EL CRIMINAL DE AMARNA
I
El hombre que se casó con la más hermosa mujer que haya existido en cualquier tiempo y lugar, fue también el primero de los herejes conocidos. Además, cosa inhabitual entre los herejes, era rey. De esta suerte, no hubo disturbios al producirse su herejía; sencillamente, fue decretada por él. Pero el mundo de los intereses creados, empobrecido por ello, le odió; y su pueblo, liberado demasiado de prisa de las ideas tradicionales, se alarmó. Ese rey se llamó Amenhotep IV, un faraón de la XVIII dinastía, entre los años 1.372 y 1.354 a. de C. Para celebrar la herejía, cambió su nombre por el de Akhnatón. Es decir, prefirió ser llamado “Atón es muy feliz” a “Amón está satisfecho”. El motivo de ello era la afición del Faraón por las explicaciones físicas; de ahí que concibiera al dios omnipotente como un disco solar, más que como un espíritu del sol.
La maravillosa reina fue Nefertiti, cuyo nombre significa “La belleza mora entre nosotros”. No podemos dudar de esta belleza; su busto, encontrado entre los restos de un antiguo taller, es por demás convincente. Al parecer, estuvo destinada a servir de modelo, y el escultor (de nombre quizá Thutmosis) olvidó hacer el iris del ojo izquierdo. Sin embargo, en la obra de arte nada falta realmente cuando se da la perfección.
Es necesaria la sobriedad del historiador para no perderse en romanticismos ante esta constelación de maravillas. Una mirada de esos ojos, una palabra de esos labios, debieron hacer sin duda de la obediencia un privilegio. ¿No fue Nefertiti quien inspiró la herejía y mantuvo el celo de Akhnatón? Algunos datos parecen probarlo. Su nombre fue borrado de varios monumentos, en los que, en su lugar, aparece el de su hermana Meritaten. Por consiguiente, podemos suponer que los sacerdotes le infligieron una venganza semejante a aquella que eliminó el nombre de Akhnatón del calendario de los reyes, donde aparece, cuando lo hace, como “el criminal de Amarna”.
Con todo, debemos esperar de un rey que reine; y cuando un rey es tan absoluto como lo fueron los faraones, tenemos que considerarle como el origen más genuino del gobierno. No es, por tanto, probable que Akhnatón aboliera los antiguos ritos y las viejas teogonías con el único designio de complacer a una reina, por hermosa que fuese. Sin duda, ella lo aceptó y también le infundió su fuerza. Incluso es posible que permaneciera fiel al culto de Atón más tiempo que el propio Faraón. Pero, el culto en sí mismo fue una idea de Akhnatón, el concepto de un soñador y un filósofo, que poseyó la más singular de las suertes: la de ser, al mismo tiempo, rey.
Los hechos fundamentales están suficientemente claros. Akhnatón proscribió la vieja teología, clausuró los templos de los dioses tradicionales y abolió los sacerdocios, servicios y beneficios vinculados con ellos. En la llanura de Amarna se edificó un nuevo santuario y una nueva capital, Akhetaten, la Ciudad del Horizonte del Sol. El furor y la consternación sacerdotales difícilmente pueden haber sido menores que lo serían si algún gobierno actual aboliera, de un solo golpe, catolicismo, protestantismo, judaísmo y todas las religiones existentes hasta ahora. No obstante, los sacerdotes, heridos de este modo, no tuvieron otra alternativa ni desagravio que aceptar de momento los hechos. La voluntad del Faraón era soberana.
Es evidente la posibilidad de destruir un grupo enajenándole sus funciones; pero esto sólo puede hacerse cuando el resto de la población lo desea o, al menos, apoya el cambio. Mas, por lo que cabe inferir, Akhnatón actuó sin ese apoyo y sin demasiada intención de concitarlo.
Acaso algún conflicto con la clase sacerdotal heredado del reinado anterior fue lo que le hizo apresurarse en la acción. En cualquier caso, consiguió la obediencia, mas no la aquiescencia.
¿Qué haría y qué pensaría la gente, cuando los dioses a los que había adorado y por los que había jurado y vivido fueron de consuno declarados inútiles?
