lo lleva a especular y a practicar la usura,
actividades no consideradas trabajo. Esta ideología entronca plenamente
en el ideal griego clásico que cosiste en vivir de las rentas.
La aristocracia, siempre fiel a sus orígenes campesinos, sentía un cierto
desdén por la industria y el comercio.
Por lo tanto fue la clase ecuestre la que se hizo cargo de estas productivas
parcelas y se enriqueció rápidamente.
Un nuevo rico, industrial o comerciante, que aspirara a que sus hijos
fuesen admitidos un día en los restringidos círculos del poder, no dudaba
en invertir una buena parte de su fortuna en propiedades rústicas,
aunque éstas fueran menos rentables.
Sólo así comenzaba a parecerse a las exclusivas familias patricias con las
que pretendía emparentar.
El imperio demandaba de la metrópoli productos manufacturados. Para
atender esta demanda llegaba a Roma continuamente mano de obra
especializada, particularmente griega y oriental, que se establecía en
determinados barrios, un poco como hoy sucede con los emigrantes
asiáticos que llegan a las grandes ciudades de Occidente.
La jornada laboral del obrero no estaba muy bien delimitada. Si en una
época se trabajó de sol a sol, mientras hubiese luz, andando el tiempo las
condiciones fueron mejorando y el período de trabajo se acortó hasta
hacerse incluso más breve que el actual, pues se daba de mano a
mediodía o poco después, lo que supone una jornada laboral de sólo seis
horas en invierno y de siete u ocho en verano.
Los gremios tradicionales de Roma, instituidos en tiempos de Numa
Pompilio, fueron ocho: flautistas, orífices, carpinteros, tintoreros,
zapateros, curtidores, broncistas y alfareros. No obstante, en la época
imperial asistimos a una gran prosperidad de los oficios relacionados con
la industria edilicia. Por encima de todos está el gran patrono
("redemptor") y, a sus órdenes, una legión de oficiales soladores
("pavimentarii"); mosaístas ("tessellarii"); vidrieros ("vitrarii"); marmolistas
de ventanas ("speculariarii") y decoradores de interiores ("pictores
parietarii"), algunos de ellos grandes artistas a juzgar por las obras que
nos han legado.
También existían las profesiones liberales, de las que sólo examinaremos
las dos que nos parecen más peculiarmente romanas: la abogacía y la
medicina.
Abogados
Sabido es que nuestro derecho es descendiente directo del derecho
romano. La evolución ha sido más larga y traumática de lo que muchos
admiten.
Pensemos, por ejemplo, que en Roma el hurto y el robo eran delitos
pertenecientes al ámbito del derecho privado por lo que, a menudo, el
demandante débil se veía impotente ante los abusos del delincuente
poderoso, al que no tenía medios de hacer comparecer ante un tribunal.
En un pueblo que estimaba la elocuencia por encima de cualquier otra
posible virtud, es natural que la abogacía constituyese la más noble
profesión. De hecho, el único camino para hacer carrera pública y
ascender en la administración del Estado pasaba por el ejercicio de la
abogacía. Tan noble era esta profesión que en un principio sus
practicantes no cobraban un céntimo por ejercerla: se daban por
satisfechos con el prestigio adquirido. Solamente a partir del principado
de Nerón comenzó a considerarse lícito y razonable que el abogado
percibiera una cantidad de dinero por sus servicios. No obstante hacía ya
mucho tiempo que se había establecido la costumbre de que el defendido
recompensara privadamente al defensor.
Claudio fijó el tope máximo de la minuta de un abogado en la respetable
cantidad de diez mil sestercios. Mucho más tarde, Valentiniano Iii
determinaría los requisitos que deben reunir los que hacen profesión de la
abogacía, así como sus fines: "Defender la suerte del que está en peligro y
tutelar los derechos de los oprimidos".
Aunque muchos romanos se pasaban la vida ejercitándose en la
elocuencia y memorizando complicadas figuras retóricas y una casuística
en la que ya se anuncian las estériles controversias bizantinas, lo cierto es
que los abogados malos abundaban más que los buenos. Lógicamente los
honorarios estaban en consonancia con la calidad del profesional. Los
picapleitos ("causadici") que sólo conseguían contar con una clientela
pobre, de la que apenas podían esperar más que algún regalo de poco
valor por las saturnales, eran a menudo víctimas de las sátiras de los
poetas y de los chistes del pueblo. Catulo nos habla de uno de estos
abogados que, después de haber discurseado deplorablemente frente al
tribunal, requiere el parecer de un amigo: —¿Cómo he estado? ¿Habré
conmovido al juez?
Y el amigo le contesta, con toda la doble intención que puede
interpretarse de sus palabras: —Sin duda alguna: a todos nos ha dado
mucha lástima tu discurso.
La ampulosa presentación y el artificio retórico eran procedimientos
usuales a los que tanto jueces como audiencia estaban acostumbrados.
Solamente a un demandante poco avisado, como el que nos retrata
Marcial, se le podía ocurrir extrañarse: —No se trata de violencia –
exclama el cliente interrumpiendo a su abogado– ni de destrucción ni de
veneno.
El objeto de mi pleito son tres cabras; yo sostengo que mi vecino me las
ha robado y el juez pide pruebas.
Tú hablas de la batalla de Cannas, de la guerra de Mitrídates, de los
perjurios, de la furia de los cartagineses, del dictador Sila, de Mario, de
Mucio, levantas la voz y das puñetazos. ¡Yo te suplico que te atengas al
asunto de mis tres cabras!
Los juicios, en un ángulo del Foro, eran tan espectaculares que a ellos
asistía una gran cantidad de público. Ante aquella temperamental
audiencia de desocupados y curiosos, cualquier ardid era válido.
Demandado y demandante solían comparecer con sus peores ropas
("sordidatus"), demacrados y con barba de varios días, para mover a
compasión a los jueces. El juicio en sí podía ser tan pintoresco como este
que nos describe el máximo abogado de Roma, Cicerón: —Me apodero
directamente de las tablas en las que estaba escrita la ley: he aquí de
nuevo el alboroto y la pelea... Un tal Teomnasto, un chiflado del que todo
el mundo se mofa a sus espaldas, intenta arrebatarme el documento,
locura que hizo reír a muchos pero que a mí, en aquel momento, no me
hizo ninguna gracia; echaba espuma por la boca y llamas por los ojos y
gritaba que yo le hacía violencia. Trabados los dos al documento
("copulati" es la palabra latina que emplea), llegamos ante el pretor.
Al término de un largo desarrollo, en tiempos ya de Justiniano, vemos
dibujarse la abogacía romana con las características que aún hoy
conserva: colegios de abogados, en los que existe un "numerus clausus",
inmunidad particular e incluso escuelas de derecho similares a nuestras
facultades.
Médicos
En los primeros tiempos de Roma no existió la profesión médica. Las
enfermedades se curaban –cuando se curaban– con ayuda de plantas
medicinales prescritas por el "paterfamilias" –que a tanto llegaba su
autoridad– con arreglo a unos conocimientos ("scientia herbarum")
adquiridos por medios puramente empíricos. También se usaba el todavía
más curioso procedimiento de la "incubatio" o sueño del templo. El
enfermo pasaba la noche en el santuario del dios sanador y éste le
indicaba, en sueños, el camino a seguir para recuperar la salud. Uno de
estos santuarios–sanatorios, el dedicado a Esculapio, se fundó en Roma
con ocasión de la epidemia de 291 a. de C. Lo construyeron sobre la isla
del Tíber. Dos años antes habían llevado a la ciudad el Asclepios de
Epidauro. La "incubatio" continuaría practicándose activamente hasta el
final del imperio.
En la época de los césares, muchos médicos griegos u orientales
ejercieron su oficio en Roma. Algunos de ellos eran libertos que habían
aprendido la profesión de sus amos médicos a los que sirvieron como
esclavos.
Quizá debiéramos aclarar que eran libertos enriquecidos, porque los
honorarios de un médico eran altísimos.
"No hay profesión que produzca más", dice un contemporáneo de los
césares, quizá con su punto de envidia. La posesión de un esclavo médico
era uno de los signos exteriores de riqueza más apreciados por la alta
sociedad romana. Lo mismo que hoy, había médicos militares, adscritos a
las legiones, y los había deportivos en las escuelas de gladiadores y
gimnasios.
Incluso existía la figura del médico titular de la real familia, el "medicus
palatinus". A partir del siglo Iv los habrá de la seguridad social, cuando se
designe para cada barrio ("region") de la ciudad un médico público
("archiatra"). Serían en total catorce para una población que rebasaba el
millón de habitantes, lo que parece una proporción insatisfactoria.
Curiosamente, estos médicos públicos eran democráticamente elegidos a
propuesta de sus propios pacientes.
Aparte de los médicos de medicina general, que serían los más, existieron
también muchas especialidades: ginecología, cirugía, oftalmología ("medici
oculari"), garganta, masajes, hernias, ortodoncia... Algunos médicos eran
también boticarios. Los oftalmólogos, por ejemplo, fabricaban sus propios
colirios y los comercializaban en forma de barritas que llevaban impreso el
nombre del facultativo.
En cuanto a la ortodoncia, parece que estaba muy desarrollada desde
tiempos antiguos. Nos lo da a entender la ley de las Xii Tablas que
establece que el único oro que puede acompañar a una persona a la
tumba será el que tenga en los dientes. Hubo también cirujanos estéticos
capaces de borrar la huella que el hierro candente dejó en la frente del
antiguo esclavo fugitivo, luego liberto rico, que podía pagar la operación.
Naturalmente existían también los chistes de médicos. Catón el Censor se
vanagloriaba de haber llegado a viejo porque nunca se había fiado de los
matasanos, y añadía: "Vienen a echarnos al otro mundo y encima hay que
pagarles para que no se descubra su juego". Nuestro compatriota Marcial,
que parece anunciar a Quevedo en sus simpatías hacia la profesión, nos
cuenta su caso: "Estaba indispuesto y he aquí que de pronto se presenta
Símaco, el médico, que viene a visitarme acompañado de una
muchedumbre de discípulos. Me palparon cien manos, todas heladas. No
tenía fiebre, ahora la tengo".
El progreso de la medicina trajo aparejado el de la farmacia, que en
puridad era anterior a ella. En la Roma de los césares existían ciertas
tiendas, que hoy podríamos denominar droguerías, donde el enfermo se
hacía preparar sus salutíferos polvos, pomadas, tisanas y emplastos
("unguentarii; aromatarii; pigmentarii"). El que confiara en un buen
herborista ("pharmacopola") podría acceder a un sinfín de recetas. El
herbario medicinal romano es de muy prolija enumeración: para la
conjuntivitis (mal muy común entonces), infusión de violetas con pizca de
mirra y azafrán; para la locura, eléboro; para los cortes infectados y
quemaduras, asfodelo; para el dolor de muelas, pulpa de calabaza con
ajenjo y sal o jugo de tallo de mostaza; para el estómago, el "chiston"
(leche de cabra hervida con hojas de higuera y un chorrito de vino); para
dormir a los niños, leche con adormidera (es natural que se durmieran,
los angelitos); para despertar dormidas virilidades se confiaba en la virtud
afrodisíaca de la ajedrea, la pimienta, el pelitre y la ortiga, todo ello
diluido en vino; pero Ovidio, que sabe mucho del amor, desaconseja su
uso. Y, para cualquier mal, por encima de todas las otras hierbas, el
"laserpicium", la gran panacea, cuya importación tutelaba el Estado.
14. ... y los días
Los romanos nunca concedieron demasiada importancia al horario, en
parte quizá, por libérrima inclinación de carácter latino, y en parte porque
la carencia de aparatos con los que medir el tiempo imponía esa
impuntualidad.
Hay que tener en cuenta que los primeros relojes de sol ("solarium") y de
agua ("horologium ex aqua" o "clepsydra") no se comenzaron a divulgar
hasta bien entrado el siglo Ii a.
de C. y aun entonces constituían más un decorativo capricho de ricos que
un instrumento útil. Por lo tanto la duración del día y de la noche se
calculaba por el sol. Había doce horas diurnas y doce nocturnas, lo que
entrañaba que la duración de cada hora dependiese de la estación del
año.
Las horas diurnas de junio eran muy largas, mientras que las nocturnas
resultaban muy cortas. En diciembre ocurría justamente lo contrario.
La hora central del día, sobre la que pivotaban todas las demás, era la
séptima, correspondiente a mediodía ("meridiem"). El trabajo, para los que
se deslomaban de sol a sol, comenzaba al amanecer y terminaba en la
hora novena ("nona"), es decir, entre la una y media y las dos y media,
dependiendo de la estación.
El primer calendario romano se basó en el año agrícola y sólo tenía en
cuenta el periodo comprendido entre un equinoccio de primavera y el
siguiente. No se contaba el invierno, en el que la tierra está muerta. Este
curioso año tenía diez meses, que sumaban 305 días. Eran los siguientes:
Treinta y un días de Martius (marzo), consagrado a Marte, el dios de la
guerra.
Treinta días de Aprilis (abril), por el jabalí ("aper") o por la apertura de los
brotes vegetales ("aperire" es abrir).
Treinta y un días de Maius (mayo), por la pléyade Maia.
Treinta días de Junius (junio), por Juno, esposa de Júpiter.
Los seis meses restantes no tenían denominación propia y se designaban
por el ordinal correspondiente: quinto ("quintilis"); sexto ("sextilis");
séptimo ("september"); octavo ("october"); noveno ("november") y décimo
("december"). Más adelante, en tiempos de Numa Pompilio, se añadieron
otros dos meses para el periodo invernal: "Januarius" (enero), por Jano, el
dios de los dos rostros; y "Februarius" (febrero), por los ritos de
purificación ("februalia"). De este modo el calendario completó seis meses
de treinta días y otros seis de veintinueve, todos ellos lunares, que
sumaban tan sólo 355 días, lo que obligaba al sumo pontífice,
responsable del calendario sagrado, a intercalar un mes suplementario
("mensis intercalaris") cada dos años, para evitar que el desfase del año
oficial respecto al natural provocase graves desajustes.
Pero, a pesar de todo, los desajustes se producían, particularmente
cuando, en el descontrol que trajeron las guerras civiles, se dejó de
actualizar el calendario. En el año 45 a. de C.
existía ya una diferencia de setenta días entre el año natural y el oficial.
Julio César impuso entonces una radical reforma (motivo por el cual
aquel año sería conocido como "annus confusionis") consistente en
aumentar el año a 365 días más uno bisiesto que se añadiría cada cuatro
años. Este calendario juliano tampoco coincidía exactamente con el
natural, puesto que ahora pecaba por exceso, motivo por el cual hubo de
ser revisado en 1582 por el papa Gregorio Xiii, pero básicamente continúa
siendo hoy el calendario de los países cristianos.
Después de la muerte de Julio César se decidió honrar su memoria dando
su nombre a un mes. El quinto, antes "quintilis", pasó a llamarse
"Julius", julio; Augusto, el sucesor de César, también se hizo merecedor
de tal distinción y "sextilis" se llamó desde entonces "Augustus", agosto.
Por cierto que este cambio suscitó algunos problemas protocolarios. Algún
avisado señaló que el mes dedicado a Augusto tenía un día menos que el
de César, lo que parecía engendrar cierto menoscabo hacia la figura del
emperador. El problema fue prontamente resuelto: aumentaron a 31 el
número de días de agosto y redujeron, para compensar, a 28 el de febrero.
Reajustaron, además, el número de días de los meses restantes.
Al sucesor de Augusto, Tiberio, le propusieron denominar a septiembre
con su nombre pero él rechazó sensatamente la idea: "¿Qué haréis –
dijocuando se os acaben los meses y siga habiendo emperadores?".
Los romanos no conocieron la semana hasta época muy tardía. Ellos
dividían el mes en tres períodos de duración variable llamados "Nonas",
"Idus" y "Kalendas". Nuestra palabra "calendario" se deriva de
"kalendarium", que era el cofre donde los usureros romanos (profesión
entonces tan respetable como la del actual banquero) guardaban el libro
en el que tenían asentados los vencimientos de sus préstamos.
Con el tiempo se fue abriendo camino la denominación de los días a partir
de su dedicación astrológica.
Como reconocían siete planetas, la semana adoptaría ese número de días:
"Lunae", por la luna; "Martis", por Marte; "Mercurii", por Mercurio;
"Jovis", por Júpiter; "Veneris", por Venus; "Saturni", por Saturno, y
"Solis", por el Sol. Estos dos últimos evolucionaron en nuestro idioma
para aproximarse al hebreo "Sabaoht", que da "sábado" y el "dominus",
latino "señor", que da domingo, cuando el culto al Sol se hizo eje de la
religión oficial identificándose con el emperador o "dominus".
15. De autores y lecturas
La biblioteca particular de nuestro amigo Marco Cornelio contiene,
además del inexcusable lote de clásicos griegos, de cuya directa
inspiración nunca se apartaron los escritores latinos, una atinada
selección de obras producidas por ingenios locales o por extranjeros que
escriben en latín.
Abundan los autores de la denominada Edad de Oro que, según nos
aseguran los intelectuales republicanos, terminó en cuanto el imperio dio
al traste con las antiguas libertades. Casi todos coinciden en que el
periodo más brillante fue el de Cicerón (106–43 a. de C.) y a él le
adjudican el mérito de haber elevado el latín a la categoría de lengua
literaria. Probablemente llevan razón, aunque no estamos tan convencidos
como ellos de que el primero y más sublime de los géneros sea la
elocuencia. Notamos, también, que sólo a regañadientes admiten que
Julio César fue el mayor prosista de su tiempo y el círculo de Mecenas la
más brillante escuela, con figuras de la talla de Virgilio, Horacio y
Propercio.
Incurren en la curiosa manía de clasificar los productos del ingenio
humano de acuerdo con las calidades del metal, y al imperio propiamente
dicho le adjudican la Edad de Plata (18 a. de C.–133). En poesía destaca
Virgilio (70–19 a. de C.), el poeta nacional, cuya excelente "Eneida" intenta
ser la epopeya de Roma, a imitación de los inimitables modelos
homéricos. Como esta magna obra la traíamos ya leída de Hispania, en
esos días exploramos con placer otras producciones del poeta de Mantua:
las "Bucólicas" y las "Geórgicas", en las que expresa, con claros cristales,
la romana añoranza de la vida en el campo.
Como procedemos de Hispania, Marco Cornelio nos da a leer una epopeya
histórica de nuestro comprovinciano Lucano (39–65), la "Farsalia", que
narra, de manera un tanto declamatoria, la guerra civil entre Pompeyo y
César. Durante algunas tardes nos deleitamos con su lectura, si bien
advertimos que, debido a sus simpatías republicanas, el autor presenta
una imagen negativa y parcial de Julio César. Nada más distinto a
nuestro también comprovinciano el pícaro y chusquero Marcial (40–104),
cuyos "Epigramas" satíricos resultan deliciosamente desvergonzados pero
también chispeantes juegos de ingenio. Y puestos a mencionar a los
hispanos, no dejaremos en el tintero nuestra antigua y profunda
admiración por Séneca (4 a. de C.–65), sabio cordobés que hizo del
estoicismo la regla de su vida, aunque algunos malévolos detractores le
reprochan que escribe sus alabanzas de la pobreza sobre una mesa de
oro.
Más placer hallamos en el profundo y filosófico Horacio (65–8 a. de C.), el
cantor del "carpe diem", cuyas "Odas" releímos alguna vez, siempre con
renovado placer, en las suaves umbrías de los jardines romanos.
Asimismo también conocimos al sin par Ovidio (43 a. de C.–18), cuyas
barrocas e inadvertidamente profundas "Metamorfosis" conocíamos ya de
Hispania. En Roma encontramos sus conmovedoras "Pónticas", en las que
expresó el dolor de su forzado destierro, y el delicioso manual para
enamorados "Ars amandi", que tantos y tan buenos consejos da para los
que quieren debatirse en las redes de la dulce Venus. Nos conmovieron
las elegías de Tibulo (48–19 a. de C.), un romántico de su tiempo, fogoso y
tierno, y los poemas de Propercio (47–16 a. de C.), cuyo imposible amor
por Cintia, seductora, ardiente y casada con otro, extrañamente
continúan habitando los misteriosos aposentos de nuestra memoria.
En la dilatada sobremesa de un banquete al que asistían ilustradas
personas, alguien leyó los pasajes más picantes de una curiosa novela, el
"Satiricón", obra de un tal Petronio, "arbiter elegantiae" de la corte de
Nerón y víctima suya, que debió de ser una especie de dandy de su
tiempo.
Lo que nos trae a la memoria otra novela igualmente digna de reposada y
regocijada lectura: "El asno de oro" del africano Apuleyo (125–170), que
narra las divertidas y a veces escabrosas peripecias de un pobre hombre
mágicamente convertido en burro.
Cuando supo de nuestro gusto por la historia, Cayo Sulpicio, el noble
socio de Marco Cornelio, nos llevó a visitar la biblioteca latina de Trajano.
Allí pudimos consultar una cuidada edición de las obras de Tito Livio (59–
17 a. de C.), cuya "Ab urbe condita" es un meritorio monumento a las
glorias de Roma y una notable obra de creación pues está trufada de
elocuentes discursos y entretenidas anécdotas. También conocimos los
escritores del secretario de Adriano, nuestro amigo Suetonio (75–166), y
los de Tácito (55–120), cuyo nombre significa "callado", que fue el más
locuaz de todos.
De muchos otros autores oímos hablar, no siempre abiertamente, pues, al
parecer, en la Roma imperial existe una rigurosa censura. Algunos
afirman que esta limitación se refleja oprobiosamente en ingenios tan
prometedores como Ovidio. Cuando se suaviza, señalan, la literatura
parece rejuvenecerse (Tácito, Juvenal), pero en cualquier caso su peso es
observable en la obra de Lucano, Séneca, Persio, Marcial, Quintiliano,
Plinio, Suetonio y los otros grandes del periodo. "En tiempos de la
república –asegura Cayo Sulpicio sin disimular sus simpatías por la
antigua forma de gobierno– nuestro ideal era la "libertas"; ahora lo hemos
trocado por la "securitas" y a ella sacrificamos, vergonzosamente, las
claras virtudes de nuestros abuelos".
Los más radicales sostienen que desde que Augusto metió en cintura al
Senado se ha percibido una notable decadencia de la literatura, excepto
en los géneros clandestinos que están en auge. Se refieren al panfleto
anónimo ("libelli"). Los defensores de Augusto y de sus sucesores alegan
que el empobrecimiento de la literatura se debe achacar a la corrupción
de las costumbres y no a la censura.
Como somos forasteros preferimos no tomar partido en la enconada
discusión. Los dejamos enzarzados en la cada vez más caldeada
controversia y, aunque aparentemos estar atentos, nos refugiamos en
nuestras propias lucubraciones. Lo último que acertamos a oír son estas
memoriosas palabras, pronunciadas por no sabemos quién: "Los hombres
del momento, por vivir en servidumbre, aunque sea justa, no han bebido
en su niñez las aguas fecundas de la libertad, fuente de elocuencia, y
hablan con la timidez innata de los esclavos".
Un poema de amor romano
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos, y las habladurías de los viejos
demasiado serios, todas, valorémoslas menos que un as.
El sol puede ponerse y volver a salir; nosotros, una vez que se pone
nuestra breve luz, hemos de dormir una sola noche perpetua.
Dame mil besos, luego, ciento; luego otros mil segundos; luego, ciento.
Después, cuando nos hayamos dado muchos miles, enredaremos la
cuenta para no saberla, y para que ningún cabrón pueda aojarnos al
saber que fueron tantos los besos.
Catulo (87–54 aprox.), traducido por Bartolomé Segura.
16. Termas y deportes
Esta tarde, nuestro amigo Marco Cornelio nos invita a las termas o baños
públicos. Antiguamente las termas eran lugar de aseo y de ejercicio, pero
hoy día se han convertido, además, en los casinos de Roma, en los
lugares donde la vida mundana se desarrolla. Cuando un romano tiene
sus otras necesidades cubiertas, procura pasar las tardes en las termas,
en amable tertulia con sus amigos. También, por supuesto, venir a las
termas los obliga a hacer un poco de ejercicio, a sudar y a someterse al
saludable masaje, lo que contribuye a eliminar las grasas y toxinas que
los frecuentes banquetes acumulan en torno a la cintura.
Las termas ("thermae") figuran entre los edificios de uso público más
cuidados por el Estado. Los emperadores rivalizan en construir termas
palaciegas, catedralicias construcciones que pregonan su magnificencia y
poder. Además, contribuyen a subvencionarlas para que su disfrute
resulte asequible a cualquier mediana economía. Lo acostumbrado es que
un empresario privado ("balneaticum") explote su servicio por contrata.
Atravesamos los jardines y llegamos a las termas. Marco Cornelio se
acerca a la puerta hurgando en su monedero, pues hay que pagar la
entrada a un portero, pero resulta que hoy la entrada es libre. Estamos de
suerte: un adinerado senador ofrece a sus conciudadanos el baño gratuito
porque está celebrando el nombramiento de su hijo en una importante
sinecura de la administración provincial.
Penetramos. El edificio está caldeado. Hace dos horas que los esclavos
encendieron los hornos de leña ("hypocausis") que han de calentar el agua
y caldear el ambiente de las salas. Las puertas interiores permanecen
cerradas pero ya hay una muchedumbre esperando delante de ellas, cada
cual con su toalla al hombro. A la hora acostumbrada suena el gong
("discus") de la entrada y se abren las puertas. El personal que esperaba
penetra atropelladamente.
La entrada principal comunica con un amplio patio interior con piso de
tierra donde se pueden realizar ejercicios ("palaestra"). Pero nosotros, poco
inclinados a los fatigosos deportes, pasamos de largo lo más rápidamente
posible, no sea que recibamos un balonazo, y penetramos en el edificio
por una puerta lateral. Un breve y oscuro vestíbulo, decorado con frescos
que representan los trabajos de Hércules, nos conduce a un amplio
vestuario ("apodyterium"). Los muros están cubiertos, hasta media altura,
por casilleros de mampostería que sirven para dejar la ropa. Hay varios
esclavos de guardia que velarán por nuestras pertenencias a cambio de
una pequeña propina. Es una precaución muy necesaria pues,
lamentablemente, en estos lugares abundan los rateros.
Nos desvestimos, plegamos cuidadosamente nuestras togas y túnicas y
dejamos el hatillo en uno de los casilleros altos. Observo que algunos
bañistas esconden sus vergüenzas tras un sucinto taparrabo, pero lo
normal es que cada cual se exhiba en sus cueros.
Pasamos a una especie de vestíbulo cuyo suelo, anegado de agua hasta la
altura de los tobillos, es una artesa azul decorada con peces. "Es –me
explica Marco– para que la gente se lave los pies antes de entrar en la
piscina". La piscina o baño frío ("frigidarium") está en la estancia
contigua. Me da la impresión de que tendrá las medidas olímpicas y es lo
suficientemente profunda como para que se pueda nadar y bucear sin
molestar ni estorbar al vecino. Nos zambullimos, le damos un par d
largos, nos echamos una carrera, exhibimos nuestras habilidades en los
distintos estilos, hacemos el muerto, y cuando nos sentimos algo
fatigados salimos del agua y nos retiramos a descansar a la sala caldeada.
El ("tepidarium") es una amplia estancia lujosamente decorada con
mosaicos de doradas teselas uno de los cuales representa a la diosa Tetis
rodeada de peces. A lo largo de los muros hay bancos de mármol. La
temperatura es ideal. El aire caliente, procedente del horno de las
calderas, circula por una serie de conductos que discurren bajo el suelo y
por amplias tuberías empotradas en los muros. De este modo la sala se
mantiene a muy agradable temperatura incluso en lo más crudo del
invierno.
De hecho, según me explica Marco Cornelio, éste es el lugar de tertulia
favorito de muchos ancianos en cuanto llegan los fríos, pues en las calles
no hay quien pare y las casas, a menudo mal acondicionadas, son difíciles
de caldear.
Después de charlar durante un buen rato, pasamos al baño caliente
("caldarium"). Esta sala tiene el techo más bajo que las precedentes.
Numerosas lumbreras de gruesos vidrios, abiertas en el techo, permiten
su perfecta iluminación sin que el vapor escape. A lo largo de la pared hay
una especie de bañera corrida que se completa con una serie de pilas
dispuestas en el centro. Nos sumergimos en una de ellas que tendrá
capacidad para cinco o seis personas. El agua está bastante caliente
puesto que un circuito cerrado que comunica con la sala de calderas la
mantiene a la temperatura conveniente.
Después del relajante baño hemos pasado a la sauna ("laconicum") donde
anudamos nuevamente nuestra distendida charla entre nubes de caliente
vapor, en espera de que el sudor perle nuestros cuerpos y nos abra los
poros.
Finalmente pasamos a la sala contigua, también muy cálida, el
"unctorium", donde una docena de masajistas trabajan otros tantos
cuerpos sobre poyos y mesas de mármol. Huele a aceite perfumado y a
diversas esencias. Muchos bañistas traen a un esclavo de su casa para
que les aplique el masaje; algunos incluso traen un copero para que les
sirva la bebida, lo que les proporciona un pretexto para exhibir alguna
rica pieza de su vajilla. Pero nuestro amigo Marco no se cuida de tanta
vana ostentación.
Él, me dice, tiene por costumbre alquilar los servicios de un masajista
profesional de los muchos que trabajan en el baño. Así pues, nos
ponemos en manos de un fornido tracio que aplica a nuestra espalda un
helado churretazo de aceite, lo extiende y se pone a masajearla
vigorosamente con sus manazas grandes como palas. Algunos gustan de
darse un baño frío después del masaje, pero nosotros nos damos hoy por
bien remojados. Como ya estamos algo fondones, tampoco visitaremos el
paredaño gimnasio donde los jóvenes corren, saltan y juegan a la pelota.
Por lo que tengo observado, la juventud romana es muy aficionada al
balón ("follis"). Practican una especie de fútbol ("sphaeromachia") en
estadios de cumplidas proporciones ("sphaeristeria") y una especie de
rugby ("harpastum"). Como todavía no se han inventado la camiseta y el
short, los jugadores exhiben alegremente sus cuerpos desnudos y
brillantes de aceite. Existen equipos que entrenan regularmente, y
aficionados tan apasionados como los hinchas de nuestro tiempo, quizá
un punto menos.
Tienen también una especie de frontón, donde pelotean dos o tres
jugadores ("pila trigonalis"). Nuestro amigo nos indica que todos estos
juegos se practicaban antiguamente en el Campo de Marte; pero desde
que aquel ensanche de Roma se llenó de edificios, ha habido que habilitar
estadios y campos de deportes en las nuevas termas o en sus alrededores.
Ya que hablamos de juegos diremos algo acerca de los de azar, a los que
los romanos son muy aficionados, particularmente a las tabas y dados
("tali"). Aunque la ley prohíbe jugar dinero, excepto en las saturnales o
carnavales, y algunos concilios cristianos recurrirán al severo expediente
de excomulgar a los jugadores, la verdad es que todo el mundo juega,
desde Augusto (que perdió más de veinte mil sestercios en una memorable
noche) hasta el último esclavo. Como las deudas de juego no se
reconocen, es raro que alguien juegue de fiado.
Otros juegos son el cara o cruz ("navia capita") y una variedad de los
chinos ("micare digitis" o "micatio") que se juega sacando los dedos
simultáneamente.
Finalmente están los que se juegan en un tablero ("tabulae lusoriae"), que
son de índole más reposada e intelectual. Entre ellos destaca el "ludus
latrunculorum", híbrido de damas y ajedrez, que otorga dieciséis piezas a
cada jugador. Los aficionados juegan a veces en plazas, paseos y lugares
públicos, sobre tableros esculpidos en las losas del suelo.
Basta de baño por hoy. Recuperamos nuestras toallas, nos secamos, nos
vestimos y nos dirigimos a la cantina restaurante ("popinae") del local
para dar cuenta, con despabilado apetito, de una suculenta empanada de
buey y cebolla. Mientras nuestras mandíbulas trabajan como ruedecillas
implacables, contemplamos, al otro lado del patio, los ágiles cuerpos
femeninos que graciosamente bullen en torno a la piscina ("piscinae
natatoriae"). Esta piscina es mixta, pero en el resto del baño hay
separación de sexos. En otros establecimientos menos dotados se han
establecido dos turnos, mujeres por la mañana y hombres por la tarde.
Por lo general, las termas imperiales son edificios lujosos en los que
resplandecen el mármol, los labrados estucos, los mosaicos y los frescos.
Alrededor hay frondosos jardines donde los ancianos pasean, corretean
los jovenzuelos, se arrullan los enamorados y merodean las busconas en
busca de clientes. Pero también existen otras termas menos elegantes, de
barrio, instaladas a veces en los bajos de las casas de vecinos. Como la
construcción de esta clase de edificios deja bastante que desear, los
ruidos que producen los usuarios molestan a los inquilinos que habitan
los pisos superiores. Cedamos la palabra a nuestro malhumorado
compatriota Marcial: —Sí, vivo precisamente encima de uno de esos
baños. Imaginaos toda clase de voces, hasta el punto de que a veces
desearía ser sordo. Si los más fornidos se ejercitan con las pesas oigo sus
mugidos cada vez que expulsan el aire, cuando emiten silbidos y jadean
afanosamente. Si alguno disfruta dándose masaje, percibo el palmoteo del
masajista sobre su espalda y puedo distinguir, por el sonido, si le está
dando con la mano plana o ahuecada. Si llega el que quiere jugar a la
pelota y empieza a contar los tantos en voz alta, es el acabóse.
Añádase el camorrista que arma trifulca, el ladrón al que cogen con las
manos en la masa, el que disfruta escuchando el sonido de su propia voz
en el baño y los que se zambullen estruendosamente en la piscina.
Lleva razón; no hay derecho.
17. Comer para vivir...
El cine americano nos ha retratado, con un punto de envidia, la
glotonería, el despilfarro y la extravagancia en que incurrieron los
romanos de la época imperial. Pero no siempre fue así. En los tiempos
heroicos, cuando los recursos escaseaban, aquella población de labriegos
sólo podía aspirar a una dieta de lo más frugal.
Durante más de trescientos años el alimento básico fue el "puls", especie
de gachas de harina de trigo, farro u otros cereales a cuyos componentes
básicos, harina y agua, podía agregarse algo de manteca. Una variedad
muy diluida en agua se quería parecer a nuestra levantina horchata; otra,
muy espesa, se presentaba en forma de albóndigas. En ocasiones
especiales se enriquecía con tropiezos de queso, miel o huevo formando la
variedad que llamaban "púnica". En los tiempos de gran abundancia se
inventó el "puls iuliano", que contenía ostras hervidas, sesos y vino
especiado, curiosa transformación de un plato paupérrimo, pero
entrañable en sus ancestrales connotaciones, en manjar de lujo.
Otro plato de la misma época era la polenta, bastante parecida a la
actual, a base de cebada tostada y molida, con la que a veces se
fabricaban tortas.
Los que se lo podían permitir en aquellos tiempos de escasez,
desayunaban sopas de pan y vino; por lo demás, se consumían productos
típicos del campo: legumbres, queso y, de tarde en tarde, algo de carne.
La cocina era sana pero monótona. Abundaban las socorridas sopas: de
farro, de garbanzos y verduras del tiempo, de coles, de hojas de olmo, de
malva, etc. La de puerros se consideraba buena para la voz, motivo por el
cual el canoro Nerón la elevaría a la categoría de manjar imperial.
Tampoco se ignoraban los potajes de garbanzos y judías o las ensaladas.
La llamada "moretum", cuyos principales ingredientes eran queso de
oveja, apio, cebolla y ruda, era la primera comida que hacían los recién
casados. La incipiente pastelería ofrecía roscones de queso ("circuli") y
dulces de sartén ("laganum"), en cuya elaboración entran, además de la
indispensable harina, vino, aceite, miel y leche.
Se ha calculado que la dieta del romano de aquella época sólo alcanzaba
las tres mil calorías, de las que al menos dos mil procedían del trigo.
Hacia el siglo Vi a. de C. las diferencias entre ricos y pobres se van
haciendo más notorias, lo que se refleja, fundamentalmente, en los
hábitos alimenticios. Los pobres siguen engañando el hambre con "puls"
pero los ricos comienzan a aficionarse al consumo de carne condimentada
con una serie de productos que van determinando el carácter de la futura
gran cocina imperial: pimienta, miel, coriandro, ortiga, menta y salvia. La
plebe más empobrecida sólo accederá al consumo de carne en la época de
Aureliano, en el siglo Iii, cuando se empiece a repartir gratuitamente. Se
trataba, naturalmente, de carne de burro; la de buey continúa siendo
privilegio de la mesa de los pudientes.
En la época de los césares, el alimento básico de la plebe romana sigue
siendo el trigo. Ya hemos visto que el equilibrio social se establece sobre
las bases de un tácito acuerdo entre las cada vez más enriquecidas
aristocracia y clase alta y el cada vez más empobrecido proletariado, al
que, a cambio de su docilidad, se ofrece un rudimentario subsidio de
seguridad social consistente en "panem et circenses" gratuitos. Se llegó a
levantarle un templo a la "Annona Augustae".
En tiempos de César, 230.000romanos se beneficiaban de los repartos de
trigo o de su venta a precios "políticos". Esta cifra de beneficencia se
reducirá a 15.000después de la colonización y reparto de tierras realizada
por el mismo César. Las leyes frumentarias fijaban la cantidad de trigo
por persona y día en cien gramos. El grano procedía del Norte de África,
Hispania y Sicilia.
Cuando Roma quedaba desabastecida, el fantasma del motín popular se
cernía sobre las cabezas de los gobernantes, pero esta eventualidad se
presentó raramente: en el año 60 a. de C., debido a las actividades de los
piratas que infestaban el mar, y hacia el 41 a. de C., durante la guerra
civil.
De este pan, que tan importante resultaba tanto desde el punto de vista
político como desde el nutricional, se consumían en Roma muy distintas
variedades, casi todas ellas heredadas de los griegos que fueron los que
liberaron a Roma del "puls" cuando la enseñaron a panificar. El gremio de
los panaderos ("pistones") era de los más poderosos de la ciudad. En
tiempos de César agrupaba a 329 establecimientos. El pan más barato,
fabricado con harina basta, sin refinar y adulterado con muy diversas
sustancias, era negro. Recibe distintas reveladoras denominaciones:
"panis acerosus, plebeius, castrensis" o "militaris, sordidus, rusticus"...
Luego estaba el pan "secundarius", que podríamos denominar normal y,
finalmente, el de lujo: "panis candidus" o "picentes", candeal y muy
blanco.
Lo había también –como ahora– para los perros: el "furfureus". Por la
manera de cocerlo y por los distintos ingredientes añadidos a la masa, los
tipos de pan podrían multiplicarse hasta hacer la lista fatigosa: ázimo,
con levadura de cerveza, cocido en vasija o en horno, enterrado en ceniza
candente, cocido por segunda vez (bizcocho), con grano de anís, de
comino, etc. Los "gourmets" exigían la variedad "ostrearius" para
acompañar las ostras y la "artolagani" como aperitivo estimulante.
Al lado del pan pondremos el vino.
Italia era, ya entonces, una gran productora de vinos, pero además los
caldos más afamados llegaban a las exigentes mesas romanas desde los
confines del imperio. El único problema residía en que la ciencia de
conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada. Hasta el siglo Ii, en
que comienzan a divulgarse los toneles, solían envasarlo en ánforas cuyo
interior pintaban con una mano de hollín de mirra o con pez, para mejor
conservar su precioso contenido. Parte de esta capa pasaba al vino, que
tenía que ser filtrado antes de servirse.
Con todo, la calidad solía dejar bastante que desear pues los caldos se
agriaban y perdían con facilidad. Entonces se bebían especiados. También
era frecuente servirlos calientes y aguados. En la cabecera del banquete
se disponía un depósito de agua caliente ("caldarium"). En verano, sin
embargo, se refrescaba sumergiéndolo en pozos o cubos de hielo picado
que podían ser de vidrio ("vasa nivaria") o metálicos ("colum nivarium").
Nos estamos refiriendo, claro está, al vino de los banquetes elegantes. El
ciudadano de a pie, mucho menos exigente, lo tomaba a la temperatura
ambiente en sórdidas tabernas.
Una deliciosa variedad del vino era el hidromiel, probable invención
celtibérica, que consistía en una mezcla de agua y miel fermentada al sol
a la que se añadían diversos aromas al gusto: nuez moscada, pimienta,
jengibre, canela o clavo. La miel más apreciada era la hispánica. En el
"Satiricón" leemos: "El plato siguiente fue una torta de fiambre rociada
con exquisita miel de Hispania".
El romano que podía permitírselo hacía un gran consumo de leche, de
cabra o de oveja. También se apreciaban bastante las de burra y yegua,
que se consideraban medicinales. La de cerda no era unánimemente
aceptada pues algunos estaban convencidos de que estropeaba el
estómago, lo mismo que la de camella cuando no se diluía previamente en
agua. Al yogur ("oxygala") se le podían añadir los sabores del tomillo, el
orégano, la menta o la cebolla. Batido con hielo picado ("melca") resultaba
un refresco muy reconstituyente.
La carne más consumida era la de cerdo, a la que, con el tiempo, se le
fueron sumando las de buey, cordero, oveja, cabra, ciervo, gamo y gacela.
Cabe añadir la de perro, que los más apegados a las antiguas tradiciones
no desdeñaban. Cicerón era muy aficionado a la ternera lechal ("assum
vitelinum"). Los que no podían aspirar a estas carnes se conformaban con
la de burro ("onager", en realidad un tipo de asno salvaje), que Mecenas
intentaría promocionar a mejores mesas, sin conseguirlo. Tampoco se
desconocían las de lirón, criado en viveros, y las de diversas aves: pavo
real, tórtola, gallina de Guinea, faisán, tordo, estornino, paloma,
avutarda, grulla, cisne, urogallo, pavo (aclimatado de la India). Bocados
de lujo eran el loro y el flamenco, cuya lengua se apreciaba especialmente.
Se evitaba, sin embargo, por tabúes de origen ecológico, las carnes de ibis
y cigüeña, que son devoradores de serpientes, y la de golondrina, que
come mosquitos.
Curiosamente tampoco comían codornices, pues existía la creencia de que
se alimentaban de hierbas venenosas.
El consumo de huevos (de pavo, de gallina, de faisán y, ocasionalmente,
de avestruz) estaba limitado a los más pudientes.
Muchos entendidos despreciaban tan espléndida oferta de volátiles y se
concentraban, golosamente, en la gallina y el pollo. El recetario de Apicio
propone hasta quince maneras de prepararlos. El lector debe imaginar no
esos pobres e insípidos animales plastificados y hormonados que
adquirimos en nuestros impersonales supermercados, sino el suculento,
pinturero e inquieto pollo de antes cuyo sabor aún recuerdan con
nostalgia las personas de edad respetable. Existían entonces muchas
castas de pollos, pero el español Columela alaba los de plumaje pardo–
leonado tirando al rojizo.
En Roma se hacía un buen consumo de capones, los mantecosos eunucos
cuyas indispensables cirugías habían aprendido los romanos a practicar
en los criaderos de la isla de Kos. Plinio el Viejo escribe: "De Delos procede
esta pasión por comer volátiles gordos y bañados en su propia grasa".
Nadie recordaba ya las estrecheces de los tiempos heroicos, cuando, en
vísperas de la primera guerra púnica, el cónsul Fannius prohibió
consumir más de una gallina cebada por persona en la misma comida. En
el imperio nadie pone coto a la gula ni al derroche: pollos, gallinas y ocas
se engordan con harina hervida y aguamiel o con pan empapado en vino
dulce, en cebaderos mantenidos en la propicia penumbra para que los
melancólicos cebones no se distraigan.
Pero la pasión por las aves no desbanca al cerdo de su privilegiada
posición, si bien es verdad que lo obliga a diversificar su oferta, lo que
origina muchas clases de embutidos.
El "gourmet" sabe en qué establecimientos encontrará la mejor longaniza
("longano") y dónde la más esmeradamente aliñada morcilla de nueces, de
pimienta, de incienso, de cebolla.
Pero, sobre todas estas carnes, se aprecian los curados jamones, sean de
cerdo o de jabalí. Al jamón ("perna") atribuye Horacio decorosa prosapia:
"Los antiguos alaban el jabalí rancio". Catón nos trasmite la receta precisa
para su preparación: "Se corta la pata, se mete en sal durante cinco días,
luego se saca y se cuelga por espacio de dos días donde se oree y otros
dos en el humero de la chimenea. Finalmente, se coloca en la despensa de
la carne". Los impacientes que no pueden aguardar a que el cerdo se haga
pueden consumirlo en forma de tostones ("porci lactantes") que figuran,
junto al gazapillo en adobo y los guisos de liebre o conejo, entre las
recetas más transmitidas de la antigüedad.
El pescado más apreciado en las mesas de Roma fue quizá el salmonete.
Detrás de él, la lista de especies pescadas en la mar o procedentes de los
bulliciosos viveros (desde el 250 a. de C.) es interminable: esturión,
murena, lamprea, congrio, merluza, anguila, atún, dorada, caballa, escaro
(llamado por algunos glotones "cerebrum Iovis"), ostras, langosta, pulpo,
sepia, calamar, venera, almejas, etc. Éstos son bocados de ricos. Los
pobres que no podían aspirar a ellos se consolaban con distintas
morrallas en salmuera ("maenae"). Por un buen pescado eran capaces los
romanos casi de cualquier cosa: en una ocasión, Octavio y Apicio
rivalizaron por conseguir un hermoso ejemplar de salmonete que Tiberio
había sacado a subasta. Lo consiguió Octavio después de pagar por él,
escandalosamente, "más de lo que valía el pescador que lo había
atrapado". Igual pasión podía despertar un buen rodaballo, ese faisán del
mar, como lo llama el admirable Cunqueiro. Catón se escandalizaba
porque sus conciudadanos eran capaces de pagar por un buen rodaballo
más que por una buena vaca. Horacio lo censura igualmente: "Te has
arruinado para pagar el rodaballo y no te queda más dinero que el
indispensable para comprar la soga con la que te vas a ahorcar".
Los que no podían aspirar a carne ni a pescado tenían que consolarse con
hortalizas, de las que los mercados romanos ofrecían decorosa variedad a
precios muy razonables. La más popular era la col, que se preparaba
cruda o cocida, y detrás de ella se alineaban la coliflor, la acelga, la
lechuga, el cardo, el puerro, la zanahoria, los rábanos (de los que se
consumían incluso las hojas), el nabo, la escarola, las alcachofas, los
pepinos y las calabazas. De Egipto llegaban hermosas cebollas. Los
espárragos podían ser trigueros o cultivados: todos eran caros.
Las legumbres que reinaban sobre los variados, potentes y especiados
potajes romanos eran: habas, salutíferas lentejas, garbanzos, guisantes,
altramuces, judías. Plato de pobres y de vacas eran las algarrobas y los
altramuces. Ignorantes aquellos paganos del divino y misterioso canon de
nuestro ibérico cocido, preparaban los garbanzos, al parecer, con agua,
leche y queso rallado.
Todas las clases sociales coincidían en el gusto por las muchas variedades
de fruta que llegaban a Roma: manzanas, peras, melocotones (oriundos
de Persia), cerezas, ciruelos sirios, membrillos, uvas, albaricoques
(venidos de Armenia), moras, fresas, melones (postre favorito de Tiberio),
nueces, almendras, pistachos, castañas y dátiles. De algunas plantas
consiguieron, mediante injertos, curiosas variedades. Por ejemplo, un
cruce de pepino y melón que llamaban "melopepunes". De los autóctonos
higos se conocían muchas variedades que se adaptaban a distintas
formas de conserva, unas al sol, otras en harina, que nunca faltaron en la
despensa romana donde, en épocas de escasez de trigo, sustituyeron al
pan.
Otro producto de gran consumo eran las aceitunas, adobadas o pasas.
Hubo muchos aficionados a las setas y champiñones que incluso llegaron
a cultivarlos. Los más peritos eran capaces de distinguir, por el sabor, si
la pieza procedía de un pinar, de un hayedo o de un bosque de fresnos.
Los preparaban crudos, asados o cocidos, según una variedad de recetas
que a veces incluían entre sus componentes vinagre y miel. También
apreciaron ese recóndito prodigio que es la trufa, particularmente la libia.
Y no desdeñaron los caracoles, que algunos incluso se atrevieron a criar
en viveros.
De la pastelería imperial tenemos noticias insuficientes. Sabemos que
empleaba mantequilla, miel, huevos y leche, además de excelente harina:
sabiendo que ésos eran sus ingredientes, bien se le puede otorgar un voto
de confianza. Otras delicias de la culinaria romana fueron los sorbetes de
zumos de frutas frescas y las bebidas frías, de distintos sabores, incluida
la refrescante aunque insípida agua de nieve ("potare nivem").
Un proceso higiénico consistía en hervir el agua y refrescarla a
continuación, aunque el severo Séneca opine que tales refinamientos son
excesivos.
Los ricos comían mucho en casas de amigos, en los banquetes de los que
hablaremos en el siguiente capítulo.
Los pobres, por el contrario, a menudo comían en la calle puesto que no
siempre disponían de fogones ni pucheros en los que cocinar en sus
modestos alojamientos. Por todas partes había vendedores ambulantes de
dudosas salchichas y de empanada de garbanzos.
Pero, si uno deseaba comer más reposadamente, podía entrar en una
"popinae" o restaurante donde se servían comidas calientes, o en las
"salarii", tiendas de ultramarinos, donde se vendían salazones.
¿De dónde procedía tanta variedad y cantidad de productos alimenticios?
Muchos de ellos, autóctonos o aclimatados, de la fértil Italia. Otros, de los
más distantes confines del imperio; transportados penosamente por tierra
o desembarcados en el activo puerto de Ostia, desde donde remontaban el
Tíber en embarcaciones menores que iban a surtir los almacenes de
abastecimientos situados a lo largo de los muelles fluviales. Aquellos
depósitos constituían el verdadero vientre de la ciudad, sus salinas
("salinae"), su mercado central ("velabrum"), donde montaban tenderetes y
oficinas los traficantes y los banqueros, a la sombra de los enormes
depósitos de aceite, vino y queso, los pósitos de trigo ("horrea"), los de
ultramarinos ("emporium"). Testigo mudo pero impresionante de aquel
trajín comercial que se prolongó durante los siglos del poderío romano es
el Mons Testaceus: una colina artificial formada solamente con los tiestos
de las ánforas y vasijas que se rompían en los cercanos depósitos. El
cervantino licenciado Vidriera se queja en un memorable pasaje: "¿Soy yo
por ventura el monte Testacho de Roma para que me tiréis tantos tiestos
y tejas?". El incrédulo turista aún acude allí para cerciorarse de que, en
efecto, el monte está formado solamente de tiestos de vasijas, muchas de
ellas de procedencia hispánica, a juzgar por sus marcas. Al margen de los
almacenes portuarios, existía en Roma una serie de mercados
especializados: el "forum boarium", para carnes; el "holitorium", para
hortalizas, y el "cuppedinis", par golosinas.
La cocina
Del examen de los textos de Apicio (sus "Diez libros de cocina"), y de otros
recetarios y noticias que nos han llegado, se deduce que la cocina romana
era robusta, viril, de potentes sabores, poco apta, presumimos, para
estómagos delicados. Por la abundancia de grasas y las explosivas
combinaciones de especias, hoy seguramente nos recordaría a la de
ciertos países del exótico Oriente más que a la europea actual. Muchos
platos abusaban de ciertas salsas preparadas por lo general a base de
pescado: "garum, oxygarum, muria" y "liquamen". Quizá convenga añadir
algunas palabras sobre el "garum", el comodín de las salsas, que los
romanos acaudalados añadían liberalmente a sus platos de carne, de
pescado o de verdura, e incluso al vino o al agua. Se elaboraba a base de
hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes:
atún, murena, escombro y esturión, curados en salmuera y madurados al
sol. Había muchas calidades de "garum". La mejor, comparable al caviar
iraní, era la llamada "sociorum", que llegó a costar 180 piezas de plata el
litro.
El "garum", como el amargo "silfión" griego, acabó cediendo terreno ante el
empuje de la pimienta, que todavía sigue siendo la reina de nuestra
cocina. No obstante, sobrevivió a la caída del imperio romano aunque no a
la invasión islámica de Occidente, lo que no deja de ser una contrariedad.
No obstante, podemos imaginar que para el flaco gusto moderno aquella
salsa resultaría nauseabunda. El aliento de los que lo comían apestaba, lo
que ya es un indicio. Escribe Marcial: "Si recibes una tufarada de su
aliento pestilente "ecce, garum est"!".
Además de las fermentadas salsas de pescado, los romanos usaron otras
más semejantes a las nuestras, elaboradas a base de vinagre, mostaza,
aceite, dátiles, miel, menta y pasas. A veces las guarniciones propuestas
no dejan de parecernos curiosas pero no por ello menos estimulantes: por
ejemplo, pescado servido con puré de membrillos o setas hervidas en miel.
La gran cocina romana corresponde sin duda a la época de los césares.
Es una cocina esnob y pedante, de nuevos ricos: artificiosa y refinada
hasta lo extravagante; descabellada en ocasiones, pero sin duda
suculenta y generosa. Los cocineros eran, muy a menudo, esclavos. Por
un buen cocinero jefe ("archimagirus") se llegan a pagar enormes
fortunas. Con el tiempo la profesión se convierte en una de las más
importantes de la Roma imperial. Adriano los agrupa en un "collegium
cocorum". Es curioso que, sin embargo, tuvieran mala fama, como suele
acontecer con tantos artistas que son admirados y odiados a un tiempo.
Estos hombres se lanzaron a experimentar en toda clase de caprichos
gastronómicos con las exóticas viandas que llegaban a sus fogones: pavos
de Samos, dátiles egipcios, ciruelas damascenas, almendras de Cilicia,
tordos de Frigia, murena tartesia, torcaces de Chíos, nueces de Tasia,
esturión de Rodas, ostras de Tarento, jengibre, canela, pimienta de la
India... Se sobrevaloraron partes mínimas de grandes piezas, cuyo mayor
mérito reside en su pequeñez o rareza: ubres de cerda, sesada de faisán,
lenguas de flamenco, hígados de caballa, testículos de cabrito. Cuando no
se pueden consumir solas, se hacen intervenir en sofisticadas recetas
como el denominado escudo de Minerva: escaro servido en una salsa de
sesos de pavo y faisán, lenguas de flamenco y la llamada leche de
murena.
Los romanos comían cuatro veces al día. Al levantarse desayunaban
fuerte ("ientaculum"), a veces un combinado rural hoy todavía en uso en
algunos países que tuvieron la suerte de pertenecer al imperio romano:
corruscante tostada de buen pan untada de ajo y rociada de aceite y sal.
Otros preferían el bizcocho con vino ("passum").
Incluso los había amantes de la vida sana que seguían el consejo de los
médicos: un vaso de agua en ayunas.
A media mañana era corriente tomar un tentempié ligero, algo de fruta,
embutidos o, simplemente, las sobras de la cena del día anterior. Éste era
para muchos el almuerzo o "prandium".
A media tarde se repetía el refrigerio ("merenda").
La comida principal era la "cena", que se tomaba bastante temprano, a las
dos o las tres de la tarde, en cuanto se regresaba del trabajo. La cena
constaba de varios platos en su debido orden: un aperitivo ("gustus"), el
segundo plato o cena propiamente dicha y el postre. Imaginemos una
cena en un día normal, en una casa de clase media alta. En el aperitivo se
bebe vino con miel ("mulso") y se comen huevos, verdura fría con salsa
picante y quizá ensalada de mariscos o sesos en leche; o tal vez hongos
con salsa.
El segundo plato es de carne o de pescado, o mixto; pongamos por caso
corzo asado con salsa de cebolla, o tórtola hervida en sus plumas, o
jamón hervido con higos y laurel, o cerdo con piñones, o guisado de
flamenco. A la grasienta carne de cerdo le suele ir bien la miel, que es uno
de los ingredientes más socorridos de las especiadas salsas romanas.
El postre no es menos nutritivo: jalea de rosas, dátiles rellenos de nuez y
fritos con miel, pastelitos y fruta del tiempo.
Cuando la familia está en la intimidad, es normal que se consuman las
sobras del día anterior, pero si hay invitados lo correcto es echar la casa
por la ventana y dejarse de censurables economías, no nos vaya a
acontecer lo que a aquel anfitrión que hizo servir un gran pescado del que
ya se había consumido una parte la víspera.
Le hizo dar la vuelta para que apareciera por su costado intacto sobre la
adornada bandeja, pero un sagaz y socarrón invitado observó: "Más vale
que nos demos prisa porque debajo de la bandeja hay gente comiendo con
nosotros".
La casa de familia acomodada suele disponer de un comedor. Es una
habitación espaciosa cuyos únicos muebles son los divanes del
"triclinium", que en la época de los césares van siendo sustituidos por un
diván semicircular, y una mesa central. Otras mesas auxiliares pueden
hacer de reposteros.
Estos muebles suelen ser tan lujosos como lo consienta la economía del
dueño. Uno de los muchos excesos de Heliogábalo consistió en tenerlos de
plata maciza finamente trabajada.
Frecuentemente eran obra de afamados artistas y entre los materiales de
su composición destacaban las maderas preciosas, el oro, la plata y el
marfil. Las paredes de la habitación suelen estar decoradas con frescos
que representan animales, peces, verduras o frutas. El mismo escaparate
de productos naturales puede repetirse en los mosaicos del suelo.
Los divanes del "triclinium" solían ser tres, con capacidad para nueve
comensales, pero si el número de invitados es mayor se pueden arrimar,
por el lado libre de la mesa, banquillos y sillas. En cualquier caso, las
mujeres, los niños y las personas que guardan luto suelen usar sillas.
Desde la época de Augusto en adelante se divulga el diván semicircular
("sigma") en torno a una mesa redonda. En este curioso mueble caben
hasta ocho comensales. Estamos hablando, como casi siempre, de las
clases acomodadas. Los pobres prescinden del mobiliario especializado: se
conforman con poder comer, sentados en torno a una mesa, en cualquier
habitación de la vivienda o, simplemente, en "la" habitación de la
vivienda, pues muchas familias no pueden aspirar más que a un aposento
en las superpobladas ínsulas.
La vajilla es otro exponente fiel de la posición social del dueño de la casa.
Los ricos la adquieren de materiales preciosos y caros: plata, oro, ónice,
electro, incluso "murra", una piedra que se suponía mejoraba la calidad
del vino por simple contacto.
La vajilla de los pobres es mucho más sucinta y de barro ("vasa
saguntina").
Lógicamente, las personas educadas y las que aspiran a serlo procuran
observar ciertas normas cuando se sientan a la mesa. La primera y
principal nos obliga a estar de buen humor. Un comensal taciturno o
pensativo es considerado grosero. El plato se sostiene con la mano
izquierda y los alimentos se toman con la derecha.
Si es sopa se utiliza cuchara ("ligula"); si es paté o puré, cucharilla
("cochlear"); si es sólido, los dedos.
Aún no se ha inventado el tenedor, que nacerá en Constantinopla en el
siglo Xi. Comer con los dedos no es excusa para pringarse las manos o el
rostro. Así lo recomienda Ovidio: "carpe cibum, digitis, est quiddam
gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu". Esas
cinematográficas escenas de banquetes romanos en las que vemos a los
comensales tirar dentelladas a un trozo de carne que agarran entre las
manos, constituyen un infundio: en realidad existía un esclavo dedicado a
trinchar la carne ("scissor, carptor, structor") hasta reducirla a pequeñas
porciones que pudieran introducirse cómodamente en la boca.
Entre plato y plato, los servidores acercan a cada comensal una escudilla
de agua para que pueda lavarse los dedos. Además, cada uno tiene a su
alcance una servilleta de cumplidas proporciones que no sólo sirve para
limpiarse los labios y las manos, sino también el sudor (sudan bastante
porque las lámparas dan mucho calor) y hasta para sonarse las narices.
Por cierto: es perfectamente legal traer la servilleta de casa para que, al
término del banquete, nos sirva para envolver las sobras si queremos
llevárnoslas. Andando el tiempo parecerá poco elegante concurrir con la
servilleta, como un saqueador, y los más refinados prescindirán de ella.
Marcial, bromista, señala que un tal Hermógenes es de los que no llevan
servilleta... pero luego roba el mantel.
18. ... y vivir para comer
Los banquetes fueron la institución social más relevante de la Roma de
los césares. En ella se conjugaban dos inclinaciones típicamente latinas:
el gusto por la buena mesa y el placer de la pausada conversación con los
amigos, la amable tertulia nocherniega adobada acaso con las otras
aficiones compartidas: la música, la lectura, el debate, las mujeres... A lo
que podríamos añadir la emblemática ostentación de riquezas y el
derroche presuntuoso. También puede haber motivaciones electoralistas.
Sólo así podemos comprender cabalmente la celebración de banquetes tan
espectaculares como el que el joven Julio César ofrece prácticamente a
toda Roma al regreso de su campaña de Oriente. Un cuarto de millón de
personas concurrieron al festín, que duró varios días. También hay
banquetes corporativos, las cenas de los gremios de artesanos o de
cofradías religiosas ("collegia") o de los colegios sacerdotales, que –si
creemos a Varróncuando se celebraban incidían negativamente en la
cesta de la compra puesto que todos los productos del mercado se
encarecían.
Dos tipos de banquetes se usaron en Roma: el tradicional (recta coena)
servido en mesas, como Dios manda, y el que se distribuía en cestas
individuales ("sportula"). Intentaremos asistir a uno de los primeros, lo
que sin duda promete ser una de las más inolvidables experiencias que
puede depararnos nuestro paso por esta sorprendente ciudad. Se celebra
en casa patricia, sita en las amables faldas del Capitolio. Engalanados con
nuestra mejor toga llegamos a ella hacia las cuatro de la tarde ("hora
decima"). Nos acompañan varios servidores de los que sólo uno de ellos, el
más joven, educado y agraciado, entrará al comedor para asistirnos
personalmente. Como permanecerá a nuestros pies durante la cena, se
llama "puer ad pedes". Los otros son de escolta, para protegernos y
alumbrarnos en el camino de vuelta a casa, a altas horas de la
madrugada.
Entramos en la casa y en el atrio nos atienden solícitos esclavos que se
hacen cargo de la toga y nos entregan un manto blanco ("synthesis"),
cómodo y apropiado para las posturas del diván. Uno de los criados nos
lava los pies y luego nos los perfuma y nos calza unas sandalias flexibles
de las que sólo sirven para andar por casa.
Los zapatos de calle que traíamos van al guardarropa con la toga.
Mientras los restantes invitados acaban de llegar, el atento anfitrión nos
introduce en una sala donde, convenientemente expuesta sobre mesas y
aparadores, aparece su rica vajilla. Simulando amable atención,
escucharemos sus prolijas explicaciones sobre el origen de las más
notables piezas allí expuestas y fingiremos admirarnos cuando nos
certifique que este vaso perteneció a tal famoso general griego o aquella
bandeja a tal héroe troyano. Es posible que el anticuario que le cobró más
de cinco veces su valor también estuviese persuadido de la autenticidad
de tales reliquias. Cumplido el trámite de alabar la magnificencia de la
colección, pasamos al salón del banquete y nos enjuagamos las manos en
la palangana que nos presenta un criado.
La sala es bastante oscura pero han encendido una docena de lámparas
de aceite cuyo humo y olor acabarán siendo molestos a medida que
avance la noche. Para neutralizarlos en lo posible, han adornado la sala
con flores y guirnaldas.
Vamos a ser diez comensales a la mesa, quizá porque el anfitrión es
observador de la conocida regla: "No menos que las Gracias (es decir, tres)
ni más que las Musas (que eran diez)". En banquetes más concurridos,
donde se reúne quizá gente de muy distinto nivel social, se puede dar el
caso de que el anfitrión establezca enojosos distingos entre los
comensales. Los más humildes se sentarán en mesas peor abastecidas,
donde se sirven platos más baratos y simples que en las de sus vecinos
importantes.
Puede darse incluso el caso de que al banquete asistan parásitos. Los
parásitos constituyen una curiosa institución en los banquetes públicos y
encarnan, sin duda, el más notable precedente del moderno gorrón. Son
pícaros, aduladores, graciosos profesionales a los que la gente seria
desprecia y supone capaces de las más abyectas acciones con tal de llenar
el estómago. A veces los convidados se divierten gastándoles bromas
pesadas o golpeándolos entre pullas y chanzas.
Ellos sonríen, aguantan y no se inmutan. Toman asiento donde pueden,
lejos de la mesa, y están pendientes de las sobras o de los potajes
especialmente preparados para ellos que les traen de la cocina.
Pero no se alarme el lector: el nuestro no va a ser uno de estos
tumultuosos banquetes. Todos los asistentes son personas sosegadas que
afectan, en cada uno de sus ademanes, buena crianza y esmerada
educación.
Aunque nos acomodaremos teniendo en cuenta la distribución de los
divanes según categorías, en esta mesa podremos degustar todos la
misma clase de manjares. Sobre el tablero, cubierto ahora de elegantes
manteles bordados en oro, sólo hay vinagre, sal y aceite. Después de la
oración de la mesa ("deos invocare", comienza el banquete. Aparecen los
criados más apuestos de la casa, bien vestidos y peinados especialmente
para honrar la ocasión, y van depositando ante nosotros las fuentes que
contienen los elaborados platos. Se empieza por los entremeses ("gustus"
o "gustatio"), entre los que no pueden faltar las aceitunas ni el huevo.
Para definir el tiempo que abarca la cena hay un dicho: "ab ovo usque
mala", es decir "desde el huevo (entremeses) hasta la manzana (postre)".
Hay también lechuga, melón y ostras, todo ello acompañado de vino con
miel o de cualquier otro caldo ligero pero de buena casta, pongamos por
caso un Falerno. Uno de los comensales ha incurrido en la torpeza de
mencionar un incendio ocurrido antes de ayer en un comercio de la calle
de los Pañeros. Nueve pares de reprobadores ojos convergen sobre el
deslenguado: es de mal augurio hablar de incendios cuando se está
comiendo; en seguida derramamos agua sobre la mesa y el mal presagio
queda convenientemente conjurado. Tampoco sería bueno percibir el
canto de un gallo, pero por fortuna estamos en una zona residencial y el
corral más cercano queda lejos.
Viene ahora la "prima mensa", que es la cena propiamente dicha. Una
serie de elaborados platos van llegando de la cocina. El principal ("caput
cenae"), en el que el cocinero griego ha puesto su prestigio y el de su
dueño, es, supongamos, un ganso rodeado de peces y pájaros. Cuando
nos servimos sus gustosas porciones y lo saboreamos, descubrimos
regocijados que todo es apariencia y artimaña: en realidad está elaborado
exclusivamente con carne de cerdo. Ha sido un guiño cultural de nuestro
anfitrión, que ha querido reproducir un famoso plato de la literatura: el
del banquete de Trimalción. Aplaudimos educadamente la ocurrencia
mientras echamos el ojo al jabalí relleno de tordos vivos, que,
transportado por dos robustos pinches, hemos visto desfilar ante la
ventana que da al patio. Tan numerosos y variados son los platos que se
van acumulando ante nosotros, sobre las mesas auxiliares, que
empezamos a protestar, como requieren las normas de la buena crianza,
por una cena tan copiosa. Más vale que cedamos la palabra al agudo
Plauto: —Cuando se han sentado a la mesa, los invitados suelen decir:
"¿Qué necesidad había de gastar tanto en nosotros? Pero, hombre, si has
preparado comida para un regimiento". Y, aunque protestando que te has
excedido por ellos, se lo comen todo. No esperes que ninguno te diga:
"Que se lleven esto, que retiren esa bandeja, no pongas aquel jamón,
estoy repleto; que se lleven esas albóndigas; este congrio estará bueno
frío, que lo retiren". No, no los oirás hablar así, antes bien se estiran y
echan medio cuerpo sobre la mesa para alcanzar mejor los platos.
Nuestros alegres compañeros de comilona se han atiborrado de manjares
y de vino en la "prima mensa". Ahora llegan los postres ("secunda mensa")
y ya les queda poco espacio para embaular en los atarugados desvanes
del estómago. Estos frecuentes excesos se reflejan incluso en la escultura.
¿No han notado ustedes que las estatuas del periodo republicano suelen
presentarnos sujetos entecos, mientras que en las del periodo de los
césares abundan los entraditos en carnes? La contemplación de los
pasteles de miel, las frutas confitadas o del tiempo y los vinos dulces que
hacen el preciso acompañamiento tiene, en medio de estas harturas, un
punto de tantálico suplicio. Nuestro vecino de mesa, menos resistente que
los demás, está ya borracho, comienza a sudar copiosamente, se coloca la
alhajada mano de regordetes dedos sobre el prominente hemisferio
estomacal y se queja de que no se siente bien. A una breve señal acude
solícito su "puer ad pedes", que lo ayuda a incorporarse y lo conduce,
entre tumbos, al excusado, en el patio del peristilo, al otro lado de la casa.
Allí, con ayuda de una pluma de ave, vomitará el hombre todo lo que ha
comido y bebido. Esta costumbre disgusta al severo Séneca: "Vomitan
para comer y comen para vomitar y no quieren perder el tiempo en digerir
alimentos traídos para ellos desde todas las partes del mundo". Quizá el
lector haya pensado que, entonces como ahora, de buenas cenas están las
sepulturas llenas. Nada más a propósito que oír a Juvenal: "El castigo de
la gula es inmediato, cuando en el excusado arrojas un pavo entero sin
digerir... De aquí se siguen las muertes repentinas de viejos sin
testamento".
Bien. Ya hemos levantado los manteles y nadie ha perecido en esta alegre
reunión. Nueva ronda de aguamaniles y toallas porque ahora viene la
segunda parte. Esta cena se había anunciado "con sobremesa" ("cenae
antelucanae"), por lo tanto es el momento de comenzar la velada nocturna
("comissatio"). La señora de la casa, que ha participado en la cena
reclinada al lado de su marido –nueva moda de estos tiempos– y
compartiendo sus manjares, aunque no su bebida puesto que las mujeres
honestas sólo beben "mulsum", al menos en público, se despide de los
invitados y se retira. Lo que sigue es sólo para hombres. Primero libamos
a los dioses lares de la casa y luego brindamos por el anfitrión y los
asistentes. La fórmula del brindis no deja de admirarnos: el que lo
pronuncia eleva su copa y la bebe de un trago, luego la tiende al copero
para que la llene de nuevo y se la pasa al camarada por el que se ha
brindado, que la apura a su vez. La frecuente repetición de brindis da
lugar, suponemos, a monumentales cogorzas. Pero nuestro anfitrión es
hombre discreto y previsor. Con una sonrisa chasca dos dedos al aire
para que entren los criados y distribuyan ente los asistentes coronas de
hiedra y laurel. Todos nos las encasquetamos entre guiños. Como somos
romanos estamos convencidos de que su verde fragancia es medio seguro
para disipar los vapores malignos del vino y despejar las cabezas. Es el
momento de designar a un maestresala ("rex convivii" o "arbiter bibendi")
que tome sobre sus hombros la nada despreciable responsabilidad de ir
indicando discretamente al copero la proporción de agua y vino que debe
escanciar en la copa de cada contertulio. El oficio de "rex convivii" es
delicado y exige dotes de diplomacia y exquisito tacto por parte del que lo
desempeña.
Debe conocer, además, por experiencias pasadas, el carácter de cada
invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que unos tienen la
borrachera agresiva mientras que otros la tienen melancólica. Se trata de
mantener a cada cual, a lo largo de la joven noche, en el punto óptimo de
su euforia etílica. Lo ideal es que todos estén un poco achispados pues los
que beben poco se tornan serios y pueden aguar la fiesta y los que beben
en exceso acaban haciendo el imbécil y molestando al vecino. También es
recomendable cuidar los temas de conversación, "no deben ser
preocupantes sino alegres, variados y de interés general". El programa de
estas sobremesas, que se prolongan durante horas y horas, quizá con
alguno de los contertulios vencido por el sueño y roncando en el regazo de
su amigo, es necesariamente muy variado: se conserva, se juega, se
proponen acertijos, se cuentan chistes, se abren regalos, se improvisan
loterías... La tertulia a la que estamos asistiendo es, me temo, de las que
afectan un cierto aire intelectual. Alguien ha cometido la imprudencia de
mencionar a cierto poeta laureado. Aprovechando la ocasión, el anfitrión
nos ha contemplado por un momento con una sonrisa beatífica y ha
enviado a un esclavo a por el rollo que hay sobre su escritorio.
Me temo que vamos a asistir a la aburrida lectura de una prolija
composición sobre los gozos de la vida campestre. El caso es que en otras
reuniones menos intelectuales que ésta hemos asistido a actuaciones de
bufones ("derisores"), a pantomimas, a comedias, incluso a conciertos de
lira y flauta, y nos han parecido si no tan cultas sí al menos mucho más
divertidas y digestivas. A Augusto y a Aureliano les gustaba escuchar
recitales de juglares ("aretalogi") y a veces hacían comparecer a artistas
callejeros para que distrajesen a sus invitados. En otras cenas hemos
asistido a la actuación de ciertas artistas de variedades procedentes de la
"licenciosa Cádiz", como la adjetivan los más severos censores de las
modernas costumbres. Todo banquete de señoritos libertinos que se
precie debe ir seguido de la actuación de algún grupo de "puellae
gaditanae": cuando bailan hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se
ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que "no las osarán
repetir ni las desnudas meretrices". Pero sosiéguese el lector: nuestro
anfitrión de hoy es hombre tan circunspecto y serio como aquel que
advertía en su invitación: "Quizá esperes que alguna gaditana salga a
provocarnos con lascivas canciones... pero mi humilde casa no tolera ni
se paga de semejantes frivolidades". Podemos imaginar que la actuación
de las bailarinas gaditanas iría, en muchos casos, seguida de
desenfrenada bacanal, pero esa tormentosa travesía no es apta para estas
veteranas naves después de tan copiosa cena.
Está a punto de amanecer y ya ponemos fin al banquete. Hemos charlado,
hemos cantado, los versos del anfitrión no nos han aburrido tanto como
temíamos, hemos reído hasta llorar y nos lo hemos pasado muy bien. Pero
la última gota de la copa del placer siempre es amarga. Ahora sentimos la
cabeza cargada, el pulso débil y el estómago revuelto. Dejamos resbalar la
acuosa mirada de nuestros irritados ojos (el inevitable humo de las
lámparas) hasta el borde de la taraceada mesa que tenemos delante del
diván y notamos, por vez primera, su curiosa decoración: hay un
esqueleto de marfil y una inscripción: "Mirándolo bebe y diviértete porque
en eso has de acabar". La filosofía del "carpe diem" ha cincelado calaveras
y caninas en copas y bandejas. Ese recuerdo de la muerte es también
parte del complejo ceremonial del banquete.
Partimos ya. Nuestro inseparable "puer ad pedes" nos ayuda a calzarnos y
a vestir nuevamente la indócil toga.
Nos despedimos del anfitrión y de los compañeros de banquete y
marchamos a casa precedidos de un esclavo que porta una lámpara en
una mano y una estaca en la otra. Aún no existe alumbrado público, pero
ya existe una cierta inseguridad ciudadana cuando, por acortar camino,
se transita por solitarias callejas.
