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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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miércoles, 17 de febrero de 2010

ZOTHIQUE -- XEETHRA

XEETHRA

"Múltiples y sutiles son las redes del Demonio que sigue a sus elegidos desde el nacimiento hasta la muerte y desde la muerte al nacimiento, a través de muchas vidas."

Los testamentos de Carnamaros.

Durante largo tiempo el devastador verano había apacentado sus soles, semejantes a fieros sementales rojos, sobre las sombrías colinas que se agazapaban entre las montañas Mykrasias, en el salvaje extremo occidental de Cincor. Los torrentes, alimentados por las cumbres, se habían convertido en tenues hilillos o en hundidas charcas, muy separadas unas de otras; los bloques de granito estaban apizarrados a causa del calor; el suelo desnudo se había agrietado y resquebrajado, y las hierbas, bajas y mezquinas, se habían chamuscado casi hasta las raíces.

Así fue como sucedió que Xeethra, el muchacho que cuidaba las negras y abigarradas cabras de su tío Pornos, se viese obligado a seguirlas cada día más lejos por crestas y colinas. Una tarde, al final del verano, llegó a un profundo y escabroso valle que no había visitado nunca. Allí un frío y sombreado lago estaba alimentado por manantiales ocultos a la vista, y las pendientes, en saledizo sobre el lago, se hallaban recubiertas por un manto de hierba y arbustos que no había perdido por completo el verdor de la primavera. Sorprendido y encantado, el joven cabrero siguió a su saltarín rebaño al interior de aquel resguardado paraíso. No había muchas probabilidades de que las cabras de Porno se alejasen demasiado de unos pastos tan buenos; de forma que Xeethra no se molestó en vigilarlas. Extasiado por lo que le rodeaba, comenzó a explorar el valle, después de aplacar su sed con las claras aguas que centelleaban como un vino dorado.

El lugar le parecía un verdadero jardín del placer. Olvidando la distancia que ya había recorrido y la ira de Pornos si el rebaño no regresase a tiempo para ordeñarlo, se adentró profundamente por los tortuosos desfiladeros que protegían el valle. A cada lado las rocas se hacían más sombrías y salvajes, el valle se estrechaba y, pronto, encontró el final: una escarpada pared que impedía continuar adelante.

Sintiendo una vaga desilusión, estaba a punto de dar media vuelta y desandar sus vagabundeos. Entonces, en la base de la enhiesta pared, percibió el misterioso bostezo de una caverna. Daba la impresión de que la roca tenía que haberse abierto poco tiempo antes de su llegada, pues los bordes de la hendidura se marcaban nítidamente y las grietas formadas en la superficie a su alrededor estaban libres del musgo, que crecía en abundancia por todas partes. Sobre el borde de la caverna crecía un árbol enano con las raíces, que habían sido rotas recientemente, colgando en el aire, y la resistente raíz principal en una roca a los pies de Xeethra, el lugar donde, era claro, se había erguido anteriormente el árbol.

Maravilloso y curioso, el muchacho escudriñó la incitante penumbra de la caverna e, inexplicablemente, un suave y embalsamado aire comenzó a soplar desde su interior. En el aire había olores extraños que sugerían la acrimonia del incienso de los templos, la languidez y molicie de los capullos de opio. Estos olores turbaban los sentidos de Xeethra y, al mismo tiempo, le seducían con la promesa de cosas maravillosas e intangibles. Vacilante, intentó recordar algunas leyendas que le había contado Pornos; leyendas que se referían a cavernas escondidas, como aquella con la que él se había encontrado. Pero parecía que aquellas historias hubiesen desaparecido ahora de su mente, dejando únicamente una sensación incierta de cosas peligrosas, prohibidas y mágicas. Pensó que la

caverna era la entrada de algún mundo desconocido..., y la entrada se había abierto expresamente para permitirle el paso. Como era por naturaleza atrevido y soñador, no fue detenido por los temores que, en su lugar, otros hubieran sentido. Dominado por una gran curiosidad, entró prontamente en la cueva, utilizando como antorcha una rama seca y resinosa que se había desprendido del árbol sobre el acantilado.

Detrás de la boca fue engullido por un pasadizo toscamente abovedado que se deslizaba hacia abajo como la garganta de algún monstruo dragón. La llama de la antorcha voló hacia atrás, despidiendo humo y llamaradas en el tibio aire aromático que venía de profundidades desconocidas y se hacía cada vez más fuerte. La caverna se inclinaba peligrosamente; pero Xeethra continuó con su exploración, descendiendo por los ángulos y salientes de piedra que hacían las veces de escalones.

Como un durmiente en un sueño, estaba por completo absorto en el misterio con el que se había encontrado, y en ningún momento recordó su abandonado deber. Perdió toda noción del tiempo, que consumía en el descenso. Entonces, repentinamente, la antorcha fue extinguida por una bocanada caliente que sopló sobre él como el aliento expelido por un demonio travieso.

Se tambaleó en la oscuridad, asaltado por un negro temor, y trató de asegurar su posición sobre la peligrosa pendiente. Pero antes de que pudiera volver a encender la antorcha extinguida, vio que la noche que le rodeaba no era completa, sino que estaba mitigada por un resplandor dorado y pálido proveniente de las profundidades. Olvidándose de su alarma y de nuevo maravillado, descendió hacia la misteriosa luz.

Al final de la larga pendiente, Xeethra pasó por un orificio bajo y emergió al resplandor de la luz del sol. Aturdido y confuso, pensó durante un momento que sus vagabundeos subterráneos le habían llevado otra vez al exterior en algún país insospechado que se extendía entre las colinas Mykrasias. Sin embargo, era seguro que la región ante sus ojos no formaba parte de Cincor, agostado por el verano, porque no se veían ni colinas, ni montañas, ni el cielo color zafiro oscuro desde donde el envejecido, pero despótico sol, brillaba con implacable sequía sobre los reinos de Zothique.