El hijo enfermaba y siempre se había recurrido a Amón en tales ocasiones. El marido había muerto y siempre había sido necesario ajustar estas cuentas con Osiris. Pero, ahora, por decreto del Faraón, Amón y Osiris no se encontraban en ningún lado. Sus sacerdotes estaban dispersos, sus templos eran césped devastado. Antaño, Amón sanaba y Osiris salvaba. ¿Podía alguien creer que Atón haría lo mismo?
En esta situación, es lógico que el pueblo se sintiera desvalido ante cualquier evento. Se había suprimido una guardia de confianza y la nueva no parecía ofrecer protección, porque no había sido probada... Así, los hombres conservaron una fe secreta en la vieja religión y en los antiguos ritos; estaban de parte de los sacerdotes, a pesar de los decretos del rey. Y al final, muerto Akhnatón, los sacerdotes y el pueblo hicieron con las obras de aquél lo mismo que el Faraón había hecho con no pocas de las suyas. La Ciudad del Horizonte del Sol fue arrasada hasta sus cimientos, que aún se consumen en Amarna, y el sucesor, Tutankatón, cambió su nombre por el famoso de Tutankamón, que hoy conocemos.
Fue así como el dios Atón, el divino disco solar, sucumbió ante el dios Amón, el espíritu del sol. Esto había sucedido ya con muchos dioses anteriores a él y se ha repetido con otros muchos posteriores. Cuando las divinidades se mezclan con la política han de estar preparadas para soportar la penumbra y la oscuridad.
II
Si consideramos la estructura social en el curso de estos acontecimientos, comprenderemos por qué las opiniones y la política de Akhnatón fueron heréticas. Lo fueron por nuevas y por implicar un cambio en la posesión del poder. Akhnatón había declarado falsas ciertas doctrinas, remplazándolas por otras que daba por verdaderas. Esta transformación en el dominio del pensamiento requirió una alteración en la estructura política. En efecto, Akhnatón había privado de sus funciones y privilegios a toda una clase –los sacerdotes de Amón–, cuya riqueza, prestigio y poder dependían de la aceptación popular de las viejas ideas, abolidas ahora. Al mismo tiempo, como la historia demuestra claramente, las ideas no pueden ser simplemente abolidas. Tienen una vida propia, más larga por cierto de la que se concede a los gobiernos.
Las herejías son, de este modo, ideas que desorganizan una sociedad establecida, hasta el punto de cambiar o de amenazar con cambiar el reparto del poder en ella. Ocurre, por otra parte, que la herejía de Akhnatón era además de todo eso, tremenda, hasta el extremo de que en algunas partes del mundo sigue siendo una herejía. Se relacionaba y se relaciona con el esfuerzo de los hombres para convertirse en científicos; es decir, aceptar el mundo y explicarlo en términos de concepto tales como materia y energía, o espacio y tiempo. Estos conceptos son netamente impersonales. Explican los acontecimientos sin recurrir a ningún poder que –concebido por analogía con los seres humanos– posea propósitos o intenciones. Por ejemplo, si una piedra cae de un edificio, golpea a un peatón y le mata, la ciencia se limita a explicarlo por la ley de la gravedad, la masa de la piedra y la fragilidad del cráneo.[1] La ciencia no invocará nunca la noción de un personaje sobrenatural que habría producido la muerte con intención.
Así, pues, la ciencia que ahora nos enorgullece no alcanzó hasta hace muy poco tan admirable estado. La antigua interpretación del mundo, que no fue radicalmente atacada hasta el siglo xvii, afirmaba que la mayor parte de los fenómenos eran intencionados. Cierta deidad, cierto personaje sobrehumano y sobrenatural los premeditaba y los producía. «El mundo (vid. “Frankforts”) no aparece inanimado para el hombre primitivo, ni tampoco vacío, sino rebosante de vida; y la vida tiene una individualidad, en el hombre, en el animal, en la planta, y en todos los sucesos con los que se enfrenta el hombre, como el trueno, las tinieblas, repentinas, el fantástico claro en el bosque, la piedra que cae inesperadamente, cuando el hombre tropieza durante una cacería... Cualquier fenómeno puede hacerle frente en un momento, no en tanto que “Ello”, sino como un “Tú”.»[2] Los egipcios encontraron estos poderes sobrenaturales, pero no humanos en los animales, en los pájaros y en los simples sistemas inorgánicos, tales como la piedra, el mar y el cielo. El cocodrilo podía morder con fuerza y el halcón elevarse a gran altura, el león era corpulento, el ibis –empollando muy quieto en el agua– poseía un halo de sabiduría. El mundo parecía lleno de poderes que excedían a los hombres, pero unidos a intenciones no distintas de las nuestras.