Una receta romana: marmita a las rosas
Se machacan rosas perfumadas en un mortero; luego se le añaden sesos
de pájaro y de cerdo bien hervidos, a los que previamente hemos
despojado de telillas y fibras. Agregamos yemas de huevo, aceite de oliva,
un poco de "garum", pimienta molida y vino. Se pica todo y se mezcla bien
y se pone al fuego vivo hasta que rompa a hervir.
(Según Ateneo en "El banquete de los sofistas").
Tres menús romanos
Del banquete de Léntulo
Entremeses: Crustáceos, erizos de mar, ostras crudas.
Cena: Espetones de tordos.
Gallinas con guarnición de espárragos.
Almejas y ostras cocidas.
Filetes de corzo.
Filetes de jabalí.
Pasteles de ave.
Vinos variados.
Del banquete de Lúculo
Entremeses: Marisco variado.
Cena: Pajaritos en nidos de espárragos.
Pastel de ostras.
Lechones asados.
Pescados variados.
Patos.
Liebres.
Perdices de Frigia.
Murena.
Esturiones de Rodas.
Queso y dulces.
Vinos variados.
Del poeta Marcial: "Si quieres hacer penitencia conmigo no te faltarán
ligeras lechugas, pesados puerros, huevos partidos, col tierna y fresca,
salchichas sobre blanquísimas gachas, y judías pintas con tocino magro.
De postre se te servirán uvas, peras y castañas asadas. Todo ello
acompañado de vino corriente. Si te apetece algo más tendrás aceitunas,
cocido de garbanzos y altramuces calientes. La cena es corta, pero luego
podrás descansar. No te importunará el anfitrión con la lectura de un
grueso volumen, ni te afrentarán las bailarinas gaditanas con sus
procacidades. Tan sólo arrullará tu descanso el sonido de una delicada
flauta".
Tres despilfarradores
Apicio, nacido en el 25 a. de C., fue célebre por su imaginativa tendencia
al derroche. Tres adjetivos lo definen: "prodigus, vorax et golosus".
Ya cincuentón, incurrió en la ligereza de echar cuentas para ver cuánto le
quedaba de su antes incalculable fortuna. Descubrió, horrorizado, que
sólo ascendía a unos seis millones de sestercios, cifra más que suficiente
para vivir en la abundancia el resto de su vida, pero quizá no tanto para
proseguir con sus extravagantes prodigalidades. No pudo soportar la idea
y se suicidó.
A este gastrónomo debemos investigaciones de cierta importancia cuyos
resultados vertió en el libro "Ars magirica". En él explicaba una serie de
curiosas recetas (el foie–gras, las lenguas de papagayo con miel y
vinagre...) y procedimientos de cría de carnes selectas por él
experimentados.
Por ejemplo, el engorde de cerdos con higos secos y vino endulzado con
miel.
La dulce y calórica dieta prestaba a las carnes del regalado cochino un
sabor prodigioso con el que ni el mejor de nuestros pata negra de bellota
se atrevería a competir.
Un poco anterior a Apicio fue Lucio Licinio Lúculo (117–57 a.
de C.). Siendo general en Asia Menor amasó una inmensa fortuna
metiendo mano en las arcas de las multas impuestas a las ciudades
rebeldes.
Luego se retiró de la fatigosa milicia y se entregó a la buena vida.
Repartía su ocio entre la lectura de los clásicos en su espléndida
biblioteca, la composición de una "Historia de la guerra social", en griego,
y la organización de memorables banquetes a los que invitaba a todos sus
amigos (y es fácil imaginar que tendría muchos).
De sus tiempos militares le había quedado una inclinación a organizar
escrupulosamente sus operaciones. En su mansión había una serie de
comedores que recibían distintos nombres de acuerdo con las pinturas
que los decoraban. A cada uno de ellos había asignado una diferente
categoría de menú. Lúculo sólo tenía que indicar a su mayordomo: "Hoy
cenaremos en la sala de Apolo" para que el criado entendiera que debía
preparar un banquete de unos cincuenta mil dracmas.
Lúculo debió de ser, como tantos grandes gastrónomos, un punto
melancólico. En una ocasión el mayordomo le preguntó: "¿Para cuántos la
cena de esta noche?", y él respondió: "Esta noche Lúculo come con
Lúculo. Para uno solo". Junto a estas palabras, un acto no menos
memorable: la aclimatación en Europa del delicioso cerezo (de Ceraso,
ciudad del Ponto). En 1937 Julio Camba recordó al personaje en el título
de su precioso ensayo "La casa de Lúculo o el arte de bien comer".
El tercer fantasma aquí invocado es el de Vitelio, que en menos de un año
despilfarró en banquetes casi mil millones de sestercios. Una flota entera
se hacía a la mar para abastecer de pescados su mesa. Está en los
escritos que llegaba a consumir mil doscientas ostras en una comida.
Pero su plato favorito era el escudo de Minerva.
19. Aseo y vestido
Los romanos no se asean mucho ni lavan la ropa tan a menudo como
sería deseable, lo que se refleja en la atmósfera pestilente que se
desprende de las aglomeraciones. Solamente las casas de los muy ricos
disponen de algo parecido a un baño ("lavatrina" o, si es mayor, "balnea"),
aunque muchos otros poseen una bañera portátil que instalan casi
siempre en la habitación contigua a la cocina para disponer del agua
caliente con más comodidad. A falta de jabón, que todavía no se ha
inventado, se utilizan aceites y compuestos de sosa ("aphonitrum"), y en
lugar de esponjas, placas arqueadas ("strigili") con las que se raen la piel
recogiendo el aceite y el sudor. Los juegos de toallas son enteramente
modernos: de baño ("sabana"), de rostro ("faciales") y de pies ("pedale").
Un esclavo está ayudando a su señor a vestirse. La ropa interior no existe
(aunque Augusto se inventó una especie de calzoncillos de algodón, pero
fue por aliviar su lumbago), pero nuestro senador se coloca un sucinto
taparrabos ("subligar") que ya la presagia. Luego, laboriosamente, la toga,
el digno traje nacional romano que los varones de la clase superior usan
desde que cumplen los diecisiete años, excepto durante las desmadradas
fiestas saturnales. La toga es un pesado tejido de lana blanca en forma de
media luna. Mide cinco metros de largo por tres y medio de anchura
máxima.
La toga normal es inmaculadamente blanca, pero los senadores lucen en
el borde una franja púrpura ("laticlavium"), que es más estrecha en las
togas de los caballeros ("angusticlavium"). Este aparatoso atuendo resulta
poco práctico cuando hay que desempeñar alguna actividad física. En este
caso se usa una "túnica", que es la prenda normal del pueblo, de las
mujeres y de los niños.
En el siglo Iii el uso de la toga decae en favor de la mucho más cómoda
túnica, con las diversas variantes que la moda va introduciendo: a la
griega ("pallium"), la clámide ("lacerna") y el poncho ("paenula") que, si es
impermeable, de piel, se llama "scortea". Estas túnicas se siguen
adornando con cenefa de púrpura para indicar pertenencia al orden
senatorial o ecuestre y, si se trata de un general en triunfo, se adornan
con palmas doradas ("palmata"). Bajo la túnica se lleva, a veces, una
especie de camiseta de lino ("tunica interior"). Encima de la túnica,
cuando hace frío, se puede llevar abrigo de fieltro ("gausapina"), quizá
provisto de capuchón ("cucullus").
Los pantalones comienzan a verse a partir del siglo Iii, traídos por los
soldados de la Galia Braccata, en tierras cisalpinas. Al principio fueron
rechazados por los romanos elegantes, que estaban acostumbrados a
sentir sus partes en libertad, pero luego su uso se fue introduciendo
paulatinamente.
El calzado que hace juego con la toga son los zapatos ("calcei"), en sus
variantes negro ("senatorius") o de color ("patricius"). En la intimidad se
usan sandalias ("soleae, sandalia") que no estropean el delicado
pavimento de mosaico de la casa, pero sería imperdonable llevarlas
cuando se aparece togado en público. Hay una variante militar de la
sandalia ("caligae") con la suela tachonada de clavos, muy práctica y
flexible.
El vestido femenino es algo más elaborado que el del hombre. Se usa
cumplido sostén ("mamillare, fascia pectoralis") y camisa ("tunica
interior"), debajo de la "stola", túnica hasta los pies, ceñida por la cintura,
que es el equivalente femenino de la toga. Si se sale a la calle, se pondrá,
además, un manto ("palla").
Desde el siglo Iii la "stola" es arrinconada por la más vistosa "delmatica",
vestido con mangas de diversos diseños y hechuras. Algunos
complementos de las elegantes son el abanico ("flabellum"), la sombrilla
("umbella") y, muy raramente, una especie de bolso. Extrañamente no
conocieron el sombrero ni el pañuelo de cabeza, aunque a veces se
cubrían la cabeza con un extremo del manto.
En cuanto a los colores, la incipiente industria química sólo dominaba el
pardo, el amarillo, el violeta y el rosado, casi siempre sobre variaciones de
la púrpura, obtenida del jugo de un molusco. A veces se diluye en orines,
lo que se manifiesta en el olor que despiden algunos tejidos así
coloreados.
El cabello tiene gran importancia en Roma pues a menudo es vehículo de
complejas simbologías sociales. El esclavo de lujo lleva los cabellos largos
pero el común luce la cabeza rapada, lo que quizá determinó el horror que
los romanos sienten por la calvicie. ¿Querrán creerme si les refiero que un
templado padre de la patria, el senador Fido Cornelio, se echó a llorar en
la cámara durante una sesión del Senado porque un adversario político lo
llamó "avestruz pelado" ("struthocamelus depilatus")? Un calvo ilustre,
Julio César, no se quitaba jamás la corona de laurel que la patria le había
concedido. Otro calvo ilustre, Domiciano, escribe melancólicamente en su
tratado "Sobre el cuidado del cabello" ("De cura capillorum"): "Nada hay
tan hermoso ni que dure tan poco".
Los crecepelos hacían furor. Una fórmula: se frota la calva con sosa y
después se aplica una infusión de pino, azafrán, pimienta, vinagre,
laserpicio y cagadas de ratón (hasta llegar al último ingrediente nos iba
pareciendo una apetitosa ensalada). También daban resultado las friegas
con manteca de oso, o la cocción de vino y aceite de semillas de apio y
culantrillo. Si, a pesar de todo, el pelo se obstina en no salir, el
desconsolado calvorota puede recurrir a diversos tipos de postizos y
pelucas.
Pero, como todas las modas cambian, a partir del siglo Ii, en el que la
tristeza y la mediocridad parecen invadir muchos dominios de la antes
alegre Roma, se puso de moda llevar la cabeza afeitada.
El que tiene pelo que cuidar procura llevarlo corto, en casos extremos casi
al rape. Los elegantes son a menudo censurados porque acuden al
barbero para que se lo rice y perfume.
"El hombre lindo –leemos en un autor de la época– es aquel que se peina
con arte los rizos de su cabellera, que huele a bálsamo y cinamomo, que
canturrea canciones de Egipto o de Cádiz, que sabe mover con gracia los
depilados brazos". Claro que tal tipo de pisaverdes le parecían a Séneca
"necios, lujuriosos hijos de papá".
Las mujeres lucen los más imaginativos arreglos del cabello largo pero lo
que predominan son las gruesas trenzas dispuestas sobre la coronilla en
forma de moño o anudadas sobre la nuca. En la época Flavia se
construyen altos, complicados y casi versallescos peinados que han
dejado su curioso reflejo en la escultura. Es de suponer que gran parte
del pelo exhibido fuese postizo, quizá rubio, importado de Germania o
teñido a la moda del tiempo.
En nuestros paseos por la Roma imperial observamos que casi nadie
gasta barba. Perdura la moda de afeitarse que se impuso en el siglo Iii a.
de C. por influencia griega.
Algunos mozalbetes aguardan con impaciencia a que crezca en sus
mejillas una pelusilla de melocotón. Entonces el padre los llevará al
barbero para que los afeite por primera vez. Esta primera barba se ofrece
a los dioses ("depositio barbae") y simboliza el paso a la edad adulta. A
partir de ahora se afeitará regularmente, excepto en caso de luto o de
pleito en los tribunales o si pretende que lo tomen por filósofo.
En la época de Adriano se produce un cambio sustancial. El emperador se
dejó barba para ocultar una fea cicatriz que tenía en el mentón. Los
cortesanos lo imitaron y se impuso la moda de las barbas, aunque en
cuanto empezaban a encanecer solían afeitarse para que no se notara la
edad. Paradójicamente, como sólo se afeitaban los que huían de las
canas, el rostro afeitado simbolizó muy pronto la ancianidad. La moda de
la barba perduraría hasta la época de Constantino, en que nuevamente se
vuelve al afeitado.
La cosmética romana se basaba en la leche y el masaje. La dama que
quería retrasar la aparición de las temidas arrugas se frotaba la cara
hasta setecientas veces al día y si quería suavizarse la piel se bañaba en
leche de burra. Popea, la esposa de Nerón, llevaba con su equipaje una
manada de quinientas burras para este menester.
En el maquillaje se empleaban productos como el comino, que palidece la
tez; la linaza, que afina las uñas, y altramuces, que hervidos en vinagre
disimulan barros y cicatrices. Las arrugas menores se disimulan con
polvo de harina y conchas de caracoles.
Para depilarse se usa ceniza caliente de cáscara de nuez. Los dentífricos
son tan pintorescos como variados: harina de cebada con sal y miel o jugo
de calabaza adobado con vinagre caliente. El que quería robustecer y
abrillantar sus dientes podía masticar raíces de anémonas o de asfodelo u
hojas de laurel, pero lo más efectivo era enjuagárselos tres veces al año
con sangre de tortuga.
En el capítulo de los adornos personales, la mujer romana era más
recargada que la actual. La que podía permitírselo "llevaba encima un
patrimonio" (palabras de Séneca) en sortijas, ajorcas, cadenillas, collares,
horquillas, cintas de oro, brazaletes y pendientes. Lollia Paulina, esposa
de Calígula, acarreaba oro y joyas por valor de cuarenta millones de
sestercios.
Con la decadencia, los elegantes acabaron por imitar a las mujeres en el
uso de afeites y joyas. En la solemne ocasión de su proclamación,
Heliogábalo compareció con los labios pintados de carmín y adornado con
collares de perlas, pulseras de esmeraldas y una diadema de diamantes.
20. El turismo y otros lujos
En la antigua Roma, los ricos exhibían sin pudor sus riquezas. La
exhibición privada, la discreción y el disimulo son conductas
relativamente recientes, que no se remontan más allá de Marx. En la
Roma imperial, dueña y señora de los recursos del mundo, la clase
privilegiada amasaba enormes fortunas. A veces, literalmente, no tenían
donde meter el dinero. Por tanto, el lujo más extravagante y el despilfarro
eran comunes. Muchos severos tratadistas señalan esta conducta como
causa fundamental de la degeneración del otrora austero ciudadano
romano, lo que, a la postre, traería aparejada la decadencia del imperio.
La tendencia al lujo se había iniciado ya en la época republicana. De
hecho, desde el año 161 a. de C. se venían promulgando leyes suntuarias,
a las que nadie hacía mucho caso, cierto es, para limitar los gastos de
fiestas y banquetes. En la época imperial el derroche del poderoso se hace
casi obligado si no quiere que lo tilden de mezquino. Ningún aristócrata
conseguirá ascender en política si no es a costa de cuantiosos dispendios
privados y públicos. El populacho espera y exige que cada nuevo cargo
público se inaugure con juegos. El que obtiene un cargo, el que se casa, el
que impone a su hijo la toga viril, tiene que celebrarlo gastando una
fortuna en juegos gratuitos para el pueblo y banquetes para los allegados
y clientes de la familia. Las sucesivas leyes suntuarias que intentan
limitar este despilfarro quedan en letra muerta.
Ni siquiera son obedecidas por los propios emperadores que las
promulgan.
Conocidos son los gastos extravagantes de personajes como Heliogábalo,
que pagaba millones por un frasquito de perfume y que, en una ocasión,
asfixia a varios invitados bajo una bienintencionada lluvia de pétalos de
rosa. Los cortesanos imitan al emperador. En Pompeya, el año 61, el
magistrado Claudio Verus hace perfumar todo el anfiteatro para regalo de
la plebe sudorosa y maloliente en él congregada. Todos compiten por la
posesión de muebles, tapices, vajillas, trajes bordados en hilo de oro,
ungüentos de Arabia, sedas de China, esmeraldas de Escitia, cristal
egipcio, tintura de Batavia, "garum" hispánico, espejos griegos (todavía
enteramente metálicos). Se pagan fortunas por pájaros exóticos, loros y
papagayos y por el capricho de poseer fieras amaestradas. En un tiempo
en que ni siquiera el gato está domesticado, Augusto tuvo un tigre,
Domiciano y Caracalla un león; Heliogábalo los superó a todos: él uncía
tiros de leones a carros y tuvo leopardos sueltos en su palacio.
Naturalmente, a todos estos animales se les limaban los dientes y se les
recortaban las uñas.
Esta compulsiva tendencia al despilfarro, propiciada y aplaudida incluso
por los indigentes romanos que no tenían donde caerse muertos, es
posible que tenga las mismas razones psicológicas que explican la
destrucción ritual de riqueza por parte de ciertos pueblos primitivos. Pero
analizar antropológicamente este aspecto del asunto nos llevaría
demasiado lejos, así que lo dejaremos en la mera anécdota.
—¿En qué se parece Roma a una ciudad sitiada? –pregunta, de sopetón,
Cayo Sempronio Semproniano.
—Pues no sé –admite Daciano.
—En que los que estamos dentro queremos salir y los que están fuera
quieren entrar.
Antiquísimo chiste que algunos ingenios han aplicado, también, al
matrimonio.
Como todos los romanos con posibles, nuestros amigos Cayo y Daciano
poseen una segunda residencia fuera de la ciudad, una "villa" rústica en
la que suelen pasar el verano para escapar del calor, de la malaria, de los
ruidos y de los otros agobios de la urbe. Las mejores villas de recreo están
en los Apeninos, en la Campania, en los alrededores de Nápoles y, por
supuesto, en el Lacio.
Pero, como buenos romanos, nuestros amigos son aficionados a ver
mundo.
Muy a menudo se han unido al corro de los ociosos que escuchan
embobados, en cualquier rincón del Foro, a un mercader que narra sus
largos viajes a exóticos y remotos países hoy llamados Polonia, Suecia, la
India e incluso China.
Daciano es aficionado a la montaña; Cayo prefiere la playa. Alega Daciano
que en las alturas boscosas de los Apeninos, donde está enclavada su
"villa", el aire es más limpio y refrescante en verano y la vida resulta, en
conjunto, mucho más sana puesto que el día se reparte entre las
sosegadas lecturas, los largos paseos, la absorta soledad de la caza o de la
pesca y el estimulante ejercicio de los juegos de pelota. Ese programa no
convence a Cayo. Él, como el emperador Adriano, necesita mayor
animación y movimiento. Este año ha alquilado un trozo de terreno y una
casa en Bayas, la playa de moda, a la que los veraneantes romanos
acuden cada año en mayor número con el pretexto de tomar las aguas. Si
nos damos un paseo por la playa notaremos que casi todos los romanos
saben nadar, pues son muy pocos los que se exhiben con flotadores de
corcho o vejigas hinchadas. No obstante, el interés por el baño parece
secundario. A lo que se dedican más porfiadamente es a hacer amistades
con veraneantes del sexo opuesto. En estas playas la moral se relaja
mucho más que en la ya bastante corrompida Roma. Si damos crédito a
sus muchos detractores, la vida que lleva el turista medio en Bayas dista
mucho de ser edificante. Séneca llama al lugar "posada de los vicios"
("sedes luxuriae et vitiorum diversorum"); Propercio asegura que aquella
ciudad es enemiga de la castidad femenina (y, no obstante, se le hace la
boca agua contemplando a su amada, la hermosa Cintia, entregada a "la
ola fácil que se hiende al juego alternado de sus manos" para luego
"descansar en una playa solitaria"). Marcial encomia la prodigiosa
transformación de cierta dama que llegó a Bayas más virtuosa que
Penélope y salió de allí más lasciva que Elena.
La "jet set" romana pasa la primavera y el verano en la lujuriosa Bayas,
entregada a sus fiestas y amoríos, pero en cuanto asoma el rostro severo
del invierno trashuma a Canope, donde hay mejores alojamientos y el
ambiente es más distinguido.
Para los muy inquietos y buscadores de nuevas sensaciones, la oferta es
mucho más amplia: pueden ir a Grecia, al Asia Menor, a Sicilia, a
Egipto... Los hay que no se pierden las fiestas de Dionisos en Atenas, ni
los juegos nemeos en Argos, ni los píticos en Delfos. Otros, con el pretexto
de la salud, visitan los balnearios y santuarios de Esculapio en Kos o en
Epidauro. Los estudiosos acuden a los centros de cultura: Atenas,
Alejandría, Antioquía, o, si se quiere pasar por filósofo, a Tarso.
Los meramente curiosos que desean despertar la envidia de sus vecinos
se embarcan en la aventura de trasponer a Egipto para ver las pirámides,
o a Cádiz, en el fin del mundo, para contemplar las míticas columnas de
Hércules o, si el presupuesto no da para tanto, suben al Etna, sin salir de
casa, para ver el cráter por dentro, lo que da lugar a que una floreciente
industria turística se instale al pie del volcán.
Lo malo de casi todos los viajes es que hay que embarcarse y el romano es
poco aficionado al proceloso mar.
Además, la travesía, a una velocidad máxima de cinco nudos (hoy
fácilmente triplicada), resulta incómoda y aburrida. Dice Dión Crisóstomo:
"Si hace buen tiempo muchos pasajeros pasan el rato jugando a los dados
o cantando o comen sin parar; pero en cuanto asoma la tormenta se lían
la túnica a la cabeza y aguardan acontecimientos. También los hay que se
acuestan e intentan dormir y no se levantan hasta que han entrado en
puerto". Estas actitudes se comprenden: los navíos n hacían concesión
alguna a la comodidad del viajero. El buque grande, par el transporte de
pasajeros, no existe. Aunque el "Acatus", en tiempos de Augusto, lleve mil
doscientos viajeros de Alejandría a Ostia (duración media de la travesía:
18 días), su principal cometido sigue siendo la carga de cereales y
productos manufacturados. Las únicas embarcaciones específicamente
dedicadas a pasaje suelen ser pequeñas y de cabotaje ("phaseli,
victoriae"). Sí existe, en cambio, lo que podríamos denominar yate de
recreo: Calígula se hizo construir un palacio flotante adornado con
columnatas y jardines y provisto de baños, con el que recorría la costa
entre Ostia y Tarento echando ancla en caletas y solitarias playas o donde
placía a su caprichosa voluntad.
Lo malo del turismo masivo residía, como ahora, en que el afán de visitar
muchos lugares en poco tiempo mataba el placer que uno podía encontrar
en cada uno de ellos. Séneca censura esta absurda inquietud del turista:
—Se emprenden viajes sin tener a dónde ir. "Vamos ahora a la
Campania". En seguida se cansa uno de aquellos hermosos parajes. "Hay
que ver sitios agrestes, vayamos a las selvas de los Abruzos y de la
Lucania". Pero en medio de los páramos se echa de menos un lugar
ameno en el que se explayen los ojos cansados ya de contemplar
asperezas. "Vamos a Tarento y su puerto famoso, al clima benigno de sus
inviernos, a la región opulenta de aquellas antiguas gentes".
Pero entonces echamos de menos los aplausos y el griterío y la visión de
la sangre humana derramada: "Volvamos a Roma". Así es como se
emprende un viaje después de otro y un espectáculo sigue a otro
espectáculo.
Luego estaban aquellos a los que sus débiles economías o sus quehaceres
no permitían veranear, es decir, la inmensa mayoría de la población de
Roma. Éstos se conformaban con pasar los calores de la tarde en las
amenas pero atestadas riberas del Tíber o en los otros espacios
despejados donde se podía tomar el fresco: el pórtico de Pompeyo, los
alrededores de los teatros y de los circos, el templo de Apolo en el
Palatino...
Finalmente, nuestro amigo Cayo ha decidido que este año irá a Nápoles y
piensa hacerlo utilizando el transporte público. Nos aventuraremos a
acompañarlo. Marchamos con él a la Porta Trigémina, que es la estación
de autobuses de la Roma de los césares.
Se encuentra en las afueras porque, como ya sabemos, está prohibido que
los carros circulen de día por la congestionada ciudad. El transporte que
vamos a tomar es una "raeda" de alquiler, especie de berlina que tiene
espacio para carga de personas y de equipajes. Si el viaje fuese más corto
quizá nos hubiese convenido más un "cisium", calesín veloz que viene a
ser el taxi de los romanos, o un "essedum", que es el intermedio. No
quisiéramos distraer al lector de la contemplación del paisaje (el campo
está precioso en esta época del año a lo largo de la vía Apia), pero hemos
de advertir que la oferta romana de modelos de vehículos es mucho más
extensa: está el utilitario "plaustrum" de dos ruedas, que no hay que
confundir con los sucintos "currus" que compiten en el circo; o el
"serralum", coche familiar, fiable y práctico. Existe incluso el coche
ambulancia ("arcera") para el transporte de enfermos. Todos ellos están
tirados por dos, cuatro o seis caballerías. Luego están los que no tienen
ruedas: la consabida litera y la silla de manos.
El viajero que se pone en camino por una de las espléndidas calzadas
enlosadas que comunican Roma con los más remotos confines de su
imperio (lo que revela que su finalidad primordial es la militar: posibilitar
el rápido traslado de tropas), puede optar por cualquiera de los tres
medios tradicionales: a pie, a caballo o en coche.
El vehículo es lo menos fatigoso pero también tiene sus inconvenientes.
Hay que contar con "la lentitud de los carros, las ruedas atascadas en el
barro, los baches de los caminos, las piedras sueltas, los árboles caídos,
los campos encharcados, las cuestas...". A pesar de tan agorera relación,
nos hemos puesto en camino.
Como viajamos en carro cubriremos etapas de unos sesenta kilómetros
diarios. Estos grupos de caminantes que vamos dejando atrás se
conformarán con hacer jornadas de cuarenta kilómetros. Observamos con
curiosidad que todos ellos van provistos de talega o alforjas donde
guardan los alimentos, y que visten una especie de amplia capa ("abolla"
que les sirve de abrigo y de manta. Aunque caminan agrupados, no
hablan entre ellos más que cuando hacen un alto para descansar al lado
de una fuente o a la sombra de un grupo de cipreses de los que, de trecho
en trecho, alegran la monotonía de la carretera. Esta costumbre de viajar
en grupo tiene mucho que ver con la inseguridad de los caminos. Ni
siquiera en los de Italia, a cuatro pasos de la capital del imperio como
quien dice, se siente uno completamente seguro. Se cuentan terribles
historias, quizá un punto exageradas, de los ladrones y salteadores que
infestan los caminos. No sólo te despojan de todo lo que llevas, sino que,
como calculen que le pueden sacar unas monedas a tu familia, te
mantendrán secuestrado hasta que reciban un crecido rescate que te
dejará en la ruina.
Despuésde escuchar dos o tres relatos de salteadores, el pusilánime
viajero se pregunta por qué diablos ha tenido que salir de Roma. En
adelante procura no apartarse del grupo ni siquiera de día. Camina
receloso, volviendo frecuentemente la cabeza para ver si alguien los sigue.
Ve peligros en todas partes. No será raro que nos ocurra lo que a aquellos
viajeros cuya desgraciada aventura relata Apuleyo.
Como atravesaban una comarca que creían muy peligrosa, se habían
provisto de garrotes y marchaban apiñados y en silencio, con tanta
prevención que los pacíficos labriegos de la zona los tomaron por cuadrilla
de forajidos presta a caer sobre sus desprevenidas haciendas. Por lo tanto
reunieron sus fuerzas y salieron a hacerles frente con perros y piedras.
Pero dejemos que Apuleyo nos cuente las incidencias del episodio y su
relativamente feliz desenlace.
—... en esto, una piedra descalabró a una mujer, y el marido, cuando vio
el desaguisado, limpiándole la sangre daba gritos y decía: "¡Justicia de
Dios! ¿Por qué matáis a los pobres caminantes y los perseguís, espantáis
y apedreáis tan cruelmente? ¿Qué daño os hemos hecho? ¿Qué abuso es
éste?".
En cuanto los labriegos oyeron estos lamentos dejaron de tirar piedras y
aquietaron a los perros. Uno de aquellos rústicos dijo a voces: "Pero,
hombre, haberlo dicho antes. No penséis que os queríamos robar; es que
creíamos que veníais a robarnos a nosotros y por eso nos hemos puesto a
la defensiva; así que aquí no ha pasado nada, en adelante podéis ir
seguros y en paz". Todo aclarado, proseguimos nuestro camino, bien
descalabrados, y cada cual contaba su mal: los unos, heridos de pedrada;
otros, mordidos de perros, de manera que todos iban lastimados.
A nosotros, que viajamos más regaladamente en compañía de nuestro
amigo Cayo, no nos van a lapidar los rústicos, confiemos en ello, pero
tendremos que sufrir otros avatares en las incómodas y desabastecidas
posadas donde pernoctaremos. Si fuésemos muy ricos, ni siquiera eso,
porque los potentados disponen de albergues privados ("diversoria") al
término de cada etapa de su viaje habitual de Roma a sus posesiones
campestres o, cuando viajan por caminos nuevos, se pueden permitir el
lujo de llevar en su voluminoso séquito y equipaje tiendas de campaña
alhajadas con todas las comodidades.
Otros pernoctan en casa de amigos o conocidos ("ius hospitii, hospitium").
Los funcionarios en comisión de servicios tampoco viajan del todo mal,
puesto que pueden utilizar las casas de postas oficiales dispuestas a lo
largo de las vías principales para el cambio de tiro y el descanso del
personal.
Ya llegamos a nuestra posada ("cauponae") y sale a recibirnos el sonriente
posadero. En vano fatigaremos la dilatada literatura latina en busca de
un tibio elogio del posadero.
Te recibe con profesional zalema, sí, pero es un vampiro insaciable que se
nutre de la sangre del baqueteado viajero y no le ofrece a cambio más que
un guisote despreciable y una polvorienta yacija orinada por los ratones.
Horacio los adjetiva: pérfido posadero, posadero vago. Ingentes cantidades
de "graffiti" que leemos por las paredes (y que dentro de dos mil años
harán la delicia de los arqueólogos) confirman, con epítetos menos
delicados, el rotundo juicio de Horacio. Aunque, ahora que reparo en ello,
el eximio poeta quizá tenía algún prejuicio contra el gremio de la
hostelería por motivos más personales.
En uno de sus viajes hubo de pernoctar en Trivico y se quedó esperando
toda la noche la visita de una grácil maritornes que le había prometido
meterse en su cama en cuanto apagaran la luz.
Muchas mozas de partido ejercían la prostitución en ventas y posadas. Se
sobreentendía que el varón que viajaba sin compañía femenina podía
recabar los servicios sexuales de una de las camareras del mesón.
Cuando nuestro amigo Cayo pregunta el precio de la pensión completa, el
posadero ensancha su sonrisa e inquiere discretamente: "¿Con o sin?", y
Cayo, que es hombre de mundo, entiende cabalmente lo que le están
preguntando: "¿Con chica o sin ella?".
Cuando los achaques de la ingrata vejez los obliguen a permanecer en
Roma, nuestros amigos Daciano y Cayo rememorarán con nostalgia los
viajes de sus años verdes mientras toman el reconfortante sol de otoño
paseando por las apacibles praderas del Campo de Marte. Quizá lamenten
no haber viajado más, no haber visitado alguna de aquellas fabulosas
ciudades en los confines del mundo de las que hablan los mercaderes.
Piadosamente olvidan que para el mercader el viaje nunca fue un placer.
Oigamos lo que uno de ellos nos dejó escrito en su epitafio: "Si no te
resulta molesto, oh caminante, deténte y lee. En naves y veleros he
surcado muchas veces el inmenso mar. He arribado a muchas tierras y
ésta es la última escala que me depararon las Parcas cuando nací. Aquí
me he despedido de todo afán y fatiga; ya no me asustan las estrellas ni la
tormenta; ya no temo que los gastos superen a las ganancias".
Quizá este mercader que ha recorrido todo el orbe conocido supo desde el
principio que no hay ciudad ni paisaje que no se contengan en Roma y
que la última meta de todo viaje es uno mismo.
21. Rijosos y pelanduscas
Un campesino acomodado, Marco Metelo, recorre los últimos kilómetros
de la vía Flaminia. Ya cree distinguir la resplandeciente techumbre del
templo de Júpiter Capitolino. Impaciente por llegar, aviva el paso de su
cabalgadura. El motivo del viaje es adquirir un esclavo que precisa para
las labores del campo, pero si no anduviese escaso de mano de obra
habría puesto cualquier otra excusa. El caso es viajar a la tentadora
capital del imperio un par de veces al año para echar una cana al aire.
Nuestro hombre se sonríe recordando el dicho popular: "Baño, vino y
amor acaban con uno pero son la verdadera vida".
Marco Metelo está felizmente casado, desde hace quince años, con la
todavía atractiva, aunque ya algo chafadita, Calpurnia. Si visita los
lupanares romanos en cuanto se le presenta la ocasión es por practicar
variaciones que un romano chapado a la antigua no puede intentar con
su mujer legítima. No se vayan a imaginar nada raro, son cosas sencillas.
Calpurnia, como toda matrona decente, no se muestra jamás
completamente desnuda, ni siquiera ante su marido. Incluso en el
momento de mayor ardimiento, comparece algo celada de camisas y
arneses pectorales, lo que, si añade aliciente a los preliminares del amor,
también los entorpece y enoja cuando llega el conclusivo momento de la
franqueza. Otras cosas que el fogoso Marco Metelo no puede hacer en
casa es copular con la luz encendida o de día. La norma exceptúa
solamente a los recién casados, con los que hay que ser indulgentes si se
arrullan a la hora de la siesta.
Estas mojigaterías son perdurables vestigios de la severa moral sexual de
los antiguos romanos. Pensemos que Catón el Censor censuraba a los
senadores por besar a sus esposas delante de los hijos. El caso es que en
la timidez de la esposa y su resistencia a mostrarse desnuda advertimos
una contradicción pues, por otra parte, el mundo romano cultiva la
desnudez: los dioses, incluyendo entre ellos a los emperadores deificados,
se representan desnudos; los más celosos defensores de la moral y de las
buenas costumbres de los tiempos antiguos, entre ellos el mentado Catón
el Censor, solían andar en cueros por la casa si la temperatura de la
estación lo consentía.
Es más, la pudibunda costumbre de taparse las vergüenzas se
consideraba propia de sociedades subdesarrolladas.
Herodoto se asombra, en el siglo V a. de C., del pudor de los bárbaros.
El romano, al igual que otros pueblos paganos de la antigüedad, se
entregaba gozosamente al frenesí de vivir y no consideraba pecaminoso el
sexo ni advirtió culpa alguna en la complacencia de los sentidos hasta
que el cristianismo lo liberó de su error y le mostró el valle de lágrimas.
Muy al contrario, el romano estaba persuadido de que la actividad
venérea es fuente de legítimo placer puesto que "lo natural no puede ser
indecente" ("naturalia non sunt turpia"). Habían heredado de etruscos y
griegos una valoración de lo físico difícil de imaginar para las otras
culturas más represoras que subordinan lo sensual a lo espiritual. Los
romanos no disociaban armonía corporal y sublimación del espíritu, antes
bien los consideraban aspectos complementarios de un conjunto
armónico al que cada individuo puede legítimamente aspirar.
El ejercicio de la sexualidad sólo tenía tres limitaciones: el adulterio, el
incesto y el escándalo público.
Sin embargo, el incesto debió de ser bastante frecuente puesto que, a
menudo, la esclava doméstica que sustituía a su ya ajada madre en el
lecho del señor, había sido engendrada por él.
La pederastia se toleraba. Después de todo, el mismo Júpiter, padre de los
dioses, la había practicado con su tierno copero Ganimedes. Los más
liberales pensaban, con los griegos, que las relaciones de un adulto con
un muchacho pueden resultar formativas para éste. Pero cuando el
jovencito comenzaba a encañar su primera barba, la intimidad debía
cesar y su mentor le hacía cortar los largos cabellos que hasta entonces
habían acentuado su aspecto femenino. Las ostras posibles limitaciones
del sexo eran higiénicas: el coito estaba contraindicado en las mujeres
embarazadas y en las madres recientes que dieran el pecho a sus hijos.
Quizá por este motivo las mujeres acomodadas solían delegar tal
menester en alguna esclava nodriza, cuya forzada abstinencia vigilaban
estrechamente.
A la masturbación, presumiblemente frecuente en la juventud, no se le
dio gran importancia hasta que, ya entrado el siglo Ii, se abre camino la
nueva moral estoica. Pero aun entonces sólo se desaconseja por motivos
de salud, no morales. Se supone que contribuye al precoz desarrollo del
organismo.
Si el romano era medianamente acomodado, podía permitirse el lujo de
satisfacer sus apetitos sexuales en una querida ("delicium") o incluso en
muchas. Algunos emperadores dispusieron de auténticos harenes. No
obstante, el obseso sexual que anda siempre revolcándose con sus
esclavas ("ancillariolus") está mal considerado.
En Roma existían muchos lugares donde satisfacerse con amor
mercenario de acuerdo con una variadísima oferta adaptable a cualquier
economía. La "lex Iulia" distinguía entre dos clases de mujeres: las
matronas decentes y las prostitutas. La matrona debía observar una
moral sexual intachable, puesto que cualquier desviación podía ser
severamente castigada por la justicia. Por el contrario, la prostituta
estaba facultada para ejercer su oficio sin ningún tipo de cortapisas, pero
no podía contraer matrimonio legalmente, ni heredar, ni testar. El
instrusismo profesional se perseguía.
No era infrecuente que la guardia irrumpiera en un prostíbulo y lo
registrara de arriba abajo, sin muchas contemplaciones, para comprobar
si había entre las pupilas alguna patricia casada. Éste era el caso de la
emperatriz Mesalina, que llegó a ejercer el oficio por pura afición, como
queda explicado en otro lugar.
Para que no hubiese malentendidos, las prostitutas quedaban obligadas a
usar un atuendo especial que las distinguiera de las mujeres decentes
incluso cuando transitaban por la calle. No podían llevar velo ni calzado y
habían de vestir túnica corta en lugar de "stola". A esto se debe que una
de las muchas denominaciones de la prostituta fuera "togata", "togada".
Estas curiosas medidas evolucionaron con el tiempo. En el siglo Ii no era
ya posible distinguir a la mujer de vida alegre de la pacífica y honesta
ama de casa: entonces, como ahora, inevitablemente, el seguimiento de la
moda y la captación del varón inducían a las honestas a imitar el vestido
y aderezo de las que no lo eran. Y las prostitutas no sólo usaban calzado
sino que algunas se hacían inscribir en las suelas unas letras que iban
imprimiendo el mensaje "sígueme" ("sequere me") en la huella que dejaban
sobre el polvo. Interesante y original ardid publicitario.
Las leyes toleraban la prostitución como válvula de escape para que los
temperamentales romanos desviasen su libidinosa atención de las
doncellas casaderas y de las matronas casadas.
Es decir, se trataba de proteger la sagrada institución del matrimonio.
Se suponía que un joven debía iniciarse en el sexo a los dieciséis años. Si
no tenía esclava adecuada debía recurrir a los prostíbulos. No obstante,
no todos los que frecuentaban estos establecimientos eran jóvenes
solteros. El negocio florecía porque muchos degenerados esposos
desertaban del lecho conyugal en busca de la variedad y atractivo del
amor mercenario. El mismo reposado atractivo le encontraban los
donjuanes, si admitimos los sabios razonamientos de Horacio: "Ir con
prostitutas no tiene los peligros que trae aparejado el adulterio: no hay
que aguardar a que se rinda la virtud de la amada; se nos ofrece desnuda
sin tapujos y no velada y con disimulos como hace la esposa legítima, y
además, no hay que estar temiendo que en medio del orgasmo aparezca
de pronto el marido y haga saltar la cerradura".
Casi todos los burdeles romanos ("lupanaria, fornices") estaban instalados
en la Subura, el "barrio chino" de la ciudad, en el monte Esquilino, en los
distritos V y Xv. También los había, de lujo, en el distrito Iv. Pero sería
erróneo pensar que la prostitución se limitaba a los burdeles. También se
ejercía en los altillos de las tabernas, en las cercanías de las termas y en
las ventas y posadas de las principales carreteras.
Siendo Roma el corazón de un imperio que albergaba tantos y tan
distintos pueblos, no nos sorprende que las mujeres que allí ejercían el
oficio del amor fuesen de las más exóticas procedencias: las había griegas
y orientales, cultas y refinadas, de alto "standing" como se dice ahora, y
las había humildísimas busconas de ínfima condición que se entregaban
por un par de monedas pequeñas. Una variada gama de nombres
designaba sus respectivas categorías: las "meretrices", del verbo
"merecer", eran las más caras, por lo general trabajaban por cuenta
propia y sólo de noche; por el contrario, las denominadas "prostibulum",
es decir, las que pasan el día delante de la puerta, haciendo la calle, eran
las más baratas. Éstas ejercían su oficio desde la hora "nona", algo así
como las dos de la tarde, cuando los artesanos daban de mano en el
trabajo. Por este motivo se las denominaba también "nonariae".
Otros apelativos eran "lupa" "loba", de donde procede "lupanar", y
"scortum", "pellejo". Ramón J. Sender, al que encantaban las etimologías,
nos explica que "se llamaba pellejas a las prostitutas que vestían, por
obligación, pieles de cabras rojizas. Y zorras a las que vestían pieles de
zorra, amarillentas. Ahora lo hacen sólo las cortesanas ricas con gabanes
costosos, y hasta las muchachas más honestas, cuando se prueban esos
atavíos en los anuncios de modas, ponen una expresión putísimamente
atávica".
La misma variedad encontramos en las posturas y suertes del amor.
Cuando examinamos la iconografía sexual transmitida en frescos,
grabados, cerámica y medallas, tenemos la impresión de que los romanos
conocieron y practicaron todas las posibles posiciones del amor. Por
ejemplo: a la postura del varón tendido boca arriba y la mujer a
horcajadas sobre él la denominaron, épicamente, "caballo de Hermes".
También fueron duchos en las combinaciones tripartitas que hoy pueda
ofrecer la más imaginativa pornografía, lo que no quiere decir que
estuvieran socialmente admitidas. Al emperador Claudio se le censuraba
que se acostase con dos mujeres a un tiempo; al pío Tertuliano le
horroriza la felación ("fellatio", claro), que él compara con la antropofagia.
Si exceptuamos los de lujo, que estaban instalados y alhajados como
auténticos palacios, los prostíbulos romanos solían ser locales lúgubres,
oscuros y malolientes. Básicamente se componían de un vestíbulo, donde
estaba la madame ("lena") o el rufián ("leno"), que cobraban por
adelantado a los clientes, y una serie de mínimas celdas en las que
apenas quedaba espacio para acomodar una estrecha cama cubierta por
un astroso colchón y un cobertor. En algunos casos, un poyo de
mampostería hacía las veces de cama. En la puerta de cada celda se
inscribía el nombre de la ocupante, casi nunca el verdadero. Entonces
como ahora, las suripantas gustaban de escoger sonoros nombres de
guerra.
Recordemos que la emperatriz Mesalina, bajo cuya venerada advocación
se titulan hoy dudosas casas de masajes y manufacturas de ropa de
cama, cuando bajaba al prostíbulo se hacía llamar Licisca.
Los dueños de los prostíbulos adquirían su mercancía humana por
diversos procedimientos. Algunas chicas habían sido niñas pobres
abandonadas en la infancia y recogidas y criadas por un explotador con
vistas a dedicarlas al oficio en cuanto alcanzasen la sazón; otras eran
esclavas adquiridas en el mercado. También las había de origen penal.
Además, las condenadas a las minas estaban obligadas a ejercer la
prostitución con sus vigilantes, y otras, finalmente, se cedían a las
escuelas de gladiadores para el servicio de sus internos.
Fuera de los prostíbulos, la lujuria romana encontraba variados lugares y
ocasiones para satisfacerse. Había fiestas anuales, principalmente las
"lupercalia" y los "ludi florales" (en torno al 28 de abril), propicios al
desenfreno y bastante equiparables a los modernos carnavales de ciertos
lugares. También existía la posibilidad de propiciar encuentros íntimos en
el teatro, aquella "escuela de lascivia" contra la que tronaba el indignado
Tertuliano. Y, finalmente, estaba el amor adúltero que debía de ser muy
frecuente. Entre la masa de población ociosa de Roma es natural que
existieran auténticos profesionales especializados en rendir virtudes
femeninas. Nuestro buen amigo el poeta Marcial disiente de esta opinión.
Para él ni siquiera hay que ser un experto para rendir la virtud de una
dama de su tiempo: —Hace tiempo que me pregunto si existe en la ciudad
una mujer capaz de decir no. Tengo comprobado que ninguna se niega,
como si fuera vergonzoso emplear la palabra "no".
—¿Entonces, ninguna es casta?
—¡Las hay a miles!
—Y ¿qué hacen las castas?
—No te dicen que sí, pero tampoco te dicen que no.
Es decir, que era cuestión de insistir. Los desvergonzados poetas se
habían inventado la expresión "carrera amorosa" ("militia amoris").
Lamentablemente para ellos, el carácter especulativo de la sociedad
romana se manifestaba también en estos íntimos dominios. Aunque la
mujer fuese casada y rica, esperaba un compensación económica por sus
favores: un regalo caro, algún costoso capricho que aliviara la mala
conciencia de estar entregando su mayor bien a cambio de nada...
El misterioso sentimiento que llamamos amor raramente se disociaba del
sexo. El caso es que a veces notamos en el romano comportamientos que
podrían inducir a pensar que ya sentía la presencia del amor
comtemplativo tan en boga en otras épocas. El jugador solía invocar el
nombre de la divinidad, pero también el de su amada, al lanzar los dados
sobre el tablero; el alegre bebedor solía brindar por el nombre de su
amada de un modo harto espectacular y curioso: trasegando una copa por
cada una de las letras que lo componían. Cuando el nombre era largo, los
resultados debían de ser devastadores. Era una suerte que en los
banquetes hubiera, como ya vimos, un moderador que establecía la
cantidad de agua que había que mezclar con el vino de cada comensal.
22. Circo y gladiadores
"Dos cosas solamente anhela el pueblo: pan y espectáculos", escribe
Juvenal. Los espectáculos públicos ("ludi") que apasionaban a los
romanos eran de tres clases: las carreras en el circo y luchas de
gladiadores en el anfiteatro ("ludi circenses"), y las comedias en el teatro
("ludi scaenici"). El cristianismo acabará con todo. Para los píos padres de
la Iglesia, "el teatro es lujuria, el circo ansiedad y la arena crueldad".
La pasión de los romanos por las competiciones de carros es comparable
a la que hoy se siente por el fútbol.
Cuando había carreras, la ciudad aparecía desierta y silenciosa pues la
multitud se había concentrado en el circo. A menudo se producían
desgracias en aquellas delirantes aglomeraciones. En la naumaquia que
ofreció César en el año 46 a. de C., la afluencia de público fue tal que
muchos espectadores murieron aplastados por la multitud, entre ellos dos
senadores. El clamor de los espectadores ante las incidencias del
espectáculo podía percibirse en toda Roma.
Séneca se queja, como es natural en él: "El gruñido confuso de la
muchedumbre es para mí como la marea, como el viento que choca en el
bosque, como todo lo que no ofrece más que sonidos ininteligibles".
La pasión que los distintos equipos despiertan en sus seguidores nos
parecerá también absolutamente moderna a los que vivimos en la era del
fútbol: "Roma entera está hoy congregada en el circo –escribe Juvenal–;
un gran clamor llega a mis oídos, por lo que deduzco que va ganando el
verde. Pero si perdiera veríamos la ciudad tan triste y abatida como
cuando se perdió la batalla de Cannas".
Todos los "ludi" tienen un origen sagrado. Las primeras carreras de carros
comenzaron a celebrarse en honor de una deidad agrícola e infernal,
Consus, en la que se conjuraban los poderes germinadores de la tierra.
Ello explica que las carreras formasen parte de los "ludi cereales" o
"cerealia" por las cosechas de abril.
La víspera de los juegos era día sagrado. Se celebraba una solemne
procesión ("pompa"), seguida de sacrificios propiciatorios a los que
asistían los atletas. Otra procesión abría solemnemente los "ludi". Su
itinerario era invariable: salía del sagrado Capitolio, atravesaba el Foro y
el barrio etrusco, el Velabro, el Foro Boiario y terminaba en el interior
mismo del circo. Al igual que las modernas procesiones de Semana Santa
–salvadas sean todas las distancias– va presidida por una autoridad, en
este caso el delegado de festejos ("editor") y exhibe las imágenes de los
dioses sobre andas y tronos que compiten entre ellos en lujo y ricos
ornamentos. Sacerdotes y cofrades, aurigas y seguidores, ataviados todos
con sus característicos atuendos y colores, escoltan cada uno de los
tronos. Como en toda ceremonia religiosa romana, los detalles del ritual
están rigurosamente establecidos y deben observarse escrupulosamente.
Si se produce el más mínimo error o si acaece un mal presagio, la
procesión debe repetirse.
Todo romano, desde el emperador hasta el más mísero esclavo de las
tenerías, es seguidor de una facción o equipo. En los primeros tiempos
sólo había dos equipos, el rojo y el blanco; pero en la época imperial se
habían añadido otros dos colores, el verde y el azul, con lo que las
facciones aumentaron a cuatro, siempre distinguidas por su color
heráldico: "russata" (roja), "prasina" (verde), "albata" (blanca) y "veneta"
(azul).
Siendo los cuatro equipos locales, la rivalidad era mucho mayor y no
dejaba de estar teñida de un cierto color político. La aristocracia y la
burguesía enriquecida era partidaria de los azules, mientras que el
proletariado apoyaba a los verdes. Si examinamos la lista de los
emperadores, notamos que algunos de ellos (Calígula, Nerón, Domiciano)
apoyaron firmemente a los verdes, probablemente para congraciarse con
la plebe. Por el contrario, Caracalla y Vitelio se mantuvieron siempre fieles
a los azules.
Cada facción o color tenía su sede o "club" en un local de usos múltiples
donde se concentraban las cuadras, los talleres de reparaciones de los
carros y la pista de entrenamiento de los caballos. Allí solían reunirse los
aficionados en actos de hermandad como los que organizan las modernas
peñas futbolísticas. La afición era tan devota como la de los actuales
equipos de fútbol: los hinchas acudían a presenciar los entrenamientos de
sus campeones y llenaban los muros y retretes de la ciudad con sus
pintadas o "graffiti" en las que hacían figurar sus nombres y caricaturas.
También les dedicaban canciones y componían poemas en su honor.
Encopetadas damas insatisfechas se encaprichaban de ellos y miembros
de la más linajuda aristocracia se disputaban el honor de invitarlos a sus
mansiones y sentarlos –acostarlos debiéramos decir–, a sus mesas.
El propio Calígula, buen aficionado a los caballos y a las carreras,
distinguió con su amistad personal a algunos aurigas. Un buen auriga
cobraba altos sueldos y sustanciosas primas. Por lo demás, la facción lo
trataba a cuerpo de rey: el mejor vino, los mejores manjares, el mejor
aceite eran para ellos. Una compleja urdimbre de intereses creados fue
creciendo en torno al espectáculo deportivo. Hemos de tener en cuenta
que en cada carrera se cruzaban importantes apuestas. Los artesanos se
jugaban la paga de la semana y los ricos propietarios, fincas valoradas en
muchos millones de sestercios. Los mejores aurigas amasaban inmensas
fortunas y se retiraban de la profesión ricos y respetados. El español
Diocles, quizá el mejor auriga conocido, que corrió en tiempos de Trajano
y Adriano, es un buen ejemplo. En 146, cuando contaba cuarenta y dos
años de edad, colgó el látigo y se retiró después de haber corrido durante
veinticuatro años. En este tiempo se proclamó vencedor en 1.462
carreras, lo que le valió una suma de treinta y cinco millones de
sestercios. Su fulgurante carrera quedó inmortalizada por una lápida
conmemorativa que le erigieron sus admiradores en el circo de Calígula.
Penetremos ya en el circo, o hipódromo, como lo llaman los griegos, y
asistamos a una carrera. Lo primero que nos causa admiración es el
edificio mismo. Es parecido a un estadio de fútbol, sólo que el doble de
largo y algo más estrecho. Uno de los extremos tiene forma redondeada.
En el otro, que es recto, se alinean las cuadras ("carceres") de donde
partirán los carros. Un alto graderío ocupa todo el entorno. La arena está
dividida en dos pistas paralelas por un eje central ("spina") decorado con
esculturas y diversos adornos. Entre ellos nos llama la atención, por lo
exótico, un obelisco de Ramsés Ii que Augusto hizo traer desde Heliópolis,
Egipto, en un barco diseñado especialmente para su transporte (hoy
puede admirarse este obelisco en la piazza del Popolo).
El rumor de la multitud sube de tono y muchas cabezas se vuelven hacia
el palco presidencial, donde el delegado de festejos está procediendo al
sorteo de las carreras en presencia de testigos de cada facción. Ya
tenemos las alineaciones. En cada una de las carreras competirán cuatro
carros, uno por cada equipo. Los de la primera tanda ocupan sus
posiciones en las "carceres". Vamos a presenciar una carrera de troncos
de cuatro caballos ("cuadriga"), que es la combinación más frecuente, pero
también las hay de dos caballos o de más de cuatro, hasta diez.
Observamos que los carros son ligeros, fuertes y de simple y elegante
diseño: apenas una reducida plataforma instalada sobre dos ruedas de la
que se proyecta un largo timón al que van enganchados tres caballos. El
cuarto, de la izquierda, genéricamente denominado "funalis", corre suelto,
unido sólo a su vecino. Éste es el mejor caballo, el que da la pauta de la
dirección y velocidad a sus compañeros. De su actuación depende en gran
medida la del conjunto.
Los aurigas ("agitatores"), cada cual vestido con la camiseta de su equipo,
una túnica corta del color de la facción, están atentos a la señal del
presidente. Se han atado a la cintura las riendas de cuero, se han
ajustado al costado el cuchillo que completa su equipo y sostienen
firmemente con la mano izquierda el haz de correas para evitar que los
nerviosos caballos hagan una salida en falso.
En la mano derecha portan el látigo.
Expectante silencio en la multitud.
El presidente se levanta de su asiento, eleva el pañuelo y hace la señal.
Un operario tira de la cuerda ("repagula") que descorre a un tiempo todos
los cerrojos de las "carceres". Un súbito clamor estalla en los graderíos.
¡Allá van! Parten raudas las cuatro cuadrigas en pos de la victoria. Deben
dar siete vueltas al circuito, en total unos ocho kilómetros.
Entre las esculturas que decoran la "spina" existe un grupo de siete
delfines de bronce que pueden pivotar sobre un eje. A cada vuelta se baja
uno de ellos para que los espectadores sepan las vueltas que faltan.
Pero no nos distraigamos con los detalles accesorios y observemos la
carrera: las cuatro cuadrigas están prácticamente igualadas. No se han
lanzado a fondo, zigzaguean un poco.
Da la impresión de que más que correr lo que importa es estorbar la
carrera del adversario. Cuando parece que uno de los carros va a
adelantarse a los otros, todos se cierran sobre él impidiéndole el paso y
obligando al auriga a tensar las riendas para que sus fogosos corceles
atemperen su carrera.
El que corre más próximo a la "spina" dirige furibundas miradas a su
vecino que ha estado a punto de estrellarlo contra los marmolillos por
cerrarle el paso. Se escuchan algunos insultos de los espectadores. De
repente la multitud se pone en pie y un grito brota de todas las gargantas.
Lo que temíamos acaba de ocurrir: un accidente, un "naufragio", como se
dice en la jerga del circo. El carro de los verdes ha rozado al rojo y se ha
deshecho entre una confusión de chispas de acero y astillas de madera. El
auriga verde ha salido proyectado por los aires y ahora es arrastrado por
sus desbocados caballos. Intenta desesperadamente cortar con su puñal
las correas que lleva atadas a la cintura, pero antes de conseguirlo el
carro de los blancos le pasa por encima. Queda malherido sobre la arena
y un grupo de auxiliares lo recogen y retiran. También despejan la pista
de los restos del carro antes de que las tres cuadrigas supervivientes
aparezcan en la vuelta siguiente. El último delfín del marcador ha
pivotado. Ya estamos en la recta final. Los aurigas aflojan las riendas y
fustigan furiosamente a sus corceles. Un operario del circo acaba de
marcar con yeso una raya blanca sobre la arena, al derecho del
marmolillo que señala la meta.
Los carros la cruzan casi simultáneamente. Un grupo de jueces y testigos
intercambian sus opiniones, deliberan y comunican al presidente su
conclusión. El heraldo, a indicación del presidente, levanta la banderola
azul. El pregonero proclama la victoria de los azules gritando los nombres
del auriga y de su caballo "funalis".
El graderío es un hervor. Los partidarios de los azules se abrazan
entusiasmados y cantan a coro canciones de victoria. Los hinchas de los
otros colores permanecen pesarosos, se remueven inquietos en sus
asientos y lanzan furibundas miradas al adversario triunfante. Algunos se
enzarzan en acres discusiones. Lo mismo que en nuestros estadios, no
faltan los camorristas que llegarían a las manos si no interviniese
oportunamente la policía. En la mente de todos están los lamentables
sucesos de Pompeya, el año 59, narrados por Tácito. El graderío se
convirtió en un campo de batalla. Un espectáculo bochornoso y de lo más
antideportivo. Nerón, disgustado, castigó a los pompeyanos suspendiendo
sus "ludi" durante diez años. Los gobernantes de entonces eran más
severos que los de ahora.
El más espléndido marco de las carreras de carros fue sin duda el circo
Máximo, comenzado por Julio César y acabado por Augusto, aunque
Nerón lo remodelaría hasta darle una capacidad de doscientos cincuenta
mil espectadores. Su emplazamiento aprovechó las espléndidas
condiciones que brindaba el terreno en una vaguada de seiscientos
metros de largo por cien de ancho que se extendía entre las colinas del
Palatino y el Aventino.
Este circo tuvo tres pisos, el más bajo de piedra, los otros de madera.
En él se ofrecieron muy memorables espectáculos, no sólo de carreras de
carros, sino también de los llamados juegos troyanos ("ludi troiani"),
simulacros de batalla entre jóvenes aristócratas; carreras individuales de
caballos ("desultores"), y hasta carreras pedestres de fondo o de relevos.
Gladiadores
Las luchas de gladiadores tenían por escenario el anfiteatro. Este tipo de
edificio, claro precursor de las modernas plazas de toros (aunque el
redondel era ovalado), fue un diseño específicamente romano. Los
primeros anfiteatros fueron de madera, como el construido por Pompeyo
en el siglo I a. de C., o aquel tan famoso que se desplomó en el año 27
ocasionando la muerte de muchos miles de espectadores. A partir de
entonces la autoridad competente adoptó enérgicas medidas para evitar
que se repitiesen catástrofes semejantes. Al empresario, un tal Atilio, lo
desterraron y en adelante se estipuló que el que quisiera ejercer tal oficio
había de disponer de un capital superior a los cuatrocientos mil sestercios
con el que hacer frente a posibles responsabilidades.
El primer anfiteatro de piedra fue construido por Augusto el año 29 a.
de C. en el Campo de Marte. No obstante, el símbolo más universal de
Roma sigue siendo el Coliseo o anfiteatro Flavio, inaugurado por Tito en el
año 80 y luego remozado en el siglo V. Tenía cuatro pisos y en su graderío
podían acomodarse hasta cincuenta mil espectadores.
¿Cuál es el origen de los combates de gladiadores? Los etruscos, al igual
que otros pueblos de la antigüedad, solían sacrificar prisioneros sobre la
tumba de los caudillos para que los espíritus así liberados los
acompañaran y sirviesen en la otra vida. Una evolución de este rito trajo
consigo los combates de gladiadores ("ludi gladiatorii"), cada vez más
secularizados y convertidos en mero espectáculo. A pesar de ello podemos
asegurar que su carácter funerario no se perdió nunca del todo. Los "ludi"
privados, por ejemplo, estaban presididos por el busto del difunto al que
se dedicaban. Muy a menudo era el propio difunto el que, en sus
disposiciones testamentarias, señalaba el número de parejas de
gladiadores que quería para sus juegos funerarios; un proceder similar,
salvando las naturales distancias, al de los devotos que señalan el
número de misas de difuntos que desean en su funeral. Otras
pervivencias rituales: a los juegos gladiatorios se asistía con la cabeza
descubierta, como a los sacrificios religiosos, y los afectados de apoplejía
(la enfermedad sagrada) podían beber en caliente la sangre del gladiador
moribundo o conservar como talismán salutífero el hierro que lo había
matado.
Como todo lo sagrado, los juegos acabaron convirtiéndose en un asunto
de Estado ("ludi stati") y formaron parte de los espectáculos con que el
emperador entretenía al pueblo romano para que no prestase atención a
los problemas sociales y se desinteresase de la actividad política. Los
juegos se atenían a un calendario fijo: los "Ludi apollinares", consagrados
a Apolo desde el 212 a. de C., se celebraban del 6 al 12 de julio; los
"romani", en honor de Júpiter, entre el 4 y el 19 de septiembre; los
"plebeii", del 4 al 17 de noviembre.
Éstos eran los más importantes, pero hubo otros ("cerealia, megalenses,
floralia, saeculares, Dea Mater, Dea Flora", etc.). Al margen de estas
ocasiones oficiales, durante el imperio se puso de moda que particulares
ricos costearan combates de gladiadores sin otro motivo que el de
granjearse el aprecio de las masas.
El pretexto podía ser un acontecimiento familiar o simplemente sus votos
por la salud del emperador ("pro salute Principis"), en cuyas manos
quedaba, por otra parte, el monopolio de los "ludi" desde la época de Julio
César.
La pieza fundamental en el engranaje de los juegos es el empresario o
"lanista", que se ocupa de contratar gladiadores y de adquirir fieras.
Suele ser un hombre de oscuros orígenes pero enriquecido por el oficio.
Es tan despreciado socialmente como los tratantes de esclavos, aunque,
por otra parte, nadie discute que su labor es muy importante y necesaria.
Íntimamente relacionado con el empresario está el "editor" u organizador
de los juegos y los "curatores ludorum", funcionarios imperiales que los
supervisan. A partir de Marco Aurelio, el crecido impuesto gladiatorio
pasará del "editor" al "lanista", en un intento de abaratar los precios, que
han ido disparándose y amenazan acabar con el espectáculo.
Muchos días antes de la celebración de los juegos, los empleados del
"editor" redactan carteles anunciadores y los fijan en los lugares más
concurridos de la ciudad y de las poblaciones del entorno. Esta y otras
muchas peculiaridades nos resultan familiares porque recuerdan a la
fiesta de los toros. Los carteles especifican el motivo de los juegos, el
nombre del empresario, el número de parejas de gladiadores que van a
actuar, el lugar, la fecha, la hora e incluso menudencias tales como si
habrá toldo o no. Porque en los días de mucho calor el anfiteatro se
cubría con un gigantesco toldo que moderaba los ardores del sol,
comodidad hoy desconocida para los que asisten a las corridas de toros.
También suele añadirse la expresión "si el tiempo no lo impide" ("qua dies
permittat"). Veamos algunos ejemplos de carteles:
Por la salud del emperador Vespasiano César Augusto y de sus hijos y por
la consagración del altar, la compañía de gladiadores de Nigidus Mayo
combatirá en Pompeya, sin posible aplazamiento, el cuatro de julio. Habrá
lucha de fieras. Se tenderá el toldo.
Otro cartel:
Treinta parejas de atletas; cuarenta parejas de gladiadores; una cacería:
toros, toreros, jabalíes, osos, y una segunda cacería con fieras diversas.
Los aficionados acudían al anfiteatro la víspera de los juegos con objeto de
ocupar los mejores asientos.
Llevan con ellos ropa de abrigo y comida y pasan la noche y las largas
horas de espera en alegre algarabía.
Tan alegre que no dejan dormir al vecindario. En una ocasión el
temperamental Calígula hizo que la guardia pretoriana desalojase el circo
a cintarazos porque la plebe allí congregada perturbaba el sueño de sus
caballos.
Pero no todo el mundo llega al anfiteatro la noche antes. Los mejores
aficionados pueden concurrir, con permiso del "lanista", al banquete
("cena libera") que el editor ofrece a sus gladiadores la víspera del
combate. Esta cena, ocioso es decirlo, será la última para muchos. No se
trata de un regalo desinteresado: tiene la finalidad práctica de restaurar
las fuerzas de los luchadores y criarles sangre, que buena falta les hará
cuando empiecen a tajarse.
Las clases privilegiadas no tienen que hacer cola: ya tienen su asiento
reservado en el circo o el anfiteatro.
Las mejores gradas, las más próximas a la arena, están reservadas a los
senadores y a sus familias; las siguientes, a los caballeros, y las
sucesivas, a magistrados provinciales, mujeres, personas de luto y otros
grupos más o menos favorecidos. El resto, hasta la bandera, a la plebe,
que toma sus posiciones al asalto.
A una hora prudencial, cuando ya el bullicioso público que abarrota los
graderíos empieza a dar señales de impaciencia, hace su aparición en los
palcos de honor el emperador y su séquito, seguido de una cohorte de
autoridades, pretorianos y servidores. La música se acomoda en su lugar.
Notamos con sorpresa que incluso llevan un pequeño órgano de brillantes
tubos.
Va a comenzar el espectáculo. Era la antigua costumbre que en esta
ocasión el pueblo aclamara o abucheara a sus gobernantes, de acuerdo
con la favorable o contraria opinión que le mereciesen sus medidas de
gobierno. Pero en la época imperial la democrática institución está muy
decaída y los abucheos han desaparecido por completo, excepto cuando
se dirigen al "editor" sospechoso de estafar al pueblo con un programa
más bien flojo.
Van a comenzar los juegos. Se abre, a los acordes de la música, un desfile
de participantes que nos recuerda inevitablemente el paseíllo taurino.
Cuando llegan frente al palco imperial se detienen, presentan armas y
gritan a coro: "Ave Caesar, morituri te salutant!". (Ave, César, los que van
a morir te saludan). A continuación viene el sorteo público de las parejas
de gladiadores y el "editor" cumple con el expediente de examinar las
armas ("probatio armorum"), pues es el responsable de que estén bien
afiladas y aguzadas. Según van pasando el examen, los gladiadores se
distribuyen por la arena y se dedican a realizar ejercicios de
calentamiento: hacen fintas, dan carreras, se flexionan, amagan las
estocadas reglamentarias, lanzan redes, clavan los tridentes en el aire.
Cada cual procura captar la mirada de los aficionados con lo mejor de sus
habilidades gladiatorias. En esta fase algunos espectadores se lanzan a la
arena y se unen a sus campeones favoritos en el combate simulado. Es
buena ocasión para despertar admiraciones entre el auditorio femenino.
El lector se percatará de que el toreo de salón no es cosa de hoy. No
obstante, los que habrán de combatir de verdad dentro de un instante
procuran no derrochar inútilmente sus fuerzas porque saben que les
queda por delante todo un día en el que habrán de esforzarse para salvar
el pellejo, a veces a pleno sol, con la cabeza encerrada dentro del yelmo,
que se calienta como una plancha, sobre la candente arena y
desangrándose por las inevitables heridas.
Suenan trompetas, se retiran funcionarios y curiosos y quedan los
gladiadores solos en el redondel. Las parejas se distribuyen para no
estorbarse mutuamente. Se ponen en guardia. El respetable público
guarda silencio por vez primera en muchas horas. El combate ha
comenzado. Los buenos aficionados conocen las ventajas y los
inconvenientes de cada tipo de gladiador y saben las fintas y engaños de
que disponen para superar al contrario. De acuerdo con el desarrollo de la
lucha, animan a uno, imprecan al otro, insultan, aconsejan, se excitan,
jalean, se desesperan...
los más exigentes se impacientan y, a la menor sospecha de tongo,
comienzan a gritar como energúmenos: "¡Están peleando como en la
escuela!". "¡Hasta los condenados a las fieras derrochan más valor que
ellos!". "¡Pero si parecen polluelos!".
Los gladiadores profesionales han recibido en sus escuelas un código ético
muy estricto. En palabras de Cicerón: "Prefieren recibir un golpe a
esquivarlo en contra de las reglas.
Lo que les interesa en primer lugar es complacer tanto a su amo como al
espectador. Cubiertos de heridas, preguntan a su amo si está satisfecho;
si les dice que no, están dispuestos a dejarse degollar".
El público quiere sangre y la pide a voces. Séneca nos transmite los gritos
de los espectadores: "¡Mátalo, hiérelo, quémalo!". "¿Por qué va hacia el
hierro vacilante?". "¿Por qué muere de tan mala gana?".
La suerte suprema, la de morir dignamente, debe ser memorablemente
ejecutada por el gladiador vencido. El caído tiene que representar su
propia muerte de manera gallarda y heroica.
"Odiamos a los gladiadores débiles y suplicantes –escribe Cicerón–, a los
que con las manos extendidas ruegan que les permitamos vivir". Plinio,
por su parte, alaba "las bellas heridas y el desprecio de la muerte que
hacen aparecer incluso en los cuerpos de esclavos y delincuentes el amor
a la gloria y el deseo de triunfar".
Pero dejemos por un momento la compañía de tan ilustres aficionados y
prestemos atención a lo que está sucediendo en la arena. Un "secutor" ha
esquivado la red de su oponente y lo persigue. El "retiarius" da un traspié
y cae al suelo, herido. Esto o perder el arma son las dos situaciones en
que un gladiador queda a merced de su adversario. Reconociéndolo,
arroja la defensa de su mano izquierda, sea red o escudo, y levanta el
pulgar de esa mano mirando al palco presidencial. Cada espectador
consulta el caso con el de al lado. Algunos vecinos de asiento discuten
acaloradamente sobre los méritos y defectos del gladiador que pide gracia.
Hay división de opiniones. Los que piensan que ha luchado bien sacan
señuelos y los agitan al aire mientras gritan: "Missum!" (sálvalo); pero si,
como suele acontecer, están descontentos y no quieren indultar a tan flojo
luchador, muestran el puño derecho con el pulgar hacia abajo y gritan:
"Iugula!" (degüéllalo). La autoridad que preside los juegos decide sobre la
vida o la muerte del hombre teniendo en cuenta el parecer de la mayoría
de los asistentes. Claro que su decisión final es a veces muy criticada,
como suele ocurrir también en las corridas de toros. Existe un proverbio
brutal que está en la mente de todos y que daja poco espacio para la
misericordia: "Mata al vencido, sea quien sea" ("ut quis quem vicerit
occidat"), pero a pesar de ello y de las protestas de la airada afición, son
muchos los gladiadores indultados, aunque quizá sea por motivos
económicos más que humanitarios. Esto no cuenta en los combates
previamente anunciados como "sine missione". En éstos no se perdona
jamás la vida del vencido.
Cuando un gladiador muere sobre la arena, su cadáver es recogido por
unos esclavos que ocultan el rostro detrás de la máscara de Caronte, el
barquero de los muertos. A través de la puerta consagrada a Libitina, la
diosa de la muerte, conducen al difunto hasta el depósito ("spoliarium").
Mientras esto ocurre, los espectadores aclaman al vencedor, que da la
vuelta al ruedo ("discurrere") llevando una palma en la mano.
No es frecuente que la lógica tensión que precede al combate haga perder
los nervios a algún gladiador, pero, en cualquier caso, si tal cosa ocurre y
alguno da muestras de irresolución o cobardía, los funcionarios del
anfiteatro lo obligan a combatir dándole de latigazos o azuzándolo con
hierros candentes.
El gladiador vivía peligrosamente.
Era previsible que su carrera fuese corta. No obstante, algunos vivían lo
suficiente como para hacerse con un nombre y ascender de categoría.
Incluso podían recobrar la libertad y retirarse del oficio con una decorosa
fortuna. Una marca de este ascenso era el conocimiento de sus apodos en
los círculos de los aficionados.
"Destructor", "Terror", "Furor"...
éstos eran los "meliores", veteranos luchadores, robustos, ágiles y
conocedores de todos los trucos del oficio, que cobraban –o sus amos–
hasta quince mil sestercios, cuando la tarifa normal de los gladiadores
ordinarios ("gregarii") no pasaba de los dos mil.
La ley establecía que el "editor" estaba obligado a presentar igual número
de "meliores" que de "gregarii".
Si no encontraba "gregarii" suficientes tenía que cubrir los huecos con
"meliores" pero cobrándolos al precio de los más baratos. Estamos
hablando, por supuesto, de los grandes juegos estatales en los que se
movían cientos de miles de sestercios. En los del año 35 a. de C., César
hizo intervenir a trescientas parejas de gladiadores. Esto fue,
verdaderamente, un derroche. Augusto estableció, en el año 22, que el
número máximo de parejas por espectáculo sería de cien y además redujo
los juegos de primera categoría a dos anuales. No siempre se respetó este
límite. En una memorable ocasión el hispano Trajano organizó unos
juegos que duraron más de tres meses. En ellos intervinieron 4.912
parejas de gladiadores. Pero este caso es excepcional. Un número
razonable de combatientes fue el que intervino en el año 61 en Pompeya:
treinta parejas en cinco días de actuación.
Al margen de los magnos espectáculos oficiales, continuaron existiendo
los mucho más modestos juegos funerarios ofrecidos por ciudadanos
privados. Abusando del paralelo taurino, podríamos equipararlos a las
modestas capeas de los pueblos. Lanistas de poca monta suministraban
cuatro o cinco parejas de remendados gladiadores, llamados "sestertarii"
por su baratura, auténtica carne de cañón. Era raro que muriera uno de
éstos porque en el contrato se especificaba una cifra por el alquiler y otra
mucho más elevada por la muerte. El público se mofaba de sus
calculados golpes y se ensañaba con ellos insultándolos y gritándoles las
expresiones de tongo al uso, mientras los pobres diablos aguantaban el
chaparrón y procuraban herirse levemente, con profesional destreza,
sobre los callos de anteriores heridas, de manera que la pérdida de sangre
fuera lo suficientemente escandalosa como para aplacar las iras del
respetable.
Muchos mosaicos romanos nos han conservado, como en la inocencia de
un comic torpemente dibujado, escenas de combate de gladiadores. En
casi todos ellos podemos apreciar que se trata de hombres robustos, bien
alimentados, de anchas espaldas y poderosa musculatura. Algunos tienen
el potente cuello más ancho que la cabeza y una expresión perfectamente
brutal en el rostro, lo que nos trae a la memoria unas palabras del
malhumorado Séneca: "¡Qué músculos y qué hombros tienen los atletas,
pero qué vacías están sus cabezas!". Uno entiende que la vida que
arrastraban estos desgraciados no fuera la más idónea para el cultivo de
las facultades del intelecto. En cualquier caso, el origen de la mayoría de
ellos también nos puede explicar muchas cosas. Algunos eran prisioneros
de guerra; otros, esclavos alquilados por sus dueños; otros, hombres
libres condenados a trabajos forzados que aceptaban convertirse en
gladiadores con la remota esperanza de poder alcanzar algún día la
libertad.