Estaba en el umbral de una fértil llanura que se extendía ilimitadamente en la dorada distancia bajo el inconmensurable arco de una bóveda amarillenta. Muy a lo lejos, entre el neblinoso resplandor, se percibía una vaga prominencia de masas indentificables que hubiesen podido ser torres, cúpulas y murallas. A sus pies se extendía una pradera llana cubierta por un césped espeso y enroscado que tenía el verdor del cardenillo; este césped estaba salpicado, a intervalos, por extraños capullos que parecían girar y moverse como ojos vivientes. Muy cerca, detrás de la pradera, había un bosquecillo ordenadamente dispuesto de árboles altos y de amplia copa, entre cuyo abundante follaje pudo discernir el fulgor de innumerables frutos de color rojo oscuro. Aparentemente, por lo menos, no había señales de vida humana en la llanura, como tampoco ningún pájaro volaba el ardiente aire ni se posaba sobre las cargadas ramas. No se oía más sonido que el suspiro de las hojas: un sonido parecido al silbido de multitud de pequeñas serpientes ocultas.

Para el muchacho, que venía de la requemada región de las colinas, este paraje era un Edén de delicias desconocidas. Pero, durante un rato, la rareza de todo aquello lo detuvo, así como la sensación de vitalidad extraña y sobrenatural que emanaba de todo el paisaje. Copos de fuego parecían descender y derretirse en el ondulante aire, las hierbas se enroscaban como si fuesen gusanos, los ojos de las flores le sostenían fijamente la mirada, los árboles palpitaban como si por su interior fluyese un licor sanguíneo en lugar de savia, y las bajas notas de unos silbidos entre el follaje, que hacían pensar en las víboras, se hicieron más altas y más agudas.

Sin embargo, lo único que detenía a Xeethra era el presentimiento de que una región tan hermosa y fértil debía pertenecer a algún propietario celoso que podría oponerse a su intrusión. Escudriñó con gran circunspección la solitaria llanura. Después, seguro de no ser observado, cedió al anhelo que había despertado en él el apetitoso fruto rojo.

Cuando corrió hacia los árboles más cercanos, el césped bajo sus pies era elástico, como una sustancia viviente. Cargadas con aquellos brillantes globos, las ramas se inclinaban a su alrededor. Arrancó varios frutos de gran tamaño y los almacenó frugalmente en la pechera de su raída túnica. Después, incapaz de resistir más su apetito, comenzó a devorar uno de los frutos. La piel se rompió con facilidad bajo sus dientes y le pareció como si un vino real, dulce y poderoso, fuese derramado en su boca por una copa rebosante. Sintió un repentino calor en su garganta y en el pecho que casi le ahogó, y una extraña fiebre hizo cantar sus oídos y desorientó sus sentidos.

Aquello pasó rápidamente, y el sonido de unas voces que parecían despeñarse desde una gran altura le sacó de su aturdimiento.

Instantáneamente supo que aquellas voces no eran de hombres. Llenaban sus oídos con un estruendo semejante al de unos tristes tambores cargados de ecos siniestros; sin embargo, parecían hablar con palabras articuladas, aunque en un lenguaje extraño. Levantando la vista por entre las espesas ramas, vio algo que le llenó de terror. Dos seres de una estatura colosal, tan altos como las torres de vigilancia del pueblo de la montaña, sobresalían desde la cintura por encima de las copas de los árboles más cercanos. Era como si hubiesen aparecido por arte de magia del verde suelo o de los cielos de oro, puesto que las masas arbóreas, que la comparación con su tamaño hacían parecer como arbustos, nunca hubiesen podido ocultarles de la vista de Xeethra.

Las figuras iban cubiertas por armaduras negras, opacas y siniestras, tales como las que llevan los demonios al servicio de Thasaidón, señor de los mundos subterráneos sin fondo. Xeethra se sintió seguro de que había sido visto y, quizá, su ininteligible conversación se refería a su presencia. Se echó a temblar, pensando ahora que había penetrado sin permiso en los jardines de los genios. Atisbando temerosamente desde su escondite, no pudo discernir ningún rasgo bajo las viseras de los oscuros cascos que se inclinaban hacia él, solamente unas placas de fuego rojo amarillento, en lugar de ojos, que, inquietas como las luces que servían de señales en los pantanos, iban de un lado para otro en la vacía sombra donde debieran haber estado los rostros.

A Xeethra le pareció que la rica vegetación no podía proporcionarle asilo contra el escrutinio de aquellos seres, los guardianes del país donde había entrado tan temerariamente. Se sintió sobrecogido por la conciencia de ser culpable; las sibilantes hojas, las voces de los gigantes, tan parecidas a unos tambores, las flores en forma de ojos..., todo parecía acusarle de intruso y ladrón. Al mismo tiempo, estaba confundido por una extraña y desacostumbrada ambigüedad en lo que se refería a su propia identidad; en cierta forma no era Xeethra el cabrero..., sino otro..., el que había encontrado el brillante jardín y había comido la fruta del color oscuro de la sangre. Esta identidad extraña no tenía nombre ni memoria formulable, pero por las agitadas sombras de su mente corría un parpadeo de luces confusas, un murmullo de voces indistinguibles. Volvió a sentir el extraño calor, la fiebre que ascendía rápidamente, que le había sobrevenido después de devorar la fruta.

Fue despertado de todo esto por un lívido resplandor de luz que rastreó hacia abajo, acercándose a él entre las ramas. Después nunca llegó a estar completamente seguro de si una descarga de relámpagos había caído desde la clara bóveda, o de si uno de los seres cubiertos de armadura había llegado a blandir una enorme espada. La luz le dejó sin visión, retrocedió, presa de un pánico incontrolable, y se encontró corriendo, medio ciego, sobre el espacio abierto cubierto por el césped. Entre remolineantes sacudidas de color ante sí, en un acantilado cortado a pico y sin cima, la boca de la caverna por la que había entrado. A sus espaldas oyó un largo estruendo, como el de algún trueno... o la risa de los colosos.

Sin detenerse a recoger la rama, todavía ardiente, que había dejado junto a la entrada, Xeethra se zambulló sin pensarlo en la oscura cueva. Rodeado de una oscuridad estigia, se las arregló para encontrar a tientas el camino hacia arriba por la peligrosa pendiente. Tambaleándose, dando trompicones, hiriéndose en cada esquina, llegó al final a la abertura exterior, en el oculto valle detrás de las colinas de Cincor.

Para su consternación, la oscuridad había caído durante su ausencia sobre el mundo al otro lado de la caverna. Las estrellas se arracimaban sobre los formidables acantilados que amurallaban el valle, y los cielos, de un púrpura incendiado, estaban traspasados por el agudo cuerno de una luna marfileña. Todavía temeroso de la persecución de los guardianes gigantes, y temiendo también la ira de su tío Pornos, Xeethra regresó a toda prisa junto al pequeño lago, recogió su rebaño y lo condujo hacia el redil, a lo largo de lúgubres y

largas millas.

Durante el viaje le pareció que una fiebre quemaba y moría en su interior a intervalos, trayéndole extrañas fantasías. Olvidó su miedo de Pornos, olvidó, incluso, que él fuese Xeethra, el humilde y despreciado cabrero. Regresaba a otra morada distinta de la escuálida cabaña de Pornos, construida con arcilla y rastrojos. En una ciudad de altas cúpulas, las puertas de bruñido metal se le abrirían y los gallardetes de ardientes colores se balancearían en el perfumado aire, las trompetas de plata y las voces de odaliscas rubias y negros chamberlanes le saludarían como rey en un salón de mil columnas. La antigua pompa de la realeza, tan familiar como el aire y la luz, le rodearía, y él, el rey Amero, que había ascendido recientemente al trono, gobernaría como sus padres lo habían hecho sobre el reino de Calyz junto al mar Oriental. Los feroces nómadas del sur llevarían a su capital sobre velludos camellos su tributo de vino de dátiles y zafiros del desierto y las galeras de las islas más allá de la mañana cubrirían los muelles con el tributo semianual de especias y tejidos de colores raros...

La locura iba y venía, surgiendo y desvaneciéndose como las imágenes de un delirio, pero tan lúcidas como los recuerdos cotidianos; de nuevo volvía a ser el sobrino de Pornos que regresaba tarde con el rebaño.

Como la hoja de un arma lanzándose hacia abajo, la rojiza luna se había fijado sobre las sombrías colinas cuando Xeethra alcanzó el tosco corral de madera donde Pornos encerraba a las cabras. Como Xeethra había supuesto, el anciano le esperaba delante de la puerta, con una linterna de arcilla en una mano y en la otra un bastón de madera de espino. Comenzó a maldecir al muchacho con vehemencia semisenil, agitando el bastón y amenazando con darle una paliza por su tardanza.

Xeethra no tembló al ver el bastón. Otra vez en su imaginación, él era Amero, el joven rey de Calyz. Molesto y asombrado, veía ante sí, a la luz de la temblorosa linterna, un anciano loco y oliendo a rancio, a quien no podía recordar. Apenas podía entender lo que decía Pornos; el enfado de aquel hombre le dejaba perplejo, pero no le asustaba, y su nariz, como si sólo estuviese acostumbrada a perfumes delicados, se sintió ofendida por el hediondo olor de las cabras. Como si fuese la primera vez, escuchó los balidos del fatigado rebaño y contempló,

con gran sorpresa, el entretejido corral y la cabaña detrás.

—¿Para esto —gritaba Pornos— he criado, con grandes gastos, al huérfano de mi hermana? ¡Maldito lunático! ¡Mozalbete desagradecido! Si has perdido una cabra de leche o un solo cabritillo, te azotaré desde los muslos a los hombros.

Estimando que el silencio del joven era debido a una simple obstinación, Pornos comenzó a golpearle con el bastón. Con el primer golpe, la brillante nube se alejó de la mente de Xeethra. Esquivando ágilmente el espino, intentó hablarle a Pornos de los nuevos pastos que había descubierto entre las colinas. Ante esto, el anciano suspendió los golpes y Xeethra continuó hablándole de la extraña caverna que le había conducido a un insospechado país jardín. Para apoyar su historia, buscó en el interior de su túnica las manzanas rojas como la sangre que había robado, pero, para su confusión, las frutas habían desaparecido y no supo si las habría perdido en la oscuridad, o si, quizá, se habrían desvanecido en virtud de alguna magia negra inherente a ellas.

Pornos le oía al principio con manifiesta incredulidad, interrumpiendo al joven con frecuentes reprensiones. Pero permaneció silencioso mientras el joven continuaba, y cuando la historia terminó, gritó con temblorosa voz:

—Desgraciado ha sido este día, puesto que te has perdido entre hechizos. En verdad, no existe ningún lago entre las colinas como el que has descrito, ni, en esta estación, ha encontrado unos pastos semejantes ningún pastor. Estas cosas eran una ilusión destinada a conducirte a la perdición, y la caverna, estoy seguro, no era una verdadera caverna, sino una entrada al infierno. He oído a mis padres contar que los jardines de Thasaidón, rey de los siete mundos subterráneos, se encuentran en esta región cerca de la superficie de la tierra, y que cavernas como ésa se abren como un portal y los hijos de los hombres que inconscientemente penetran en los jardines han sido tentados por la fruta y han comido de ella. Pero entonces le sobreviene la locura y una gran pena y larga condenación, porque el Demonio, dijeron, no olvidará ni una sola manzana robada y exigirá su precio, tarde o temprano. ¡Ay! ¡Ay!, la cabra de leche estará seca durante toda una luna a causa de la hierba de esos pastos mágicos y después de toda la comida y el cuidado que me has costado, tendré que encontrar otro desgraciado que guarde mis rebaños.

Mientras le escuchaba, la ardiente nube volvió a posarse sobre Xeethra una vez más.

—Anciano, no te conozco—dijo, perplejo. Después continuó, empleando las suaves palabras de un idioma cortesano que era medio ininteligible para Pornos— Me parece que me he extraviado. Te ruego me digas dónde yace el reino de Calyz. Allí soy el rey, he sido coronado recientemente en la noble ciudad de Shathair, donde mis padres han reinado durante mil años.

—¡Oh desgracia!—gimió Pornos—. El muchacho está loco. Estas ideas le han venido después de comer la manzana del Demonio. Termina con tu charla y ayúdame a ordeñar las cabras. Tú no eres nadie más que el hijo de mi hermana Askli, que te dio a luz hace diecinueve años, después de que su esposo Outhoth muriese de una disentería. Askli no vivió durante mucho tiempo y yo, Porno, te he criado como si fueses mi hijo y las cabras te han servido de madres.

—Debo encontrar mi reino —insistió Xeethra—. Estoy perdido en la oscuridad, rodeado de cosas agrestes, y no puedo recordar cómo he llegado hasta aquí. Anciano, dame alimento y posada por esta noche. Al amanecer emprenderé viaje hacia Shathair, junto al océano Oriental.

Tembloroso y musitando algo, Pornos levantó su linterna hasta la altura del rostro del muchacho. Era como si un extraño estuviese delante de él, un extraño en cuyos ojos dilatados y maravillados se reflejaba de alguna forma la llama de sus lámparas doradas. En el aspecto de Xeethra no había nada salvaje, simplemente una especie de orgullo cortés y de lejanía, y llevaba su raída túnica con una extraña gracia. Sin embargo, estaba claro que se había vuelto loco porque sus modales y forma de hablar estaban más allá de toda comprensión. Pornos, farfullando por lo bajo pero sin insistir en que el muchacho debía ayudarle, se dedicó a ordeñar las cabras...

Xeethra se despertó temprano con el blanco amanecer y contempló con asombro las paredes recubiertas de barro del cobertizo donde había vivido desde que nació. Todo le resultaba extraño y asombroso, le preocupaban especialmente sus toscas vestimentas y el bronceado que el sol había causado en su piel, puesto que eran cosas difícilmente apropiadas para el joven rey Amero que él creía ser. Sus circunstancias le resultaban completamente inexplicables y sintió la urgencia de partir rápidamente y emprender el viaje de vuelta a su hogar.

Se levantó sin hacer ruido del montón de hierbas secas que le habían servido de lecho. Pornos, tumbado en una esquina alejada, todavía dormía el sueño de la edad y la senectud y Xeethra tuvo cuidado de no despertarle. Se sentía perplejo y repelido a un tiempo por aquel desagradable anciano que, la noche anterior, le había alimentado con áspera borona y fuertes leche y queso de cabra, y le había dado la hospitalidad de una fétida cabaña. Había prestado poca atención a los murmullos e imprecaciones de Pornos, pero era evidente que el anciano dudaba de sus pretensiones al rango real y, además, estaba poseído por unas peculiares alucinaciones con respecto a su identidad.

Abandonando el cobertizo, Xeethra siguió un tortuoso sendero que se dirigía hacia el este, por entre las rocosas colinas. No sabía adónde le llevaría el sendero, pero razonó que Calyz, por ser el reino en el extremo oriental del continente Zothique, estaría situado en algún punto bajo el sol ascendiente. Ante él, como en una visión, revolotearon los verdeantes valles de su reino como un hermoso milagro, y las hinchadas cúpulas de Shathair eran como cúmulos por la mañana amontonados sobre el oriente. Aquellas cosas, pensó, eran recuerdos del pasado. No pudo recordar las circunstancias de su partida y su ausencia, pero seguramente la tierra sobre la

que gobernaba no estaba muy lejos.

El sendero giró entre elevaciones más suaves y Xeethra llegó al pequeño pueblecito de Cith, cuyos habitantes le conocían. El lugar ahora le resultaba nuevo, no le pareció nada más que un círculo de sucias cabañas que hedían y se emponzoñaban bajo el sol. La gente se reunió a su alrededor, llamándole por su nombre, mirándole y riéndose idiotamente cuando les preguntó dónde estaba el camino hacia Calyz. Parecía ser que nadie había oído hablar nunca ni de aquel reino ni de la ciudad de Shathair. Advirtiendo algo extraño en la conducta de Xeethra y pensando que sus preguntas eran propias de un loco, la gente comenzó a burlarse de él. Los niños le apedrearon con barro seco y piedrecillas, y de esta forma fue expulsado de Cith, siguiendo una carretera oriental que iba desde Cincor hasta las vecinas tierras bajas del país de Zhel.

Sostenido únicamente por la visión del reino perdido, el joven vagabundeó durante muchas lunas a través de Zothique. Cuando hablaba de su realeza y hacía preguntas sobre Calyz, la gente se burlaba de él, pero muchos, que consideraban la locura como algo sagrado, le ofrecieron cobijo y sustento. Entre los extensos viñedos de Zhel, cargados de fruta, por Istanam de las diez mil ciudades, sobre los altos puertos de Ymorth, donde la nieve se amontonaba a principios del otoño, a través del pálido desierto salino de Dhir, Xeethra persiguió aquel brillante sueño imperial que ahora se había convertido en su único recuerdo. Siguió su camino siempre hacia el este, viajando algunas veces con caravanas cuyos miembros esperaban que la compañía de un loco les atrajese la buena

suerte, pero más a menudo como un caminante solitario.

A ratos, y durante un breve espacio de tiempo, su sueño le abandonaba y era simplemente un sencillo cabrero perdido en tierras extranjeras que añoraba las estériles colinas de Cincor. Después, recordaba su reino una vez más y los opulentos jardines de Shathair y los orgullosos palacios, los nombres y los rostros de aquellos que le habían servido a la muerte de su padre, el rey Eldamaque, y durante su propia sucesión al trono. Hacia mediados del invierno, en la lejana ciudad de Sha-Karag, Xeethra encontró unos vendedores de amuletos de Ustaim que sonrieron en forma extraña cuando les preguntó si podían indicarle el camino a Calyz. Haciéndose guiños unos a otros cuando les habló de su rango real, los mercaderes le dijeron que Calyz estaba situado a varios cientos de leguas detrás de Sha-Karag, bajo el sol oriental.