En algún momento de su desarrollo, estas ideas revelaban ciertas implicaciones políticas. Por ejemplo, una de las razones de la existencia de multitudes de dioses fue la gran cantidad de comunidades establecidas en el Valle del Nilo, cada una con sus dioses tutelares concebidos como especialmente interesados por la propia comunidad. La unificación de los pequeños grupos en uno más amplio –culminando en la configuración de un solo reino– trajo consigo la unificación de los dioses.
Así, Amón, dios solar del Alto Nilo y Ra, dios solar del Bajo Nilo, formaron conjuntamente Amón‑Ra, cuya supremacía era celebrada en Tebas. Pero, parece que los egipcios prefirieron una pluralidad de dioses y hasta cierta anarquía entre ellos. “De vez en cuando –dice Cottrell– los sacerdotes trataron de organizar a todos aquellos dioses en un sistema único, pero la tarea era superior a sus fuerzas”.[3] Cabe sospechar que esta anarquía teológica reflejase una administración inteligente. La autoridad absoluta del Faraón se asentaba en una hábil delegación de poder; y las comunidades locales, que eran los sillares del gigantesco edificio, confirmaban su integridad a través del conocimiento de sus dioses favoritos.
Pero, lo más impresionante era la devoción del Faraón o divinidad. Según parece, los faraones debieron empezar como sumos sacerdotes de un dios cualquiera, uniendo a esto su cualidad de jefatura política. Insensiblemente, este estatuto se transformó en el de un dios encarnado. Están claras las ventajas políticas. Un dios tiene poderes sobrehumanos y merced, en parte a estos poderes, méritos sobrehumanos. Tales méritos y poderes protegen a cada Faraón en su gobierno y en su vida. Su condición semidivina los convirtió en algo tan lejano como sus propios dioses, inasequibles excepto para unas pocas personas consagradas, que pertenecían generalmente a su familia. Rodeado de una etiqueta rígida, el Faraón conoció –del modo más terriblemente perfecto– la soledad con la que el poder anatematiza al poderoso.
Por lo tanto, el único camino parecía ser el de gobernar y mantenerse a salvo. Un Faraón ya anciano –llamado Amenhotep– advertía de este modo a su hijo: “Mantente firme frente a estos subordinados tuyos y evitarás que te suceda como a aquellos a quienes no se les ha prevenido de tales asechanzas. No te acerques a ellos en tu soledad; ni colmes tu corazón con un hermano; no conozcas amigos ni te crees relaciones de intimidad, pues no ha de acarrearte consecuencias felices. Yo di limosna al pobre y eduqué al huérfano, (pero) el que comió mi pan alzó contra mí los ejércitos, y el que vistió mi fina ropa me consideró como una raíz seca”.[4] La divinidad es, con mucho, la astucia más ingeniosa que la teoría política ha descubierto en el curso de los siglos. Protege al gobernante en su vida y en su poder; pero, más particularmente, salvaguarda la institución de las debilidades humanas del que ejerce el poder. Un simple hombre se parece demasiado a sus gobernados, con todas las posibilidades de error y de vicio. Teóricamente, la vía más adecuada para colocarlo a la altura de su potestad es convertirle en un dios. Mas, para hacerlo, la teoría debe afirmar que existen los dioses como personajes superiores a la naturaleza humana y a toda naturaleza, sobre la cual pueden conocer, elegir y actuar. Además, debe afirmarse un orden del ser, de la existencia y de la realidad, más perfecto en su verificación y más digno de admiración que todo lo que se advierte en la constitución física del mundo.
La misión de los sacerdotes consistía en hacer perdurable esta especie de filosofía trascendental y, a partir de ahí, encontraban la justificación para su puesto destacado dentro de la jerarquía política. Sin embargo, el prestigio estuvo a la altura de la mitología.
Mucho deben los sacerdotes –la intelligentsia de aquella época– a sus conocimientos científicos y al secreto de que se rodeó a dichos conocimientos. Habían aprendido cómo “predecir el tiempo de la crecida del Nilo, calcular el volumen de la inundación, y por consiguiente la cosecha posible”.[5] Avanzaron en la investigación y proporcionaron información sobre diques y canales, pesas y medidas y toda la geometría necesaria para construir las pirámides. Su mayor proeza fue la invención del lenguaje escrito –extraordinaria astucia, que como dice Cottrell, permite la comunicación sin contacto personal.