También los había condenados a muerte por este procedimiento ("noxi ad
gladium ludi damnati"). Y, finalmente, frente a este grupo de forzados,
había otro de voluntarios ("auctorati"): aventureros, malhechores,
soldados licenciados sin oficio ni beneficio, pero también, en algún caso,
individuos pertenecientes a la clase ecuestre e incluso a la senatorial, lo
que, en los viejos tiempos, hubiese resultado escandaloso. Nadie entonces
podía imaginar que algún día, con la mudanza de los tiempos, los propios
emperadores (Calígula, Nerón, Cómodo) descenderían a la arena para
ejercitar sus armas en combates desvergonzadamente amañados. Los
hombres libres que se metían a gladiadores habían de renunciar a sus
libertades y derechos mediante solemne juramento en el que aceptaban
"dejarse azotar con varas, quemar con fuego y matar con hierro".
Los gladiadores se entrenaban, de acuerdo con un exigente programa, en
ciertos cuarteles o escuelas donde vivían en régimen de internado. Al
principio estas escuelas fueron privadas, más tarde estatales. Las más
famosas estuvieron en Capua y fueron creación de César y de Nerón
("ludus gladiatorius Iulianus" y "Neronianus", respectivamente). También
las hubo en Egipto, en Hispania y en las Galias. Los instructores
("doctores") solían ser antiguos gladiadores ya retirados, viejas glorias
trinchadas de orgullosas cicatrices que se las ingeniaban para transmitir
a sus nuevos reclutas la experiencia de toda una vida jugándose la piel en
el anfiteatro.
Otra modalidad de combate espectacular era la "naumaquia" o batalla
naval, mal definida a veces como simulacro puesto que lo único simulado
era el mar. En atención a los espectadores solía celebrarse en lagos
naturales, en estanques o en anfiteatros inundados. Los barcos que se
enfrentaban eran reales y también lo era la mortandad de los
combatientes. Augusto preparó uno de estos estanques, de casi dos
kilómetros de contorno, e hizo intervenir a más de dos mil hombres en la
lucha. Algunas veces se reproducían batallas históricas bien conocidas
por el público, como la de Salamina. El montaje de estos espectáculos
resultaba tan complejo y oneroso que después del derrochador siglo I se
abandonaron. En realidad, a la larga, todos los "ludi" seguirían la misma
suerte, fuera por motivos humanitarios o simplemente económicos.
Constantino los prohibió en 325, aunque siguieron celebrándose
esporádicamente hasta 399. Las luchas de los gladiadores no constituían
el único espectáculo sangriento del anfiteatro romano, ni siquiera el más
sangriento. Desde nuestra moderna sensibilidad resulta más chocante
aún la ejecución pública de condenados a muerte con procedimientos
teatrales. Nos referimos a los condenados "ad bestias" para satisfacer la
demanda de espectáculos sangrientos del pueblo romano. En un principio
se les ataba simplemente a postes de madera y se soltaban fieras
hambrientas para que dieran cuenta de ellos. Más adelante, se les dejaba
libres y sucintamente armados para que amagasen una defensa, con lo
que se añadía emoción al espectáculo, pero el resultado era el presumible:
vencían las fieras y se los comían. Finalmente, alguien caviló algo más
perverso e imaginativo: los condenados eran disfrazados de personajes
mitológicos o históricos que hubiesen tenido un fin desastrado y así el
culto público podía reconocer a un Orfeo que toca la lira hasta que es
descuartizado por los leones, a una Lucrecia que es violada y luego se
suicida, un Ícaro que se precipita, con sus fingidas alas de cera, desde
gran altura y va a despanzurrarse contra el suelo, a los pies de los
espectadores, o el héroe latino Mucio Escévola que se deja quemar el
brazo (el histórico lo hizo voluntariamente, sus desafortunados imitadores
del anfiteatro no tenían otra alternativa si no querían bañarse en una
caldera de pez hirviendo), o Pasífae que, en figura de vaca, es poseída por
un toro.
Otros dos tipos de espectáculo hacían las delicias del público del
anfiteatro: los enfrentamientos de hombres contra animales feroces
("bestiarii") y las peleas de animales entre ellos ("venationes"). En tiempos
de la república las "venationes" venían a ser la segunda parte del
programa después de las luchas de gladiadores, pero con el imperio
constituyeron espectáculo aparte. El Coliseo estaba especialmente
diseñado para este menester, puesto que contaba con una serie de
subterráneos pasillos, celdas, jaulas y montacargas que permitían
hospedar animales, separados según sus especies, e irlos soltando de
modo conveniente a lo largo del espectáculo. Todo el imperio contribuía
con exóticos animales: hipopótamos del Nilo, jirafas del Sur, elefantes de
Libia, tigres de Hircania, osos y jabalíes del Rin y del Danubio, cabras
salvajes de Hispania, leones de Tesalia y del Atlas. Al igual que en el
combate gladiatorio, la lucha entre fieras procuraba ser una armonización
de contrarios. Nunca se enfrentaban animales de parecida especie: los
toros luchaban contra los rinocerontes, los elefantes contra los osos, los
tigres, toros o jabalíes, contra los leones.
Algunos campeones se especializaron en la lucha contra determinadas
fieras y lograron fama y fortuna ejerciendo este peligroso menester. Un tal
Carpóforo llegó a matar veinte en un día, récord que sorprenderá al torero
más animoso. Algunos emperadores y aristócratas se esforzaron por
participar en este tipo de lucha, pero el infeliz león que Nerón asesinaba
era un "preparatus leo" al que habían limado los dientes y suprimido las
garras. El público se hacía el bobo y aplaudía a rabiar.
La posteridad ha rechazado, horrorizada, estos sangrientos espectáculos
que deleitaban al pueblo romano. "No logramos siquiera comprenderlos –
escribe un historiador moderno–. Es una mancha de oprobio que no se
borra". Sin embargo, curiosamente, los intelectuales romanos no
estuvieron en contra de los juegos, con la posible excepción de nuestro
compatriota Séneca. Y estos hombres nos muestran en sus escritos que
no eran insensibles. Ellos no pertenecían, desde luego, a la plebe
embrutecida y ciega de la superpoblada ciudad, a la que se daba pan y
circo para que se mantuviese alejada de posibles reivindicaciones sociales.
Quizá si alguno de aquellos autores romanos hubiese vivido hoy se habría
atrevido a justificar de algún modo los juegos, dándoles, podemos
presumir, una explicación psicológica. Parece que existe un impulso de
violencia que es la raíz de una tensión biológica, emotiva y espiritual. Es
lo que a veces se ha llamado, por seguir patrones culturales antiguos,
violencia dionisíaca. Por supuesto, se trata de algo inaceptable para
nuestro código cultural en el que la cólera y la agresividad son tendencias
malignas. Ese código no tiene en cuenta que la agresividad, como la
sexualidad, están, por así decirlo, programadas filogenéticamente. Algo
que los romanos y los otros pueblos antiguos instintivamente sí tuvieron
en cuenta. Por lo tanto, en lugar de intentar abortar la violencia
condenándola simplemente, se esforzaron en limitarla encauzándola por
canales positivos, es decir, ritualizándola, para que surtiera el efecto
catártico de toda representación simbólica. En el ritual religioso primitivo,
el sacrificio de la vida humana es básico: para que la vida siga debe
primero destruirse. De aquí proceden los ritos sacrificiales y la tendencia
compulsiva al derramamiento de sangre.
Se contraponen dos impulsos elementales: vida–muerte (Eros–Thanatos),
se ritualizan y se consagran a la divinidad. De este modo se liberan los
aspectos ingobernables de la naturaleza instintiva. Nosotros, por el
contrario, hemos optado por la represión del sentimiento: anulamos el
impulso destructor declarándolo malvado y nos reprimimos
psicológicamente con complejos de culpa. Aunque, como la naturaleza
humana es la misma después de los dos mil años transcurridos, nos
complacemos de modo vergonzante en contemplar la ritualizada violencia
en el cine y en los noticiarios de televisión, donde cada día asistimos a
muchas muertes, algunas de ellas reales. Incluso apreciamos las escenas
"de circo" en las películas de romanos, donde volvemos a presenciar, con
un conveniente gesto de reprobación, el degüello gladiatorio o el
descuartizamiento de la bella cristiana por las fieras.
Teatro
Y nos queda el teatro, el más frecuente, barato y culto de los "ludi",
motivo por el cual quizá fuese menos popular que los otros. Quizá sea
excesivo llamarlo espectáculo culto.
La verdad es que al pueblo romano nunca le gustó la elevada tragedia.
Los espectadores se inclinaban por el "mimo", género de comedia, a
menudo francamente desvergonzado y obsceno, que hacía las delicias del
pueblo con sus continuas alusiones sarcásticas a personajes de la vida
pública o a los sucesos de actualidad que daban que hablar en los
mentideros de una ciudad tan chismosa como Roma. Los mimos más
subidos de tono se representaban con ocasión de los "ludi florales" (hacia
el 28 de abril). Éstos llegaron a superar lo pornográfico cuando
Heliogábalo dispuso que todas las acciones se representaran con el mayor
verismo, acto sexual incluido. También había un espacio para la crueldad:
en la famosa pieza teatral "Laureolus", que contaba las hazañas de un
escurridizo bandolero que finalmente es capturado y crucificado, la última
escena terminaba con la crucifixión real de un condenado a muerte, que
en el último momento ocupaba el lugar del actor principal.
Entonces como ahora había actores ricos y actores pobres y había
estrellas que, aunque fueran torpes en su oficio, eran famosas por su
belleza.
Sus admiradores ricos las invitaban con frecuencia a banquetes y fiestas
íntimas.
Una de las emociones que la plebe buscaba en el teatro era la de la lotería
gratuita. Era costumbre obsequiar a los espectadores con pequeños
regalos: comida, bebida o billetes de tómbola que daban opción a diversos
premios no siempre deseables: un manojo de rábanos, una mosca, una
bolsa de monedas de oro... La gente bien procuraba ausentarse del teatro
antes de que la plebe la pisoteara o desgarrara sus vestidos en la rebatiña
por alcanzar las papeletas que se lanzaban al aire.
Los primeros teatros, de madera, dieron paso a los de piedra, de los que
existieron tres en Roma: el de Pompeyo, que acomodaba a treinta mil
espectadores, el de Balbo y el de Marcelo, terminado por Augusto, del que
quedan partes importantes incorporadas a una casa de vecinos. Éste
tenía capacidad para catorce mil espectadores.
Los cristianos nunca vieron con buenos ojos esta escuela de lascivia –
Tertuliano– del teatro. Fue una de tantas manifestaciones del paganismo
que perecería con la propia Roma.
Clases de gladiadores
Los gladiadores se enfrentaban casi siempre por parejas. Para añadir
emoción al encuentro, cada luchador iba armado de forma diferente y en
cierto modo complementaba a su contrario.
Según el tipo de armamento se imponía una técnica de lucha distinta, lo
que tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Había que aprovechar los
puntos débiles del oponente sin descuidar por ello la propia defensa.
Por el armamento utilizado podemos distinguir los siguientes tipos de
gladiadores: Sammita ("sammis"). Es el tipo más antiguo. En su origen
todos los gladiadores eran sammitas. Sus defensas son: yelmo cerrado y
rodeado de grandes viseras, escudo, manga acolchada que le protege el
brazo derecho y greba de bronce sobre la pierna izquierda. Va armado con
una espada corta.
Retiario ("retiarius"). Viste túnica corta y cinturón de cuero. Se protege el
brazo derecho con una manga acolchada que a la altura del hombro tiene
una placa de metal curvada hacia afuera que le guarda la cabeza y el
cuello. Va armado de red y tridente.
El sammita y el retiario suelen formar pareja. El retiario combate mejor a
unos tres pasos de distancia, fuera del alcance de la corta espada de su
oponente, al que, sin embargo, puede herir con el largo tridente o envolver
con su red. Uno de sus golpes maestros consiste precisamente en
imprimir un movimiento circular a la red plegada para que golpee al
sammita en las corvas, al tiempo que le amenaza el pecho o el cuello con
el tridente. Si el sammita pierde el equilibrio y cae de espaldas, puede
darse por perdido. La mejor defensa del sammita es el ataque. Debe
acortar distancias y acercarse hasta un paso del retiario, con lo que le
entorpece el manejo tanto de la red como del tridente al tiempo que lo
pone al alcance óptimo de su corta espada.
Como el sammita enfrentado al retiario siempre busca acortar las
distancias del duelo, da la impresión de perseguir al otro que, por su
parte, procura apartarse en seguida buscando los tres pasos idóneos que
requiere su armamento. En la secuencia de golpes y contragolpes, el juego
gladiatorio se convierte en una persecución. Por este motivo el sammita
acabó denominándose "secutor", "perseguidor", en tiempos de Calígula o
quizá antes.
Oplomachus. En realidad es otra evolución del sammita aunque más
pesadamente armado: casco con visera, escudo, coraza, grebas y tiras de
cuero en las articulaciones. Suele enfrentarse al tracio.
Tracio ("trax"). Pequeño escudo circular y grebas. Armado con un malvado
sable curvo.
Myrmillon. Casco decorado con un simbólico pez ("mormyllos"), que le da
nombre, alusivo a la red del retiario con el que se enfrenta. Porta escudo
rectangular y espada.
Provocator. Escudo redondo y lanza.
Menos frecuentes fueron los "equites" que luchaban a caballo, como
torneando, el "essedarus", que combate sobre carro de guerra, y los
"andabates", que lo hacen a ciegas, encerrada la cabeza en un casco sin
orificios.
Éstos llevan el cuerpo protegido por una cota de malla. Otra variedad no
menos cruel es la del combate de "meridiani", es decir, de gladiadores
totalmente desprovistos de armas defensivas. Séneca comenta con
disgusto: "Nunca se mueve la espada sin herir al contrario".
Existieron otras variaciones pintorescas que, sin duda, indignarían a los
aficionados serios: lucha de pigmeos contra mujeres (desde, al menos, el
año 88, si bien en el 200 se prohibió que las mujeres lucharan).
23. Correos
Hemos pasado en Roma unos días bastante agradables. Ahora nos
disponemos a regresar a Hispania. Nuestro amigo Marco Cornelio nos ha
rogado que en el viaje de vuelta llevemos algunas cartas para su hijo Cayo
y para otros conocidos suyos destinado en aquella provincia. Marco gusta
de escribir sus propias cartas con elegante y picuda caligrafía. Utiliza una
pluma de bronce, lo que no es muy común, pues casi todas las que hemos
visto en Roma son de caña afilada ("calamus"), que de vez en cuando se
aguza con una navajita ("scalprum"), aunque también las hay de ave
("penna") y, si se escribe sobre cera, punzones ("stilus") provistos de un
pomo, en el extremo no afilado, que sirve para borrar.
El artístico tintero donde Marco moja la pluma contiene un líquido
pardusco compuesto de hollín, negro de sepia y heces de vino, todo ello
ligado en goma muy diluida. Es una tinta bastante deficiente que puede
borrarse con una pasada de esponja (lo que a veces se hace para reutilizar
el papiro). También puede borrarse con la lengua, claro. Calígula obligaba
a los malos poetas a borrar sus composiciones de este modo, lo que no
deja de ser un eficaz ejercicio de crítica literaria. Los enamorados y los
espías utilizan a veces otro tipo de tinta que es invisible: la leche, que
después de secarse no dejaba rastros sobre el papiro, pero podía leerse
espolvoreándolo con carbón.
Antes de nuestra partida, otros amigos nos visitan y nos entregan cartas
para Hispania. No es que no funcione el servicio de correos, lo que sucede
es que los particulares prefieren no usarlo. El servicio de correos oficial
("cursus publicus" o "cursus vetricularis") utiliza una "res veredaria"
unida por caballos de posta ("stationarii") y posadas oficiales. Existe un
director general ("praefectus vetriculorum") a cuyas órdenes están los jefes
de distrito ("manceps"). También existen los correos privados al servicio de
empresas y grandes señores. Si el destinatario vive en la ciudad o sus
cercanías se utiliza un recadero ("tabellarii"); para los que viven más lejos
están los "cursores".
Algunos eruditos germanos han criticado un aspecto de los correos
imperiales: las calles y plazas de Roma no tenían nombre y las casas no
estaban numeradas. Piensan que debió de ser tremendamente complicado
encontrar al destinatario de una carta en una ciudad de más de un millón
de habitantes. Quizá olvidan que sus habitantes eran latinos y que casi
todos vivían en la calle, donde todo el mundo se conocía en cada barrio.
Por lo tanto sería fácil dar con el destinatario de una carta en cuyo
envoltorio pusiera: "A Fulano, que vive en el sitio del Foro donde empieza
la cuesta del Palatino", o "Mengano, cuya tienda está delante del Foro de
César"; o "Zutano, que habita cerca del templo de Baco". En las
respectivas vecindades, todo el mundo los conocería.
Nadie se pierde en Roma. Dar con una dirección es tan fácil o tan
complicado como en cualquier gran ciudad actual. Comprobémoslo en un
texto de Terencio: —¿Recuerdas el pórtico allí abajo, cerca del mercado?
—Por supuesto.
—Pasa por allí, cruza la plaza y sigue hacia arriba. Cuando llegues a lo
alto verás una calleja que baja, síguela sin detenerte y al final hay, a un
lado, un pequeño santuario y enfrente un callejón.
—¿Dónde?
—Donde está la gran higuera silvestre... ¿Sabes cuál es la casa del rico
Cratino?
—Sí.
—Pasas por delante de ella y tuerces a la izquierda, cruzas la plaza y al
lado del santuario de Diana tomas a la derecha. Antes de llegar a la
puerta hay una fuente y delante una carpintería. Allí es.
24. La caída del imperio romano
¡Oh, Roma! ¿Por qué culpa han merecido grandes principios estos fines
feos?
Intentaremos dar cumplida respuesta a esta retórica indagación de
Quevedo, otro español que amó mucho a Roma y a lo romano.
Montesquieu y otros románticos pusieron en circulación una teoría: Roma
se engrandeció gracias al carácter austero, valeroso y emprendedor de sus
primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las
conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la
dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos
y cobardes, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y ruina del imperio.
Montesquieu evitó mencionar el fin del paganismo y la expansión del
cristianismo como otra posible causa de la decadencia. Gibbon lo insinúa
en su magna obra "Historia de la decadencia y ruina del imperio romano",
ese espléndido retrato de la disolución de Roma cuando la ciudad se ve
atacada por el cáncer de la barbarie y del fanatismo religioso. Voltaire
formula la misma idea con brutal claridad: "El cristianismo abrió el cielo,
pero arruinó el imperio". Luego han venido otros (Frobenius, Spengler)
que consideran la decadencia de los imperios como un hecho biológico
inexorable.
Los propios romanos tuvieron clara conciencia de su propia decadencia.
Algunos cristianos, influidos por los textos de Daniel y el "Apocalipsis",
incluso la saludaron alborozadamente confundiéndola con el profetizado
fin de los tiempos que daría paso al reino de Dios sobre la tierra. En otros
autores antiguos se descubre, sin embargo, una resignada melancolía: "El
mundo –escribe Cipriano– ha entrado ya en su senectud, pues la
decadencia de las cosas prueba que se aproxima a su ocaso".
Es posible que las causas económicas pesaran más que las otras: la
agricultura decae y se empobrece, escasea la mano de obra, se deterioran
las carreteras, faltas de reparos, la congénita inflación dispara los precios
y devalúa constantemente la moneda, lo que causa la ruina de la clase
media sobre la que se apoyaba el sistema tributario. Y las arcas públicas
están más necesitadas que nunca de ese dinero que no les llega. Durante
los siglos Iv y V Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los
bárbaros que presionaban sus fronteras del Danubio y del Rin y con los
partos de Oriente. Mantener un ejército que contuviese a estos pueblos
suponía un gran esfuerzo económico. En la época dorada del imperio la
maquinaria estatal funcionaba gracias al botín de las nuevas conquistas.
Pero, desde que Roma deja de conquistar nuevos territorios y sus
fronteras se estabilizan, el erario público sólo puede contar con el dinero
de los impuestos arrancados a la cada vez más oprimida clase media. Los
ingresos disminuyen, los gastos aumentan. Para colmo de males, la
administración imperial resulta demasiado compleja para los limitados
medios de la época: se va haciendo evidente que Roma no puede
administrarlo todo. A partir del siglo Iii, la autoridad central se disgrega
en anarquía militar. En el espacio de medio siglo asistimos a una
sucesión de treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales son
asesinados en golpes de Estado. Roma queda a merced de los militares,
de los pretorianos establecidos en la capital o de los jefes de los ejércitos
que guardan las fronteras. Muchos de ellos ni siquiera son romanos, sino
bárbaros contratados por Roma. Primero se reparten el poder en
tetrarquías (desde Diocleciano), después lo descentralizan dividiéndolo en
capitales administrativas provinciales, lo que, andando el tiempo, permite
que se vayan desgajando provincias enteras sobre las que reinarán, con
casi completa autonomía, caudillos vándalos, visigodos, francos u
ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.
Desde 364 el imperio se divide en dos grandes bloques: Oriente y
Occidente. Todavía sobrevive la idea imperial asociada a Roma, como un
símbolo, hasta que, en 476, Odoacro desprecia el título de emperador y
envía las insignias imperiales a Zenón, el soberano de Oriente. El título y
la sombra del imperio se mantendrán en Constantinopla (la Nueva Roma)
por espacio de otro milenio, hasta su conquista por los turcos.
Esto en cuanto al imperio, pero ¿qué fue de Roma como ciudad? Las
ilustraciones de los textos de nuestro bachillerato, inspiradas en la
aparatosa e imaginativa pintura histórica del siglo pasado, nos han
familiarizado con la idea del repentino pillaje, incendio y destrucción de
Roma por los bárbaros invasores. En realidad, el acabamiento material de
la ciudad de los césares fue fruto de un proceso mucho más lento y
doloroso. Por una parte, el cristianismo triunfante despreciaba la
arquitectura civil (termas, circos, teatros, foros, etc.) y centraba sus
esfuerzos en la religiosa, es decir, en la construcción de iglesias; por otra
parte, la general decadencia económica no permitía ya emprender grandes
obras pero sí saquear los materiales de las antiguas que iban
arruinándose por falta de reparos. La ciudad comienza a alimentarse,
monstruosamente, de su propio cuerpo. Los grandes edificios públicos
que elevó el paganismo quedan obsoletos y se deterioran rápidamente.
Después los van despojando de estatuas, bronces, mármoles, tejas,
techumbres, vigas y todo tipo de recubrimientos en materiales
aprovechables que se revenden en diversos mercados o se transportan a
Constantinopla, la Nueva Roma.
La ciudad se va despoblando y sus cada vez más escasos habitantes
abandonan las gloriosas siete colinas y se concentran en el llano,
particularmente en el Campo de Marte y al otro lado del río, en el
Transtíber, donde, en época medieval, se levantará la ciudad del Vaticano.
Muy pronto el sagrado Capitolio será "campo de soledad", "mustio collado"
y quedará relegado a pasto para cabras (Monte Caprino), y el antaño
bullicioso y concurrido Foro, verdadero corazón del imperio, se llenará de
yerbajos y será pasto de vacas (Campo Vaccino).
Los saqueados monumentos y palacios de la ciudad se arruinan
rápidamente.
Todo el venerable mármol que enorgullecía a Augusto, columnas, frisos,
estatuas y solerías, va a alimentar los hornos de cal que surten a las
sórdidas construcciones de la ciudad medieval. De toda esa disipada
belleza apenas se salva una docena de edificios a los que la ignorancia de
los nuevos amos indulta porque pueden reconvertirse en iglesias
cristianas, en fortalezas o en pedestales para imágenes de santos. Nos
referimos al Panteón, que se consagra a Nuestra Señora; a la biblioteca
del templo de Augusto, que pasa a ser Santa María la Antigua; al
Templum Sacrae Orbis, que es la iglesia de los Santos Cosme y Damián; a
la Curia Iulia, hoy iglesia de San Adriano; al teatro de Pompeyo y termas
de Constantino, que después de albergar tanta amable vida se ven
brutalmente alistados y convertidos en hoscas fortalezas. La misma triste
suerte corre el mausoleo de Adriano, actual castillo de Sant.Angelo. Y la
columna Trajana, que un día sostuvo el águila de Roma y hoy sirve de
pedestal a una imagen de San Pedro.
Después de la oscura Edad Media, el Renacimiento, a pesar de su
veneración por lo clásico, resultará aún más pernicioso para el legado de
la antigua Roma. Un proverbio dice: "Lo que los bárbaros dejaron, los
Berberini lo deshicieron".
25. Retorno a Roma
Han transcurrido dos mil años desde nuestra última visita. Hoy, con un
punto de melancolía en el alma, nos atrevemos a regresar a Roma.
Hubiésemos querido repetir el rito de aquellos peregrinos del Persiles
cervantino que "en llegando a la vista de la ciudad, desde un alto
montecillo la descubrieron, e hincados de rodillas, como a cosa sacra, la
adoraron", pero el veloz y ultramoderno autobús que nos trae desde el
aeropuerto no nos parece marco adecuado para estas expansiones del
espíritu.
Muchas ciudades han crecido sobre aquella roma imperial que veníamos
buscando: la Roma medieval, la renacentista, la Roma barroca de la
contrarreforma, la Roma del "Risorgimento" y la trepidante Roma actual,
panelada de cemento, acero y cristal ahumado. Cada una de ellas resulta
interesante por sí misma, pero nosotros, en una especie de postrera
fidelidad a las dispersas sombras de Marco Cornelio y de los otros
antiguos amigos que aquí dejamos, nos hemos impuesto la rigurosa
disciplina de limitar nuestras indagaciones a los pobres y descarnados
vestigios de aquella Roma que visitamos en su añorada y grata compañía
tantos siglos hace.
Como queríamos empezar por el principio, nos dirigimos a la sombra del
Palatino para cumplir con el rito de saludar a la fascinante loba
capitolina, hoy albergada en el Palazzo dei Conservatori, en Campidoglio.
Después nos encaminamos al inmediato Foro Antiguo, que es hoy un
montón de desordenadas ruinas surcadas de turísticas veredas. A
distintos niveles se acumulan restos de edificios cuya construcción abarcó
más de un milenio de gloriosa historia. Este torturado corazón de Roma
comenzó a excavarse a principios del siglo Xix, aunque el mayor impulso
lo recibió en 1933, cuando Mussolini ordenó la demolición de todo un
apretado barrio romano para trazar, sobre los soterrados vestigios de la
grandeza imperial, una grandilocuente avenida (Via dei Fori Imperiali) que
enmarcase dignamente los fastos del nuevo imperio.
Así salió de nuevo a la luz lo que quedaba de los foros de César, Augusto,
Trajano y Nerva.
Arrastrados por un espeso caudal de imperturbables turistas japoneses,
pisamos otra vez las losas de la Vía Sacra, donde tantas jornadas de
gloria vivieron los generales que regresaban victoriosos de las fronteras.
Penetramos en la Curia, austera sede del Senado de la antigua Roma. El
edificio es reconstrucción de los tiempos de Diocleciano. Hoy aloja una
meritoria colección de bajorrelieves que ilustran episodios de la vida de
Trajano. Delante de la curia está el Rostrum, ya despojado de sus
reliquias navales, aquella tribuna a la que el pueblo acudía para
deleitarse con la elocuencia de famosos oradores; y el arco de Septimio
Severo (año 203), enmarcado por los exiguos restos del templo de Saturno
(siglo Iv) y los carcomidos cimientos de la basílica Iulia, del tiempo de
Augusto, donde en otro tiempo asistimos a las deliberaciones de los
tribunales.
Junto a estos herbosos muros, rubios bárbaros del norte se hacen fotos, e
ignoran que están posando ante las tres columnas más bellas de Roma,
las únicas que han quedado del templo de Cástor y Pólux. Aquí está,
también, la rotonda del templo de Vesta. Ya se apagó el recuerdo de la
llama sagrada.
Enfrente, al otro lado de la Vía Sacra, el templo de Antonino y Faustina se
ha convertido en iglesia de San Lorenzo. Un poco más adelante alza sus
volúmenes espectrales la basílica de Majencio, de tiempos de Constantino.
Cerca de ella está el Arco de Tito (año 81), donde morosamente
admiramos los relieves que representan a los legionarios romanos que
arramblan con el saqueado tesoro del Templo de Jerusalén. Desde este
punto iniciamos la ascensión al monte Palatino, dejando a nuestra
derecha los espléndidos jardines Farnesio, cuyas raíces exploran las
ruinas del palacio de Tiberio. Sobre el Palatino visitamos la Domus Flavia,
que fue salón del trono y palacio oficial de los emperadores, y la paredaña
Domus Augustana, correspondiente al palacio privado, y, un poco más
allá, la humilde casa de Livia, donde habitó el gran Augusto.
Si nos asomamos a los miradores que dan a la Vía dei Cerchi, podremos,
entrecerrando los ojos, transmutar el ruido del tránsito que por ella
discurre en las aclamaciones de la plebe que abarrota el circo Máximo.
Nada queda del magno edificio que albergaba a más de doscientos
cincuenta mil espectadores: sólo un ajardinado solar que un perro
solitario cruza a todo correr huyendo acaso de su propia sombra.
Poco más hay que ver aquí, porque el estadio se quedó en sus cimientos y
solares, así que tomamos de nuevo el Clivus Palatinus y regresamos a los
foros. A la altura del Arco de Tito nos desviamos hacia la derecha, camino
del anfiteatro Flavio, hoy más conocido por Coliseo. El Coliseo es el
monumento más impresionante de la ciudad, devastadas ruinas cuya
contemplación aún nos sugiere la intemporal grandeza del legado romano.
Los vociferantes graderíos han desaparecido, así como la sangrienta elipse
de arena del redondel, pero tales menguas nos permiten apreciar, como si
se tratara de una gigantesca maqueta desmontable, curiosos detalles de
la construcción del edificio, así como el complicado sistema de galerías,
celdas y conductos subterráneos que alojaban a los gladiadores y a las
fieras.
No lejos se halla el Arco de Constantino, conmemoración de su victoria
sobre Majencio en el año 315. Lo adornan relieves de mérito, algunos de
los cuales fueron expoliados de monumentos más antiguos. Ya Roma
comenzaba a devorarse a sí misma y en su declive se adornaba con los
insuperables despojos de su añorada juventud.
Como estamos un poquito hartos de la bulla internacional que hoy se
abate sobre estos lugares, abandonamos el turístico rebaño en busca de
un espacio propicio para la soledad y la meditación. Dando un paseo
atravesamos el soleado parque Celio para dirigirnos, por la puerta
Capena, a las termas de Caracalla (año 212). Son sólo unas
impresionantes ruinas que ocupan más de once hectáreas, entre prados y
floridos parterres. Asistir en este marco incomparable a la representación
de "Aida" puede ser una experiencia inolvidable. Sólo en verano.
Recuperadas las fuerzas, nos anudamos de nuevo al trajín de los turistas
que hormiguean por los foros imperiales, aquel ensanche del Foro Antiguo
que ocupó el resto del valle hasta las faldas del Quirinal y del Viminal.
Los foros de Nerva y Vespasiano han desaparecido y del de César quedan
apenas unas pocas columnas del templo de Venus Genitrix que
conmemoró la victoria de Farsalia.
En el foro de Augusto, casi enteramente ocupado por la medieval Casa de
los Caballeros de Rodas, los restos del templo de Marte Vengador evocan
todavía el sagrado recinto donde se adoraba, como una reliquia, la ilustre
espada de César. ¿En qué aire pretérito se prenderán ahora sus
broncíneas puertas que permanecían abiertas cuando Roma estaba en
guerra con sus enemigos, que es tanto como decir siempre?
El foro de Trajano, que por falta de espacio hubieron de excavar entre el
Quirinal y el Capitolio, fue la más monumental de las ágoras romanas y,
como puso más, perdió más: casi todo ha desaparecido pero aún nos
impresionan las estructuras de los llamados mercados, el conjunto de
escalonados edificios que ayudaba a resolver estéticamente el desnivel de
las excavaciones. Lo que más llama nuestra atención es la columna
Trajana, que ha llegado a nosotros, milagrosamente, casi intacta. Se trata
de una monumental columna dórica de 42 metros de altura, cuyo fuste,
de 2,50 metros de diámetro, representa una banda en espiral adornada
con bajorrelieves. En ellos asistimos a la narración casi cinematográfica
de los 124 episodios de la campaña de Trajano contra los dacios. Este
magno monumento fue construido por Apolodoro entre 106 y 113. El
macizo pedestal inferior albergaba las cenizas de Trajano y sobre el capitel
del remate se elevaba a los cielos de Roma un águila de bronce. A la
muerte del emperador sustituyeron el totémico animal por una estatua
del mismo Trajano, pero ésta fue desbancada, en 1588, por la imagen de
San Pedro que hoy vemos.
El resto de la Roma imperial se encuentra más dispersa por la ciudad
moderna. Enderezamos nuestros pasos hacia el norte para visitar el
Panteón. Éste es, sin duda, el monumento imperial mejor conservado.
Data de la época de Adriano. Cuando lo edificaron estaba consagrado
democráticamente a todos los dioses, pero desde 609 su titularidad ha
cambiado y se ha restringido notablemente. Tiene una impresionante
rotonda artesonada y dotada de una apertura central más atrevida y
vistosa incluso que la cúpula de San Pedro en el Vaticano.
No lejos del Panteón visitamos el altar monumental conocido como Ara
Pacis, construido, en conmemoración de la paz y el imperio, en el año 9 a.
de C. Sus prodigiosos relieves retratan la apretada procesión de Augusto,
su familia y los colegios sacerdotales.
Desde aquí, cruzando el Tíber por el venerable puente Aelio, accedemos al
panteón familiar de Adriano. Una formidable construcción circular que
perdió su sentido funerario para convertirse en edificio de usos múltiples.
En el siglo Vi el papa Gregorio el Grande consagró una iglesia en su cima
y a principios del Xvi el papa Alejandro Vi, de origen español como
Adriano, transformó el conjunto en fortaleza del Santo Ángel. Hoy es una
apretada síntesis de las Romas imperial y pontificia. Conviene que
ascendamos a su privilegiada terraza para que nuestra vista se pierda
sobre tejados y arboledas. No es vano buscar aquella Roma que
conocimos en la trepidante Roma que hoy contemplamos.
Y ya que nos encontramos tan cerca del Vaticano –¿qué fue de aquellas
arboledas y quintas de recreo que cubrían estos solitarios parajes en
nuestra anterior visita?–, bueno será que visitemos sus museos, que,
junto con los Capitolinos, se reparten lo mejor que Roma tiene de Roma.
Lo que no está en los museos se encuentra disimulado en sorprendentes
"collages" y palimsestos. El teatro de Marcelo es casa de vecinos, el
estadio de Domiciano es la plaza Navona, la exedra de las gigantescas
termas de Diocleciano es la actual plaza de la República, el obelisco
egipcio que adornaba el templo de Isis cumple ahora su función en la
plaza de Minerva; su compañero, el implantado en la "spina" del circo de
Calígula y Nerón, es el que hoy se yergue en el centro de la plaza de San
Pedro, en el Vaticano. Si subimos al Quirinal, para ver la fuente de
Montecavallo, antigua Acqua Felice, veremos un mosaico de bellezas de la
más variada procedencia. En un principio, el lugar estaba adornado con
dos Dioscuros que contemplaban el trajín de las termas de Constantino,
pero en el siglo Xvi el papa Sixto V los hizo girar para exorno de la fuente.
Sus sucesores, los Píos Vi y Vii, la recargaron con otros despojos, entre
ellos el obelisco egipcio que anteriormente había adornado el mausoleo de
Augusto... Sí, en esta ciudad hasta las piedras son peregrinas.
26. El legado de Roma
La historiografía materialista ha criticado la obra de Roma. Nos presenta
el mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente
sobre las insaciables fauces de la explotadora ciudad. Aquella república
de frugales campesinos había degenerado en la opulenta ciudad de los
vicios, donde una legión de nuevos ricos y otra de nuevos pobres vivían de
las rentas y de la "annona", es decir, de los recursos de las oprimidas
provincias del imperio. Y, en la base de todo, una economía que sustenta
sus cimientos en la explotación de mano de obra esclava y en la
expansión imperialista tras los metales preciosos, las materias primas y
las nuevas tierras que el Estado necesita.
El caso es que estas acusaciones son básicamente ciertas, pero su
certidumbre no invalida el hecho de que, en términos generales, el
balance civilizador de Roma resulte muy favorable. Roma somos nosotros:
los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes
históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los
europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la
interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se
fundieron en el crisol de Roma: la cultura griega y el pensamiento
religioso judío, origen, respectivamente, de la expansión universal de la
civilización helénica y de la religión cristiana. Una peculiar aleación que
quizá fuese prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.
Roma nos legó su forma de vida y sus instituciones, impuso a los pueblos
sometidos hermandad dentro del marco institucional jurídico y
administrativo del "cives romani" y nos legó el patrimonio precioso de su
ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan
las coordenadas históricas de los europeos en este difícil camino que nos
conduce a la integración supranacional, es decir, a ser otra vez,
básicamente, Roma. "Vale".
Apéndice
Los monumentos romanos de España
Los restos romanos en España datan en su mayoría de la época imperial y
son lógicamente más abundantes en las zonas más intensamente
romanizadas: todo el litoral mediterráneo y Extremadura.
En el siglo Iii había 34 calzadas: una tupida red en la que destacaban la
Vía Augusta, que costeaba el levante hasta Cádiz, y la Vía de la Plata, que
unía Cádiz con Galicia.
A lo largo de estas calzadas encontramos puentes famosos como los de
Alconetar, Salamanca, Alcántara, Mérida y Córdoba.
Las ciudades de nueva fundación obedecían al trazado típico romano:
perímetro rectangular y dos vías principales perpendiculares a partir de
las que parten las secundarias, quedando la distribución en damero para
las manzanas de casas. Este primitivo trazado se adivina en Mérida,
Numancia, Lugo, Barcelona y León. En algunos recintos quedan restos de
murallas romanas: Barcelona, Tarragona, Mérida, Lugo, Zaragoza y
Astorga; o de acueductos: Segovia, las Ferreras (Tarragona) y Mérida.
Los arcos de triunfo nunca fueron tan espectaculares como los de Roma.
Aquí se encuentran en vías, puentes o lindes territoriales. Destacan los de
Alcántara, Cabanes (Castellón), Bará, Medinaceli (Soria) y Cápera
(Cáceres).
Los edificios ubicados en el interior de las ciudades han soportado peor el
paso del tiempo, puesto que han sido reiteradamente expoliados como
canteras de materiales de construcción. No obstante conservamos
importantes vestigios de teatros (Mérida, Sagunto, Itálica, Málaga);
anfiteatros (Tarragona, Itálica, Mérida, Carmona); templos (Vich, Córdoba,
Baelo en Bolonia –Cádiz–, Mérida, Évora, Barcelona y el templete del
puente de Alcántara); termas (Itálica, Alange de Badajoz); circos (Mérida,
Toledo, Tarragona y Sagunto); necrópolis (Carmona, Mérida);
monumentos funerarios (Torre de los Escipiones en Tarragona, mausoleo
de los Atilios en Sádaba de Zaragoza, dístilo de Zalamea en Badajoz,
mausoleo de Fabara en Zaragoza y el de Centcelles en Tarragona). Los
restos de escultura, mosaico y utillaje se encuentran principalmente en
los museos de Mérida, Tarragona, Madrid, Sevilla, Barcelona, Zaragoza,
Jaén y Córdoba.
Fin
Este libro nos propone una fascinante excursión a la Roma de los Césares
cuando su Imperio abarcaba casi todo el mundo conocido. Combinando
deliciosamente el rigor histórico, la agilidad narrativa y el humor, Juan
Eslava reconstruye las costumbres de Roma en el ambiente vivo, y a veces
irrespirable, de aquella ciudad refinada y brutal que era compendio de
todas las razas y culturas del orbe. De su mano nos internamos en los
diversos ambientes de la urbe para captar, con regocijada sorpresa y a
veces con un punto de aprensión, los pintorescos detalles de su vida
cotidiana.
Los abigarrados foros, las escandalosas casas de vecinos, la amable y
promiscua sociedad de los baños y letrinas públicas, el institucionalizado
intercambio de esposas entre las clases pudientes, las curiosas
costumbres sexuales, los impresionantes ritos de la muerte, el comercio
de esclavos, los terribles suplicios, las ceremonias religiosas, la magia, la
superstición, la trepidante vida nocturna, los refinamientos
gastronómicos, la etiqueta de los banquetes, el turismo, los juegos de
azar, las carreras de circo y los sangrientos espectáculos del anfiteatro; el
mundo sórdido, pero también heroico, de los gladiadores y de los que se
ganaban la vida luchando contra las fieras...
Sobre este fondo colorista contemplamos, en vigoroso y descarnado
mosaico, una galería de célebres personajes, como Julio César, Augusto,
la seductora Cleopatra, la depravada Mesalina y la dinastía imperial que
se hizo famosa por sus vicios y crueldades: Tiberio, Calígula y Nerón.
Ésta es una colección de retratos de ciudades en sus momentos más
brillantes, curiosos y significativos.
Su ambiente, su vida cotidiana, sus personajes, sus mitos y anécdotas, la
configuración urbana y sus características, el arte y la literatura, los
restos más importantes de la época que aún se conservan y que pueden
ser objeto de una especie de itinerario turístico, cultural o nostálgico, todo
lo que contribuyó a hacer la leyenda y la historia de una ciudad en el
período de mayor fama, se recoge en estas páginas de evocación del
pasado.
Grandes escritores que se sienten particularmente identificados con la
atmósfera y el hechizo de estas ciudades de ayer y de hoy resumen para el
lector contemporáneo lo que fue la vida, la belleza y a menudo el drama
de cada uno de estos momentos estelares de la historia que se encarnan
en un nombre de infinitas resonancias.
Una copiosísima ilustración de planos y mapas, grabados antiguos,
reproducciones de obras de arte, fotografías y caricaturas completan
admirablemente los textos de los autores.
Siendo mucho más que una simple guía turística y algo muy diferente de
un libro de historia en su acepción usual, "Ciudades en la Historia"
presenta un panorama ameno y muy bien documentado de lo más
profundo, interesante y vistoso que cada ciudad, en su momento de
máximo esplendor o de mayor singularidad histórica, puede ofrecernos.
El original en tinta aparece profusamente ilustrado con figuras,
fotografías, grabados, etc., estrechamente relacionados con el texto que,
hemos omitido.
"A mis padres.
Y a Diana y María, sus nietas romanas"
Un español te lleva de su mano y te repite, oh caminante, en vano: Si
entras en Roma no saldrás de Roma.
Rafael Alberti
1. Los gemelos que amamantó la loba
Los romanos, que tan orgullosos estaban de su ciudad, conocían, desde
niños, esta leyenda: Érase una vez la diosa del amor, Venus, que se
enamoró de un mortal, el noble troyano Anquises, y concibió de él un hijo,
Eneas. Cuando la ciudad de Troya fue conquistada y destruida por los
griegos, Eneas escapó de la matanza y se hizo a la mar con un puñado de
fugitivos en busca de otra tierra donde establecerse. Después de diversas
aventuras y fracasos, desembarcaron en Italia, cerca del río Tíber, en los
dominios del rey Latino, que era descendiente del dios Saturno. Este
Latino concedió a Eneas la mano de su bella hija, la princesa Lavinia.
Un hijo de la feliz pareja, Ascanio, fundaría, años más tarde, la ciudad de
Alba Longa e inauguraría la prestigiosa dinastía que habría de reinar en
ella durante muchas generaciones.
Siglos pasaron y uno de los descendientes de Ascanio, el rey Numitor, fue
destronado y expulsado de Alba Longa por su taimado hermano Amulio.
Además, el usurpador obligó a su sobrina, la bella Rea Silvia, a
consagrarse a la diosa Vesta, lo que es tanto como decir que la metió en
un convento de clausura para que no pudiera tener hijos que propagaran
la simiente del destronado Numitor.
Pero Marte, el dios de la guerra, se prendó de la bella muchacha y la
empreñó. Rea Silvia dio a luz dos hermanos gemelos a los que puso por
nombres Rómulo y Remo. Cuando el malvado Amulio tuvo noticias del
parto decidió desembarazarse de las criaturas y ordenó que las arrojaran
al Tíber, pero la criada encargada de cumplir tan cruel sentencia se
apiadó de los niños y los depositó en una cestilla de mimbre que,
discurriendo río abajo, fue a encallar entre las raíces de una providencial
higuera que crecía al pie mismo del monte Palatino.
Una loba, a la que los cazadores habían matado su reciente camada,
percibió el llanto de los pequeñuelos y, colocándose encima de ellos,
permitió que mamasen de sus doloridas ubres.
Luego, con maternal instinto, los crió y ellos crecieron robustos y lobunos
hasta que se hicieron hombres.
Pasaron los años y Rómulo y Remo, con las vueltas del tiempo, vinieron a
saber la historia de su origen. Entonces fueron a Alba Longa, mataron al
usurpador Amulio y restituyeron a su anciano abuelo Numitor en el trono
de la ciudad. Cumplida esta justicia, regresaron a los parajes donde los
había criado la loba y fundaron allí la ciudad de Roma. Y ahora viene la
parte más dramática de la leyenda: en el curso de una ceremonia sagrada,
Rómulo dibujó, en torno al escarpe del Palatino, el surco cuadrangular
sobre el que había de elevarse el muro de la nueva ciudad. Pero Remo,
celoso, deshizo de una patada la señal de tierra. Este sacrilegio le costó la
vida porque el severo fundador le hundió el cráneo con su azada. Sobre
tan terrible sacrificio propiciatorio, vertida la sangre de Venus y Marte,
amor y guerra, Roma quedaba consagrada.
Hasta aquí la leyenda, pero la historia es mucho más prosaica y menos
atractiva. Hacia el año 750 antes de Cristo, algunas familias de
campesinos se establecieron cerca de la orilla izquierda del Tíber y
construyeron sus modestas chozas de barro en la ladera de la colina
Palatina. Desde aquella defendida posición dominaban sus campos de
cultivo y el humilde embarcadero del río. El lugar era insalubre, pues la
cercanía de pantanos favorecía el paludismo, pero tenía la ventaja de
estar al resguardo de piratas y saqueadores puesto que el mar quedaba a
casi una jornada de camino. Otra ventaja, que se haría evidente con el
tiempo, fue su estratégica posición: en el centro de la península itálica,
que era el centro del Mediterráneo, centro a su vez del mundo conocido.
Los pobladores de los alrededores del Palatino se federaron en una liga,
Septimontium, dominada por la tribu Sabina, a la que los latinos, menos
poderosos, se sometían. Esta liga se enfrentó a la ciudad de Alba Longa y
la destruyó, pero el esfuerzo militar la dejó tan debilitada que fue a su vez
fácilmente dominada por los etruscos, otra tribu foránea. Bajo la
hegemonía de los etruscos, las distintas poblaciones diseminadas por las
siete colinas comienzan a vertebrarse en la forma de una ciudad con
espacios comunales, la ciudad del río ("rumon") o Roma.
Cuando el poder etrusco entró en crisis, los sometidos latinos se
revelaron, obtuvieron su independencia y proclamaron la república.
Desde estos humildes orígenes, los romanos fueron progresando lenta
pero incesantemente. Dos siglos después ya se habían impuesto a las
otras ciudades del entorno; pasados otros doscientos años eran amos de
toda la bota italiana. Finalmente, prosiguiendo su imparable ascensión,
dominaron las tierras ribereñas del Mediterráneo (al que ellos llamaban
"mare nostrum", "nuestro mar"), la Europa atlántica y Oriente Medio
hasta Persia. La Roma imperial, capital del estado universal, rectora del
mundo conocido, la reina de las ciudades y señora del mundo, como la
llama Cervantes, llegaría a contar, en la época de su mayor desarrollo, en
el siglo Ii, un millón doscientos mil habitantes. Ésa es la Roma en la que
ya, sin más dilaciones, vamos a penetrar.
2. Una república de patricios
Durante cuatro siglos, Roma se gobernó por un régimen
seudodemocrático basado en una serie de costumbres ancestrales ("mos
maiorum") que fueron quedando cada vez más desfasadas.
Teóricamente la paz social quedaba garantizada por el equilibrio de dos
instituciones que representaban, respectivamente, al pueblo y a la
aristocracia: los Comicios, o asamblea popular, que elegía cada año al
gobierno; y el Senado, o parlamento vitalicio, en manos de la aristocracia,
que ratificaba tal elección. El conjunto del poder político se expresaba por
la conocida fórmula: Senatus PopulusQue Romanus, o SPQR.
En la práctica, todo el poder se concentraba en manos de la aristocracia
senatorial. Los doscientos cincuenta mil votantes se dividían en cinco
clases, con arreglo a un baremo establecido sobre el patrimonio personal
de cada uno. Los que nada poseían, la masa obrera, ni siquiera
constituían clase. Eran "infra classem" o "proletarii", curiosa palabra que
significa "que sólo poseen a sus hijos". Éstos se libraban del servicio
militar, un honor reservado a los ciudadanos con derecho a voto. La clase
superior, más rica que las otras, realizaba este servicio a caballo y, por lo
tanto, sus integrantes constituían el grupo de los caballeros o "equites"
que con el tiempo iría acaparando la actividad económica de la ciudad.
Frente a los "equites" destaca, en creciente oposición, la aristocracia
("nobilitas", descendientes de algún alto cargo), que detenta el poder
político a través de un Senado defensor de sus intereses de clase.
La unidad de voto romana no se basaba en el principio "un hombre, un
voto" que, aunque nos parezca fundamental, es, sin embargo, innovación
relativamente moderna, sino en el voto colectivo de un grupo (fuera curia
o tribu o centuria, dependiendo del tipo de votación). Este curioso sistema
garantizaba el triunfo de la oligarquía senatorial en todas las votaciones.
En las llamadas centurias, una minoría de millonarios constituye la
mayoría efectiva puesto que ocupan noventa y ocho unidades de voto de
un total de ciento noventa y tres. Y, si la votación es por tribus, continúan
predominando puesto que están distribuidos en veintisiete tribus rurales,
mientras que la plebe urbana se concentra en sólo cuatro. Por lo tanto, el
margen de participación real del pueblo era más bien escaso, por no decir
ridículo.
Como es de esperar, el gobierno resulta elegido entre la aristocracia de la
ciudad. Sus integrantes han de progresar en la carrera política,
obligatoriamente, de acuerdo con un escalafón ("cursus honorum"), que
integra los siguientes cargos: – "cuestores" o encargados de hacienda,
tesorería y pagos. Al principio eran sólo dos, pero este número fue
aumentando, según la creciente complejidad de la máquina estatal lo
requería, hasta alcanzar los cuarenta en época de César; – "ediles", o
concejales municipales. Normalmente había cuatro.
– "pretores", que cumplen las funciones del ministerio de justicia y del
interior. En ausencia del cónsul lo sustituyen. Al principio sólo hubo uno,
pero en la época de César eran ya dieciséis; – "cónsules", que vienen a ser
presidentes del gobierno con poderes casi absolutos pero compartidos,
puesto que son dos. Presiden el Senado y los comicios y capitanean el
ejército. El año romano recibe el nombre de sus dos cónsules; –
"censores", que son antiguos cónsules encargados de elaborar el censo de
los ciudadanos actualizando su clasificación por clases según la fortuna
de cada individuo. También nombran a los nuevos senadores, entre las
personas de prestigio, y vigilan las costumbres de la población. Se eligen
para cinco años.
Los cargos gubernativos más bajos (cuestores y ediles) tienen "potestas",
es decir, poder administrativo; los más altos (pretores y cónsules) tienen
"imperium", que es poder de vida y muerte, de carácter sagrado.
Cuando están ejerciendo su cargo van precedidos y escoltados por un
número variable de soldados ("lictores") que portan al hombro las "fasces",
varas de azotar, atadas en un haz, símbolo del poder coactivo que otorga
el cargo. Cuando están fuera de la ciudad, y por lo tanto de la jurisdicción
del pueblo, añaden a las varas un hacha de verdugo ("securis") cuyo
hierro sobresale del haz. Mussolini, que soñaba con emular la pretérita
gloria de Roma, adoptó las "fasces" como símbolo de su partido "fascista".
Al margen de los cargos descritos, y fuera ya del "cursus honorum",
existían los diez tribunos de la plebe que representaban, teóricamente,
"una revolución insitucionalizada". Estos tribunos, elegidos entre los
plebeyos, tenían derecho de veto contra todos los cargos con "imperium".
Además, eran inviolables: el que les ponía la mano encima quedaba
solemnemente excomulgado ("sacer"). En la práctica no siempre fueron
efectivos en la defensa de los derechos del pueblo, puesto que el voto de
uno solo de ellos podía invalidar el de los otros nueve.
Finalmente, y sólo en circunstancias excepcionales, el Senado podía
proponer a un dictador para que salvara a la patria. En este caso,
automáticamente quedaba en suspenso la autoridad de todos los demás
cargos, a excepción de los tribunos de la plebe.
El dictador disfrutaba de plenos poderes durante seis meses.
El sistema electoral romano tenía, además de las expuestas, otras
pintorescas limitaciones. Solamente se podía votar en Roma, no existía el
voto por correo (que Augusto intentaría introducir, sin resultados). Por lo
tanto, de la numerosa población que habita fuera de la ciudad, sólo los
ricos se pueden permitir el lujo de acudir a las urnas cada vez que se
anuncian votaciones: ¡unas veinte veces al año! Además, pude ocurrir que
los taimados aristócratas recurran a tácticas dilatorias para que sus
adversarios políticos venidos del campo se vean obligados a regresar a sus
hogares sin haber votado, por miedo a perder las cosechas. Por otra parte,
el mecanismo del sistema está ideado para favorecer descaradamente las
tendencias conservadoras en detrimento de las liberales. La mitad de las
unidades de voto, las mentadas centurias, han de estar integradas por
"seniores" o ciudadanos mayores de 45 años, lo que perjudica al mayor
número de "juniores", que ha de resignarse con la otra mitad. Por si esto
fuera poco, en caso de empate tienen preferencia los casados y, entre
ellos, los que tengan hijos.
Asistamos, aunque sólo sea por curiosidad, a una votación. El día elegido,
que debe ser auspicioso, se iza una bandera roja en el Capitolio y se
convoca a los votantes a toque de corneta ("classicum"). Este día señalado
ha venido precedido, como es natural, por un periodo de veinticuatro días
de propaganda electoral, presentación de candidatos, confección de listas
y actuación de muñidores y comparsas.
Primero, el aspirante se presenta a los magistrados y, en caso de que
cumpla los requisitos (ya se sabe, la experiencia previa requerida por el
"cursus honorum"), es inscrito como "petitor". Estos candidatos
("candidati", así denominados porque se lucen con una toga blanqueada
con tiza) comienzan su gira electoral ("ambitus", de donde, tome nota el
lector, procede la palabra "ambición") por plazas, mercados de abastos,
paseos y demás lugares de concurrencia, donde hablan con todo el
mundo y se fingen interesados en los problemas del procomún, a la caza
del voto. Entre el obligado séquito que los acompaña a todas partes figura
un memorioso sujeto, "el nomenclator", cuyo oficio consiste en conocer
por su nombre y apodo a todos los posibles votantes e írselos apuntando
al candidato para que pueda saludar a cada cual familiarmente.
Luego está el equipo de promoción de imagen que incluye parientes,
amigos y correligionarios. Es importante cuidar este equipo. "Que todos
los estamentos –aconseja un texto de la época–, que todas las categorías y
todas las edades estén representadas... considera desde ese punto de
vista tres clases de personas: las que acuden a saludarte a casa, las que
te acompañan a la plaza pública y las que van contigo a todas partes...".
Es muy normal utilizar a gente joven, más idealista y sacrificada, en la
campaña electoral: "¡Qué celo admirable el de los jóvenes! –exclama otro
texto–. Ya sea para hacer propaganda, para visitar al elector, para hacer
recados, par figurar en tu cortejo, ¡qué actividad!". En el equipo deben
figurar algunos eficientes amanuenses, porque es necesario despachar
desesperadas cartas a posibles votantes ausentes instándolos a que
vengan a Roma a votar: "Necesito que vengas inmediatamente –escribe el
candidato Cicerón a su amigo Attico–; es seguro que algunos nobles
amigos tuyos se van a oponer a mi elección. Trata de venir a Roma".
Los mítines ("contiones") están a la orden del día, así como la compra de
votos por medio de los "divisores".
Se divulgan eslóganes políticos: "Vota a Fulano, el más honrado" o "el más
virtuoso", o "el más honesto".
Otras calificaciones: "hombre de pro", "muy religioso", "ya conocéis su
rectitud", "organizará espectáculos".
A veces unas siglas siguen al nombre del candidato: D. R. P., es decir,
"digno de cargos públicos". Las valas publicitarias están muy solicitadas.
A falta de mejores medios, se realizan sobre la pared previamente cedida
por el dueño de la casa. Tales pintadas electorales son ejecutadas en serie
por un equipo que integra a un blanqueador, que prepara la pared; un
rotulador, que escribe el texto usando mayúsculas rojas o negras de hasta
treinta centímetros de altura, y dos ayudantes que portan la luz y los
trebejos.
En Pompeya se ha encontrado el siguiente anuncio: "Votad a Aulo Vettio
Firmo para edil. Os lo solicitan Fusco y Vaccula". Con este tipo de
murales se ganaban la vida muchos artistas, algunas de cuyas obras,
imitando nobles inscripciones en piedra, merecerían figurar en un museo.
Es una lástima que los del partido rival acostumbrasen estropear estos
carteles con sus pintadas (por lo que, a veces, se añadía debajo, en letras
más pequeñas, alguna maldición: "Que la enfermedad se lleve al que lo
borre"). Algunas pintadas nos hacen sonreír: "Los borrachos noctámbulos
solicitan tu voto para su compadre Fulano" (aquí el nombre del político al
que se pretende desacreditar); "Lo apoya la cofradía de los dormilones; Lo
apoyan sus amigos chorizos; Lo apoyan los esclavos fugados". Otras
resultan filosóficas: !"Cuántas mentiras alimenta la ambición"! Las hay,
finalmente, que son como dardos envenenados. En otro muro pompeyano,
debajo del mural que solicita el voto para un tal Cayo Julio Polibio, sus
adversarios han añadido: "Cuculla y Zmyrina" –dos conocidas prostitutas
del barrio– "declaran amar y apoyar a Polibio".
¿Qué prometían al electorado los políticos romanos? Los asesores de
campaña aconsejaban un programa ecléctico: "Que el Senado crea que
vas a defender su autoridad; que los "equites", la gente honorable y los
ricos encuentren en ti la defensa de su reposo y de su paz, y que la plebe
estime que no vas a oponerte a sus intereses". ¿A quiénes conviene
halagar, hechizar, conquistar con el encanto personal?: "A las gentes del
campo y de los pueblos les basta con que nos sepamos su nombre para
creerse que son amigos nuestros... los candidatos en general y tus
adversarios en particular descuidan a esas gentes... pero será mejor que
consigas que vean en ti más que a un buen nomenclator, a un verdadero
amigo...". "No descuides los banquetes que has de organizar en tu casa o
en las de tus amigos e invita a gente de todos los barrios, procurando que
estén representadas todas las tribus".
Bien, hemos visto la bandera, hemos oído la trompeta y, como buenos
ciudadanos con derecho a voto, hemos acudido al lugar de los comicios.
En la explanada del Campo de Marte, a las afueras de la ciudad, se han
ido reuniendo los que van a votar y a la orden de un magistrado que dice
"dispersaos, romanos" ("discedite quirites") nos hemos ido agrupando por
centurias. Las de los ricos, que votan los primeros, se han puesto
previamente de acuerdo sobre la lista de cargos que quieren sacar. El
secretario ("centurio") organiza el acto auxiliado por un administrativo
("rogator") que va pasando lista para que cada cual emita su voto. En los
primeros tiempos el voto era oral, pero desde 139 a. de C. se escribe. En
obsequio a la mayoría analfabeta sólo hay que tachar una letra en la
papeleta ("tabella"). Si se trata de un juicio las letras son L ("libero", es
decir, declaro libre), o D ("damno", condeno). A veces A de "absolvo" o C de
"condemno". Si se trata de una proposición de ley se pone V ("vti rogas",
que sea como pides), o A ("antiquo", que sigan las cosas como antes).
Cuando el "centurio" ha identificado al votante lo deja pasar con su
tablilla a un alto y estrecho escaño de madera ("ponte"), donde, bien a la
vista de todos, está la urna ("cista"), custodiada por varios circunspectos
"custodes". Con este lentísimo sistema no es de extrañar que el escrutinio
durase cinco o seis horas. En realidad cuando las centurias de los ricos,
que votaban primero, habían obtenido la previsible mayoría, la votación se
interrumpía y los pobres se quedaban sin votar. También se suspendía si
a alguien le daba un ataque de epilepsia, el llamado "mal comicial", que
era aviso de los dioses. En algunas ciudades también se dieron casos de
suspensión, aplazamiento o anulación por causas más terrenales:
garrotazo a la urna, palizas a candidatos, falsificación de papeletas o
manipulación del recuento, voto de gente no censada y un largo etcétera.
De donde se deduce que el pucherazo electoral no es cosa de ahora o, por
decirlo a la romana, "nihil novum sub sole".
Nos sorprende la modernidad de la estrategia electoral romana, producto,
sin duda, de una larga evolución.
Durante siglos la estuvieron practicando aunque, como hemos visto,
nunca alcanzaron un gobierno democrático en el moderno e igualitario
sentido del término. Durante siglos, también, aquella república gobernada
por una aristocracia inmovilista hizo la guerra a todos los pueblos y
países de su entorno. En el siglo Iii a. de C.
Roma había sojuzgado a toda la península Itálica. Después amplió sus
intereses a los territorios de ultramar y se enfrentó a la poderosa Cartago
por el dominio del Mediterráneo.
Romanos y cartagineses lucharon en tres guerras. Durante la segunda, la
situación de Roma llegó a ser angustiosa con el victorioso caudillo
enemigo, Aníbal, a las puertas de la ciudad. No obstante, Roma resistió
con heroica determinación y, años después, logró derrotar a su temible
adversario. Con la definitiva destrucción de Cartago (147 a. de C.) Roma
quedó dueña del Mediterráneo e inició su expansión territorial por
Europa, Oriente Medio y el Norte de África. Las inmensas riquezas de
estos territorios enriquecieron a la aristocracia senatorial, que se
distribuía los cargos y prebendas, y a los "equites", que canalizaban el
activo comercio, pero, al propio tiempo, la devastadora competencia de la
mano de obra esclava terminó arruinando al pequeño campesino y al
artesano y los convirtió en parásitos improductivos cuya única salida
consistía en hacer fortuna en el ejército.
Estos cambios económicos provocaron, a lo largo del periodo republicano,
fuertes tensiones sociales entre los tres grupos predominantes: los cada
vez más numerosos y empobrecidos plebeyos; la pujante plutocracia de
los "equites", que demanda un mayor espacio político proporcional a su
poderío económico; y la inmovilista aristocracia senatorial que se
encastilla en sus antiguos privilegios y se resiste a ceder terreno.
Dos reformadores, los hermanos Gracos, tribunos de la plebe, intentaron
obtener tierras para el pueblo por medio de una revolución pacífica, pero
fueron asesinados. No obstante, la aristocracia hubo de transigir en que
desde entonces el enriquecido Estado sobornara a la plebe con
distribuciones de trigo a bajo precio o gratuitas ("annona"). Esta práctica
se institucionalizaría y contribuiría a la formación de una numerosa clase
social parasitaria y embrutecida que vive de los subsidios estatales y se
desentiende de las cuestiones del gobierno.
3. El ocaso de la república
Hacia el siglo I a. de C., el Senado se había convertido en una institución
obsoleta y corrupta, incapaz de afrontar las nuevas necesidades que
comportaba la administración de los inmensos territorios conquistados
por Roma. Julio César daría finalmente al traste con la república y
prepararía el retorno de Roma al autocrático régimen monárquico. César,
aunque nacido en el seno de una antigua y prestigiosa familia senatorial,
se inclinó políticamente por el partido del pueblo, que se oponía al
corrupto Senado y propugnaba la evolución institucional y una mayor
democratización de las estructuras del poder. El joven César apostó
fuerte: primero se atrajo a la oprimida y descontenta plebe con
espectáculos públicos, banquetes y dádivas que lo dejaron endeudado y al
borde de la ruina; después marchó a Hispania, donde sofocó una rebelión
de tribus indígenas y ganó –además de prestigio– las inmensas riquezas
que necesitaba para saldar sus deudas y proseguir su brillante carrera
política; finalmente regresó a Roma. Allí encontró a otro famoso general y
ambicioso político, Pompeyo, que acababa de enemistarse con el Senado,
y a un millonario, Craso, paradójicamente líder del partido del pueblo (en
el que también militaban muchos adinerados "equites"). Este Craso,
llamado el Rico ("Crassus dives"), llegó a ser dueño de la mayor parte de
los bienes raíces de Roma. Sus procedimientos combinaban el ingenio con
la falta de escrúpulos. Había credo, por ejemplo, un cuerpo de bomberos
propio y, cuando había un incendio en la ciudad, compraba a bajo precio
los inmuebles amenazados y luego enviaba a sus hombres a extinguir el
fuego. Pero sabía ganarse a la gente con préstamos y regalos y el pueblo lo
apoyaba.
Pompeyo y Craso se estaban disputando la arena política. César consiguió
reconciliarlos y constituyó con ellos una coalición electoral que Tito Livio
denominaría "conspiración permanente": el primer triunvirato.
Sumando la fuerza de sus aliados a la de sus muchos partidarios en
Roma, César logró ser elegido cónsul para el año 59 a. de C. Pero, como
los cónsules eran dos, teóricamente se veía obligado a compartir el poder
con un compañero de ideología conservadora. En la práctica consiguió
desplazarlo para gobernar de manera casi personal, después de anular a
sus otros adversarios políticos de importancia: Cicerón, el famoso orador,
y Catón.
Cuando expiró su periodo consular, César abandonó Roma y marchó a las
Galias en busca de mayor gloria militar con la que cimentar su prestigio
político. Consiguió plenamente sus objetivos: sometió a las tribus rebeldes
de aquella rica provincia y conquistó para Roma nuevos y extensos
territorios.
Estos fulgurantes éxitos despertaron la envidia de sus antiguos
camaradas de triunvirato, Pompeyo y Craso, y el recelo de la aristocracia
senatorial, que veía peligrar sus privilegios si César llevaba adelante los
anhelos democratizadores del partido del pueblo.
Craso, deseoso por su parte de ganar gloria militar, fue a buscarla en la
capitanía de las legiones de Oriente, pero resultó ser un mediocre
estratega y fue derrotado y muerto por los partos. Se cuenta que el rey de
los partos, cuando le presentaron el cadáver de Craso, le hizo verter en la
boca oro derretido, al tiempo que le decía: "¿No es esto lo que venías
buscando desde siempre? Anda, hártate ahora".
Desaparecido Craso de la escena, era inevitable que Pompeyo y César
acabaran enfrentándose. El Senado, corrigiendo pasados desprecios, ganó
a Pompeyo para su causa, lo nombró cónsul único, es decir, dictador, y lo
puso a la cabeza del partido senatorial. La maniobra fue un acierto
político, pero luego la malograron con un tremendo error: subestimaron el
poder de César en las Galias y lo conminaron a que licenciara su ejército
y regresara a Roma. Al propio tiempo comenzaron a perseguir a los más
destacados líderes del partido del pueblo. En vista del cariz que tomaban
los acontecimientos, algunos correligionarios de César huyeron de Roma y
fueron a unírsele a las Galias, entre ellos el tribuno de la plebe Marco
Antonio, que era amigo y medio pariente suyo.
César calculó inteligentemente su jugada y nuevamente decidió la partida
con pasmosa habilidad. Atravesó el fronterizo riachuelo Rubicón al frente
de sus tropas e invadió el suelo italiano. Esto equivalía a declarar la
guerra al Senado, es decir, a un golpe de estado en términos modernos.
La guerra civil había comenzado.
El Senado confiaba poder oponerse a César por las armas, pues contaba
con suficientes tropas bajo su mando y Pompeyo era, o había sido, un
excelente general. Pero desde las victorias de Pompeyo en Asia había
transcurrido mucho tiempo y la figura de César resultaba mucho más
atractiva a una tropa que procedía mayoritariamente de las clases
populares de Roma. Por tanto, comenzaron a desertar de las filas
senatoriales para unirse a las de César. La desbandada general no tardó
en producirse: el propio Pompeyo y los senadores más comprometidos
huyeron, primero de Roma y después de Italia, dejando el campo libre a
su poderoso adversario.
El partido senatorial reorganizó sus fuerzas en las provincias con lo que la
guerra civil prendió en todos los dominios de Roma. Finalmente, César y
Pompeyo se enfrentaron personalmente en la batalla de Farsalia (Grecia)
en el 48 a. de C. A pesar de la aplastante superioridad numérica del
ejército pompeyano, César venció y Pompeyo hubo de huir nuevamente.
Esta vez se refugió en Egipto, país satélite de Roma, donde contaba con la
protección de la casa real. Pero el maquiavélico primer ministro egipcio,
Potino, pensó que sería mejor congraciarse con el victorioso César;
después de recibir a Pompeyo con halagos, lo hizo asesinar.
César, menos cruel que aquellos orientales, lamentó sinceramente la
muerte de su adversario, al que a pesar de todo admiraba por sus glorias
pasadas. Y en este punto de nuestro relato aparece otro fascinante
personaje: Cleopatra.
El rey de Egipto era a la sazón Tolomeo Xiii, un jovenzuelo de trece años
de edad que estaba enemistado con su hermana Cleopatra. La muchacha
vivía su dorado exilio en Siria, pero en cuanto tuvo noticias de que César
se encontraba en Egipto, fletó su barco y se presentó en Alejandría
dispuesta a suplicarle que defendiese sus derechos frente al rey su
hermano.
Naturalmente el calculador ministro Potino no consentiría que la
seductora Cleopatra se entrevistase con César y desplegase ante el fogoso
romano sus irresistibles encantos.
Pero ella burló esta última barrera protocolaria recurriendo a una
celebrada argucia femenil: se hizo llevar a la alcoba de César escondida
dentro de una rica alfombra que le enviaba como presente. César, que
siempre fue bastante mujeriego, quedó cautivado por la belleza y la osadía
de la princesa e inmediatamente se puso de su lado. Pero el intrigante
Potino, calculando que las escasas fuerzas que César había desembarcado
en Alejandría podían ser fácilmente derrotadas por ss propias tropas, lo
atacó y lo puso en aprietos. Después d tres meses de angustioso asedio,
César recibió refuerzos del exterior y pudo derrotar y dar muerte a Potino.
El joven Tolomeo Xiii, que había sido mero instrumento en manos de su
ministro, se ahogó en el Nilo cuando intentaba huir del desastre. Quedó el
romano, pues, árbitro de la situación y colocó en el trono de Egipto a su
amada Cleopatra, convenientemente asociada a su otro hermano,
Tolomeo Xiv, que sólo contaba nueve años.
Pacificado Oriente, César regresó a Roma donde su fiel Marco Antonio se
había ocupado de sus intereses durante su ausencia. El ahora
omnipotente César se mostró clemente con sus antiguos adversarios, los
prohombres conservadores que habían apoyado a Pompeyo, entre ellos
Cicerón.
En realidad la ascensión política del victorioso general era ya imparable:
contaba con la fuerza del ejército, con la simpatía del influyente partido
del pueblo y con la creciente debilidad y desprestigio del Senado. Por lo
tanto no le fue difícil acaparar todos los resortes del poder haciéndose
nombrar dictador vitalicio, jefe supremo del ejército, sumo sacerdote e
incluso tribuno vitalicio, lo que, además, sacralizaba su persona.
En este tiempo, César emprendió una serie de profundas reformas
políticas encaminadas a beneficiar a la mayoría en detrimento de los
antiguos privilegios de la clase senatorial: aumentó a novecientos el
número de los senadores, incluyendo a muchos partidarios suyos,
algunos de ellos incluso procedentes de provincias; reformó el sistema
fiscal para aliviar la insufrible presión impositiva que abrumaba a las
provincias; remedió los abusos de los gobernadores; extendió la
ciudadanía romana a la Galia y a ciertas ciudades de Hispania; reformó la
seguridad social (la "annona", el trigo de los pobres); fundó ciudades
provinciales; reformó el calendario; apadrinó ambiciosos proyectos de
obras públicas y puso, en fin, los cimientos del imperio que habría de
sucederle.
En toda esta acertada gestión sólo cometió un error grave. Ya dictador
vitalicio, soñaba con el retorno de la monarquía en una dinastía que él
mismo encabezaría. Esta dinastía sería de origen divino puesto que su
familia, la "gens" Iulia, era descendiente de Eneas y de Venus (idea que
plasma Virgilio en la Égloga Iv y en la Eneida). Pero el pueblo romano era,
por tradición, muy refractario a la idea de una monarquía. La historia
patriótica oficial había estado enseñando durante generaciones que la
grandeza de la ciudad se debía a su régimen republicano, tan superior
moralmente a las podridas monarquías de los pueblos sojuzgados por
Roma.
César había minado el poder del Senado reduciéndolo a un papel
meramente consultivo y se había atraído a la clase ecuestre y a parte de la
"nobilitas", pero la aristocracia conservadora era aún poderosa. Las
pretensiones monárquicas de César, cada vez más evidentes (lo
escoltaban 72 lictores, vestía manto y zapatos rojos como los antiguos
monarcas), constituyeron un revulsivo capaz de anudar nuevamente sus
dispersas voluntades en pos de un objetivo común: la eliminación física
de César como único medio de evitar que se proclamase rey. Lo
asesinaron en el edificio del Senado, el año 44 a. de C. Pero la idea
monárquica subsistió, y triunfaría con su sobrino y sucesor Augusto.
Pareció que la muerte de César iba a robustecer la posición del partido
senatorial. Sus líderes así lo creyeron al menos, entre ellos Cicerón, que
consiguió la aprobación de una ley que abolía perpetuamente la dictadura
y otra que echaba tierra al asunto del asesinato de César. Pero las cosas
no iban a resultar tan fáciles. Las reformas emprendidas por el dictador
eran ya imparables. En los funerales de César, su fiel lugarteniente Marco
Antonio dio lectura pública al testamento del difunto. César nombraba
hijo adoptivo suyo y heredero de sus bienes a su sobrino–nieto Octavio (el
futuro Augusto). También dejaba un generoso legado para el pueblo
romano. Este póstumo gesto demagógico desencadenó el fervor de la
plebe, cuya recia y colectiva voz se alzó para pedir justicia contra los
asesinos de su ídolo. A éstos les pareció más prudente poner tierra de por
medio y alejarse de Roma.
Los herederos políticos de César parecían ser su fiel lugarteniente Marco
Antonio y Lépido, otro prestigioso general. Entonces se presentó en Roma
el joven Octavio, y la situación cambió radicalmente. A pesar de sus
apenas estrenados diecisiete años, Octavio se mostraba digno sucesor de
César. Reclamó sus derechos y se proclamó "hijo del divino César"
haciéndose llamar César Octavio.
Parecía inevitable que el joven Octavio se enfrentara con Marco Antonio.