—Salve, oh rey—dijeron con ceremoniosa burla—. Largo y feliz reinado en Shathair.

Xeethra se sintió muy alegre al oír, por primera vez, mencionar su perdido reino y sabiendo por fin que era algo más que un sueño o un ataque de locura. Sin detenerse por más tiempo en Sha-Karag, siguió su viaje con toda la prisa posible...

Cuando la primera luna de la primavera era una frágil creciente, supo que había alcanzado su destino. Canopus brillaba alto en el cielo oriental, sobresaliendo gloriosamente sobre las estrellas más pequeñas en la forma en que la había visto una vez desde la terraza de su palacio en Shathair.

Su corazón saltó con la alegría de la vuelta al hogar, pero se sentía muy sorprendido de lo salvaje y estéril de la región que estaba atravesando. Parecía no haber viajeros entrando y saliendo de Calyz y sólo se encontró con unos pocos nómadas que huyeron ante su proximidad como las criaturas que viven de desechos. El camino estaba cubierto por hierbas y cactos y las únicas rodadas eran las huellas de las lluvias del invierno. Además de todo esto, llegó a un mojón de piedra esculpido en la forma de un león rampante que había servido para señalar

el límite occidental de Calyz. Los rasgos del león habían desaparecido, las garras y el cuerpo estaban cubiertos por líquenes y parecía como si largas eras de desolación hubiesen pasado sobre él. Un frío desmayo nació en el corazón de Xeethra, porque hacía solamente un año, si su memoria le era fiel, que él había pasado cabalgando junto a aquel león, cazando hienas con su padre Eldamaque, y entonces había observado lo reciente de la escultura.

Después, desde el alto borde de la señal, contempló Calyz, que se había extendido como una larga voluta verde al lado del mar. Para asombro y consternación suyas, los amplios campos estaban secos como si fuese ya otoño, los ríos eran delgados hilillos que se perdían en la arena, las colinas estaban tan desnudas como las costillas de momias desenterradas, y no había mas verdor que el escaso que presenta un desierto en primavera. A lo lejos, junto al océano color púrpura, creyó ver el resplandor de las marmóreas cúpulas de Shathair y, temiendo que el conjuro de una magia hostil hubiese caído sobre su reino, apresuró el paso hacia la ciudad.

Mientras vagabundeaba, con el corazón enfermo, por todas partes en aquel día primaveral vio que el imperio del desierto estaba bien establecido. Los campos estaban vacíos, los pueblos desiertos. Las cabañas se habían desmoronado formando montones de escombros que parecían estercoleros y parecía como si mil estaciones de sequía hubiesen agostado las plantaciones de frutales, dejando únicamente unos cuantos tocones, negros y putrefactos.

A la caída de la tarde entró en Shathair, que había sido la blanca señora del mar Oriental. Las calles y el puerto estaban igualmente vacíos y el silencio se enseñoreaba de los destrozados tejados y las ruinosas murallas. Los grandes obeliscos de bronce verdeaban a causa de la antigüedad, los masivos templos de mármol dedicados a los dioses de Calyz se inclinaban y parecían a punto de caerse.

Sin prisas, como alguien que teme confirmar algo que espera, Xeethra llegó al palacio de los monarcas. El palacio lo esperaba no como él lo recordaba, una gloria de altanero mármol medio velado por almendros en flor, árboles de especias y fuentes de altos chorros, sino como una completa ruina entre unos jardines devastados, mientras el fugaz e ilusorio rosa del atardecer se desvanecía sobre sus cúpulas, dejándolas muertas como mausoleos.

Durante cuánto tiempo aquel lugar había yacido en desolación no podría decirlo. La confusión le invadió y fue dominado por la más completa desorientación y desesperación. Parecía que no quedaba nadie para saludarle entre las ruinas, pero acercándose a las puertas del ala oeste vio un revoloteo de sombras que parecían desprenderse de la penumbra bajo el pórtico, y varios seres ambiguos, vestidos con harapos podridos, se acercaron a él andando de costado y reptando sobre el hendido pavimento. Al moverse se desprendieron algunos fragmentos de sus vestiduras y sobre ellos flotaba un horror innombrable de suciedad, mugre y enfermedad. Cuando estuvieron más cerca, Xeethra vio que a la mayoría les faltaba algún miembro o rasgo y que todos estaban marcados por la carcoma de la lepra.

Su garganta se cerró y no podía hablar. Pero los leprosos le saludaron con gritos ásperos y agudos graznidos como si le considerasen otro apátrida que había llegado para reunirse con ellos en su morada entre las ruinas.

—¿Quiénes sois vosotros que vivís en mi palacio de Shathair?—preguntó al fin—. ¡Miradme! Soy el rey Amero, el hijo de Eldamaque, y acabo de volver de un país lejano para reocupar el trono de Calyz.

Cacareos y risitas horribles surgieron entre los leprosos al oír esto.

—Nosotros somos los únicos reyes de Calyz—dijo uno de ellos al joven—. El país ha estado desierto durante siglos y hace mucho que la ciudad de Shathair está despoblada, excepto por aquellos como nosotros que hemos sido expulsados de otros lugares. Joven, eres bienvenido a compartir el reino con nosotros, porque

otro rey, más o menos, no tiene importancia.

De esta forma, con obscenas risotadas, los leprosos se rieron de Xeethra y se burlaron de él, que de pie entre los oscuros fragmentos de su sueño no encontraba palabras para contestarles. Sin embargo, uno de los leprosos más ancianos, casi sin piernas y sin rostro, no compartía el regocijo de sus amigos, sino que parecía meditar y reflexionar. Por fin le dijo a Xeethra con voz que surgía roncamente del negro agujero de su hueca boca:

—Yo he oído algo de la historia de Calyz y los nombres de Amero y Eldamaque me son familiares. En períodos ya pasados, algunos de los gobernantes tenían esos nombres, pero no sé cuál de ellos era el padre y cuál el hijo. Felizmente, ambos están ahora enterrados, junto al resto de su dinastía, en las profundas cámaras bajo el palacio.

Otros leprosos emergieron de la sombría ruina a la grisácea luz del atardecer y se reunieron alrededor de Xeethra. Al oír que reclamaba el trono del desolado reino, algunos se alejaron y volvieron al poco tiempo, portando vasijas llenas de agua podrida y víveres enmohecidos que ofrecieron a Xeethra, inclinándose profundamente como si representasen la pantomima de unos chambelanes sirviendo a un monarca.

Asqueado, Xeethra se apartó de ellos, aunque estaba hambriento y sediento. Huyó por los jardines cenicientos, entre los secos caños de las fuentes y los arriates cubiertos de polvo. A sus espaldas oía el odioso alboroto de los leprosos, pero el sonido se hizo más débil y le pareció que ya no le seguían. Rodeando el amplio palacio en su huida no encontró más criaturas como aquéllas. Los portales del ala sur y del ala este estaban oscuros y vacíos, pero no se molestó en entrar allí, sabiendo que la desolación y cosas peores eran los

únicos ocupantes.

Totalmente aturdido y desesperado, llegó ante el ala oriental y ese detuvo en medio de la oscuridad. Confusamente y con un sentido de lejanía como si estuviese soñando, se dio cuenta de que se encontraba en la terraza sobre el mar que había recordado tantas veces durante su viaje. Los antiguos emplazamientos de las flores estaban desnudos, los árboles se habían podrido dentro de sus consumidos maceteros y las enormes losas del pavimento estaban hendidas y rotas. Pero los velos del atardecer eran más tiernos sobre la ruina, el mar suspiraba

como antaño bajo un sudario purpúreo y la poderosa estrella de Canopus trepaba por el este, mientras las estrellas menores todavía se veían tenues a su alrededor.

El corazón de Xeethra estaba amargo, creyéndose a sí mismo un soñador perseguido por un sueño fútil. Quiso alejarse del enorme resplandor de Canopus como de una llama demasiado brillante para poder soportarla, pero antes de que pudiese dar media vuelta le pareció que una columna de sombra, más oscura que la noche y más

espesa que ninguna nube, surgía de la terraza delante de él y se elevaba hasta bloquear las refulgente estrella. La sombra crecía de la piedra sólida, sobresaliendo alta y colosal y adquiriendo la silueta de un guerrero en su

armadura; daba la impresión de que el guerrero contemplaba a Xeethra desde una gran altura con ojos que brillaban y giraban como bolas de fuego en la oscuridad de su rostro bajo el casco.

Confusamente, como alguien que recuerda un viejo sueño, Xeethra recordó un muchacho que había apacentado cabras en unas colinas agostadas por el verano y que, un día, había encontrado una caverna que se abría como si fuese un portal sobre una tierra extraña y maravillosa. Vagabundeando por allí, el muchacho

había comido un fruto color sangre oscura y había huido aterrorizado ante los gigantes de negras armaduras que vigilaban el jardín. De nuevo fue aquel muchacho, pero al mismo tiempo era el rey Amero, que había buscado su reino perdido a través de muchos países y, hallándolo al fin, sólo había encontrado la abominación de la ruina.

Ahora, mientras el temblor del cabrero, culpable de robo y allanamiento, luchaba en su alma con el orgullo del rey, escuchó una voz que rodaba por los cielos, como el trueno de una alta nube en una noche primaveral.

—Soy el emisario de Thasaidón, quien me envía, a su debido tiempo, a todos los que han atravesado las entradas inferiores y han robado la fruta de su jardín. Ningún hombre que haya comido esta fruta quedará de allí en adelante igual que antes; pero la fruta trae el olvido a algunos y a otros la memoria. Sabe pues que, en otra vida, hace siglos, fuiste realmente el joven Amero. El recuerdo, al ser muy fuerte en ti, ha borrado la imagen de tu vida actual y te ha impulsado a buscar tu antiguo reino.

—Si esto es cierto, entonces soy dos veces desgraciado—dijo Xeethra, inclinándose desconsolado ante la sombra—. Ya que, siendo Amero, no tengo trono ni reino, y, como Xeethra, no puedo olvidar mi anterior realeza y recobrar la tranquilidad que conocí cuando era un simple cabrero.

—Escucha con atención, puesto que hay otro medio—dijo la sombra con voz que cambiaba como el murmullo de un distante océano—. Thasaidón es el amo de todas las hechicerías y regala dones mágicos a aquellos que le sirven y le reconocen como su señor. Ríndele homenaje, prométele tu alma y es seguro que el Demonio te recompensará a cambio. Si ése fuese tu deseo, puede resucitar de nuevo el pasado con su nigromancia. Podrás reinar otra vez sobre Calyz como el rey Amero y todas las cosas estarán como estaban en los años pasados; los rostros muertos y los campos, ahora desiertos, florecerán de nuevo.

—Acepto el trato—dijo Xeethra—. Juro lealtad a Thasaidón y le prometo mi alma, si él, a cambio, me devuelve mi reino.

—Queda algo que decir—siguió la sombra—. Tú no has recordado tu vida anterior completamente, sino únicamente los años correspondientes a tu juventud actual. Volviendo a vivir como Amero, quizá con el tiempo lamentes tu realeza; si esto te ocurriese y te llevase a olvidar las obligaciones de un monarca, entonces toda la nigromancia terminará y se desvanecerá como el humo.

—Que así sea—dijo Xeethra—. Acepto esto también como parte del trato.

Cuando estas palabras terminaron dejó de ver la sombra que sobresalía sobre Canopus. La estrella llameaba con un resplandor primigenio, como si ninguna nube la hubiese oscurecido nunca y, sin percepción alguna de cambio o transición, el que estaba contemplando la estrella no era otro que el rey Amero, y el cabrerizo Xeethra, el emisario y la promesa hecha a Thaisaidón fueron como rosas que nunca habían existido. La ruina que había caído sobre Shathair no era más que el sueño de algún profeta loco, porque en el olfato de Amero el perfume de lánguidas flores se mezclaba con los aromas salidos del mar, y en sus oídos el grave murmullo del océano era taladrado por el amoroso llanto de las liras y las agudas risas de las esclavas provenientes de palacio a sus espaldas. Oyó la miríada de ruidos de la ciudad nocturna, donde su pueblo banqueteaba y se regocijaba y, apartándose de la estrella con un dolor místico y una oscura alegría en su corazón, Amero contempló los relucientes pórticos y ventanas de la casa de su padre y la luz de mil antorchas que llegaban hasta muy lejos y que hacían palidecer a las estrellas a su paso sobre Shathair.

En las viejas crónicas está escrito que el rey Amero reinó durante muchos años de prosperidad. La paz y la abundancia habían caído sobre el reino de Calyz, ni la sequía llegó del desierto, ni llegaron tempestades violentas del océano, y de las islas tributarias y de países lejanos enviaban tributo a Amero en las estaciones que él ordenaba. Y Amero estaba contento, habitando fastuosamente en salones cubiertos de ricos tapices, comiendo y bebiendo realmente y escuchando las alabanzas de sus flautistas, chambelanes y amantes.

Cuando su vida había sobrepasado un poco los años centrales, asaltaba a veces a Amero algo de esa saciedad que está al acecho de los favoritos de la fortuna. En esos momentos se apartaba de los empalagosos placeres de la corte y encontraba placer en las flores, las hojas y los versos de los viejos poetas. De esta forma

mantenía a raya al aburrimiento, y puesto que los deberes de la realeza descansaban ligeramente sobre sus hombros, Amero continuaba pensando que reinar era una cosa agradable.

Entonces, a finales de un otoño, pareció como si las estrellas estuviesen desastrosamente dispuestas para Calyz. Fiebres malignas, plagas y epidemias se extendieron como si cabalgasen sobre las alas de algún dragón invisible. La costa del reino fue atacada y completamente saqueada por los piratas. Por el oeste, las caravanas que entraban y salían de Calyz fueron asaltadas por indomables bandas de ladrones y ciertas feroces gentes del desierto declararon la guerra a los pueblos que se encontraban cerca de la frontera meridional. El país se llenó de muerte y turbulencia, de lamentaciones y miseria.

Al escuchar las desoladas quejas que le eran presentadas diariamente, la preocupación de Amero fue profunda. Siendo muy poco versado en aquellos asuntos y completamente inexperimentado en los problemas del poder, buscó el consejo de sus favoritos, pero éstos le aconsejaron mal. Las calamidades del reino se multiplicaban sobre él; al no existir una autoridad que las sometiese, los pueblos salvajes de la frontera se hicieron más atrevidos y los piratas se reunían como buitres del mar. El hambre y la sequía se dividían el reino con la plaga y a Amero le pareció que cosas semejantes estaban más allá de todo remedio, tal era su dolorida perplejidad, y su corona se convirtió en una carga demasiado pesada.

Intentando olvidar su propia impotencia y la lastimera situación del reino, se dio a largas noches de orgía. Pero el vino le negaba su olvido y el amor ahora le había retirado sus éxtasis. Busco otras diversiones, llamando a su presencia a extrañas máscaras, comediantes y bufones y reuniendo cantantes de lejanas tierras y tañedores de instrumentos nunca vistos. Hizo pregonar diariamente una alta recompensa para aquel que fuese capaz de distraerle de sus zozobras. Juglares inmortales le cantaron canciones salvajes y hechiceras baladas de otros

tiempos; las negras muchachas del norte, con las extremidades salpicadas de ámbar, hicieron danzar ante él sus extrañas y lascivas medidas; los que soplaban los cuernos de las quimeras tocaron una loca y secreta melodía; unos salvajes tamborileros tocaron una música tumultuosa sobre tambores hechos de la piel de los caníbales, mientras hombres vestidos con las escamas y pellejos de monstruos semimíticos se arrastraban o reptaban grotescamente por los salones del palacio. Pero todos fallaron en distraer al rey de sus tristes meditaciones.

Una tarde, cuando estaba sentado pesadamente en el salón de audiencias, se acercó a él un flautista vestido con una desgarrada túnica tejida en el hogar. Los ojos del hombre brillaban como brasas recién removidas y su rostro tenía una negrura cenicienta, como si estuviese quemado por el ardor de unos soles extraños. Saludando a Amero sin demasiado servilismo, se anunció a sí mismo como un cabrero que había llegado a Shathair desde una región de valles y montañas que se escondía más allá del límite del atardecer.

—Oh rey, yo conozco las melodías del olvido —dijo—, y las tocaré para ti, aunque no deseo la recompensa que has ofrecido. Si, felizmente, consigo distraerte, tomaré yo mismo mi premio a su debido tiempo.

—Toca, pues—dijo Amero, sintiendo que un vago interés crecía en su interior ante las atrevidas palabras del flautista.

Así pues, con sus flautas de caña el negro cabrero comenzó a tocar una música que recordaba la caída y el ondular del agua en silenciosas cañadas y el paso del viento sobre las solitarias colinas. Las flautas hablaban sutilmente de libertad, paz y olvido que podían encontrarse más allá de los siete pliegues purpúreos de los horizontes de lejanas tierras. Las flautas contaban dulcemente en lugar donde los años no llegaban con un estruendo de hierro, sino con pisadas tan suaves como un céfiro calzado con pétalos de flores. Allí el torbellino y las dificultades del mundo se perdían entre incontables leguas de silencio y las cargas del imperio volaban

tan lejos como el milano. Allí, el cabrero que cuidaba de su rebaño en los solitarios páramos era dueño de una tranquilidad más dulce que el poder de los monarcas.

Mientras escuchaba al flautista, una hechicería se deslizó en la mente de Amero. El cansancio de la monarquía, sus problemas y perplejidades eran como burbujas de un sueño que se deslizasen en una marea lenta. Ante sus ojos aparecieron, rodeadas de verdor, tranquilidad y luz del sol, las encantadas cañadas evocadas por la música, y él mismo era el cabrero siguiendo los senderos cubiertos de hierba, o tumbado, ignorante de las rapaces horas, a la ribera de unas aguas sosegadas.

Apenas si advirtió que el bajo sonido de las flautas había terminado. Pero la visión se oscureció, y él, que había soñado con la paz de un cabrerizo, volvió a ser un rey preocupado.

—¡Sigue tocando! —le gritó al flautista negro—. Di lo que quieres como premio... y toca.

Los ojos del cabrerizo relucían como las brasas de noche en un lugar oscuro.

—No te pediré mi recompensa hasta que hayan pasado los siglos y los reinos hayan caído —dijo enigmáticamente—. Sin embargo, tocaré para ti una vez más.

De esta forma, durante toda la tarde, el rey Amero fue seducido por aquellas flautas mágicas que le hablaban de un lejano país donde reinaban el olvido y la tranquilidad. Con cada nueva melodía era como si el hechizo se hiciese más fuerte para él, y su realeza le parecía cada vez más una cosa odiosa; la misma grandeza de su palacio le oprimía y le ahogaba. No podía soportar por más tiempo el yugo de sus obligaciones, aunque estuviese cubierto de pesadas joyas, y envidió locamente el despreocupado destino de un pastor de cabras.

Al atardecer despidió a los servidores que le atendían y se quedó solo, charlando con el flautista.

—Condúceme a tu país —le dijo—, para que yo también pueda vivir como un sencillo pastor.

Envuelto en un muftí, para que su pueblo no pudiese reconocerle, el rey salió a escondidas del palacio por un portillo sin vigilancia, acompañado del flautista. La noche, como un monstruo informe que bajara a modo de cuerno el creciente de la luna, se agazapaba por detrás de la ciudad, pero en las calles las sombras eran derrotadas por el flamear de una miríada de fanales. Amero y su guía no tuvieron ningún problema al dirigirse a la oscuridad exterior. Y el rey no añoraba el trono que dejaba, aunque en la ciudad vio el continuo paso de los féretros cargados con las víctimas de la peste, y desde las sombras se elevaban rostros desvaídos por el hambre, como acusándole de cobardía. No les prestó atención; sus ojos sólo contemplaban el sueño de un verde y silencioso valle en un país perdido más allá del turbio fluir del tiempo con sus destrozos y su tumulto.

Ahora, mientras Amero seguía al negro flautista, descendió sobre él una repentina oscuridad y titubeó, presa de la duda y de una confusión extrañas. Las luces callejeras parpadearon y expiraron rápidamente en la penumbra. El fuerte murmullo de la ciudad desapareció en un vasto silencio y, como el trastocamiento de algún sueño desordenado, parecía que las altas casas se derrumbaban sin hacer ruido y desaparecían haciéndose una con las sombras, al tiempo que las estrellas brillaron sobre unas murallas derruidas. La confusión inundó los pensamientos y los sentidos de Amero, un negro estremecimiento de desolación recorrió su corazón y se vio a sí mismo como alguien que había conocido el lapso de largos años vacíos y la pérdida del mayor esplendor, alguien que ahora se encontraba rodeado por la más extrema antigüedad y decadencia. Su olfato percibía un seco

olor a moho, como el que la noche arranca de las viejas ruinas, ycomprendió, como algo que había sabido antes y que ahora recordaba oscuramente, que el desierto era el dueño de la orgullosa capital de Shathair.

—¿Adónde me has traído?—gritó Amero al flautista.

Por toda réplica escuchó una risotada que parecía el estruendo de un trueno burlesco. La embozada forma del pastor de cabras se destacaba como una torre en la oscuridad, cambiando, creciendo, hasta que su silueta se transformó en la de un guerrero gigantesco cubierto con una armadura negra. Extraños recuerdos se amontonaron en la mente de Amero y, oscuramente, pareció recordar algo de una vida anterior... De alguna forma, en algún lugar, durante cierto tiempo, él había sido el cabrerizo de sus sueños, contento y despreocupado...; de alguna

forma, en algún lugar, había entrado en un extraño jardín brillante y comido una fruta de color oscuro de la sangre...

Entonces, como envuelto en la llamarada de un relámpago infernal, lo recordó todo y conoció a la poderosa sombra que se elevaba ante él, supo que era un Terminus preparado en el infierno. Bajo sus pies estaba el pavimento agrietado de la terraza al lado del mar y las estrellas por encima de la cabeza del mensajero eran las que preceden a Canopus, aunque el propio Canopus estuviese bloqueado para sus ojos por el hombro del Demonio. En algún punto de la polvorienta oscuridad, un leproso reía y tosía roncamente, vagabundeando por el

ruinoso palacio donde, en un tiempo, los reyes de Calyz habían tenido su morada. Todas las cosas estaban igual que habían estado antes de hacer el trato por el cual un reino desaparecido había sido conjurado por los poderes del infierno.

La angustia asfixiaba el corazón de Xeethra, como las cenizas de las piras funerarias ya consumidas y el polvo de los montones de ruinas. De forma sutil y múltiple le había tentado el Demonio para llevarle a la perdición. No sabía con certeza si aquellas cosas habían sido un sueño, magia negra o realidad, ni si habían sucedido una vez o a menudo. Al final sólo quedaban polvo y miseria, y él, el doblemente maldito, tendría que recordar y llorar siempre por todo lo que había perdido.

—He perdido el trato que había hecho con Thasaidón—le gritó al mensajero—. Coge ahora mi alma y llévala ante él, en el lugar donde, apartado de todos, se sienta sobre su trono de bronce perpetuamente ardiente, porque quiero cumplir mi promesa hasta el fin.

—No hay ninguna necesidad de coger tu alma —dijo el mensajero con un runruneo siniestro como el de una torrnenta alejándose en medio de la desolación de la noche—. Quédate aquí con los leprosos, o regresa con Pornos y sus cabras, como quieras. Eso importa poco. En cualquier momento y en cualquier lugar, tu alma formará parte del oscuro imperio de Thasaidón .

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