Podemos empezar a deducir de todos estos hechos algunas de las características de la ideología del antiguo Egipto. La ideología de un pueblo es la reunión de sus doctrinas; algo intermedio entre un sistema y un flujo que trata de describir la propia sociedad y su medio físico. De ordinario, es todo lo científico que la sociedad requiere o permita; a veces un poco más, a veces un poco menos. Preserva y perpetúa cierto número de ideas heredadas y con ello da fe de la continuidad de las generaciones. Expresa, en la medida de lo posible, el control del pueblo sobre la naturaleza y el control del gobernante, sobre el pueblo.
Desde el punto de vista ideológico, el control del gobernante sobre el pueblo requiere mucho más que la mera aserción de la realidad de su existencia. Precisa una justificación. Nada puede ser menos evidente por sí mismo que el hecho de que un gobernante dado sea el mejor y el único que deba gobernar. Siempre se necesita una prueba de que, en efecto, debe gobernar y hacerlo como lo hace. Hemos visto cuán fácilmente puede hacerse esta prueba a partir de la idea de que el gobernante es un dios; pero la necesidad de justificación es sentida en todos los rangos de la jerarquía, cuyo “status” y justificación derivan del mismo origen.
Podríamos reconstruir, al margen de la cronología, un pequeño drama de aquellos lejanos tiempos. Un hombre se lamenta de la manera de actuar de los tribunales: “¡Secuestradores, ladrones, saqueadores, funcionarios! –y así señalaba al demonio castigado–. ¡El cargo público es el refugio de los arrogantes!” –y así señalaba a la mortificada falsedad.[6] Ahora, sin duda, la clase de los funcionarios debe contestar y explicarse mostrando, al menos, la rectitud de sus intenciones. Cabría repetir lo que dijo un visir: “Cuando juzgué a un demandante, no mostré parcialidad, no incliné mi frente por una gratificación..., sino que liberé al hombre tímido del arrogante”; [7] o, si les acosan con más dureza, buscarían refugio trascendental en las justas decisiones de un dios: “Amón juzga la tierra con sus dedos... Repara lo injusto”.[8]
Vemos cómo la justificación de la organización ha existido desde los primitivos imperios y seguirá siendo necesaria y practicada por tanto tiempo como dure la sociedad humana.
III
La autojustificación, por el mero hecho de serlo, está muy próxima a un arte corrompido. La sospecha surge inopinadamente y hace recelar hasta al observador menos avisado. Poco después, sin embargo, encuentra que no puede penetrar en la explicación. El telón propagandístico que oculta el hecho perverso pende ahí, denso e impenetrable. La autojustificación supone una poderosa salvaguarda del poder.
De ser esto cierto, aún sorprende más que un rey haya tratado de alterar tal protección y procedido de la manera más apropiada para destruirlo. A lo largo de la historia humana la salvaguarda ideológica ha sido, en conjunto, más fuerte cuando implicaba poderes y personajes sobrenaturales. Al inclinarse por una visión puramente científica del mundo, Akhnatón –probablemente sin darse cuenta– despertó todas las consecuencias democráticas que subyacen en la ciencia. Por lo que es dado decir de él que empezó, de manera muy remota, un dilatado proceso histórico de enemistad para con los reyes.
Existen fragmentos considerables de un “Himno al Sol” atribuido al propio Akhnatón. El “Himno” canta las necesidades humanas y adora al sol físico como un gran agente por cuya mediación se satisfacen todas las necesidades. El sol hace posible la vida para los hombres, las plantas y los animales. Hace posible el trabajo, “ahuyentando la oscuridad”[9] y el sueño al devolvernos las sombras de la noche. Ayuda al pájaro que echa pluma en su cascarón, y al niño “que vive en el cuerpo de su madre”. Pone un Nilo en el cielo, regando los campos y las ciudades; sus rayos “alimentan los jardines”. Ciertamente, la energía solar reporta beneficios a todos los hombres. De este modo, Atón podía considerarse como un dios extremadamente democrático. Pero no era esto exactamente lo que Akhnatón pretendía. Por el contrario, el “Himno” nos presenta a Akhnatón como hijo del sol y único verdadero iniciado.