Los atemorizados aristócratas del partido senatorial vieron el cielo abierto:
inmediatamente apoyaron las pretensiones de Octavio y declararon
enemigo público a Marco Antonio. De esta manera buscaban dividir al
partido de la plebe. Una nueva guerra civil estalló. Esta vez se
enfrentaban el ejército del Senado, que apoyaba a Octavio, contra el de
Marco Antonio y su asociado Lépido. Marco Antonio resultó vencido y
hubo de huir, pero los dos cónsules que comandaban el ejército senatorial
perecieron en combate. En estas circunstancias, sólo Octavio quedaba
indemne y victorioso.
Inmediatamente reclamó el consulado, pero sus recelosos aliados del
partido senatorial, crecidos por la victoria sobre Marco Antonio, se hacían
los remolones. En una maniobra digna de su ilustre padre adoptivo, el
joven Octavio ocupó militarmente Roma y se hizo proclamar cónsul. El
Senado, otra vez aterrorizado, no osó rechistar.
Octavio había ganado la primera baza. Nadie en Roma discutía su
autoridad, pero su posición en las provincias distaba mucho de ser
halagüeña. En Occidente, los vencidos Marco Antonio y Lépido se
preparaban para volver a la lucha. En Oriente, los principales asesinos de
César hacían lo propio: Bruto en Macedonia y Casio en Siria.
Nuevamente dio muestras Octavio de sagacidad política poco común:
pactó con Marco Antonio y Lépido y formó con ellos una alianza tripartita,
el segundo triunvirato. En virtud de este arreglo, Octavio gobernaría sobre
África, Sicilia y Cerdeña; Marco Antonio sobre las Galias Cisalpina y
Trasalpina, y Lépido sobre la Narbonense e Hispania.
En cuanto hubo afirmado su posición en Roma, el triunvirato actuó con
mano dura contra el partido senatorial. Condenaron a muerte a sus
líderes, desterraron a sus colaboradores y confiscaron los bienes de
muchos correligionarios y simpatizantes.
Entre las víctimas de esta represión se contó Cicerón, al que Marco
Antonio hacía responsable de la muerte de su padre adoptivo.
Purgada Roma de adversarios políticos, el triunvirato se ocupó de sus
enemigos de Oriente, los mentados Bruto y Casio, a los que se había
unido Sexto Pompeyo, el comandante de la flota, hijo de aquel Pompeyo
que luchó contra César. Los dos bloques se enfrentaron en una batalla
decisiva sobre suelo griego, en Filipos. Bruto y Casio resultaron
derrotados y muertos. Las últimas esperanzas del partido senatorial se
desvanecían.
Desaparecidos sus adversarios políticos, pareció que no había motivo
alguno para mantener el triunvirato.
Octavio y Marco Antonio se las compusieron para relegar a Lépido a la
provincia africana mientras ellos se repartían Oriente y Occidente y
sellaban el nuevo pacto con una alianza familiar: el matrimonio de Marco
Antonio con una hermana de Octavio, llamada a su vez Octavia. Los
grandes perdedores del nuevo reparto, Lépido y Sexto Pompeyo, no se
resignaban a ocupar la posición subalterna que les había tocado. Por lo
tanto se conchabaron para conspirar contra el cada vez más poderoso
Octavio. La suerte de las armas les fue esquiva una vez más. Lépido,
definitivamente excluido del triunvirato, tuvo que conformarse con el
cargo de Sumo Pontífice, en Roma.
Mientras tanto, la historia de la rivalidad de César y Pompeyo se
reproducía fatalmente entre Octavio y Marco Antonio. El mundo parecía
demasiado pequeño para contenerlos a los dos. Era inevitable que
terminaran enfrentándose.
Nuevamente entra en escena la bella Cleopatra. Marco Antonio, que había
marchado a Oriente para reorganizar aquellas provincias, se prendó de
ella y repudió a su esposa Octavia, la hermana de su poderoso socio. Era
todo lo que Octavio necesitaba para declararle la guerra. No obstante,
procuró guardar las formalidades para que no pareciese una cuestión
personal. Primero reveló, ante los horrorizados romanos, los escandalosos
términos del testamento que Marco Antonio había depositado en el templo
de las Vestales. Según aquél, la herencia del venerado César correspondía
a Cesarión, el hijo que el famoso general tuviera con Cleopatra. El
pretexto estaba servido: Octavio declaró la guerra a Cleopatra. Las
escuadras romana y egipcia se enfrentaron en Actium en el año 31 a. de
C. Marco Antonio y Cleopatra resultaron derrotados, huyeron a Egipto y
se suicidaron para no caer en manos de Octavio. Cesarión, todavía
adolescente, fue ejecutado. La monarquía de los Tolomeos quedó abolida.
En adelante, Egipto sería provincia romana.
Después de estos hechos, Italia y las provincias occidentales prestaron
juramento de fidelidad a Octavio. El 16 de enero del año 27 a. de C., el
Senado, reducido ya a un mero coro de comparsas, concedió a Octavio el
título de Augusto. En adelante sería Octavio Augusto. El imperio romano
había comenzado.
Julio César (100–44 a. de C.)
Julio César era alto y apuesto, de cara redonda y ojos negros de
penetrante mirada. Estaba dotado de envidiable energía, tanto intelectual
como física, y gozaba de buena salud, pero a veces sufría ataques de
epilepsia.
Su único defecto visible fue la calvicie, que siempre intentó disimular
recurriendo a los más diversos procedimientos: dejándose crecer los
aladares hasta taparla, usando bisoñé y, hacia el final de su vida, usando
constantemente la corona de laurel que el Senado le había concedido. Su
coquetería era igualmente observable en lo referente al vestido y al
cuidado de su persona: acudía con frecuencia al peluquero, se depilaba el
vello superfluo y le gustaba vestir con elegancia. Era también
singularmente aficionado al lujo, a las joyas y a las obras de arte.
Julio César destacó en todas las actividades que se propuso: fue gran
estratega, brillante orador, sagaz político, concienzudo hombre de estado
y excelente escritor. Como buen soldado, era reflexivo, generoso con los
vencidos, gran sufridor de fatigas, sobrio y nada inclinado a los placeres
de la mesa. No se puede decir lo mismo en lo tocante a los de la cama,
puesto que fue bisexual y muy lujurioso. Cuando entró triunfalmente en
Roma, sus soldados iban cantando: "Romanos, guardad a vuestras
mujeres que traemos al putañero calvo" (Romani, servate uxores:
moechum calvum adducimus). Un contemporáneo suyo lo llama "el
marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos". En la larga
lista de sus conquistas amorosas figuraba incluso Mucia, la esposa de su
colega y adversario Pompeyo. Fue, sin embargo, muy estricto con sus
propias esposas: a la segunda la repudió sólo por sospechas leves, puesto
que "la mujer de César no sólo debe ser honesta sino que debe parecerlo".
Julio César era culto, elocuente y muy ingenioso. Cuando desembarcó en
África, al saltar a tierra, perdió pie y se dio de bruces contra el suelo,
delante de la tropa formada.
Pues bien, salvó la ridícula situación exclamando: "¡Oh, África, te
abrazo!". Otra anécdota que nos muestra su tesonera determinación:
siendo todavía estudiante, la nave que lo conducía a Rodas fue capturada
por los piratas. Estando cautivo, y en espera del rescate, uno de sus
carceleros le preguntó: "¿Qué harás cuando estés libre?". Y él contestó:
"Armaré una flotilla, os buscaré, os capturaré y os haré ejecutar". Los
piratas rieron de buena gana el chiste pero, en cuanto estuvo libre, César
hizo exactamente lo que les había prometido y los crucificó a todos.
En su faceta de escritor, Julio César historió sus propias campañas
militares en dos obras espléndidas: "Comentarios a la guerra de las
Galias" (51 a. de C.) y "Comentarios a la guerra civil" (45 a. de C.).
La muerte anunciada
El asesinato de Julio César, el 15 de marzo del 44 a. de C., constituye uno
de los acontecimientos más importantes de la historia de Roma. Al
parecer vino precedido por una serie de premoniciones que el propio
César ignoró. Meses antes, unos campesinos encontraron un sepulcro
antiguo con una inscripción que rezaba: "Cuando se descubran las
cenizas de Capys (el difunto), un descendiente de Iulo perecerá a manos
de los suyos". Pocos días antes del asesinato, los caballos de César "se
negaron a comer y lloraban". La víspera misma del día fatídico, César
soñó que volaba hasta la morada de Júpiter, y su esposa que la casa se
hundía y César moría en sus brazos. Cuando amaneció, César se sintió
indispuesto y casi había decidido quedarse en casa y aplazar su visita al
Senado, cuando Bruto le hizo ver la conveniencia de comparecer aquel día
pues los senadores estaban aguardándolo para concederle el título de rey
de Oriente.
Así pues, César decidió ir al Senado después de todo. Por el camino, un
anónimo ciudadano se le acercó y le entregó un memorial que resultó ser
una acusación en la que se denunciaba la conjura para asesinarlo con los
nombres de los cincuenta senadores implicados. Pero César, ignorante de
su contenido, aplazó su lectura para más tarde. El memorial se
encontraría, con el sello intacto, en la mano izquierda del cadáver.
El arúspice Spurinna había advertido a César, unos días antes, que se
guardase de los idus de marzo (esta división romana del mes abarcaba el
periodo comprendido entre los días 8 y 15, inclusive). Como ya era día 15,
César bromeó con Spurinna a la puerta del Senado: "¿Ves como no
pasaba nada?". A lo que el augur replicó sombríamente: "El día no ha
terminado todavía, César".
Cuando penetró en el edificio, los conspiradores lo rodearon. César, al ver
que los capitaneaba Bruto, le reprochó, decepcionado: ^kaí 'sü 'te&non
("Tú también, hijo mío"), y, renunciando a defenderse, se cubrió la cabeza
con la toga. Recibió veintitrés puñaladas "y sólo la primera le arrancó un
gemido". Quedó muerto en medio de un gran charco de sangre a los pies
de la estatua de Pompeyo, su gran enemigo.
Otras dos frases que Julio César pronunció han pasado a la historia: "La
suerte está echada" (Alea jacta est!), cuando atravesó el río Rubicón al
comienzo de la guerra civil: y "Llegué, vi y vencí" (Veni, vidi, vici), su
lacónico informe al Senado sobre la campaña contra Farnaces, rey del
Ponto, que duró exactamente cinco días, lo que nos muestra que la guerra
relámpago no es cosa de ahora.
Cleopatra (69–30 a. de C.)
La famosa reina de Egipto era de sangre griega, como todos los Tolomeos,
y descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. En ella se
aunaban la cultura griega y el refinamiento oriental. En sus escasos
retratos fiables aparece como una mujer delgada y no muy agraciada:
gran nariz ganchuda y despejada frente. No obstante, como suele
acontecer con las mujeres dotadas de nariz poderosa, sus encantos
debieron ser irresistibles: inspiró una ardiente pasión en César y en
Marco Antonio, y aun, quizá, la hubiese inspirado en el esquivo Octavio
de haber sido ella más joven y él menos avisado. Los escritores de su
tiempo se sintieron igualmente fascinados: "Su voz –dice Plutarco– era
como un instrumento de muchas cuerdas". "Existen –escribe otro– cien
formas de adular, pero ella sabía mil".
Cuando murió César, Cleopatra estaba en Roma, instalada en la lujosa
villa que su enamorado poseía junto al Tíber. Además, César había
colocado una estatua dorada que representaba a Cleopatra en el templo
familiar de Venus Genetrix. Muerto su valedor, la bella egipcia hubo de
hacer el equipaje apresuradamente y regresó a sus posesiones del otro
lado del mar.
No es seguro que se suicidase por medio de una serpiente áspid que se
había hecho llevar oculta en una cesta de rosas, pero es poéticamente
plausible. En cualquier caso, el áspid simbolizaba la divinidad del reino.
Dicen que esta ilustre y bella suicida escribió una carta a Octavio
suplicándole que la sepultaran al lado de Marco Antonio. El magnánimo
vencedor accedió. Cleopatra murió a los 39 años. Dión Casio le dedica
este epitafio: "Conquistó a los dos romanos más ilustres de su tiempo,
pero el tercero fue causa de su ruina".
4. El imperio de los césares
Llegamos ahora a la Roma de los césares. La figura de Julio César se
revistió de tanto prestigio después de su muerte que su nombre se
transformó en título de realeza y dignidad, no sólo, por cierto, en la Roma
imperial que él cimentó, sino en ámbitos tan alejados de ella como el ruso
y el alemán modernos. Los títulos de "zar" y "kaiser" no son sino derivados
de la palabra "césar".
Antes de examinar los acontecimientos más relevantes del periodo, bueno
será que echemos un vistazo a la sociedad e instituciones de la Roma
imperial.
Según la reforma de Augusto, los ciudadanos de Roma se dividen en tres
clases: senatorial, a la que pertenecen los que poseen más de un millón
de sestercios; ecuestre, para aquellos cuya fortuna excede los
cuatrocientos mil sestercios; y plebe. No se cuentan los esclavos y
libertos, pues están desprovistos de derechos de ciudadanía. La igualdad
ante la ley no existe: el delincuente recibe distinto castigo por una misma
falta según la clase social a la que pertenezca.
Roma y su imperio son propiedad de un número reducido de familias
nobles pertenecientes a la clase senatorial, cuyos descendientes van
heredando este privilegio, por línea masculina, hasta la cuarta
generación. La admisión en el Senado depende del prestigio social
alcanzado por el individuo porque, como dice Tácito, "el pueblo ve las
cosas a través de los ojos de las estirpes ilustres". El aristócrata debe
cultivar su prestigio en todo momento. La expresión "Romanum non est"
está continuamente en la boca del padre noble que educa a su hijo en las
pautas de comportamiento propias de su clase. Naturalmente este severo
ideal quedará cada vez más distante de la realidad cuando la aristocracia
de la Roma imperial se deje conquistar por el lujo, la molicie y las nuevas
ideas morales de origen oriental que se difunden a partir del siglo Ii.
A las órdenes de la privilegiada minoría senatorial están la plebe –formada
por hombres libres pero pobres– y los libertos y esclavos.
Entre estas dos clases extremas se sitúa la ecuestre, cuya importancia
crece incesantemente con el auge de una clase media comercial e
industrial que también va accediendo a puestos importantes en la
administración. No obstante, la movilidad social es mínima al principio.
Hay un proverbio que dice: "El que ha nacido en el cuchitril del entresuelo
no sueña con la casa" ("Qui in pergula natus est, aedes non somniatur").
Avanzando el imperio, esta situación tiende a suavizarse y hasta
encontramos casos de libertos enriquecidos cuyos hijos ingresan en el
orden ecuestre y cuyos nietos llegan a ser senadores. De hecho, en el siglo
Ii la población de Roma está tan mezclada que más de la mitad es
descendiente de antiguos esclavos, lo que quizá explica la sorprendente
expansión de oscuros cultos orientales que al principio eran propios de
gente baja e inculta y a partir de esta época comienzan a ganar terreno
entre las clases dirigentes.
Los romanos eran, y en realidad nunca dejaron de serlo, campesinos y
soldados vinculados a la tierra y dotados de un envidiable sentido común,
pragmáticos, tenaces y realistas.
Destacaron mucho en las ciencias positivas, en organización, explotación
y administración de sus conquistas.
Por el contrario, descuidaron las especulativas, la lucubración filosófica y
el arte en general, que prefirieron copiar de otros pueblos,
particularmente del griego. No pretendían ser artistas, se conformaban
con ser buenos artesanos. Eran, también, profundamente religiosos y
estaban convencidos de que sus dioses tutelaban a Roma, creencia que
constituyó un poderoso acicate en las épocas de adversidad.
El aristócrata romano está tan orgulloso de su origen campesino que esta
vinculación al campo le parece garantía de rectitud moral. No obstante,
dista mucho de ser un mero terrateniente: su máxima aspiración sigue
siendo hacer carrera política ejerciendo sucesivamente cargos cada vez
más importantes en el "cursus honorum". De este modo adquiere
dignidad para él y para sus descendientes.
Al propio tiempo, le importa mucho la censura colectiva ("reprehensio"),
que viene a ser, bien mirado, la única arma que ha quedado en manos de
este pueblo, criticón y mordaz pero despojado de derechos políticos. Por
este motivo, la aristocracia no pierde ocasión de halagarlo y lo corteja con
toda clase de medidas demagógicas: subsidios, repartos, juegos, obras
públicas...
En nuestro curioso deambular por la Roma imperial hemos notado que el
romano es algo chismoso, socarrón y maldiciente. "Italum acetum",
recuerda Horacio. "En efecto –corrobora Cicerón–: gran ciudad
maldiciente es la nuestra: nadie se salva". El propio Cicerón es famoso por
sus réplicas y ocurrencias. Un ejemplo ilustrativo: acierta a pasar cerca
de nosotros su yerno Léntulo, hombre de muy baja estatura, que va
luciendo con gallardía su uniforme militar. Pues bien, recibe el siguiente
saludo de su ilustre suegro: "¿Quién ha sido el que te ha atado a esa
espada?". Otro ejemplo: están tomando declaración a una doncella,
granadita ya, y le preguntan: "¿Edad?". "Treinta años", responde ella
bajando pudorosamente la mirada. Y Cicerón, sin bajar la voz, se vuelve
hacia los testigos y corrobora, con gravedad romana: "Así debe de ser
porque llevo veinte años oyéndoselo decir".
Este carácter mordaz se manifiesta en los apodos despectivos que, a
fuerza de usarse, llegan a tomar carta de naturaleza como nombres
propios: el mismo Cicerón, nombre que significa "garbanzo", por una
hermosa verruga que le afea el rostro; o Plautus, orejudo; Varus,
patizambo. Los hay también que, por ser evidentes, no precisan
explicación: Brutus, Bestia.
Decíamos que el noble que quiere hacer carrera ha de promocionarse
sobornando al pueblo con juegos gratuitos, financiación de edificios
públicos o subvención de fiestas, si no quiere que lo tilden de avaro. Un
cínico personaje de Petronio observa: "Él me ha ofrecido el espectáculo y
yo lo he aclamado: estamos en paz; una mano lava a la otra".
¿De dónde sale el dinero para los cuantiosos gastos que acarrea la
promoción política del aristócrata?: de los mismos cargos que va
desempeñando.
El funcionario romano obtiene cargos en la administración provincial y
allí se enriquece aceptando sobornos y recaudando impuestos ilegales.
Toda función pública entraña ganancias privadas y nadie se espanta de
ello. El tráfico de influencias y la venta de recomendaciones ("suffragia")
constituyen procedimientos comunes; la propina ("sportula") es el medio
normal para agilizar trámites. Incluso existen gestores ("proxenetae") que,
mediante una adecuada remuneración, buscan las recomendaciones
necesarias y liman cualquier escollo administrativo.
Desde nuestra perspectiva moderna, la administración romana aparece
tan podrida como la de cualquier república tercermundista, y ustedes
perdonen la manera de señalar. Pero antes de emitir un juicio
condenatorio hemos de tener en cuenta que tal proceder respondía a una
ética distinta y que, en cualquier caso, a pesar de estas evidentes tareas,
la administración romana sigue siendo mucho más articulada y eficaz que
la de los otros países, a veces culturalmente superiores, a los que Roma
sojuzga y convierte en provincias de su imperio.
La plebe no tiene problemas éticos ni se fatiga con ambiciones de escalar
lo más aceleradamente posible el "cursus honorum". Las preocupaciones
de la plebe son más inmediatas. En los estratos más bajos están los
parásitos del estado que se contentan con sobrevivir de la "annona" oficial
y de ocasionales propinas de sus conocidos poderosos. Luego está una
masa obrera artesanal que, desplazada por la competencia de la mano de
obra esclava, acabará engrosando el número de los parásitos. Por encima
de éstos encontramos a los pequeños comerciantes, "que revenden cada
día lo que han adquirido fiado por la mañana", y una decreciente escala
de comerciantes acomodados que culmina en aquellos que aspiran a
ingresar en la clase ecuestre y se ocupan de favorecer el ascenso social de
sus hijos, ese sempiterno anhelo de las clases medias.
Con Augusto (63 a. de C.–14 d.
de C.) Roma torna al régimen autocrático de la antigua y odiada
monarquía, aunque, después del desastrado intento de César, los
emperadores romanos se guardaron mucho de adoptar el título de rey,
que seguía estando muy desprestigiado. Augusto prefirió titularse
príncipe ("princeps", es decir, "primer ciudadano"), lo que, teóricamente,
reconoce la primacía de un órgano parlamentario, el Senado.
Además de príncipe era "imperator", es decir, jefe máximo del ejército.
Todos sus sucesores serán "princeps" hasta el siglo Iii. A partir de 285
(Diocleciano), el título cambia a "dominus", señor, lo que refleja, ya sin
tapujos, el poder absoluto de que está investido el emperador.
Augusto se esforzó por mantener una apariencia republicana en las
instituciones de Roma. De hecho, devolvió al domesticado Senado una
serie de prerrogativas que quizá lograron disimular la cruda realidad:
todos los resortes del poder se habían concentrado en la firme mano del
sucesor de César. Por una parte se abrogó la potestad tribunicia, lo que lo
convertía en sacrosanto valedor del pueblo y le otorgaba, además, derecho
de veto frente al Senado y los cargos por él designados; por otra parte,
gozaba de "imperium" proconsular, lo que reunía en sus manos los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Finalmente, también era sumo
pontífice y controlaba las decisiones religiosas.
¿Cómo se gobierna la Roma de los césares?
Augusto delega parcelas de su inmenso poder en un poderoso
funcionariado que designa, preferentemente, entre individuos de la clase
ecuestre.
De este modo contribuye al debilitamiento de las republicanas
aspiraciones de la clase senatorial, al tiempo que se crea una fiel clientela
política entre los cada vez más poderosos caballeros. Las magistraturas y
cargos republicanos continúan existiendo sobre el papel, pero ahora están
desprovistos de sus antiguas prerrogativas. El antes poderoso Senado se
reduce a mero órgano consultivo. Al principio, los seiscientos miembros
que lo componen son designados personalmente por el emperador. Más
adelante, en el siglo Iii, queda prácticamente reducido al papel de
ayuntamiento de Roma.
La cuestión sucesoria de esta solapada monarquía nunca se planteó en
términos dinásticos. Normalmente el emperador designa sucesor a un
familiar suyo y lo adopta como hijo antes de morir. A partir del siglo Iii el
nuevo emperador es aclamado simplemente por los soldados de la guardia
pretoriana o del ejército de las fronteras, a los que los diferentes
candidatos procuran sobornar con dádivas y promesas. En ocasiones el
trono es prácticamente subastado por la soldadesca.
Los ministros del emperador, por lo general procedentes del orden
ecuestre, son: el prefecto de pretorio o jefe de la guardia pretoriana,
cuerpo de ejército establecido en Roma o en sus cercanías; el prefecto de
la "annona", responsable de los abastecimientos de Roma y de la
embrionaria seguridad social que suponen los periódicos repartos de trigo
a los pobres; el prefecto de vigilias, responsable del cuerpo de bomberos
de una ciudad proclive a los incendios; y el prefecto de la urbe, especie de
alcalde que vela por la administración y policía. Éste suele proceder de la
clase senatorial.
Aparte de estos altos cargos, existen una serie de ministerios u oficinas
gubernativas, la cancillería imperial, entre las que encontramos los
siguientes negociados: "ab epistulis", equivalente al ministerio del interior
y al de asuntos exteriores; "a rationibus", hacienda; "a cognitionibus",
justicia, y "a libellis", bienestar social.
A partir de Adriano (117–138) toma forma una especie de consejo de
ministros ("consilium principis"), que agrupa a los responsables de la
cancillería imperial y viene a ejercer las funciones tradicionales del
Senado.
Suele estar integrado por dos cónsules, quince senadores y algunos otros
magistrados.
A las diecisiete provincias conquistadas en época republicana siguen
sumándose las que Roma adquiere en época imperial hasta un total de
cuarenta y cuatro. Desde el año 27 a.
de C. el gobierno de estas provincias se divide entre el emperador y el
Senado. El emperador se reserva todas las fronterizas ("provinciae
Caesaris"), donde se asienta el ejército –al que, por tanto, controlará
personalmente–, y deja al Senado las provincias interiores ("provinciae
Senatus et populi"), desprovistas de tropas. Las ciudades de cada
provincia se reúnen en un "concilium provinciae".
La justificación teórica de la autocracia imperial reside en el anhelo de
paz, la "pax romana", que termina con las guerras civiles y con los
estériles enfrentamientos que durante tanto tiempo han desangrado al
pueblo romano y a sus provincias sometidas.
Esta "pax", solemnemente proclamada por Augusto en el 27 a. de C.,
perdurará hasta la dinastía de los Antoninos (año 96) y será, sin duda,
muy beneficiosa para la implantación y normalización de la superior
cultura romana en el imperio.
No obstante, el principado de Augusto se caracterizó por una intensa
actividad militar en las fronteras: en Occidente hubo de someter a los
inquietos galos e hispanos, en Oriente guerreó contra los belicosos partos;
en el Norte extendió los límites imperiales hasta las líneas del Danubio y
del Elba. La guerra contra los germanos fue dirigida por el hijo adoptivo
de Augusto, Druso, cuya temprana muerte, por un accidente de
equitación, cuando sólo contaba 31 años, quizá frustró el firme
establecimiento de la frontera en el Elba.
A los pocos años, una rebelión indígena aniquiló a tres legiones romanas
y obligó a Augusto a replegar sus tropas hasta el Rin, de donde ya no
volverían a progresar. Si Roma hubiese permanecido en el Elba, los
germanos habrían sido civilizados y romanizados, lo que, a la postre,
hubiese redundado, si bien se mira, en beneficio tanto de sus actuales
descendientes como del resto de Europa.
El drama personal de Augusto fue el de su sucesión. Augusto no tuvo
hijos varones, y la única hembra, Julia, le salió tan disoluta que quizá
hubiera deseado no tenerla. Con angustiosa lucidez era consciente de que
toda la obra de su vida podría irse a pique si no encontraba a un sucesor
capaz de continuarla.Primero pensó en su amigo y colaborador Agripa, al
que casó con Julia, pero aquél falleció en el año 12. Entonces puso su
mirada en Druso, el vencedor de los germanos, al que adoptó como hijo.
Ya hemos visto que también éste murió tempranamente. Sólo quedaba
Tiberio, hijo de su esposa Livia y hermano de Druso, al que Augusto
profesaba mal disimulada antipatía. No obstante, a falta de más idóneo
pretendiente, lo adoptó y lo designó sucesor.
5. Luces y sombras del imperio
La vida de Tiberio (14 a. de C.–37 d. de C.), el sucesor de Augusto, es
como una novela. Su madre, la bella Livia, tenía trece años de edad
cuando lo dio a luz. Era Tiberio todavía niño cuando Augusto, enamorado
de Livia, la obligó a divorciarse de su marido para casarse con él. Tiberio
recibiría la esmerada educación propia de un miembro de la familia
imperial y, por lo tanto, posible sucesor de Augusto. A los veintidós años
destacó en varias campañas militares y ganó un "triunfo".
Poco después se casó, por amor, con Vipsania. Pero su felicidad conyugal
fue efímera. A poco, Augusto (quizá convencido por la calculadora Livia)
decide casarlo con su hija Julia que había enviudado por segunda vez
(esta vez de Agripa, padre de Vipsania y suegro del mismo Tiberio: el
confundido lector hará bien en consultar el árbol genealógico de la
páginas 100–101). Tiberio nunca pudo olvidar a Vipsania, a la que
Augusto casó con un senador. Cuando se la encontraba por la calle no
podía reprimir las lágrimas. Su nueva esposa, Julia, era bella, alegre y
casquivana: mala pareja para el taciturno Tiberio. Los años que siguieron
constituyeron para él un tormento pues los adulterios de Julia eran la
comidilla de los mentideros de Roma, aunque nadie se atrevía a
denunciarlos a Augusto. Profundamente deprimido, Tiberio renunció a
todos sus cargos y honores y se retiró a la isla de Capri. Tenía 36 años. La
alegre Julia quedaba en Roma. En el retiro de Capri pasó diez oscuros
años, al principio por su voluntad; después, quizá, porque no podía
regresar a Roma sin permiso expreso de Augusto.
Mientras tanto, Livia había obtenido pruebas irrefutables de los adulterios
de Julia y la había denunciado ante Augusto. El emperador, incapaz de
aplicar en su amada hija las rigurosas leyes contra el adulterio que él
mismo había promulgado, se contentó con desterrarla a la diminuta isla
Pandataria.
Después de estos cambios, Tiberio tornó a gozar del valimiento de
Augusto, que lo llamó a Roma y le restituyó los cargos y honores que
disfrutara en otro tiempo. Además, lo adoptó como hijo, lo que equivalía a
nombrarlo sucesor suyo. Nuevamente al frente del ejército, Tiberio se
cubrió de gloria aplastando a los sublevados germanos que años antes
exterminaran a las tres legiones romanas.
Cuando heredó el imperio, a la muerte de Augusto, Tiberio había
cumplido ya 56 años y era un hombre profundamente marcado por los
sinsabores y adversidades de su dilatada vida. No obstante, en los
comienzos de su principado gobernó sabiamente.
Puso coto a los dispendios del dinero público en juegos y espectáculos, lo
que le atrajo la antipatía de la plebe, pero también fiscal que padecían las
provincias. Otros aspectos de su mandato son menos loables.
Obsesionado por la idea de una conspiración contra su persona,
multiplicó los procesos políticos contra preeminentes ciudadanos. El
inquisitorial sistema de delaciones permitía recompensar al delator con
parte de los bienes confiscados al condenado, lo que favoreció que
muchos inocentes se vieran acusados por simples sospechas o con ayuda
de pruebas falsas.
El hijo favorito de Tiberio, Druso, murió, quizá envenenado por su esposa
Livilla, el año 23. Esta pérdida causó tanto dolor al emperador que
trastornó su juicio. A partir de entonces abandonó el ejercicio del poder
en manos de su amigo Sejano, el prefecto de pretorio, y poco después
abandonó Roma para fijar su residencia nuevamente en Capri. Lo
tremendo del caso es que es posible que Sejano fuese el verdadero
responsable de la muerte de Druso, pues era amante de Livilla.
Capri no alivió la depresión de Tiberio. Una enfermedad de la piel, que le
cubrió el rostro de purulentos granos malolientes, debió contribuir a su
creciente aislamiento y misantropía.
Mientras tanto, Sejano, ya casado con Livilla, proseguía en Roma los
procesos políticos por delitos de lesa majestad en un ambiente de terror.
Sin embargo, Tiberio, afectado por su creciente manía persecutoria, dio en
pensar que había otorgado a Sejano demasiado poder y que quizá
acabaría volviéndose contra él. Por lo tanto hizo llegar una carta al
Senado en la que lo acusaba de traición y ordenaba su muerte. El
cumplimiento de la sentencia había sido previamente acordado con
Macro, el nuevo y ambicioso prefecto de pretorio. Sejano fue asesinado
junto con sus parientes e hijos.
Según una antigua creencia romana, el que daba muerte a una virgen
quedaba maldito; por lo tanto, los ejecutores violaron primero a la hija de
Sejano, todavía niña, antes de degollarla.
Cuando sintió que su vida llegaba a su fin, Tiberio designó sucesor a su
sobrino Calígula, al que había adoptado. El nuevo emperador se llamaba
en realidad Cayo César Germánico, pero es más conocido por el apodo
cariñoso con que lo llamaban los soldados de su padre, entre los que se
crió. "Calígula" es el diminutivo de "caligae", la sandalia de suela
claveteada que usaban los legionarios romanos.
Calígula (12 d. de C. 41 d. de C.) era buen mozo, alto y robusto, de piel
blanca y muy velludo, pero francamente feo: ojos saltones, sienes
deprimidas, frente abultada y un poco calvo. Casi todos están de acuerdo
en que comenzó gobernando sabiamente, pero a los pocos meses cayó
enfermo y estuvo a las puertas de la muerte.
Cuando se repuso, había perdido el juicio, sufría ataques de epilepsia,
padecía insomnio y, cuando conseguía conciliar el sueño, solía
despertarse angustiado por las pesadillas. Si damos crédito al anecdotario
que nos suministran sus biógrafos, de la noche a la mañana se convirtió
en un maníaco homicida. En un banquete prorrumpe en carcajadas sin
motivo aparente. Sus invitados, corteses, le preguntan la razón de tan
contagiosa hilaridad: "Estaba pensando –responde– que si quisiera podría
hacer que os degollaran ahora mismo". En otra ocasión acariciaba el
cuello de su amante de turno y le susurró al oído estas palabras
enamoradas: "Esta gentil cabecita caerá en cuanto yo quiera". O,
malhumorado por las protestas de la plebe en el circo: "¡Ay, si tuvieseis
una sola cabeza!".
Calígula era bastante exhibicionista. Vestía de forma extravagante y
teatral, despreciando la severa toga romana. Sus aficiones eran
igualmente impropias de la alta dignidad que ocupaba. Actuó
sucesivamente como gladiador, como auriga, como cantante y como
bailarín. "Sin embargo –reflexiona Suetonio–, este hombre que había
aprendido tantas cosas no sabía nadar". Debe saber el lector que casi
todos los romanos eran nadadores.
Por suerte para Roma, el gobierno de Calígula sólo duró tres años. En los
primeros meses despilfarró el tesoro imperial reunido por Augusto y
acrecentado por el ahorrador Tiberio.
Gastó hasta el último sestercio en frecuentes juegos de circo y en la
financiación de los más extravagantes proyectos (por ejemplo, dio en
construir un puente de barcas, perfectamente inútil, que atravesara la
bahía de Nápoles. Cuando las arcas públicas estuvieron agotadas,
Calígula hubo de recurrir a los sufridos contribuyentes para continuar
financiando sus caprichos. Creó nuevos impuestos, esquilmó las
provincias y reemprendió los procesos y juicios sumarísimos contra
ciudadanos acaudalados como medio de confiscar sus fortunas. Muchos
empezaban a dar valor profético a las palabras de Tiberio, que en una
ocasión había hecho este siniestro comentario: "Estoy criando una víbora
para el pueblo de Roma".
Influido por tradiciones egipcias y orientales que defendían la encarnación
de los dioses en simples mortales, se empeñó en que el Senado lo
proclamara dios aún en vida e hizo consagrar diosa a su fallecida
hermana Drusila, con la que, notoriamente, había mantenido una
relación incestuosa.
Otras historias aún más extravagantes son, sin embargo, calumnias
propaladas por sus biógrafos. Por ejemplo, su pretensión de que el
Senado nombrase cónsul a su querido caballo "Incitatus".
Calígula fue asesinado, cuando contaba veintiocho años, por el prefecto
de su guardia pretoriana, Casio Querea, al que solía humillar
imponiéndole expresiones obscenas o ridículas como santo y seña del día.
Casio Querea lo acuchilló en el circo, en un pasaje subterráneo que
comunicaba el palco con las habitaciones imperiales. Los conjurados de la
guardia pretoriana asesinaron también a la emperatriz, Cesonia, y
estrellaron contra el muro a su hijita.
El mismo día de la muerte de Calígula, los pretorianos que registraban el
palacio imperial encontraron a Claudio, tío carnal del emperador, de
cincuenta años de edad, oculto y tembloroso detrás de unas cortinas.
El pobre Claudio creyó llegada su hora pero, para su sorpresa, los
soldados lo sacaron al patio y lo aclamaron como nuevo emperador.
Claudio (41–54) era hijo de Druso, y por tanto, nieto de Livia, la esposa de
Augusto. Una parálisis infantil y otras diversas desdichas lo afectaron
gravemente dejándolo cojo y tartamudo. Era, además, desgarbado, feo y
algo lento de entendederas. La divinizada familia Julio–Claudia se
avergonzaba de aquel engendro. Su madre, Antonia, lo llamaba "aborto de
la naturaleza", y cuando tenía que mostrar su desprecio por alguna
persona decía: "Es más tonto que mi hijo Claudio". Su abuela Livia ni
siquiera le dirigía la palabra. Naturalmente lo mantuvieron apartado de
toda actividad pública, lo que le permitió pasar bastante inadvertido y
dedicarse a sus loables aficiones, principalmente el estudio de la historia.
Compuso una apreciable cantidad de tratados de tema histórico que
lamentablemente se han perdido.
Siendo ya de cierta edad, Claudio fue promovido al consulado por su
sobrino Calígula. A pesar de ello, como el cargo era poco más que
honorífico, nuestro hombre consiguió mantenerse alejado de la política.
Es curioso, sin embargo, constatar que sus estudios de historia lo habían
llevado a simpatizar con el antiguo régimen republicano al que, con la
deformada perspectiva del tiempo, parecían atribuibles las glorias y
conquistas del heroico pasado romano. El novelista y biógrafo Robert
Graves defiende la tesis de que Claudio se pasó la vida fingiendo ser más
tonto de lo que en realidad era, a lo que quizá debió su supervivencia
física en el ambiente de conjuras y asesinatos que caracterizó los
principados de Tiberio y Calígula.
La actuación de Claudio como emperador fue, en general, beneficiosa para
Roma: retornó a la tradición administrativa de Augusto, reformó el
sistema judicial, otorgó la ciudadanía romana a algunas provincias, fundó
ciudades y, en fin, gobernó despóticamente, unas veces dando muestras
de paternal clemencia, otras con tiránica severidad, según su cambiante
humor.
No obstante, procuró atraerse a los poderes fácticos: el ejército, el Senado
y los "equites". Incluso amplió el imperio con la anexión de dos nuevas
provincias africanas (las Mauritanias) y otra en Asia Menor (Licia).
En lo personal tuvo poca suerte con sus cuatro sucesivas esposas,
Urgalanilla, Aelia Pactina, Valeria Mesalina y Agripina la Joven. Esta
última, que era su sobrina carnal, fue la que peor le salió pues acabó
envenenándolo con un plato de setas. La señora tenía cierta práctica en el
parricidio puesto que también había eliminado a su anterior marido. Los
móviles del crimen fueron maternales y políticos: acelerar la ascensión al
trono de su hijo Nerón, que ya había cumplido los diecisiete años.
Nerón (54–68) comenzó su mandato dando muestras de sabiduría y
templanza. No en vano había sido educado por dos sabios tutores, Burro,
el prefecto de pretorio, y Séneca, el famoso filósofo cordobés. La sabiduría
y profundidad de juicio del joven emperador sorprendían a todos. La
primera vez que le presentaron una sentencia de muerte para que firmase
su cumplimiento comentó con amargura: "¿Por qué me enseñaron a
escribir?". A poco abolió la pena de muerte y prohibió los juegos
sangrientos en el circo.
Incluso pretendía sustituirlos –en lo que ya empezamos a percatarnos de
que estaba loco de atar– por juegos florales y justas poéticas. Quiso
también reducir los impuestos y humanizar las condiciones de vida de los
esclavos.
Todo parecía ir bien. Incluso en el exterior, las armas de Roma
triunfaban, se sometían los rebeldes partos y se reconquistaba Armenia.
Pero, de pronto, el joven Nerón dio cumplidas y notorias muestras de
enajenación mental: en el año 59 asesinó a su posesiva madre Agripina y
a partir de ese momento empezó a actuar como artista y cómico: era poeta
y músico, conducía carros en el circo y emprendía cualquier actividad que
pudiera favorecer sus inclinaciones exhibicionistas. Quizá al principio
fuera un loco gracioso, pero su propio omnímodo poder acabó
convirtiéndolo en un loco homicida. Reanudó los procesos por imaginarios
delitos de lesa majestad y llegó a condenar a muerte a su esposa y a
Burro, su preceptor. Es, sin embargo, falso que incendiase Roma para
contemplar una ciudad en llamas. En realidad, cuando ocurrió el incendio
que devastaría gran parte de la ciudad en el año 64, Nerón se encontraba
a sesenta kilómetros de allí, en Antium, y regresó a toda prisa para dirigir
los trabajos de extinción y socorrer a los damnificados. También es falso
que acusara del incendio a los cristianos y desencadenara contra ellos
una sangrienta persecución. La verdad es que los cristianos de la ciudad
eran todavía escasos. Las noticias relativas a esta persecución son
apócrifas y fueron insertadas, siglos después, en los textos de Tácito y
Suetonio.
Nerón, muy helenizado en sus gustos, quiso reconstruir Roma en el más
puro estilo griego y, como buen megalómano, se hizo diseñar un palacio
que diese al mundo la justa medida de su genio y poder, la Domus Aurea.
Según los planos originales, la nueva morada imperial hubiese cubierto
casi un tercio de la superficie total de la ciudad. La suerte de Roma, o su
desgracia, fue que el palacio quedase, casi todo él, sobre el papel. Al año
siguiente, la llamada conjura de Pisón estuvo a punto de acabar con el
emperador. Muchos conjurados ilustres se suicidaron preceptivamente,
entre ellos el filósofo Séneca y los escritores Petronio y Lucano; otros
fueron ejecutados por el verdugo.
Tres años más tarde, una nueva conjura tuvo éxito. El gobernador de las
Galias, Julio Vindex, se sublevó.
El rebelde resumía su desprecio al emperador con estas palabras: "Lo he
visto actuar sobre un escenario haciendo papeles de mujer preñada y de
esclavo al que van a ejecutar". En aquello había quedado la severa
continencia de los antiguos romanos. A Vindex se unieron Galba y Otón,
gobernadores de Hispania Citerior y Lusitania, respectivamente. El
obediente Senado depuso a Nerón. Abandonado de todos, el emperador se
hizo matar por un liberto. Tenía treinta y un años. Su amante, la cristiana
Acte, se encargó de sepultarlo.
Con Nerón pereció la dinastía Julio–Claudia, que tan gloriosamente
fundara Augusto un siglo antes. A este propósito circulaba en Roma una
curiosa leyenda: paseaba Livia en su silla, a poco de casarse con Augusto,
cuando, al cruzar una plaza, un águila que sobrevolaba dejó caer sobre su
regazo una gallina a la que había apresado en un corral de la vecindad.
La gallina aún sostenía en el pico una ramita de laurel que se hallaba
picoteando en el momento de su secuestro. Considerando aquel suceso
como una señal del cielo, Livia alojó a la gallina en el corral de una casa
de su propiedad, donde también plantó la ramita de laurel. El árbol creció
frondoso y la gallina se multiplicó en una muchedumbre de ponedoras
descendientes, como si árbol y ave fuesen reflejo de la creciente
prosperidad de Roma y de los Julio–Claudios.
Cuando un emperador celebraba un triunfo, siempre se coronaba con una
rama de laurel tomada de aquel árbol.
Después de la ceremonia, la rama se volvía a plantar y siempre retoñaba y
echaba raíces pero, curiosamente, se marchitaba a la muerte del
emperador al que había coronado. Pues bien, durante el último año del
principado de Nerón, las gallinas del corral murieron una tras otra y el
laurel plantado por Livia se secó. Señal por la que los romanos vinieron a
saber –concluye la leyenda– que la dinastía Julio–Claudia había fenecido.
Flavios, Antoninos y generalísimos
A la muerte de Nerón, los militares se disputaron el poder. En menos de
un año, cuatro generales se sucedieron en el trono imperial y cada uno de
ellos suprimió a su antecesor. El primero fue Galba, al que los pretorianos
asesinaron porque preferían a Otón, pero éste hubo de suicidarse al ser
derrotado por Vitelio, que contaba con las tropas de la frontera renana.
Vitelio apenas pudo saborear las mieles del triunfo pues fue derrotado y
muerto a su vez por Vespasiano, al que apoyaban las legiones de Oriente.
Más afortunado que sus antecesores, Vespasiano se mantuvo en el poder
durante diez años (69–79) y fundó la breve dinastía de los Flavios. Este
militar, nieto de un centurión, no sentía las veleidades artísticas de
Nerón, lo que quizá fuera un alivio para Roma. Era, por el contrario, un
hombre sencillo y realista, como los de antiguamente, que procuró
administrar austeramente su patrimonio imperial. Favoreció a los
habitantes de las provincias, extendió la ciudadanía latina ("Ius latii") a
Hispania y aumentó a mil el número de senadores, admitiendo entre ellos
a muchos miembros de la nobleza municipal, plebeya, de las ciudades
italianas. Fue el que inició la construcción del Coliseo o anfiteatro Flavio
que es hoy el monumento más característico de Roma. Su principado
distó mucho de ser pacífico. En la famosa guerra judaica, su hijo Tito
aplastó la rebelión de Palestina y destruyó, memorablemente, el templo de
Jerusalén.
También guerreó contra germanos y dacios.
Tito, que había sido prefecto de pretorio de su padre, sucedió a
Vespasiano en el año 79. Su temprana muerte, a los cuarenta y dos años
de edad, privó a la dinastía de un hombre experimentado y capaz. Lo
único destacable de su corto reinado de tres años son dos catástrofes: el
segundo incendio de Roma, el año 80, y la famosa erupción del Vesubio
(79) que destruyó, sepultándolas bajo una montaña de cenizas y lava
sólida, las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia. Una víctima
famosa de esta erupción fue el naturalista Cayo Plinio Segundo, muerto
cuando intentaba acercarse al cono del volcán en una expedición
científica.
Tito tenía un hermano de treinta años, Domiciano, que heredó el trono.
Absolutista y despótico, tomó el título de "Dominus et Deus" y gobernó
arbitrariamente hasta que una conjura palaciega lo asesinó a los quince
años de reinado. En ese tiempo prosiguieron las guerras contra los dacios
en el Danubio, contra los germanos y contra los britanos. Roma contenía
todavía a sus enemigos, pero el imperio comenzaba a dar muestras de
hallarse militarmente exhausto: se crean las primeras líneas defensivas
("limes") en Escocia y en el Rin.
A la dinastía Flavia siguió la Antonina, basada más en el principio de
adopción que en el de la sucesión familiar. En términos generales, los
Antoninos fueron beneficiosos e incluso intentaron reformar las
costumbres y educar al pueblo. El primer emperador, Nerva (96–98), un
anciano senador que sólo gobernó dos años, tuvo quizá el único mérito de
promover al consulado y asociar al trono al gobernante excepcional que lo
sucedió: Marco Ulpio Trajano (97–117), el primer emperador nacido fuera
de Italia, pues era español y oriundo de Itálica, junto a Sevilla.
Para muchos, Trajano fue el mejor de los gobernantes que tuvo Roma. En
vida le concedieron el título de "Optimus"; a su muerte se estableció la
costumbre de desear a cada nuevo emperador, en el acto de toma de
posesión de las insignias, que fuera "más feliz que Augusto y mejor que
Trajano" ("felicior Augusto, melior Trajano"). Trajano fue un hombre de
acción, enérgico y honesto, afable con el Senado, generoso con la plebe.
Moderó los impuestos, administró sensatamente, emprendió obras
públicas, aumentó el número de los inscritos en la "annona" o
beneficiencia, instituyó un organismo de auxilio a los niños necesitados
("alimenta") y cuidó del bienestar del pueblo de Roma como ningún
gobernante lo había hecho.
Dice Dión Casio: "Sabía bien que la excelencia de un gobierno se muestra
tanto en su atenta vigilancia de las diversiones como en su preocupación
por los asuntos más serios, y que aunque el reparto de dinero agrade a
los individuos, también debe haber espectáculos que satisfagan a la
plebe". Fue, en fin, tan sabio y paternal que una leyenda medieval
pretendía que el papa Gregorio el Grande (hacia el 600) había conseguido
con sus oraciones que Trajano fuese admitido en el paraíso a pesar de su
condición de pagano.
Una de las grandes reformas de este emperador consistió en integrar las
provincias en el núcleo de decisiones del imperio, aquel viejo sueño de
César que Augusto había frenado. A partir de Trajano, el número de
senadores provinciales aumentaría a casi la mitad del total. En política
exterior reanudó las conquistas, que estaban estancadas prácticamente
desde Augusto. Primero sometió a los dacios y fundó la provincia de
Dacia, origen de la actual Rumania. Luego hizo la guerra a los partos, el
tradicional enemigo del Este, y creó por aquellos confines las nuevas
provincias de Armenia, Siria y Mesopotamia. El emperador murió en Asia
Menor, al concluir aquella campaña, cuando Roma había alcanzado su
máxima expansión territorial, pero ya daba alarmantes señales del
cansancio y agotamiento que precede al declive.
A Trajano sucedió su pariente Adriano (117–138), también de origen
hispano. Este hombre culto, refinado y distante, resultó ser un infatigable
viajero y turista "explorador de todo lo curioso" ("omnium curiositatum
explorator"). Se ha sugerido que pudo ser homosexual y que su pasión por
el bello Antínoo lo llevó a llenar sus dominios con estatuas del muchacho.
El nuevo emperador supo ganarse a la plebe con juegos y amnistía fiscal y
prosiguió las obras sociales de su predecesor, pero renunció formalmente
a la expansión del imperio, hizo la paz con los partos, a los que devolvió
extensos territorios, y sólo se preocupó de ganarse la amistad de los
pueblos sometidos y de establecer fronteras seguras: la oriental en el
Éufrates y la europea en el Danubio y el Rin. En Bretaña construyó la
muralla de Adriano, que atraviesa Inglaterra de costa a costa. Fue
también un buen organizador que reestructuró la administración y el
ejército, codificó el derecho civil romano ("Edictum perpetuum"), y fundó
ciudades en un intento de reactivar la economía de sus dominios. Murió a
los sesenta y dos años de edad, después de larga y penosísima
enfermedad. Lo sepultaron en un monumental mausoleo circular
("mausoleum Hadriani") que es la base del actual castillo de Sant.Angelo.
El sucesor de Adriano fue su hijo adoptivo Antonino Pío (138–161),
hombre sabio y gris de cincuenta y dos años de edad, que prosiguió la
política pacifista de su antecesor aunque se vio obligado a combatir
contra los belicosos partos. En su tiempo la calidad del soldado romano
había decaído tanto que cada vez se recurría más al alistamiento de
mercenarios germanos.
A la muerte de Antonino Pío sucedió la diarquía de Marco Aurelio y Lucio
Vero. Nuevas guerras agotan a Roma: contra los activos partos, que
intentan llegar hasta el Mediterráneo, y contra las tribus rebeldes de
Germania. Después de la muerte de Lucio Vero, el hijo de Marco Aurelio
se convierte en corregente de su padre con el título de Augusto, en lo que
parece un regreso al principio de sucesión dinástica.
Así llegamos al siglo Iii, en el que asistimos al pleno ocaso de Roma.
El imperio está a merced de militares que ni siquiera son romanos de
origen.
Cae en manos de bárbaros y de cínicos como Septimio Severo, cuyo lema
era "enriquece a la tropa y échate a dormir". A la breve dinastía de los
Severos (193–235) sucede un periodo de anarquía militar (235–276), del
que Roma sólo se recupera a medias con la despótica monarquía oriental
de Diocleciano. Pero esto pertenece ya plenamente a la decadencia y larga
agonía del imperio romano.
El primer emperador romano fue un hombre atractivo y bien parecido,
como sus numerosos retratos en piedra o metal ponen de manifiesto. Por
su biógrafo Suetonio sabemos que tenía los ojos claros y los cabellos
castaños y algo rizosos. También nos dice que era cejijunto y que tenía los
dientes desparejos. Su cuerpo era de proporciones armoniosas pero de
corta estatura, defecto que él procuraba disimular usando zapatos de
suela gruesa. Quizá fuera ésta la única coquetería que se permitía, pues,
por lo demás, nunca concedió demasiada importancia al arte de sus
sastres y peluqueros. Fue hombre de precaria salud: sufría del hígado y
del riñón y era propenso a las afecciones de garganta. Además, padecía
algún defecto congénito que hacía que cojeara a veces de la pierna
izquierda. Procuraba cuidarse y llevaba una vida sana: comía parcamente
y apenas probaba el vino; evitaba madrugar, se abrigaba y practicaba
regularmente "footing" (¿de qué otro modo se pueden interpretar las
palabras de Suetonio: "Terminado el paseo, corría saltando"?). Su otro
deporte era la pesca con caña.
Augusto era hombre culto. Había recibido una sólida formación
humanística, en la que destacó su amor por la literatura griega. Cuando
empleaba el latín incurría a veces en faltas de ortografía, quizá porque
escribía mucho y no siempre con la debida atención. Este gran
administrador y formidable organizador fue muy aficionado a memoriales,
notas, informes y todas las otras tareas burocráticas necesarias para el
funcionamiento de un Estado cada vez más complejo.
Como diplomático, fue sutil e inteligente. Revistió su poder autocrático
con las viejas formas de la democracia republicana donde lustre a un
domesticado Senado y supo evolucionar personalmente desde la severidad
–incluso crueldad– de sus primeras actuaciones hacia la patriarcal
benevolencia de su ancianidad.
En su vida privada fue muy infortunado: sus posibles sucesores morían
prematuramente, y finalmente se vio obligado a confiar en su hijastro
Tiberio, que le era antipático. De su segunda esposa, Escribonia, tuvo una
hija, Julia, cuya vida licenciosa fue una permanente fuente de disgustos.
De su tercera esposa, Livia, no tuvo hijos (o quizá Druso, del que ella llegó
embarazada al matrimonio).
A todas sus mujeres fue repetidamente infiel, lo que era bastante
corriente entre los romanos de la época. Su otro vicio –además de las
faldas–, el juego, sólo se manifestó en los últimos años de su vida.
Volviendo al tema de su descarriada familia, cuando hablaban en su
presencia de las Julias, hija y nieta, a las que él denominaba "mis
tumores", solía comentar: "¡Dichoso el que vive y muere sin esposa y sin
hijos!". En su testamento las mencionó solamente para prohibir que las
sepultaran a su lado.
Cuando iba a morir, se dirigió a los amigos que rodeaban su lecho y les
preguntó: "¿Os parece que he representado bien esta comedia de la vida?".
Y añadió, en griego, la frase con que los actores terminaban y se
despedían del público: "Si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al
autor". Luego expiró.
Tiberio (42 a. de C.–37)
Tiberio era feo, grandón y sin gracia. Tenía la nariz algo ganchuda y, en
su vejez, la cara se le llenó de granos. Nunca gozó de grandes simpatías,
ni en vida ni después de muerto.
Incluso cuando sus biógrafos tienen que alabar alguna cualidad suya se
les arreglan para que nos resulte desagradable. Por ejemplo, su fuerza:
era capaz de traspasar una manzana con el dedo o de hacer sangrar la
cabeza de un niño de un papirotazo. Durante toda su vida gozó de
envidiable salud.
Es comprensible que su carácter huraño y reflexivo no le granjeara
muchos afectos. Tampoco él los buscó.
Las desdichadas circunstancias de su vida hicieron de él una persona
amargada. Para Gregorio Marañón, que analizó lúcidamente al personaje
en su ensayo "Tiberio, historia de un resentimiento", la compleja
personalidad del emperador fue producto de los infortunios que
experimentó: todavía niño, su madre abandona a su padre y a él para
casarse con Augusto; en su mocedad, ya en el palacio imperial, todas las
carantoñas van para su encantador hermano Druso. Se casa enamorado,
y a poco su madre y Augusto lo arrebatan de los brazos de su querida
esposa para casarlo con la casquivana Julia. Finalmente, las aventuras
extraconyugales de la nueva esposa son la comidilla de los mentideros de
Roma, pero el marido traicionado no puede hablar porque se trata de la
hija favorita de Augusto.
El emperador sentía hacia él una profunda antipatía que nunca se
molestó en disimular. En cuanto lo veía aparecer, interrumpía toda
conversación relajada y alegre. "Desgraciado pueblo de Roma –comentó en
una ocasiónque va a ser triturado entre tan lentas mandíbulas" (quizá
aludía a la forma de hablar de Tiberio, exasperantemente pausada).
Sus disposiciones de gobierno, antes de que abandonase los asuntos de
Estado en manos de Sejano, fueron ilustradas y positivas. Era muy
enemigo de la adulación. Impidió que el Senado le adjudicase títulos
pomposos, así como la erección de estatuas suyas en lugares públicos.
Tampoco aceptó que designasen al mes de septiembre con su nombre.
Tomó disposiciones contra el lujo excesivo y procuró dar ejemplo: en la
mesa imperial se servían las sobras de la comida anterior. A un consejero
que le recomendaba aumentar los impuestos en las provincias le replicó:
"El buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las desuella".
Algunos excesos imputados a Tiberio parecen calumnias de historiadores
que sentían nostalgia por el régimen republicano. Por ejemplo, no es
admisible que fuera borracho y, sin embargo, el pueblo, descontento con
él porque había suprimido los espectáculos circenses, lo calumniaba con
diversos apodos virolentos: "Biberius", "Caldius" y "Mero" (jugando con
sus nombres legales: Tiberius, Claudius, Nero). Recordemos que también
en España se apodó ""Pepe Botella"" al benemérito pero odiado José
Bonaparte, que era abstemio.
La leyenda ha ganado la partida a la historia en el manido relato de las
perversiones sexuales y crueldades que practicaba Tiberio en su
residencia de Capri. Todo el mundo sabe que en aquel palacio campestre,
asomado a los acantilados marinos, el emperador disponía de una sala
"destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos
alrededor" y decorada con pinturas y bajorrelieves de tema pornográfico.
Allí organizaba sus orgías con un grupo de muchachas y muchachos
expertos en todas las posibles fantasías y variaciones del sexo.
Era, además de "voyeur", un repugnante pederasta si damos crédito a
Suetonio cuando escribe: "Había adiestrado a niños de corta edad, a los
que llamaba sus pececillos, para que jugasen entre sus piernas cuando
estaba en el baño, excitándolo con la lengua y los dientes y para que
mamasen sus pechos". Calumnias sobre un hombre desdichado que
nunca despertó amor ni compasión.
Su muerte fue tan escasamente gloriosa como había sido su vida.
Postrado por un infarto, ya lo daban por muerto cuando recobró el
conocimiento, se sentó en la cama y pidió de comer entre el contrariado
estupor de sus cortesanos, que imprudentemente acababan de aclamar a
su sucesor. Entonces, el emperador y resuelto jefe de la guardia
pretoriana, Macro, le echó unas mantas sobre la cabeza y lo asfixió con
ellas. Tiberio tenía al morir setenta y ocho años.
Mesalina (22 a. de C.–48)
El discreto diccionario de la Real Academia Española define la voz
"mesalina": "Mujer poderosa o aristócrata de costumbres disolutas". En
otros idiomas cultos de Europa viene a significar lo mismo. La famosa
Mesalina fue la tercera esposa del emperador Claudio y madre de Octavia,
esposa de Nerón. Había nacido en el seno de una antigua familia
senatorial y recibió esmerada educación.
Aunque era ambiciosa e intrigante, y posiblemente influyó en ciertas
decisiones políticas de su esposo, Mesalina ha pasado a la historia por su
galante y esforzada carrera de ninfómana. Se dice que satisfacía sus
apetitos sexuales indiscriminadamente con secretarios y siervos del
emperador, apuestos miembros del Senado, mozos de cuadra e incluso
entre los rudos clientes de los prostíbulos barriobajeros con los que batía
récords de resistencia como profesional del amor.
Al senador Apio Silano lo hizo condenar a muerte porque rechazaba sus
proposiciones deshonestas. La misma suerte siguieron otros muchos por
distintos motivos. Viéndose en peligro, los libertos de la cancillería
imperial delataron su poco edificante vida al ignorante e imperial marido.
Claudio, apesadumbrado, la hizo ejecutar. El poeta Juvenal puso en verso
las gimnasias prostibularias de esta alta señora en su sátira seis ("Sobre
las mujeres"), de la que seleccionamos un fragmento en la espléndida
traducción de Bartolomé Segura:
¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa de un particular, de lo que
hizo una Epia?
Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha cuánto soportó
Claudio. Cuando su mujer se percataba de que su marido dormía, la
augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche y, prefiriendo la ester
a la alcoba del Palatino, lo abandonaba, acompañada por no más de una
esclava.
Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia entraba en el caliente
lupanar de gastadas tapicerías, en un cuartito vacío que era suyo;
entonces se prostituía con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el
nombre de Licisca, y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico.
Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía dinero.
Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas, se marchaba
triste, y hacía lo que podía: cerrar la última el cuarto, todavía ardiendo
con la erección de su tieso clítoris, y se retiraba, cansada de tíos pero aún
no saciada, y afeada por el humo del candil y las mejillas oscuras llevaba
el olor del lupanar a su almohada.
6. La ciudad de las siete colinas
Roma empezó en el monte Palatino y después se extendió por los vecinos
Esquilino y Quirinal. Entre estas colinas quedaba una llanura pantanosa
que desecaron (drenándola con la cloaca Máxima) para establecer en ella
el mercado de la nueva ciudad, el Foro, que sería, desde entonces, centro
de la vida pública. Y, al poco tiempo, todo ese conjunto se rodeó con la
muralla de Servio Tulio, que abarcaba ya las siete colinas, incluyendo las
de Viminal, Celio, Aventino y Capitolio.
A lo largo de seis siglos, la ciudad crece y se engrandece. Nosotros vamos
a penetrar en ella en su época de mayor esplendor, cuando cuenta con
más de un millón de habitantes y es cabeza de un imperio que abarca
desde el abrupto Finisterre de Hispania a las llanuras Mesopotámicas y
desde los húmedos bosques de Alemania al calcinado arenal del desierto
líbico.
No tema el lector perderse de mi mano: un grupo de ilustres amigos
romanos se ha ofrecido amablemente para mostrarnos hasta los más
recónditos entresijos de su ciudad. Como ellos no son rigurosamente
coetáneos, tampoco les vamos a exigir que la ciudad que nos muestran
pertenezca a una misma época. Es posible que, desde esa diacrónica
perspectiva, nos sea dado pasear por el Campo de Marte cuando era una
llanura despejada o levemente arbolada, pero también podremos
contemplar los espléndidos templos, los arcos de triunfo y el circo que
vinieron a poblar su tranquila planicie.
Después de dos mil años, el tiempo anula esas distancias y nos permite
abarcar, con la misma melancólica mirada, el solar, el edificio, su lenta
ruina y los nuevos muros que lo suplantarán en un hipotético mañana.
En esta fascinante ciudad conviven, y se yuxtaponen impúdicamente, el
lujo más desenfrenado y la más afrentosa miseria. Al lado del palacio
adornado con estatuas de mármol traídas de Grecia se levanta la chabola
de barro, y más adelante, en el siglo Iii, cuando el suelo escasee, en
apartamentos contiguos del mismo edificio habitarán el próspero tendero
burgués y el pobre diablo que malvive de los subsidios y de las propinas.
Un cuarto de la población padece hambre física. Los que tienen vivienda
se hacinan en superpoblados edificios de los barrios bajos cuyas
destartaladas ventanas dan a las lujosas mansiones rodeadas de jardines
de los ricos o a las casas unifamiliares, con una docena de habitaciones,
de la clase media.
Si preguntamos a uno de los atareados ediles que se esfuerzan por
ordenar la caótica urbe del siglo Iv, nos dirá que el perímetro de su recinto
abarca ya veinte kilómetros. Hace siglos que rebasó aquella primitiva
muralla de Servio Tulio. Las 152 fuentes de la ciudad, a las que acuden
largas filas de esclavos y mujeres con cántaros, consumen más de mil
millones de litros de agua diarios, que les llegan por once acueductos.
Existen 1.797 casas unifamiliares y 46.602 bloques de vecinos repartidos
en 423 barrios ("vici"). Hay 37 puertas, 8 puentes sobre el Tíber, 29
avenidas, 11 foros, 856 baños privados, 11 termas públicas y 190
graneros que surten de trigo a 254 molinos y que son abastecidos por
media docena de flotas que traen trigo de Sicilia, de Hispania y de Egipto.
Hay también 2 circos, 2 anfiteatros, 3 teatros y 28 bibliotecas. Y 36 arcos
triunfales y 10 basílicas. Casi toda esta grandeza, que ya comienza a dar
preocupantes señales de la decrepitud que precederá a su dilapidación,
arranca de la época de los césares. Augusto solía ufanarse: "Heredé una
ciudad de ladrillo y la dejo de mármol".
Dispongámonos a pasear por la ciudad. No nos limitaremos, como los
turistas modernos suelen, a visitar sus más famosos monumentos.
Nuestra intención es conocer los distintos ambientes de la ciudad, incluso
aquellos donde la miseria y el abandono constituyen una afrenta para el
moderno observador, aunque no, ciertamente, para la sociedad romana.
Alega nuestro amigo Marco Cornelio que de la miseria de una gran parte
de la población de la ciudad no es responsable el Estado. Es que los
provincianos creen que en Roma se puede vivir del cuento y, sin
pensárselo dos veces, hacen el hatillo y se presentan aquí, sin oficio ni
beneficio, dispuestos a vivir de la sufrida "annona" o de la caritativa
nómina de algún rico ("sportula"). Séneca, el filósofo cordobés, es de la
misma opinión: "Muchedumbres de personas abandonan voluntariamente
su país natal y llegan a Roma atraídos por su propia ambición o por
necesidades de los cargos públicos que desempeñan. Otros, lo que buscan
es un lugar rico en vicios para engolfarse en ellos o anhelan únicamente
recrearse en los espectáculos públicos. Unos vienen a vender su
hermosura, otros su elocuencia, y muchos ponen en la almoneda sus
virtudes o sus vicios".
Sus vicios, he aquí una clave en la que los otros contertulios parecen
coincidir. El también español Marcial remacha: "Si uno es honrado, no es
seguro que pueda vivir en Roma".
Y Lucano se lamenta de que quede poco de la población original "puesto
que aquí se ha concentrado la hez del mundo entero".
Como procedemos del municipio Urgavonense, en la hispana Bética (y
estamos orgullosos de ello porque aquélla fue una de las provincias más
profundamente romanizadas, que es tanto como decir civilizadas) hemos
entrado en la ciudad por el puerto del Tíber, lo que quizá no nos depare el
paisaje urbano más idóneo para adquirir una favorable primera impresión
de Roma. Aguas cenagosas sobre las que flotan desperdicios, muelles
abarrotados de silentes bultos y vociferantes esclavos, denso olor de
almacenes de curtidos, hoscos volúmenes de pósitos y corrales que
parecen aplastar las mínimas hileras de frágiles y destartaladas viviendas
que se apiñan desde el río hasta las laderas del vecino Aventino. Por estas
malolientes callejuelas pululan bandadas de niños mendigos, apenas
vestidos de harapos, y mal encaradas prostitutas que nos brindan, con
gritona insistencia, sus marchitos encantos. Mejor será que nos
apresuremos y salgamos de aquí porque cae la tarde y Marco Cornelio nos
ha advertido que por esta zona abundan los atracadores.
Al llegar a la explanada del Circo Máximo, el ambiente no mejora gran
cosa. Las destartaladas y ruidosas casas de vecinos se apiñan unas sobre
otras dejando apenas paso entre ellas por unas callejas húmedas y
malolientes. Pasamos ante alguna barbería, donde a esta hora hacen
tertulia los hombres de la vecindad. Raídas túnicas, pies descalzos, gente
humilde y plebeya, artesanos, esclavos, obreros.
Algunas pobres tiendas permanecen abiertas: zapateros, abaceros, lanas.
Gente de los otros barrios viene a comprar aquí porque los precios son
más bajos. Observamos también la existencia de prostitutas que intentan
atraer al viandante desde las ventanas de sus sórdidas alcobas.
Cediendo a los insistentes ruegos de nuestro amigo Marco Cornelio,
salimos del barrio y nos encaminamos al Capitolio. Por aquí deberíamos
haber empezado la visita puesto que es el centro sagrado de la ciudad y
su parte más noble y antigua. El Capitolio es la primera de las siete
colinas. En realidad tiene una extraña forma, con dos cimas. En la más
amplia, propiamente denominada "Capitolium", está el templo de Júpiter,
el más importante de la ciudad, su catedral, como si dijéramos; en la otra,
el Arx, está el templo de Juno Moneta, la esposa de Júpiter. Pasamos
junto a los imponentes muros del archivo estatal ("Tabularium") y nos
asomamos, por el escarpe meridional, a la famosa Roca Tarpeya, desde la
que antiguamente se despeñaba a los condenados a muerte. Tiene una
buena costalada.
Se nos ha hecho de noche y apenas nos queda tiempo para echar un
vistazo al "Tullianum", donde se custodian las copias en bronce de los
más solemnes tratados que Roma ha firmado con sus socios y aliados. De
paso hemos podido admirar una espléndida colección de estatuas en la
que vemos representados a todos los grandes hombres de la historia de
Roma.
Nuestro amigo Marco Cornelio, en cuya casa nos hospedaremos, habita
en el antiguo barrio del Palatino, donde están las residencias de gran
parte de las más antiguas familias de la aristocracia romana. Ahora,
debido a la escasez de espacio, algunos ricachones de última hora
empiezan a construirse magníficas mansiones al otro lado del valle, sobre
el Celio o, pasando el Foro, sobre el Viminal. En el siglo Iii las residencias
ajardinadas ocuparán también el Esquilino y el Pincio. No obstante, el
Palatino sigue siendo el barrio favorito de la nobleza. Aquí reside Augusto,
en una casa bastante modesta, por cierto; aquí construirá Tiberio la
Domus Tiberiana, que Calígula ampliará en la Domus Gaiana. Nerón,
necesitado de más ambiciosos espacios, edificará al pie del Palatino, sobre
la llanura adyacente, su Domus Transitoria, que después del famoso
incendio de Roma hubiera dado lugar, de haberse concluido, a la
desmesurada Domus Aurea. Y aquí, finalmente, instalaron los Flavios su
sede imperial.
Marco Cornelio nos cuenta una anécdota referida a la casa de Nerón. El
emperador, como buen megalómano, aspiraba a construirse un palacio
que superara no sólo los de todos sus predecesores, sino, a ser posible,
también los de sus sucesores. El proyecto de la Domus Aurea, resultado
de tal empeño, ocupaba tantas hectáreas que los ingeniosos y
maldicientes romanos llenaron la ciudad de pasquines en los que se podía
leer: "Roma va camino de convertirse, toda ella, en una sola mansión.
¡Ciudadanos, emigrad a Veyes!". Y una venenosa posdata añadía:
"Aunque bien pudiera ocurrir que la casa de Nerón llegue también a
Veyes".
En la residencia de Marco Cornelio nos están esperando su noble y
distinguida esposa, la discreta Caesia, y sus dos agraciadas hijas
adolescentes. Tiene también un hijo, Cayo, oficial del ejército destinado en
una guarnición de Hispania. Hacemos una respetuosa venia ante la
hornacina de los Lares familiares y, acto seguido, pasamos al triclinio,
donde nos aguarda la opípara aunque algo tardía cena que han preparado
en nuestro honor. Después de una breve sobremesa, nos retiramos a
nuestro aposento. Un esclavo, el mismo que nos lavó los pies al llegar a la
casa, nos ayuda a desvestirnos y luego se lleva la luz.
Al día siguiente, en cuanto amanece, la casa se llena de ruidosa actividad.
Nos aseamos y, siempre solícitamente atendidos por el esclavo de la
víspera, nos ponemos la toga, una operación bastante más complicada
que hacer un buen nudo de corbata. Después del copioso y reposado
desayuno, nos lanzamos a la calle con el grupo de amigos que, mientras
tanto, ha ido llegando a la casa. Charlando animadamente con tan
excepcionales cicerones descendemos una suave cuesta flanqueada por
las tapias y fachadas de hermosas residencias. Entre ellas nos señalan la
del famoso Craso, que en su tiempo fue la mansión más lujosa de Roma.
Cuando llegamos al llano la conversación decae un tanto. Ahora
discurrimos por lóbregos callejones de humildes casitas ente las que brota
de vez en cuando un destartalado bloque de apartamentos. Un hervor de
vida se percibe en el barrio. Los niños de la vecindad juegan a las canicas
sobre el dilapidado empedrado de la calle, profundamente surcado por las
rodadas de los carros. En medio de una plazuela, un cerdo de suculentos
andares hoza sobre una pila de estiércol fresco.
Lucilio, que advierte nuestra mal disimulada sorpresa, nos informa: "Si no
fuera por los cerdos que vagan por las calles comiéndose los desperdicios,
estos barrios olerían aún peor".
"Pero ¿a quién pertenece?", preguntamos por decir algo.
"Será de algún vecino. Seguramente uno de esos niños tiene por misión
vigilarlo. Ten en cuenta que Roma está llena de ladrones y rateros".
Unos minutos más tarde llegamos al Foro, que es la plaza mayor de
Roma.
Ocupa el centro de la dilatada llanura que las siete colinas limitan. Por lo
que estamos viendo, Roma es una ciudad concéntrica y el Foro es su
corazón. Aquí está el centro de la vida oficial, la "city", si se nos permite
utilizar el término anglosajón, aunque sólo sea en gracia a su origen
latino. En torno al Foro, apurando la llanura, se apiñan enmarañadas
callejuelas y bulliciosos barrios populares, tiendas, obradores de
artesanos, mercados y mercadillos que, a nuestros ojos perversamente
modernos, semejan zocos de ciudad moruna. En los límites de la llanura
se alza el relieve para formar un vago semicírculo de colinas en cuyas
laderas y alturas se han instalado los barrios residenciales, los
monumentos y las mansiones de los ricos.
Lucilio se esfuerza en describirnos el ambiente: "De la mañana a la noche,
tanto en días laborables como en festivos, todo el mundo, plebeyos y
senadores, se apiña en el Foro y pasa allí el día, sin ausentarse nunca.
Todos se entregan a la misma pasión y al mismo arte: el de engañarse
mutuamente con sus palabras, contender en enredos, competir en
lisonjas, fingirse nobles y tender trampas al prójimo como si cada uno de
ellos fuese enemigo de todos...". Las seguramente exageradas palabras de
nuestro amigo se pierden en el bullicio ferial de la plaza.
Desde un ángulo propicio se nos ofrece una buena panorámica del Foro:
un vasto espacio irregular y alargado rodeado de magníficos templos y de
edificios oficiales de noble apariencia. A pesar de lo temprano de la hora,
la muchedumbre aquí concentrada es tal que no se puede dar un paso sin
importunar al vecino. La algarabía es tremenda porque todos hablan a
gritos.
No obstante, esta promiscuidad no parece importar a los romanos. Ya se
sabe cómo es la vida aquí: "Uno me da un codazo, otro me aporrea con
una viga que lleva al hombro, otro me da un coscorrón con una canasta y
aquél con una tinaja". En la multitud encontramos de todo: gentes
atareadas que se ocupan de mil diversos asuntos, gentes ociosas,
ganapanes, pícaros, nobles patricios, míseros mendigos, hombres de
negocios, funcionarios estatales, ávidos cambistas, vociferantes abogados,
ayunos literatos, geómetras, médicos, vendedores ambulantes de
salchichas y empanadas de garbanzos... Todas las razas y pueblos del
mosaico imperial están dignamente representados en el mar de cabezas:
rubios germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos,
greñosos sirios, impecables griegos, cetrinos hispanos. De vez en cuando
un par de corpulentos esclavos provistos de garrotes ("anteambulones" =
los que caminan delante) apartan a la gente sin muchos miramientos para
abrir paso a la litera de algún potentado: "Paso a mi señor, paso a mi
señor", van salmodiando mientras te dan el manotazo. El que tan
cómodamente atraviesa el Foro, navegando en muelle colchón sobre aquel
mar humano, ha preferido correr las doradas cortinas de su lecho para
ignorar las incomodidades que causa a sus conciudadanos.
Sólo alcanzamos a verle una mano blanca, ociosa y regordeta que asoma,
al desmayado desgaire, fuera de los velos dorados. Hemos podido contar
hasta cinco anillos de oro adornados con imponentes piedras. Con el valor
de cada una de ellas muchas familias podrían vivir decorosamente por el
resto de sus días.
Éste es el corazón del imperio. De esta bulliciosa fuente mana su
burocracia: cartas, certificados, informes, órdenes de pago, contratas de
obras públicas, nombramientos, recomendaciones, ceses. Los
funcionarios estatales trabajan en jornada intensiva, desde que amanece
hasta mediodía o poco menos. La tarde es para el ocio y los deportes.
Es el momento de cumplir con el rito turístico de todo recién llegado.
Nos abrimos camino hasta la tribuna de los oradores, junto a los Rostra.
Aquí está el centro geográfico de Roma, señalado por una columna de
piedra revestida de bronce dorado ("miliarium aureum", que más
adelante, con Constantino, será el "umbilicus Romae", es decir, el ombligo
de Roma). Este punto es el kilómetro cero del que parten todas las calles
que conducen a las puertas de la ciudad y a las carreteras que comunican
la capital imperial con sus dominios.
Ahora comprendemos la justeza del dicho "todos los caminos van a
Roma".
Próxima a los Rostra está la oficina de las "Acta Diurna Populi".
Nuestro amigo Marco adquiere un ejemplar. Éste es el periódico de Roma,
una especie de Boletín Oficial de Estado manuscrito en el que se reflejan
los edictos de los magistrados, las constituciones imperiales, los bandos
de la ciudad, sus actos públicos y los ecos de sociedad.
Todo el que tiene familiares en provincias lo adquiere para enviárselo,
pues los que añoran Roma en tierras lejanas leen con fruición este
periódico. Al pasar junto a los Rostra, Marco nos explica el sentido de
estos extraños trofeos. Son unas columnas de piedra adornadas con los
espolones de bronce de los navíos capturados al enemigo. En este punto
se exhibieron también la cabeza y las manos de Cicerón al día siguiente
de su asesinato.
Pasamos por la zona de los cambistas. Hay como una docena de ellos,
parapetados detrás de sus tenderetes.
Los que no están atendiendo a algún cliente hacen tintinear, con
profesional destreza, el reclamo de sus apiladas monedas. Si te ven cara
de forastero, te interpelan y te abruman con sus consejos e insisten en
que no pases adelante sin cambiar tus divisas. Roma, te advierten, está
llena de mercaderes desaprensivos. Si no andas provisto de moneda
romana te estafarán. Pasadas las oficinas de los cambistas, entre la noble
arquitectura de los templos de Cástor y Pólux y de Vesta (donde los nobles
romanos depositan sus testamentos al cuidado de las vírgenes vestales)
está la basílica Iulia, donde los abogados defienden sus pleitos. Una
muchedumbre de ociosos asiste a los juicios, pues el romano es muy
aficionado a la elocuencia y a la controversia. Visitamos después el templo
de César, levantado sobre el punto donde ardió su pira funeraria, y los
templos de Minerva y de Augusto divinizado. Notamos un tumulto en
torno a unos carteles que han colgado del muro posterior del templo. "Son
–nos explica Marco Cornelio– las listas de soldados licenciados". La
biblioteca de Tiberio está al lado y cuando se publican las listas no hay
quien pueda trabajar allí, del ruido que se forma en la calle.
A una observación nuestra sobre la cantidad de gente ociosa que se ve en
el Foro, Séneca replica: "Roma está llena de personas inquietamente
ociosas que no tienen mejor cosa que hacer que merodear y matar el
tiempo. Todo el día se lo pasan por las casas, por los teatros y por los
foros, entrometiéndose en los asuntos de los demás y dando la impresión
de que hacen algo.
Sólo buscan pasar el tiempo; son como esas hormigas que suben en
largas hileras hasta la copa de los árboles para bajar luego al suelo de
vacío.
Si los observas detenidamente verás a los que saludan a uno que ni
siquiera les devuelve el saludo, se suman al cortejo fúnebre de un
desconocido, acuden al juicio de uno que pleitea todos los días, a la boda
de una mujer que se casa cada dos por tres; o escoltan una litera y echan
una mano para llevarla si se tercia. Luego regresan a su casa agotados y
no saben decir a qué salieron ni dónde han estado, pero al día siguiente
vuelven a lo mismo".
Marco Cornelio, que teme que nuestra impresión de Roma sea un tanto
negativa, intenta llamar nuestra atención hacia la magnificencia
arquitectónica que nos rodea razonando que la ciudad es también obra de
las laboriosas generaciones que la ilustraron con tan espléndidos
monumentos. Precisamente esta zona del Foro es la más monumental de
la ciudad porque, al ser escaparate de la vida pública de Roma y marco de
sus más solemnes ocasiones, los sucesivos emperadores han rivalizado en
dotarla espléndidamente. El que inició su engrandecimiento fue César,
cuando hizo construir la basílica Iulia y los Rostra. Augusto añadió el
templo Divi Iulii; Tiberio, aunque era grandísimo tacaño, reedificó dos
templos: el de la Concordia y el de Cástor y Pólux; Tito añadió el de
Vespasiano; Trajano urbanizó la explanada levantando dos grandes
parapetos junto a los Rostra; Antonino construyó el Templum Antonini et
Faustinae; Septimio Severo, el arco de su nombre, y Majencio inició una
espléndida basílica que completaría su rival Constantino. Como esas
salas excesivamente amuebladas de las familias consumistas, el antiguo
Foro de Roma acabó quedándose estrecho, y sus funciones, colapsadas
por la creciente burocracia de un imperio cada vez más complejo,
hubieron de extenderse a los llamados foros imperiales. Éstos
constituyeron el ensanche de la nueva Roma en las cercanías del Foro
antiguo. En el de Vespasiano encontramos el templo de la Paz y el de la
Villa, donde admiramos un curioso plano de roma, a escala, en mármol,
que adorna la fachada de la biblioteca.
Después está el de Nerva o transitorio, más reducido, con el templo de
Minerva, y a continuación los de César y Augusto: una hermosa colección
de estatuas de romanos célebres y la ecuestre de César. El último foro,
mayor y más notable que los demás, es el de nuestro comprovinciano
Trajano, construido sobre el celebrado diseño de Apolodoro de Damasco.
Su hermosa plaza porticada, excavada en parte en las laderas del
Capitolio y del Quirinal, está rodeada de notables edificios y obras de arte.
Son famosas sus galerías comerciales y almacenes y el conjunto que
forman la basílica Ulpia y las bibliotecas y templo de Trajano divinizado. Y
en el centro de todo ello, la espléndida columna de Trajano.
Pero escapemos de la muchedumbre y busquemos más desahogados
espacios.
Por el lado del Foro que da al Quirinal, en la zona del Campo de Marte,
donde antiguamente se celebraban las elecciones, salimos a los Saepta.
Aquí el ambiente es más tranquilo. Curioseamos entre los tenderetes de
las tiendas de lujo donde se hacinan los más variados productos del
imperio. Los caprichosos y elegantes de Roma deambulan por este centro
comercial en busca de telas de seda, perfumes orientales, taraceas
egipcias, esclavos de lujo, cerámica griega, papagayos, collares de ámbar.
No todos compran, naturalmente. Éste es también el paseo en el que se
dan cita los elegantes después del almuerzo. Si bien, para según qué
cosas, se pueden escoger también otros paseos de la ciudad más
tranquilos e íntimos: la vía Apia, la vía Flaminia, los parques del
Trastevere y del Aventino, el entorno ajardinado del templo de Diana o
incluso el juvenil y bullicioso Campo de Marte al que ya, sin más dilación,
salimos.
El campo de Marte se extiende desde las colinas Capitolina y Quirinal
hasta el río. Es el pulmón de Roma, su punto más espacioso y despejado.
Aquí es donde las nodrizas pasean a sus niños; los mozalbetes juegan; los
jóvenes, e incluso no tan jóvenes, practican sus deportes favoritos, corren,
juegan a la pelota o luchan.
Alejándose del centro, por las apacibles riberas del Tíber, también se
encuentran recoletos paseos donde los ancianos toman el sol y platican.
Es sólo una relativa lástima que, a lo largo de los siglos que abarca el
imperio, el Campo de Marte acabe urbanizándose también con un número
excesivo de edificios. Allí admiraremos el mausoleo de Octavio, un túmulo
recubierto de árboles de hoja perenne, el pórtico de Octavio, el teatro de
Marcelo, el Ara Pacis, el estadio de Domiciano, el teatro Odeón, el panteón
de Agripa y las termas de Agripa y Nerón. También los templos de Isis y
Serapis, en cuyos recoletos alrededores se solían citar los enamorados. Y
para los cultos, el pórtico de Octavia, la hermana de Augusto, verdadero
centro cultural dotado de biblioteca y sala de conferencias.
Esto es lo que encontramos por la ribera izquierda. Más allá del río, por
los campos del Vaticano, sólo acertamos a otear verdes trigales, lujosos
jardines, huertas y casas de recreo o de labor.
Si nos acompañara Cicerón, seguramente no habría podido reprimir una
lágrima furtiva al contemplar, allá a lo lejos, el jardín que él quiso
comprar a cualquier precio para elevar en él un santuario dedicado a la
memoria de su querida hija Tulia. Andando el tiempo, esta ribera se
poblará de modestos edificios y constituirá un barrio obrero (el
Transtíber). También se construirán aquí el mausoleo de Adriano y el
circo de Calígula.
Pero si en lugar de acercarnos al río hubiésemos optado por abandonar el
Foro por el lado opuesto, es decir, por el que da al Esquilino, nos
habríamos topado con la magnificencia del anfiteatro y el magnífico
templo de Venus y Roma, con su tejado cubierto de planchas doradas,
bañadas en oro, que relumbra en la distancia, herido por el sol. Delante
del templo está el Coloso de Nerón (origen de la palabra Coliseo con la que
se conoce al vecino anfiteatro). Es una estatua gigantesca, de treinta y
seis metros de altura, que adornaba la entrada de la Domus Aurea. A la
muerte de Nerón le añadieron los atributos necesarios para que
representara al dios Sol. Adriano la trasladó a su actual emplazamiento.
Los viejos del lugar aún recuerdan que fue necesario uncir veinticuatro
elefantes a la plataforma que sirvió para trasladarla.
El Esquilino es otro de los barrios curiosos de Roma. En tiempos de la
república era un lugar horrendo: en su desolada cúspide se alzaban
cruces y patíbulos, cerca del cementerio y osario municipal a donde iban
a parar los cuerpos de los ajusticiados o de los mendigos que morían en la
calle; en su falda sinuosa crecían, entre mefíticas basuras, las chabolas
de los más pobres. Allí se alineaban los humildes prostíbulos de la
Subura, el barrio chino de la ciudad, del que todavía persiste algo en las
callejas sórdidas donde habitan los libertos y los artesanos desempleados.
Pero el Esquilino que visitamos ahora con nuestros cultos amigos se ha
ido convirtiendo, en el razonable espacio de un siglo, en un elegante
barrio residencial que huele a dinero fresco y a prosperidad recién
estrenada. Baste decir que hasta aquí había de extenderse la Domus
Aurea de Nerón (sí, probablemente llevaban razón los que censuraban la
excesiva extensión de sus dependencias y jardines). En este señorial
vecindario están los más bellos parques de Roma, entre ellos el tan
famoso de Mecenas, y algunas de las más espléndidas mansiones de la
nueva aristocracia.
Como nuestras costumbres son más plebeyas, descendemos de nuevo al
bullicio y a la fritanga de los barrios populares en torno al Foro.
Otra vez nos perdemos por calles estrechas y tortuosas. En las horas de
mayor afluencia, los embotellamientos son frecuentes, particularmente en
los puntos donde se cruzan dos o tres literas o sillas portátiles en las que
los ricos se hacen transportar a hombros de esclavos.
En el Argiletum visitamos el Vicus Sandaliarius, donde están enclavados
los comercios de los zapateros y de los libreros ("bibliopola"), dos
actividades estrechamente asociadas pues comercian con el mismo
material, el cuero. Por cierto que el hedor a piel podrida y a pez
recalentada que despiden sus obradores y tenerías flota sobre el barrio
entero como una pestilente losa. Nuestros elegantes amigos echan mano
de sus perfumadas bolitas de ámbar y se las llevan a las narices en los
pasajes donde el hedor se hace especialmente insoportable.
Comenzamos a entender que el uso de perfumes esté tan extendido en
Roma entre las clases pudientes: es que la ciudad huele francamente mal.
Como todos los componentes del grupo somos gente de letras, es
inexcusable que penetremos a curiosear las últimas novedades en dos o
tres librerías ("tabernae librariae"). Al fondo de cada establecimiento, en la
parte más iluminada, hay largos escritorios donde los amanuenses,
asalariados o esclavos, se afanan sobre sus papiros y tinteros. Están
fabricando copias de la nueva obra de Ovidio, un manual para
enamorados que parece que va a ser best–seller entre los donjuanes de las
provincias. El método de edición resulta algo penoso a los que
procedemos de la galaxia de Gutemberg. Casi todos los libros se
componen sobre rollos de papiro de Egipto de veinte hojas encoladas una
a continuación de otra. Su lectura es bastante incómoda. Desde la época
Flavia se divulgan otros tipos de libros parecidos a los nuestros
("quaterniones"), que se fabrican con pergamino de oveja ("membrana"),
pero resultan caros.
Otros soportes de la escritura nos parecen no menos curiosos. Tablillas de
madera enceradas ("cerae"), unidas como un bloc de anillas ("codex", de
donde la palabra "códice") y hasta láminas de plomo para documentos
importantes que deben perdurar.
A la salida de la librería, en una encrucijada, un pesado carro lanzado a
toda velocidad está a punto de atropellarnos.
—Creía que estaba prohibida la circulación de carros durante el día –
comento sin salir todavía del susto.
—Y lo está –asiente Marco Cornelio–, pero se hace una excepción con los
que transportan escombros o materiales de construcción, puesto que de
otro modo habría que construir de noche y eso haría de Roma una ciudad
aún más ruidosa de lo que ya es, si te puedes imaginar tal cosa.
Descendemos a los barrios del Tíber y curioseamos por las tiendas.
Cada una de ellas exhibe sus productos en la puerta, así como carteles
rotulados en brillantes colores. Son mensajes publicitarios que pretenden
atraer a los clientes indecisos. En el dintel de la chacinería admiramos
una simétrica batería de hermosos y bien curados jamones; en el de la
bodega contigua hay dos panzudas ánforas. Entran y salen clientes
provistos de cenachos en los que portan sus compras del día. No nos
parece que se apresuren como los que van de tiendas en nuestras
ciudades modernas; antes bien se van deteniendo a cada momento para
conversar con algún conocido o para asistir a los mil espectáculos que la
calle ofrece: saltimbanquis, tragasables, augures, decidores de
buenaventura, curanderos... También abundan los vendedores
ambulantes de baratijas y de ropas usadas ("centonarius") que son las
únicas que pueden comprar los pobres.
Uno de nuestros amigos se detiene en una barbería ("tonstrinae") donde
suele hacer tertulia. Los barberos ("tonsores") ejercen un oficio muy
necesario pues, en esta época, todo el mundo se afeita el rostro (excepto
los excéntricos filósofos, que gastan barba) y, sin embargo, no existe la
costumbre de afeitarse uno mismo. En cierto modo se comprende: todavía
no se ha inventado el jabón, hay que raparse en frío la indócil barba, tan
sólo humedeciéndola con agua, y, por si fuera poco, el filo de las navajas
deja bastante que desear. Es muy frecuente ver auténticos "ecce homos",
perdón por tanto latín, y mal restañadas heridas sobre rostros afeitados
con dudoso apurado.
A través de la calle de los vidrieros ("vicus vitrarius"), llegamos a la de los
perfumistas ("vicus unguentarius"), quizá el único punto de Roma donde
los tufos y olores no ofenden al olfato. En minúsculos talleres, los
esclavos se afanan moliendo polvos de olor y extrañas sustancias en sus
morteros de piedra.
Por todas partes se ven manchas de aceite, que será el vehículo de las
esencias hasta que se conozca el alcohol. Cerca ya del Tíber, en el "vicus
tuscus", el goloso Marco Cornelio adquiere una bolsita de pimienta.
La hora del almuerzo nos sorprende en el barrio Xiv. Hemos dado tantas
vueltas por Roma que tenemos los pies hechos polvo. Los amigos que nos
acompañaban han ido desertando y no volverán hasta la tarde. Cuando
quedamos solos, Marco dispone que regresemos a casa en un taxi. Nos
dirigimos a la parada ("castra lecticariorum"), donde alquilamos una litera
de dos plazas. Es como una especie de espaciosa angarilla que contiene
un colchón duro y unas almohadas. Ocho fornidos esclavos capadocios
introducen largos varales por las argollas laterales y, a la señal del
capataz, levantan vigorosamente la litera y parten hacia el punto de
destino a notable velocidad. Como nuestro vehículo es de alquiler, su
decoración es sucinta, pero por el camino nos cruzamos con otras literas
privadas en las que sus dueños hacen emblemática ostentación de
riqueza. Marco Cornelio me explica que también existen literas de viaje,
para la carretera, portadas por dos mulos ("basterna").
Aquellos que no pueden permitirse el lujo de una litera procuran al menos
lucirse en utilitaria silla de manos ("sella") portada por una pareja de
esclavos. Nadie se acuerda de la antigua ley, promulgada por César, que
limita el uso de estos artefactos.
Domiciano lo prohibirá a las mujeres de vida alegre con idénticos
negativos resultados.
Nocturna Roma
Los ciudadanos que se lo pueden permitir, porque están desocupados o
porque son ricos o funcionarios del Estado o pequeños propietarios
rentistas, procuran pasar la tarde en las termas. Las termas constituyen
el gran placer del romano cuando no hay juegos o espectáculos públicos.
Pero nosotros nos sentimos tan agotados después de la caminata de esta
mañana que preferimos pasar la tarde en casa, leyendo a Virgilio en la
discreta pero suficientemente surtida biblioteca de nuestro anfitrión. He
de advertir que casi todas las casas nobles cuentan con su propia
biblioteca, si bien estas bibliotecas particulares raramente exceden de un
par de docenas de volúmenes puesto que el libro es caro y se deteriora
fácilmente con la polilla y la humedad. Los eruditos pueden, no obstante,
trabajar en las bibliotecas públicas de las que Roma está suficientemente
surtida. En el siglo Iv llegó a haber veintiocho.
Las más importante eran la de Augusto, en el Palatino, la de Tiberio, en la
Domus Tiberiana, y la Ulpia, donación de Trajano.
A la caída de la tarde, después de cenar, salimos a dar una vuelta para
conocer la Roma nocturna. Nos acompañan otra vez los amables amigos
de la mañana.
La noche romana es mucho más ruidosa que el día. En cuanto se pone el
sol, los centenares de carros de víveres y mercancías que han ido llegando
durante todo el día a los aparcamientos de las puertas Trigémina y
Collina, irrumpen en la ciudad, la invaden y se dirigen a sus puntos de
destino a toda velocidad pues sólo los primeros podrán librarse de los
inevitables embotellamientos. Aunque la ley establece que los ciudadanos
tienen derecho a transitar sin miedo ni peligro ("sine metu et periculo"), lo
cierto es que el mero ruido de los carros nos amedrenta: son como bólidos
sobrecargados cuyas llantas de hierro truenan inmisericordes sobre los
relejes del agrio empedrado. De vez en cuando rozan las piedras
sobrealzadas en medio de la calzada, que constituyen los pasos de cebra,
y hacen saltar siniestros regueros de chispas. Decididamente ésta es una
ciudad insoportablemente ruidosa. Adivinando nuestros pensamientos,
Marcial interviene: —¡Los ruidos de Roma! No te dejan vivir por la mañana
los maestros de escuela, por la noche los panaderos y a todas horas los
caldereros, que repican con sus martillos; aquí es el cambista aburrido
que tintinea sus monedas sobre la sórdida mesa, allá un dorador que
aporrea con su bastoncito la piedra pulida. Incesantemente los fieles de
Belona gritan poseídos por la diosa; no acaban nunca, el náufrago con
una tabla al cuello que va refiriendo la historia de su percance; el niño
mendigo al que su madre ha enseñado a pedir limosna lloriqueando, el
revendedor que te molesta insistiendo en que le compres unas pajuelas...
Juvenal es todavía más radical en su condena. A él, romano de toda la
vida, además de los ruidos que producen sus conciudadanos, le molesta
que haya tantos extranjeros y forasteros.
La tiene particularmente tomada con los griegos.
—Esta ciudad se me hace insoportable. Hace un momento que en el Tíber
ha desembarcado el Orontes trayendo consigo la lengua y las costumbres
de aquellas gentes y, además, flautistas que aportan liras con cuerdas
traveseras, tímpanos, su instrumento nacional, y esbeltas muchachas.
¡Ay, los griegos! Vienen de todas partes, se instalan en el Esquilino y en el
Viminal y se hacen dueños de las familias más ilustres. Son lo que
quieras que sean: literatos, rectores, geómetras, pintores, masajistas,
augures, funámbulos, médicos, magos. El grieguito muerto de hambre
entiende de todo. Dile que te suba al cielo: te subirá.
La ciudad nocturna es tan ruidosa que no nos extraña que sus calles
estén tan concurridas. A lo mejor son vecinos que no consiguen conciliar
el sueño en sus casas. "Es que para poder dormir en Roma tienes que ser
muy rico", replica, agrio, Juvenal.
La vida nocturna se concentra en ciertos barrios donde existen tabernas
("popinae, thermopolia"). Nos llama la atención que el vino se sirva
caliente. En algunos establecimientos se juega a los dados, cruzando
apuestas. En casi todos hay pelanduscas que ejercen su oficio en
camaranchones de los pisos altos o en húmedas trastiendas abarrotadas
de ánforas y cachivaches.
Juvenal, siempre atento a los aspectos negativos de la ciudad, es de la
opinión que debiéramos dar por terminado el paseo y retirarnos a
nuestras respectivas posadas. Es poco amigo de la noche.
—Considerad ahora –nos dice– cuán diversos son los peligros de la noche.
Pensad desde qué altura puede precipitarse una teja y romperte el cráneo
y cuántas veces son lanzados desde las ventanas cacharros desportillados
que dejan profundas huellas sobre el empedrado. ¡Bien se te ha de tener
por descuidado e imprevisor si asistes a una cena sin haber hecho
previamente testamento! Cuando sales de noche te acechan tantos
peligros mortales como ventanas hay abiertas. Y sólo por esta razón te
conformas melancólicamente con que se contenten con ducharte con el
contenido de los cubos.
No exagera nada nuestro malhumorado amigo. En esta ciudad, que es
cabeza del mundo, son pocas las casas que están provistas de desagües y
el servicio municipal de recogida de basuras aún no se ha inventado. Por
lo tanto, los desperdicios del día suelen arrojarse a la calle por la ventana
en cuanto las propicias tinieblas –tampoco hay alumbrado público–
garantizan la impunidad. En tales circunstancias, el sufrido transeúnte
está vendido, pues en cualquier momento le puede llover del cielo un
chaparrón de desperdicios líquidos ("effusum") o, lo que es peor, sólidos
("deiectum").
En casos graves de descalabramiento, que los hay, todos los inquilinos del
inmueble serán corresponsables ante la justicia.
En cada uno de los catorce distritos en que está dividida la ciudad existe
un cuartel o comisaría ("excubitorium"), que es también parque de
bomberos. Está servido por un retén de "vigiles" que patrullan las calles
provistos de cubos y armas, por si hay incendios o reyertas, pero ya se
sabe que nunca están cuando se los necesita. Si uno quiere sentirse
seguro debe llevar su propia escolta, cuatro o cinco fornidos esclavos,
armados de garrotes y provistos de luces.
Otro peligro nocturno es el constituido por los gamberros. Hay cuadrillas
de mozalbetes, algunos de ellos de las mejores familias de la ciudad
(incluso el propio Nerón, ya emperador, se sumó a veces a estas
pandillas), a los que la costumbre consiente que campen por la ciudad
cometiendo toda clase de abusos antes de que el yugo del matrimonio y el
trabajo adulto les asiente la cabeza. Si se contentan con insultarlo o
apalearlo y con sobarle la mujer, ya puede el pacífico transeúnte dar
gracias a los dioses, porque ha salido bien parado después de todo, pues
muchas veces gustan de redondear la faena arrojando a sus víctimas a la
cloaca más próxima. También saben echar abajo la puerta de una
conocida cortesana que pensaba holgar –en el sentido de descansar– esa
noche, para violarla por turno, destrozarle el mobiliario y robarle las galas
y trebejos del antiguo oficio.
7. Viviendas adosadas y colmenas sociales
Como en Roma impera un régimen capitalista, no nos sorprende que los
potentados vivan en mansiones y palacios, los ricos en viviendas
unifamiliares adosadas y los pobres que disponen de un techo donde
cobijarse, en bloques de apartamentos. La casa de nuestro amigo Marco
Cornelio es un buen ejemplo de vivienda para familia acomodada a nivel
medio alto. Consta de un solo piso y está cerrada por un muro sombrío,
mal enfoscado y sin ventanas, en cuya parte central se abre una especie
de breve pasillo que conduce a la puerta de la casa. El exterior causa una
deficiente impresión, pero cuando se traspasa la puerta, un luminoso y
cómodo interior nos acoge.
Hay un breve vestíbulo que desemboca en un patio cuadrado ("atrium")
cuyo centro, abierto al cielo, está ocupado por una pila ("compluvium") a
la que va a parar el agua de los tejados cuando llueve. La pila está dotada
de un rebosadero para que el precioso líquido alimente el aljibe
subterráneo. En invierno la vivienda se ventila y solea a través de este
patio; en verano se tiende un toldo ("velaria") que impide que el sol
caliente el interior de la casa. En torno a este patio discurre una galería a
la que se abren las puertas y ventanas de las distintas habitaciones.
Enfrente de la entrada hay una hornacina muy decorada ("lararium") en
la que se veneran los lares de la casa y, cerca de ella, la caja fuerte
("arca"), alacena asegurada con potentes candados que guarda los objetos
de valor y el dinero.
Del "atrium", por la parte posterior, sale un corto pasillo que conduce a
un espacioso patio trasero, el "peristylium", más ancho y luminoso, donde
habitaciones suplementarias se abren a un espacio rodeado de columnas
y ajardinado. Admiramos bellos parterres de plantas de olor y flores, así
como algunas estatuas y frisos decorativos de gran mérito. En el espacio
central hay una fuente a cuyo fresco arrullo se cena, en verano, sobe el
triclinio de mampostería. Hay también un hermoso emparrado.
En la casa existen dependencias asignadas a distintos usos. La más noble
de ellas es la sala de estar ("tablinium"), el lugar del padre.
Luego están el comedor ("triclinium") y el dormitorio ("cubiculum"). Lo que
echamos en falta es la cocina. Marco Cornelio nos explica que los
romanos no suelen dar importancia a esta dependencia de la casa. En
muchos hogares ni siquiera existe y la comida se prepara, como
antiguamente, en el patio trasero o en el mismo "atrium", sobre un fogón
portátil que se quita de enmedio cuando no se está usando.
La cocina de esta casa es un cubículo más reducido aún que las de
nuestros pisos modernos. Las paredes, oscurecidas y pringosas, delatan
que se llena de humo con facilidad. En un breve poyo de mampostería hay
una especie de fregadero que desagua en el albañal ("confluvium") de la
pieza contigua.
El horno de cocer el pan está en un rincón del patio posterior, al lado de
la leñera, pero hoy en día, me explican, son muchas las familias que,
aunque siguen amasando el pan en casa, prefieren cocerlo en la
panadería del barrio.
Como es casa de familia pudiente, el suelo está decorado con pavimentos
de artísticos mosaicos y las paredes cubiertas de pinturas al fresco, cuyos
bellos y llamativos colores imitan lujosas arquitecturas. Los cuadros
reproducen motivos mitológicos, campestres, rosetones, cabezas
monstruosas y escenas de sacrificios. En el techo, algo oscurecido por el
graso humo de las lámparas, hay bellos estucos y artesonados.
El mobiliario es más bien sucinto.
Apenas los imprescindibles y enormes divanes del comedor, las camas de
los dormitorios, dos o tres mesas y una docena de sillas. La cama
("lectus") es alta y provista de escabel, cabecera y espaldar. Sus
complementos son, básicamente, los actuales: colchón, almohada,
mantas y colcha. Nos referimos a las de los ricos, claro. Las de los pobres
son mucho más simples: un bastidor de cuerdas con modesto colchón de
granzas y raída manta.
Las mesas suelen ser verdaderas obras de arte salidas de expertas manos
artesanas, aunque también las hay sencillas, de tijera, para los viajes.
Los asientos son también, básicamente, los modernos: sillón ("cathedra"),
silla ("sella", dotada de brazos pero sin respaldo) y el humilde taburete.
Hay pocos armarios, pero abundan las alacenas empotradas en las que se
guarda de todo: ropa, libros, comida, etc. Hay pocos objetos decorativos,
si exceptuamos los artísticos candeleros que se ven por todas partes
sosteniendo candiles de aceite fabricados en barro o bronce. Resultan
más baratos que las velas de sebo pero dejan el aire graso y maloliente.
Las antorchas tienen su uso restringido a bodas, funerales y
celebraciones oficiales.
En el noble "tablinium" de la casa las ventanas están dotadas de toscos
vidrios, gruesos y casi opacos. El resto de las ventanas se cierran con las
tradicionales placas de alabastro ("lapis specularis") que dejan pasar la
luz y crean un ambiente recoleto y agradable. En las casas pobres sólo
hay postigos de madera –cuando los hay–, de modo que, si hace frío, sus
moradores se ven obligados a cerrarlos y pasan el día a oscuras, sin más
luz que la que se desprende del brasero o del hornillo... cuando los hay.
Esto justifica la gran afición por las termas públicas donde, por una perra
gorda como quien dice, puede pasarse la tarde calentito.
Nuestra anfitriona, la noble Caesia, no tiene problemas con el servicio
doméstico. Doce esclavos se encargan de que la casa funcione
debidamente. Sus respectivas tareas están bien delimitadas. Hay un
portero ("ostiarius") que vigila la entrada y recibe recados; un camarero
("cubicularius" o "servus a cubiculo") que limpia y cuida de las
habitaciones y duerme junto a la puerta del dormitorio del amo; otros se
ocupan del baño, de la leña, de las lámparas, de la ropa, del telar, de la
comida... Raramente están ociosos. En las mansiones de los nuevos ricos
hay incluso varios esclavos jardineros. La posesión de extensos y
elaborados jardines se ha convertido últimamente en símbolo de estatus
social. "Ya notarás –nos dicen– cómo algunos viven en casa estrecha con
tal de poder lucir en su jardín infinidad de verdores". Es curioso que, en
esta congestionada ciudad, donde los problemas de espacio son cada día
más acuciantes, existan, sin embargo, tantos jardines y huertos. En parte
es posible que se deba al instintivo respeto que el supersticioso romano
siente por las arboledas, en las que se manifiesta lo luminoso.
También, quizá tenga algo que ver con la moda impuesta por los filósofos
de retirarse a lucubrar a la paz de los jardines. El nuevo rico que posee
un jardín puede llegar a convencerse de que es una persona culta y de
pensamiento cuando se pasea, abstraído en sus negocios, entre mirtos,
violetas, narcisos, adelfas y yedras. O cuando se sienta en marmóreo
banco e intenta leer a Epicteto a la sombra de los copudos plátanos, de
los verdes laureles o de los afilados y hospitalarios cipreses.
Muchos amigos de Marco Cornelio que habitan en barrios más céntricos
de la ciudad, han alquilado las habitaciones exteriores de sus casas,
generalmente incomunicadas con la vivienda a comerciantes y artesanos
de la vecindad. Esas estancias ("tabernae") suelen contener un pequeño
entresuelo superior, especie de baja buhardilla ("pergula") que también
puede servir de vivienda a algún antiguo liberto de la casa o a gente
humilde cuya vecindad no moleste demasiado.
Los pobres viven en edificios de hasta cuatro pisos y de unos dieciocho
metros de altura ("insulae"), con muchas ventanas y balcones al exterior,
lo que refuerza nuestra impresión de que se trata de auténticas colmenas
humanas. En estos edificios, que exteriormente nos recuerdan el aspecto
de las "viviendas protegidas" de nuestros barrios obreros de la posguerra,
suele hacinarse el personal a razón de una familia por habitación.
El alquiler es muy bajo, pero carecen de los más elementales servicios y el
mantenimiento se reduce al mínimo. La construcción es tan deplorable
que son frecuentes los incendios y desplomes.
Veamos lo que nos dice al respecto Juvenal: "Habitamos una ciudad
apuntalada con soportes no más sólidos que una caña, pero el casero
tapa con yeso cualquier grieta antigua y te dice: _"Ea, ya puedes dormir
tranquilo_"".
Y, mientras tanto, la casa amenaza ruina y se te puede caer encima.
No exagera. Un ilustre casero, Cicerón, confiesa a su amigo Ático en una
carta: "Se me han hundido dos inmuebles y los otros tienen las paredes
agrietadas. No sólo se marchan los inquilinos, ¡hasta las ratas se van!" A
partir del siglo Ii, la ciudad se torna más fea porque el terreno escasea y
empiezan a demolerse casas unifamilares para construir "insulae" cada
vez más altas. Una de ellas, la ínsula Felices, se hizo tan famosa como el
Empire State Building en nuestros pecadores días. Trajano había
establecido el límite de altura de un edificio en veinte metro, pero
seguramente no siempre se respetó. Se produce incluso un cambio en el
vocabulario. "Domus" pasa a designar la planta baja del edificio de
apartamentos, que es la más cómoda puesto que sus inquilinos no tienen
que subir escaleras y disponen, además, de cloacas, un adelanto del que
están privados los pisos superiores. Hay que tener en cuenta que
disfrutar de retrete en casa era lujo propio de ricos. Los habitantes de las
"insulae" han de acudir a las letrinas públicas. Éstas suelen estar dotadas
de suntuosos bancos de mármol, corridos y sin separación intermedia
entre los agujeros sanitarios, para que el usuario pueda departir
amablemente con sus vecinos de asiento mientras aligera el vientre. No
tenían nuestro concepto de la intimidad asociado a ciertos actos. Algunas
letrinas incluso están dotadas de artísticos reposabrazos en forma de ágil
delfín. No existe todavía la cisterna, pero hay un caño de agua corriente
que discurre a lo largo del banco y va llevándose la suciedad a las cloacas.
Las letrinas públicas fueron gratuitas hasta que a Vespasiano, cavilando
arbitrios con los que apuntalar sus flacas arcas, se le ocurrió la feliz idea
de gravarlas con un impuesto. A los ministros que consideraban excesiva
tal medida les dio a oler las primeras monedas recaudadas: "No huelen,
¿verdad?", les preguntó mientras esbozaba una imperial y helada sonrisa.
Los ricos suelen poseer una segunda residencia en el campo, un chalecito
en las cercanías de Roma ("villa urbana") o un señorial cortijo rodeado de
campos de cultivo ("villa rustica") donde un esclavo administrador
("vilicus") dirige las labores que son efectuadas por otros esclavos. En la
villa rústica, de la que descienden directamente los modernos cortijos
andaluces, distinguimos dos corrales ("cortes") dotados de sendos
abrevadores centrales ("piscina") y una serie de establos para bueyes o
caballos, así como graneros ("granaria") y otras dependencias. La parte
más noble de la casa suele contar con una gran sala provista de chimenea
donde se cocina y se vive. Poyos de mampostería rodean los muros y
sirven de asiento durante el día y de cama de los criados durante la
noche. En los mayores latifundios, que tienden a ser autosuficientes, no
es extraño que encontremos incluso un calabozo ("ergastulum") y un
hospitalillo ("valetudinarium").
8. La familia y la educación
La familia romana no se limitaba a la unidad de convivencia que forman
la pareja y sus hijos todavía no emancipados. Un estudioso americano la
compara a una "familia" de la Mafia, salvadas sean las naturales
diferencias, naturalmente. El padre o patriarca ("paterfamilias") es,
literalmente, propietario de las vidas y haciendas del resto de los
miembros de la unidad familiar, a saber: hijos, nietos y esclavos. Si lo
desea, puede ejecutarlos en sentencia privada, aunque, de hecho, esta
extrema situación no se da ya en la época de los césares. Antiguamente,
la patria potestad se extendía también a la esposa y a las nueras, pero en
el imperio lo normal es que hayan sido sólo prestadas y continúen
perteneciendo a sus respectivos padres.
En Roma no existe la mayoría de edad. La patria potestad sólo se extingue
con la muerte. Supongamos que un individuo ha cumplido ya los sesenta
años y que ha hecho una brillante carrera política que lo ha llevado a
escalar las más alta magistraturas del país, y que, además, se ha
enriquecido considerablemente. Pues bien, si su "paterfamilas" vive, a
efectos legales continúa siendo un menor de edad sometido a su
autoridad y tutela. Teóricamente, tiene que solicitarle permiso hasta para
adquirir un celemín de trigo. Solamente la oportuna muerte del padre lo
promocionará a ciudadano de pleno derecho, autónomo, y le otorgará
capacidad jurídica propia convirtiéndolo, a su vez, en "paterfamilias".
Esto no significa que todos los miembros de la familia tuviesen que
convivir necesariamente bajo el mismo techo. Al llegar a cierta edad, era
costumbre que los hijos varones alquilasen, siempre con permiso del
padre, una habitación o una casa en otra parte de la ciudad para vivir en
relativa independencia o incluso, si el "paterfamilias" lo consiente, se
casan y forman su propia familia. El dinero que ganen lo administrará el
padre pero ellos podrán sobrevivir con la asignación ("peculium") que éste
graciosamente les conceda.
El "paterfamilias" dispone de dos procedimientos para tener hijos que
perpetúen su nombre y estirpe: engendrarlos o adoptarlos. Como los
romanos no concedían demasiada importancia a la fuerza de la sangre,
las adopciones eran muy frecuentes. En una adopción casi siempre
existen intereses creados de por medio. Si el hijo de su carne no le parece
merecedor de sucederlo en el gobierno de la familia, el "paterfamilias"
adopta a un sobrino, a un nieto, a un amigo, a un vecino, incluso a un
esclavo liberto. Las argucias y chanchullos legales son infinitos. Puede
hasta darse el caso de que un ciudadano joven adopte a otro mayor que él
para quedarse con su fortuna cuando fallezca.
La familia de Marco Cornelio es una de las más distinguidas, antiguas y
poderosas de Roma. Esto se echa de ver en la cantidad de clientes que
tienen. Algunos clientes son hombres libres procedentes de otras
unidades familiares más modestas que han estado tradicionalmente
vinculadas a los Cornelios desde tiempo inmemorial; otros, por el
contrario, son antiguos esclavos libertos de la familia o sus descendientes.
Cada mañana, antes de encaminarse a sus respectivas ocupaciones, estos
clientes se congregan a la puerta de la mansión Cornelia y, cuando el
"paterfamilas" se levanta, pasan a desearle los buenos días ("salutatio") y
a ofrecérsele para lo que guste mandar. Lo hacen en el riguroso orden que
categoría y antigüedad han establecido entre ellos, porque, en la
jerarquizada Roma, hasta los más humildes saben estar juntos pero no
revueltos. A cambio de esta inquebrantable fidelidad y entrega, el
"paterfamilias" ejerce sobre ellos un patronazgo efectivo: los protege
legalmente contra los abusos de los poderosos y les hecha una mano
económicamente cuando es necesario. Algunos clientes, en su
desamparada vejez, viven del pequeño subsidio ("sportula") que el
administrador de la casa les da cada día para que puedan ir tirando y no
se mueran de hambre.
Incluso reciben una toga para que puedan presentarse dignamente ante
su señor.
El cliente obedece ciegamente al "paterfamilias". Venera a sus mismos
dioses privados y se hará cristiano si él se convierte; vota por quien él le
indica y sigue la carrera profesional que el señor estima conveniente. No
obstante, los clientes no siempre resultan ser pobres al arrimo del rico.
Se dan también casos de clientes más ricos que el "paterfamilias" al que
se encomiendan. Puede ocurrir que el acaudalado comerciante de origen
plebeyo quiera hacer carrera política y necesite el apoyo de un arruinado
senador socialmente influyente. También puede ocurrir que un noble en
apuros se someta a un "paterfamilias" no tan noble con la esperanza de
alcanzar parte de su herencia.
Un romano ha nacido
El esclavo marcha delante alumbrando la calle con su farol. Varinia, la
partera ("obstetrix"), lo sigue tan aprisa como le permiten sus cortas
piernas. Jadea y protesta, pero el esclavo continúa caminando a grandes
trancos sin hacerle mayor caso. El parto es en casa del noble Cayo
Cornelio Savo, primo de nuestro amigo.
Va a nacer un romano que será contemporáneo de Jesucristo aunque no
es probable que oiga hablar de él en su vida.
Nacer en Roma no es fácil. Las prácticas anticonceptivas, incluido el
aborto, están muy extendidas. Algunas damas romanas practican el
lavado vaginal después del coito; otras usan una especie de diafragma e
incluso ciertas pomadas espermicidas. Parece lógico pensar que no
ignoraban el "coitus interruptus", que el pacato Occidente aún designa
con su aparente y aséptico latín. Tampoco debían ignorar la "eiaculatio
precox" y demás latines asociados al ejercicio venéreo.
Pero si, a pesar de todas las posibles barreras, el hijo no deseado se
obstina en venir al mundo, el romano puede, tranquilamente, matarlo en
cuanto nazca. Esta terrible práctica no sólo es perfectamente legal, sino
que está muy extendida, particularmente entre las clases bajas. Los
pobres se deshacen de sus hijos sencillamente porque no pueden
alimentarlos ni alojarlos; los menos pobres, porque una boca adicional les
desequilibra el presupuesto y supone una rémora en sus modestas
ambiciones de promoción social; y los ricos lo hacen por comodidad o por
razones testamentarias. Un precepto legal determina que "el nuevo hijo
rompe el testamento". Al romano rico le repugna la idea de dividir su
patrimonio. Pueden existir también otras razones: el padre deseaba un
varón y le ha nacido una hembra (la muerte casi sistemática de las hijas
era práctica común en todo el Mediterráneo); se sospecha que el retoño
pueda ser fruto de un desliz adulterino de la santa esposa, o el recién
nacido presenta un defecto físico. El romano tiene mil razones para matar
al recién nacido y no siente mayor remordimiento del que sentimos
nosotros cuando ahogamos o abandonamos a los gatitos o a los cachorros
que no podemos criar. Unas veces se asfixia al recién nacido, otras veces
se le abandona ("exposicion") en la puerta de la casa o en el vertedero más
próximo.
Si alguien quiere hacerse cargo de la criatura no tiene más que llevársela
y ya le pertenece legalmente. La fuerza de la sangre no tiene ningún valor.
El descenso de la natalidad llegó a constituir un problema de Estado que
distintos emperadores intentaron resolver por dos medios: presionando
sobre los cada vez más abundantes y recalcitrantes solteros para que
contrajeran matrimonio, y subvencionando legalmente a las madres que
tuvieran los tres hijos que entonces constituían la familia ideal. Después
del cambio de mentalidad que, a partir del siglo Ii, introducen el
estoicismo y el cristianismo, las familias romanas volverán a ser prolíficas
como en los tantas veces añorados tiempos de la república, cuando
muchas parejas contribuían al engrandecimiento de Roma con diez o doce
hijos.
Emilia, la esposa de Cayo Cornelio, se ha acomodado en el sillón paritorio
donde dará a luz. En la pieza contigua esperan el padre, algo nervioso, y
el resto de los familiares y esclavos de la casa. Va a nacer el primer hijo de
la pareja y, aunque Cayo preferiría que fuera varón, ha resuelto aceptar lo
que venga con tal de que nazca sano. Los dioses se le muestran propicios.
Al poco rato, la sonriente partera sale de la alcoba llevando entre sus
brazos a un robusto y berreante niño de bien implantados genitales.
Ninguno de los presentes, incluidas las abuelas, se precipita a contemplar
al recién nacido, nadie le dedica embusteros piropos. Todo lo contrario: la
aparición del niño impone un tenso y expectante silencio. La partera, con
afectada solemnidad, deposita a la criatura sobre las frías baldosas, a los
pies de Cayo Cornelio. Entonces el padre se agacha, lo toma y lo levanta
en sus brazos sin decir palabra: esto quiere decir que lo acepta como hijo
suyo. Todos sonríen, las abuelas lloran –de emocióny los esclavos se
felicitan. El niño vivirá. De haber sido niña la aceptación hubiese
consistido en ordenar que se le diera de mamar.
El hijo de Cayo Cornelio es vástago de una de las familias patricias más
honorables de la ciudad. Por lo tanto debe ser criado y educado con
arreglo a su rango y condición. Desde su más tierna infancia sabrá lo que
es disciplina. Al principio, lo crían varias nodrizas para que no se
acostumbre a ninguna en particular. Cada mañana, después del baño, lo
masajean concienzudamente para ir modelándole el cuerpo,
particularmente el cráneo, la nariz y las nalgas. También le estiran el
prepucio. Después le vendan fuertemente las muñecas, los codos, las
rodillas y las caderas para que se afinen con arreglo al ideal de belleza
imperante. Finalmente lo frazan e inmovilizan entre apretados pañales.
Cuando pasen los primeros meses, le dejarán libre el brazo derecho para
asegurarse de que el niño sea diestro.
El niño convivirá con la nodriza principal ("nutrix"), más que con su
propia madre. Como la familia es muy rica, la nodriza es griega. No sólo lo
nutre, también le habla constantemente en griego. Un hombre educado
debe ser bilingüe y el griego es la imprescindible lengua de cultura. La
labor de esta especie de nutricia institutriz se complementará, más
adelante, con la de un pedagogo criador ("nutritor"), que enseñará al niño
las primeras letras. Cuando se muestra desobediente o díscolo lo
amenazan con el coco, que en Roma es la "Lamia", femenino.
La mayoría de los niños romanos son pobres y, lógicamente, no disfrutan,
o sufren, esta clase de educación. Si la malaria no se los lleva al otro
mundo en el primer verano, es posible que tengan fuerzas para engrosar
esa bullidora nube de pilluelos que a todas horas alborota con sus juegos
las calles de Roma. Por cierto, muchos de estos juegos nos resultan
familiares: el aro ("trochus"), la morra ("digitis micare"), las canicas
("ocellatis"), la taba ("talus"), la gallina ciega (denominado aquí "mosca de
bronce"), los chinos, el trompo, tres en raya. Nadie protesta de los
juguetes bélicos: cascos, escudos, espadas, corazas, que sirven par jugar
a cartagineses y romanos o a soldados y gladiadores. También se
entretienen cazando grillos o cigarras para sus diminutas jaulas o, como
nos apunta Horacio, "construyen casitas, enganchan ratones a sus
carritos, juegan a pares o nones y cabalgan caballitos de caña".
Como cualquier niño actual, el romano pasará del sonajero
("crepitaculum") al columpio ("oscillum") y al balón ("pila") y cuando, en
ocasiones especiales, los amigos de la familia le den unas perras, se
apresurará a guardarlas en su hucha ("loculus").
Si se trata de una niña, tendrá sus muñecas ("pupa") de cera coloreada,
de arcilla cocida, de madera o de hueso.
Entonces como hoy el niño esperará con ilusión la llegada de ciertos días
en que los regalos son tradicionales: su cumpleaños ("dies natalis"), año
nuevo ("strenae") y las carnavalescas "saturnalia".
Los niños pobres tienen como moneda para sus juegos huesos de
albaricoque; los ricos, nueces ("nuces"). Salir de la infancia es "nuces
relinquere", por lo general a los diecisiete años, cuando el muchacho toma
la toga viril y se consagran sus juguetes a los dioses. La niña ha
consagrado sus muñecas a Diana al hacerse mujer.
Con todo, igual que sucede al atribulado hombre de hoy, el niño que una
vez fue Cayo Cornelio continúa existiendo detrás de la adusta fachada de
su gravedad y continencia. A menudo, después del banquete, cuando han
despedido a criados y esclavos y están en la intimidad, Cayo Cornelio y
sus amigos volverán a jugar como cuando eran niños ("repuerascere") y
atronarán con sus risas y gritos los silenciosos ámbitos de la casa que se
finge dormida.
Si damos una vuelta por las plazuelas y calles de los barrios populares,
observaremos que algunos juegos favoritos de los mozalbetes son
bastante crueles: en el llamado "del basileus" (o rey), el más diestro golpea
al más torpe (llamado "sarnoso"). En el de la olla, el que hace de recipiente
permanece sentado en el suelo y sufre los golpes y repelones de los otros
hasta que logra atrapar a uno de ellos par que ocupe su incómodo lugar.
El manteamiento ("sagatio"), de cervantina prosapia, es también muy
popular, particularmente entre los soldados. Por cierto, vayamos atentos
para que los niños de la calle no nos hagan víctimas de alguna broma
pesad. Les encanta pegar monigotes en la espalda de los viandantes o fijar
una moneda al suelo para burlarse de los que se agachan a recogerla.
Pero también los hay más seriecitos que juegan a imitar a los oradores del
Foro o que reproducen, en lentas y solemnes ceremonias, la gravedad de
cónsules y sacerdotes.
Cayo Cornelio es senador. Su hijo, el joven Cayo, también lo será a su
debido tiempo. Su esmerada educación tiene por finalidad suministrarle
una sólida cultura pero también templar su carácter, hacer de él un
romano modélico. Desde niño ha aprendido a conducirse con dignidad, a
controlar sus impulsos y a tratar a su padre de señor ("dominus") como
expresión del respeto y obediencia debidos.
Desde niño ha templado su valor asistiendo a los sangrientos juegos del
anfiteatro y le han impuesto fatigosos ejercicios físicos para fortalecer su
cuerpo y adormecer los naturales apetitos venéreos. El futuro senador
camina con elegante soltura, habla lenta y solemnemente, sin
gesticulaciones innecesarias. Como persona educada ("pepaideumenos"),
procura no eructar, bostezar ni estornudar (esto último considerado
síntoma de ambigüedad sexual), se suena en un pañuelo y se lava los pies
al llegar a casa.
Si pasa ante una ventana abierta no mira al interior de la habitación. Si
dos personas conversan no se acerca a ellas a no ser que lo inviten. Hoy
nos seguiría pareciendo una persona exquisitamente educada si no fuera
porque a veces escupe en el suelo.
Cayo tiene una hermana, Calpurnia, a la que también han formado
severamente. Hasta los doce años asistió a las mismas aulas que Cayo,
pero a partir de esa edad, ya mujer, le pusieron un "praeceptor" para que
la educase como conviene a una dama de alcurnia: autores griegos y
latinos, lira y canto. Además, su madre y las criadas de la casa le enseñan
administración doméstica, bordado ("acu pingere") y costura. Cuando la
casen, a los quince años de edad, será su marido el que prosiga la tarea
de educarla y perfeccionarla.
Escuelas y universidades
Antiguamente no se concebía que los desheredados de la fortuna
recibiesen educación, por lo tanto éste era un bien reservado a los hijos
de familias nobles. Más que en la adquisición de conocimientos, el
educador romano ponía el acento en la recta formación del carácter. En
los tiempos antiguos, la enseñanza se impartía en casa por el pedagogo
("nutritor"), pero en la época de los césares ya existen, además, las
escuelas ("ludus, ludus litterarius"), si bien las familias más pudientes
continúan prefiriendo la educación privada y domiciliaria, casi siempre
impartida por un maestro griego, en muchos casos esclavo especializado.
Incluso cuando el maestro es libre, su salario resulta bajísimo, aunque se
suplementa a veces con propinas y regalos. En esto no ha habido gran
mudanza con los tiempos. Como no existía ministerio de educación, nadie
alteraba el plan de estudios cada pocos años. No obstante, se reconocían
algunos grados y existía cierta especialización por parte del personal
docente que los impartía. A nivel elemental estaba el "ludi magister", que
enseñaba a leer y a escribir; luego el "litterator", asimilado a nuestros
maestros, y más adelante, en lo que podríamos denominar enseñanza
media, el "grammaticus", que enseñaba literatura, griego, mitología,
astronomía, física, geografía e historia.
El "rethor" era profesor de elocuencia, aunque también extendía sus
funciones a la dirección espiritual del muchacho. Sabida es la
importancia que tiene la elocuencia en la vida del romano. Las escuelas
de retórica acabaron siendo centros de formación del funcionariado
estatal. Sus alumnos se ejercitaban en defender dos puntos de vista
antagónicos sobre cualquier tema propuesto.
La escuela era mixta hasta que los escolares cumplían doce años. A partir
de esa edad, pocas niñas continuaban los estudios puesto que muy
pronto las consideraban adultas ("domina") y las casaban.
La jornada escolar era parecida a la moderna: seis horas de clase, con
descanso intermedio. Las aulas eran incluso más incómodas que las
nuestras pues los alumnos se sentaban en taburetes y sólo disponían de
una tabla donde apoyarse para escribir. Los días de fiesta y vacaciones
eran también similares a los actuales: festividades locales, jornada de
descanso cada nueve días ("nundinae") y vacaciones estivales desde julio
"hasta los idus de octubre".
Los castigos corporales estaban a la orden del día. El maestro utilizaba la
férula para reprimir al alumno desaplicado. Y el alumno reprimía los
gritos, puesto que manifestar el dolor "romanum non est".
Después del bachillerato, muchos hijos de familias patricias se integraban
en la vida pública y seguían el "cursus honorum", pero otros viajaban
para ampliar estudios en el extranjero, particularmente en Grecia, donde
existían centros equiparables a nuestras universidades, y en otros lugares
de antiguas culturas: Atenas, Rodas, Pérgamo, Antioquía y Alejandría. Allí
se inscribían en un registro y asistían a las lecciones de algún afamado
filósofo.
9. Matrimonio y divorcio
Los romanos siempre abrigaron ciertas reservas sobre la institución
matrimonial. Un sesudo censor del siglo I a. de C. dejó dicho: "Como es
sabido, el matrimonio es una fuente de desdichas, pero no por ello hay
que dejar de casarse, por civismo". No debe, por tanto, extrañarnos que
concedieran al matrimonio menos importancia de la que le damos
nosotros. De hecho, una gran parte de la población romana se
emparejaba sin llegar a casarse: los esclavos, a los que les estuvo
prohibido hasta el siglo Iii, y los plebeyos, entre los que abundaban los
hijos de padre desconocido o dudoso, y solamente una de cada tres
parejas se casaba formalmente.
En la época de los césares, el matrimonio era un acto estrictamente
privado, un sencillo contrato consensual que no generaba documento
alguno, ni registro, ni literatura de archivo; si acaso, sólo las
estipulaciones de la dote que aporta la esposa, y esto porque hay dinero
de por medio. No obstante, el matrimonio surtía ciertos efectos jurídicos
puesto que los hijos habidos heredaban del padre nombre y fortuna. Es
interesante constatar que en la cristianísima Europa medieval continuaba
existiendo un matrimonio similar, por juramento recíproco, sin valor
sacramental. En la deliciosa tabla de Jan van Eyck que representa a
Giovanni Arnolfini y su esposa (hacia 1434, National Gallery de Londres),
asistimos a una ceremonia de este tipo.
Jurídicamente, el matrimonio romano podía ser de dos clases: el antiguo
"conventio in manum", que estaba en desuso en la época de los césares,
en el que el padre de la novia cedía a su futuro yerno la propiedad de su
hija, o "sine manu", en el que la afortunada joven continúa siendo
propiedad del padre y el marido sólo recibe el usufructo. Ella, por tanto,
conserva los derechos sucesorios que tuviera en la familia de origen. Así
pues, en la época que estamos tratando, el padre presta la hija al marido,
pero sigue siendo suya. El vínculo es provisional. Si comete adulterio, por
ejemplo, el padre puede matarla aunque el marido la haya perdonado. Es
posible que el lector sospeche que la chica cuenta poco. En realidad, algo
cuenta. Ella es el vientre ("venter") en el que el marido concebirá a sus
hijos, como buen ciudadano.
Estos vientres procreadores circulan activamente en la alta sociedad
romana porque Roma padece una crónica escasez de mujeres. Tengamos
en cuenta que muchas niñas eran abandonadas o ahogadas al nacer (más
adelante una ley prohibirá suprimir a la primera nacida del matrimonio),
a lo que se viene a añadir que el índice de mortalidad entre las
parturientas es muy alto. Para paliar esta escasez de mujeres de clase
alta se utilizan colectivamente las disponibles. Si usted tiene una esposa
fecunda y un amigo suyo está necesitado de un heredero, puede
divorciarse de ella para que el otro pueda desposarla y cuando le haya
dado el hijo requerido puede volver a recuperarla, si tales fueron los
amables términos del acuerdo. Ya lo dice un ilustre romano citado por
Plutarco: "Que la mujer se entregue a hombres de reputación que la
compartan por turno y que la propaguen en los linajes".
El tráfico de mujeres es intenso.
Complicados cambalaches entre suegros, yernos y cuñados; intrincadas
alianzas políticas o económicas, llevan a la mujer de lecho en lecho,
siempre salvadas las apariencias mediante contrato. Y no hay de qué
avergonzarse. A menudo la inscripción funeraria que el desconsolado
viudo encarga para la tumba de su llorada esposa enumera los anteriores
maridos que disfrutaron a la difunta. Y si es el marido el que muere
antes, como suele acontecer en nuestros afligidos días, es posible que en
su testamento se descubra una cláusula que diga: "Lego tantos sestercios
a mi amigo Ticio, con la condición de que se case con Maevia, mi viuda".
A partir del siglo Ii las cosas cambiaron. La creciente influencia del
estoicismo, que va allanando el camino al cristianismo, introduce
costumbres más humanitarias que van acercando al romano a la moral
del hombre moderno. La mujer pasará a ser considerada compañera de su
esposo, no su instrumento. De hecho, Séneca comparará el vínculo
conyugal a la amistad.
Por este camino de dignificación del matrimonio, algunos tratadistas
llegarán, aun en tiempos romanos, a conclusiones que se nos antojan
sorprendentemente actuales. Compruebe el lector que ciertas ideas no
son nuevas en Roma: "el hombre de bien mantiene relaciones sexuales
con su esposa para tener hijos; el estado conyugal no sirve para los
placeres venéreos", indica un texto. Y Séneca, que será muy aplaudido por
san Jerónimo, remacha la idea: "No se puede tratar a la propia esposa
como a una amante".
Hubo un tipo de boda que no requería ceremonia alguna, el "usus",
consistente en convivir durante un año seguido, pero lo normal es que se
optara por celebrar la boda mediante la antigua "coemptio" o venta
simbólica de la esposa, o "confarreatio", más propia de la clase patricia,
en la que los contrayentes compartían una simbólica torta de trigo delante
de un sacerdote. Pero mejor será que asistamos a una boda y nos
informemos bien de los detalles. Se van a casar la agraciada Caesia
Celsia, hija del acaudalado Lucio Celsio, de catorce años de edad, y Cayo
Cornelio, de cuarenta y dos años y socio –todo hay que decirlo– de su
suegro en un próspero negocio de importación de pieles y curtidos. Hace
tres días que el padre del novio envió a la matrona de la familia a la casa
del novio para que certificara la virginidad de la niña así como el buen
estado de sus órganos reproductores, ya se sabe, del vientre. Este extremo
se comprueba inyectando una lavativa de ajo en la vagina de la futura
desposada. Si el olor llega, al cabo de unas horas, al aliento, es señal de
que la matriz y los ovarios funcionan perfectamente.
Como por este lado no parece haber impedimento alguno, el proyecto
matrimonial sigue adelante y se fija la fecha de la boda después de
consultar los augurios. Hay que tener en cuenta que ciertos días fijos no
son buenos y el mes de mayo tampoco. Ya tenemos fijada la fecha. La
víspera del gran día, la joven Caesia consagra sus muñecas a Diana y a
los lares y penates del hogar y viste el traje nupcial que le ha
confeccionado la modista ("sarcinatrix") de la familia: una túnica sencilla
que le cae hasta los pies, ceñida de modo especial con el nudo de
Hércules ("nodus Herculeus") y una cofia de color azafrán con velo a
juego. La asiste en todo momento una matrona experta ("pronuba"),
preferentemente casada sólo una vez ("univira"), lo que, como sabemos, no
es muy frecuente en Roma.
La casa de la novia, donde se va a celebrar la ceremonia, aparece
engalanada con flores, guirnaldas y ramos.
En el patio, en lugar preferente, se exponen los añejos bustos de cera de
los antepasados, sacados del arcón familiar. Una peluquera ("ornatrix")
peina a la niña utilizando un sacralizado hierro de lanza que forma parte
del más preciado ajuar de la casa.
Los esclavos cuchichean por los pasillos mientras se apresuran a cumplir
las órdenes de la señora o del señor.
A la hora prevista hace su entrada el novio seguido de los invitados que
esperaban su llegada. Cayo Cornelio viste elegante túnica hasta los pies
("tunica talaris"), el barbero le ha desollado la cara intentando apurarle la
barba y parece haberse acicalado hasta donde la gravedad masculina lo
consiente sin menoscabo de la fama.
Entran con él familiares y amigos invitados como testigos a la ceremonia.
Lucio Celsio los hace pasar a la mejor habitación de la casa, donde ha
dispuesto una mesa para las firmas del contrato de la dote ("tabulae
nuptiales"). Cumplido este necesario trámite, viene la boda propiamente
dicha: la "pronuba" junta las manos de los esposos ("dextrorum
iniunctio"), y eso es todo. Después vienen los parabienes y besos y el
esperado banquete ("cena nuptialis"). Rematado el banquete, los alegres
invitados forman una procesión ("deductio") que conducirá a la joven
esposa a su nuevo hogar. Ella porta por todo equipaje un huso y una
rueca, símbolos de su nuevo estado y de su condición honesta y
laboriosa. Por el camino, el novio finge un rapto. Arranca a la novia de los
brazos de su madre, que llora y grita porque le roban a su hija. Es una
curiosa costumbre ya institucionalizada que recuerda un lejano episodio
de la historia romana, el rapto de las sabinas. A falta de ramo de azahar,
las amigas casaderas de Caesia y las encallecidas solteras de su
vecindario se disputarán trozos de la antorcha nupcial ("spina alba") que,
portada por un criado, precede a la comitiva.
Los acompañantes, algo achispados por las generosas libaciones y brindis
del banquete, van gritando a los novios chocarrerías y bromas de dudoso
gusto.
Otros se contentan con gritar: "Talasse", que es lo tradicional.
Ya hemos llegado a la casa donde la nueva pareja ha establecido su
residencia. Caesia se adelanta y cuelga un vellón de lana de la puerta.
Luego unge el dintel y las jambas con manteca de cerdo y aceite (de oliva,
claro) para que la prosperidad se instale en aquel hogar. Cumplido este
rito, Marco Cornelio la toma en brazos y espera a que ella le diga: "Ubi tu
gaius ego gaia" (es decir: "donde tú seas Cayo, yo seré Caya", yo seré lo
que tú seas, ¿no es hermoso?). Si la novia fuera de gran tonelaje, una
cuadrilla de amigos del novio juntaría sus fuerzas para entrarla. El
romano es siempre deliciosamente práctico.
Pasemos con los invitados. Ahora viene la ceremonia de recepción del
agua y del fuego ("aqua et igni accipere"), tras de la cual la "pronuba"
introduce a la joven esposa en la alcoba nupcial y le da, a solas, los
últimos consejos para que afronte con valor el amargo trance que la
espera.
Porque la dulce Caesia va a sufrir lisa y llanamente, como casi todas sus
coetáneas, una violación legal. La niña, que ha pasado en unos días de
las muñecas al tálamo, es desflorada precoz y brutalmente, y queda, como
señala un autor antiguo, "ofendida contra su marido". Esto contando con
que nuestro Cayo Cornelio no sea de los románticos que tienen la
delicadeza de respetar la virginidad de su esposa la primera noche y... ¡se
contentan con sodomizarla solamente!
Cuando el nuevo día amanezca, la joven esposa se hará ver ataviada con
el atuendo de matrona que corresponde a su nuevo estado. De esa guisa
se presentará ante las familias reunidas para un nuevo banquete
("repotia"). A partir de ahora disfrutará de una cierta libertad de
movimientos y podrá dedicarse al comadreo y a ir de tiendas, si bien es
costumbre que cuando sale se haga acompañar de criadas ("comites") e
incluso de una escolta ("custos") cuya insobornable presencia se supone
que mantendrá a distancia a los posibles galanes.
Divorcio
El divorcio romano ("epudium, divortium, discidium") era tan informal
como el matrimonio porque "quoniam quidquid ligatur solubile est".
Bastaba que el marido se levantase aquel día con el pie izquierdo y le
dijese a la mujer: "Recoge tus cosas", para que ella recuperase la dote que
aportó al matrimonio y el vínculo quedase roto. No se me horrorice la
lectora feminista: igualmente fácil resultaba para la mujer deshacerse de
un marido molesto. Casos se dieron de esposas que aprovechaban la
forzada ausencia del marido (destinado, pongamos por caso, en comisión
de servicios en la lejana Germania) para divorciarse de él y volver a
casarse.
Ya hemos visto que muy a menudo el divorcio no era sino un arreglo
temporal entre el padre de la mujer y su marido o entre éste y un amigo,
con el consentimiento del suegro. En la época imperial la circulación de
mujeres, debida a la escasez que dejamos dicha, fue tan intensa que
algunas de ellas "podían contar los maridos por consulados", es decir,
cambiaban de marido cada año. Si damos crédito a Juvenal, incluso
podían pasar por siete u ocho maridos en un lustro.
A pesar de estas facilidades, la infidelidad sigue constituyendo un delito
frecuente que la ley Julia de Augusto intentará reprimir sin grandes
resultados. (Nos escandaliza leer que algunas disolutas romanas la
burlaron inscribiéndose en los registros oficiales como prostitutas). Es
muy frecuente que el teatro de la época saque partido a los equívocos y
ridículas situaciones a que da lugar el consabido triángulo amoroso. No
obstante, la figura del cornudo resulta más patética que ridícula. Se
comprende: la mujer es considerada tan irresponsable, que su infidelidad
exime de culpa al marido.
A partir del siglo Ii las nuevas ideas en materia de moral y costumbres
radicalizan la repulsa social hacia el adulterio. El emperador Constantino,
el impulsor del cristianismo, agravará las penas impuestas a la adúltera:
instituye que se le dé muerte ejemplar derramándole plomo derretido en
la garganta.
10. La muerte
Toda sociedad clasista, y como estamos viendo la romana lo fue en grado
sumo, muestra las diferencias sociales especialmente en el tema de la
muerte.
Nuestro buen amigo Cayo Cornelio no ha logrado sobrevivir a su suegra.
A la edad de sesenta y dos años una angina de pecho se lo ha llevado al
otro mundo. Cuando entró en agonía, sus deudos lo depositaron sobre la
desnuda tierra, de la que su padre lo levantó al nacer, y su afligido hijo, el
noble Cayo, le recogió, en un beso, el último aliento. Luego le cerró
piadosamente los ojos y ordenó al esclavo más antiguo de la casa que
apagara el fuego del hogar familiar.
Cayo Cornelio ha muerto rodeado de sus seres queridos y de sus amigos
de toda la vida. Entre todos levantan su cadáver y lo devuelven al lecho. A
continuación se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre
("conclamatio") en una impresionante ceremonia. Mientras tanto las
mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran
a lágrima viva y se arañan el rostro y el pecho (a pesar de que las leyes de
las Doce Tablas prohibieron estos excesos tiempo ha). Los hombres
reprimen, romanamente, toda manifestación externa de dolor.
Cayo Cornelio era senador, de rancia familia patricia. Hay que hacerle un
funeral por todo lo alto. En Roma existen muchas empresas funerarias
("libitinarii"). Han avisado a una de ellas, propiedad de un liberto de la
familia, para que se ocupe de todos los detalles. A poco llegan sus
maestros de ceremonias ("dissignatores") y unos operarios especializados
en el arreglo de cadáveres ("pollinctores"). Se hacen cargo del cuerpo, lo
lavan con agua caliente, lo afeitan, lo depilan, lo perfuman y lo visten con
su toga "praetexta" (puesto que el difunto ostentaba la dignidad de
magistrado). Finalmente aplican una torta de cera blanda al rostro del
cadáver y moldean sobre ella su máscara funeraria reproduciendo
patéticamente sus rasgos. Bajo la lengua le han introducido una pequeña
moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte, el barquero de
la laguna Estigia que transporta a la otra orilla las almas de los muertos.
El pálido e impecable cadáver de Cayo Cornelio queda expuesto a la
curiosidad de los visitantes. La capilla ardiente se ha instalado en el
espacioso atrio de la casa, sobre unas angarillas tapizadas de negro
("lectus funebris"). Al calor de las muchas lámparas encendidas alrededor
se marchitan prontamente las flores que lo rodean.
Un correo va anunciando el funeral ("funera indictiva") a los conocidos de
la familia. Todos ellos concurrirán para participar en el cortejo fúnebre
("pompa") a la mañana siguiente.
Delante van los músicos, muchos, porque se trata de un entierro de
primera categoría. La marcha fúnebre, o lo que sea, que interpretan con
sus trompas, flautas y tubas es tan estridente que, si hemos de creer a
Séneca, hasta el propio muerto debe sobresaltarse del ruido que hacen.
Horacio es de la misma opinión: "Los entierros son los acontecimientos
más ruidosos de Roma". Detrás de la música van las simbólicas antorchas
y luego una docena de plañideras profesionales ("praeficae")
suministradas por la propia funeraria. Nos impresionan sus
desgarradores gritos ("lugubris eiulatio") que ponen el vello de punta al
más templado. Solamente descansan cuando algún amigo del difunto les
indica que va a pronunciar una oración fúnebre ("laudatio funebris") y
quiere que se le oiga. Detrás de las plañideras un grupo de familiares y
amigos íntimos porta las máscaras de cera de los antepasados de Cayo
Cornelio, cada una de ellas acompañada de las insignias del máximo
rango que el representado alcanzó en vida. Es como una exposición de la
excelencia de la familia, en la que se atestigua la alta progenie del difunto.
Ahora viene el ataúd: unas simples parihuelas sobre las que Cayo
Cornelio parece dormir apaciblemente.
Siguen al cadáver los familiares, siervos, amigos, clientes, esclavos y
conocidos. Como el muerto era senador, el entierro discurrirá por el Foro.
De hecho, los maestros de ceremonias lo han calculado todo para que el
cortejo llegue al Foro a la hora en que está más concurrido. A una señal
del maestro de ceremonias el cortejo se detiene. Nuestro amigo Marco
Cornelio, hermano del difunto, pronuncia su oración fúnebre. Es un largo
y elaborado discurso en el que ensalza y enumera pormenorizadamente
las preclaras virtudes del extinto.
Es dudoso que la haya escrito él, se comentará luego, puesto que ha sido,
sin duda, una de las mejores que se han escuchado de mucho tiempo a
esta parte.
En medio de tanta pompa y solemnidad a nadie parece molestar que un
bufón contratado forme parte del cortejo y vaya haciendo chistes en voz
alta, con la mayor desvergüenza, y dando réplicas sarcásticas a las
alabanzas que deudos y amigos hacen del difunto. Misteriosa institución
esta, como otras romanas, cuyo hondo sentido trasciende la mera
anécdota. (Pensamos, también, en el esclavo que acompaña en su carro
triunfal al general victorioso aclamado por el pueblo de Roma y le va
musitando al oído: "Recuerda que eres mortal").
El cadáver de Cayo Cornelio va a ser cremado. La pira, una fosa
cuadrangular llena de leña seca ("ustrina") está aguardando. Los
operarios extienden encima una sábana y sobre ella depositan el cadáver.
Antes de que enciendan la pira, Cayo Cornelio recibe un último beso de
su viuda.
Luego, cumpliendo un antiguo rito, su hijo Cayo le abre y le cierra los
ojos. Aplican una tea encendida y la leña comienza a crepitar y arder. Es
posible que algún familiar o amigo haya traído alguna ofrenda y la arroje
a las llamas: pequeños objetos, vestidos o cosas así, pero lo más corriente
es que solamente se arrojan flores.
Cuando la pira se consuma, apagarán con vino sus últimas brasas. Luego
recogerán los chamuscados huesos y los untarán con miel antes de
depositarlos en su urna. Quizá también recojan las cenizas y las guarden
en un "sepulcrum". En cualquier caso los restos irán a parar a un
monumento funerario adecuado al rango del difunto.
El de Cayo Cornelio, por ser persona de gran calidad, se construirá,
excepcionalmente, dentro de la ciudad, en un jardín que la familia posee
no lejos del Campo de Marte. Pero lo usual es que los monumentos
funerarios se dispongan a lo largo de las principales carreteras que salen
de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes y los deudos
("familia funesta") tendrán que purificarse en cuanto lleguen a sus casas.
Los funerales de los pobres son mucho más simples. En unas angarillas
improvisadas los llevan al lugar designado y allí los sepultan en una fosa,
el mismo día del óbito. Los enterradores ("vespillones") son gente de
dudosa catadura y no se andan con remilgos. Por otra parte, las familias
recurren a lo más barato. El que quiera lindezas tiene que pagárselas en
vida. Existe un procedimiento al que muchos recurren: se hacen cofrades
de uno de los poderosos "collegia funeraticia" que garantizan a sus socios
un entierro honorable o, incluso, la cremación y ulterior custodia de las
cenizas en una urna cineraria que será instalada, a razón de dos por
nicho, con su nombre en la tapadera, en el columbario de la hermandad.
(Columbario viene de "columba", "paloma", porque estos cementerios, con
sus ordenadas filas de diminutos nichos, parecen palomares). Allí
acudirán los familiares a llevar flores y ofrendas de trigo y a encender las
preceptivas lámparas el día de los difuntos, que para los romanos cae en
febrero.
En el sepelio del noble Cayo Cornelio todo el mundo hablaba de su
testamento. Como es difícil contentar a la gente, casi todos los
testamentos de personas principales traen polémica. Un texto de la época:
"Después de haberse visto asediado por los cazadores de herencias,
Fulano de Tal falleció dejándoselo todo a su hijo y a sus nietos. Unos lo
tildan de hipócrita y desagradecido porque se olvidó de sus amigos; otros,
por el contrario, lo elogian por haber burlado las esperanzas de los
ambiciosos".
Los testamentos constituían la carnaza favorita de la maldiciente e
intrigante alta sociedad romana. Hay que tener en cuenta que el difunto
no se limitaba a legar sus bienes, sino que también se extendía en sus
postreros elogios o insultos a los vivos, y todo lo que decía cobraba
especial significación por estar asociado al trance decisivo y sincero de la
muerte. Las mandas podían ser interminables porque era costumbre que
los amigos, e incluso los simples conocidos, fuesen mencionados en el
apartado de herederos sustitutos (es decir, los que solamente tienen
derecho al legado en caso de que el heredero titular lo rechace, lo que,
lógicamente, jamás ocurría). Un buen detalle de ciudadanía, que allanará
los escabrosos caminos del fisco a los herederos, consiste en dejar una
suculenta cantidad de sestercios para las arcas privadas del emperador. Y
cuando es el propio emperador o un grande entre los grandes el que
muere, también se aprecia que legue parte de su fortuna para que sea
repartida entre el pueblo de Roma.
En el torbellino del tiempo, los huesos de nuestro amigo Cayo Cornelio se
han disipado como los del más humilde esclavo de su casa y ahora son
piadoso dominio del olvido. Pero muchos romanos legaron su recuerdo
hasta nosotros a través de los cientos de miles de epitafios y relieves
sepulcrales que los arqueólogos han ido desenterrando. Ya dijimos que los
principales cementerios discurrían a lo largo de las carreteras que salen
de Roma. El curioso viajero que no tuviese mucha prisa podía
entretenerse en admirar los artísticos relieves funerarios y sus
inscripciones. Los había para todos los gustos y para todos los bolsillos:
desde mausoleos tan suntuosos como el de Cecilia Metela, que semeja
una potente torre cilíndrica, hasta mínimas citas con el nombre del
muerto garrapateado en la tapadera. La burguesía empresarial encargaba
pintorescos relieves que representan el medio de vida del difunto: una
bodega, una carnicería, una pollería, un taller de herrería...
Con ello nos muestran que el que allí reposa no era un don nadie. Los
textos que acompañan no son menos pintorescos. A menudo nos cuentan
su vida o nos dan sensatos consejos para que encaminemos rectamente la
nuestra.
Por ejemplo: "He sufrido estrecheces toda mi vida, por eso os aconsejo que
os deis mejor vida de la que yo me di.
La vida es eso: hasta aquí se llega y después ni un paso más. Amar,
beber, frecuentar las termas, eso sí que es vida; después no hay nada. Yo,
por mi parte, nunca seguí los consejos de los filósofos. Desconfiad de los
médicos, que son los que me han matado".
Catacumbas
El subsuelo de la Roma actual es un gigantesco laberinto subterráneo
donde reposan unos seis millones de difuntos. Aprovechando la blanda
toba fácil de excavar, entre los siglos I y Iv, los cristianos organizaron
hasta cuarenta necrópolis subterráneas cuyas galerías miden más de
seiscientos kilómetros. Algunos de estos cementerios tienen hasta cinco
pisos, el más bajo de los cuales puede estar a veintidós metros de
profundidad. Las galerías suelen tener tres o cuatro metros de altura por
uno de ancho o poco más. A un lado y a otro disponen de nichos
longitudinales superpuestos formando tres o cuatro hileras y, en casos
excepcionales, hasta catorce.
En las esquinas de esta ciudad subterránea vemos nichos más pequeños
que servían para depositar las lámparas.
Es curioso constatar que mientras la ciudad va evolucionando en la
superficie, las catacumbas siempre permanecen fieles al mismo modelo
constructivo. Esta uniformidad se debe a que en el gremio de sepultureros
("fossores") que las iba construyendo el oficio pasaba de padres a hijos y
todos respetaban las mismas normas.
Las galerías de las catacumbas distan mucho de ser monótonas
madrigueras de la muerte. Hay escaleras que suben, escaleras que bajan,
quiebros y calles. De vez en cuando hay un ensanchamiento que sirvió de
iglesia o capilla ("cubicula") de algún venerado santo. En estos lugares
suelen alegrar la vista del devoto pinturas de tema religioso: el Buen
Pastor, Mercurio cristianizado, y distintas alegorías, como el pez, que es
Cristo; el ancla, esperanza; la rama de olivo, paz, etcétera.
11. Esclavos y libertos
La economía romana se basaba en la explotación de los esclavos como
fuerza de trabajo. Todo romano medianamente acomodado poseía
esclavos para el servicio doméstico y para la industria o el comercio.
Incluso existían empresas de servicios que los alquilaban al que tuviera
necesidad de mano de obra temporal. Solamente la empobrecida plebe no
disponía de esclavos. En el tiempo en que la población de la actual Italia
se cifraba en unos seis millones de personas, había un esclavo por cada
tres habitantes y la proporción en la ciudad de Roma era mucho mayor.
En los tiempos más antiguos, los esclavos no se consideraban personas
sino cosas ("res"). Cuando Horacio nos cuenta, en una carta, que tiene la
costumbre "de pasear solo", quiere decir que lo acompaña un esclavo de
su servicio, pero como el esclavo no es persona, en realidad él se siente
solo. El esclavo es un ser de categoría inferior, como un caballo o un
perro.
Como a cualquier otro animal doméstico, el amo le puede tomar cariño y
puede tratarlo con paternal afecto.
El esclavo no tiene ni siquiera nombre de persona. Existen nombres de
esclavos que un hombre libre jamás pondría a sus hijos. Pero si uno no
quiere llamar al esclavo por su nombre, también puede dirigirse a él con
el apelativo genético de "puer", "niño", lo que muestra que, a nivel
familiar, el esclavo se considera una especie de retrasado mental.
Curiosamente, en las plantaciones algodoneras de los estados esclavistas
de Estados Unidos de América, el esclavo también era un "boy",
"muchacho", independientemente de su edad.
En su calidad de cosa, el esclavo no tiene derechos ni propiedades, ni se
puede casar (aunque es inevitable que se empareje en "contubernium").
Todo esto es lo que la Roma de los césares heredó de los tiempos
antiguos, pero en los primeros siglos de nuestra era la situación de los
esclavos va evolucionando y se hace mucho más humana. La nueva
moral, introducida a partir del siglo Ii por la filosofía estoica, va
suavizando el trato que se da a los desdichados esclavos y prepara el
camino para la introducción de una serie de leyes que los protegen: se
prohíbe vender separadamente a la madre y a sus hijos pequeños así
como matar caprichosamente a un esclavo, lo que, en tiempos de
Constantino, llegará a considerarse homicidio. A pesar de todo, la moral
estoica y, más tarde, la cristiana, nunca se cuestionaron la licitud de la
esclavitud como institución: todos la aceptaban como necesaria para la
supervivencia del modelo de sociedad romano.
¿De dónde proceden los esclavos?
La inmensa mayoría de ellos habían nacido esclavos por ser hijos de
esclavas. En la época de las grandes conquistas eran prisioneros de
guerra.
También podían ser niños abandonados o vendidos por sus padres a los
comerciantes especializados ("mangones" o "venalicii"), que se encargaban
de criarlos e instruirlos para luego revenderlos. Finalmente, estaban los
hombres libres reducidos a esclavitud por deudas e, incluso, individuos
que se vendían a sí mismos para no morirse de hambre o como medio
para introducirse en el servicio de una casa importante en calidad de
administradores de fincas o gerentes de industrias. A esta clase de
esclavos voluntarios que hacen carrera de su estado pertenecen los
tesoreros del emperador, cargos que casi siempre serán desempeñados
por fieles esclavos (lo que resulta muy conveniente puesto que a un
hombre libre no se le puede torturar, llegado el caso, pero sí a un esclavo).
Nuestro viejo amigo el modesto terrateniente Marco Metelo ha llegado a
Roma con intención de adquirir un esclavo. Antes de comprar quiere ver
la mercancía y comparar precios en los distintos mercados. Primero se
dirige al más caro y mejor surtido, en los "saepta", junto al Foro. Cuando
llegamos acaban de poner a la venta un nuevo lote de esclavos. Los
examinamos sobre la tarima giratoria ("catasta") que permite a los
posibles clientes contemplarlos con toda comodidad.
Cada esclavo porta al cuello un cartel ("titulus") en el que se especifica su
procedencia, edad, habilidades y defectos físicos o morales. De todos es
sabido que el esclavo, como todo individuo al que se prive de su dignidad
de persona, fácilmente se abandona y da en ser perezoso, glotón y
lujurioso, aunque casi todos estos defectos se pueden corregir con la vara.
Como este lote de cinco esclavos que estamos contemplando se expone
por vez primera en la plaza, todos ellos llevan un pie espolvoreado con
yeso ("gypsati"). Advertimos que los precios varían grandemente. Por los
artesanos y obreros especializados ("ordinarii") se puede llegar a pagar
hasta quince veces la cantidad que valen los simples braceros ("vulgares").
Por un cocinero experimentado o por un sabio preceptor o gramático se
pueden ofrecer cantidades astronómicas, quizá cientos de miles de
sestercios.
El mercader, que ha resultado ser un viejo conocido de nuestro amigo
Marco Metelo, nos permite curiosear en sus contratos de compra–venta.
Algunos de ellos contienen cláusulas sorprendentes introducidas para
favorecer o perjudicar al esclavo que cambia de dueño. El vendedor puede
exigir que el comprador se comprometa a mantenerlo por siempre
encadenado. O, si se ve obligado a desprenderse de una esclava a la que
aprecia, puede especificar en el contrato que el nuevo amo no la dedicará
a ejercer la prostitución. En caso de hacerlo, la chica quedará libre
automáticamente.
Esto no impide que el nuevo dueño pueda usarla sexualmente en su
propio provecho, puesto que tratándose de esclavas no existe noción de
violación. ¿Cómo se puede violar una cosa?
Pero estas "cosas" están dotadas de inteligencia y humanos sentimientos
(a veces más que sus acaudalados pero embrutecidos dueños), y pueden
tender a rebelarse contra un amo cruel. No hay que fiarse de ellos. "El
más humilde de tus esclavos –advierte Séneca– tiene sobre ti un derecho
de vida o muerte". Todos conocen casos de esclavos que han apuñalado o
estrangulado al amo y luego han huido o se han suicidado. En la mente
de todos está la famosa rebelión de los esclavos en tiempos de Espartaco,
que tantos sufrimientos y quebraderos de cabeza trajo a Roma. Terribles
castigos físicos actúan como medios disuasorios para los esclavos
rebeldes.
El tormento está a la orden del día.
Incluso, a veces, un esclavo puede ser puesto en el potro ("eculeus") y ser
torturado por la justicia para que confiese los delitos que se imputan al
amo.
Cuando un esclavo se fuga, se le pone un precio y se pregonan sus señas.
A menudo el bribón desaparece como si se lo hubiese tragado la tierra: se
ha unido a los salteadores de caminos que infestan las montañas o se ha
trasladado a una región apartada y una vez allí se ha vendido a otro
dueño con la esperanza de que se muestre más humano que el anterior.
Los amos precavidos, cuando sospechan que un esclavo puede estar
tramando su fuga, lo llevan al herrero para que les suelde un aro de
hierro en torno al cuello con una placa identificativa que rece, por
ejemplo: "He escapado, deténme. Si me entregas a Zonino, mi amo, te
recompensará"; o: "Captúrame y llévame a Apropiano, en el Aventino", o
quizá: "Préndeme porque me he fugado y llévame al lado del templo de
Flora, en la calle de los barberos".
¿Qué ocurre cuando un esclavo huido es capturado y devuelto a su
dueño?
El amo le dará una memorable paliza –que no ponga en peligro su vida
puesto que, al fin y al cabo, se trata de una valiosa propiedad– y
posiblemente le haga grabar en medio de la frente, con un hierro al rojo
vivo, la siguiente inscripción ("stigma nota"): "FUG" o "KAI" o "FUR", que
indeleblemente lucirá el desdichado por el resto de sus días. O le
producirá dolorosas quemaduras, también indelebles, con una hoja de
metal al rojo ("lamminae"). Otros delitos propios de esclavo pueden
entrañar fractura de una pierna ("crurifragium") o la terrible crucifixión
que es ejecución propia de maleantes, bandidos y esclavos delincuentes.
Pero no es la única forma de muerte. También existe la ejecución por
fuego, que se suele aplicar a los incendiarios y pirómanos: se empapan los
vestidos de la víctima con pez u otro material inflamable ("tunica molesta")
y se le prende fuego. Otros procedimientos más pintorescos fueron la
excepción, no la regla. Vedio Podión, sádico gastrónomo que criaba
voraces y exquisitas murenas en un estanque, les arrojaba sus esclavos
culpables. Seguramente tendría un piadoso recuerdo para ellos cuando
contemplara la rolliza y humeante murena, tan apetitosa, sobre su
bandeja. Paradójicamente, este individuo era un liberto enriquecido que
había sido esclavo en su juventud. No hay peor cuña que la de la misma
madera.
Con todo, los esclavos problemáticos constituían una minoría. Lo normal
es que el esclavo sea casi un miembro de la familia, particularmente
cuando ha nacido en casa y ha crecido junto a sus amos. Como tal,
disfruta de ciertos privilegios sobre los otros esclavos posteriormente
adquiridos y se le permite una cierta autonomía e incluso que tenga sus
propios ahorrillos ("peculium"), con los que, andando el tiempo, podría
llegar a comprar su libertad si es que no la recibe de su amo por
testamento.
El esclavo doméstico es como el animal. Duerme en cualquier parte de la
casa, a veces sobre un camastro tendido a la puerta de la alcoba del amo,
en una especie de vestíbulo calculado para tal fin. Era inevitable que la
continua presencia de esclavos restara intimidad a los dueños. En una
comedia leemos: "Cuando Andrómaca y Héctor copulan, sus esclavos se
masturban con la oreja pegada a la puerta". Pero los romanos
acomodados soportaban de buen grado estos pequeños inconvenientes a
cambio de las muchas ventajas de orden práctico que la posesión de
esclavos domésticos comportaba. Porque el esclavo lo hace todo, es ayuda
de cámara que peina, viste y desnuda al dueño; es chico de los recados
("tabellarii"), lo acompaña al baño ("balneator"), le aplica masajes
("unctor") y lo depila ("alipilus"). El nuevo rico se luce en el baño con un
nutrido séquito de esclavos para que sus conciudadanos tomen nota de
su próspero estado. Si se trata de un industrial, tendrá un contable
("dispensator"); un tenedor de libros ("sumptuarius"); varios escribientes
("amanuenses") y hasta un tesorero ("arcarius"). Si es terrateniente y
aficionado a la caza tendrá en su villa rústica un criador de perros
("magister canum") y varios monteros experimentados ("vestigatores").
Para cada posible actividad existe un esclavo especializado, aunque es de
suponer que, por razones de elemental economía, se valoraría el esclavo
polivalente instruido en varias habilidades necesarias. No obstante, los
verdaderamente valiosos eran los que se especializaban. Algunos de ellos
estaban mucho más preparados que sus dueños hasta el punto de
dirigirles los negocios y permitirles vivir cómodamente de las rentas.
Grandes industriales, terratenientes o comerciantes llegaron a contar con
verdaderos ejércitos de esclavos, hasta veinte mil de ellos pertenecientes
al mismo dueño.
En estos casos, los esclavos solían estar divididos, dependiendo del
trabajo que realizaban, en cuadrillas ("colegia"), frecuentemente
integradas por diez individuos ("decuriae") a las órdenes de un capataz
("praepositus"), también esclavo.
Muchos esclavos que habían servido fielmente a sus dueños ganaban o
compraban su libertad ("manumissio") y pasaban a engrosar el número de
los libertos, verdadera clase social cada vez más influyente en la Roma de
los césares. Existían diversas fórmulas para liberar a un esclavo:
inscribiéndolo en el censo de los hombres libres ("censu"), ordenándolo en
el testamento o ante testigos ("inter amicos"), otorgándole carta de libertad
("per epistolam") o, más entrañablemente, organizando un banquete e
invitándolo a sentarse a la mesa junto a los demás hombres libres ("per
mensam").
En cualquier caso, el liberto queda ligado de por vida a su antiguo señor,
o a la familia de éste, por el compromiso de fidelidad de la clientela y
deberá mostrarse agradecido en su nuevo estado. El señor, por su parte,
sigue velando por él como miembro de la casa. Si es viejo, permitirá que
habite con él o le otorgará una pensión ("alimenta") para que pueda
subsistir. Cuando muera el amo, el liberto acudirá a su funeral tocado
con un ceremonial gorro frigio.
Muchos libertos prosperaron en su nuevo estado y hasta se
enriquecieron.
Algunos incluso prepararon un espléndido porvenir para sus hijos
nacidos de mujeres libres. Por lo general, estos libertos a los que la
fortuna sonreía eran odiados tanto por sus conciudadanos más pobres –
que los acusaban de ser viciosos y crueles, a veces quizá con un punto de
razón–, como por los ricos, ahora sus iguales, ante los que se conducían
con la arrogancia del que se ha abierto camino desde muy abajo sin haber
asimilado los modales y pautas de conducta propias de su nuevo estado.
El "Satiricón" de Petronio nos retrata a uno de estos orgullosos libertos:
"Soy un hombre entre los hombres, puedo andar con la cabeza bien alta,
porque no le debo un céntimo a nadie. No he tenido que aceptar nunca
nada de nadie y nadie me ha tenido que decir en medio del Foro: "Págame
lo que me debes".
He adquirido algunas fincas, tengo algunos ahorros y mantengo a veinte
personas y un perro. Si quieres, acompáñame al Foro y pidamos que nos
presten dinero: ya verás si tengo crédito o no a pesar de mi anillo de
hierro de simple liberto".
Algunos libertos llegaban a ser altos funcionarios imperiales o médicos
famosos; estos últimos, por lo general, después de haber sido esclavos de
un médico y del que aprendieron el oficio.
Crucifixión
"No se conoce a ciencia cierta el origen de este terrible suplico.
Probablemente lo inventaron los asirios, pero también lo usaron egipcios,
persas, griegos y fenicios. La denominación "arbor infelix" significaba, en
un principio, tanto la horca ("furca") como la cruz ("crux"). Los romanos lo
aplicaron a malhechores –agitadores políticos, ladrones, esclavos
delincuentes– y muy raramente a ciudadanos romanos. El suplicio seguía
un ritual diabólicamente calculado para prolongar los espantosos
sufrimientos del reo. Iba precedido de una flagelación o apaleamiento con
bastones ("fustis"), si se trataba de un soldado, o látigos ("flagella"), en los
demás casos. Pero si el supliciado era incendiario se azotaba con el látigo
ardiente ("flagra"): cadenillas de hierro rematadas en bolitas de bronce,
todo ello previamente calentado al rojo sobre un brasero.
Después de la flagelación, el reo era conducido al suplicio con los brazos
atados al travesaño horizontal de la cruz, que portaba sobre los doloridos
hombros. El palo vertical era fijo y esperaba ya clavado en tierra en el
lugar de los ajusticiamientos.
Al llegar allí, los verdugos desnudaban al reo y, tendiéndolo en tierra
sobre el palo que había traído, le clavaban los brazos extendidos,
haciendo pasar los clavos entre los huesecillos de las muñecas. Luego
izaban al supliciado sobre el palo vertical, en cuyo extremo superior había
un pivote que encajaba en el alvéolo practicado en el centro del travesaño
horizontal. Después, se flexionaban las rodillas del crucificado y se le
clavaban o ataban los pies al madero vertical. Los restos de un crucificado
del siglo I, descubiertos y estudiados por arqueólogos israelíes cerca de
Jerusalén, en 1968, presentan un único clavo de 18 centímetros de
longitud que atraviesa los talones lateralmente. No había soporte para los
pies en la cruz, pero sí una especie de barra o clavo grueso ("sedile") sobre
el que se acomodaba, a horcajadas, el reo. Este cruel aditamento fue
también usado en los postes de la inquisición como atestigua la pintura
de Berruguete "Auto de fe" (número 618 del Museo del Prado, Madrid).
El crucificado tardaba varios días en morir (Jesucristo, que murió a las
nueve horas, fue una excepción). En aquella forzada postura, su agonía
era atroz. La tensión en los músculos pectorales y abdominales
dificultaba su respiración, puesto que prácticamente se respira con el
diafragma, de modo incompleto. Esto conduce a una progresiva falta de
oxígeno que acaba provocando la muerte por asfixia o por insuficiencia
coronaria (provocada por la reducción de la presión arterial que hace que
llegue poca sangre al corazón y que el cerebro no se riegue
suficientemente). No obstante, cuando el crucificado siente que le falta el
aire, descansa su peso sobre el "sedile" para aliviar los músculos del
tronco. Entonces la sangre vuelve a subir y la sensación de asfixia se
mitiga, pero el dolor que el "sedile" provoca sobre el perineo es tan
insoportable que nuevamente el crucificado levanta su peso para aliviarse,
lo que vuelve a poner en marcha el proceso que conduce a la asfixia o al
infarto.
Cuando los verdugos quieren acelerar la muerte del reo, le rompen los
huesos de las piernas ("crurifragium") con una barra de hierro, lo que le
impedirá apoyarse sobre el "sedile" cuando la asfixia o el paro cardíaco le
provocan la muerte. Por el contrario, en algunos casos, se podía prolongar
la agonía y el suplicio del crucificado perforando su costado derecho de
una lanzada para que el aire penetrara directamente al pulmón, a modo
de rudimentario y brutal neumotórax.
La crucifixión fue empleada por los romanos hasta el año 337, en que
Constantino la abolió por respeto a la memoria de Jesucristo.
12. Treinta mil dioses (y algunos más)
Las religiones monoteístas suelen profesar la creencia en un dios
absoluto, severo y remoto que se sitúa por encima del mundo y castiga o
premia a los hombres con arreglo al exigente código moral que les ha
impuesto.
Para comprender las ideas religiosas del ciudadano romano es menester
que hagamos el esfuerzo de instalarnos en su mentalidad politeísta. Los
muchos dioses del romano eran, también, poderosos e inmortales, pero al
propio tiempo estaban sujetos a humanas debilidades y a corporales
urgencias.
Como participaban de la debilidad del hombre, no le imponían código
moral alguno. Sus relaciones con el devoto eran meramente funcionales:
toma y daca. Cúrame y te ofreceré un sacrificio. Si la divinidad permanece
sorda a nuestras súplicas será porque el sacrificio ha sido insuficiente o
defectuoso. Hay que cansarlos, insistir hasta que se consigue su auxilio
("fatigare deos").
La historia sagrada que los niños romanos aprendían de labios de sus
nodrizas o en la escuela establecía que en un principio sólo existieron el
cielo (Urano) y la tierra. De su unión nacieron los doce titanes, dos de los
cuales, Saturno y Cibeles, engendraron a la primera generación de dioses,
a saber: Júpiter, el todopoderoso dios del cielo; Juno, su esposa, diosa del
cielo y del matrimonio; Ceres, la tierra fecunda; Vesta, diosa del hogar;
Neptuno, que reina sobre el mar, y Plutón, señor del reino de los muertos.
Además, la generosa virilidad de Saturno tuvo una polución sobre el mar
y de ella nació Venus, la diosa del amor y de la belleza. A estos dioses se
sumaban los de la segunda generación, nacidos unos de la unión de
Júpiter con Juno y otros de las múltiples aventuras adulterinas en las
que el fogoso Júpiter se complacía: Marte, dios de la guerra; Vulcano, dios
del fuego; Minerva, la inteligencia; Apolo, el sol y las artes; Diana, la luna,
la castidad y la caza; Baco, el vino y el frenesí, y Mercurio, el comercio y la
elocuencia.
Pero el brillo de estos doce dioses mayores, casi todos heredados de los
griegos junto con su rica mitología, no lograba eclipsar el fascinante
firmamento de dioses menores que tutelaba cada mínima parcela de la
vida del romano. Varrón llegó a contar treinta mil dioses, pero
seguramente no agotó la lista, que por otra parte se ampliaba
continuamente con la adopción de las exóticas divinidades de los pueblos
conquistados. Naturalmente, ningún romano recordaba los nombres y
atributos de todos.
A los dioses principales se consagraban templos magníficos en los que se
adoraban sus veneradas imágenes.
El sencillo pueblo las distinguía por sus atributos simbólicos, como
nosotros hacemos con nuestros santos (alguno de los cuales, por cierto,
no es sino el correspondiente dios pagano cristianizado).
A la abultada nómina de estos dioses hay que añadir algunos otros
llegados de Oriente que, en la época de los césares, atraerán cada vez más
a la plebe romana con sus ritos secretos e iniciáticos (mistéricos). Nos
referimos a Isis, Serapis y Attis, a los que cabe añadir el más autóctono
Baco (cuyas fiestas, las bacanales, eran motivo de escándalo para los
severos partidarios de las antiguas costumbres). Augusto intentó,
infructuosamente, limitar la difusión de estos cultos orientales. No
obstante, a partir del siglo Ii todos ellos serían barridos por el culto de
Mitra, de origen persa, al que muy pronto el cristianismo, otra religión
oriental, de origen judío, haría la competencia. En el siglo Iv, el
cristianismo, que había asimilado una serie de mitos y creencias
mitraicas, solares y mistéricas, fue casi universalmente aceptado.
Al margen de las divinidades públicas que hemos enumerado, cada
familia de clase acomodada rendía culto a otras divinidades privadas, los
lares familiares (Vesta, Lares y Penates), que vienen a ser los espíritus
protectores del hogar. Este culto privado tiene su sacerdote en el
"paterfamilias" y sus imágenes y altar en el "Lararium", la hornacina
sagrada que ocupa la parte más noble del "atrium" doméstico. También
recibían culto privado los "manes" o ánimas de los difuntos familiares,
cuyas sacralizadas máscaras de cera se exhibían en los entierros y en
otras ceremonias familiares. Existían, además, maléficas ánimas en pena,
los "lemures" y "larvas", a los que había que apaciguar mediante sencillas
ofrendas.
Entre los romanos, el sacerdocio era un cargo público como otro
cualquiera, para el que solían designarse funcionarios de orden senatorial
de probada experiencia. En la cúspide del escalafón estaba el sumo
pontífice ("pontifex maximus"), por lo general el propio emperador, que era
el jefe de la religión nacional, nombrado por el cónclave de los dieciséis
pontífices. A él corresponde nombrar y controlar a los sacerdotes
públicos, particularmente a los flaminios y a las vestales. Los flaminios
eran quince y estaban consagrados al culto de Júpiter, Marte, Quirino y
los otros dioses mayores. Las vestales eran siete religiosas escogidas entre
las muchachas de las mejores familias.
Hacían voto de castidad y de pobreza y habitaban en un convento de
clausura ("atrium vestae"), donde tenían a su cuidado el fuego sagrado. El
castigo por la pérdida de la virginidad de una vestal consistía en
enterrarla viva.
Existían también los doce sacerdotes salios, consagrados a Marte, al que
celebraban en la fiesta del patrón con una danza guerrera, y los
decemviros, que eran los intérpretes autorizados de los Libros Sibilinos,
colección de ambiguas profecías que el rey Tarquino compró a la sibila de
Cumas siglos atrás. Cuando ocurrían milagros ("prodigia") la autoridad
ordenaba consultar solemnemente estos textos y de ellos se deducía la
conducta a seguir por el gobierno. Quedan todavía otras categorías
sacerdotales importantes, dedicadas a la predicción del porvenir: dieciséis
augures y hasta setenta arúspices. Estos últimos basan sus predicciones
en el examen del hígado de animales sacrificados. El romano está
persuadido de que los dioses comunican a los hombres sus deseos
sirviéndose de fenómenos naturales tales como truenos, relámpagos,
ataques de epilepsia, sueños y formas de volar de distintas aves. A este
efecto son de buen agüero el águila, la garza real y la corneja; de mal
agüero, el búho y la golondrina.
Los encargados de interpretar tales signos son los augures. Antes de
proceder a cualquier empresa importante, pública o privada, es
aconsejable consultar al augur. El augur se coloca mirando al sur y
espera a que la manifestación de lo numinoso se produzca.
Lo que ocurre a su izquierda es, en términos generales, negativo
(izquierda es "sinister", lo siniestro). No obstante, para las más
importantes consultas oficiales, particularmente en tiempo de guerra,
resultaba más científico y seguro recurrir a los pollos sagrados,
mantenidos en una gran jaula dorada, al cuidado del templo. Si comían
de buena gana era excelente señal, pero si se mostraban inapetentes, la
señal era funesta, se avecinaban malos tiempos.
Para estimular a las divinidades a que nos favorezcan se les reza, se les
encienden lámparas y se les ofrecen los sacrificios que más les agradan,
según un ritual rígidamente establecido: a Júpiter, bueyes blancos; a
Ceres, cerdos o tortas de harina; a Venus, palomas; a Diana, ciervos.
Los pobres se contentan con animales pequeños, tortas votivas, figuritas
exvotos o un poco de vino. En ocasiones especiales se ofrece una
"suovetaurilia" o triple sacrifico de cerdo, oveja y buey; o incluso una
"hecatombe" en la que se inmolan cien bueyes. Y, sólo para situaciones
extremadamente angustiosas, de peligro nacional, como cuando Roma se
sintió amenazada por Aníbal, se vota una primavera sagrada que entraña
la inmolación ritual de todo lo nacido durante la primavera, sea hombre o
animal.
Al paganismo romano, lo mismo que al cristianismo que lo suplantó, no le
repugnaba la idea de que un hombre nacido de mujer pudiera recibir
honores divinos. Un notable precedente lo justificaba: el faraón del
antiguo Egipto recibía culto como dios vivo y se consideraba ahijado de
los dioses y manifestación visible de la divinidad.
Los césares romanos adoptaron la misma idea y elevaron a la categoría de
dios al emperador Augusto ("divus Augustus") como hijo de la diosa
Roma. Sus sucesores también fueron divinizados, algunos de ellos en
vida.
Serían "dominus et deus" y cambiarían el título de Imperator Cesar por el
de "Dominus Noster". La creciente importancia del culto al emperador,
cada vez más asimilado al del Sol, fue arrinconando al politeísmo y,
eficazmente secundado por la nueva moral que imponía la filosofía
estoica, preparó el camino del monoteísmo cristiano.
Magia y superstición
Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.
Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen
inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo
de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los
desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa
Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee
objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala
suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus
cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones.
Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano.
Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si
están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin
limpiarla.
El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se
cansa de hacer la higa ("digitus infamis") o recurre al falo, que es símbolo
de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del
pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes,
adornos, muebles, lámparas, cuadros.
Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos
puede adoptar la forma de un pene.
Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: "rumpere inviedax"
"revienta envidia" o "arseverse", en la puerta de la casa, para preservarla
del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta
tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:
Si te llevas mi toalla que se te haga agua el cuerpo y la vayas dejando
atrás como rastro apestoso por donde andes, ladrón.
Cae uno enfermo y lo primero que piensan es que algún enemigo lo ha
hechizado. Antes de llamar al médico recurren a la magia: queman azufre
en torno al enfermo (probablemente agravando su mal si inhala los
vapores), lo espolvorean con harina bendita, salmodian secretas fórmulas
mágicas a Hécate, la diosa hechicera, cuyos dominios son la fiebre y la
epilepsia...
Los romanos creen en los fantasmas, en las casas encantadas, en los
vampiros devoradores de difuntos, en los hombres lobos ("versipellis") y en
las brujas que vuelan por los aires. En Horacio encontramos los nombres
de tres de ellas: Canidia, Sagana y Veya. En cuestiones de hechicería,
hasta los descreídos Propercio y Ovidio, que hacen profesión de
despreciarla, se nos muestran sospechosamente bien informados sobre
sus procedimientos. Se supone que las brujas obtienen sus filtros
mágicos a partir de poco comunes ingredientes: huesos de difuntos,
hierbas del cementerio, huevos de serpiente, vísceras de sapo, etc. Sus
drogas tienen el poder de emobotar los sentidos. Tibulo avisa a su amada
Delia de que esta noche podrán dormir juntos sin temor ni sobresalto,
pues el marido de ella no podrá sorprenderlos: con ayuda de una
hechicera le ha ofuscado los sentidos. Casi nos alivia saber que la dulce
Delia perpetrará su desliz conyugal sin recurrir al más drástico e
igualmente efectivo procedimiento mágico que otras romanas infieles
usaban para burlar la vigilancia de sus maridos. Daremos la fórmula en
beneficio del curioso lector: se toma una corneja, se rezan sobre ella
ciertos conjuros y a continuación, con unas tijeras, se le extraen los ojos
("configere oculos"). De este modo el marido no se percatará de que su
esposa recibe a un amante en el lecho. Es magia simpática, sin duda más
terrible para las cornejas que para los maridos.
Los procedimientos mágicos son infinitos. El campesino envidioso de su
vecino puede recurrir al "rapto de la cosecha" por medio de un mal
"carmen" o cántico, sortilegio recitado de origen sabino, que tiene la virtud
de captar la energía de la parcela del vecino y concentrarla en la propia.
Si el encantamiento funciona, el codicioso labriego se verá doblemente
recompensado: obtendrá una excelente cosecha y su odiado vecino no
recuperará en la suya ni la simiente que sembró.
La magia negra puso de moda, en la Roma imperial, la defixión, un
antiguo procedimiento mágico consistente en consagrar a una divinidad
infernal la persona que se quería perjudicar.
En una tablilla de plomo o de cera se inscribían los datos del hechizado
seguidos de ciertas fórmulas mágicas y de una ristra de imprecaciones.
Un ejemplo: "¡Introducidle terribles fiebres en todos sus miembros!
¡Matadlo, oh dioses infernales, en el alma y el corazón! ¡Destruidlo,
trituradle los huesos! ¡Estranguladlo!
¡Retorcedle y torturadle el cuerpo!".
Luego la ilustrada tablilla se atravesaba con un clavo, operación que
contribuía a "fijar" la maldición. Si el clavo procedía de un cadalso o de
las parihuelas de un muerto, tanto mejor. Finalmente se enterraba en las
proximidades de una tumba o se arrojaba al mar, para que el espíritu del
muerto o los de los ahogados se encargaran de cumplir el maleficio. No
todas las tablillas de defixión intentan perjudicar a una persona. Los
móviles pueden ser muy variados: inclinar la voluntad de los jueces en un
proceso, recuperar lo robado, hacer que el amante aborrezca a una rival
(las romanas eran muy aficionadas a este procedimiento), o, simplemente,
prevalecer sobre un adversario político o deportivo.
Cristianismo
A partir del siglo Ii, el cristianismo se difundió rápidamente por el imperio,
favorecido por la tolerancia politeísta de los romanos y por la creciente
demanda popular de religiones mistéricas orientales. Será mucho más
tarde –cuando el culto oficial se afirme en torno al divinizado emperador,
en un desesperado intento de robustecer un poder ya decadente– cuando
se den las primeras situaciones conflictivas entre la Iglesia y el Estado.
Algunos cristianos se negaban a aceptar una rutinaria obligación de todo
ciudadano romano que consistía en quemar un grano de incienso en el
altar del templo de Roma y Augusto, lo que, en tiempos de absolutismo
imperial, constituía delito político.
Este conflicto dio lugar a algunas persecuciones, a menudo propiciadas
por cristianos fanáticos a los que sus líderes habían prometido la
salvación eterna si morían por su fe. Con todo, hay que advertir que la
mayor parte de las Actas de los Mártires son falsificaciones muy
posteriores a la época en que acaecieron los sucesos que pretenden
atestiguar. Se calcula que la persecución más sangrienta, la de
Diocleciano, sólo favoreció con la palma del martirio a unos tres mil
cristianos. No obstante, conviene señalar que no todos los emperadores se
mostraron contrarios a los cristianos; algunos, como Trajano, se
inhibieron, y otros los favorecieron abiertamente, entre ellos Domiciano y
Cómodo, este último probablemente influido por su concubina cristiana,
la hermosa Marcia.
El número de los cristianos creció vertiginosamente. La que había
comenzado siendo una oscura religión de esclavos, despreciada por la
aristocracia y odiada por la plebe, ascendió hasta la cúspide del poder. En
313, los cristianos lograron que Constantino y Licinio, emperadores de
Occidente y Oriente respectivamente, publicaran el edicto de Tolerancia
(Edicto de Milán) que colocaba al cristianismo en la privilegiada situación
de tutelar del Estado absolutista.
La civilización cristiana occidental había comenzado.
13. Los trabajos...
El romano era, por tradición, laborioso y emprendedor, como buen
campesino. Incluso cuando no se dedicaba a sus trabajos ("negotia"),
procuraba que el ocio ("otium") fuera enriquecedor.
El trabajo físico se consideraba impropio de los nobles, pero sus esclavos
y clientes se empleaban en las explotaciones agropecuarias, en los
diversos servicios y en la industria de fabricación de objetos exportables a
provincias. A este respecto la definición del trabajo que da Plotino es
reveladora: "La masa de los obreros constituye una chusma despreciable
destinada a producir los objetos necesarios para la vida de los hombres
virtuosos". Por lo tanto, el noble no trabaja, sólo dirige ("cura"). Pero, a
veces, su avidez de ganancias lo lleva a especular y a practicar la usura,
actividades no consideradas trabajo. Esta ideología entronca plenamente
en el ideal griego clásico que cosiste en vivir de las rentas.
La aristocracia, siempre fiel a sus orígenes campesinos, sentía un cierto
desdén por la industria y el comercio.
Por lo tanto fue la clase ecuestre la que se hizo cargo de estas productivas
parcelas y se enriqueció rápidamente.
Un nuevo rico, industrial o comerciante, que aspirara a que sus hijos
fuesen admitidos un día en los restringidos círculos del poder, no dudaba
en invertir una buena parte de su fortuna en propiedades rústicas,
aunque éstas fueran menos rentables.
Sólo así comenzaba a parecerse a las exclusivas familias patricias con las
que pretendía emparentar.
El imperio demandaba de la metrópoli productos manufacturados. Para
atender esta demanda llegaba a Roma continuamente mano de obra
especializada, particularmente griega y oriental, que se establecía en
determinados barrios, un poco como hoy sucede con los emigrantes
asiáticos que llegan a las grandes ciudades de Occidente.
La jornada laboral del obrero no estaba muy bien delimitada. Si en una
época se trabajó de sol a sol, mientras hubiese luz, andando el tiempo las
condiciones fueron mejorando y el período de trabajo se acortó hasta
hacerse incluso más breve que el actual, pues se daba de mano a
mediodía o poco después, lo que supone una jornada laboral de sólo seis
horas en invierno y de siete u ocho en verano.
Los gremios tradicionales de Roma, instituidos en tiempos de Numa
Pompilio, fueron ocho: flautistas, orífices, carpinteros, tintoreros,
zapateros, curtidores, broncistas y alfareros. No obstante, en la época
imperial asistimos a una gran prosperidad de los oficios relacionados con
la industria edilicia. Por encima de todos está el gran patrono
("redemptor") y, a sus órdenes, una legión de oficiales soladores
("pavimentarii"); mosaístas ("tessellarii"); vidrieros ("vitrarii"); marmolistas
de ventanas ("speculariarii") y decoradores de interiores ("pictores
parietarii"), algunos de ellos grandes artistas a juzgar por las obras que
nos han legado.
También existían las profesiones liberales, de las que sólo examinaremos
las dos que nos parecen más peculiarmente romanas: la abogacía y la
medicina.
Abogados
Sabido es que nuestro derecho es descendiente directo del derecho
romano. La evolución ha sido más larga y traumática de lo que muchos
admiten.
Pensemos, por ejemplo, que en Roma el hurto y el robo eran delitos
pertenecientes al ámbito del derecho privado por lo que, a menudo, el
demandante débil se veía impotente ante los abusos del delincuente
poderoso, al que no tenía medios de hacer comparecer ante un tribunal.
En un pueblo que estimaba la elocuencia por encima de cualquier otra
posible virtud, es natural que la abogacía constituyese la más noble
profesión. De hecho, el único camino para hacer carrera pública y
ascender en la administración del Estado pasaba por el ejercicio de la
abogacía. Tan noble era esta profesión que en un principio sus
practicantes no cobraban un céntimo por ejercerla: se daban por
satisfechos con el prestigio adquirido. Solamente a partir del principado
de Nerón comenzó a considerarse lícito y razonable que el abogado
percibiera una cantidad de dinero por sus servicios. No obstante hacía ya
mucho tiempo que se había establecido la costumbre de que el defendido
recompensara privadamente al defensor.
Claudio fijó el tope máximo de la minuta de un abogado en la respetable
cantidad de diez mil sestercios. Mucho más tarde, Valentiniano Iii
determinaría los requisitos que deben reunir los que hacen profesión de la
abogacía, así como sus fines: "Defender la suerte del que está en peligro y
tutelar los derechos de los oprimidos".
Aunque muchos romanos se pasaban la vida ejercitándose en la
elocuencia y memorizando complicadas figuras retóricas y una casuística
en la que ya se anuncian las estériles controversias bizantinas, lo cierto es
que los abogados malos abundaban más que los buenos. Lógicamente los
honorarios estaban en consonancia con la calidad del profesional. Los
picapleitos ("causadici") que sólo conseguían contar con una clientela
pobre, de la que apenas podían esperar más que algún regalo de poco
valor por las saturnales, eran a menudo víctimas de las sátiras de los
poetas y de los chistes del pueblo. Catulo nos habla de uno de estos
abogados que, después de haber discurseado deplorablemente frente al
tribunal, requiere el parecer de un amigo: —¿Cómo he estado? ¿Habré
conmovido al juez?
Y el amigo le contesta, con toda la doble intención que puede
interpretarse de sus palabras: —Sin duda alguna: a todos nos ha dado
mucha lástima tu discurso.
La ampulosa presentación y el artificio retórico eran procedimientos
usuales a los que tanto jueces como audiencia estaban acostumbrados.
Solamente a un demandante poco avisado, como el que nos retrata
Marcial, se le podía ocurrir extrañarse: —No se trata de violencia –
exclama el cliente interrumpiendo a su abogado– ni de destrucción ni de
veneno.
El objeto de mi pleito son tres cabras; yo sostengo que mi vecino me las
ha robado y el juez pide pruebas.
Tú hablas de la batalla de Cannas, de la guerra de Mitrídates, de los
perjurios, de la furia de los cartagineses, del dictador Sila, de Mario, de
Mucio, levantas la voz y das puñetazos. ¡Yo te suplico que te atengas al
asunto de mis tres cabras!
Los juicios, en un ángulo del Foro, eran tan espectaculares que a ellos
asistía una gran cantidad de público. Ante aquella temperamental
audiencia de desocupados y curiosos, cualquier ardid era válido.
Demandado y demandante solían comparecer con sus peores ropas
("sordidatus"), demacrados y con barba de varios días, para mover a
compasión a los jueces. El juicio en sí podía ser tan pintoresco como este
que nos describe el máximo abogado de Roma, Cicerón: —Me apodero
directamente de las tablas en las que estaba escrita la ley: he aquí de
nuevo el alboroto y la pelea... Un tal Teomnasto, un chiflado del que todo
el mundo se mofa a sus espaldas, intenta arrebatarme el documento,
locura que hizo reír a muchos pero que a mí, en aquel momento, no me
hizo ninguna gracia; echaba espuma por la boca y llamas por los ojos y
gritaba que yo le hacía violencia. Trabados los dos al documento
("copulati" es la palabra latina que emplea), llegamos ante el pretor.
Al término de un largo desarrollo, en tiempos ya de Justiniano, vemos
dibujarse la abogacía romana con las características que aún hoy
conserva: colegios de abogados, en los que existe un "numerus clausus",
inmunidad particular e incluso escuelas de derecho similares a nuestras
facultades.
Médicos
En los primeros tiempos de Roma no existió la profesión médica. Las
enfermedades se curaban –cuando se curaban– con ayuda de plantas
medicinales prescritas por el "paterfamilias" –que a tanto llegaba su
autoridad– con arreglo a unos conocimientos ("scientia herbarum")
adquiridos por medios puramente empíricos. También se usaba el todavía
más curioso procedimiento de la "incubatio" o sueño del templo. El
enfermo pasaba la noche en el santuario del dios sanador y éste le
indicaba, en sueños, el camino a seguir para recuperar la salud. Uno de
estos santuarios–sanatorios, el dedicado a Esculapio, se fundó en Roma
con ocasión de la epidemia de 291 a. de C. Lo construyeron sobre la isla
del Tíber. Dos años antes habían llevado a la ciudad el Asclepios de
Epidauro. La "incubatio" continuaría practicándose activamente hasta el
final del imperio.
En la época de los césares, muchos médicos griegos u orientales
ejercieron su oficio en Roma. Algunos de ellos eran libertos que habían
aprendido la profesión de sus amos médicos a los que sirvieron como
esclavos.
Quizá debiéramos aclarar que eran libertos enriquecidos, porque los
honorarios de un médico eran altísimos.
"No hay profesión que produzca más", dice un contemporáneo de los
césares, quizá con su punto de envidia. La posesión de un esclavo médico
era uno de los signos exteriores de riqueza más apreciados por la alta
sociedad romana. Lo mismo que hoy, había médicos militares, adscritos a
las legiones, y los había deportivos en las escuelas de gladiadores y
gimnasios.
Incluso existía la figura del médico titular de la real familia, el "medicus
palatinus". A partir del siglo Iv los habrá de la seguridad social, cuando se
designe para cada barrio ("region") de la ciudad un médico público
("archiatra"). Serían en total catorce para una población que rebasaba el
millón de habitantes, lo que parece una proporción insatisfactoria.
Curiosamente, estos médicos públicos eran democráticamente elegidos a
propuesta de sus propios pacientes.
Aparte de los médicos de medicina general, que serían los más, existieron
también muchas especialidades: ginecología, cirugía, oftalmología ("medici
oculari"), garganta, masajes, hernias, ortodoncia... Algunos médicos eran
también boticarios. Los oftalmólogos, por ejemplo, fabricaban sus propios
colirios y los comercializaban en forma de barritas que llevaban impreso el
nombre del facultativo.
En cuanto a la ortodoncia, parece que estaba muy desarrollada desde
tiempos antiguos. Nos lo da a entender la ley de las Xii Tablas que
establece que el único oro que puede acompañar a una persona a la
tumba será el que tenga en los dientes. Hubo también cirujanos estéticos
capaces de borrar la huella que el hierro candente dejó en la frente del
antiguo esclavo fugitivo, luego liberto rico, que podía pagar la operación.
Naturalmente existían también los chistes de médicos. Catón el Censor se
vanagloriaba de haber llegado a viejo porque nunca se había fiado de los
matasanos, y añadía: "Vienen a echarnos al otro mundo y encima hay que
pagarles para que no se descubra su juego". Nuestro compatriota Marcial,
que parece anunciar a Quevedo en sus simpatías hacia la profesión, nos
cuenta su caso: "Estaba indispuesto y he aquí que de pronto se presenta
Símaco, el médico, que viene a visitarme acompañado de una
muchedumbre de discípulos. Me palparon cien manos, todas heladas. No
tenía fiebre, ahora la tengo".
El progreso de la medicina trajo aparejado el de la farmacia, que en
puridad era anterior a ella. En la Roma de los césares existían ciertas
tiendas, que hoy podríamos denominar droguerías, donde el enfermo se
hacía preparar sus salutíferos polvos, pomadas, tisanas y emplastos
("unguentarii; aromatarii; pigmentarii"). El que confiara en un buen
herborista ("pharmacopola") podría acceder a un sinfín de recetas. El
herbario medicinal romano es de muy prolija enumeración: para la
conjuntivitis (mal muy común entonces), infusión de violetas con pizca de
mirra y azafrán; para la locura, eléboro; para los cortes infectados y
quemaduras, asfodelo; para el dolor de muelas, pulpa de calabaza con
ajenjo y sal o jugo de tallo de mostaza; para el estómago, el "chiston"
(leche de cabra hervida con hojas de higuera y un chorrito de vino); para
dormir a los niños, leche con adormidera (es natural que se durmieran,
los angelitos); para despertar dormidas virilidades se confiaba en la virtud
afrodisíaca de la ajedrea, la pimienta, el pelitre y la ortiga, todo ello
diluido en vino; pero Ovidio, que sabe mucho del amor, desaconseja su
uso. Y, para cualquier mal, por encima de todas las otras hierbas, el
"laserpicium", la gran panacea, cuya importación tutelaba el Estado.
14. ... y los días
Los romanos nunca concedieron demasiada importancia al horario, en
parte quizá, por libérrima inclinación de carácter latino, y en parte porque
la carencia de aparatos con los que medir el tiempo imponía esa
impuntualidad.
Hay que tener en cuenta que los primeros relojes de sol ("solarium") y de
agua ("horologium ex aqua" o "clepsydra") no se comenzaron a divulgar
hasta bien entrado el siglo Ii a.
de C. y aun entonces constituían más un decorativo capricho de ricos que
un instrumento útil. Por lo tanto la duración del día y de la noche se
calculaba por el sol. Había doce horas diurnas y doce nocturnas, lo que
entrañaba que la duración de cada hora dependiese de la estación del
año.
Las horas diurnas de junio eran muy largas, mientras que las nocturnas
resultaban muy cortas. En diciembre ocurría justamente lo contrario.
La hora central del día, sobre la que pivotaban todas las demás, era la
séptima, correspondiente a mediodía ("meridiem"). El trabajo, para los que
se deslomaban de sol a sol, comenzaba al amanecer y terminaba en la
hora novena ("nona"), es decir, entre la una y media y las dos y media,
dependiendo de la estación.
El primer calendario romano se basó en el año agrícola y sólo tenía en
cuenta el periodo comprendido entre un equinoccio de primavera y el
siguiente. No se contaba el invierno, en el que la tierra está muerta. Este
curioso año tenía diez meses, que sumaban 305 días. Eran los siguientes:
Treinta y un días de Martius (marzo), consagrado a Marte, el dios de la
guerra.
Treinta días de Aprilis (abril), por el jabalí ("aper") o por la apertura de los
brotes vegetales ("aperire" es abrir).
Treinta y un días de Maius (mayo), por la pléyade Maia.
Treinta días de Junius (junio), por Juno, esposa de Júpiter.
Los seis meses restantes no tenían denominación propia y se designaban
por el ordinal correspondiente: quinto ("quintilis"); sexto ("sextilis");
séptimo ("september"); octavo ("october"); noveno ("november") y décimo
("december"). Más adelante, en tiempos de Numa Pompilio, se añadieron
otros dos meses para el periodo invernal: "Januarius" (enero), por Jano, el
dios de los dos rostros; y "Februarius" (febrero), por los ritos de
purificación ("februalia"). De este modo el calendario completó seis meses
de treinta días y otros seis de veintinueve, todos ellos lunares, que
sumaban tan sólo 355 días, lo que obligaba al sumo pontífice,
responsable del calendario sagrado, a intercalar un mes suplementario
("mensis intercalaris") cada dos años, para evitar que el desfase del año
oficial respecto al natural provocase graves desajustes.
Pero, a pesar de todo, los desajustes se producían, particularmente
cuando, en el descontrol que trajeron las guerras civiles, se dejó de
actualizar el calendario. En el año 45 a. de C.
existía ya una diferencia de setenta días entre el año natural y el oficial.
Julio César impuso entonces una radical reforma (motivo por el cual
aquel año sería conocido como "annus confusionis") consistente en
aumentar el año a 365 días más uno bisiesto que se añadiría cada cuatro
años. Este calendario juliano tampoco coincidía exactamente con el
natural, puesto que ahora pecaba por exceso, motivo por el cual hubo de
ser revisado en 1582 por el papa Gregorio Xiii, pero básicamente continúa
siendo hoy el calendario de los países cristianos.
Después de la muerte de Julio César se decidió honrar su memoria dando
su nombre a un mes. El quinto, antes "quintilis", pasó a llamarse
"Julius", julio; Augusto, el sucesor de César, también se hizo merecedor
de tal distinción y "sextilis" se llamó desde entonces "Augustus", agosto.
Por cierto que este cambio suscitó algunos problemas protocolarios. Algún
avisado señaló que el mes dedicado a Augusto tenía un día menos que el
de César, lo que parecía engendrar cierto menoscabo hacia la figura del
emperador. El problema fue prontamente resuelto: aumentaron a 31 el
número de días de agosto y redujeron, para compensar, a 28 el de febrero.
Reajustaron, además, el número de días de los meses restantes.
Al sucesor de Augusto, Tiberio, le propusieron denominar a septiembre
con su nombre pero él rechazó sensatamente la idea: "¿Qué haréis –
dijocuando se os acaben los meses y siga habiendo emperadores?".
Los romanos no conocieron la semana hasta época muy tardía. Ellos
dividían el mes en tres períodos de duración variable llamados "Nonas",
"Idus" y "Kalendas". Nuestra palabra "calendario" se deriva de
"kalendarium", que era el cofre donde los usureros romanos (profesión
entonces tan respetable como la del actual banquero) guardaban el libro
en el que tenían asentados los vencimientos de sus préstamos.
Con el tiempo se fue abriendo camino la denominación de los días a partir
de su dedicación astrológica.
Como reconocían siete planetas, la semana adoptaría ese número de días:
"Lunae", por la luna; "Martis", por Marte; "Mercurii", por Mercurio;
"Jovis", por Júpiter; "Veneris", por Venus; "Saturni", por Saturno, y
"Solis", por el Sol. Estos dos últimos evolucionaron en nuestro idioma
para aproximarse al hebreo "Sabaoht", que da "sábado" y el "dominus",
latino "señor", que da domingo, cuando el culto al Sol se hizo eje de la
religión oficial identificándose con el emperador o "dominus".
15. De autores y lecturas
La biblioteca particular de nuestro amigo Marco Cornelio contiene,
además del inexcusable lote de clásicos griegos, de cuya directa
inspiración nunca se apartaron los escritores latinos, una atinada
selección de obras producidas por ingenios locales o por extranjeros que
escriben en latín.
Abundan los autores de la denominada Edad de Oro que, según nos
aseguran los intelectuales republicanos, terminó en cuanto el imperio dio
al traste con las antiguas libertades. Casi todos coinciden en que el
periodo más brillante fue el de Cicerón (106–43 a. de C.) y a él le
adjudican el mérito de haber elevado el latín a la categoría de lengua
literaria. Probablemente llevan razón, aunque no estamos tan convencidos
como ellos de que el primero y más sublime de los géneros sea la
elocuencia. Notamos, también, que sólo a regañadientes admiten que
Julio César fue el mayor prosista de su tiempo y el círculo de Mecenas la
más brillante escuela, con figuras de la talla de Virgilio, Horacio y
Propercio.
Incurren en la curiosa manía de clasificar los productos del ingenio
humano de acuerdo con las calidades del metal, y al imperio propiamente
dicho le adjudican la Edad de Plata (18 a. de C.–133). En poesía destaca
Virgilio (70–19 a. de C.), el poeta nacional, cuya excelente "Eneida" intenta
ser la epopeya de Roma, a imitación de los inimitables modelos
homéricos. Como esta magna obra la traíamos ya leída de Hispania, en
esos días exploramos con placer otras producciones del poeta de Mantua:
las "Bucólicas" y las "Geórgicas", en las que expresa, con claros cristales,
la romana añoranza de la vida en el campo.
Como procedemos de Hispania, Marco Cornelio nos da a leer una epopeya
histórica de nuestro comprovinciano Lucano (39–65), la "Farsalia", que
narra, de manera un tanto declamatoria, la guerra civil entre Pompeyo y
César. Durante algunas tardes nos deleitamos con su lectura, si bien
advertimos que, debido a sus simpatías republicanas, el autor presenta
una imagen negativa y parcial de Julio César. Nada más distinto a
nuestro también comprovinciano el pícaro y chusquero Marcial (40–104),
cuyos "Epigramas" satíricos resultan deliciosamente desvergonzados pero
también chispeantes juegos de ingenio. Y puestos a mencionar a los
hispanos, no dejaremos en el tintero nuestra antigua y profunda
admiración por Séneca (4 a. de C.–65), sabio cordobés que hizo del
estoicismo la regla de su vida, aunque algunos malévolos detractores le
reprochan que escribe sus alabanzas de la pobreza sobre una mesa de
oro.
Más placer hallamos en el profundo y filosófico Horacio (65–8 a. de C.), el
cantor del "carpe diem", cuyas "Odas" releímos alguna vez, siempre con
renovado placer, en las suaves umbrías de los jardines romanos.
Asimismo también conocimos al sin par Ovidio (43 a. de C.–18), cuyas
barrocas e inadvertidamente profundas "Metamorfosis" conocíamos ya de
Hispania. En Roma encontramos sus conmovedoras "Pónticas", en las que
expresó el dolor de su forzado destierro, y el delicioso manual para
enamorados "Ars amandi", que tantos y tan buenos consejos da para los
que quieren debatirse en las redes de la dulce Venus. Nos conmovieron
las elegías de Tibulo (48–19 a. de C.), un romántico de su tiempo, fogoso y
tierno, y los poemas de Propercio (47–16 a. de C.), cuyo imposible amor
por Cintia, seductora, ardiente y casada con otro, extrañamente
continúan habitando los misteriosos aposentos de nuestra memoria.
En la dilatada sobremesa de un banquete al que asistían ilustradas
personas, alguien leyó los pasajes más picantes de una curiosa novela, el
"Satiricón", obra de un tal Petronio, "arbiter elegantiae" de la corte de
Nerón y víctima suya, que debió de ser una especie de dandy de su
tiempo.
Lo que nos trae a la memoria otra novela igualmente digna de reposada y
regocijada lectura: "El asno de oro" del africano Apuleyo (125–170), que
narra las divertidas y a veces escabrosas peripecias de un pobre hombre
mágicamente convertido en burro.
Cuando supo de nuestro gusto por la historia, Cayo Sulpicio, el noble
socio de Marco Cornelio, nos llevó a visitar la biblioteca latina de Trajano.
Allí pudimos consultar una cuidada edición de las obras de Tito Livio (59–
17 a. de C.), cuya "Ab urbe condita" es un meritorio monumento a las
glorias de Roma y una notable obra de creación pues está trufada de
elocuentes discursos y entretenidas anécdotas. También conocimos los
escritores del secretario de Adriano, nuestro amigo Suetonio (75–166), y
los de Tácito (55–120), cuyo nombre significa "callado", que fue el más
locuaz de todos.
De muchos otros autores oímos hablar, no siempre abiertamente, pues, al
parecer, en la Roma imperial existe una rigurosa censura. Algunos
afirman que esta limitación se refleja oprobiosamente en ingenios tan
prometedores como Ovidio. Cuando se suaviza, señalan, la literatura
parece rejuvenecerse (Tácito, Juvenal), pero en cualquier caso su peso es
observable en la obra de Lucano, Séneca, Persio, Marcial, Quintiliano,
Plinio, Suetonio y los otros grandes del periodo. "En tiempos de la
república –asegura Cayo Sulpicio sin disimular sus simpatías por la
antigua forma de gobierno– nuestro ideal era la "libertas"; ahora lo hemos
trocado por la "securitas" y a ella sacrificamos, vergonzosamente, las
claras virtudes de nuestros abuelos".
Los más radicales sostienen que desde que Augusto metió en cintura al
Senado se ha percibido una notable decadencia de la literatura, excepto
en los géneros clandestinos que están en auge. Se refieren al panfleto
anónimo ("libelli"). Los defensores de Augusto y de sus sucesores alegan
que el empobrecimiento de la literatura se debe achacar a la corrupción
de las costumbres y no a la censura.
Como somos forasteros preferimos no tomar partido en la enconada
discusión. Los dejamos enzarzados en la cada vez más caldeada
controversia y, aunque aparentemos estar atentos, nos refugiamos en
nuestras propias lucubraciones. Lo último que acertamos a oír son estas
memoriosas palabras, pronunciadas por no sabemos quién: "Los hombres
del momento, por vivir en servidumbre, aunque sea justa, no han bebido
en su niñez las aguas fecundas de la libertad, fuente de elocuencia, y
hablan con la timidez innata de los esclavos".
Un poema de amor romano
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos, y las habladurías de los viejos
demasiado serios, todas, valorémoslas menos que un as.
El sol puede ponerse y volver a salir; nosotros, una vez que se pone
nuestra breve luz, hemos de dormir una sola noche perpetua.
Dame mil besos, luego, ciento; luego otros mil segundos; luego, ciento.
Después, cuando nos hayamos dado muchos miles, enredaremos la
cuenta para no saberla, y para que ningún cabrón pueda aojarnos al
saber que fueron tantos los besos.
Catulo (87–54 aprox.), traducido por Bartolomé Segura.
16. Termas y deportes
Esta tarde, nuestro amigo Marco Cornelio nos invita a las termas o baños
públicos. Antiguamente las termas eran lugar de aseo y de ejercicio, pero
hoy día se han convertido, además, en los casinos de Roma, en los
lugares donde la vida mundana se desarrolla. Cuando un romano tiene
sus otras necesidades cubiertas, procura pasar las tardes en las termas,
en amable tertulia con sus amigos. También, por supuesto, venir a las
termas los obliga a hacer un poco de ejercicio, a sudar y a someterse al
saludable masaje, lo que contribuye a eliminar las grasas y toxinas que
los frecuentes banquetes acumulan en torno a la cintura.
Las termas ("thermae") figuran entre los edificios de uso público más
cuidados por el Estado. Los emperadores rivalizan en construir termas
palaciegas, catedralicias construcciones que pregonan su magnificencia y
poder. Además, contribuyen a subvencionarlas para que su disfrute
resulte asequible a cualquier mediana economía. Lo acostumbrado es que
un empresario privado ("balneaticum") explote su servicio por contrata.
Atravesamos los jardines y llegamos a las termas. Marco Cornelio se
acerca a la puerta hurgando en su monedero, pues hay que pagar la
entrada a un portero, pero resulta que hoy la entrada es libre. Estamos de
suerte: un adinerado senador ofrece a sus conciudadanos el baño gratuito
porque está celebrando el nombramiento de su hijo en una importante
sinecura de la administración provincial.
Penetramos. El edificio está caldeado. Hace dos horas que los esclavos
encendieron los hornos de leña ("hypocausis") que han de calentar el agua
y caldear el ambiente de las salas. Las puertas interiores permanecen
cerradas pero ya hay una muchedumbre esperando delante de ellas, cada
cual con su toalla al hombro. A la hora acostumbrada suena el gong
("discus") de la entrada y se abren las puertas. El personal que esperaba
penetra atropelladamente.
La entrada principal comunica con un amplio patio interior con piso de
tierra donde se pueden realizar ejercicios ("palaestra"). Pero nosotros, poco
inclinados a los fatigosos deportes, pasamos de largo lo más rápidamente
posible, no sea que recibamos un balonazo, y penetramos en el edificio
por una puerta lateral. Un breve y oscuro vestíbulo, decorado con frescos
que representan los trabajos de Hércules, nos conduce a un amplio
vestuario ("apodyterium"). Los muros están cubiertos, hasta media altura,
por casilleros de mampostería que sirven para dejar la ropa. Hay varios
esclavos de guardia que velarán por nuestras pertenencias a cambio de
una pequeña propina. Es una precaución muy necesaria pues,
lamentablemente, en estos lugares abundan los rateros.
Nos desvestimos, plegamos cuidadosamente nuestras togas y túnicas y
dejamos el hatillo en uno de los casilleros altos. Observo que algunos
bañistas esconden sus vergüenzas tras un sucinto taparrabo, pero lo
normal es que cada cual se exhiba en sus cueros.
Pasamos a una especie de vestíbulo cuyo suelo, anegado de agua hasta la
altura de los tobillos, es una artesa azul decorada con peces. "Es –me
explica Marco– para que la gente se lave los pies antes de entrar en la
piscina". La piscina o baño frío ("frigidarium") está en la estancia
contigua. Me da la impresión de que tendrá las medidas olímpicas y es lo
suficientemente profunda como para que se pueda nadar y bucear sin
molestar ni estorbar al vecino. Nos zambullimos, le damos un par d
largos, nos echamos una carrera, exhibimos nuestras habilidades en los
distintos estilos, hacemos el muerto, y cuando nos sentimos algo
fatigados salimos del agua y nos retiramos a descansar a la sala caldeada.
El ("tepidarium") es una amplia estancia lujosamente decorada con
mosaicos de doradas teselas uno de los cuales representa a la diosa Tetis
rodeada de peces. A lo largo de los muros hay bancos de mármol. La
temperatura es ideal. El aire caliente, procedente del horno de las
calderas, circula por una serie de conductos que discurren bajo el suelo y
por amplias tuberías empotradas en los muros. De este modo la sala se
mantiene a muy agradable temperatura incluso en lo más crudo del
invierno.
De hecho, según me explica Marco Cornelio, éste es el lugar de tertulia
favorito de muchos ancianos en cuanto llegan los fríos, pues en las calles
no hay quien pare y las casas, a menudo mal acondicionadas, son difíciles
de caldear.
Después de charlar durante un buen rato, pasamos al baño caliente
("caldarium"). Esta sala tiene el techo más bajo que las precedentes.
Numerosas lumbreras de gruesos vidrios, abiertas en el techo, permiten
su perfecta iluminación sin que el vapor escape. A lo largo de la pared hay
una especie de bañera corrida que se completa con una serie de pilas
dispuestas en el centro. Nos sumergimos en una de ellas que tendrá
capacidad para cinco o seis personas. El agua está bastante caliente
puesto que un circuito cerrado que comunica con la sala de calderas la
mantiene a la temperatura conveniente.
Después del relajante baño hemos pasado a la sauna ("laconicum") donde
anudamos nuevamente nuestra distendida charla entre nubes de caliente
vapor, en espera de que el sudor perle nuestros cuerpos y nos abra los
poros.
Finalmente pasamos a la sala contigua, también muy cálida, el
"unctorium", donde una docena de masajistas trabajan otros tantos
cuerpos sobre poyos y mesas de mármol. Huele a aceite perfumado y a
diversas esencias. Muchos bañistas traen a un esclavo de su casa para
que les aplique el masaje; algunos incluso traen un copero para que les
sirva la bebida, lo que les proporciona un pretexto para exhibir alguna
rica pieza de su vajilla. Pero nuestro amigo Marco no se cuida de tanta
vana ostentación.
Él, me dice, tiene por costumbre alquilar los servicios de un masajista
profesional de los muchos que trabajan en el baño. Así pues, nos
ponemos en manos de un fornido tracio que aplica a nuestra espalda un
helado churretazo de aceite, lo extiende y se pone a masajearla
vigorosamente con sus manazas grandes como palas. Algunos gustan de
darse un baño frío después del masaje, pero nosotros nos damos hoy por
bien remojados. Como ya estamos algo fondones, tampoco visitaremos el
paredaño gimnasio donde los jóvenes corren, saltan y juegan a la pelota.
Por lo que tengo observado, la juventud romana es muy aficionada al
balón ("follis"). Practican una especie de fútbol ("sphaeromachia") en
estadios de cumplidas proporciones ("sphaeristeria") y una especie de
rugby ("harpastum"). Como todavía no se han inventado la camiseta y el
short, los jugadores exhiben alegremente sus cuerpos desnudos y
brillantes de aceite. Existen equipos que entrenan regularmente, y
aficionados tan apasionados como los hinchas de nuestro tiempo, quizá
un punto menos.
Tienen también una especie de frontón, donde pelotean dos o tres
jugadores ("pila trigonalis"). Nuestro amigo nos indica que todos estos
juegos se practicaban antiguamente en el Campo de Marte; pero desde
que aquel ensanche de Roma se llenó de edificios, ha habido que habilitar
estadios y campos de deportes en las nuevas termas o en sus alrededores.
Ya que hablamos de juegos diremos algo acerca de los de azar, a los que
los romanos son muy aficionados, particularmente a las tabas y dados
("tali"). Aunque la ley prohíbe jugar dinero, excepto en las saturnales o
carnavales, y algunos concilios cristianos recurrirán al severo expediente
de excomulgar a los jugadores, la verdad es que todo el mundo juega,
desde Augusto (que perdió más de veinte mil sestercios en una memorable
noche) hasta el último esclavo. Como las deudas de juego no se
reconocen, es raro que alguien juegue de fiado.
Otros juegos son el cara o cruz ("navia capita") y una variedad de los
chinos ("micare digitis" o "micatio") que se juega sacando los dedos
simultáneamente.
Finalmente están los que se juegan en un tablero ("tabulae lusoriae"), que
son de índole más reposada e intelectual. Entre ellos destaca el "ludus
latrunculorum", híbrido de damas y ajedrez, que otorga dieciséis piezas a
cada jugador. Los aficionados juegan a veces en plazas, paseos y lugares
públicos, sobre tableros esculpidos en las losas del suelo.
Basta de baño por hoy. Recuperamos nuestras toallas, nos secamos, nos
vestimos y nos dirigimos a la cantina restaurante ("popinae") del local
para dar cuenta, con despabilado apetito, de una suculenta empanada de
buey y cebolla. Mientras nuestras mandíbulas trabajan como ruedecillas
implacables, contemplamos, al otro lado del patio, los ágiles cuerpos
femeninos que graciosamente bullen en torno a la piscina ("piscinae
natatoriae"). Esta piscina es mixta, pero en el resto del baño hay
separación de sexos. En otros establecimientos menos dotados se han
establecido dos turnos, mujeres por la mañana y hombres por la tarde.
Por lo general, las termas imperiales son edificios lujosos en los que
resplandecen el mármol, los labrados estucos, los mosaicos y los frescos.
Alrededor hay frondosos jardines donde los ancianos pasean, corretean
los jovenzuelos, se arrullan los enamorados y merodean las busconas en
busca de clientes. Pero también existen otras termas menos elegantes, de
barrio, instaladas a veces en los bajos de las casas de vecinos. Como la
construcción de esta clase de edificios deja bastante que desear, los
ruidos que producen los usuarios molestan a los inquilinos que habitan
los pisos superiores. Cedamos la palabra a nuestro malhumorado
compatriota Marcial: —Sí, vivo precisamente encima de uno de esos
baños. Imaginaos toda clase de voces, hasta el punto de que a veces
desearía ser sordo. Si los más fornidos se ejercitan con las pesas oigo sus
mugidos cada vez que expulsan el aire, cuando emiten silbidos y jadean
afanosamente. Si alguno disfruta dándose masaje, percibo el palmoteo del
masajista sobre su espalda y puedo distinguir, por el sonido, si le está
dando con la mano plana o ahuecada. Si llega el que quiere jugar a la
pelota y empieza a contar los tantos en voz alta, es el acabóse.
Añádase el camorrista que arma trifulca, el ladrón al que cogen con las
manos en la masa, el que disfruta escuchando el sonido de su propia voz
en el baño y los que se zambullen estruendosamente en la piscina.
Lleva razón; no hay derecho.
17. Comer para vivir...
El cine americano nos ha retratado, con un punto de envidia, la
glotonería, el despilfarro y la extravagancia en que incurrieron los
romanos de la época imperial. Pero no siempre fue así. En los tiempos
heroicos, cuando los recursos escaseaban, aquella población de labriegos
sólo podía aspirar a una dieta de lo más frugal.
Durante más de trescientos años el alimento básico fue el "puls", especie
de gachas de harina de trigo, farro u otros cereales a cuyos componentes
básicos, harina y agua, podía agregarse algo de manteca. Una variedad
muy diluida en agua se quería parecer a nuestra levantina horchata; otra,
muy espesa, se presentaba en forma de albóndigas. En ocasiones
especiales se enriquecía con tropiezos de queso, miel o huevo formando la
variedad que llamaban "púnica". En los tiempos de gran abundancia se
inventó el "puls iuliano", que contenía ostras hervidas, sesos y vino
especiado, curiosa transformación de un plato paupérrimo, pero
entrañable en sus ancestrales connotaciones, en manjar de lujo.
Otro plato de la misma época era la polenta, bastante parecida a la
actual, a base de cebada tostada y molida, con la que a veces se
fabricaban tortas.
Los que se lo podían permitir en aquellos tiempos de escasez,
desayunaban sopas de pan y vino; por lo demás, se consumían productos
típicos del campo: legumbres, queso y, de tarde en tarde, algo de carne.
La cocina era sana pero monótona. Abundaban las socorridas sopas: de
farro, de garbanzos y verduras del tiempo, de coles, de hojas de olmo, de
malva, etc. La de puerros se consideraba buena para la voz, motivo por el
cual el canoro Nerón la elevaría a la categoría de manjar imperial.
Tampoco se ignoraban los potajes de garbanzos y judías o las ensaladas.
La llamada "moretum", cuyos principales ingredientes eran queso de
oveja, apio, cebolla y ruda, era la primera comida que hacían los recién
casados. La incipiente pastelería ofrecía roscones de queso ("circuli") y
dulces de sartén ("laganum"), en cuya elaboración entran, además de la
indispensable harina, vino, aceite, miel y leche.
Se ha calculado que la dieta del romano de aquella época sólo alcanzaba
las tres mil calorías, de las que al menos dos mil procedían del trigo.
Hacia el siglo Vi a. de C. las diferencias entre ricos y pobres se van
haciendo más notorias, lo que se refleja, fundamentalmente, en los
hábitos alimenticios. Los pobres siguen engañando el hambre con "puls"
pero los ricos comienzan a aficionarse al consumo de carne condimentada
con una serie de productos que van determinando el carácter de la futura
gran cocina imperial: pimienta, miel, coriandro, ortiga, menta y salvia. La
plebe más empobrecida sólo accederá al consumo de carne en la época de
Aureliano, en el siglo Iii, cuando se empiece a repartir gratuitamente. Se
trataba, naturalmente, de carne de burro; la de buey continúa siendo
privilegio de la mesa de los pudientes.
En la época de los césares, el alimento básico de la plebe romana sigue
siendo el trigo. Ya hemos visto que el equilibrio social se establece sobre
las bases de un tácito acuerdo entre las cada vez más enriquecidas
aristocracia y clase alta y el cada vez más empobrecido proletariado, al
que, a cambio de su docilidad, se ofrece un rudimentario subsidio de
seguridad social consistente en "panem et circenses" gratuitos. Se llegó a
levantarle un templo a la "Annona Augustae".
En tiempos de César, 230.000romanos se beneficiaban de los repartos de
trigo o de su venta a precios "políticos". Esta cifra de beneficencia se
reducirá a 15.000después de la colonización y reparto de tierras realizada
por el mismo César. Las leyes frumentarias fijaban la cantidad de trigo
por persona y día en cien gramos. El grano procedía del Norte de África,
Hispania y Sicilia.
Cuando Roma quedaba desabastecida, el fantasma del motín popular se
cernía sobre las cabezas de los gobernantes, pero esta eventualidad se
presentó raramente: en el año 60 a. de C., debido a las actividades de los
piratas que infestaban el mar, y hacia el 41 a. de C., durante la guerra
civil.
De este pan, que tan importante resultaba tanto desde el punto de vista
político como desde el nutricional, se consumían en Roma muy distintas
variedades, casi todas ellas heredadas de los griegos que fueron los que
liberaron a Roma del "puls" cuando la enseñaron a panificar. El gremio de
los panaderos ("pistones") era de los más poderosos de la ciudad. En
tiempos de César agrupaba a 329 establecimientos. El pan más barato,
fabricado con harina basta, sin refinar y adulterado con muy diversas
sustancias, era negro. Recibe distintas reveladoras denominaciones:
"panis acerosus, plebeius, castrensis" o "militaris, sordidus, rusticus"...
Luego estaba el pan "secundarius", que podríamos denominar normal y,
finalmente, el de lujo: "panis candidus" o "picentes", candeal y muy
blanco.
Lo había también –como ahora– para los perros: el "furfureus". Por la
manera de cocerlo y por los distintos ingredientes añadidos a la masa, los
tipos de pan podrían multiplicarse hasta hacer la lista fatigosa: ázimo,
con levadura de cerveza, cocido en vasija o en horno, enterrado en ceniza
candente, cocido por segunda vez (bizcocho), con grano de anís, de
comino, etc. Los "gourmets" exigían la variedad "ostrearius" para
acompañar las ostras y la "artolagani" como aperitivo estimulante.
Al lado del pan pondremos el vino.
Italia era, ya entonces, una gran productora de vinos, pero además los
caldos más afamados llegaban a las exigentes mesas romanas desde los
confines del imperio. El único problema residía en que la ciencia de
conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada. Hasta el siglo Ii, en
que comienzan a divulgarse los toneles, solían envasarlo en ánforas cuyo
interior pintaban con una mano de hollín de mirra o con pez, para mejor
conservar su precioso contenido. Parte de esta capa pasaba al vino, que
tenía que ser filtrado antes de servirse.
Con todo, la calidad solía dejar bastante que desear pues los caldos se
agriaban y perdían con facilidad. Entonces se bebían especiados. También
era frecuente servirlos calientes y aguados. En la cabecera del banquete
se disponía un depósito de agua caliente ("caldarium"). En verano, sin
embargo, se refrescaba sumergiéndolo en pozos o cubos de hielo picado
que podían ser de vidrio ("vasa nivaria") o metálicos ("colum nivarium").
Nos estamos refiriendo, claro está, al vino de los banquetes elegantes. El
ciudadano de a pie, mucho menos exigente, lo tomaba a la temperatura
ambiente en sórdidas tabernas.
Una deliciosa variedad del vino era el hidromiel, probable invención
celtibérica, que consistía en una mezcla de agua y miel fermentada al sol
a la que se añadían diversos aromas al gusto: nuez moscada, pimienta,
jengibre, canela o clavo. La miel más apreciada era la hispánica. En el
"Satiricón" leemos: "El plato siguiente fue una torta de fiambre rociada
con exquisita miel de Hispania".
El romano que podía permitírselo hacía un gran consumo de leche, de
cabra o de oveja. También se apreciaban bastante las de burra y yegua,
que se consideraban medicinales. La de cerda no era unánimemente
aceptada pues algunos estaban convencidos de que estropeaba el
estómago, lo mismo que la de camella cuando no se diluía previamente en
agua. Al yogur ("oxygala") se le podían añadir los sabores del tomillo, el
orégano, la menta o la cebolla. Batido con hielo picado ("melca") resultaba
un refresco muy reconstituyente.
La carne más consumida era la de cerdo, a la que, con el tiempo, se le
fueron sumando las de buey, cordero, oveja, cabra, ciervo, gamo y gacela.
Cabe añadir la de perro, que los más apegados a las antiguas tradiciones
no desdeñaban. Cicerón era muy aficionado a la ternera lechal ("assum
vitelinum"). Los que no podían aspirar a estas carnes se conformaban con
la de burro ("onager", en realidad un tipo de asno salvaje), que Mecenas
intentaría promocionar a mejores mesas, sin conseguirlo. Tampoco se
desconocían las de lirón, criado en viveros, y las de diversas aves: pavo
real, tórtola, gallina de Guinea, faisán, tordo, estornino, paloma,
avutarda, grulla, cisne, urogallo, pavo (aclimatado de la India). Bocados
de lujo eran el loro y el flamenco, cuya lengua se apreciaba especialmente.
Se evitaba, sin embargo, por tabúes de origen ecológico, las carnes de ibis
y cigüeña, que son devoradores de serpientes, y la de golondrina, que
come mosquitos.
Curiosamente tampoco comían codornices, pues existía la creencia de que
se alimentaban de hierbas venenosas.
El consumo de huevos (de pavo, de gallina, de faisán y, ocasionalmente,
de avestruz) estaba limitado a los más pudientes.
Muchos entendidos despreciaban tan espléndida oferta de volátiles y se
concentraban, golosamente, en la gallina y el pollo. El recetario de Apicio
propone hasta quince maneras de prepararlos. El lector debe imaginar no
esos pobres e insípidos animales plastificados y hormonados que
adquirimos en nuestros impersonales supermercados, sino el suculento,
pinturero e inquieto pollo de antes cuyo sabor aún recuerdan con
nostalgia las personas de edad respetable. Existían entonces muchas
castas de pollos, pero el español Columela alaba los de plumaje pardo–
leonado tirando al rojizo.
En Roma se hacía un buen consumo de capones, los mantecosos eunucos
cuyas indispensables cirugías habían aprendido los romanos a practicar
en los criaderos de la isla de Kos. Plinio el Viejo escribe: "De Delos procede
esta pasión por comer volátiles gordos y bañados en su propia grasa".
Nadie recordaba ya las estrecheces de los tiempos heroicos, cuando, en
vísperas de la primera guerra púnica, el cónsul Fannius prohibió
consumir más de una gallina cebada por persona en la misma comida. En
el imperio nadie pone coto a la gula ni al derroche: pollos, gallinas y ocas
se engordan con harina hervida y aguamiel o con pan empapado en vino
dulce, en cebaderos mantenidos en la propicia penumbra para que los
melancólicos cebones no se distraigan.
Pero la pasión por las aves no desbanca al cerdo de su privilegiada
posición, si bien es verdad que lo obliga a diversificar su oferta, lo que
origina muchas clases de embutidos.
El "gourmet" sabe en qué establecimientos encontrará la mejor longaniza
("longano") y dónde la más esmeradamente aliñada morcilla de nueces, de
pimienta, de incienso, de cebolla.
Pero, sobre todas estas carnes, se aprecian los curados jamones, sean de
cerdo o de jabalí. Al jamón ("perna") atribuye Horacio decorosa prosapia:
"Los antiguos alaban el jabalí rancio". Catón nos trasmite la receta precisa
para su preparación: "Se corta la pata, se mete en sal durante cinco días,
luego se saca y se cuelga por espacio de dos días donde se oree y otros
dos en el humero de la chimenea. Finalmente, se coloca en la despensa de
la carne". Los impacientes que no pueden aguardar a que el cerdo se haga
pueden consumirlo en forma de tostones ("porci lactantes") que figuran,
junto al gazapillo en adobo y los guisos de liebre o conejo, entre las
recetas más transmitidas de la antigüedad.
El pescado más apreciado en las mesas de Roma fue quizá el salmonete.
Detrás de él, la lista de especies pescadas en la mar o procedentes de los
bulliciosos viveros (desde el 250 a. de C.) es interminable: esturión,
murena, lamprea, congrio, merluza, anguila, atún, dorada, caballa, escaro
(llamado por algunos glotones "cerebrum Iovis"), ostras, langosta, pulpo,
sepia, calamar, venera, almejas, etc. Éstos son bocados de ricos. Los
pobres que no podían aspirar a ellos se consolaban con distintas
morrallas en salmuera ("maenae"). Por un buen pescado eran capaces los
romanos casi de cualquier cosa: en una ocasión, Octavio y Apicio
rivalizaron por conseguir un hermoso ejemplar de salmonete que Tiberio
había sacado a subasta. Lo consiguió Octavio después de pagar por él,
escandalosamente, "más de lo que valía el pescador que lo había
atrapado". Igual pasión podía despertar un buen rodaballo, ese faisán del
mar, como lo llama el admirable Cunqueiro. Catón se escandalizaba
porque sus conciudadanos eran capaces de pagar por un buen rodaballo
más que por una buena vaca. Horacio lo censura igualmente: "Te has
arruinado para pagar el rodaballo y no te queda más dinero que el
indispensable para comprar la soga con la que te vas a ahorcar".
Los que no podían aspirar a carne ni a pescado tenían que consolarse con
hortalizas, de las que los mercados romanos ofrecían decorosa variedad a
precios muy razonables. La más popular era la col, que se preparaba
cruda o cocida, y detrás de ella se alineaban la coliflor, la acelga, la
lechuga, el cardo, el puerro, la zanahoria, los rábanos (de los que se
consumían incluso las hojas), el nabo, la escarola, las alcachofas, los
pepinos y las calabazas. De Egipto llegaban hermosas cebollas. Los
espárragos podían ser trigueros o cultivados: todos eran caros.
Las legumbres que reinaban sobre los variados, potentes y especiados
potajes romanos eran: habas, salutíferas lentejas, garbanzos, guisantes,
altramuces, judías. Plato de pobres y de vacas eran las algarrobas y los
altramuces. Ignorantes aquellos paganos del divino y misterioso canon de
nuestro ibérico cocido, preparaban los garbanzos, al parecer, con agua,
leche y queso rallado.
Todas las clases sociales coincidían en el gusto por las muchas variedades
de fruta que llegaban a Roma: manzanas, peras, melocotones (oriundos
de Persia), cerezas, ciruelos sirios, membrillos, uvas, albaricoques
(venidos de Armenia), moras, fresas, melones (postre favorito de Tiberio),
nueces, almendras, pistachos, castañas y dátiles. De algunas plantas
consiguieron, mediante injertos, curiosas variedades. Por ejemplo, un
cruce de pepino y melón que llamaban "melopepunes". De los autóctonos
higos se conocían muchas variedades que se adaptaban a distintas
formas de conserva, unas al sol, otras en harina, que nunca faltaron en la
despensa romana donde, en épocas de escasez de trigo, sustituyeron al
pan.
Otro producto de gran consumo eran las aceitunas, adobadas o pasas.
Hubo muchos aficionados a las setas y champiñones que incluso llegaron
a cultivarlos. Los más peritos eran capaces de distinguir, por el sabor, si
la pieza procedía de un pinar, de un hayedo o de un bosque de fresnos.
Los preparaban crudos, asados o cocidos, según una variedad de recetas
que a veces incluían entre sus componentes vinagre y miel. También
apreciaron ese recóndito prodigio que es la trufa, particularmente la libia.
Y no desdeñaron los caracoles, que algunos incluso se atrevieron a criar
en viveros.
De la pastelería imperial tenemos noticias insuficientes. Sabemos que
empleaba mantequilla, miel, huevos y leche, además de excelente harina:
sabiendo que ésos eran sus ingredientes, bien se le puede otorgar un voto
de confianza. Otras delicias de la culinaria romana fueron los sorbetes de
zumos de frutas frescas y las bebidas frías, de distintos sabores, incluida
la refrescante aunque insípida agua de nieve ("potare nivem").
Un proceso higiénico consistía en hervir el agua y refrescarla a
continuación, aunque el severo Séneca opine que tales refinamientos son
excesivos.
Los ricos comían mucho en casas de amigos, en los banquetes de los que
hablaremos en el siguiente capítulo.
Los pobres, por el contrario, a menudo comían en la calle puesto que no
siempre disponían de fogones ni pucheros en los que cocinar en sus
modestos alojamientos. Por todas partes había vendedores ambulantes de
dudosas salchichas y de empanada de garbanzos.
Pero, si uno deseaba comer más reposadamente, podía entrar en una
"popinae" o restaurante donde se servían comidas calientes, o en las
"salarii", tiendas de ultramarinos, donde se vendían salazones.
¿De dónde procedía tanta variedad y cantidad de productos alimenticios?
Muchos de ellos, autóctonos o aclimatados, de la fértil Italia. Otros, de los
más distantes confines del imperio; transportados penosamente por tierra
o desembarcados en el activo puerto de Ostia, desde donde remontaban el
Tíber en embarcaciones menores que iban a surtir los almacenes de
abastecimientos situados a lo largo de los muelles fluviales. Aquellos
depósitos constituían el verdadero vientre de la ciudad, sus salinas
("salinae"), su mercado central ("velabrum"), donde montaban tenderetes y
oficinas los traficantes y los banqueros, a la sombra de los enormes
depósitos de aceite, vino y queso, los pósitos de trigo ("horrea"), los de
ultramarinos ("emporium"). Testigo mudo pero impresionante de aquel
trajín comercial que se prolongó durante los siglos del poderío romano es
el Mons Testaceus: una colina artificial formada solamente con los tiestos
de las ánforas y vasijas que se rompían en los cercanos depósitos. El
cervantino licenciado Vidriera se queja en un memorable pasaje: "¿Soy yo
por ventura el monte Testacho de Roma para que me tiréis tantos tiestos
y tejas?". El incrédulo turista aún acude allí para cerciorarse de que, en
efecto, el monte está formado solamente de tiestos de vasijas, muchas de
ellas de procedencia hispánica, a juzgar por sus marcas. Al margen de los
almacenes portuarios, existía en Roma una serie de mercados
especializados: el "forum boarium", para carnes; el "holitorium", para
hortalizas, y el "cuppedinis", par golosinas.
La cocina
Del examen de los textos de Apicio (sus "Diez libros de cocina"), y de otros
recetarios y noticias que nos han llegado, se deduce que la cocina romana
era robusta, viril, de potentes sabores, poco apta, presumimos, para
estómagos delicados. Por la abundancia de grasas y las explosivas
combinaciones de especias, hoy seguramente nos recordaría a la de
ciertos países del exótico Oriente más que a la europea actual. Muchos
platos abusaban de ciertas salsas preparadas por lo general a base de
pescado: "garum, oxygarum, muria" y "liquamen". Quizá convenga añadir
algunas palabras sobre el "garum", el comodín de las salsas, que los
romanos acaudalados añadían liberalmente a sus platos de carne, de
pescado o de verdura, e incluso al vino o al agua. Se elaboraba a base de
hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes:
atún, murena, escombro y esturión, curados en salmuera y madurados al
sol. Había muchas calidades de "garum". La mejor, comparable al caviar
iraní, era la llamada "sociorum", que llegó a costar 180 piezas de plata el
litro.
El "garum", como el amargo "silfión" griego, acabó cediendo terreno ante el
empuje de la pimienta, que todavía sigue siendo la reina de nuestra
cocina. No obstante, sobrevivió a la caída del imperio romano aunque no a
la invasión islámica de Occidente, lo que no deja de ser una contrariedad.
No obstante, podemos imaginar que para el flaco gusto moderno aquella
salsa resultaría nauseabunda. El aliento de los que lo comían apestaba, lo
que ya es un indicio. Escribe Marcial: "Si recibes una tufarada de su
aliento pestilente "ecce, garum est"!".
Además de las fermentadas salsas de pescado, los romanos usaron otras
más semejantes a las nuestras, elaboradas a base de vinagre, mostaza,
aceite, dátiles, miel, menta y pasas. A veces las guarniciones propuestas
no dejan de parecernos curiosas pero no por ello menos estimulantes: por
ejemplo, pescado servido con puré de membrillos o setas hervidas en miel.
La gran cocina romana corresponde sin duda a la época de los césares.
Es una cocina esnob y pedante, de nuevos ricos: artificiosa y refinada
hasta lo extravagante; descabellada en ocasiones, pero sin duda
suculenta y generosa. Los cocineros eran, muy a menudo, esclavos. Por
un buen cocinero jefe ("archimagirus") se llegan a pagar enormes
fortunas. Con el tiempo la profesión se convierte en una de las más
importantes de la Roma imperial. Adriano los agrupa en un "collegium
cocorum". Es curioso que, sin embargo, tuvieran mala fama, como suele
acontecer con tantos artistas que son admirados y odiados a un tiempo.
Estos hombres se lanzaron a experimentar en toda clase de caprichos
gastronómicos con las exóticas viandas que llegaban a sus fogones: pavos
de Samos, dátiles egipcios, ciruelas damascenas, almendras de Cilicia,
tordos de Frigia, murena tartesia, torcaces de Chíos, nueces de Tasia,
esturión de Rodas, ostras de Tarento, jengibre, canela, pimienta de la
India... Se sobrevaloraron partes mínimas de grandes piezas, cuyo mayor
mérito reside en su pequeñez o rareza: ubres de cerda, sesada de faisán,
lenguas de flamenco, hígados de caballa, testículos de cabrito. Cuando no
se pueden consumir solas, se hacen intervenir en sofisticadas recetas
como el denominado escudo de Minerva: escaro servido en una salsa de
sesos de pavo y faisán, lenguas de flamenco y la llamada leche de
murena.
Los romanos comían cuatro veces al día. Al levantarse desayunaban
fuerte ("ientaculum"), a veces un combinado rural hoy todavía en uso en
algunos países que tuvieron la suerte de pertenecer al imperio romano:
corruscante tostada de buen pan untada de ajo y rociada de aceite y sal.
Otros preferían el bizcocho con vino ("passum").
Incluso los había amantes de la vida sana que seguían el consejo de los
médicos: un vaso de agua en ayunas.
A media mañana era corriente tomar un tentempié ligero, algo de fruta,
embutidos o, simplemente, las sobras de la cena del día anterior. Éste era
para muchos el almuerzo o "prandium".
A media tarde se repetía el refrigerio ("merenda").
La comida principal era la "cena", que se tomaba bastante temprano, a las
dos o las tres de la tarde, en cuanto se regresaba del trabajo. La cena
constaba de varios platos en su debido orden: un aperitivo ("gustus"), el
segundo plato o cena propiamente dicha y el postre. Imaginemos una
cena en un día normal, en una casa de clase media alta. En el aperitivo se
bebe vino con miel ("mulso") y se comen huevos, verdura fría con salsa
picante y quizá ensalada de mariscos o sesos en leche; o tal vez hongos
con salsa.
El segundo plato es de carne o de pescado, o mixto; pongamos por caso
corzo asado con salsa de cebolla, o tórtola hervida en sus plumas, o
jamón hervido con higos y laurel, o cerdo con piñones, o guisado de
flamenco. A la grasienta carne de cerdo le suele ir bien la miel, que es uno
de los ingredientes más socorridos de las especiadas salsas romanas.
El postre no es menos nutritivo: jalea de rosas, dátiles rellenos de nuez y
fritos con miel, pastelitos y fruta del tiempo.
Cuando la familia está en la intimidad, es normal que se consuman las
sobras del día anterior, pero si hay invitados lo correcto es echar la casa
por la ventana y dejarse de censurables economías, no nos vaya a
acontecer lo que a aquel anfitrión que hizo servir un gran pescado del que
ya se había consumido una parte la víspera.
Le hizo dar la vuelta para que apareciera por su costado intacto sobre la
adornada bandeja, pero un sagaz y socarrón invitado observó: "Más vale
que nos demos prisa porque debajo de la bandeja hay gente comiendo con
nosotros".
La casa de familia acomodada suele disponer de un comedor. Es una
habitación espaciosa cuyos únicos muebles son los divanes del
"triclinium", que en la época de los césares van siendo sustituidos por un
diván semicircular, y una mesa central. Otras mesas auxiliares pueden
hacer de reposteros.
Estos muebles suelen ser tan lujosos como lo consienta la economía del
dueño. Uno de los muchos excesos de Heliogábalo consistió en tenerlos de
plata maciza finamente trabajada.
Frecuentemente eran obra de afamados artistas y entre los materiales de
su composición destacaban las maderas preciosas, el oro, la plata y el
marfil. Las paredes de la habitación suelen estar decoradas con frescos
que representan animales, peces, verduras o frutas. El mismo escaparate
de productos naturales puede repetirse en los mosaicos del suelo.
Los divanes del "triclinium" solían ser tres, con capacidad para nueve
comensales, pero si el número de invitados es mayor se pueden arrimar,
por el lado libre de la mesa, banquillos y sillas. En cualquier caso, las
mujeres, los niños y las personas que guardan luto suelen usar sillas.
Desde la época de Augusto en adelante se divulga el diván semicircular
("sigma") en torno a una mesa redonda. En este curioso mueble caben
hasta ocho comensales. Estamos hablando, como casi siempre, de las
clases acomodadas. Los pobres prescinden del mobiliario especializado: se
conforman con poder comer, sentados en torno a una mesa, en cualquier
habitación de la vivienda o, simplemente, en "la" habitación de la
vivienda, pues muchas familias no pueden aspirar más que a un aposento
en las superpobladas ínsulas.
La vajilla es otro exponente fiel de la posición social del dueño de la casa.
Los ricos la adquieren de materiales preciosos y caros: plata, oro, ónice,
electro, incluso "murra", una piedra que se suponía mejoraba la calidad
del vino por simple contacto.
La vajilla de los pobres es mucho más sucinta y de barro ("vasa
saguntina").
Lógicamente, las personas educadas y las que aspiran a serlo procuran
observar ciertas normas cuando se sientan a la mesa. La primera y
principal nos obliga a estar de buen humor. Un comensal taciturno o
pensativo es considerado grosero. El plato se sostiene con la mano
izquierda y los alimentos se toman con la derecha.
Si es sopa se utiliza cuchara ("ligula"); si es paté o puré, cucharilla
("cochlear"); si es sólido, los dedos.
Aún no se ha inventado el tenedor, que nacerá en Constantinopla en el
siglo Xi. Comer con los dedos no es excusa para pringarse las manos o el
rostro. Así lo recomienda Ovidio: "carpe cibum, digitis, est quiddam
gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu". Esas
cinematográficas escenas de banquetes romanos en las que vemos a los
comensales tirar dentelladas a un trozo de carne que agarran entre las
manos, constituyen un infundio: en realidad existía un esclavo dedicado a
trinchar la carne ("scissor, carptor, structor") hasta reducirla a pequeñas
porciones que pudieran introducirse cómodamente en la boca.
Entre plato y plato, los servidores acercan a cada comensal una escudilla
de agua para que pueda lavarse los dedos. Además, cada uno tiene a su
alcance una servilleta de cumplidas proporciones que no sólo sirve para
limpiarse los labios y las manos, sino también el sudor (sudan bastante
porque las lámparas dan mucho calor) y hasta para sonarse las narices.
Por cierto: es perfectamente legal traer la servilleta de casa para que, al
término del banquete, nos sirva para envolver las sobras si queremos
llevárnoslas. Andando el tiempo parecerá poco elegante concurrir con la
servilleta, como un saqueador, y los más refinados prescindirán de ella.
Marcial, bromista, señala que un tal Hermógenes es de los que no llevan
servilleta... pero luego roba el mantel.
18. ... y vivir para comer
Los banquetes fueron la institución social más relevante de la Roma de
los césares. En ella se conjugaban dos inclinaciones típicamente latinas:
el gusto por la buena mesa y el placer de la pausada conversación con los
amigos, la amable tertulia nocherniega adobada acaso con las otras
aficiones compartidas: la música, la lectura, el debate, las mujeres... A lo
que podríamos añadir la emblemática ostentación de riquezas y el
derroche presuntuoso. También puede haber motivaciones electoralistas.
Sólo así podemos comprender cabalmente la celebración de banquetes tan
espectaculares como el que el joven Julio César ofrece prácticamente a
toda Roma al regreso de su campaña de Oriente. Un cuarto de millón de
personas concurrieron al festín, que duró varios días. También hay
banquetes corporativos, las cenas de los gremios de artesanos o de
cofradías religiosas ("collegia") o de los colegios sacerdotales, que –si
creemos a Varróncuando se celebraban incidían negativamente en la
cesta de la compra puesto que todos los productos del mercado se
encarecían.
Dos tipos de banquetes se usaron en Roma: el tradicional (recta coena)
servido en mesas, como Dios manda, y el que se distribuía en cestas
individuales ("sportula"). Intentaremos asistir a uno de los primeros, lo
que sin duda promete ser una de las más inolvidables experiencias que
puede depararnos nuestro paso por esta sorprendente ciudad. Se celebra
en casa patricia, sita en las amables faldas del Capitolio. Engalanados con
nuestra mejor toga llegamos a ella hacia las cuatro de la tarde ("hora
decima"). Nos acompañan varios servidores de los que sólo uno de ellos, el
más joven, educado y agraciado, entrará al comedor para asistirnos
personalmente. Como permanecerá a nuestros pies durante la cena, se
llama "puer ad pedes". Los otros son de escolta, para protegernos y
alumbrarnos en el camino de vuelta a casa, a altas horas de la
madrugada.
Entramos en la casa y en el atrio nos atienden solícitos esclavos que se
hacen cargo de la toga y nos entregan un manto blanco ("synthesis"),
cómodo y apropiado para las posturas del diván. Uno de los criados nos
lava los pies y luego nos los perfuma y nos calza unas sandalias flexibles
de las que sólo sirven para andar por casa.
Los zapatos de calle que traíamos van al guardarropa con la toga.
Mientras los restantes invitados acaban de llegar, el atento anfitrión nos
introduce en una sala donde, convenientemente expuesta sobre mesas y
aparadores, aparece su rica vajilla. Simulando amable atención,
escucharemos sus prolijas explicaciones sobre el origen de las más
notables piezas allí expuestas y fingiremos admirarnos cuando nos
certifique que este vaso perteneció a tal famoso general griego o aquella
bandeja a tal héroe troyano. Es posible que el anticuario que le cobró más
de cinco veces su valor también estuviese persuadido de la autenticidad
de tales reliquias. Cumplido el trámite de alabar la magnificencia de la
colección, pasamos al salón del banquete y nos enjuagamos las manos en
la palangana que nos presenta un criado.
La sala es bastante oscura pero han encendido una docena de lámparas
de aceite cuyo humo y olor acabarán siendo molestos a medida que
avance la noche. Para neutralizarlos en lo posible, han adornado la sala
con flores y guirnaldas.
Vamos a ser diez comensales a la mesa, quizá porque el anfitrión es
observador de la conocida regla: "No menos que las Gracias (es decir, tres)
ni más que las Musas (que eran diez)". En banquetes más concurridos,
donde se reúne quizá gente de muy distinto nivel social, se puede dar el
caso de que el anfitrión establezca enojosos distingos entre los
comensales. Los más humildes se sentarán en mesas peor abastecidas,
donde se sirven platos más baratos y simples que en las de sus vecinos
importantes.
Puede darse incluso el caso de que al banquete asistan parásitos. Los
parásitos constituyen una curiosa institución en los banquetes públicos y
encarnan, sin duda, el más notable precedente del moderno gorrón. Son
pícaros, aduladores, graciosos profesionales a los que la gente seria
desprecia y supone capaces de las más abyectas acciones con tal de llenar
el estómago. A veces los convidados se divierten gastándoles bromas
pesadas o golpeándolos entre pullas y chanzas.
Ellos sonríen, aguantan y no se inmutan. Toman asiento donde pueden,
lejos de la mesa, y están pendientes de las sobras o de los potajes
especialmente preparados para ellos que les traen de la cocina.
Pero no se alarme el lector: el nuestro no va a ser uno de estos
tumultuosos banquetes. Todos los asistentes son personas sosegadas que
afectan, en cada uno de sus ademanes, buena crianza y esmerada
educación.
Aunque nos acomodaremos teniendo en cuenta la distribución de los
divanes según categorías, en esta mesa podremos degustar todos la
misma clase de manjares. Sobre el tablero, cubierto ahora de elegantes
manteles bordados en oro, sólo hay vinagre, sal y aceite. Después de la
oración de la mesa ("deos invocare", comienza el banquete. Aparecen los
criados más apuestos de la casa, bien vestidos y peinados especialmente
para honrar la ocasión, y van depositando ante nosotros las fuentes que
contienen los elaborados platos. Se empieza por los entremeses ("gustus"
o "gustatio"), entre los que no pueden faltar las aceitunas ni el huevo.
Para definir el tiempo que abarca la cena hay un dicho: "ab ovo usque
mala", es decir "desde el huevo (entremeses) hasta la manzana (postre)".
Hay también lechuga, melón y ostras, todo ello acompañado de vino con
miel o de cualquier otro caldo ligero pero de buena casta, pongamos por
caso un Falerno. Uno de los comensales ha incurrido en la torpeza de
mencionar un incendio ocurrido antes de ayer en un comercio de la calle
de los Pañeros. Nueve pares de reprobadores ojos convergen sobre el
deslenguado: es de mal augurio hablar de incendios cuando se está
comiendo; en seguida derramamos agua sobre la mesa y el mal presagio
queda convenientemente conjurado. Tampoco sería bueno percibir el
canto de un gallo, pero por fortuna estamos en una zona residencial y el
corral más cercano queda lejos.
Viene ahora la "prima mensa", que es la cena propiamente dicha. Una
serie de elaborados platos van llegando de la cocina. El principal ("caput
cenae"), en el que el cocinero griego ha puesto su prestigio y el de su
dueño, es, supongamos, un ganso rodeado de peces y pájaros. Cuando
nos servimos sus gustosas porciones y lo saboreamos, descubrimos
regocijados que todo es apariencia y artimaña: en realidad está elaborado
exclusivamente con carne de cerdo. Ha sido un guiño cultural de nuestro
anfitrión, que ha querido reproducir un famoso plato de la literatura: el
del banquete de Trimalción. Aplaudimos educadamente la ocurrencia
mientras echamos el ojo al jabalí relleno de tordos vivos, que,
transportado por dos robustos pinches, hemos visto desfilar ante la
ventana que da al patio. Tan numerosos y variados son los platos que se
van acumulando ante nosotros, sobre las mesas auxiliares, que
empezamos a protestar, como requieren las normas de la buena crianza,
por una cena tan copiosa. Más vale que cedamos la palabra al agudo
Plauto: —Cuando se han sentado a la mesa, los invitados suelen decir:
"¿Qué necesidad había de gastar tanto en nosotros? Pero, hombre, si has
preparado comida para un regimiento". Y, aunque protestando que te has
excedido por ellos, se lo comen todo. No esperes que ninguno te diga:
"Que se lleven esto, que retiren esa bandeja, no pongas aquel jamón,
estoy repleto; que se lleven esas albóndigas; este congrio estará bueno
frío, que lo retiren". No, no los oirás hablar así, antes bien se estiran y
echan medio cuerpo sobre la mesa para alcanzar mejor los platos.
Nuestros alegres compañeros de comilona se han atiborrado de manjares
y de vino en la "prima mensa". Ahora llegan los postres ("secunda mensa")
y ya les queda poco espacio para embaular en los atarugados desvanes
del estómago. Estos frecuentes excesos se reflejan incluso en la escultura.
¿No han notado ustedes que las estatuas del periodo republicano suelen
presentarnos sujetos entecos, mientras que en las del periodo de los
césares abundan los entraditos en carnes? La contemplación de los
pasteles de miel, las frutas confitadas o del tiempo y los vinos dulces que
hacen el preciso acompañamiento tiene, en medio de estas harturas, un
punto de tantálico suplicio. Nuestro vecino de mesa, menos resistente que
los demás, está ya borracho, comienza a sudar copiosamente, se coloca la
alhajada mano de regordetes dedos sobre el prominente hemisferio
estomacal y se queja de que no se siente bien. A una breve señal acude
solícito su "puer ad pedes", que lo ayuda a incorporarse y lo conduce,
entre tumbos, al excusado, en el patio del peristilo, al otro lado de la casa.
Allí, con ayuda de una pluma de ave, vomitará el hombre todo lo que ha
comido y bebido. Esta costumbre disgusta al severo Séneca: "Vomitan
para comer y comen para vomitar y no quieren perder el tiempo en digerir
alimentos traídos para ellos desde todas las partes del mundo". Quizá el
lector haya pensado que, entonces como ahora, de buenas cenas están las
sepulturas llenas. Nada más a propósito que oír a Juvenal: "El castigo de
la gula es inmediato, cuando en el excusado arrojas un pavo entero sin
digerir... De aquí se siguen las muertes repentinas de viejos sin
testamento".
Bien. Ya hemos levantado los manteles y nadie ha perecido en esta alegre
reunión. Nueva ronda de aguamaniles y toallas porque ahora viene la
segunda parte. Esta cena se había anunciado "con sobremesa" ("cenae
antelucanae"), por lo tanto es el momento de comenzar la velada nocturna
("comissatio"). La señora de la casa, que ha participado en la cena
reclinada al lado de su marido –nueva moda de estos tiempos– y
compartiendo sus manjares, aunque no su bebida puesto que las mujeres
honestas sólo beben "mulsum", al menos en público, se despide de los
invitados y se retira. Lo que sigue es sólo para hombres. Primero libamos
a los dioses lares de la casa y luego brindamos por el anfitrión y los
asistentes. La fórmula del brindis no deja de admirarnos: el que lo
pronuncia eleva su copa y la bebe de un trago, luego la tiende al copero
para que la llene de nuevo y se la pasa al camarada por el que se ha
brindado, que la apura a su vez. La frecuente repetición de brindis da
lugar, suponemos, a monumentales cogorzas. Pero nuestro anfitrión es
hombre discreto y previsor. Con una sonrisa chasca dos dedos al aire
para que entren los criados y distribuyan ente los asistentes coronas de
hiedra y laurel. Todos nos las encasquetamos entre guiños. Como somos
romanos estamos convencidos de que su verde fragancia es medio seguro
para disipar los vapores malignos del vino y despejar las cabezas. Es el
momento de designar a un maestresala ("rex convivii" o "arbiter bibendi")
que tome sobre sus hombros la nada despreciable responsabilidad de ir
indicando discretamente al copero la proporción de agua y vino que debe
escanciar en la copa de cada contertulio. El oficio de "rex convivii" es
delicado y exige dotes de diplomacia y exquisito tacto por parte del que lo
desempeña.
Debe conocer, además, por experiencias pasadas, el carácter de cada
invitado y su relativa resistencia al alcohol. Ya se sabe que unos tienen la
borrachera agresiva mientras que otros la tienen melancólica. Se trata de
mantener a cada cual, a lo largo de la joven noche, en el punto óptimo de
su euforia etílica. Lo ideal es que todos estén un poco achispados pues los
que beben poco se tornan serios y pueden aguar la fiesta y los que beben
en exceso acaban haciendo el imbécil y molestando al vecino. También es
recomendable cuidar los temas de conversación, "no deben ser
preocupantes sino alegres, variados y de interés general". El programa de
estas sobremesas, que se prolongan durante horas y horas, quizá con
alguno de los contertulios vencido por el sueño y roncando en el regazo de
su amigo, es necesariamente muy variado: se conserva, se juega, se
proponen acertijos, se cuentan chistes, se abren regalos, se improvisan
loterías... La tertulia a la que estamos asistiendo es, me temo, de las que
afectan un cierto aire intelectual. Alguien ha cometido la imprudencia de
mencionar a cierto poeta laureado. Aprovechando la ocasión, el anfitrión
nos ha contemplado por un momento con una sonrisa beatífica y ha
enviado a un esclavo a por el rollo que hay sobre su escritorio.
Me temo que vamos a asistir a la aburrida lectura de una prolija
composición sobre los gozos de la vida campestre. El caso es que en otras
reuniones menos intelectuales que ésta hemos asistido a actuaciones de
bufones ("derisores"), a pantomimas, a comedias, incluso a conciertos de
lira y flauta, y nos han parecido si no tan cultas sí al menos mucho más
divertidas y digestivas. A Augusto y a Aureliano les gustaba escuchar
recitales de juglares ("aretalogi") y a veces hacían comparecer a artistas
callejeros para que distrajesen a sus invitados. En otras cenas hemos
asistido a la actuación de ciertas artistas de variedades procedentes de la
"licenciosa Cádiz", como la adjetivan los más severos censores de las
modernas costumbres. Todo banquete de señoritos libertinos que se
precie debe ir seguido de la actuación de algún grupo de "puellae
gaditanae": cuando bailan hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se
ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que "no las osarán
repetir ni las desnudas meretrices". Pero sosiéguese el lector: nuestro
anfitrión de hoy es hombre tan circunspecto y serio como aquel que
advertía en su invitación: "Quizá esperes que alguna gaditana salga a
provocarnos con lascivas canciones... pero mi humilde casa no tolera ni
se paga de semejantes frivolidades". Podemos imaginar que la actuación
de las bailarinas gaditanas iría, en muchos casos, seguida de
desenfrenada bacanal, pero esa tormentosa travesía no es apta para estas
veteranas naves después de tan copiosa cena.
Está a punto de amanecer y ya ponemos fin al banquete. Hemos charlado,
hemos cantado, los versos del anfitrión no nos han aburrido tanto como
temíamos, hemos reído hasta llorar y nos lo hemos pasado muy bien. Pero
la última gota de la copa del placer siempre es amarga. Ahora sentimos la
cabeza cargada, el pulso débil y el estómago revuelto. Dejamos resbalar la
acuosa mirada de nuestros irritados ojos (el inevitable humo de las
lámparas) hasta el borde de la taraceada mesa que tenemos delante del
diván y notamos, por vez primera, su curiosa decoración: hay un
esqueleto de marfil y una inscripción: "Mirándolo bebe y diviértete porque
en eso has de acabar". La filosofía del "carpe diem" ha cincelado calaveras
y caninas en copas y bandejas. Ese recuerdo de la muerte es también
parte del complejo ceremonial del banquete.
Partimos ya. Nuestro inseparable "puer ad pedes" nos ayuda a calzarnos y
a vestir nuevamente la indócil toga.
Nos despedimos del anfitrión y de los compañeros de banquete y
marchamos a casa precedidos de un esclavo que porta una lámpara en
una mano y una estaca en la otra. Aún no existe alumbrado público, pero
ya existe una cierta inseguridad ciudadana cuando, por acortar camino,
se transita por solitarias callejas.
Una receta romana: marmita a las rosas
Se machacan rosas perfumadas en un mortero; luego se le añaden sesos
de pájaro y de cerdo bien hervidos, a los que previamente hemos
despojado de telillas y fibras. Agregamos yemas de huevo, aceite de oliva,
un poco de "garum", pimienta molida y vino. Se pica todo y se mezcla bien
y se pone al fuego vivo hasta que rompa a hervir.
(Según Ateneo en "El banquete de los sofistas").
Tres menús romanos
Del banquete de Léntulo
Entremeses: Crustáceos, erizos de mar, ostras crudas.
Cena: Espetones de tordos.
Gallinas con guarnición de espárragos.
Almejas y ostras cocidas.
Filetes de corzo.
Filetes de jabalí.
Pasteles de ave.
Vinos variados.
Del banquete de Lúculo
Entremeses: Marisco variado.
Cena: Pajaritos en nidos de espárragos.
Pastel de ostras.
Lechones asados.
Pescados variados.
Patos.
Liebres.
Perdices de Frigia.
Murena.
Esturiones de Rodas.
Queso y dulces.
Vinos variados.
Del poeta Marcial: "Si quieres hacer penitencia conmigo no te faltarán
ligeras lechugas, pesados puerros, huevos partidos, col tierna y fresca,
salchichas sobre blanquísimas gachas, y judías pintas con tocino magro.
De postre se te servirán uvas, peras y castañas asadas. Todo ello
acompañado de vino corriente. Si te apetece algo más tendrás aceitunas,
cocido de garbanzos y altramuces calientes. La cena es corta, pero luego
podrás descansar. No te importunará el anfitrión con la lectura de un
grueso volumen, ni te afrentarán las bailarinas gaditanas con sus
procacidades. Tan sólo arrullará tu descanso el sonido de una delicada
flauta".
Tres despilfarradores
Apicio, nacido en el 25 a. de C., fue célebre por su imaginativa tendencia
al derroche. Tres adjetivos lo definen: "prodigus, vorax et golosus".
Ya cincuentón, incurrió en la ligereza de echar cuentas para ver cuánto le
quedaba de su antes incalculable fortuna. Descubrió, horrorizado, que
sólo ascendía a unos seis millones de sestercios, cifra más que suficiente
para vivir en la abundancia el resto de su vida, pero quizá no tanto para
proseguir con sus extravagantes prodigalidades. No pudo soportar la idea
y se suicidó.
A este gastrónomo debemos investigaciones de cierta importancia cuyos
resultados vertió en el libro "Ars magirica". En él explicaba una serie de
curiosas recetas (el foie–gras, las lenguas de papagayo con miel y
vinagre...) y procedimientos de cría de carnes selectas por él
experimentados.
Por ejemplo, el engorde de cerdos con higos secos y vino endulzado con
miel.
La dulce y calórica dieta prestaba a las carnes del regalado cochino un
sabor prodigioso con el que ni el mejor de nuestros pata negra de bellota
se atrevería a competir.
Un poco anterior a Apicio fue Lucio Licinio Lúculo (117–57 a.
de C.). Siendo general en Asia Menor amasó una inmensa fortuna
metiendo mano en las arcas de las multas impuestas a las ciudades
rebeldes.
Luego se retiró de la fatigosa milicia y se entregó a la buena vida.
Repartía su ocio entre la lectura de los clásicos en su espléndida
biblioteca, la composición de una "Historia de la guerra social", en griego,
y la organización de memorables banquetes a los que invitaba a todos sus
amigos (y es fácil imaginar que tendría muchos).
De sus tiempos militares le había quedado una inclinación a organizar
escrupulosamente sus operaciones. En su mansión había una serie de
comedores que recibían distintos nombres de acuerdo con las pinturas
que los decoraban. A cada uno de ellos había asignado una diferente
categoría de menú. Lúculo sólo tenía que indicar a su mayordomo: "Hoy
cenaremos en la sala de Apolo" para que el criado entendiera que debía
preparar un banquete de unos cincuenta mil dracmas.
Lúculo debió de ser, como tantos grandes gastrónomos, un punto
melancólico. En una ocasión el mayordomo le preguntó: "¿Para cuántos la
cena de esta noche?", y él respondió: "Esta noche Lúculo come con
Lúculo. Para uno solo". Junto a estas palabras, un acto no menos
memorable: la aclimatación en Europa del delicioso cerezo (de Ceraso,
ciudad del Ponto). En 1937 Julio Camba recordó al personaje en el título
de su precioso ensayo "La casa de Lúculo o el arte de bien comer".
El tercer fantasma aquí invocado es el de Vitelio, que en menos de un año
despilfarró en banquetes casi mil millones de sestercios. Una flota entera
se hacía a la mar para abastecer de pescados su mesa. Está en los
escritos que llegaba a consumir mil doscientas ostras en una comida.
Pero su plato favorito era el escudo de Minerva.
19. Aseo y vestido
Los romanos no se asean mucho ni lavan la ropa tan a menudo como
sería deseable, lo que se refleja en la atmósfera pestilente que se
desprende de las aglomeraciones. Solamente las casas de los muy ricos
disponen de algo parecido a un baño ("lavatrina" o, si es mayor, "balnea"),
aunque muchos otros poseen una bañera portátil que instalan casi
siempre en la habitación contigua a la cocina para disponer del agua
caliente con más comodidad. A falta de jabón, que todavía no se ha
inventado, se utilizan aceites y compuestos de sosa ("aphonitrum"), y en
lugar de esponjas, placas arqueadas ("strigili") con las que se raen la piel
recogiendo el aceite y el sudor. Los juegos de toallas son enteramente
modernos: de baño ("sabana"), de rostro ("faciales") y de pies ("pedale").
Un esclavo está ayudando a su señor a vestirse. La ropa interior no existe
(aunque Augusto se inventó una especie de calzoncillos de algodón, pero
fue por aliviar su lumbago), pero nuestro senador se coloca un sucinto
taparrabos ("subligar") que ya la presagia. Luego, laboriosamente, la toga,
el digno traje nacional romano que los varones de la clase superior usan
desde que cumplen los diecisiete años, excepto durante las desmadradas
fiestas saturnales. La toga es un pesado tejido de lana blanca en forma de
media luna. Mide cinco metros de largo por tres y medio de anchura
máxima.
La toga normal es inmaculadamente blanca, pero los senadores lucen en
el borde una franja púrpura ("laticlavium"), que es más estrecha en las
togas de los caballeros ("angusticlavium"). Este aparatoso atuendo resulta
poco práctico cuando hay que desempeñar alguna actividad física. En este
caso se usa una "túnica", que es la prenda normal del pueblo, de las
mujeres y de los niños.
En el siglo Iii el uso de la toga decae en favor de la mucho más cómoda
túnica, con las diversas variantes que la moda va introduciendo: a la
griega ("pallium"), la clámide ("lacerna") y el poncho ("paenula") que, si es
impermeable, de piel, se llama "scortea". Estas túnicas se siguen
adornando con cenefa de púrpura para indicar pertenencia al orden
senatorial o ecuestre y, si se trata de un general en triunfo, se adornan
con palmas doradas ("palmata"). Bajo la túnica se lleva, a veces, una
especie de camiseta de lino ("tunica interior"). Encima de la túnica,
cuando hace frío, se puede llevar abrigo de fieltro ("gausapina"), quizá
provisto de capuchón ("cucullus").
Los pantalones comienzan a verse a partir del siglo Iii, traídos por los
soldados de la Galia Braccata, en tierras cisalpinas. Al principio fueron
rechazados por los romanos elegantes, que estaban acostumbrados a
sentir sus partes en libertad, pero luego su uso se fue introduciendo
paulatinamente.
El calzado que hace juego con la toga son los zapatos ("calcei"), en sus
variantes negro ("senatorius") o de color ("patricius"). En la intimidad se
usan sandalias ("soleae, sandalia") que no estropean el delicado
pavimento de mosaico de la casa, pero sería imperdonable llevarlas
cuando se aparece togado en público. Hay una variante militar de la
sandalia ("caligae") con la suela tachonada de clavos, muy práctica y
flexible.
El vestido femenino es algo más elaborado que el del hombre. Se usa
cumplido sostén ("mamillare, fascia pectoralis") y camisa ("tunica
interior"), debajo de la "stola", túnica hasta los pies, ceñida por la cintura,
que es el equivalente femenino de la toga. Si se sale a la calle, se pondrá,
además, un manto ("palla").
Desde el siglo Iii la "stola" es arrinconada por la más vistosa "delmatica",
vestido con mangas de diversos diseños y hechuras. Algunos
complementos de las elegantes son el abanico ("flabellum"), la sombrilla
("umbella") y, muy raramente, una especie de bolso. Extrañamente no
conocieron el sombrero ni el pañuelo de cabeza, aunque a veces se
cubrían la cabeza con un extremo del manto.
En cuanto a los colores, la incipiente industria química sólo dominaba el
pardo, el amarillo, el violeta y el rosado, casi siempre sobre variaciones de
la púrpura, obtenida del jugo de un molusco. A veces se diluye en orines,
lo que se manifiesta en el olor que despiden algunos tejidos así
coloreados.
El cabello tiene gran importancia en Roma pues a menudo es vehículo de
complejas simbologías sociales. El esclavo de lujo lleva los cabellos largos
pero el común luce la cabeza rapada, lo que quizá determinó el horror que
los romanos sienten por la calvicie. ¿Querrán creerme si les refiero que un
templado padre de la patria, el senador Fido Cornelio, se echó a llorar en
la cámara durante una sesión del Senado porque un adversario político lo
llamó "avestruz pelado" ("struthocamelus depilatus")? Un calvo ilustre,
Julio César, no se quitaba jamás la corona de laurel que la patria le había
concedido. Otro calvo ilustre, Domiciano, escribe melancólicamente en su
tratado "Sobre el cuidado del cabello" ("De cura capillorum"): "Nada hay
tan hermoso ni que dure tan poco".
Los crecepelos hacían furor. Una fórmula: se frota la calva con sosa y
después se aplica una infusión de pino, azafrán, pimienta, vinagre,
laserpicio y cagadas de ratón (hasta llegar al último ingrediente nos iba
pareciendo una apetitosa ensalada). También daban resultado las friegas
con manteca de oso, o la cocción de vino y aceite de semillas de apio y
culantrillo. Si, a pesar de todo, el pelo se obstina en no salir, el
desconsolado calvorota puede recurrir a diversos tipos de postizos y
pelucas.
Pero, como todas las modas cambian, a partir del siglo Ii, en el que la
tristeza y la mediocridad parecen invadir muchos dominios de la antes
alegre Roma, se puso de moda llevar la cabeza afeitada.
El que tiene pelo que cuidar procura llevarlo corto, en casos extremos casi
al rape. Los elegantes son a menudo censurados porque acuden al
barbero para que se lo rice y perfume.
"El hombre lindo –leemos en un autor de la época– es aquel que se peina
con arte los rizos de su cabellera, que huele a bálsamo y cinamomo, que
canturrea canciones de Egipto o de Cádiz, que sabe mover con gracia los
depilados brazos". Claro que tal tipo de pisaverdes le parecían a Séneca
"necios, lujuriosos hijos de papá".
Las mujeres lucen los más imaginativos arreglos del cabello largo pero lo
que predominan son las gruesas trenzas dispuestas sobre la coronilla en
forma de moño o anudadas sobre la nuca. En la época Flavia se
construyen altos, complicados y casi versallescos peinados que han
dejado su curioso reflejo en la escultura. Es de suponer que gran parte
del pelo exhibido fuese postizo, quizá rubio, importado de Germania o
teñido a la moda del tiempo.
En nuestros paseos por la Roma imperial observamos que casi nadie
gasta barba. Perdura la moda de afeitarse que se impuso en el siglo Iii a.
de C. por influencia griega.
Algunos mozalbetes aguardan con impaciencia a que crezca en sus
mejillas una pelusilla de melocotón. Entonces el padre los llevará al
barbero para que los afeite por primera vez. Esta primera barba se ofrece
a los dioses ("depositio barbae") y simboliza el paso a la edad adulta. A
partir de ahora se afeitará regularmente, excepto en caso de luto o de
pleito en los tribunales o si pretende que lo tomen por filósofo.
En la época de Adriano se produce un cambio sustancial. El emperador se
dejó barba para ocultar una fea cicatriz que tenía en el mentón. Los
cortesanos lo imitaron y se impuso la moda de las barbas, aunque en
cuanto empezaban a encanecer solían afeitarse para que no se notara la
edad. Paradójicamente, como sólo se afeitaban los que huían de las
canas, el rostro afeitado simbolizó muy pronto la ancianidad. La moda de
la barba perduraría hasta la época de Constantino, en que nuevamente se
vuelve al afeitado.
La cosmética romana se basaba en la leche y el masaje. La dama que
quería retrasar la aparición de las temidas arrugas se frotaba la cara
hasta setecientas veces al día y si quería suavizarse la piel se bañaba en
leche de burra. Popea, la esposa de Nerón, llevaba con su equipaje una
manada de quinientas burras para este menester.
En el maquillaje se empleaban productos como el comino, que palidece la
tez; la linaza, que afina las uñas, y altramuces, que hervidos en vinagre
disimulan barros y cicatrices. Las arrugas menores se disimulan con
polvo de harina y conchas de caracoles.
Para depilarse se usa ceniza caliente de cáscara de nuez. Los dentífricos
son tan pintorescos como variados: harina de cebada con sal y miel o jugo
de calabaza adobado con vinagre caliente. El que quería robustecer y
abrillantar sus dientes podía masticar raíces de anémonas o de asfodelo u
hojas de laurel, pero lo más efectivo era enjuagárselos tres veces al año
con sangre de tortuga.
En el capítulo de los adornos personales, la mujer romana era más
recargada que la actual. La que podía permitírselo "llevaba encima un
patrimonio" (palabras de Séneca) en sortijas, ajorcas, cadenillas, collares,
horquillas, cintas de oro, brazaletes y pendientes. Lollia Paulina, esposa
de Calígula, acarreaba oro y joyas por valor de cuarenta millones de
sestercios.
Con la decadencia, los elegantes acabaron por imitar a las mujeres en el
uso de afeites y joyas. En la solemne ocasión de su proclamación,
Heliogábalo compareció con los labios pintados de carmín y adornado con
collares de perlas, pulseras de esmeraldas y una diadema de diamantes.
20. El turismo y otros lujos
En la antigua Roma, los ricos exhibían sin pudor sus riquezas. La
exhibición privada, la discreción y el disimulo son conductas
relativamente recientes, que no se remontan más allá de Marx. En la
Roma imperial, dueña y señora de los recursos del mundo, la clase
privilegiada amasaba enormes fortunas. A veces, literalmente, no tenían
donde meter el dinero. Por tanto, el lujo más extravagante y el despilfarro
eran comunes. Muchos severos tratadistas señalan esta conducta como
causa fundamental de la degeneración del otrora austero ciudadano
romano, lo que, a la postre, traería aparejada la decadencia del imperio.
La tendencia al lujo se había iniciado ya en la época republicana. De
hecho, desde el año 161 a. de C. se venían promulgando leyes suntuarias,
a las que nadie hacía mucho caso, cierto es, para limitar los gastos de
fiestas y banquetes. En la época imperial el derroche del poderoso se hace
casi obligado si no quiere que lo tilden de mezquino. Ningún aristócrata
conseguirá ascender en política si no es a costa de cuantiosos dispendios
privados y públicos. El populacho espera y exige que cada nuevo cargo
público se inaugure con juegos. El que obtiene un cargo, el que se casa, el
que impone a su hijo la toga viril, tiene que celebrarlo gastando una
fortuna en juegos gratuitos para el pueblo y banquetes para los allegados
y clientes de la familia. Las sucesivas leyes suntuarias que intentan
limitar este despilfarro quedan en letra muerta.
Ni siquiera son obedecidas por los propios emperadores que las
promulgan.
Conocidos son los gastos extravagantes de personajes como Heliogábalo,
que pagaba millones por un frasquito de perfume y que, en una ocasión,
asfixia a varios invitados bajo una bienintencionada lluvia de pétalos de
rosa. Los cortesanos imitan al emperador. En Pompeya, el año 61, el
magistrado Claudio Verus hace perfumar todo el anfiteatro para regalo de
la plebe sudorosa y maloliente en él congregada. Todos compiten por la
posesión de muebles, tapices, vajillas, trajes bordados en hilo de oro,
ungüentos de Arabia, sedas de China, esmeraldas de Escitia, cristal
egipcio, tintura de Batavia, "garum" hispánico, espejos griegos (todavía
enteramente metálicos). Se pagan fortunas por pájaros exóticos, loros y
papagayos y por el capricho de poseer fieras amaestradas. En un tiempo
en que ni siquiera el gato está domesticado, Augusto tuvo un tigre,
Domiciano y Caracalla un león; Heliogábalo los superó a todos: él uncía
tiros de leones a carros y tuvo leopardos sueltos en su palacio.
Naturalmente, a todos estos animales se les limaban los dientes y se les
recortaban las uñas.
Esta compulsiva tendencia al despilfarro, propiciada y aplaudida incluso
por los indigentes romanos que no tenían donde caerse muertos, es
posible que tenga las mismas razones psicológicas que explican la
destrucción ritual de riqueza por parte de ciertos pueblos primitivos. Pero
analizar antropológicamente este aspecto del asunto nos llevaría
demasiado lejos, así que lo dejaremos en la mera anécdota.
—¿En qué se parece Roma a una ciudad sitiada? –pregunta, de sopetón,
Cayo Sempronio Semproniano.
—Pues no sé –admite Daciano.
—En que los que estamos dentro queremos salir y los que están fuera
quieren entrar.
Antiquísimo chiste que algunos ingenios han aplicado, también, al
matrimonio.
Como todos los romanos con posibles, nuestros amigos Cayo y Daciano
poseen una segunda residencia fuera de la ciudad, una "villa" rústica en
la que suelen pasar el verano para escapar del calor, de la malaria, de los
ruidos y de los otros agobios de la urbe. Las mejores villas de recreo están
en los Apeninos, en la Campania, en los alrededores de Nápoles y, por
supuesto, en el Lacio.
Pero, como buenos romanos, nuestros amigos son aficionados a ver
mundo.
Muy a menudo se han unido al corro de los ociosos que escuchan
embobados, en cualquier rincón del Foro, a un mercader que narra sus
largos viajes a exóticos y remotos países hoy llamados Polonia, Suecia, la
India e incluso China.
Daciano es aficionado a la montaña; Cayo prefiere la playa. Alega Daciano
que en las alturas boscosas de los Apeninos, donde está enclavada su
"villa", el aire es más limpio y refrescante en verano y la vida resulta, en
conjunto, mucho más sana puesto que el día se reparte entre las
sosegadas lecturas, los largos paseos, la absorta soledad de la caza o de la
pesca y el estimulante ejercicio de los juegos de pelota. Ese programa no
convence a Cayo. Él, como el emperador Adriano, necesita mayor
animación y movimiento. Este año ha alquilado un trozo de terreno y una
casa en Bayas, la playa de moda, a la que los veraneantes romanos
acuden cada año en mayor número con el pretexto de tomar las aguas. Si
nos damos un paseo por la playa notaremos que casi todos los romanos
saben nadar, pues son muy pocos los que se exhiben con flotadores de
corcho o vejigas hinchadas. No obstante, el interés por el baño parece
secundario. A lo que se dedican más porfiadamente es a hacer amistades
con veraneantes del sexo opuesto. En estas playas la moral se relaja
mucho más que en la ya bastante corrompida Roma. Si damos crédito a
sus muchos detractores, la vida que lleva el turista medio en Bayas dista
mucho de ser edificante. Séneca llama al lugar "posada de los vicios"
("sedes luxuriae et vitiorum diversorum"); Propercio asegura que aquella
ciudad es enemiga de la castidad femenina (y, no obstante, se le hace la
boca agua contemplando a su amada, la hermosa Cintia, entregada a "la
ola fácil que se hiende al juego alternado de sus manos" para luego
"descansar en una playa solitaria"). Marcial encomia la prodigiosa
transformación de cierta dama que llegó a Bayas más virtuosa que
Penélope y salió de allí más lasciva que Elena.
La "jet set" romana pasa la primavera y el verano en la lujuriosa Bayas,
entregada a sus fiestas y amoríos, pero en cuanto asoma el rostro severo
del invierno trashuma a Canope, donde hay mejores alojamientos y el
ambiente es más distinguido.
Para los muy inquietos y buscadores de nuevas sensaciones, la oferta es
mucho más amplia: pueden ir a Grecia, al Asia Menor, a Sicilia, a
Egipto... Los hay que no se pierden las fiestas de Dionisos en Atenas, ni
los juegos nemeos en Argos, ni los píticos en Delfos. Otros, con el pretexto
de la salud, visitan los balnearios y santuarios de Esculapio en Kos o en
Epidauro. Los estudiosos acuden a los centros de cultura: Atenas,
Alejandría, Antioquía, o, si se quiere pasar por filósofo, a Tarso.
Los meramente curiosos que desean despertar la envidia de sus vecinos
se embarcan en la aventura de trasponer a Egipto para ver las pirámides,
o a Cádiz, en el fin del mundo, para contemplar las míticas columnas de
Hércules o, si el presupuesto no da para tanto, suben al Etna, sin salir de
casa, para ver el cráter por dentro, lo que da lugar a que una floreciente
industria turística se instale al pie del volcán.
Lo malo de casi todos los viajes es que hay que embarcarse y el romano es
poco aficionado al proceloso mar.
Además, la travesía, a una velocidad máxima de cinco nudos (hoy
fácilmente triplicada), resulta incómoda y aburrida. Dice Dión Crisóstomo:
"Si hace buen tiempo muchos pasajeros pasan el rato jugando a los dados
o cantando o comen sin parar; pero en cuanto asoma la tormenta se lían
la túnica a la cabeza y aguardan acontecimientos. También los hay que se
acuestan e intentan dormir y no se levantan hasta que han entrado en
puerto". Estas actitudes se comprenden: los navíos n hacían concesión
alguna a la comodidad del viajero. El buque grande, par el transporte de
pasajeros, no existe. Aunque el "Acatus", en tiempos de Augusto, lleve mil
doscientos viajeros de Alejandría a Ostia (duración media de la travesía:
18 días), su principal cometido sigue siendo la carga de cereales y
productos manufacturados. Las únicas embarcaciones específicamente
dedicadas a pasaje suelen ser pequeñas y de cabotaje ("phaseli,
victoriae"). Sí existe, en cambio, lo que podríamos denominar yate de
recreo: Calígula se hizo construir un palacio flotante adornado con
columnatas y jardines y provisto de baños, con el que recorría la costa
entre Ostia y Tarento echando ancla en caletas y solitarias playas o donde
placía a su caprichosa voluntad.
Lo malo del turismo masivo residía, como ahora, en que el afán de visitar
muchos lugares en poco tiempo mataba el placer que uno podía encontrar
en cada uno de ellos. Séneca censura esta absurda inquietud del turista:
—Se emprenden viajes sin tener a dónde ir. "Vamos ahora a la
Campania". En seguida se cansa uno de aquellos hermosos parajes. "Hay
que ver sitios agrestes, vayamos a las selvas de los Abruzos y de la
Lucania". Pero en medio de los páramos se echa de menos un lugar
ameno en el que se explayen los ojos cansados ya de contemplar
asperezas. "Vamos a Tarento y su puerto famoso, al clima benigno de sus
inviernos, a la región opulenta de aquellas antiguas gentes".
Pero entonces echamos de menos los aplausos y el griterío y la visión de
la sangre humana derramada: "Volvamos a Roma". Así es como se
emprende un viaje después de otro y un espectáculo sigue a otro
espectáculo.
Luego estaban aquellos a los que sus débiles economías o sus quehaceres
no permitían veranear, es decir, la inmensa mayoría de la población de
Roma. Éstos se conformaban con pasar los calores de la tarde en las
amenas pero atestadas riberas del Tíber o en los otros espacios
despejados donde se podía tomar el fresco: el pórtico de Pompeyo, los
alrededores de los teatros y de los circos, el templo de Apolo en el
Palatino...
Finalmente, nuestro amigo Cayo ha decidido que este año irá a Nápoles y
piensa hacerlo utilizando el transporte público. Nos aventuraremos a
acompañarlo. Marchamos con él a la Porta Trigémina, que es la estación
de autobuses de la Roma de los césares.
Se encuentra en las afueras porque, como ya sabemos, está prohibido que
los carros circulen de día por la congestionada ciudad. El transporte que
vamos a tomar es una "raeda" de alquiler, especie de berlina que tiene
espacio para carga de personas y de equipajes. Si el viaje fuese más corto
quizá nos hubiese convenido más un "cisium", calesín veloz que viene a
ser el taxi de los romanos, o un "essedum", que es el intermedio. No
quisiéramos distraer al lector de la contemplación del paisaje (el campo
está precioso en esta época del año a lo largo de la vía Apia), pero hemos
de advertir que la oferta romana de modelos de vehículos es mucho más
extensa: está el utilitario "plaustrum" de dos ruedas, que no hay que
confundir con los sucintos "currus" que compiten en el circo; o el
"serralum", coche familiar, fiable y práctico. Existe incluso el coche
ambulancia ("arcera") para el transporte de enfermos. Todos ellos están
tirados por dos, cuatro o seis caballerías. Luego están los que no tienen
ruedas: la consabida litera y la silla de manos.
El viajero que se pone en camino por una de las espléndidas calzadas
enlosadas que comunican Roma con los más remotos confines de su
imperio (lo que revela que su finalidad primordial es la militar: posibilitar
el rápido traslado de tropas), puede optar por cualquiera de los tres
medios tradicionales: a pie, a caballo o en coche.
El vehículo es lo menos fatigoso pero también tiene sus inconvenientes.
Hay que contar con "la lentitud de los carros, las ruedas atascadas en el
barro, los baches de los caminos, las piedras sueltas, los árboles caídos,
los campos encharcados, las cuestas...". A pesar de tan agorera relación,
nos hemos puesto en camino.
Como viajamos en carro cubriremos etapas de unos sesenta kilómetros
diarios. Estos grupos de caminantes que vamos dejando atrás se
conformarán con hacer jornadas de cuarenta kilómetros. Observamos con
curiosidad que todos ellos van provistos de talega o alforjas donde
guardan los alimentos, y que visten una especie de amplia capa ("abolla"
que les sirve de abrigo y de manta. Aunque caminan agrupados, no
hablan entre ellos más que cuando hacen un alto para descansar al lado
de una fuente o a la sombra de un grupo de cipreses de los que, de trecho
en trecho, alegran la monotonía de la carretera. Esta costumbre de viajar
en grupo tiene mucho que ver con la inseguridad de los caminos. Ni
siquiera en los de Italia, a cuatro pasos de la capital del imperio como
quien dice, se siente uno completamente seguro. Se cuentan terribles
historias, quizá un punto exageradas, de los ladrones y salteadores que
infestan los caminos. No sólo te despojan de todo lo que llevas, sino que,
como calculen que le pueden sacar unas monedas a tu familia, te
mantendrán secuestrado hasta que reciban un crecido rescate que te
dejará en la ruina.
Despuésde escuchar dos o tres relatos de salteadores, el pusilánime
viajero se pregunta por qué diablos ha tenido que salir de Roma. En
adelante procura no apartarse del grupo ni siquiera de día. Camina
receloso, volviendo frecuentemente la cabeza para ver si alguien los sigue.
Ve peligros en todas partes. No será raro que nos ocurra lo que a aquellos
viajeros cuya desgraciada aventura relata Apuleyo.
Como atravesaban una comarca que creían muy peligrosa, se habían
provisto de garrotes y marchaban apiñados y en silencio, con tanta
prevención que los pacíficos labriegos de la zona los tomaron por cuadrilla
de forajidos presta a caer sobre sus desprevenidas haciendas. Por lo tanto
reunieron sus fuerzas y salieron a hacerles frente con perros y piedras.
Pero dejemos que Apuleyo nos cuente las incidencias del episodio y su
relativamente feliz desenlace.
—... en esto, una piedra descalabró a una mujer, y el marido, cuando vio
el desaguisado, limpiándole la sangre daba gritos y decía: "¡Justicia de
Dios! ¿Por qué matáis a los pobres caminantes y los perseguís, espantáis
y apedreáis tan cruelmente? ¿Qué daño os hemos hecho? ¿Qué abuso es
éste?".
En cuanto los labriegos oyeron estos lamentos dejaron de tirar piedras y
aquietaron a los perros. Uno de aquellos rústicos dijo a voces: "Pero,
hombre, haberlo dicho antes. No penséis que os queríamos robar; es que
creíamos que veníais a robarnos a nosotros y por eso nos hemos puesto a
la defensiva; así que aquí no ha pasado nada, en adelante podéis ir
seguros y en paz". Todo aclarado, proseguimos nuestro camino, bien
descalabrados, y cada cual contaba su mal: los unos, heridos de pedrada;
otros, mordidos de perros, de manera que todos iban lastimados.
A nosotros, que viajamos más regaladamente en compañía de nuestro
amigo Cayo, no nos van a lapidar los rústicos, confiemos en ello, pero
tendremos que sufrir otros avatares en las incómodas y desabastecidas
posadas donde pernoctaremos. Si fuésemos muy ricos, ni siquiera eso,
porque los potentados disponen de albergues privados ("diversoria") al
término de cada etapa de su viaje habitual de Roma a sus posesiones
campestres o, cuando viajan por caminos nuevos, se pueden permitir el
lujo de llevar en su voluminoso séquito y equipaje tiendas de campaña
alhajadas con todas las comodidades.
Otros pernoctan en casa de amigos o conocidos ("ius hospitii, hospitium").
Los funcionarios en comisión de servicios tampoco viajan del todo mal,
puesto que pueden utilizar las casas de postas oficiales dispuestas a lo
largo de las vías principales para el cambio de tiro y el descanso del
personal.
Ya llegamos a nuestra posada ("cauponae") y sale a recibirnos el sonriente
posadero. En vano fatigaremos la dilatada literatura latina en busca de
un tibio elogio del posadero.
Te recibe con profesional zalema, sí, pero es un vampiro insaciable que se
nutre de la sangre del baqueteado viajero y no le ofrece a cambio más que
un guisote despreciable y una polvorienta yacija orinada por los ratones.
Horacio los adjetiva: pérfido posadero, posadero vago. Ingentes cantidades
de "graffiti" que leemos por las paredes (y que dentro de dos mil años
harán la delicia de los arqueólogos) confirman, con epítetos menos
delicados, el rotundo juicio de Horacio. Aunque, ahora que reparo en ello,
el eximio poeta quizá tenía algún prejuicio contra el gremio de la
hostelería por motivos más personales.
En uno de sus viajes hubo de pernoctar en Trivico y se quedó esperando
toda la noche la visita de una grácil maritornes que le había prometido
meterse en su cama en cuanto apagaran la luz.
Muchas mozas de partido ejercían la prostitución en ventas y posadas. Se
sobreentendía que el varón que viajaba sin compañía femenina podía
recabar los servicios sexuales de una de las camareras del mesón.
Cuando nuestro amigo Cayo pregunta el precio de la pensión completa, el
posadero ensancha su sonrisa e inquiere discretamente: "¿Con o sin?", y
Cayo, que es hombre de mundo, entiende cabalmente lo que le están
preguntando: "¿Con chica o sin ella?".
Cuando los achaques de la ingrata vejez los obliguen a permanecer en
Roma, nuestros amigos Daciano y Cayo rememorarán con nostalgia los
viajes de sus años verdes mientras toman el reconfortante sol de otoño
paseando por las apacibles praderas del Campo de Marte. Quizá lamenten
no haber viajado más, no haber visitado alguna de aquellas fabulosas
ciudades en los confines del mundo de las que hablan los mercaderes.
Piadosamente olvidan que para el mercader el viaje nunca fue un placer.
Oigamos lo que uno de ellos nos dejó escrito en su epitafio: "Si no te
resulta molesto, oh caminante, deténte y lee. En naves y veleros he
surcado muchas veces el inmenso mar. He arribado a muchas tierras y
ésta es la última escala que me depararon las Parcas cuando nací. Aquí
me he despedido de todo afán y fatiga; ya no me asustan las estrellas ni la
tormenta; ya no temo que los gastos superen a las ganancias".
Quizá este mercader que ha recorrido todo el orbe conocido supo desde el
principio que no hay ciudad ni paisaje que no se contengan en Roma y
que la última meta de todo viaje es uno mismo.
21. Rijosos y pelanduscas
Un campesino acomodado, Marco Metelo, recorre los últimos kilómetros
de la vía Flaminia. Ya cree distinguir la resplandeciente techumbre del
templo de Júpiter Capitolino. Impaciente por llegar, aviva el paso de su
cabalgadura. El motivo del viaje es adquirir un esclavo que precisa para
las labores del campo, pero si no anduviese escaso de mano de obra
habría puesto cualquier otra excusa. El caso es viajar a la tentadora
capital del imperio un par de veces al año para echar una cana al aire.
Nuestro hombre se sonríe recordando el dicho popular: "Baño, vino y
amor acaban con uno pero son la verdadera vida".
Marco Metelo está felizmente casado, desde hace quince años, con la
todavía atractiva, aunque ya algo chafadita, Calpurnia. Si visita los
lupanares romanos en cuanto se le presenta la ocasión es por practicar
variaciones que un romano chapado a la antigua no puede intentar con
su mujer legítima. No se vayan a imaginar nada raro, son cosas sencillas.
Calpurnia, como toda matrona decente, no se muestra jamás
completamente desnuda, ni siquiera ante su marido. Incluso en el
momento de mayor ardimiento, comparece algo celada de camisas y
arneses pectorales, lo que, si añade aliciente a los preliminares del amor,
también los entorpece y enoja cuando llega el conclusivo momento de la
franqueza. Otras cosas que el fogoso Marco Metelo no puede hacer en
casa es copular con la luz encendida o de día. La norma exceptúa
solamente a los recién casados, con los que hay que ser indulgentes si se
arrullan a la hora de la siesta.
Estas mojigaterías son perdurables vestigios de la severa moral sexual de
los antiguos romanos. Pensemos que Catón el Censor censuraba a los
senadores por besar a sus esposas delante de los hijos. El caso es que en
la timidez de la esposa y su resistencia a mostrarse desnuda advertimos
una contradicción pues, por otra parte, el mundo romano cultiva la
desnudez: los dioses, incluyendo entre ellos a los emperadores deificados,
se representan desnudos; los más celosos defensores de la moral y de las
buenas costumbres de los tiempos antiguos, entre ellos el mentado Catón
el Censor, solían andar en cueros por la casa si la temperatura de la
estación lo consentía.
Es más, la pudibunda costumbre de taparse las vergüenzas se
consideraba propia de sociedades subdesarrolladas.
Herodoto se asombra, en el siglo V a. de C., del pudor de los bárbaros.
El romano, al igual que otros pueblos paganos de la antigüedad, se
entregaba gozosamente al frenesí de vivir y no consideraba pecaminoso el
sexo ni advirtió culpa alguna en la complacencia de los sentidos hasta
que el cristianismo lo liberó de su error y le mostró el valle de lágrimas.
Muy al contrario, el romano estaba persuadido de que la actividad
venérea es fuente de legítimo placer puesto que "lo natural no puede ser
indecente" ("naturalia non sunt turpia"). Habían heredado de etruscos y
griegos una valoración de lo físico difícil de imaginar para las otras
culturas más represoras que subordinan lo sensual a lo espiritual. Los
romanos no disociaban armonía corporal y sublimación del espíritu, antes
bien los consideraban aspectos complementarios de un conjunto
armónico al que cada individuo puede legítimamente aspirar.
El ejercicio de la sexualidad sólo tenía tres limitaciones: el adulterio, el
incesto y el escándalo público.
Sin embargo, el incesto debió de ser bastante frecuente puesto que, a
menudo, la esclava doméstica que sustituía a su ya ajada madre en el
lecho del señor, había sido engendrada por él.
La pederastia se toleraba. Después de todo, el mismo Júpiter, padre de los
dioses, la había practicado con su tierno copero Ganimedes. Los más
liberales pensaban, con los griegos, que las relaciones de un adulto con
un muchacho pueden resultar formativas para éste. Pero cuando el
jovencito comenzaba a encañar su primera barba, la intimidad debía
cesar y su mentor le hacía cortar los largos cabellos que hasta entonces
habían acentuado su aspecto femenino. Las ostras posibles limitaciones
del sexo eran higiénicas: el coito estaba contraindicado en las mujeres
embarazadas y en las madres recientes que dieran el pecho a sus hijos.
Quizá por este motivo las mujeres acomodadas solían delegar tal
menester en alguna esclava nodriza, cuya forzada abstinencia vigilaban
estrechamente.
A la masturbación, presumiblemente frecuente en la juventud, no se le
dio gran importancia hasta que, ya entrado el siglo Ii, se abre camino la
nueva moral estoica. Pero aun entonces sólo se desaconseja por motivos
de salud, no morales. Se supone que contribuye al precoz desarrollo del
organismo.
Si el romano era medianamente acomodado, podía permitirse el lujo de
satisfacer sus apetitos sexuales en una querida ("delicium") o incluso en
muchas. Algunos emperadores dispusieron de auténticos harenes. No
obstante, el obseso sexual que anda siempre revolcándose con sus
esclavas ("ancillariolus") está mal considerado.
En Roma existían muchos lugares donde satisfacerse con amor
mercenario de acuerdo con una variadísima oferta adaptable a cualquier
economía. La "lex Iulia" distinguía entre dos clases de mujeres: las
matronas decentes y las prostitutas. La matrona debía observar una
moral sexual intachable, puesto que cualquier desviación podía ser
severamente castigada por la justicia. Por el contrario, la prostituta
estaba facultada para ejercer su oficio sin ningún tipo de cortapisas, pero
no podía contraer matrimonio legalmente, ni heredar, ni testar. El
instrusismo profesional se perseguía.
No era infrecuente que la guardia irrumpiera en un prostíbulo y lo
registrara de arriba abajo, sin muchas contemplaciones, para comprobar
si había entre las pupilas alguna patricia casada. Éste era el caso de la
emperatriz Mesalina, que llegó a ejercer el oficio por pura afición, como
queda explicado en otro lugar.
Para que no hubiese malentendidos, las prostitutas quedaban obligadas a
usar un atuendo especial que las distinguiera de las mujeres decentes
incluso cuando transitaban por la calle. No podían llevar velo ni calzado y
habían de vestir túnica corta en lugar de "stola". A esto se debe que una
de las muchas denominaciones de la prostituta fuera "togata", "togada".
Estas curiosas medidas evolucionaron con el tiempo. En el siglo Ii no era
ya posible distinguir a la mujer de vida alegre de la pacífica y honesta
ama de casa: entonces, como ahora, inevitablemente, el seguimiento de la
moda y la captación del varón inducían a las honestas a imitar el vestido
y aderezo de las que no lo eran. Y las prostitutas no sólo usaban calzado
sino que algunas se hacían inscribir en las suelas unas letras que iban
imprimiendo el mensaje "sígueme" ("sequere me") en la huella que dejaban
sobre el polvo. Interesante y original ardid publicitario.
Las leyes toleraban la prostitución como válvula de escape para que los
temperamentales romanos desviasen su libidinosa atención de las
doncellas casaderas y de las matronas casadas.
Es decir, se trataba de proteger la sagrada institución del matrimonio.
Se suponía que un joven debía iniciarse en el sexo a los dieciséis años. Si
no tenía esclava adecuada debía recurrir a los prostíbulos. No obstante,
no todos los que frecuentaban estos establecimientos eran jóvenes
solteros. El negocio florecía porque muchos degenerados esposos
desertaban del lecho conyugal en busca de la variedad y atractivo del
amor mercenario. El mismo reposado atractivo le encontraban los
donjuanes, si admitimos los sabios razonamientos de Horacio: "Ir con
prostitutas no tiene los peligros que trae aparejado el adulterio: no hay
que aguardar a que se rinda la virtud de la amada; se nos ofrece desnuda
sin tapujos y no velada y con disimulos como hace la esposa legítima, y
además, no hay que estar temiendo que en medio del orgasmo aparezca
de pronto el marido y haga saltar la cerradura".
Casi todos los burdeles romanos ("lupanaria, fornices") estaban instalados
en la Subura, el "barrio chino" de la ciudad, en el monte Esquilino, en los
distritos V y Xv. También los había, de lujo, en el distrito Iv. Pero sería
erróneo pensar que la prostitución se limitaba a los burdeles. También se
ejercía en los altillos de las tabernas, en las cercanías de las termas y en
las ventas y posadas de las principales carreteras.
Siendo Roma el corazón de un imperio que albergaba tantos y tan
distintos pueblos, no nos sorprende que las mujeres que allí ejercían el
oficio del amor fuesen de las más exóticas procedencias: las había griegas
y orientales, cultas y refinadas, de alto "standing" como se dice ahora, y
las había humildísimas busconas de ínfima condición que se entregaban
por un par de monedas pequeñas. Una variada gama de nombres
designaba sus respectivas categorías: las "meretrices", del verbo
"merecer", eran las más caras, por lo general trabajaban por cuenta
propia y sólo de noche; por el contrario, las denominadas "prostibulum",
es decir, las que pasan el día delante de la puerta, haciendo la calle, eran
las más baratas. Éstas ejercían su oficio desde la hora "nona", algo así
como las dos de la tarde, cuando los artesanos daban de mano en el
trabajo. Por este motivo se las denominaba también "nonariae".
Otros apelativos eran "lupa" "loba", de donde procede "lupanar", y
"scortum", "pellejo". Ramón J. Sender, al que encantaban las etimologías,
nos explica que "se llamaba pellejas a las prostitutas que vestían, por
obligación, pieles de cabras rojizas. Y zorras a las que vestían pieles de
zorra, amarillentas. Ahora lo hacen sólo las cortesanas ricas con gabanes
costosos, y hasta las muchachas más honestas, cuando se prueban esos
atavíos en los anuncios de modas, ponen una expresión putísimamente
atávica".
La misma variedad encontramos en las posturas y suertes del amor.
Cuando examinamos la iconografía sexual transmitida en frescos,
grabados, cerámica y medallas, tenemos la impresión de que los romanos
conocieron y practicaron todas las posibles posiciones del amor. Por
ejemplo: a la postura del varón tendido boca arriba y la mujer a
horcajadas sobre él la denominaron, épicamente, "caballo de Hermes".
También fueron duchos en las combinaciones tripartitas que hoy pueda
ofrecer la más imaginativa pornografía, lo que no quiere decir que
estuvieran socialmente admitidas. Al emperador Claudio se le censuraba
que se acostase con dos mujeres a un tiempo; al pío Tertuliano le
horroriza la felación ("fellatio", claro), que él compara con la antropofagia.
Si exceptuamos los de lujo, que estaban instalados y alhajados como
auténticos palacios, los prostíbulos romanos solían ser locales lúgubres,
oscuros y malolientes. Básicamente se componían de un vestíbulo, donde
estaba la madame ("lena") o el rufián ("leno"), que cobraban por
adelantado a los clientes, y una serie de mínimas celdas en las que
apenas quedaba espacio para acomodar una estrecha cama cubierta por
un astroso colchón y un cobertor. En algunos casos, un poyo de
mampostería hacía las veces de cama. En la puerta de cada celda se
inscribía el nombre de la ocupante, casi nunca el verdadero. Entonces
como ahora, las suripantas gustaban de escoger sonoros nombres de
guerra.
Recordemos que la emperatriz Mesalina, bajo cuya venerada advocación
se titulan hoy dudosas casas de masajes y manufacturas de ropa de
cama, cuando bajaba al prostíbulo se hacía llamar Licisca.
Los dueños de los prostíbulos adquirían su mercancía humana por
diversos procedimientos. Algunas chicas habían sido niñas pobres
abandonadas en la infancia y recogidas y criadas por un explotador con
vistas a dedicarlas al oficio en cuanto alcanzasen la sazón; otras eran
esclavas adquiridas en el mercado. También las había de origen penal.
Además, las condenadas a las minas estaban obligadas a ejercer la
prostitución con sus vigilantes, y otras, finalmente, se cedían a las
escuelas de gladiadores para el servicio de sus internos.
Fuera de los prostíbulos, la lujuria romana encontraba variados lugares y
ocasiones para satisfacerse. Había fiestas anuales, principalmente las
"lupercalia" y los "ludi florales" (en torno al 28 de abril), propicios al
desenfreno y bastante equiparables a los modernos carnavales de ciertos
lugares. También existía la posibilidad de propiciar encuentros íntimos en
el teatro, aquella "escuela de lascivia" contra la que tronaba el indignado
Tertuliano. Y, finalmente, estaba el amor adúltero que debía de ser muy
frecuente. Entre la masa de población ociosa de Roma es natural que
existieran auténticos profesionales especializados en rendir virtudes
femeninas. Nuestro buen amigo el poeta Marcial disiente de esta opinión.
Para él ni siquiera hay que ser un experto para rendir la virtud de una
dama de su tiempo: —Hace tiempo que me pregunto si existe en la ciudad
una mujer capaz de decir no. Tengo comprobado que ninguna se niega,
como si fuera vergonzoso emplear la palabra "no".
—¿Entonces, ninguna es casta?
—¡Las hay a miles!
—Y ¿qué hacen las castas?
—No te dicen que sí, pero tampoco te dicen que no.
Es decir, que era cuestión de insistir. Los desvergonzados poetas se
habían inventado la expresión "carrera amorosa" ("militia amoris").
Lamentablemente para ellos, el carácter especulativo de la sociedad
romana se manifestaba también en estos íntimos dominios. Aunque la
mujer fuese casada y rica, esperaba un compensación económica por sus
favores: un regalo caro, algún costoso capricho que aliviara la mala
conciencia de estar entregando su mayor bien a cambio de nada...
El misterioso sentimiento que llamamos amor raramente se disociaba del
sexo. El caso es que a veces notamos en el romano comportamientos que
podrían inducir a pensar que ya sentía la presencia del amor
comtemplativo tan en boga en otras épocas. El jugador solía invocar el
nombre de la divinidad, pero también el de su amada, al lanzar los dados
sobre el tablero; el alegre bebedor solía brindar por el nombre de su
amada de un modo harto espectacular y curioso: trasegando una copa por
cada una de las letras que lo componían. Cuando el nombre era largo, los
resultados debían de ser devastadores. Era una suerte que en los
banquetes hubiera, como ya vimos, un moderador que establecía la
cantidad de agua que había que mezclar con el vino de cada comensal.
22. Circo y gladiadores
"Dos cosas solamente anhela el pueblo: pan y espectáculos", escribe
Juvenal. Los espectáculos públicos ("ludi") que apasionaban a los
romanos eran de tres clases: las carreras en el circo y luchas de
gladiadores en el anfiteatro ("ludi circenses"), y las comedias en el teatro
("ludi scaenici"). El cristianismo acabará con todo. Para los píos padres de
la Iglesia, "el teatro es lujuria, el circo ansiedad y la arena crueldad".
La pasión de los romanos por las competiciones de carros es comparable
a la que hoy se siente por el fútbol.
Cuando había carreras, la ciudad aparecía desierta y silenciosa pues la
multitud se había concentrado en el circo. A menudo se producían
desgracias en aquellas delirantes aglomeraciones. En la naumaquia que
ofreció César en el año 46 a. de C., la afluencia de público fue tal que
muchos espectadores murieron aplastados por la multitud, entre ellos dos
senadores. El clamor de los espectadores ante las incidencias del
espectáculo podía percibirse en toda Roma.
Séneca se queja, como es natural en él: "El gruñido confuso de la
muchedumbre es para mí como la marea, como el viento que choca en el
bosque, como todo lo que no ofrece más que sonidos ininteligibles".
La pasión que los distintos equipos despiertan en sus seguidores nos
parecerá también absolutamente moderna a los que vivimos en la era del
fútbol: "Roma entera está hoy congregada en el circo –escribe Juvenal–;
un gran clamor llega a mis oídos, por lo que deduzco que va ganando el
verde. Pero si perdiera veríamos la ciudad tan triste y abatida como
cuando se perdió la batalla de Cannas".
Todos los "ludi" tienen un origen sagrado. Las primeras carreras de carros
comenzaron a celebrarse en honor de una deidad agrícola e infernal,
Consus, en la que se conjuraban los poderes germinadores de la tierra.
Ello explica que las carreras formasen parte de los "ludi cereales" o
"cerealia" por las cosechas de abril.
La víspera de los juegos era día sagrado. Se celebraba una solemne
procesión ("pompa"), seguida de sacrificios propiciatorios a los que
asistían los atletas. Otra procesión abría solemnemente los "ludi". Su
itinerario era invariable: salía del sagrado Capitolio, atravesaba el Foro y
el barrio etrusco, el Velabro, el Foro Boiario y terminaba en el interior
mismo del circo. Al igual que las modernas procesiones de Semana Santa
–salvadas sean todas las distancias– va presidida por una autoridad, en
este caso el delegado de festejos ("editor") y exhibe las imágenes de los
dioses sobre andas y tronos que compiten entre ellos en lujo y ricos
ornamentos. Sacerdotes y cofrades, aurigas y seguidores, ataviados todos
con sus característicos atuendos y colores, escoltan cada uno de los
tronos. Como en toda ceremonia religiosa romana, los detalles del ritual
están rigurosamente establecidos y deben observarse escrupulosamente.
Si se produce el más mínimo error o si acaece un mal presagio, la
procesión debe repetirse.
Todo romano, desde el emperador hasta el más mísero esclavo de las
tenerías, es seguidor de una facción o equipo. En los primeros tiempos
sólo había dos equipos, el rojo y el blanco; pero en la época imperial se
habían añadido otros dos colores, el verde y el azul, con lo que las
facciones aumentaron a cuatro, siempre distinguidas por su color
heráldico: "russata" (roja), "prasina" (verde), "albata" (blanca) y "veneta"
(azul).
Siendo los cuatro equipos locales, la rivalidad era mucho mayor y no
dejaba de estar teñida de un cierto color político. La aristocracia y la
burguesía enriquecida era partidaria de los azules, mientras que el
proletariado apoyaba a los verdes. Si examinamos la lista de los
emperadores, notamos que algunos de ellos (Calígula, Nerón, Domiciano)
apoyaron firmemente a los verdes, probablemente para congraciarse con
la plebe. Por el contrario, Caracalla y Vitelio se mantuvieron siempre fieles
a los azules.
Cada facción o color tenía su sede o "club" en un local de usos múltiples
donde se concentraban las cuadras, los talleres de reparaciones de los
carros y la pista de entrenamiento de los caballos. Allí solían reunirse los
aficionados en actos de hermandad como los que organizan las modernas
peñas futbolísticas. La afición era tan devota como la de los actuales
equipos de fútbol: los hinchas acudían a presenciar los entrenamientos de
sus campeones y llenaban los muros y retretes de la ciudad con sus
pintadas o "graffiti" en las que hacían figurar sus nombres y caricaturas.
También les dedicaban canciones y componían poemas en su honor.
Encopetadas damas insatisfechas se encaprichaban de ellos y miembros
de la más linajuda aristocracia se disputaban el honor de invitarlos a sus
mansiones y sentarlos –acostarlos debiéramos decir–, a sus mesas.
El propio Calígula, buen aficionado a los caballos y a las carreras,
distinguió con su amistad personal a algunos aurigas. Un buen auriga
cobraba altos sueldos y sustanciosas primas. Por lo demás, la facción lo
trataba a cuerpo de rey: el mejor vino, los mejores manjares, el mejor
aceite eran para ellos. Una compleja urdimbre de intereses creados fue
creciendo en torno al espectáculo deportivo. Hemos de tener en cuenta
que en cada carrera se cruzaban importantes apuestas. Los artesanos se
jugaban la paga de la semana y los ricos propietarios, fincas valoradas en
muchos millones de sestercios. Los mejores aurigas amasaban inmensas
fortunas y se retiraban de la profesión ricos y respetados. El español
Diocles, quizá el mejor auriga conocido, que corrió en tiempos de Trajano
y Adriano, es un buen ejemplo. En 146, cuando contaba cuarenta y dos
años de edad, colgó el látigo y se retiró después de haber corrido durante
veinticuatro años. En este tiempo se proclamó vencedor en 1.462
carreras, lo que le valió una suma de treinta y cinco millones de
sestercios. Su fulgurante carrera quedó inmortalizada por una lápida
conmemorativa que le erigieron sus admiradores en el circo de Calígula.
Penetremos ya en el circo, o hipódromo, como lo llaman los griegos, y
asistamos a una carrera. Lo primero que nos causa admiración es el
edificio mismo. Es parecido a un estadio de fútbol, sólo que el doble de
largo y algo más estrecho. Uno de los extremos tiene forma redondeada.
En el otro, que es recto, se alinean las cuadras ("carceres") de donde
partirán los carros. Un alto graderío ocupa todo el entorno. La arena está
dividida en dos pistas paralelas por un eje central ("spina") decorado con
esculturas y diversos adornos. Entre ellos nos llama la atención, por lo
exótico, un obelisco de Ramsés Ii que Augusto hizo traer desde Heliópolis,
Egipto, en un barco diseñado especialmente para su transporte (hoy
puede admirarse este obelisco en la piazza del Popolo).
El rumor de la multitud sube de tono y muchas cabezas se vuelven hacia
el palco presidencial, donde el delegado de festejos está procediendo al
sorteo de las carreras en presencia de testigos de cada facción. Ya
tenemos las alineaciones. En cada una de las carreras competirán cuatro
carros, uno por cada equipo. Los de la primera tanda ocupan sus
posiciones en las "carceres". Vamos a presenciar una carrera de troncos
de cuatro caballos ("cuadriga"), que es la combinación más frecuente, pero
también las hay de dos caballos o de más de cuatro, hasta diez.
Observamos que los carros son ligeros, fuertes y de simple y elegante
diseño: apenas una reducida plataforma instalada sobre dos ruedas de la
que se proyecta un largo timón al que van enganchados tres caballos. El
cuarto, de la izquierda, genéricamente denominado "funalis", corre suelto,
unido sólo a su vecino. Éste es el mejor caballo, el que da la pauta de la
dirección y velocidad a sus compañeros. De su actuación depende en gran
medida la del conjunto.
Los aurigas ("agitatores"), cada cual vestido con la camiseta de su equipo,
una túnica corta del color de la facción, están atentos a la señal del
presidente. Se han atado a la cintura las riendas de cuero, se han
ajustado al costado el cuchillo que completa su equipo y sostienen
firmemente con la mano izquierda el haz de correas para evitar que los
nerviosos caballos hagan una salida en falso.
En la mano derecha portan el látigo.
Expectante silencio en la multitud.
El presidente se levanta de su asiento, eleva el pañuelo y hace la señal.
Un operario tira de la cuerda ("repagula") que descorre a un tiempo todos
los cerrojos de las "carceres". Un súbito clamor estalla en los graderíos.
¡Allá van! Parten raudas las cuatro cuadrigas en pos de la victoria. Deben
dar siete vueltas al circuito, en total unos ocho kilómetros.
Entre las esculturas que decoran la "spina" existe un grupo de siete
delfines de bronce que pueden pivotar sobre un eje. A cada vuelta se baja
uno de ellos para que los espectadores sepan las vueltas que faltan.
Pero no nos distraigamos con los detalles accesorios y observemos la
carrera: las cuatro cuadrigas están prácticamente igualadas. No se han
lanzado a fondo, zigzaguean un poco.
Da la impresión de que más que correr lo que importa es estorbar la
carrera del adversario. Cuando parece que uno de los carros va a
adelantarse a los otros, todos se cierran sobre él impidiéndole el paso y
obligando al auriga a tensar las riendas para que sus fogosos corceles
atemperen su carrera.
El que corre más próximo a la "spina" dirige furibundas miradas a su
vecino que ha estado a punto de estrellarlo contra los marmolillos por
cerrarle el paso. Se escuchan algunos insultos de los espectadores. De
repente la multitud se pone en pie y un grito brota de todas las gargantas.
Lo que temíamos acaba de ocurrir: un accidente, un "naufragio", como se
dice en la jerga del circo. El carro de los verdes ha rozado al rojo y se ha
deshecho entre una confusión de chispas de acero y astillas de madera. El
auriga verde ha salido proyectado por los aires y ahora es arrastrado por
sus desbocados caballos. Intenta desesperadamente cortar con su puñal
las correas que lleva atadas a la cintura, pero antes de conseguirlo el
carro de los blancos le pasa por encima. Queda malherido sobre la arena
y un grupo de auxiliares lo recogen y retiran. También despejan la pista
de los restos del carro antes de que las tres cuadrigas supervivientes
aparezcan en la vuelta siguiente. El último delfín del marcador ha
pivotado. Ya estamos en la recta final. Los aurigas aflojan las riendas y
fustigan furiosamente a sus corceles. Un operario del circo acaba de
marcar con yeso una raya blanca sobre la arena, al derecho del
marmolillo que señala la meta.
Los carros la cruzan casi simultáneamente. Un grupo de jueces y testigos
intercambian sus opiniones, deliberan y comunican al presidente su
conclusión. El heraldo, a indicación del presidente, levanta la banderola
azul. El pregonero proclama la victoria de los azules gritando los nombres
del auriga y de su caballo "funalis".
El graderío es un hervor. Los partidarios de los azules se abrazan
entusiasmados y cantan a coro canciones de victoria. Los hinchas de los
otros colores permanecen pesarosos, se remueven inquietos en sus
asientos y lanzan furibundas miradas al adversario triunfante. Algunos se
enzarzan en acres discusiones. Lo mismo que en nuestros estadios, no
faltan los camorristas que llegarían a las manos si no interviniese
oportunamente la policía. En la mente de todos están los lamentables
sucesos de Pompeya, el año 59, narrados por Tácito. El graderío se
convirtió en un campo de batalla. Un espectáculo bochornoso y de lo más
antideportivo. Nerón, disgustado, castigó a los pompeyanos suspendiendo
sus "ludi" durante diez años. Los gobernantes de entonces eran más
severos que los de ahora.
El más espléndido marco de las carreras de carros fue sin duda el circo
Máximo, comenzado por Julio César y acabado por Augusto, aunque
Nerón lo remodelaría hasta darle una capacidad de doscientos cincuenta
mil espectadores. Su emplazamiento aprovechó las espléndidas
condiciones que brindaba el terreno en una vaguada de seiscientos
metros de largo por cien de ancho que se extendía entre las colinas del
Palatino y el Aventino.
Este circo tuvo tres pisos, el más bajo de piedra, los otros de madera.
En él se ofrecieron muy memorables espectáculos, no sólo de carreras de
carros, sino también de los llamados juegos troyanos ("ludi troiani"),
simulacros de batalla entre jóvenes aristócratas; carreras individuales de
caballos ("desultores"), y hasta carreras pedestres de fondo o de relevos.
Gladiadores
Las luchas de gladiadores tenían por escenario el anfiteatro. Este tipo de
edificio, claro precursor de las modernas plazas de toros (aunque el
redondel era ovalado), fue un diseño específicamente romano. Los
primeros anfiteatros fueron de madera, como el construido por Pompeyo
en el siglo I a. de C., o aquel tan famoso que se desplomó en el año 27
ocasionando la muerte de muchos miles de espectadores. A partir de
entonces la autoridad competente adoptó enérgicas medidas para evitar
que se repitiesen catástrofes semejantes. Al empresario, un tal Atilio, lo
desterraron y en adelante se estipuló que el que quisiera ejercer tal oficio
había de disponer de un capital superior a los cuatrocientos mil sestercios
con el que hacer frente a posibles responsabilidades.
El primer anfiteatro de piedra fue construido por Augusto el año 29 a.
de C. en el Campo de Marte. No obstante, el símbolo más universal de
Roma sigue siendo el Coliseo o anfiteatro Flavio, inaugurado por Tito en el
año 80 y luego remozado en el siglo V. Tenía cuatro pisos y en su graderío
podían acomodarse hasta cincuenta mil espectadores.
¿Cuál es el origen de los combates de gladiadores? Los etruscos, al igual
que otros pueblos de la antigüedad, solían sacrificar prisioneros sobre la
tumba de los caudillos para que los espíritus así liberados los
acompañaran y sirviesen en la otra vida. Una evolución de este rito trajo
consigo los combates de gladiadores ("ludi gladiatorii"), cada vez más
secularizados y convertidos en mero espectáculo. A pesar de ello podemos
asegurar que su carácter funerario no se perdió nunca del todo. Los "ludi"
privados, por ejemplo, estaban presididos por el busto del difunto al que
se dedicaban. Muy a menudo era el propio difunto el que, en sus
disposiciones testamentarias, señalaba el número de parejas de
gladiadores que quería para sus juegos funerarios; un proceder similar,
salvando las naturales distancias, al de los devotos que señalan el
número de misas de difuntos que desean en su funeral. Otras
pervivencias rituales: a los juegos gladiatorios se asistía con la cabeza
descubierta, como a los sacrificios religiosos, y los afectados de apoplejía
(la enfermedad sagrada) podían beber en caliente la sangre del gladiador
moribundo o conservar como talismán salutífero el hierro que lo había
matado.
Como todo lo sagrado, los juegos acabaron convirtiéndose en un asunto
de Estado ("ludi stati") y formaron parte de los espectáculos con que el
emperador entretenía al pueblo romano para que no prestase atención a
los problemas sociales y se desinteresase de la actividad política. Los
juegos se atenían a un calendario fijo: los "Ludi apollinares", consagrados
a Apolo desde el 212 a. de C., se celebraban del 6 al 12 de julio; los
"romani", en honor de Júpiter, entre el 4 y el 19 de septiembre; los
"plebeii", del 4 al 17 de noviembre.
Éstos eran los más importantes, pero hubo otros ("cerealia, megalenses,
floralia, saeculares, Dea Mater, Dea Flora", etc.). Al margen de estas
ocasiones oficiales, durante el imperio se puso de moda que particulares
ricos costearan combates de gladiadores sin otro motivo que el de
granjearse el aprecio de las masas.
El pretexto podía ser un acontecimiento familiar o simplemente sus votos
por la salud del emperador ("pro salute Principis"), en cuyas manos
quedaba, por otra parte, el monopolio de los "ludi" desde la época de Julio
César.
La pieza fundamental en el engranaje de los juegos es el empresario o
"lanista", que se ocupa de contratar gladiadores y de adquirir fieras.
Suele ser un hombre de oscuros orígenes pero enriquecido por el oficio.
Es tan despreciado socialmente como los tratantes de esclavos, aunque,
por otra parte, nadie discute que su labor es muy importante y necesaria.
Íntimamente relacionado con el empresario está el "editor" u organizador
de los juegos y los "curatores ludorum", funcionarios imperiales que los
supervisan. A partir de Marco Aurelio, el crecido impuesto gladiatorio
pasará del "editor" al "lanista", en un intento de abaratar los precios, que
han ido disparándose y amenazan acabar con el espectáculo.
Muchos días antes de la celebración de los juegos, los empleados del
"editor" redactan carteles anunciadores y los fijan en los lugares más
concurridos de la ciudad y de las poblaciones del entorno. Esta y otras
muchas peculiaridades nos resultan familiares porque recuerdan a la
fiesta de los toros. Los carteles especifican el motivo de los juegos, el
nombre del empresario, el número de parejas de gladiadores que van a
actuar, el lugar, la fecha, la hora e incluso menudencias tales como si
habrá toldo o no. Porque en los días de mucho calor el anfiteatro se
cubría con un gigantesco toldo que moderaba los ardores del sol,
comodidad hoy desconocida para los que asisten a las corridas de toros.
También suele añadirse la expresión "si el tiempo no lo impide" ("qua dies
permittat"). Veamos algunos ejemplos de carteles:
Por la salud del emperador Vespasiano César Augusto y de sus hijos y por
la consagración del altar, la compañía de gladiadores de Nigidus Mayo
combatirá en Pompeya, sin posible aplazamiento, el cuatro de julio. Habrá
lucha de fieras. Se tenderá el toldo.
Otro cartel:
Treinta parejas de atletas; cuarenta parejas de gladiadores; una cacería:
toros, toreros, jabalíes, osos, y una segunda cacería con fieras diversas.
Los aficionados acudían al anfiteatro la víspera de los juegos con objeto de
ocupar los mejores asientos.
Llevan con ellos ropa de abrigo y comida y pasan la noche y las largas
horas de espera en alegre algarabía.
Tan alegre que no dejan dormir al vecindario. En una ocasión el
temperamental Calígula hizo que la guardia pretoriana desalojase el circo
a cintarazos porque la plebe allí congregada perturbaba el sueño de sus
caballos.
Pero no todo el mundo llega al anfiteatro la noche antes. Los mejores
aficionados pueden concurrir, con permiso del "lanista", al banquete
("cena libera") que el editor ofrece a sus gladiadores la víspera del
combate. Esta cena, ocioso es decirlo, será la última para muchos. No se
trata de un regalo desinteresado: tiene la finalidad práctica de restaurar
las fuerzas de los luchadores y criarles sangre, que buena falta les hará
cuando empiecen a tajarse.
Las clases privilegiadas no tienen que hacer cola: ya tienen su asiento
reservado en el circo o el anfiteatro.
Las mejores gradas, las más próximas a la arena, están reservadas a los
senadores y a sus familias; las siguientes, a los caballeros, y las
sucesivas, a magistrados provinciales, mujeres, personas de luto y otros
grupos más o menos favorecidos. El resto, hasta la bandera, a la plebe,
que toma sus posiciones al asalto.
A una hora prudencial, cuando ya el bullicioso público que abarrota los
graderíos empieza a dar señales de impaciencia, hace su aparición en los
palcos de honor el emperador y su séquito, seguido de una cohorte de
autoridades, pretorianos y servidores. La música se acomoda en su lugar.
Notamos con sorpresa que incluso llevan un pequeño órgano de brillantes
tubos.
Va a comenzar el espectáculo. Era la antigua costumbre que en esta
ocasión el pueblo aclamara o abucheara a sus gobernantes, de acuerdo
con la favorable o contraria opinión que le mereciesen sus medidas de
gobierno. Pero en la época imperial la democrática institución está muy
decaída y los abucheos han desaparecido por completo, excepto cuando
se dirigen al "editor" sospechoso de estafar al pueblo con un programa
más bien flojo.
Van a comenzar los juegos. Se abre, a los acordes de la música, un desfile
de participantes que nos recuerda inevitablemente el paseíllo taurino.
Cuando llegan frente al palco imperial se detienen, presentan armas y
gritan a coro: "Ave Caesar, morituri te salutant!". (Ave, César, los que van
a morir te saludan). A continuación viene el sorteo público de las parejas
de gladiadores y el "editor" cumple con el expediente de examinar las
armas ("probatio armorum"), pues es el responsable de que estén bien
afiladas y aguzadas. Según van pasando el examen, los gladiadores se
distribuyen por la arena y se dedican a realizar ejercicios de
calentamiento: hacen fintas, dan carreras, se flexionan, amagan las
estocadas reglamentarias, lanzan redes, clavan los tridentes en el aire.
Cada cual procura captar la mirada de los aficionados con lo mejor de sus
habilidades gladiatorias. En esta fase algunos espectadores se lanzan a la
arena y se unen a sus campeones favoritos en el combate simulado. Es
buena ocasión para despertar admiraciones entre el auditorio femenino.
El lector se percatará de que el toreo de salón no es cosa de hoy. No
obstante, los que habrán de combatir de verdad dentro de un instante
procuran no derrochar inútilmente sus fuerzas porque saben que les
queda por delante todo un día en el que habrán de esforzarse para salvar
el pellejo, a veces a pleno sol, con la cabeza encerrada dentro del yelmo,
que se calienta como una plancha, sobre la candente arena y
desangrándose por las inevitables heridas.
Suenan trompetas, se retiran funcionarios y curiosos y quedan los
gladiadores solos en el redondel. Las parejas se distribuyen para no
estorbarse mutuamente. Se ponen en guardia. El respetable público
guarda silencio por vez primera en muchas horas. El combate ha
comenzado. Los buenos aficionados conocen las ventajas y los
inconvenientes de cada tipo de gladiador y saben las fintas y engaños de
que disponen para superar al contrario. De acuerdo con el desarrollo de la
lucha, animan a uno, imprecan al otro, insultan, aconsejan, se excitan,
jalean, se desesperan...
los más exigentes se impacientan y, a la menor sospecha de tongo,
comienzan a gritar como energúmenos: "¡Están peleando como en la
escuela!". "¡Hasta los condenados a las fieras derrochan más valor que
ellos!". "¡Pero si parecen polluelos!".
Los gladiadores profesionales han recibido en sus escuelas un código ético
muy estricto. En palabras de Cicerón: "Prefieren recibir un golpe a
esquivarlo en contra de las reglas.
Lo que les interesa en primer lugar es complacer tanto a su amo como al
espectador. Cubiertos de heridas, preguntan a su amo si está satisfecho;
si les dice que no, están dispuestos a dejarse degollar".
El público quiere sangre y la pide a voces. Séneca nos transmite los gritos
de los espectadores: "¡Mátalo, hiérelo, quémalo!". "¿Por qué va hacia el
hierro vacilante?". "¿Por qué muere de tan mala gana?".
La suerte suprema, la de morir dignamente, debe ser memorablemente
ejecutada por el gladiador vencido. El caído tiene que representar su
propia muerte de manera gallarda y heroica.
"Odiamos a los gladiadores débiles y suplicantes –escribe Cicerón–, a los
que con las manos extendidas ruegan que les permitamos vivir". Plinio,
por su parte, alaba "las bellas heridas y el desprecio de la muerte que
hacen aparecer incluso en los cuerpos de esclavos y delincuentes el amor
a la gloria y el deseo de triunfar".
Pero dejemos por un momento la compañía de tan ilustres aficionados y
prestemos atención a lo que está sucediendo en la arena. Un "secutor" ha
esquivado la red de su oponente y lo persigue. El "retiarius" da un traspié
y cae al suelo, herido. Esto o perder el arma son las dos situaciones en
que un gladiador queda a merced de su adversario. Reconociéndolo,
arroja la defensa de su mano izquierda, sea red o escudo, y levanta el
pulgar de esa mano mirando al palco presidencial. Cada espectador
consulta el caso con el de al lado. Algunos vecinos de asiento discuten
acaloradamente sobre los méritos y defectos del gladiador que pide gracia.
Hay división de opiniones. Los que piensan que ha luchado bien sacan
señuelos y los agitan al aire mientras gritan: "Missum!" (sálvalo); pero si,
como suele acontecer, están descontentos y no quieren indultar a tan flojo
luchador, muestran el puño derecho con el pulgar hacia abajo y gritan:
"Iugula!" (degüéllalo). La autoridad que preside los juegos decide sobre la
vida o la muerte del hombre teniendo en cuenta el parecer de la mayoría
de los asistentes. Claro que su decisión final es a veces muy criticada,
como suele ocurrir también en las corridas de toros. Existe un proverbio
brutal que está en la mente de todos y que daja poco espacio para la
misericordia: "Mata al vencido, sea quien sea" ("ut quis quem vicerit
occidat"), pero a pesar de ello y de las protestas de la airada afición, son
muchos los gladiadores indultados, aunque quizá sea por motivos
económicos más que humanitarios. Esto no cuenta en los combates
previamente anunciados como "sine missione". En éstos no se perdona
jamás la vida del vencido.
Cuando un gladiador muere sobre la arena, su cadáver es recogido por
unos esclavos que ocultan el rostro detrás de la máscara de Caronte, el
barquero de los muertos. A través de la puerta consagrada a Libitina, la
diosa de la muerte, conducen al difunto hasta el depósito ("spoliarium").
Mientras esto ocurre, los espectadores aclaman al vencedor, que da la
vuelta al ruedo ("discurrere") llevando una palma en la mano.
No es frecuente que la lógica tensión que precede al combate haga perder
los nervios a algún gladiador, pero, en cualquier caso, si tal cosa ocurre y
alguno da muestras de irresolución o cobardía, los funcionarios del
anfiteatro lo obligan a combatir dándole de latigazos o azuzándolo con
hierros candentes.
El gladiador vivía peligrosamente.
Era previsible que su carrera fuese corta. No obstante, algunos vivían lo
suficiente como para hacerse con un nombre y ascender de categoría.
Incluso podían recobrar la libertad y retirarse del oficio con una decorosa
fortuna. Una marca de este ascenso era el conocimiento de sus apodos en
los círculos de los aficionados.
"Destructor", "Terror", "Furor"...
éstos eran los "meliores", veteranos luchadores, robustos, ágiles y
conocedores de todos los trucos del oficio, que cobraban –o sus amos–
hasta quince mil sestercios, cuando la tarifa normal de los gladiadores
ordinarios ("gregarii") no pasaba de los dos mil.
La ley establecía que el "editor" estaba obligado a presentar igual número
de "meliores" que de "gregarii".
Si no encontraba "gregarii" suficientes tenía que cubrir los huecos con
"meliores" pero cobrándolos al precio de los más baratos. Estamos
hablando, por supuesto, de los grandes juegos estatales en los que se
movían cientos de miles de sestercios. En los del año 35 a. de C., César
hizo intervenir a trescientas parejas de gladiadores. Esto fue,
verdaderamente, un derroche. Augusto estableció, en el año 22, que el
número máximo de parejas por espectáculo sería de cien y además redujo
los juegos de primera categoría a dos anuales. No siempre se respetó este
límite. En una memorable ocasión el hispano Trajano organizó unos
juegos que duraron más de tres meses. En ellos intervinieron 4.912
parejas de gladiadores. Pero este caso es excepcional. Un número
razonable de combatientes fue el que intervino en el año 61 en Pompeya:
treinta parejas en cinco días de actuación.
Al margen de los magnos espectáculos oficiales, continuaron existiendo
los mucho más modestos juegos funerarios ofrecidos por ciudadanos
privados. Abusando del paralelo taurino, podríamos equipararlos a las
modestas capeas de los pueblos. Lanistas de poca monta suministraban
cuatro o cinco parejas de remendados gladiadores, llamados "sestertarii"
por su baratura, auténtica carne de cañón. Era raro que muriera uno de
éstos porque en el contrato se especificaba una cifra por el alquiler y otra
mucho más elevada por la muerte. El público se mofaba de sus
calculados golpes y se ensañaba con ellos insultándolos y gritándoles las
expresiones de tongo al uso, mientras los pobres diablos aguantaban el
chaparrón y procuraban herirse levemente, con profesional destreza,
sobre los callos de anteriores heridas, de manera que la pérdida de sangre
fuera lo suficientemente escandalosa como para aplacar las iras del
respetable.
Muchos mosaicos romanos nos han conservado, como en la inocencia de
un comic torpemente dibujado, escenas de combate de gladiadores. En
casi todos ellos podemos apreciar que se trata de hombres robustos, bien
alimentados, de anchas espaldas y poderosa musculatura. Algunos tienen
el potente cuello más ancho que la cabeza y una expresión perfectamente
brutal en el rostro, lo que nos trae a la memoria unas palabras del
malhumorado Séneca: "¡Qué músculos y qué hombros tienen los atletas,
pero qué vacías están sus cabezas!". Uno entiende que la vida que
arrastraban estos desgraciados no fuera la más idónea para el cultivo de
las facultades del intelecto. En cualquier caso, el origen de la mayoría de
ellos también nos puede explicar muchas cosas. Algunos eran prisioneros
de guerra; otros, esclavos alquilados por sus dueños; otros, hombres
libres condenados a trabajos forzados que aceptaban convertirse en
gladiadores con la remota esperanza de poder alcanzar algún día la
libertad.
También los había condenados a muerte por este procedimiento ("noxi ad
gladium ludi damnati"). Y, finalmente, frente a este grupo de forzados,
había otro de voluntarios ("auctorati"): aventureros, malhechores,
soldados licenciados sin oficio ni beneficio, pero también, en algún caso,
individuos pertenecientes a la clase ecuestre e incluso a la senatorial, lo
que, en los viejos tiempos, hubiese resultado escandaloso. Nadie entonces
podía imaginar que algún día, con la mudanza de los tiempos, los propios
emperadores (Calígula, Nerón, Cómodo) descenderían a la arena para
ejercitar sus armas en combates desvergonzadamente amañados. Los
hombres libres que se metían a gladiadores habían de renunciar a sus
libertades y derechos mediante solemne juramento en el que aceptaban
"dejarse azotar con varas, quemar con fuego y matar con hierro".
Los gladiadores se entrenaban, de acuerdo con un exigente programa, en
ciertos cuarteles o escuelas donde vivían en régimen de internado. Al
principio estas escuelas fueron privadas, más tarde estatales. Las más
famosas estuvieron en Capua y fueron creación de César y de Nerón
("ludus gladiatorius Iulianus" y "Neronianus", respectivamente). También
las hubo en Egipto, en Hispania y en las Galias. Los instructores
("doctores") solían ser antiguos gladiadores ya retirados, viejas glorias
trinchadas de orgullosas cicatrices que se las ingeniaban para transmitir
a sus nuevos reclutas la experiencia de toda una vida jugándose la piel en
el anfiteatro.
Otra modalidad de combate espectacular era la "naumaquia" o batalla
naval, mal definida a veces como simulacro puesto que lo único simulado
era el mar. En atención a los espectadores solía celebrarse en lagos
naturales, en estanques o en anfiteatros inundados. Los barcos que se
enfrentaban eran reales y también lo era la mortandad de los
combatientes. Augusto preparó uno de estos estanques, de casi dos
kilómetros de contorno, e hizo intervenir a más de dos mil hombres en la
lucha. Algunas veces se reproducían batallas históricas bien conocidas
por el público, como la de Salamina. El montaje de estos espectáculos
resultaba tan complejo y oneroso que después del derrochador siglo I se
abandonaron. En realidad, a la larga, todos los "ludi" seguirían la misma
suerte, fuera por motivos humanitarios o simplemente económicos.
Constantino los prohibió en 325, aunque siguieron celebrándose
esporádicamente hasta 399. Las luchas de los gladiadores no constituían
el único espectáculo sangriento del anfiteatro romano, ni siquiera el más
sangriento. Desde nuestra moderna sensibilidad resulta más chocante
aún la ejecución pública de condenados a muerte con procedimientos
teatrales. Nos referimos a los condenados "ad bestias" para satisfacer la
demanda de espectáculos sangrientos del pueblo romano. En un principio
se les ataba simplemente a postes de madera y se soltaban fieras
hambrientas para que dieran cuenta de ellos. Más adelante, se les dejaba
libres y sucintamente armados para que amagasen una defensa, con lo
que se añadía emoción al espectáculo, pero el resultado era el presumible:
vencían las fieras y se los comían. Finalmente, alguien caviló algo más
perverso e imaginativo: los condenados eran disfrazados de personajes
mitológicos o históricos que hubiesen tenido un fin desastrado y así el
culto público podía reconocer a un Orfeo que toca la lira hasta que es
descuartizado por los leones, a una Lucrecia que es violada y luego se
suicida, un Ícaro que se precipita, con sus fingidas alas de cera, desde
gran altura y va a despanzurrarse contra el suelo, a los pies de los
espectadores, o el héroe latino Mucio Escévola que se deja quemar el
brazo (el histórico lo hizo voluntariamente, sus desafortunados imitadores
del anfiteatro no tenían otra alternativa si no querían bañarse en una
caldera de pez hirviendo), o Pasífae que, en figura de vaca, es poseída por
un toro.
Otros dos tipos de espectáculo hacían las delicias del público del
anfiteatro: los enfrentamientos de hombres contra animales feroces
("bestiarii") y las peleas de animales entre ellos ("venationes"). En tiempos
de la república las "venationes" venían a ser la segunda parte del
programa después de las luchas de gladiadores, pero con el imperio
constituyeron espectáculo aparte. El Coliseo estaba especialmente
diseñado para este menester, puesto que contaba con una serie de
subterráneos pasillos, celdas, jaulas y montacargas que permitían
hospedar animales, separados según sus especies, e irlos soltando de
modo conveniente a lo largo del espectáculo. Todo el imperio contribuía
con exóticos animales: hipopótamos del Nilo, jirafas del Sur, elefantes de
Libia, tigres de Hircania, osos y jabalíes del Rin y del Danubio, cabras
salvajes de Hispania, leones de Tesalia y del Atlas. Al igual que en el
combate gladiatorio, la lucha entre fieras procuraba ser una armonización
de contrarios. Nunca se enfrentaban animales de parecida especie: los
toros luchaban contra los rinocerontes, los elefantes contra los osos, los
tigres, toros o jabalíes, contra los leones.
Algunos campeones se especializaron en la lucha contra determinadas
fieras y lograron fama y fortuna ejerciendo este peligroso menester. Un tal
Carpóforo llegó a matar veinte en un día, récord que sorprenderá al torero
más animoso. Algunos emperadores y aristócratas se esforzaron por
participar en este tipo de lucha, pero el infeliz león que Nerón asesinaba
era un "preparatus leo" al que habían limado los dientes y suprimido las
garras. El público se hacía el bobo y aplaudía a rabiar.
La posteridad ha rechazado, horrorizada, estos sangrientos espectáculos
que deleitaban al pueblo romano. "No logramos siquiera comprenderlos –
escribe un historiador moderno–. Es una mancha de oprobio que no se
borra". Sin embargo, curiosamente, los intelectuales romanos no
estuvieron en contra de los juegos, con la posible excepción de nuestro
compatriota Séneca. Y estos hombres nos muestran en sus escritos que
no eran insensibles. Ellos no pertenecían, desde luego, a la plebe
embrutecida y ciega de la superpoblada ciudad, a la que se daba pan y
circo para que se mantuviese alejada de posibles reivindicaciones sociales.
Quizá si alguno de aquellos autores romanos hubiese vivido hoy se habría
atrevido a justificar de algún modo los juegos, dándoles, podemos
presumir, una explicación psicológica. Parece que existe un impulso de
violencia que es la raíz de una tensión biológica, emotiva y espiritual. Es
lo que a veces se ha llamado, por seguir patrones culturales antiguos,
violencia dionisíaca. Por supuesto, se trata de algo inaceptable para
nuestro código cultural en el que la cólera y la agresividad son tendencias
malignas. Ese código no tiene en cuenta que la agresividad, como la
sexualidad, están, por así decirlo, programadas filogenéticamente. Algo
que los romanos y los otros pueblos antiguos instintivamente sí tuvieron
en cuenta. Por lo tanto, en lugar de intentar abortar la violencia
condenándola simplemente, se esforzaron en limitarla encauzándola por
canales positivos, es decir, ritualizándola, para que surtiera el efecto
catártico de toda representación simbólica. En el ritual religioso primitivo,
el sacrificio de la vida humana es básico: para que la vida siga debe
primero destruirse. De aquí proceden los ritos sacrificiales y la tendencia
compulsiva al derramamiento de sangre.
Se contraponen dos impulsos elementales: vida–muerte (Eros–Thanatos),
se ritualizan y se consagran a la divinidad. De este modo se liberan los
aspectos ingobernables de la naturaleza instintiva. Nosotros, por el
contrario, hemos optado por la represión del sentimiento: anulamos el
impulso destructor declarándolo malvado y nos reprimimos
psicológicamente con complejos de culpa. Aunque, como la naturaleza
humana es la misma después de los dos mil años transcurridos, nos
complacemos de modo vergonzante en contemplar la ritualizada violencia
en el cine y en los noticiarios de televisión, donde cada día asistimos a
muchas muertes, algunas de ellas reales. Incluso apreciamos las escenas
"de circo" en las películas de romanos, donde volvemos a presenciar, con
un conveniente gesto de reprobación, el degüello gladiatorio o el
descuartizamiento de la bella cristiana por las fieras.
Teatro
Y nos queda el teatro, el más frecuente, barato y culto de los "ludi",
motivo por el cual quizá fuese menos popular que los otros. Quizá sea
excesivo llamarlo espectáculo culto.
La verdad es que al pueblo romano nunca le gustó la elevada tragedia.
Los espectadores se inclinaban por el "mimo", género de comedia, a
menudo francamente desvergonzado y obsceno, que hacía las delicias del
pueblo con sus continuas alusiones sarcásticas a personajes de la vida
pública o a los sucesos de actualidad que daban que hablar en los
mentideros de una ciudad tan chismosa como Roma. Los mimos más
subidos de tono se representaban con ocasión de los "ludi florales" (hacia
el 28 de abril). Éstos llegaron a superar lo pornográfico cuando
Heliogábalo dispuso que todas las acciones se representaran con el mayor
verismo, acto sexual incluido. También había un espacio para la crueldad:
en la famosa pieza teatral "Laureolus", que contaba las hazañas de un
escurridizo bandolero que finalmente es capturado y crucificado, la última
escena terminaba con la crucifixión real de un condenado a muerte, que
en el último momento ocupaba el lugar del actor principal.
Entonces como ahora había actores ricos y actores pobres y había
estrellas que, aunque fueran torpes en su oficio, eran famosas por su
belleza.
Sus admiradores ricos las invitaban con frecuencia a banquetes y fiestas
íntimas.
Una de las emociones que la plebe buscaba en el teatro era la de la lotería
gratuita. Era costumbre obsequiar a los espectadores con pequeños
regalos: comida, bebida o billetes de tómbola que daban opción a diversos
premios no siempre deseables: un manojo de rábanos, una mosca, una
bolsa de monedas de oro... La gente bien procuraba ausentarse del teatro
antes de que la plebe la pisoteara o desgarrara sus vestidos en la rebatiña
por alcanzar las papeletas que se lanzaban al aire.
Los primeros teatros, de madera, dieron paso a los de piedra, de los que
existieron tres en Roma: el de Pompeyo, que acomodaba a treinta mil
espectadores, el de Balbo y el de Marcelo, terminado por Augusto, del que
quedan partes importantes incorporadas a una casa de vecinos. Éste
tenía capacidad para catorce mil espectadores.
Los cristianos nunca vieron con buenos ojos esta escuela de lascivia –
Tertuliano– del teatro. Fue una de tantas manifestaciones del paganismo
que perecería con la propia Roma.
Clases de gladiadores
Los gladiadores se enfrentaban casi siempre por parejas. Para añadir
emoción al encuentro, cada luchador iba armado de forma diferente y en
cierto modo complementaba a su contrario.
Según el tipo de armamento se imponía una técnica de lucha distinta, lo
que tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Había que aprovechar los
puntos débiles del oponente sin descuidar por ello la propia defensa.
Por el armamento utilizado podemos distinguir los siguientes tipos de
gladiadores: Sammita ("sammis"). Es el tipo más antiguo. En su origen
todos los gladiadores eran sammitas. Sus defensas son: yelmo cerrado y
rodeado de grandes viseras, escudo, manga acolchada que le protege el
brazo derecho y greba de bronce sobre la pierna izquierda. Va armado con
una espada corta.
Retiario ("retiarius"). Viste túnica corta y cinturón de cuero. Se protege el
brazo derecho con una manga acolchada que a la altura del hombro tiene
una placa de metal curvada hacia afuera que le guarda la cabeza y el
cuello. Va armado de red y tridente.
El sammita y el retiario suelen formar pareja. El retiario combate mejor a
unos tres pasos de distancia, fuera del alcance de la corta espada de su
oponente, al que, sin embargo, puede herir con el largo tridente o envolver
con su red. Uno de sus golpes maestros consiste precisamente en
imprimir un movimiento circular a la red plegada para que golpee al
sammita en las corvas, al tiempo que le amenaza el pecho o el cuello con
el tridente. Si el sammita pierde el equilibrio y cae de espaldas, puede
darse por perdido. La mejor defensa del sammita es el ataque. Debe
acortar distancias y acercarse hasta un paso del retiario, con lo que le
entorpece el manejo tanto de la red como del tridente al tiempo que lo
pone al alcance óptimo de su corta espada.
Como el sammita enfrentado al retiario siempre busca acortar las
distancias del duelo, da la impresión de perseguir al otro que, por su
parte, procura apartarse en seguida buscando los tres pasos idóneos que
requiere su armamento. En la secuencia de golpes y contragolpes, el juego
gladiatorio se convierte en una persecución. Por este motivo el sammita
acabó denominándose "secutor", "perseguidor", en tiempos de Calígula o
quizá antes.
Oplomachus. En realidad es otra evolución del sammita aunque más
pesadamente armado: casco con visera, escudo, coraza, grebas y tiras de
cuero en las articulaciones. Suele enfrentarse al tracio.
Tracio ("trax"). Pequeño escudo circular y grebas. Armado con un malvado
sable curvo.
Myrmillon. Casco decorado con un simbólico pez ("mormyllos"), que le da
nombre, alusivo a la red del retiario con el que se enfrenta. Porta escudo
rectangular y espada.
Provocator. Escudo redondo y lanza.
Menos frecuentes fueron los "equites" que luchaban a caballo, como
torneando, el "essedarus", que combate sobre carro de guerra, y los
"andabates", que lo hacen a ciegas, encerrada la cabeza en un casco sin
orificios.
Éstos llevan el cuerpo protegido por una cota de malla. Otra variedad no
menos cruel es la del combate de "meridiani", es decir, de gladiadores
totalmente desprovistos de armas defensivas. Séneca comenta con
disgusto: "Nunca se mueve la espada sin herir al contrario".
Existieron otras variaciones pintorescas que, sin duda, indignarían a los
aficionados serios: lucha de pigmeos contra mujeres (desde, al menos, el
año 88, si bien en el 200 se prohibió que las mujeres lucharan).
23. Correos
Hemos pasado en Roma unos días bastante agradables. Ahora nos
disponemos a regresar a Hispania. Nuestro amigo Marco Cornelio nos ha
rogado que en el viaje de vuelta llevemos algunas cartas para su hijo Cayo
y para otros conocidos suyos destinado en aquella provincia. Marco gusta
de escribir sus propias cartas con elegante y picuda caligrafía. Utiliza una
pluma de bronce, lo que no es muy común, pues casi todas las que hemos
visto en Roma son de caña afilada ("calamus"), que de vez en cuando se
aguza con una navajita ("scalprum"), aunque también las hay de ave
("penna") y, si se escribe sobre cera, punzones ("stilus") provistos de un
pomo, en el extremo no afilado, que sirve para borrar.
El artístico tintero donde Marco moja la pluma contiene un líquido
pardusco compuesto de hollín, negro de sepia y heces de vino, todo ello
ligado en goma muy diluida. Es una tinta bastante deficiente que puede
borrarse con una pasada de esponja (lo que a veces se hace para reutilizar
el papiro). También puede borrarse con la lengua, claro. Calígula obligaba
a los malos poetas a borrar sus composiciones de este modo, lo que no
deja de ser un eficaz ejercicio de crítica literaria. Los enamorados y los
espías utilizan a veces otro tipo de tinta que es invisible: la leche, que
después de secarse no dejaba rastros sobre el papiro, pero podía leerse
espolvoreándolo con carbón.
Antes de nuestra partida, otros amigos nos visitan y nos entregan cartas
para Hispania. No es que no funcione el servicio de correos, lo que sucede
es que los particulares prefieren no usarlo. El servicio de correos oficial
("cursus publicus" o "cursus vetricularis") utiliza una "res veredaria"
unida por caballos de posta ("stationarii") y posadas oficiales. Existe un
director general ("praefectus vetriculorum") a cuyas órdenes están los jefes
de distrito ("manceps"). También existen los correos privados al servicio de
empresas y grandes señores. Si el destinatario vive en la ciudad o sus
cercanías se utiliza un recadero ("tabellarii"); para los que viven más lejos
están los "cursores".
Algunos eruditos germanos han criticado un aspecto de los correos
imperiales: las calles y plazas de Roma no tenían nombre y las casas no
estaban numeradas. Piensan que debió de ser tremendamente complicado
encontrar al destinatario de una carta en una ciudad de más de un millón
de habitantes. Quizá olvidan que sus habitantes eran latinos y que casi
todos vivían en la calle, donde todo el mundo se conocía en cada barrio.
Por lo tanto sería fácil dar con el destinatario de una carta en cuyo
envoltorio pusiera: "A Fulano, que vive en el sitio del Foro donde empieza
la cuesta del Palatino", o "Mengano, cuya tienda está delante del Foro de
César"; o "Zutano, que habita cerca del templo de Baco". En las
respectivas vecindades, todo el mundo los conocería.
Nadie se pierde en Roma. Dar con una dirección es tan fácil o tan
complicado como en cualquier gran ciudad actual. Comprobémoslo en un
texto de Terencio: —¿Recuerdas el pórtico allí abajo, cerca del mercado?
—Por supuesto.
—Pasa por allí, cruza la plaza y sigue hacia arriba. Cuando llegues a lo
alto verás una calleja que baja, síguela sin detenerte y al final hay, a un
lado, un pequeño santuario y enfrente un callejón.
—¿Dónde?
—Donde está la gran higuera silvestre... ¿Sabes cuál es la casa del rico
Cratino?
—Sí.
—Pasas por delante de ella y tuerces a la izquierda, cruzas la plaza y al
lado del santuario de Diana tomas a la derecha. Antes de llegar a la
puerta hay una fuente y delante una carpintería. Allí es.
24. La caída del imperio romano
¡Oh, Roma! ¿Por qué culpa han merecido grandes principios estos fines
feos?
Intentaremos dar cumplida respuesta a esta retórica indagación de
Quevedo, otro español que amó mucho a Roma y a lo romano.
Montesquieu y otros románticos pusieron en circulación una teoría: Roma
se engrandeció gracias al carácter austero, valeroso y emprendedor de sus
primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las
conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la
dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos
y cobardes, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y ruina del imperio.
Montesquieu evitó mencionar el fin del paganismo y la expansión del
cristianismo como otra posible causa de la decadencia. Gibbon lo insinúa
en su magna obra "Historia de la decadencia y ruina del imperio romano",
ese espléndido retrato de la disolución de Roma cuando la ciudad se ve
atacada por el cáncer de la barbarie y del fanatismo religioso. Voltaire
formula la misma idea con brutal claridad: "El cristianismo abrió el cielo,
pero arruinó el imperio". Luego han venido otros (Frobenius, Spengler)
que consideran la decadencia de los imperios como un hecho biológico
inexorable.
Los propios romanos tuvieron clara conciencia de su propia decadencia.
Algunos cristianos, influidos por los textos de Daniel y el "Apocalipsis",
incluso la saludaron alborozadamente confundiéndola con el profetizado
fin de los tiempos que daría paso al reino de Dios sobre la tierra. En otros
autores antiguos se descubre, sin embargo, una resignada melancolía: "El
mundo –escribe Cipriano– ha entrado ya en su senectud, pues la
decadencia de las cosas prueba que se aproxima a su ocaso".
Es posible que las causas económicas pesaran más que las otras: la
agricultura decae y se empobrece, escasea la mano de obra, se deterioran
las carreteras, faltas de reparos, la congénita inflación dispara los precios
y devalúa constantemente la moneda, lo que causa la ruina de la clase
media sobre la que se apoyaba el sistema tributario. Y las arcas públicas
están más necesitadas que nunca de ese dinero que no les llega. Durante
los siglos Iv y V Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los
bárbaros que presionaban sus fronteras del Danubio y del Rin y con los
partos de Oriente. Mantener un ejército que contuviese a estos pueblos
suponía un gran esfuerzo económico. En la época dorada del imperio la
maquinaria estatal funcionaba gracias al botín de las nuevas conquistas.
Pero, desde que Roma deja de conquistar nuevos territorios y sus
fronteras se estabilizan, el erario público sólo puede contar con el dinero
de los impuestos arrancados a la cada vez más oprimida clase media. Los
ingresos disminuyen, los gastos aumentan. Para colmo de males, la
administración imperial resulta demasiado compleja para los limitados
medios de la época: se va haciendo evidente que Roma no puede
administrarlo todo. A partir del siglo Iii, la autoridad central se disgrega
en anarquía militar. En el espacio de medio siglo asistimos a una
sucesión de treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales son
asesinados en golpes de Estado. Roma queda a merced de los militares,
de los pretorianos establecidos en la capital o de los jefes de los ejércitos
que guardan las fronteras. Muchos de ellos ni siquiera son romanos, sino
bárbaros contratados por Roma. Primero se reparten el poder en
tetrarquías (desde Diocleciano), después lo descentralizan dividiéndolo en
capitales administrativas provinciales, lo que, andando el tiempo, permite
que se vayan desgajando provincias enteras sobre las que reinarán, con
casi completa autonomía, caudillos vándalos, visigodos, francos u
ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.
Desde 364 el imperio se divide en dos grandes bloques: Oriente y
Occidente. Todavía sobrevive la idea imperial asociada a Roma, como un
símbolo, hasta que, en 476, Odoacro desprecia el título de emperador y
envía las insignias imperiales a Zenón, el soberano de Oriente. El título y
la sombra del imperio se mantendrán en Constantinopla (la Nueva Roma)
por espacio de otro milenio, hasta su conquista por los turcos.
Esto en cuanto al imperio, pero ¿qué fue de Roma como ciudad? Las
ilustraciones de los textos de nuestro bachillerato, inspiradas en la
aparatosa e imaginativa pintura histórica del siglo pasado, nos han
familiarizado con la idea del repentino pillaje, incendio y destrucción de
Roma por los bárbaros invasores. En realidad, el acabamiento material de
la ciudad de los césares fue fruto de un proceso mucho más lento y
doloroso. Por una parte, el cristianismo triunfante despreciaba la
arquitectura civil (termas, circos, teatros, foros, etc.) y centraba sus
esfuerzos en la religiosa, es decir, en la construcción de iglesias; por otra
parte, la general decadencia económica no permitía ya emprender grandes
obras pero sí saquear los materiales de las antiguas que iban
arruinándose por falta de reparos. La ciudad comienza a alimentarse,
monstruosamente, de su propio cuerpo. Los grandes edificios públicos
que elevó el paganismo quedan obsoletos y se deterioran rápidamente.
Después los van despojando de estatuas, bronces, mármoles, tejas,
techumbres, vigas y todo tipo de recubrimientos en materiales
aprovechables que se revenden en diversos mercados o se transportan a
Constantinopla, la Nueva Roma.
La ciudad se va despoblando y sus cada vez más escasos habitantes
abandonan las gloriosas siete colinas y se concentran en el llano,
particularmente en el Campo de Marte y al otro lado del río, en el
Transtíber, donde, en época medieval, se levantará la ciudad del Vaticano.
Muy pronto el sagrado Capitolio será "campo de soledad", "mustio collado"
y quedará relegado a pasto para cabras (Monte Caprino), y el antaño
bullicioso y concurrido Foro, verdadero corazón del imperio, se llenará de
yerbajos y será pasto de vacas (Campo Vaccino).
Los saqueados monumentos y palacios de la ciudad se arruinan
rápidamente.
Todo el venerable mármol que enorgullecía a Augusto, columnas, frisos,
estatuas y solerías, va a alimentar los hornos de cal que surten a las
sórdidas construcciones de la ciudad medieval. De toda esa disipada
belleza apenas se salva una docena de edificios a los que la ignorancia de
los nuevos amos indulta porque pueden reconvertirse en iglesias
cristianas, en fortalezas o en pedestales para imágenes de santos. Nos
referimos al Panteón, que se consagra a Nuestra Señora; a la biblioteca
del templo de Augusto, que pasa a ser Santa María la Antigua; al
Templum Sacrae Orbis, que es la iglesia de los Santos Cosme y Damián; a
la Curia Iulia, hoy iglesia de San Adriano; al teatro de Pompeyo y termas
de Constantino, que después de albergar tanta amable vida se ven
brutalmente alistados y convertidos en hoscas fortalezas. La misma triste
suerte corre el mausoleo de Adriano, actual castillo de Sant.Angelo. Y la
columna Trajana, que un día sostuvo el águila de Roma y hoy sirve de
pedestal a una imagen de San Pedro.
Después de la oscura Edad Media, el Renacimiento, a pesar de su
veneración por lo clásico, resultará aún más pernicioso para el legado de
la antigua Roma. Un proverbio dice: "Lo que los bárbaros dejaron, los
Berberini lo deshicieron".
25. Retorno a Roma
Han transcurrido dos mil años desde nuestra última visita. Hoy, con un
punto de melancolía en el alma, nos atrevemos a regresar a Roma.
Hubiésemos querido repetir el rito de aquellos peregrinos del Persiles
cervantino que "en llegando a la vista de la ciudad, desde un alto
montecillo la descubrieron, e hincados de rodillas, como a cosa sacra, la
adoraron", pero el veloz y ultramoderno autobús que nos trae desde el
aeropuerto no nos parece marco adecuado para estas expansiones del
espíritu.
Muchas ciudades han crecido sobre aquella roma imperial que veníamos
buscando: la Roma medieval, la renacentista, la Roma barroca de la
contrarreforma, la Roma del "Risorgimento" y la trepidante Roma actual,
panelada de cemento, acero y cristal ahumado. Cada una de ellas resulta
interesante por sí misma, pero nosotros, en una especie de postrera
fidelidad a las dispersas sombras de Marco Cornelio y de los otros
antiguos amigos que aquí dejamos, nos hemos impuesto la rigurosa
disciplina de limitar nuestras indagaciones a los pobres y descarnados
vestigios de aquella Roma que visitamos en su añorada y grata compañía
tantos siglos hace.
Como queríamos empezar por el principio, nos dirigimos a la sombra del
Palatino para cumplir con el rito de saludar a la fascinante loba
capitolina, hoy albergada en el Palazzo dei Conservatori, en Campidoglio.
Después nos encaminamos al inmediato Foro Antiguo, que es hoy un
montón de desordenadas ruinas surcadas de turísticas veredas. A
distintos niveles se acumulan restos de edificios cuya construcción abarcó
más de un milenio de gloriosa historia. Este torturado corazón de Roma
comenzó a excavarse a principios del siglo Xix, aunque el mayor impulso
lo recibió en 1933, cuando Mussolini ordenó la demolición de todo un
apretado barrio romano para trazar, sobre los soterrados vestigios de la
grandeza imperial, una grandilocuente avenida (Via dei Fori Imperiali) que
enmarcase dignamente los fastos del nuevo imperio.
Así salió de nuevo a la luz lo que quedaba de los foros de César, Augusto,
Trajano y Nerva.
Arrastrados por un espeso caudal de imperturbables turistas japoneses,
pisamos otra vez las losas de la Vía Sacra, donde tantas jornadas de
gloria vivieron los generales que regresaban victoriosos de las fronteras.
Penetramos en la Curia, austera sede del Senado de la antigua Roma. El
edificio es reconstrucción de los tiempos de Diocleciano. Hoy aloja una
meritoria colección de bajorrelieves que ilustran episodios de la vida de
Trajano. Delante de la curia está el Rostrum, ya despojado de sus
reliquias navales, aquella tribuna a la que el pueblo acudía para
deleitarse con la elocuencia de famosos oradores; y el arco de Septimio
Severo (año 203), enmarcado por los exiguos restos del templo de Saturno
(siglo Iv) y los carcomidos cimientos de la basílica Iulia, del tiempo de
Augusto, donde en otro tiempo asistimos a las deliberaciones de los
tribunales.
Junto a estos herbosos muros, rubios bárbaros del norte se hacen fotos, e
ignoran que están posando ante las tres columnas más bellas de Roma,
las únicas que han quedado del templo de Cástor y Pólux. Aquí está,
también, la rotonda del templo de Vesta. Ya se apagó el recuerdo de la
llama sagrada.
Enfrente, al otro lado de la Vía Sacra, el templo de Antonino y Faustina se
ha convertido en iglesia de San Lorenzo. Un poco más adelante alza sus
volúmenes espectrales la basílica de Majencio, de tiempos de Constantino.
Cerca de ella está el Arco de Tito (año 81), donde morosamente
admiramos los relieves que representan a los legionarios romanos que
arramblan con el saqueado tesoro del Templo de Jerusalén. Desde este
punto iniciamos la ascensión al monte Palatino, dejando a nuestra
derecha los espléndidos jardines Farnesio, cuyas raíces exploran las
ruinas del palacio de Tiberio. Sobre el Palatino visitamos la Domus Flavia,
que fue salón del trono y palacio oficial de los emperadores, y la paredaña
Domus Augustana, correspondiente al palacio privado, y, un poco más
allá, la humilde casa de Livia, donde habitó el gran Augusto.
Si nos asomamos a los miradores que dan a la Vía dei Cerchi, podremos,
entrecerrando los ojos, transmutar el ruido del tránsito que por ella
discurre en las aclamaciones de la plebe que abarrota el circo Máximo.
Nada queda del magno edificio que albergaba a más de doscientos
cincuenta mil espectadores: sólo un ajardinado solar que un perro
solitario cruza a todo correr huyendo acaso de su propia sombra.
Poco más hay que ver aquí, porque el estadio se quedó en sus cimientos y
solares, así que tomamos de nuevo el Clivus Palatinus y regresamos a los
foros. A la altura del Arco de Tito nos desviamos hacia la derecha, camino
del anfiteatro Flavio, hoy más conocido por Coliseo. El Coliseo es el
monumento más impresionante de la ciudad, devastadas ruinas cuya
contemplación aún nos sugiere la intemporal grandeza del legado romano.
Los vociferantes graderíos han desaparecido, así como la sangrienta elipse
de arena del redondel, pero tales menguas nos permiten apreciar, como si
se tratara de una gigantesca maqueta desmontable, curiosos detalles de
la construcción del edificio, así como el complicado sistema de galerías,
celdas y conductos subterráneos que alojaban a los gladiadores y a las
fieras.
No lejos se halla el Arco de Constantino, conmemoración de su victoria
sobre Majencio en el año 315. Lo adornan relieves de mérito, algunos de
los cuales fueron expoliados de monumentos más antiguos. Ya Roma
comenzaba a devorarse a sí misma y en su declive se adornaba con los
insuperables despojos de su añorada juventud.
Como estamos un poquito hartos de la bulla internacional que hoy se
abate sobre estos lugares, abandonamos el turístico rebaño en busca de
un espacio propicio para la soledad y la meditación. Dando un paseo
atravesamos el soleado parque Celio para dirigirnos, por la puerta
Capena, a las termas de Caracalla (año 212). Son sólo unas
impresionantes ruinas que ocupan más de once hectáreas, entre prados y
floridos parterres. Asistir en este marco incomparable a la representación
de "Aida" puede ser una experiencia inolvidable. Sólo en verano.
Recuperadas las fuerzas, nos anudamos de nuevo al trajín de los turistas
que hormiguean por los foros imperiales, aquel ensanche del Foro Antiguo
que ocupó el resto del valle hasta las faldas del Quirinal y del Viminal.
Los foros de Nerva y Vespasiano han desaparecido y del de César quedan
apenas unas pocas columnas del templo de Venus Genitrix que
conmemoró la victoria de Farsalia.
En el foro de Augusto, casi enteramente ocupado por la medieval Casa de
los Caballeros de Rodas, los restos del templo de Marte Vengador evocan
todavía el sagrado recinto donde se adoraba, como una reliquia, la ilustre
espada de César. ¿En qué aire pretérito se prenderán ahora sus
broncíneas puertas que permanecían abiertas cuando Roma estaba en
guerra con sus enemigos, que es tanto como decir siempre?
El foro de Trajano, que por falta de espacio hubieron de excavar entre el
Quirinal y el Capitolio, fue la más monumental de las ágoras romanas y,
como puso más, perdió más: casi todo ha desaparecido pero aún nos
impresionan las estructuras de los llamados mercados, el conjunto de
escalonados edificios que ayudaba a resolver estéticamente el desnivel de
las excavaciones. Lo que más llama nuestra atención es la columna
Trajana, que ha llegado a nosotros, milagrosamente, casi intacta. Se trata
de una monumental columna dórica de 42 metros de altura, cuyo fuste,
de 2,50 metros de diámetro, representa una banda en espiral adornada
con bajorrelieves. En ellos asistimos a la narración casi cinematográfica
de los 124 episodios de la campaña de Trajano contra los dacios. Este
magno monumento fue construido por Apolodoro entre 106 y 113. El
macizo pedestal inferior albergaba las cenizas de Trajano y sobre el capitel
del remate se elevaba a los cielos de Roma un águila de bronce. A la
muerte del emperador sustituyeron el totémico animal por una estatua
del mismo Trajano, pero ésta fue desbancada, en 1588, por la imagen de
San Pedro que hoy vemos.
El resto de la Roma imperial se encuentra más dispersa por la ciudad
moderna. Enderezamos nuestros pasos hacia el norte para visitar el
Panteón. Éste es, sin duda, el monumento imperial mejor conservado.
Data de la época de Adriano. Cuando lo edificaron estaba consagrado
democráticamente a todos los dioses, pero desde 609 su titularidad ha
cambiado y se ha restringido notablemente. Tiene una impresionante
rotonda artesonada y dotada de una apertura central más atrevida y
vistosa incluso que la cúpula de San Pedro en el Vaticano.
No lejos del Panteón visitamos el altar monumental conocido como Ara
Pacis, construido, en conmemoración de la paz y el imperio, en el año 9 a.
de C. Sus prodigiosos relieves retratan la apretada procesión de Augusto,
su familia y los colegios sacerdotales.
Desde aquí, cruzando el Tíber por el venerable puente Aelio, accedemos al
panteón familiar de Adriano. Una formidable construcción circular que
perdió su sentido funerario para convertirse en edificio de usos múltiples.
En el siglo Vi el papa Gregorio el Grande consagró una iglesia en su cima
y a principios del Xvi el papa Alejandro Vi, de origen español como
Adriano, transformó el conjunto en fortaleza del Santo Ángel. Hoy es una
apretada síntesis de las Romas imperial y pontificia. Conviene que
ascendamos a su privilegiada terraza para que nuestra vista se pierda
sobre tejados y arboledas. No es vano buscar aquella Roma que
conocimos en la trepidante Roma que hoy contemplamos.
Y ya que nos encontramos tan cerca del Vaticano –¿qué fue de aquellas
arboledas y quintas de recreo que cubrían estos solitarios parajes en
nuestra anterior visita?–, bueno será que visitemos sus museos, que,
junto con los Capitolinos, se reparten lo mejor que Roma tiene de Roma.
Lo que no está en los museos se encuentra disimulado en sorprendentes
"collages" y palimsestos. El teatro de Marcelo es casa de vecinos, el
estadio de Domiciano es la plaza Navona, la exedra de las gigantescas
termas de Diocleciano es la actual plaza de la República, el obelisco
egipcio que adornaba el templo de Isis cumple ahora su función en la
plaza de Minerva; su compañero, el implantado en la "spina" del circo de
Calígula y Nerón, es el que hoy se yergue en el centro de la plaza de San
Pedro, en el Vaticano. Si subimos al Quirinal, para ver la fuente de
Montecavallo, antigua Acqua Felice, veremos un mosaico de bellezas de la
más variada procedencia. En un principio, el lugar estaba adornado con
dos Dioscuros que contemplaban el trajín de las termas de Constantino,
pero en el siglo Xvi el papa Sixto V los hizo girar para exorno de la fuente.
Sus sucesores, los Píos Vi y Vii, la recargaron con otros despojos, entre
ellos el obelisco egipcio que anteriormente había adornado el mausoleo de
Augusto... Sí, en esta ciudad hasta las piedras son peregrinas.
26. El legado de Roma
La historiografía materialista ha criticado la obra de Roma. Nos presenta
el mundo antiguo como una inmensa vaca cuya leche fluía generosamente
sobre las insaciables fauces de la explotadora ciudad. Aquella república
de frugales campesinos había degenerado en la opulenta ciudad de los
vicios, donde una legión de nuevos ricos y otra de nuevos pobres vivían de
las rentas y de la "annona", es decir, de los recursos de las oprimidas
provincias del imperio. Y, en la base de todo, una economía que sustenta
sus cimientos en la explotación de mano de obra esclava y en la
expansión imperialista tras los metales preciosos, las materias primas y
las nuevas tierras que el Estado necesita.
El caso es que estas acusaciones son básicamente ciertas, pero su
certidumbre no invalida el hecho de que, en términos generales, el
balance civilizador de Roma resulte muy favorable. Roma somos nosotros:
los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes
históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los
europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la
interacción de dos vigorosas corrientes que hace dos mil años se
fundieron en el crisol de Roma: la cultura griega y el pensamiento
religioso judío, origen, respectivamente, de la expansión universal de la
civilización helénica y de la religión cristiana. Una peculiar aleación que
quizá fuese prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.
Roma nos legó su forma de vida y sus instituciones, impuso a los pueblos
sometidos hermandad dentro del marco institucional jurídico y
administrativo del "cives romani" y nos legó el patrimonio precioso de su
ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan
las coordenadas históricas de los europeos en este difícil camino que nos
conduce a la integración supranacional, es decir, a ser otra vez,
básicamente, Roma. "Vale".
Apéndice
Los monumentos romanos de España
Los restos romanos en España datan en su mayoría de la época imperial y
son lógicamente más abundantes en las zonas más intensamente
romanizadas: todo el litoral mediterráneo y Extremadura.
En el siglo Iii había 34 calzadas: una tupida red en la que destacaban la
Vía Augusta, que costeaba el levante hasta Cádiz, y la Vía de la Plata, que
unía Cádiz con Galicia.
A lo largo de estas calzadas encontramos puentes famosos como los de
Alconetar, Salamanca, Alcántara, Mérida y Córdoba.
Las ciudades de nueva fundación obedecían al trazado típico romano:
perímetro rectangular y dos vías principales perpendiculares a partir de
las que parten las secundarias, quedando la distribución en damero para
las manzanas de casas. Este primitivo trazado se adivina en Mérida,
Numancia, Lugo, Barcelona y León. En algunos recintos quedan restos de
murallas romanas: Barcelona, Tarragona, Mérida, Lugo, Zaragoza y
Astorga; o de acueductos: Segovia, las Ferreras (Tarragona) y Mérida.
Los arcos de triunfo nunca fueron tan espectaculares como los de Roma.
Aquí se encuentran en vías, puentes o lindes territoriales. Destacan los de
Alcántara, Cabanes (Castellón), Bará, Medinaceli (Soria) y Cápera
(Cáceres).
Los edificios ubicados en el interior de las ciudades han soportado peor el
paso del tiempo, puesto que han sido reiteradamente expoliados como
canteras de materiales de construcción. No obstante conservamos
importantes vestigios de teatros (Mérida, Sagunto, Itálica, Málaga);
anfiteatros (Tarragona, Itálica, Mérida, Carmona); templos (Vich, Córdoba,
Baelo en Bolonia –Cádiz–, Mérida, Évora, Barcelona y el templete del
puente de Alcántara); termas (Itálica, Alange de Badajoz); circos (Mérida,
Toledo, Tarragona y Sagunto); necrópolis (Carmona, Mérida);
monumentos funerarios (Torre de los Escipiones en Tarragona, mausoleo
de los Atilios en Sádaba de Zaragoza, dístilo de Zalamea en Badajoz,
mausoleo de Fabara en Zaragoza y el de Centcelles en Tarragona). Los
restos de escultura, mosaico y utillaje se encuentran principalmente en
los museos de Mérida, Tarragona, Madrid, Sevilla, Barcelona, Zaragoza,
Jaén y Córdoba.
Fin
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