El artículo que a continuación transcribo está tomado del Dictionaire Infernal, editado en París en 1865.
El Dictionaire es un libro hermoso, con muchos grabados y artículos, que hablan de demonios, magia y
otros menesteres sobrenaturales. Me interesó la sección sobre vampiros por tratarse de una recopilación
de creencias anteriores a la masificación y consiguiente homogeneización del mito. Por ser incapaz de
leer francés tuve que esperar pacientemente hasta que alguien de buena voluntad, que resultó ser don
Mayén Gajardo (a quien agradezco sinceramente), se dio el trabajo de hacer una traducción. Ésta se hizo
en tiempo real, leyendo y grabando, así que el resultado es un texto comprensible, pero no muy depurado.
Espero poder presentarlo en poco tiempo en un españl algo mejor. Mientras tanto, pongo el texto aquí a
disposición de los interesados.
Ojo para quienes estudien en la Universidad Austral, en la bella ciudad de Valdivia: el Dictionaire está
disponible en el área de referencia; es uno de los libros de la biblioteca del gran Luis Oyarzún, donada a
la UACH en forma póstuma.
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Lo más notable en las historias de vampiros, es que han compartido con los filósofos -esos otros
demonios- el honor de asombrar y confundir al siglo XVIII; han horrorizado la Lorena, la Prusia, la
Silesia, Polonia, Austria, Rusia, la Bohemia, y todo el norte de Europa. Cada siglo, es cierto, ha tenido sus
modas; cada país, como lo observa el señor Calmet, ha tenido sus prevenciones y sus enfermedades. Pero
los vampiros no han aparecido con todo su esplendor en los siglos bárbaros y en los pueblos salvajes: se
han mostrado en el siglo de Diderot y Voltaire, en la Europa que se decía ya civilizada.
Se ha dado el nombre de upiers oupires, y más generalmente de vampiros en Occidente, de bruculaques
(vroucolacas) en Moreé, y de katahanés en Ceilán, a los hombres muertos y enterrados que después de
muchos años, o al menos después de muchos días, volvían en cuerpo y alma, hablaban, caminaban,
infestaban las aldeas, maltrataban a hombres y a los animales, y sobre todo, chupaban la sangre de sus
prójimos, los agotaban y les producían la muerte {esta es la definición que da el R.P. Calmet}. No era
posible librarse de sus visitas peligrosas y de sus infestaciones mas que cuando se les exhumaba, se les
empalaba, se les cortaba la cabeza, se les arrancaba el corazón o se les quemaba.
Los que morían chupados se transformaban habitualmente en vampiros a su vez. Los diarios públicos de
Francia y de Holanda hablan, en 1693 y 1694, de vampiros que aparecían en Polonia, y sobre todo en
Rusia. Se ve en el Mercure Galant de esos años que era una opinión muy común en los pueblos que los
vampiros aparecían después del mediodía y hasta la medianoche; que chupaban la sangre de los hombres
y de los animales vivos con tanta avidez que a menudo esa sangre les salía por la boca, por las narices, y
por las orejas, y algunas veces, lo que es aún más duro, sus cadáveres nadaban en la sangre en el fondo de
sus ataúdes.
Se decía que estos vampiros, como tenían continuamente gran apetito, comían también la ropa que se
encontraba alrededor de ellos. Se agrega que, saliendo de sus tumbas, se iban en la noche a abrazar
violentamente a sus parientes o a sus amigos, y que chupaban la sangre apretándoles la garganta, para
impedirles que gritaran. Los que eran chupados se debilitaban de tal modo que morían casi de inmediato.
Las persecuciones no se dirigían a una persona solamente: se extendían también de un vampiro hasta el
último de la familia o de la aldea, a menos que se interrumpiera el curso cortando la cabeza o perforando
el corazón de un vampiro, cuando se encontraba el cadáver blando, flexible, pero fresco, aunque muerto
hacía mucho tiempo. Como salía de sus cuerpos una gran cantidad de sangre, algunos la mezclaban con
harina para hacer pan: ellos pretendían que comiendo ese pan se podían proteger de atentados del
vampiro.
He aquí algunas historias de vampiros:
El señor de Vassimont, enviado a Moravia por el duque de Lorraine, Leopoldo I, aseguraba, dice Calmet,
que este tipo de espectro aparecía frecuentemente y por largo tiempo donde los moravos, y que era muy
común en esa zona que hombres muertos se presentasen en las reuniones después de muchas semanas, se
sentasen en la mesa sin decir nada a sus conocidos, e hiciesen un signo con la cabeza a alguno de los
asistentes, el cual moría infaltablemente algunos días después.
Un viejo cura confirma este hecho al señor de Vassimont, y cita incluso muchos ejemplos que habían
pasado, según él decía, delante de sus ojos.
Los obispos y los curas de la zona habían consultado a Roma sobre estas confusas materias, pero la Santa
Sede no dio respuesta, pues consideraba todo esto como visiones. Por de pronto se aconsejaba desenterrar
los cuerpos de los que se transformaban, quemarlos o consumirlos de alguna otra manera, y fue por este
medio que se libraron de estos vampiros, que día a día se hicieron menos frecuentes. De todas maneras
estas apareciones dieron lugar a una pequeña obra compuesta por Ferdinando de Schertz, e impresa en
Olmutz en 1706 bajo el título de Magia Posthuma. El autor cuenta que en cierta aldea una mujer, estando
muerta y con todos los sacramentos, fue enterrada en el cementerio de manera normal. Claramente no se
trataba de una persona excomulgada, pero tal vez sí una sacrílega. Cuatro días más tarde los habitantes de
la aldea oyeron un gran ruido y vieron un espectro que se presentaba bajo la forma de un perro. Después,
bajo la forma de un hombre, no a una persona solamente, sino a muchas. Este espectro apretaba la
garganta de las personas a las cuales se dirigía, les apretaba el estómago hasta sofocarlas, les quebraba
casi todo el cuerpo y los reducía a una debilidad extrema, de modo que se les veía pálidos, flacos y
extenuados. Los animales mismos no estaban tampoco al abrigo de su maldad: amarraba las vacas una a
otra por la cola, cansaba a los caballos y atormentaba de tal manera al rebaño, de cualquier forma, que no
se escuchaban más que mugidos y gritos de dolor. Estas calamidades duraron varios días, y no se
terminaron más que quemando el cuerpo de la mujer vampiro.
El autor de la Magia Posthuma cuenta otra anécdota más singular aún. Un pastor de la aldea de Blow,
cerca del pueblo de Kadam, en Bohemia, apareció poco tiempo después de su muerte con los síntomas
que anuncian el vampirismo. El fantasma llamaba por su nombre a ciertas personas, que morían
infaltablemente dentro de ocho días. Atormentaba a sus antiguos vecinos, y causaba tanto temos, que los
paisanos de Blow desenterraron su cuerpo y lo fijaron en la tierra con una estaca con la cual le
atravesaron el corazón. este espectro, que hablaba aún cuando estaba muerto, y que no debería haberlo
hecho en tal situación, se burlaba sin embargo de los que le hacían sufrir tal tratamiento.
"Ustedes son muy graciosos", les decía, abriendo su gran boca de vampiro, "al darme un bastón para
defenderme contra los perros". No se puso atención a lo que él pudiese decir, y se le dejó. La noche
siguiente quebró la estaca, se levantó, asustó a muchas personas y ahogó a más de los que había ahogado
hasta el momento. Se lo entregaron al verdugo, quien lo puso sobre una carreta para transportarlo fuera de
la aldea y quemarlo. El cadáver movía los pies y las manos, daba vuelta los ojos ardientes, y chillaba
como un furioso. Cuando lo atravesaron de nuevo con una estaca lanzó grandes gritos y expulsó sangre
muy roja; pero cuando estuvo bien quemado, no se mostró más...
También en el siglo XVIII se hablaba contra los resucitados de este tipo; y en muchos lugares, cuando se
les desenterraba, se les encontraba perfectamente frescos y sonrosados, con los miembros flexibles y
manipulables, sin verde y sin pudrición, pero no sin una gran hediondez.
El autor que nosotros hemos citado asegura que en su tiempo se veían a menudo vampiros en las
montañas de Silesia y de Moravia. Aparecían en pleno día, así como en la mitad de la noche, y uno se
daba cuenta de que las cosas que les habían pertenecido se movían y cambiaban de lugar sin que persona
alguna pareciera tocarlas. El único remedio contra estas apariciones era cortar la cabeza y quemar el
cuerpo del vampiro.
Hacia el año 1725 un soldado que estaba de guardia donde un paisano en las fronteras de Hungría vio
entrar, en un momento de la comida, un desconocido que se sentó a la mesa cerca del jefe de la casa. este
se asustó mucho, así como el resto de la concurrencia. El soldado no sabía que pensar, y temía ser
indiscreto haciendo preguntas, pues ignoraba de que se trataba. Pero cuando el dueño de casa murió al día
siguiente, trató de conocer al sujeto que había producido este accidente, y puso a toda la casa en acción.
Se le dijo que el desconocido que él había visto entrar y sentarse a la mesa, para gran temor de la familia,
era el padre del dueño de la casa, que estaba muerto y enterrado desde hacía diez años, y que al venir así,
a sentarse cerca de su hijo, había traído la muerte. El soldado contó estas cosas en su regimiento, y se
encomendó a los oficiales que dieran cuenta al conde de Cabréras, capitán de infantería, para hacer un
informe de este hecho. Cabréras se dirigió al lugar con otros oficiales, un cirujano y un auditor,
escucharon las exposiciones de toda la gente de la casa, quienes atestiguaron que el resucitado no era otro
que el padre del dueño de casa, y que todo lo que el soldado había dicho era exacto, lo que fue
confirmado también por gran parte de los habitantes de la aldea. En consecuencia,se hizo desenterrar el
cuerpo de este espectro. Su sangre era fluída, y su carne tan fresca como la de un hombre que acaba de
morir. Se le cortó la cabeza, después de lo cual se le volvió a su tumba. Luego de otras informaciones, se
exhumó a un hombre que había muerto hacía treinta años, y que había regresado tres veces a su casa, a la
hora de la comida, y que había chupado del cuello, la primera vez, a su propio hermano, la segunda, a uno
de sus hijos, y la tercera, a un valet de la casa. Los tres habían muerto casi en el lugar. Cuando este viejo
vampiro fue desenterrado se le encontró, como al primero, con la sangre fluída y el cuerpo fresco. Se le
colocó un gran clavo en la cabeza, y en seguida se le volvió a su tumba. El conde de Cabréras hizo
quemar a un tercer vampiro que estaba enterrado hacía dieciseis años, y que había chupado la sangre y
causado la muerte a dos de sus hijos. Después de todo esto, la región se tranquilizó.
Se ha visto, de todo lo anterior, que generalmente, cuando se exhuma a los vampiros, sus cuerpos parecen
rosados, flexibles, bien conservados. Sin embargo, a pesar de todos estos indicios de vampirismo, no se
actuaba contra ellos sin informes judiciales. Se citaba y se escuchaba a los testigos, se examinaban las
razones de los demandantes, se consideraban con atención los cadáveres, y si todo anunciaba a un
vampiro, se les entregaba al verdugo, quien los quemaba. A veces acontecía que estos espectros aparecían
hasta tres y cuatro días después de su ejecución, aún cuando sus cuerpos habían sido reducidos a cenizas.
A menudo se difería el entierro por seis o siete semanas a ciertas personas sospechosas. Cuando ellos no
se podrían, y sus miembros se mantenían flexibles y su sangre fluía, entonces se les quemaba. Se
aseguraba que los trajes de estos difuntos se movían y cambiaban de lugar sin que ninguna persona los
tocara. El autor de la Magia Posthuma cuenta que se veía en Olmutz, a fines del siglo XVII, a uno de
estos vampiros, que, no habiendo sido enterrado, lanzaba piedras a los vecinos y molestaba terriblemente
a los habitantes.
Calmet informa, como una circunstancia particular, que en las aldeas que están infestadas de vampirismo,
si uno va al cementerio o visita las fosas, se encuentra que tienen dos o tres o muchos hoyos del grosor
del dedo. Si uno escarba entonces en estas fosas, siempre encuentra un cuerpo flexible y rosado. Si se
corta la cabeza de este cadáver, sale sangre fluída de sus venas y de sus arterias, fresca y abundante. Los
sabios benedictinos se preguntan enseguida acaso estos hoyos que aparecen en la tierra que cubre los
vampiros pueden constribuir a conservar una especie de vía de respiración, de vegetación, que hace más
creíble su retorno entre los vivos; ellos piensan con razón que esta idea, fundada por lo demás en los
hechos, no es ni probable ni digna de atención.
El mismo escritor cita, además, sobre los vampiros de Hungría, una carta de M. de l'Isle de Saint-Michel,
quien vivió mucho tiempo en los países infestados, y que debían saber algo. He aquí cómo M. de l'Isle se
explica a propósito de esto:
"Si una persona que se encuentra atacada de languidez, pierde el apetito, enflaquece a ojos vista, y al cabo
de ocho o diez días, algunas veces una quincena, muere sin fiebre y sin nungún otro síntoma de
enfermedad, más que su enflaquecimiento y su sequedad, se dice en Hungría que es un vampiro lo que se
ha adherido a esta persona, y le chupa la sangre. Aquellos que son atacados por esta melancolía negra, la
mayoría de las veces, teniendo el espíritu confundido, creen ver un espectro blanco que les sigue por
todas partes, como la sombra lo hace con el cuerpo.
"Cuando nosotros estábamos en invierno donde los Valaques, dos caballeros de la compañía de la cual yo
era corneta murieron de esta enfermedad, y muchos otros, que habían sido atacados, habrían
probablemente muerto de lo mismo si un caporal de nuestra compañía no hubiese curado sus
imaginaciones al ejecutar el remedio que la gente de la región empleaba para esto: aunque muy singular,
yo no lo he leído nunca. He aquí:
"Se escoge un joven, se le hace montar en pelo sobre un potro, absolutamente negro; se lleva al joven y al
caballo al cementerio; ellos se pasean sobre todas las fosas. Aquella sobre la cual el animal rehusa pasar,
a pesar de los golpes de espuela que se le dan, se considera que está encerrando a un vampiro. Se abre
esta fosa, y se encuentra un cadáver tan bello y tan fresco como si fuera un hombre tranquilamente
dormido. Se corta, de un golpe de hacha, el cuello de este cadáver; sale sangre abundantemente, de la más
bella y de la más roja, o al menos se cree verla así. Una vez hecho esto, se vuelve a colocar el vampiro en
su fosa, se la llena, y se puede asegurar que desde ese momento la enfermedad cesa, y todos aquellos que
habían sido atacados recobran sus fuerzas, poco a poco, como la gente que escapa de una larga
enfermedad agotadora..."
Los griegos llaman a sus vampiros brucolaques; ellos están convencidos de que la mayor parte de los
espectros de excomunión son vampiros, que no se pueden podrir en sus tumbas, que ellos aparecen tanto
de día como de noche, y que es muy peligroso encontrarse con ellos.
León Allatius, que escribía en el siglo XVII, entra en este tema con grandes detalles. Él asegura que en la
isla de Chio los habitantes no contestan más que cuando se les llama dos veces, porque están convencidos
de que los brucolaques no los pueden llamar más que una sola vez; aún más, ellos creen que cuando un
brucolaque llama a una persona viva, si esta persona responde, el espectro desaparece, pero el que ha
respondido muere al cabo de algunos días. Se cuenta lo mismo sobre los vampiros de Bohemia y
Moravia.
Para prevenir la fuensta influencia de los brucolaques, los griegos desentierran el cuerpo del espectro y lo
queman, después de haber recitado oraciones. entonces el cuerpo, reducido a cenizas, no aparece más.
Ricaut, que viaja por el Levante en el siglo XVII, agrega que el temos a los brucolaques es general entre
los turcos, así como entre los griegos. Él cuenta un hecho, recibido de un caloyer, el que asegura que la
cosa es cierta bajo juramento.
Un hombre, habiendo muerto excomulgado, por una falta que había cometido en la Moreé, fue enterrado
sin ceremonia en un lugar apartado, y no en tierra santa. Los habitantes fueron bien pronto asustados por
apariciones horribles que atribuyeron a este desgraciado. Se abrió su tumba, al cabo de algunos años, y se
encontró su cuerpo inflado, pero sano y bien dispuesto. Sus venas estaban repletas de sangre que él había
chupado. Se reconoció en él a un brucolaque. Después de que se discutió qué es lo que se podía hacer, los
caloyeres propusieron desmembrar el cuerpo, reducirlo a pedazos, y hacerlo hervir en vino, ya que esa es
la costumbre que ellos tienen desde tiempos muy antiguos respecto de los brucolaques. Sin embargo, los
parientes lograron, a fuerza de ruegos, que se diferiera la ejecución; el cuerpo fue puesto en la iglesia,
donde se le dedicaban todos los días oraciones por su descanso. Una mañana que el caloyer hacía el
servicio divino, se escuchó de golpe una especie de detonación en el ataud. Lo abrieron, y se encontró el
cuerpo disuelto, como debe ser aquel de un muerto enterrado desde hace diez años. Se tomó nota del
momento en que se produjo el ruido, y era precisamente la hora en que la absolución acordada por el
patriarca había sido firmada...
Los griegos y los turcos imaginan que los cadáveres de los brucolaques comen durante la noche, se
pasean, hacen la digestión de lo que han comido, y se alimentan realmente. Ellos cuentan que al
desenterrar estos vampiros los encuentran de color rosado, y que las venas están hinchadas por la cantidad
de sangre que ellos han chupado; que cuando se abre su cuerpo, salen chorros de sangre tan fresca como
la de un hombre con temperamento sanguíneo. Esta opinión popular se ha extendido en forma tan general,
que todo el mundo cuenta historias relacionadas.
La costumbre de quemar los cuerpos de los vampiros es muy antigua en gran parte de otros países.
Guillermo de Neubrige, que vivío en el siglo XII, cuenta {vease Guillermo Neubrig, Rerum anglicarum,
libro V, cap. XXII} que en su época se vio en Inglaterra, en el territorio de Buckingham, un espectro que
aparecía en cuerpo y alma, y que asustaba a su mujer y a sus parientes. Uno no podía defenderse de su
amenaza mas que haciendo gran ruido cuando se acercaba. Él se mostraba incluso en pleno día, a ciertas
personas. El cura de Lincoln pidió al respecto su consejo, y él le dijo que situaciones similares se habían
producido en Inglaterra, y que el único remedio que él conocía para este mal era quemar el cuerpo del
espectro. Al cura no le pareció bueno este consejo, por ser muy cruel. Él escribió una cédula de
absolución, la que fue puesta sobre el cuerpo del difunto, el que se encontraba tan fresco como el día de
su enterramiento, y desde entonces el fantasma no se mostró más. El mismo autor agrega que las
apariciones de este tipo eran muy frecuentes en Inglaterra.
En cuanto a la opinión extendida en el Levante respecto a que los espectros se alimentan, está muy
difundida durante siglos en otras regiones. Hace mucho tiempo que los alemanes están persuadidos que
los muertos mastican como los chanchos en sus tumbas, y que es fácil escucharlos gruñir al masticar lo
que ellos devoran. Phillipe Rherius, en el siglo XVII, y Michel Raufft, a principios del siglo XVIII, han
publicado tratados sobre los muertos que comen en sus sepulcros {De masticatione mortuorum in
tumulis}.
Después de haber hablado del convencimiento que tienen los alemanes, en el sentido de que hay muertos
que se comen su ropa, y todo lo que está a su alcance, incluso su propia carne, estos escritores hacen notar
que en algunas partes de Alemania, para impedir que los muertos mastiquen, se les pone en su ataud un
terrón bajo el mentón, que además se les llena la boca con un pedazo de plata, y que otros les aprietan
fuertemente la garganta con un pañuelo. Ellos citan a muertos que se han devorado a sí mismos en sus
sepulcros.
Es de asombrarse de ver sabios encontrar algo prodigioso en estos hechos tan naturales. Durante la noche
que siguió a los funerales del conde Henri de Salm, se escuchó en la iglesia de la abadía de Haute-Seille,
donde él había sido enterrado, gritos sordos, que los alemanes habrían sin duda tomado por el gruñido de
una persona que mastica, y al día siguiente, al abrir la tumba del conde, se le encontró muerto pero dado
vuelta, con la cara hacia abajo, siendo que él había sido inhumado de espaldas: se le había enterrado vivo.
Se debe atribuir a una causa similar la historia contaba por Raufft de una mujer de Bohemia, que en 1345
comió en su fosa la mitad de su mortaja sepulcral.
En el último siglo, un pobre hombre que había sido inhumado precipitadamente en el cementerio, se
escuchó durante la noche ruido en su tumba. Fue abierta al día siguiente, y se encontró que se había
comido la carne de sus brazos. Este hombre, que había bebido aguardiente con exceso, había sido
enterrado vivo.
Una señorita de de Ausburgo cayó en tal letargo que se la creyó muerta. Su cuerpo fue puesto en una fosa
profunda, sin cubrirla de tierra. Pronto se escuchó un ruido en la tumba, pero no se le prestó atención. Dos
o tres años después, alguien de la misma familia murió, se abrió la tumba y se encontró el cuerpo de la
señorita cerca de la piedra que cerraba la entrada: ella había en vano tratado de mover esa piedra, y no
tenía dedos en la mano derecha, pues los había devorado de desesperación.
Tournefort cuenta, en el tomo I de su Viaje al Levante, la forma en que el vio exhumar a un brucolaque de
la isla de Mycone, en la cual él se encontraba en 1701.
"Era un campesino de naturaleza triste y peleador, circunstancia que hay que hacer notar en sujetos
similares. Fue muerto en el campo, no se sabe por quien ni como. Dos días después de haber sido
inhumado en una capilla de la villa, corrió la noticia de que se le veía en la noche pasearse a grandes
pasos, y que iba a las casas a dar vuelta los muebles, apagar las lámparas, abrazar a la gente por detrás y
hacer mil travesuras. Al principio se reían, pero el asunto se tornó serio cuando la gente más honesta
comenzó a quejarse. Los papas griegos estaban de acuerdo con este hecho y sin duda que ellos tendrían
algunas razones para ello. Sin embargo, el espectro continuaba la misma vida. Se decidió al fin, en una
asamblea de príncipes de la villa, curas y religiosos, que se esperaría, según no sé qué ceremonial antiguo,
los nueve días posteriores al enterramiento. Al día décimo se dio la misa en la capilla en donde estaba el
cuerpo, a fin de expulsar al demonio que se creía que estaba allí. Una vez que se dio la misa, se desenterró
el cuerpo y se consideró necesario quitarle el corazón, lo que sacó aplausos a toda la asamblea. El cuerpo
olía tan mal que se vieron obligados a quemar incienso; pero este, confundido con el mal olor, no hizo
más que aumentarlo y comenzó a recalentar el cerebro de esa pobre gente. Su imaginación se llenó de
visiones. Dicen que salía un espeso humo de este cuerpo; nosotros nos atreveríamos a asegurar, dice
Tournefort, que era el del incienso. No se escuchaban gritos más que Vroucolacas en la capilla y en la
plaza. El ruido se expandió en las calles como por por mugidos, y ese nombre parecía hecho para
aterrorizar a todos. Muchos asistentes aseguraban que la sangre estaba aún roja; otros juraban que él
estaba aún vivo; se concluía por lo tanto que el muerto cometía la equivocación de no estar muerto, o,
para decirlo mejor, de de haber sido reanimado por el diablo. Esta es precisamente la idea que se tiene de
un brucolaque o vroucolaque. Las personas que lo habían enterrado expresaron que ellos se habían dado
cuenta de que no estaba rígido, cuando se le transportaba del campo a la iglesia para enterrarlo, y que en
consecuencia era un verdadero brucolaque. Ese es el refrán. En fin, todos estuvieron de acuerdo en
quemar el corazón del muerto, el que después de esta ejecución no fue mas dócil que antes. Aún se le
acusaba de golpear a la gente en la noche, y de vaciar las pipas y las botellas. Era un muerto muy
alterado. Yo creo, agrega Tournefort, que él no respetó más que la casa del cónsul en la cual nosotros nos
alejábamos. Pero todo el mundo tenía la imaginación desbocada, era una verdadera enfermedad del
cerebro, tan peligrosa como la manía y la rabia. Se veía a familias enteras abandonar sus casas, llevando
sus colchonetas a la plaza para dormir allí. Los más juiciosos se retiraron al campo. Los ciudadanos un
poco celosos por el bien público aseguraron que había faltado lo más esencial de la ceremonia: era
necesario, decían ellos, celebrar una misa después de haber quitado el corazón del difunto. Ellos
pretendían que con esta pretensión se sorprendería al diablo, y sin duda no tendría la audacia de volver.
Al haber comenzado con la misa él había tenido tiempo de entrar después de haberse escapado. Sin
embargo, se hicieron procesiones en toda la aldea durante tres días y tres noches. Se le pidió a los papas
que ayunaran, se determinó hacer guardia durante la noche, y se detuvo a algunos vagabundos que sin
duda tenían parte en todo este desorden. Pero se les dejó libres muy temprano, y dos días después, para
reponerse del ayuno que habían hecho en prisión ellos recomenzaron a vaciar las pipas de vino de
aquellos que habían abandonado su casa durante la noche. Por lo tanto fue necesario volver a las
plegarias.
"Una mañana en que se recitaban estas oraciones, después de haber puesto cantidades de espadas
desnudas sobre la fosa del cadáver, al cual se le desenterraba tres o cuatro veces por día, siguiendo el
capricho del primero que llegaba, un albano que se encontraba en Mycone dijo en tono doctoral que era
ridículo utilizar en casos similares las espadas de los cristianos. ">No ven ustedes, pobre gente, que la
guarnición de las espadas, al formar una cruz con las empuñaduras, impide al diablo salir de este cuerpo?
>Por qué no se sirven ustedes mejor de los sables de los turcos?" El consejo no sirvió de nada: el
brucolaque era intratable, y no se sabía a qué santo encomendarse, hasta que se resolvió, de una voz
unánime, quemar el cuerpo entero. Después de esto ellos desafiaban al diablo a alojarse allí. Se preparó
por lo tanto una pira al extremo de la isla de Saint-Georges, y los restos del cuerpo fueron consumidos el
1. de enero de 1701. A partir de entonces no se escuchó más hablar del brucolaque: se contentaron con
decir que el diablo había sido atrapado esta vez, y se hicieron cantos para ponerlo en ridículo.
"En todo el archipiélago, dijo Tournefort, estamos bien persuadidos que no es más que de los griegos del
rito griego de los cuales el diablo reanima los cadáveres. Los habitantes de la isla de Santonine conocen
muy bien este tipo de espectros. Los de Mycone, después de que sus visiones fueron desvanecidas, temían
igualmente las persecuciones de los turcos, y aquellas del cura de Tine. Ningún cura quería quedarse en
Saint-Georges cuando se quemó el cuerpo, por temor a que el obispo exigiera una suma de dinero por
haber hecho desenterrar y quemar un muerto sin su permiso. Para los turcos es seguro que en la primera
visita ellos lograron hacer pagar a la comunidad de Mycone la sangre de este pobre vuelto a la vida que
fue la abominación y el horror de su región."
Se publicó, en 1773, una pequeña obra titulada Pensamiento filosófico y cristiano sobre los vampiros, por
Juan Cristóbal Herenberg. El autor habla, a la pasada, de un espectro que se le apareció a él mismo en
pleno mediodía: él afirma que los vampiros no hacen morir a los vivos y que todo lo que se dice no debe
ser atribuído más que a la confusión de la imaginación de los enfermos. Él prueba, por diversas
experiencias, que la imaginación es capaz de causar grandes desórdenes en el cuerpo y en el estado de
ánimo. Hace notar que en Eslavonia se empala a los asesinos, y que se perfora el corazón de los culpables
con una estaca que se les entierra en el pecho. Si se ha empleado el mismo castigo contra los vampiros, es
porque se les supone autores de las muertes de aquellos a los que se dice que les chupan la sangre.
Cristóbal Herenberg da algunos ejemplos de este suplicio ejercido contra los vampiros, algunos desde el
año 1337, otros en el año 1347, etc.; habla de la opinión de aquellos que creen que los muertos mascan en
sus tumbas, opinión que el trata de probar por la antig"uedad de las citas de Tertullien, al comienzo de su
libro de la Resurrección, y de San Agustín en el libro VIII de la Ciudad de Dios.
En cuanto a esos cadáveres que se han encontrado, él dice, llenos de una sangre fluída, y en los cuales la
barba, los cabellos y las uñas se han renovado, con un poco de preocupación se pueden rebatir los tres
cuartos de estos prodigios; y aún hay que ser muy benevolente para admitir una parte. Todos aquellos que
razonan conocen bien cómo el vulgo es crédulo, y aún como ciertas historias hacen crecer las cosas, que
parecen extraordinarias. Sin embargo, no es imposible explicar físicamente la causa. Se sabe que hay
ciertos terrenos que son adecuados para conservar los cuerpos en todo su frescor: las razones han sido tan
explicadas que no es necesario detenerse en ello.
Se muestra aún en Toulouse, en una iglesia, una bodega donde los cuerpos permanecen tan perfectamente
enteros, que se han encontrado en 1789 que habían algunos de cerca de dos siglos, y que parecían vivos.
Los habían ordenado de pie contra las murallas, y llevaban aún los vestidos con los cuales se les había
enterrado.
Lo que hay de más singular es que los cuerpos que se ponen del otro lado de esta misma bodega se
transforman dos o tres días después en la comida de los gusanos. En cuanto al crecimiento de las uñas, de
los cabellos y de la barba, eso se nota muy a menudo en muchos cadáveres. Mientras queda humedad en
los cuerpos no es sorprendente que durante cierto tiempo se vea algún aumento en partes que no exigen la
afluencia de jugos vitales. En cuanto al grito que los vampiros hacen escuchar cuando se les entierra la
estaca en el corazón, nada es más natural. El aire que se encuentra encerrado en el cadáver, y que se hace
salir con violencia, produce necesariamente este ruido al pasar por la garganta: a menudo aún los cuerpos
muertos producen estos sonidos sin que se les toque.
He aquí una anécdota que puede explicar algunas de las características del vampirismo, que no
pretendemos negar o explicar. El lector sacará las consecuencias que de ello deriven naturalmente. Esta
anécdota ha sido informada en muchos diarios ingleses, y particularmente en el Sun del 22 de mayo de
1802.
A comienzos de abril del mismo año, el llamado Alexander Anderson se dirigía de Elgin a Glasgow,
sufrió una cierta enfermedad, y entró en una hacienda que se encontraba en la ruta, para descansar un
poco. Ya sea por haber estado ebrio, sea por no querer ser inoportuno, se fue a acostar en una casucha
donde se cubrió de paja, de manera de pasar inadvertido. Desgraciadamente, después de que él se hubo
dormido, la gente de la hacienda tuvo ocasión de agregar una gran cantidad de paja a aquella de la cual el
hombre se había servido, y no fue más que tras cinco semanas que se le descubrió en esta singular
situación. Su cuerpo no era más que un esqueleto horrible y descarnado. Su espíritu estaba tan confundido
y enajenado que no daba ningún signo de comprensión: ya no podía hacer uso de sus pies. La paja que
había rodeado su cuerpo estaba reducida a polvo, y aquella que estaba cerca de su cabeza parecía haber
sido masticada. Cuando se le retiró de esta especie de tumba, tenía las mejillas prácticamente apagadas,
aún cuando sus latidos eran muy rápidos, la piel estaba húmeda y fría, los ojos inmóviles y muy abiertos,
y la mirada asombrada. Después de que se le hizo tragar un poco de vino recobró suficientemente el uso
de sus facultades físicas e intelectuales para decirle a una de las personas que le interrogaban que la
última circunstancia que recordaba era aquella en la cual había sentido que se le lanzaba paja sobre el
cuerpo, pero parecía que después de aquello no tuvo más conocimiento de su situación. Se supuso que él
había permanecido permanentemente en un estado de delirio, ocasionado por la escasez de aire y por el
olor de la paja, durante las cinco semanas que él había pasado así, si no sin respirar, al menos respirando
difícilmente y sin tomar más alimento que el poco de sustancia que pudo extraer de la paja que le rodeaba
y que él tuvo el instinto de masticar.
"Este hombre tal vez viva aún. Si su resurrección hubiera tenido lugar en poblaciones infectadas por la
idea del vampirismo, tomando en cuenta sus grandes ojos, su aire despistado, y todas las circunstancias de
su situación, lo habrían quemado antes de darle tiempo de volver en sí; y sería un vampiro más."
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