Nadie más te conoce. / Sólo tu hijo Akhnatón. / Tú le has hecho sabio / en tus designios y en tu poder. / El mundo se aloja en tus manos, / como tú lo has concebido. / Cuando te muestras, ellos viven, / cuando te ocultas, ellos mueren, / porque eres la duración de tu propia vida. / Los hombres viven gracias a ti. / Los ojos del hombre contemplan la belleza / hasta que te pones. / Todo trabajo se abandona / cuando te ocultas en el Oeste. / Cuando de nuevo apareces / haces florecer (loada mano) para el rey. / Y la prosperidad está en cada pie, / ya que tú modelaste el mundo, / y lo creaste para tu hijo, / que procede de tu carne, / el rey del Alto y Bajo Nilo, / que mora en la verdad. Señor de Ambas Tierras, / Nefer-Khepru‑ra (Akhnatón), / hijo de Aa, que vive en la verdad, Señor de las Diademas, / Akhnatón, de larga vida; / Y para la real esposa, su amada, / Señora de Ambas Tierras, Nefer‑Nefru‑Atón, Nefertiti, / que vive y florece por siempre.
Akhnatón no era un allanador. Pretendía conservar el orden jerárquico de la sociedad, en la que él ocuparía el más alto puesto. Sin duda, es uno de los dones más agradables, hacer que cada pie y cada mano favorezcan al rey. No era corriente entre las ideologías humanas un reconocimiento tan ingenuo de la explotación.
De hecho, se realizó la democratización del espíritu, ya que no de la estructura social. El arte egipcio entró en un súbito realismo, llegando incluso al informalismo. Akhnatón y Nefertiti aparecían jugando con sus hijos, acariciándoles y besándoles, como lo hacen todos los padres. El yerno, Tutankhamón, y su mujer (tercera hija de Akhnatón) fueron tratados del mismo modo; el rey está cómodamente sentado en su silla, con un brazo sobre el respaldo, mientras la reina toca afectuosamente su hombro, bien para ajustar su collar o para ofrecerle el perfume que lleva en su jarro.[10] Ningún faraón anterior había permitido pintar escenas tan íntimas. La lejanía ha abandonado al monarca; desea que sus súbditos sepan que sus afectos se parecen mucho a los de ellos. Es un rey del género père de famille, como trataron de ser en su tiempo Luis XV y Luis XVI.
El disco de Atón, en las representaciones de aquel tiempo, extiende sus manos para ayudar a la humanidad. Tal vez con esta imagen Akhnatón quiso decir tan sólo que él era el señor de toda la humanidad. De este modo, como veremos, es difícil eludir las implicaciones posteriores de igualdad y de hermandad. Probablemente éstas son el núcleo de toda la herejía, aunque el hereje no sea consciente de ello. Constituye una dádiva que confieren incluso ciertas herejías que no son otra cosa que locura y orgullo. ¿Pudo haber ocurrido que los sacerdotes del viejo espejismo, cuando establecieron la provechosa oscuridad, supieron de un modo veladamente profesional que no sólo habían salvado sus propias carreras, sino la posibilidad de la intriga eclesiástica en general? Si no lo sabían, fueron entonces la única clase parásita en la historia sin conciencia de que, para que se dé el parasitismo, ha de ser mantenida la oportunidad social que lo posibilita.
Evidentemente, el conocimiento no triunfa siempre, ni tampoco la belleza. Sin embargo, permanecen subyacentes y, a la larga, acaban aflorando de nuevo a la superficie de las cosas. Es habitual que los herejes surjan en las capas más bajas de la sociedad, allí donde los privilegios no alcanzan a pervertir el desarrollo de las nuevas ideas. No obstante, Akhnatón y Nefertiti corrieron enormes riesgos políticos por el culto de Atón, y la razón de que lo hicieran fue la de creerlo verdadero. En último término, esta devoción al principio los salvó. A pesar de todo, aunque la “Ciudad del Horizonte del Sol” fuese arrasada y borrados los nombres de Akhnatón y Nefertiti, sabemos más sobre el real científico y la real belleza que sobre muchos otros que les precedieron o les siguieron. Y más que muchos otros, les agradecemos a ellos lo que sabemos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario