KRAKEN ACECHA
John Wyndham
FASE 1
Yo soy un testigo digno de crédito; usted es un testigo digno de crédito; prácticamente,
todos los hijos de Dios somos, según estimación propia, testigos dignos de crédito..., lo
cual da lugar a que, de un mismo asunto, se tengan versiones e ideas muy diferentes.
Casi las únicas personas que yo conozco que estaban completamente de acuerdo en
todos los puntos sobre lo que vieron la noche del 15 de julio eran Phyllis y yo. Pero, como
daba la casualidad de que Phyllis era mi esposa, la gente decía - a espaldas nuestras,
naturalmente - que yo la había «convencido a pesar suyo», idea que sólo podía
ocurrírsele al que no conociera a Phyllis.
La hora era las once y cuarto de la noche; el lugar, latitud treinta y cinco, unos
veinticuatro grados al oeste de Greenwich; el barco, el Guinevere; la ocasión, nuestra luna
de miel. Sobre estos datos no existe discusión posible. El crucero nos había llevado a
Madeira, las Canarias, las islas de Cabo Verde, y había vuelto hacia el norte para
enseñarnos las Azores en nuestro viaje de regreso a casa. Nosotros, Phyllis y yo,
paseábamos por cubierta, tomando el aire. Del salón llegaban hasta nosotros la música y
el jaleo del baile, y el crooner aullaba por alguien. El mar se extendía ante nosotros como
una llanura plateada a la luz de la luna. El barco navegaba tan suavemente como si lo
hiciera por un río. Nosotros contemplábamos en silencio la inmensidad del mar y del cielo.
A espaldas nuestras, el crooner continuaba berreando.
- Estoy tan contenta que no siento como él; debe de ser devastador - dijo Phyllis -. ¿Por
qué la gente, cuando forma masa, produce estos aterradores sollozos?
Yo no tenía respuesta preparada para eso, y ya había conseguido encontrar una a
propósito cuando la atención de Phyllis quedó captada de repente por otra cosa.
- Marte parece enfadado esta noche, ¿no te has dado cuenta? Espero que eso no sea
de mal agüero - dijo.
Miré hacia donde ella señalaba; un punto rojo entre miríadas de puntos blancos, y
experimenté cierta sorpresa. Por supuesto, Marte siempre está rojo, pero yo nunca lo
había visto tanto como aquella noche... aunque tampoco las estrellas, vistas desde casa,
eran tan brillantes como lo eran aquí. Bueno, acaso en los trópicos fuera así.
- Sí, está un poco encendido - convine con ella.
Por unos instantes contemplamos el disco rojo. Luego, Phyllis dijo:
- Tiene gracia. Produce la impresión de que se va haciendo más grande.
Expliqué que eso era una alucinación producida por mirar fijamente. Continuamos
mirando, e indiscutiblemente iba aumentando de tamaño. Además:
- Hay otro. No pueden ser dos Marte - dijo Phyllis.
Y no cabía duda de que era así. Un punto rojo más pequeño, un poco más arriba y a la
derecha del primero. Ella añadió:
- Y otro. A la izquierda... ¿Lo ves?
También tenía razón en eso, y esta vez el primero brillaba como la cosa más notable y
destacada del cielo.
- Debe de tratarse de un vuelo de aviones de cierta clase, y lo que estamos viendo es
una nube de vapor luminoso - sugerí.
Observamos que los tres puntos se hacían, poco a poco, más brillantes y descencían
por el cielo hasta situarse a poca distancia por encima de la línea del horizonte, reflejando
en el agua un reguero rojizo que se dirigía hacia nosotros.
- Ahora, cinco - dijo Phyllis.
Desde aquel momento nos han pedido a nosotros dos que los describiéramos; pero
acaso no estábamos dotados de una vista adecuada para los detalles, como algunas
otras personas. Lo que nosotros dijimos en su momento, y lo que aún decimos, es que en
aquella ocasión no existía un verdadero modelo visible. El centro era de color rojo fuerte,
y la especie de pelusa que le rodeaba era menos roja. La mejor sugerencia que puedo
hacer es que se trataba de una luz roja muy brillante, vista a través de una espesa niebla,
que la rodeaba como un fuerte halo. Ésta es la mejor descripción que puedo hacerles.
Otras personas paseaban por cubierta, y, honradamente, acaso debería mencionar que
ellas parecieron ver aquellas luces con forma de cigarros, de cilindros, de discos y de
ovoides, e, inevitablemente, de platillos. Nosotros, no. Lo que es más: nosotros no vimos
ocho, ni nueve ni una docena. Vimos cinco.
El halo podía ser o no podía ser debido al chorro de un avión a propulsión; pero no
indicaba ninguna gran rapidez. Las cosas crecían de tamaño muy lentamente a medida
que se acercaban. Hubo tiempo suficiente para que la gente regresara al salón y avisara a
sus amigos para que las vieran; de ese modo, se formó un grupo de pasajeros a lo largo
de la cubierta, mirándolas y haciendo conjeturas.
Por no tener escala a mano, no podíamos juzgar sobre el tamaño ni sobre la distancia
a que se encontraban. De todo lo que podíamos estar seguros era de que descendían con
gran parsimonia, como si no tuvieran prisa.
Cuando el primero de ellos tocó el agua, se produjo una especie de surtidor que se
abrió en forma de pluma sonrosada. Luego, rápidamente, surgió otro chorro más bajo,
pero más ancho, que había perdido el matiz sonrosado, y era simplemente una nube
blanca a la luz de la luna. Empezaba a esfumarse cuando el ruido que producía nos llegó
como un silbido seco. El agua que rodeaba el sitio burbujeó, hirvió y espumeó. Cuando el
vapor de humo desapareció, nada quedaba por ver allí, excepto una mancha de
turbulencia que se iba amortiguando paulatinamente.
Entonces, el segundo de ellos se introdujo en el mar, de la misma forma que el anterior
y casi en el mismo sitio. Uno tras otro, los cinco se sumergieron en el agua con gran
expansión de líquido y silbido de vapor. Luego este vapor de humo aclaró, dejando ver
solamente unos cuantos parches contiguos de agua perturbada.
A bordo del Guinevere sonaron las campanas y cambió la pulación de las máquinas.
Empezamos a cambiar de ruta. La tripulación se dispuso a tripular los botes; los hombres
se prepararon a arrojar los salvavidas...
Cuatro veces recorrimos lentamente el área, buscando. No había rastro de nada. El
agua se extendía en torno nuestro, a la luz de la luna, tranquila, vacía, imperturbable...
A la mañana siguiente envié mi tarjeta al capitán. Por aquellas fechas yo tenía mi
trabajo pendiente con la E.B.C., y le expliqué que, seguramente, estarían dispuestos a
admitir un relato mío sobre los sucesos de la noche anterior.
Me dio la respuesta corriente:
- ¿Querrá usted decir con la B.B.C.?
La E.B.C. era, por entonces, una emisora recién inaugurada. La gente, acostumbrada
desde hacía muchísimo tiempo al monopolio que la B.B.C. ejercía sobre el espacio
británico, encontraba aún dificultad en acostumbrarse a la idea de un servicio de radio
competitivo. La vida hubiera sido mucho más sencilla también si alguien no hubiese tenido
la idea, en los primeros momentos de la emisora, de titularla, contra viento y marea, la
English Broadcasting Company. Fue una de esas tonterías que nos creó dificultades a
medida que pasaba el tiempo y que nos llevaba a dar explicaciones como la que di
entonces:
- La B.B.C., no; la E.B.C. La nuestra es una emisora de radio comercial, la más amplia
de Inglaterra..., etcétera.
Y cuando ya hube aclarado eso, añadí:
- Nuestro servicio de noticias exige exactitud, y como cada pasajero tiene su propia
versión de este hecho, espero que usted acceda a que le exponga la mía, accediendo
usted, a su vez, a exponerme la suya, que será la oficial.
Asintió, aprobando mi punto de vista.
- Adelante. Explíqueme su versión - me invitó.
Cuando acabé, me enseñó la anotación que había hecho de su puño y letra en el diario
de a bordo. Sustancialmente, coincidíamos en casi todo, en el hecho de que eran cinco y
en la imposibilidad de atribuirle una forma determinada. Sus indicaciones sobre la rapidez,
el tamaño y la posición de los objetos eran, lógicamente, de tipo técnico. Observé que
habían sido registrados en las pantallas del radar, y que se tenía la pretensión de que
eran aviones de tipo y modelo desconocidos.
- ¿Cuál es su opinión particular? - le pregunté -. ¿Ha visto usted algo semejante a eso
en anteriores ocasiones?
- No, nunca - respondió.
Pero pareció dudar.
- ¿Por qué duda? - pregunté.
- Bueno, es que no hubo informe - dijo -. He oído hablar de dos casos, casi semejantes,
el año pasado. Una vez fueron tres objetos, durante la noche; otra media docena, durante
el día..., y ambos casos parecían ser lo mismo: una especie de pelusa azulada. Además,
fue en el Pacífico, no por esta parte.
- ¿Por qué no hubo «informe»? - pregunté.
- En ambos casos, sólo hubo dos o tres testigos... y a ningún marino le agrada crearse
cierta reputación por ver «cosas», ¿comprende? Las leyendas circulan solamente entre la
profesión, por decirlo así. Entre nosotros no somos tan escépticos como los hombres de
tierra: de cuando en cuando suceden cosas extrañas en el mar.
- ¿No puede usted sugerir una explicación que yo pueda citar?
- En el campo profesional, prefiero no darla. Sólo me atengo a mi informe oficial. Claro
que, esta vez, el informe tiene que ser diferente. Tenemos un par de cientos de testigos...
o más.
- ¿Considera usted que vale la pena intentar una investigación? Tiene usted el sitio
pespunteado.
Movió la cabeza.
- Hay mucha profundidad allí..., más de cinco mil metros. Es demasiada profundidad.
- ¿Tampoco hubo en los otros casos rastro alguno de naufragio?
- No. Eso hubiera sido una prueba para llevar a cabo una investigación. Pero no hubo
pruebas.
Hablamos un poco más, pero no pude obtener de él ninguna teoría. Así, pues, me fui a
escribir mi relato. Más adelante, cuando llegué a Londres, grabé un disco para la E.B.C.
Se radió aquella misma noche como relleno, sólo como una curiosidad que hizo fruncir las
cejas a unos cuantos nada mas.
Por tanto, fue una casualidad que yo figurase como testigo en esa primitiva etapa...,
casi el principio, porque no fui capaz de encontrar ninguna referencia a fenómenos
idénticos anteriores a los que me refirió el capitán. Aún ahora, años más tarde, aunque
estoy bastante seguro de que aquello fue el principio, no puedo ofrecer pruebas de que no
fuera un fenómeno aparte. Prefiero no pensar demasiado intensamente en cuál pueda ser
el final que seguirá, con el tiempo, a este principio. También preferiría no pensar
constantemente en el hecho en sí, aunque los pensamientos estuvieron siempre bajo mi
control.
Empezó de forma tan confusa... Hubiera sido más evidente, y aun así es difícil ver qué
se hubiera podido hacer eficazmente, aunque hubiéramos reconocido el peligro. El
reconocimiento y la prevención no van necesariamente cogidos de la mano. Nosotros
reconocimos bastante rápidamente los peligros potenciales de fisura atómica...; sin
embargo, no podíamos hacer mucho respecto a ellos.
Si hubiéramos atacado inmediatamente..., tal vez. Pero hasta que quedó perfectamente
establecido el peligro, no teníamos idea de que fuéramos a ser atacados, y entonces ya
era demasiado tarde.
Sin embargo, no hay por qué pregonar nuestra negligencia. Mi propósito consiste en
hacer un sucinto relato, tan exacto como me sea posible, de cómo surgió la situación
presente, y, para empezar, diré que surgió de mala manera...
A su debido tiempo, el Guinevere atracó en Southampton sin que volviera a
amenazarle ningún otro fenómeno curioso. No esperábamos ninguno más, pero el hecho
había sido memorable. En efecto, tan bueno casi como para estar en condiciones de decir
en alguna remota ocasión futura: «Cuando tu abuela y yo hacíamos nuestro viaje de luna
de miel, vimos una serpiente de mar».
Aunque no fuera eso exactamente.
Sin embargo, fue una maravillosa luna de miel. Nunca esperé otra mejor. Y Phyllis dijo
algo al respecto mientras paseábamos por cubierta, observando el bullicio de abajo.
- Excepto - añadió - que no veo por qué no la íbamos a tener tan buena...
Así, pues, desembarcamos, pensando en nuestro nuevo hogar en Chelsea, y yo volví a
la E.B.C. el lunes siguiente por la mañana para descubrir que, in absentia, me habían
rebautizado con el sobrenombre de Fireball Watson. Esto fue debido a la
correspondencia. Me la entregaron en un gran paquete, diciéndome que «puesto que yo
lo había inspirado, sería mejor que hiciera algo». Una carta, refiriéndose a un reciente
experimento en las islas Filipinas, me confirmó lo que había contado el capitán del
Guinevere. Algunas otras merecían tenerlas en cuenta también..., especialmente una que
me invitaba a reunirme con su redactor en La Pluma de Oro, donde siempre es buena
ocasión para comer.
Acudí a esa cita una semana más tarde. Resultó que mi anfitrión era un hombre dos o
tres años mayor que yo, quien pidió cuatro copas de Tío Pepe, declarándome después
que el nombre con el que me había escrito no era el suyo, sino que él era teniente aviador
de la R.A.F.
- Como se dará cuenta, fue un pequeño truco - confesó -. Por el momento, me
consideran como un individuo que ha sufrido una alucinación; pero si se presentan
pruebas suficientes para demostrar que no fue así, entonces es casi seguro que lo
conviertan en secreto oficial. Delicado, ¿verdad?
Convine que así debía ser.
- Sin embargo - continuó -, el asunto me preocupa, y si usted ha recogido pruebas, me
gustaría conocerlas..., aunque tal vez no haga uso directo de ellas. Lo que quiero indicar
es que no deseo estar en boca de nadie.
Asentí comprensivo. Y él continuó:
- Ocurrió hace tres meses. Realizaba uno de mis vuelos de reconocimiento a unos
cuatrocientos kilómetros, aproximadamente, al este de Formosa...
- No sabía que nosotros... - empecé a decir.
- Hay innumerables cosas que no se dan a la publicidad, aunque no son estrictamente
secretas - respondió -. Como le decía, yo estaba allí. El radar recogió esas «cosas»
cuando yo aún no las veía, porque estaban detrás de mí, pero se acercaban a gran
velocidad, procedentes del oeste...
Había decidido investigar, y ascendió para interceptarías. El radar continuaba
señalando a los aviones, exactamente detrás y encima de él. Intentó comunicar, pero le
fue imposible ponerse en contacto con ellos. En aquel momento, consiguió ver el techo de
las naves, semejantes a tres manchas rojas, completamente brillantes, aun a la luz del
día; pero iban a una velocidad fantástica, mucho mayor que la de él, y eso que su avión
marchaba a más de quinientos kilómetros por hora. Intentó de nuevo comunicarse con
ellos por radio, pero sin éxito. Ellos le adelantaron, siempre por encima de él.
- Bueno - dijo -, yo me hallaba allí en misión de reconocimiento. Comuniqué, por tanto,
a la base que se trataba de aviones de modelo desconocido, completamente
desconocido..., si es que eran aviones..., y, como no querían entablar conversación
conmigo, propuse atacarlos. O hacía eso o los dejaba marchar..., y en este caso, ¿para
qué estaba allí en vuelo de reconocimiento? La base estuvo de acuerdo conmigo,
recomendándome cautela...
Hizo una pausa.
- Lo intenté una vez más, pero maldito el caso que hicieron de mí y de mis señales. Y a
medida que se iban acercando, más dudaba yo de que fueran aviones. Eran,
exactamente, lo que usted indicó por la radio: una pelusa sonrosada, cuyo centro era
intensamente rojo. Podrían haber sido, según mi opinión particular, soles rojos. De
cualquier forma, cuanto más los observaba, menos me agradaban; así, pues, preparé las
ametralladoras controladas por radar y dejé que me adelantaran... Cuando pasaron por mi
lado, reconocí que debían de ser setecientos o más. Algunos segundos después, el radar
captó los primeros, y las ametralladoras funcionaron... No hubo dilación ninguna. La cosa
pareció estallar en cuanto las ametralladoras dispararon. ¡Y estallaron, muchacho! De
pronto, se hincharon inmensamente, transformándose de rojo en rosa, de rosa en blanco,
pero conservando algunos puntos rojos en diversos sitios. Luego, mi avión se vio envuelto
en medio de la confusión y, acaso, tropezara con alguno de los restos. Durante algunos
segundos me consideré perdido, y, probablemente, tuve mucha suerte, porque cuando
conseguí recuperar el control me di cuenta de que descendía a gran velocidad. Algo se
había llevado las tres cuartas partes de mi ala derecha y manchado el extremo de la otra.
Así, pues, consideré que había llegado el momento de utilizar el propulsor, que funcionó
con gran sorpresa mía.
Hizo una pausa para reflexionar. Luego añadió:
- No sé qué más decirle a usted sobre esto que sirviera de confirmación; pero hay otros
puntos. Uno, que son capaces de volar a una velocidad inconcebible para nosotros; otro,
que, sean quienes fueren, son altamente vulnerables.
Otra cosa que deduje de la información que él me proporcionó, y que tenía gran
importancia, fue que no se desintegraron en secciones, sino que estallaron
completamente. Y eso era algo que había que tener en cuenta.
Durante las semanas que siguieron recibí varias cartas, sin que añadieran nada al
asunto; pero, luego, el caso empezó a tomar una importancia que me recordó la del
monstruo de Loch Ness. Todo vino a parar a mí, porque la E.B.C. consideró que el caso
de las bolas rojas me correspondía por derecho propio. Varios observadores se
confesaron extrañados por haber visto pequeños cuerpos rojizos cruzando a gran rapidez;
pero en sus informes eran extraordinariamente cautos. En realidad, ningún periódico le
daba publicidad; porque, según opinión editorial, aquélla tenía demasiada semejanza con
el caso de los platillos volantes, y los lectores preferían otras novedades más
sensacionales. Sin embargo, las reseñas fueron acumulándose breve y lentamente...,
aunque tardaron casi dos años en que adquirieran una publicidad seria y atrajeran la
atención de la gente.
Esta vez fue un vuelo de trece. Una estación de radar, en el norte de Finlandia, lo captó
primero, estimando su velocidad en unos dos mil quinientos kilómetros a la hora, y
señalando que seguían dirección suroeste. Al pasar la información, describieron los
objetos simplemente como «aviones no identificados». Los suecos los captaron cuando
cruzaron su territorio, consiguiendo situarlos visualmente y describiéndolos como puntitos
rojos. Noruega lo confirmó; pero consideró su velocidad por debajo de los dos mil
doscientos kilómetros a la hora, aunque visibles a simple vista. Dos estaciones de Irlanda
informaron su paso por encima de ellas, en dirección oeste - sudoeste. La más meridional
de las dos estaciones dio su velocidad máxima en mil quinientos kilómetros por hora,
advirtiendo que eran «perfectamente visibles». Un barco, situado a sesenta y cinco
grados al norte, dio una descripción que coincidía exactamente con las primeras bolas de
fuego, calculando que su velocidad era de casi mil kilómetros por hora. No fueron vistos
por nadie más.
A partir de eso, hubo un rápido aumento de obervaciones de bolas de fuego. Los
informes llegaban de todas partes con tal abundancia que se necesitaba una gran
imaginación para separar lo que valía de lo que no valía, aunque me di cuenta de que,
entre ellos, había algunos que hacían referencia a bolas de fuego que descendían y
penetraban en el mar exactamente igual que las observadas por mí... Claro que no podía
estar seguro de que tales informaciones no tuvieran su origen en el relato que hiciera yo
por la radio. Todo aquello olía a fantasía y no me enseñó nada. No obstante, me chocó un
punto negativo: ni un solo observador decía haber visto una bola de fuego caer en tierra.
Subordinado a eso, ninguna de esas caídas se habían observado desde la costa: todas,
desde barcos o desde aviones que volaban sobre el mar.
Los informes sobre estas observaciones cayeron sobre mí durante un par de semanas
en cantidades más o menos abundantes. Los escépticos comenzaron a disminuir;
solamente los más obstinados sostenían aún que se trataba de alucinaciones. Sin
embargo, tales informes no nos enseñaron más de lo que ya sabíamos. No había nada
preciso. Frecuentemente, cuando se posee un arma, las cosas se ven desde un ángulo
más consistente. Y eso fue lo que ocurrió a un conglomerado de bolas de fuego que
arremetió contra un individuo que tenía un arma... literalmente hablando.
En este caso concreto, el individuo era un barco correo: el U.S.S. Tuskegee. Recibió el
mensaje, desde Curaçao, de que una escuadrilla de ocho bolas de fuego se dirigía
directamente hacia él, en el momento que zarpaba de San Juan de Puerto Rico. El
capitán abrigó la ligera esperanza de que violaran el territorio, e hizo sus preparativos. Las
bolas de fuego, fieles a su símbolo, proseguían su carrera en una mortal línea recta que
las llevaría a cruzar por encima de la isla, y casi por encima del propio barco. El capitán
observaba con gran satisfacción en el radar cómo se acercaban. Esperó hasta que fue
indiscutible la violación técnica. Entonces dio orden de disparar seis missiles dirigidos con
tres segundos de intervalo, y subió a cubierta para observar el oscurecido cielo.
Con sus gemelos vio cambiar seis de las bolas rojas, al estallar una tras otra, en
grandes humaredas blancas.
- Bueno, ésas ya tienen lo suyo - exclamó, complacido -. Ahora será muy interesante
ver quiénes protestan - añadió, mientras contemplaba cómo desaparecían hacia el norte
las dos bolas de fuego que habían quedado.
Pero pasaron los días y no protestó nadie. Ni tampoco disminuyó el número de
informes sobre las bolas de fuego.
Para muchas personas, aquella política de silencio indicaba sólo un camino, y
comenzaron a considerar la responsabilidad tan buena como justificada.
En el transcurso de la semana siguiente dos bolas de fuego más, que tuvieron la poca
cautela de pasar los límites de la estación experimental de Woomera, pagaron su
temeridad, y otras tres fueron estalladas por un barco en las afueras de Kodiak, después
de volar sobre Alaska.
Washington, en una nota de protesta a Moscú, en la que insistía sobre las repetidas
violaciones de su territorio, terminaba por observar que, en los varios casos en que se
habían llevado a cabo acciones radicales, lamentaba el dolor que hubiesen causado a los
familiares de los tripulantes de las aeronaves, pero que la responsabilidad era, no de los
que pilotaban dichas aeronaves, sino de quienes los enviaban con órdenes que violaban
los acuerdos internacionales.
El Kremlin, tras unos cuantas días de gestión, rechazó la protesta, diciendo que no se
sentían impresionados por las tácticas de atribuir a otros los propios crímenes de uno, y
aprovechaba la ocasión para señalar que sus propias armas, recientemente descubiertas
por los científicos rusos para garantizar la paz, habían destruido ya más de veinte de esas
aeronaves sobre territorio soviético y que, sin vacilación alguna, concederían el mismo
tratamiento a cualesquiera que fuera detectada en su misión de espionaje...
Así, pues, la situación no se resolvió. El mundo no ruso estaba dividido en dos partes:
los que creían todo cuanto afirmaban los soviéticos y los que no creían nada en absoluto.
Para los primeros, no existía problema alguno: su fe era inquebrantable. Para los
segundos, la interpretación era menos fácil. Así, por ejemplo, ¿había que deducir de
aquello que todo era mentira?... ¿O bien que cuando los rusos admitían haber destruido
veinte bolas de fuego no habían hecho estallar, en realidad, más que cinco o seis?
Una situación violenta, constantemente punteada por cambios de notas, se alargó
durante meses. Indudablemente, las bolas de fuego fueron más numerosas de las que se
vieron; pero, ¿cuántas fueron? ¿Cuánto más numerosas? ¿Cuánto más activas? Era muy
difícil determinarlo. En varias partes del mundo se destruyeron, de cuando en cuando,
algunas bolas de fuego más, y también, de vez en vez, se anunciaría el número de bolas
de fuego capitalistas destruidas sobre territorio soviético, señalando las penas que
sufrirían aquellos que ordenaban realizar espionaje sobre el territorio de la única
verdadera Democracia del Pueblo.
El interés del público debía concentrarse en conservar la vida; y, como menguada
novedad, se estableció una era de insistentes explicaciones.
Sin embargo, en el Almirantazgo y en los cuarteles generales de las Fuerzas Aéreas
distribuidos por todo el mundo, las notas y los informes llegaban juntos. Las rutas se
fueron dibujando sobre los mapas. Gradualmente empezó a surgir el diseño de algo.
En la E.B.C. yo era considerado como la persona más idónea en todo cuanto se
relacionaba con las bolas de fuego, y aunque el asunto estuviera, por el momento, en
punto muerto, yo conservaba mis archivos al día por si el caso revivía. Mientras tanto,
contribuí en pequeña escala a realizar el cuadro mayor, que pasé a las autoridades,
valiéndome de todos los retazos de información que consideré que podían interesarles.
Cierto día me encontré con que había sido invitado por el Almirantazgo para mostrarme
algunos de los resultados.
Fue el capitán Winters quien me recibió, explicándome que, aunque lo que iban a
enseñarme no constituía exactamente un secreto oficial, prefirirían que no hiciera uso
público de ello. Cuando acepté tal condición, empezó a enseñarme mapas y cartas
marinas.
El primero fue un mapa mundial cruzado de finas líneas, todas numeradas y fechadas
con números diminutos. La primera ojeada me produjo la impresion de que una araña
había hilado su tela sobre el mapa; en varios lugares había racimos de puntitos rojos, que
se semejaban mucho a las arañas que la habían hilado.
El capitán Winters cogió una magnífica lupa y la dirigió sobre la región sureste de las
Azores.
- Aquí está su primera contribución - me dijo.
Mirando a través de la lupa, distinguí entonces un punto rojo marcado con el número 5,
y la fecha y la hora en que Phyllis y yo paseábamos por la cubierta del Guinevere y
observamos las bolas de fuego desvanecerse en el mar. Había otros muchos puntitos
rojos en aquella área, todos rotulados: la mayoría de ellos dirigidos hacia el nordeste.
- ¿Cada uno de estos puntitos indica el descenso de una bola de fuego? - pregunté.
- De una o de más - me respondió -. Por supuesto, las líneas se refieren únicamente a
aquellas de las que poseemos información suficiente para determinar la ruta. ¿Qué piensa
usted de esto?
- Bueno - dije -, mi primera reacción ha sido darme cuenta de que existe un número
considerablemente superior del que yo me imaginaba. La segunda ha sido preguntarme
por qué demonios estarían agrupadas en sitios, como así se indica aquí.
- ¡Ah! - respondió -. Sepárese del mapa un poco. Estreche los ojos y capte una
impresión de luz y de forma.
Así lo hice, dándome cuenta de lo que quería decir.
- Areas de concentración - dije.
- Cinco áreas principales, y otras de menor importancia. Un área densa al sudoeste de
Cuba; otra, a mil kilómetros aproximadamente al sur de las islas de los Cocos; fuerte
concentración en las afueras de Filipinas, Japón y las Aleutianas. No pretenderé que las
proporciones de densidad sean las mismas... En realidad, estoy casi seguro de que no lo
son. Así, por ejemplo, puede usted ver un número de rutas que convergen hacia un área
al nordeste de las Falkland, pero allí sólo hay tres puntitos rojos. Es muy verosímil que
eso signifique solamente que hay allí unas cuantas personas capacitadas para
observarlas. ¿Nada le choca a usted?
Moví la cabeza, al no comprender qué quería decir. Sacó una carta barométrica y la
extendió al lado del primer mapa. Miré.
- ¿Todas las concentraciones se producen en áreas de aguas profundas? - sugerí.
- Exactamente. No existen muchos informes de descensos en lugares donde las aguas
tienen menos de seis mil seiscientos metros, y ninguna en absoluto donde tienen menos
de tres mil.
Medité sobre eso, sin que me llevara a ninguna conclusión.
- Bueno..., ¿y qué? - inquirí.
- Justamente - respondió -. ¿Y qué?
Durante un rato meditamos sobre la proposicion.
- Todas descienden - observé -. No hay ningún informe sobre ascensión...
Sacó mapas a gran escala de varias áreas principales. Después de estudiarlos un rato,
pregunté:
- ¿Tiene usted alguna idea de lo que significa todo esto... o no quiere decírmelo,
aunque la tenga?
- Sobre la primera parte de su pregunta, he de decirle que solamente tenemos un
número de teorías, todas poco satisfactorias por una u otra razón; así, pues, la segunda
parte no tiene contestación.
- ¿Qué me dice sobre los rusos?
- No hay nada que hacer con ellos. En realidad, están tan preocupados como nosotros.
Sospechar de los capitalistas es algo que ellos han mamado del pecho materno; ahora
bien: no pueden concebir que nosotros estemos al cabo de algo, ni siquiera figurarse que
el juego sea posible. Pero de lo que ambos, ellos y nosotros, estamos completamente
convencidos es de que las cosas no son un fenómeno natural, ni que están realizadas sin
un proposito determinado.
- ¿Y no cree usted que sea otro país quien las lance?
- No... De eso no hay duda.
De nuevo observamos en silencio los mapas.
- La otra pregunta que parece evidente formular es: ¿qué hacen?
- Sí - respondió.
- ¿No hay indicios?
- Vienen - respondió -. Quizá van. Pero seguramente vienen. Eso es todo.
Miré los mapas, las líneas entrecruzadas y las áreas llenas de puntitos rojos.
- ¿Están ustedes haciendo algo relacionado con esto?... ¿O no debo preguntar?
- ¡Oh! Ese es el motivo de que esté usted aquí. Iba a hablarle de ello - me contestó -.
Vamos a intentar una inspección. Sólo que no consideramos el momento oportuno para
explicarlo directamente por la radio, ni para darle publicidad; pero ha de recogerse en
discos, y nosotros necesitaremos uno. Si sus jefes se consideran suficientemente
interesados para enviarle a usted con algunos instrumentos, a fin de que realice el
trabajo...
- ¿En dónde se llevará a cabo? - inquirí.
Con un dedo rodeó una extensa zona.
- Pues... mi esposa siente apasionada devoción por el sol tropical, especialmente por el
de la India Occidental - dije.
- Bien. Me parece recordar que su esposa escribió algunos relatos muy bien
documentados - observó.
- Y es lo que la E.B.C., si no los consiguiera, lamentaría después - reflexioné.
Hasta que hicimos nuestra última visita y nos alejamos y perdimos de vista la tierra, no
nos permitieron ver el objeto que se hallaba en un lecho construido especialmente para él,
a popa. Cuando el teniente comandante encargado de las operaciones técnicas ordenó
que levantaran la lona embreada que lo tapaba, fue una verdadera ceremonia de
descubrimientos. Pero el revelado misterio constituyó algo así como un anticlímax: era
simplemente una esfera de metal de unos tres metros de diámetro. En varias partes de
ella estaban practicados agujeros circulares: ventanas semejantes a tronera. En lo alto se
hinchaba formando una protuberancia que producía la impresión de un lóbulo de oreja
macizo. El teniente comandante, tras contemplar aquello con ojos de madre orgullosa de
su vástago, se dirigió a nosotros en plan discursivo.
- Este instrumento que están ustedes viendo - dijo, impresionado -, es lo que nosotros
llamamos «batiscopio».
Hizo una pausa para apreciar el efecto causado.
- ¿No construyó Beebe...? - susurré a Phyllis.
- No - me respondió -. Eso era una batisfera.
- ¡Oh! - exclamé.
- Ha sido construido - continuó el teniente comandante - de forma que resista una
presión de dos toneladas, aproximadamente, por centímetro cuadrado, dándole una
profundidad teórica de mil quinientas brazas. En la práctica no pensamos utilizarlo a una
profundidad mayor de mil doscientas brazas; de tal forma, conseguiremos un factor de
seguridad de trescientos kilogramos por centímetro cuadrado, aproximadamente. Aunque
este aparato supera considerablemente las hazañas del doctor Beebe, que descendió
algo más de quinientas brazas, y de Barton, que alcanzó una profundidad de setecientas
cincuenta brazas...
Continuó de esta forma durante cierto tiempo, dejándome algo detrás. Cuando vi que
se había adelantado un poco, dije a Phyllis:
- No me es posible pensar en brazas. ¿Cuánto significan en metros?
Ella consultó sus notas.
- La profundidad que intentan alcanzar es de dos mil ciento sesenta metros; la
profundidad que pueden alcanzar es dos mil setecientos metros.
- A pesar de todo, me parecen muchos metros - dije.
Phyllis, en cierto modo, es más precisa y práctica.
- Dos mil ciento sesenta metros son solamente dos kilómetros y pico - me informó -. La
presión será un poco más de una tonelada y un tercio.
- ¡Ay! No sé qué sería de mí sin ti.
Miré al batiscopio.
- De todas formas... - añadí, dudoso.
- ¿Qué? - me preguntó.
- Bueno, aquel chico del Almirantazgo, Winters... me habló en términos de cuatro o
cinco toneladas de presión..., queriendo decir, seguramente, a una profundidad de ocho o
diez kilómetros.
Me volví al teniente comandante.
- ¿Qué profundidad existe en el lugar adonde vamos destinados? - le pregunté.
- Se trata de una superficie llamada Cayman Trench, entre Jamaica y Cuba - respondió
-. En algunas partes alcanza casi cuatro mil...
- Pero... - empecé a decir frunciendo el ceño.
- Brazas, querido - intervino Phyllis -. Es decir, unos siete mil doscientos metros.
- ¡Oh! - exclamé -. Eso es... algo así... como siete kilómetros y pico, ¿no?
- Sí - respondió mi esposa.
- ¡Oh! - exclamé otra vez.
El teniente comandante reanudó su discurso, como si se dirigiese a un público.
- Ése es el límite actual de nuestra potencia para hacer observaciones visuales
directas. Sin embargo...
Hizo una pausa para hacer un gesto parecido al que haría un conjurado a un grupo de
marineros y se quedó observándolos mientras ellos quitaban la lona de otra esfera similar,
aunque más pequeña.
- Aquí tenemos un nuevo instrumento - continuó -, con el que esperamos poder hacer
observaciones a una profundidad dos veces mayor a la alcanzada por el batiscopio, o
quizás algo más. Es completamente automático. Además, registra las presiones, la
temperatura, las corrientes y todo eso... y transmite sus lecturas a la superficie. Está
equipado con cinco pequeñas cámaras de televisión: cuatro de ellas cubren toda la
superficie de agua horizontal que lo rodea, y una quinta transmite la visión vertical debajo
de la esfera.
Hizo una pausa.
- A este instrumento - continuó otra voz, excelente imitación de la suya propia - le
llamamos «telebaño».
El chiste no es capaz de detener en su carrera a un hombre como el comandante.
Continuó, pues, su discurso. Pero el instrumento había sido bautizado y se quedó con el
nombre de telebaño.
Se ocuparon los tres días después de nuestra llegada al lugar señalado con pruebas y
ajustes de ambos instrumentos. En una prueba, Phyllis y yo fuimos invitados a hacer una
inmersión de mil metros, aproximadamente, metidos en el batiscopio, sólo para «que
experimentáramos la sensación de aquello». No experimentamos envidia de nadie que
hiciera una inmersión más profunda. Cuando todo estuvo a punto, se anunció oficialmente
el verdadero descenso para la mañana del cuarto día.
Tan pronto como salió el sol, nos reunimos alrededor del batiscopio, colocado en su
lecho. Lo dos técnicos navales, Wiseman y Trant, que harían el descenso, se introdujeron
por la estrecha abertura que servía de entrada. La ropa de abrigo que necesitarían en las
profundidades fue introducida detrás de ellos; porque, si se la hubieran puesto antes, no
habrían podido entrar. A continuación se metieron los paquetes de provisiones y los
termos con bebida caliente. Se despidieron por última vez. La tapa circular, transportada
por la gavia, se abatió sobre ellos, ajustándose perfectamente, atornillándose y
echándose los cerrojos. El batiscopio fue izado fuera de bordo, permaneciendo
suspendido en el aire y balanceándose ligeramente. Uno de los hombres que iban dentro
manipuló la cámara de televisión que tenía en la mano y nosotros aparecimos en la
pantalla como vistos desde dentro del instrumento.
- Perfecto - dijo una voz desde el altavoz -. Puede comenzar el descenso.
La manivela comenzó a girar. El batiscopio descendía y el agua lo lamió. Al fin,
desapareció bajo la superficie del mar.
El descenso fue tarea larga que no tengo el propósito de describir detalladamente. Con
franqueza, visto en la pantalla del barco, era un hecho emocionante para los no iniciados.
La vida en el mar parecía existir en unos niveles perfectamente definidos. En las capas
más habitadas, el agua está llena de plancton, que constituye una especie de
ininterrumpidos residuos de tempestad que lo oscurece todo, a menos que se acerque
uno mucho. En los otros niveles, donde no hay plancton para comer, existen, por
consiguiente, pocos peces. Como adición al aburrimiento producido por las limitadas
visiones o por la vacía oscuridad, la continua atención a una pantalla enlazada con una
cámara oscilante y que gira lentamente produce un efecto desagradable, rayando en el
vértigo. Phyllis y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo que duró el descenso con los
ojos cerrados, confiando en que el altavoz telefónico atrajera nuestra atención hacia algo
interesante. En algunas ocasiones salíamos a cubierta a fumar un cigarrillo.
No se hubiera podido elegir otro día mejor para la tarea. El sol pegaba fuerte en las
cubiertas, que de cuando en cuando regaban para enfriarlas. La enseña colgaba floja del
mástil, sin apenas moverse. El mar se extendía como una balsa de aceite hasta encontrar
la bóveda del cielo, que estaba cubierto, al norte, sobre Cuba quizá, de un bajo banco de
nubes. Tampoco se oía ruido alguno, a excepción de la susurrante voz del altavoz de la
mesa, el suave y apagado chirrido de la cabria y, de vez en cuando, la voz de un
estibador llevando la cuenta de las brazas.
El grupo sentado a la mesa apenas hablaba; ahora dejaba que lo hicieran los hombres
que estaban bajando al fondo del mar.
A intervalos, el comandante preguntaría:
- ¿Todo en orden ahí abajo?
Y, simultáneamente, dos voces responderían:
- Sí; sí, señor.
Una voz preguntó:
- ¿Usaba Beebe un traje calentado por electricidad?
Nadie lo sabía.
- Me descubro ante él si no lo tenía - dijo la voz.
El comandante observaba con mirada penetrante los cuadrantes al mismo tiempo que
la pantalla.
- Alcancen un kilómetro. Corto - dijo.
La voz de abajo contó:
- Novecientos noventa y ocho..., novecientos noventa y nueve... ¡Ya! Mil metros, señor.
La cabria continuaba girando. No había mucho que ver. De cuando en cuando se veían
manadas de peces corriendo en la oscuridad. Una voz se lamentó:
- Hay un condenado pez que cuando dirijo la cámara hacia una tronera se asoma por la
otra.
- Quinientas brazas. Han rebasado ustedes ya la profundidad adquirida por Beebe - dijo
el comandante.
- Adiós, Beebe - dijo la voz -. Pero da la sensación de que es lo mismo.
Una pausa.
La misma voz dijo ahora:
- En estos alrededores hay más vida. Está esto lleno de calamares, grandes y
pequeños. Probablemente los verán ustedes... Aquí hay algo, delante, al filo de la luz...
Una cosa grande... No puedo precisarla... Tal vez sea un calamar gigante... ¡No! ¡Dios
mío! ¡No puede ser una ballena!... En estas profundidades no puede haberlas...
- Es improbable, pero no es imposible - dijo el comandante.
- Bien, en ese caso... ¡Oh, sea lo que fuere, se está alejando! ¡Vaya! También nosotros
hacemos un poco los mamíferos...
A su debido tiempo llegó el momento en que el comandante anunció:
- Ahora están ustedes rebasando la profundidad alcanzada por Barton.
Y añadió, con inesperado cambio de modales:
- Ahora, muchachos, todo depende de ustedes. ¿Se encuentran bien ahí? Si no están
bien, no tienen más que decirlo...
- Estamos perfectamente, señor. Todo funciona bien. Continuaremos.
En cubierta, la cabria giraba pesadamente.
- Alcanzados los dos kilómetros - anunció el comandante.
Cuando tuvo confirmación de ello, pregunto:
- ¿Cómo se encuentran ahora?
- ¿Cómo está el tiempo ahí arriba? - fue la contestación.
- Muy bueno. Calma chicha. No hay olas.
Los dos de abajo conferenciaron.
- Continuaremos bajando, señor. Acaso tardemos semanas en encontrar un día con las
magníficas condiciones de hoy.
- De acuerdo..., si los dos están seguros.
- Lo estamos, señor.
Muy bien. Entonces, desciendan trescientas brazas más aproximadamente.
Hubo una pausa. Luego:
- Despoblado - observó la voz de abajo -. Ahora todo está oscuro y despoblado. No se
ve nada. Es gracioso cómo están separados los niveles... ¡Ah! Ahora empezamos de
nuevo a ver algo... Calamares otra vez..., peces luminosos... Poca concurrencia, ¿lo ven?
¡Oh Dios, Dios!...
Se interrumpió y, simultáneamente, algo semejante a un pez horroroso, de pesadilla,
apareció en nuestra pantalla.
- Uno de los momentos más alegres de la Naturaleza - observó.
Continuó hablando y la cámara siguió dándonos visiones de increíbles
monstruosidades, grandes y pequeñas.
Ahora, el comandante anunció:
- Paren ya. Mil doscientas brazas.
Cogió el teléfono y habló con cubierta. La cabria empezó a girar más lentamente, hasta
que al fin se paró.
- Eso es todo, muchachos - dijo.
- ¡Hum! - respondió la voz de abajo, tras una pausa -. Bueno, lo que veníamos a buscar
aquí, fuese lo que fuere, no lo hemos encontrado.
La cara del comandante no mostraba ninguna expresión. Me era imposible decir si él
esperaba o no resultados tangibles. Supuse que no. En realidad, me hubiera asombrado
de que lo esperase alguno de nosotros. Después de todo, estos centros de actividad eran
todos profundos. Y de ello parecía deducirse que la razón debía de encontrarse en el
fondo. El ecograma dio el fondo de aquellos parajes a una profundidad de seis kilómetros
aproximadamente más abajo de donde se encontraban en aquel momento los dos
hombres...
- Atención, batiscopio - dijo el comandante -. Comenzaremos a subirlos. ¿Preparados?
- Sí; sí, señor. Todo dispuesto - dijeron las dos voces.
El comandante cogió el teléfono.
- ¡Arriba!
Pudimos oír cómo la cabria empezaba a girar lentamente en sentido contrario.
- ¡En marcha!... ¿Todo va bien?
- Todo correcto, señor.
Hubo un intervalo de diez minutos o más, en el que nadie habló. Luego, una voz dijo:
- Hay algo aquí, en el exterior... Algo grande... No puedo verlo claramente... Permanece
justo en el límite de la luz... No puede ser esa ballena otra vez... En estas profundidades
es imposible... Intento mostrárselo a ustedes...
La imagen de la pantalla se movió y, al fin, se detuvo. Pudimos ver los rayos de luz
atravesando el agua y el brillante moteado de minúsculos organismos captado por el
chorro de luz.
Al final, se adivinaba una mancha ligeramente mayor. Era difícil asegurarlo.
- Parece que nos está rodeando. También tengo la impresión de que nos están
envolviendo en una especie de telaraña... ¡Ah! Ahora lo veo un poco mejor... Desde luego,
no es una ballena.., ¿Oiga?... ¿Lo ven ahora?...
Esta vez era indudable que captábamos un parche más iluminado. Era toscamente
ovalado, pero indistinto. Era imposible darlo a escala.
- ¡Hum! - dijo la voz de abajo -. Ése es seguramente nuevo. Puede ser un pez..., o
quizás algo semejante a una tortuga. De cualquier forma, un monstruo de tamaño
fenomenal. Ahora nos hallamos un poco más cerca de él, pero aún no consigo distinguirlo
claramente, no puedo precisar ningún detalle. Lleva el mismo camino que nosotros...
De nuevo nos mostró la cámara una vista de la cosa cuando pasó por una de las
troneras del batiscopio; pero no pudimos darnos cuenta de lo que era. La imagen
resultaba demasiado pobre para estar seguros de que se trataba de algo.
- Ahora se eleva. Sube más de prisa que nosotros. Permanece fuera de nuestro ángulo
de visión. Debía de haber una tronera en lo alto del aparato... Ahora lo hemos perdido de
vista. Está en alguna parte, encima de nosotros. Tal vez...
La voz quedó cortada de pronto. Simultáneamente, hubo en la pantalla un breve y
vívido resplandor que también desapareció. El chirrido de la cabria cambió mientras
giraba con mayor rapidez.
Permanecimos sentados mirándonos unos y otros sin hablar. La mano de Phyllis apretó
la mía y noté que temblaba.
El comandante inició el gesto de alargar la mano hacia el teléfono, pero cambió de idea
y salió sin decir palabra. Ahora la cabria giraba a mayor velocidad.
Tardó mucho tiempo en reliar más de dos mil metros de grueso cable. El grupo sentado
en el comedor se dispersó torpemente. Phyllis y yo subimos a proa y nos sentamos allí sin
apenas hablar.
Tras lo que pareció una larguisima espera, la cabria aminoró su marcha. De común
acuerdo nos pusimos en pie y juntos nos dirigimos a proa.
Al fin apareció el extremo del cable. Supongo que todos nosotros esperábamos ver el
final deshilachado, con los cabos sueltos como si fuera una escobilla.
Pero no eran así. Los cabos estaban fundidos, formando un todo. Tanto el cable
principal como los de comunicación terminaban en una masa de metal fundido.
Todos lo mirábamos fijamente, enmudecidos.
Por la noche, el capitán leyó el servicio y se dispararon tres salvas sobre el lugar.
El tiempo continuaba bueno y el barómetro se mantenía firme. A las doce de la mañana
del día siguiente, el comandante nos reunió en el comedor. Parecía enfermo y muy
cansado. Dijo, brevemente y sin emoción:
- Mis órdenes son continuar la investigación empleando nuestra máquina automática.
Si podemos completar nuestros cálculos y nuestras pruebas y el tiempo continúa
favoreciéndonos, reanudaremos la operación mañana por la mañana, comenzándola en
cuanto amanezca. Estoy decidido a bajar la máquina hasta el punto de destrucción
porque no habrá otra oportunidad para la observación.
A la mañana siguiente, la colocación en el comedor fue diferente a la de la primera
ocasión. Nos sentamos de cara a una fila de cinco pantallas de televisión: cuatro para
cada uno de los cuatro cuadrantes de la máquina y una para observar verticalmente
debajo de ella. También había un tomavistas para fotografiar las cinco pantallas
simultáneamente para el archivo.
De nuevo observamos el descenso a través de las capas oceánicas; pero esta vez, en
lugar de comentarios, tuvimos una serie asombrosa de gorjeos, raspaduras y gruñidos
recogidos por los micrófonos montados en el exterior del aparato. El fondo del mar es, en
sus capas habitadas más bajas, un lugar, al parecer, de horrenda cacofonía. Hubo algo
de alivio cuando se hizo el silencio al alcanzar los mil quinientos metros, y alguien musitó:
- ¡Hum! ¡Y pensar que esos micrófonos nunca habían sufrido la presión!...
El despliegue continuó. Los calamares aparecían y desaparecían en las pantallas.
Cientos de peces huían nerviosos; otros eran atraídos por la curiosidad: monstruosos,
grotescos, enormes, que causaban daño a la vista. Y se continuaba bajando: dos mil
metros, tres mil metros, cuatro mil, cinco mil... Al alcanzar esta profundidad, algo se hizo
visible que atrajo la atención de todos hacia las pantallas. Algo en forma de óvalo, ancho,
incierto, que se movía de pantalla en pantalla como si circundara a la máquina que
descendía. Durante tres o cuatro minutos continuó mostrándose en una u otra pantalla,
aunque siempre atormentadoramente mal definido y nunca lo bastante bien iluminado
para que se pudiera estar seguro de su forma. Luego, gradualmente, subió hacia el
extremo superior de la pantalla, terminando por desaparecer.
Treinta segundos después, todas las pantallas se oscurecieron.
¿Por qué no elogiar a la esposa de uno? Phyllis es capaz de escribir un relato
tremendamente bueno... y éste fue uno de los mejores. Fue una lástima que no fuese
recibido con el inmediato entusiasmo que se merecía.
Cuando estuvo terminado, lo enviamos al Almirantazgo para que lo examinaran. Una
semana después nos llamaron por teléfono, citándonos. Nos recibió el capitán Winters.
Felicitó a Phyllis por el relato tan bien como supo, como si no hubiese estado tan seducido
por él como en realidad lo estaba. Sin embargo, una vez que estuvimos acomodados en
nuestros asientos, movió la cabeza apesadumbrado.
- Siento tener que pedirle a usted que lo guarde durante una temporada - dijo.
Phyllis le miró desolada. Había trabajado concienzudamente en ese relato. No por
dinero, claro está. Había intentado al escribirlo rendir un tributo a los dos hombres,
Wiseman y Trant, que habían desaparecido con el batiscopio. Bajó la vista y se miró la
punta de los zapatos.
- Lo siento - dijo el capitán -. Pero ya advertí a su marido que no se podía dar a la
publicidad inmediatamente.
Phyllis levantó los ojos hasta él.
- ¿Por qué? - preguntó.
Eso era algo que yo ansiaba saber también. Mis propios informes sobre los
preparativos del breve descenso que ambos hicimos en el batiscopio y de los variados
aspectos que no figuraban en el informe oficial sobre la bajada, también habían sido
puestos en cuarentena.
- Explicaré lo que pueda. Es evidente que les debemos a ustedes una explicación -
respondió el capitán Winters.
Se sentó, inclinándose hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y los
dedos entrecruzados, y nos miró alternativamente.
- El quid del asunto..., y, por supuesto, ustedes se dieron cuenta de ello hace mucho
tiempo..., está en esos cables fundidos - dijo -. La mente se tambalea un poco ante la idea
de un ser capaz de morder esa maraña de acero..., y, al mismo tiempo, sólo puede
admitirse comprensiblemente la posibilidad. No obstante, cuando surge la sugerencia de
que existe un ser capaz de cortarlos como si fuera una llama de oxiacetileno, se
retrocede. Se retrocede y, definitivamente, se rechaza.
Hizo una pausa.
- Ustedes vieron lo que sucedió a esos cables, y me imagino que estarán de acuerdo
conmigo en que «eso» abre un aspecto a la cuestión completamente nuevo. Una cosa
como ésa no es sólo un azar del descenso al fondo del mar..., y nosotros queremos saber
más acerca de qué clase de azar es antes de darle publicidad.
Hablamos del asunto durante un rato. El capitán era comprensivo, pero tenía sus
órdenes.
- Honradamente, capitán Winters..., y aparte del informe, si usted quiere..., ¿tiene usted
alguna idea de qué puede haberlo hecho?
Negó con la cabeza.
- Con informe o sin informe, mistress Watson, no puedo dar ninguna explicación que
tenga visos de verosimilitud..., y aunque esto no es para publicarlo, dudo de que alguien
más del Servicio la tenga.
Así, pues, con el asunto en un estado nada satisfactorio, nos marchamos.
Sin embargo, la prohibición duró un tiempo más breve del que esperábamos. Una
semana después, cuando íbamos a sentarnos a la mesa para comer, nos telefoneó.
Phyllis cogió el auricular.
- ¡Hola, mistress Watson! Me alegro de que sea usted. Tengo buenas noticias para
ustedes - dijo la voz del capitán Winters -. Acabo de hablar con los directivos de la E.B.C.
y les he dado permiso, en cuanto a lo que nosotros nos concierne, para que radien el
relato de ustedes: es decir, la historia completa.
Phyllis le dio las gracias por la noticia.
- Pero ¿qué ha sucedido? - preguntó.
- Sea lo que fuere, el asunto ha trascendido. Lo oirán ustedes esta noche en las
noticias de las nueve, y lo leerán mañana en los periódicos. Teniendo en cuenta las
circunstancias, he considerado que ustedes debían quedar libres para actuar tan pronto
como fuera posible. Sus señorías comprendieron el hecho... En efecto, quieren que el
relato de usted sea radiado inmediatamente. Esto es lo que hay. Y les deseo un gran éxito
y mucha suerte.
Phyllis volvió a darle las gracias y colgó.
- Bien. ¿Qué supones que ha sucedido? - inquirió.
Tuvimos que esperar hasta las nueve para averiguarlo. La noticia dada por la radio
oficial era breve pero suficiente desde nuestro punto de vista. Informaba, sencillamente,
que una unidad naval americana, que realizaba investigaciones en las profundidades de
las aguas próximas a las islas Filipinas, había experimentado la pérdida de una cámara
de profundidad, con una tripulación de dos hombres.
Casi inmediatamente después, la E.B.C. llamó por teléfono para decir muchas cosas
sobre la prioridad. Alteró su programa y radió el relato.
El locutor nos dijo más tarde que el relato había sido un éxito. Radiado inmediatamente
después del anuncio americano, conseguimos el máximo de interés popular. Sus señorías
estaban encantadas también. Aquello les proporcionó la oportunidad de demostrar que
ellos no iban siempre a la zaga del gobierno americano..., aunque no creo que hubiera
necesidad de haber hecho a los Estados Unidos el regalo de una primera publicidad. De
todas formas, a la vista de lo que siguió, supongo que no es de gran importancia.
Phyllis volvió a escribir una parte de su relato, haciendo más hincapié en lo referente a
la fusión de los cables. A nuestras manos llegó una oleada de correspondencia; pero
después de examinarse todas las explicaciones y todas las sugerencias ninguno de
nosotros sabía más que antes.
Apenas podía esperarse que ocurriera otra cosa. Nuestros oyentes no habían visto
nunca los mapas, y en este estudio no se le había ocurrido al público en general que
hubiera podido haber alguna relación entre las catástrofes submarinas y el, en cierto
modo demodé, tópico de las bolas de fuego.
Pero si, como parecía, la Marina Real estaba dispuesta simplemente a descansar
durante una temporada y examinar el problema teóricamente, la Marina de los Estados
Unidos no lo estaba. Extraoficialmente, nos enteramos de que ellos estaban
preparándose para enviar una segunda expedición al mismo lugar donde ocurriera la
pérdida del batiscopio. Nosotros solicitamos inmediatamente ser incluidos en ella, pero
fuimos rechazados. No sé cuántas otras personas solicitaron lo mismo que nosotros, pero
fueron bastantes para formar una segunda pequeña expedición. Nosotros no
ocuparíamos tampoco sitio en esa otra. Todos los espacios estaban reservados a sus
propios corresponsales y comentadores, que cubrirían también a Europa.
Bueno, era un espectáculo propio. Pagaron por ello. De todas formas, lamenté no
haber ido, porque, aunque no creíamos verosímil que perdieran de nuevo sus aparatos,
nunca se nos cruzó por la imaginación que perdieran también el barco...
Aproximadamente una semana después volvió uno de los hombres de N.B.C., que
formaban parte de la expedición. Nos la compusimos para invitarle a comer y darle un
poco de coba personal.
- Nunca presencié nada parecido - nos dijo -. Era como si el rayo hubiese surgido del
fondo del mar. Sí, eso era lo que parecía. Las chispas corrieron por encima del barco
durante unos segundos. Luego, llenó el aire con su volumen. Voló.
- Nunca oí nada semejante a eso - dijo Phyllis.
- Desde luego, porque no está en el informe - respondió -. Pero alguna vez será la
primera.
- No es muy satisfactorio - comentó Phyllis.
Él nos miro.
- Puesto que sé que ustedes dos estuvieron en aquella partida de caza británica, he de
suponer que saben ustedes para lo que estábamos allí.
- No me sorprendería - le contesté.
Él asintió.
- Escuche: a mí me han dicho que no es posible colocar una alta carga, algo así como
un millón de voltios, para que estalle sólo un navío en alta mar; por tanto, debo aceptar
eso. No es de mi incumbencia. Todo lo que digo es que si fuera posible, entonces
supondría que el efecto sería aproximadamente el que yo vi.
- Habría cables aislados también... para las cámaras, los micrófonos, los termómetros y
todo eso - dijo Phyllis.
- Claro que sí. Y había un cable aislado que unía la televisión con nuestra barca; pero
no podía llevar esa carga y hacerla estallar..., lo cual hubiese sido una condenada cosa
para nosotros. Eso me hubiera parecido a mí, que seguía al navío principal... si no
hubiesen estado allí los físicos.
- ¿No hicieron sugerencias alternativas? - pregunté.
- Claro que sí. Varias. Algunas hasta parecían convincentes..., pero para quien no viera
lo que sucedió.
- Si está usted en lo cierto es, desde luego, una cosa muy extraña - dijo, pensativa,
Phyllis.
El hombre de la N.B.C. le miró.
- Una agradable declaración británica..., pero bastante rara, aun para mí - dijo,
modestamente -. Sin embargo, aunque ellos dan una explicación aparte para eso, los
físicos están desconcertados aún por esos cables fundidos; porque, sea lo que fuere, la
rotura de esos cables no pudo ser accidental...
- Por otra parte, ¿toda esa presión, toda esa...? - preguntó Phyllis.
El hombre movió la cabeza.
- No hago conjeturas. Necesito más datos de los conseguidos, aun para eso. Puede ser
que los consigamos muy pronto.
Le miramos interrogadores.
Él bajó la voz.
- Puesto que sé que están ustedes metidos en el asunto, les diré, pero estrictamente
para su capote, que ahora han conseguido un par de pruebas más. Pero no habrá
publicidad esta vez... El último lote dejó mal sabor de boca.
- ¿Dónde las consiguieron? - preguntamos simultáneamente.
- Una, en algún lugar cerca de las Aleutianas; la otra, en un lugar profundo, en la bahía
de Guatemala... ¿Qué están haciendo sus gentes?
- No lo sabemos - respondimos honradamente.
Movió la cabeza.
- Es preferible que permanezcan atentos - dijo cordial.
Y permanecimos atentos. Durante las semanas siguientes permanecimos con los oídos
muy abiertos para captar noticias de las dos nuevas investigaciones, pero hasta que el
hombre de la N.B.C. pasó por Londres de nuevo, un mes después, no supimos nada. Le
preguntamos qué había pasado.
Frunció el ceño.
- De Guatemala no sacaron nada en limpio - dijo -. El barco situado al sur de las
Aleutianas estuvo transmitiendo por radio mientras se llevaba a cabo el descenso. Pero,
de pronto, dejó de transmitir. Se consideró como pérdida absoluta.
El reconocimiento oficial de estos casos permaneció «bajo tierra», si es que este
término puede considerarse aceptable para sus investigaciones submarinas. De cuando
en cuando podíamos captar un rumor que demostraba que el interés no había decaído, y,
de tiempo en tiempo, se hacían algunos intentos, aparentemente aislados, aunque tenían
cierta relación entre sí, para dar sugerencias. Nuestros contactos navales aseguraban una
cordial evasión, y encontrábamos que nuestros numerosos oponentes al otro lado del
Atlántico no lo estaban haciendo mucho mejor con sus recursos navales. Lo consolador
era que cualquier progreso que ellos hacían llegaba inmediatamente a nuestros oídos;
así, pues, guardábamos silencio para dar a entender que estaban atascados.
El interés público por las bolas de fuego bajó a cero, y pocas personas se molestaron
ya en enviar informes sobre ellas. Yo aún conservaba mis archivos al día, aunque eran
tan poco representativos que, en realidad, no podía determinar cuál incidente era
realmente pequeño en apariencia.
Según lo que yo sabía, los dos fenómenos nunca fueron relacionados públicamente, y
en la actualidad ambos permanecen inexplicados, como si se tratara de una cosa que no
tenía importancia.
En el transcurso de los tres años siguientes, nosotros mismos perdimos interés por el
caso, hasta el punto de desaparecer casi por completo de nuestro pensamiento. Otros
asuntos nos preocupaban. Tuvo lugar el nacimiento de nuestro hijo William... y su muerte,
año y medio después. Para ayudar a Phyllis a superar esa crisis, me las agencié para
procurarme la redacción de una serie de artículos sobre viajes, vendí la casa, y durante
una temporada corrimos de un lado para otro.
En teoría, el contrato era mío; pero, en la práctica, lo que más gustaba a la E.B.C. eran
los comentarios y las notas de Phyllis y la mayoría de las veces, cuando ella no estaba
arreglando mis crónicas, trabajaba en sus propios relatos. Cuando regresemos a casa,
nuestro prestigio había aumentado mucho, teníamos gran cantidad de material para
trabajar y poseíamos la sensación de hallarnos en una situación más firme y estable.
Casi inmediatamente se registró la pérdida de un crucero americano en aguas de las
islas Marianas.
El informe fue breve: un mensaje de agencia, ligeramente hinchado; pero había algo en
ello..., sólo una especie de presentimiento. Phyllis lo leyó en el periódico, y le chocó
también. Extendió el mapa y observó el área que rodeaba a las Marianas.
- En tres de sus cuatro costas, la profundidad es muy grande - dijo.
- El informe no da detalles exactos. Me sería imposible señalar con el dedo el punto
sobre el mapa. Creo que la proximidad que indican está un poco fuera de la realidad.
- Será mejor que nos enteremos directamente - decidió Phyllis.
Así lo hicimos, pero sin resultado. No era que nuestras fuerzas estuvieran agotadas;
pero parecía que había un apagón en alguna parte. No conseguimos más que una reseña
oficial: este crucero, el Keweenaw, se había hundido, sencillamente, con buen tiempo.
Habían sido recogidos veinte supervivientes. Habría una investigación.
Posiblemente la hubo. Nunca me enteré del resultado. El incidente fue, en cierto modo,
sofocado por el inexplicable hundimiento de un barco ruso, que realizaba una misión
nunca especificada, al este de las Kuriles, ese cordón de islas situado al sur de
Kamchatka. Puesto que era axiomático que cualquier desgracia soviética se atribuyera,
de algún modo, a los chacales capitalistas o a las reaccionarias hienas fascistas, este
asunto asumió una importancia que eclipsó por completo la pérdida americana, y la acre
insinuación continuó levantando ecos durante mucho tiempo. Entre el ruido de
vituperación, la misteriosa desaparición del navío de reconocimiento Utskarpen, en el
Océano Austral, pasó casi inadvertida fuera de su natal Noruega.
Le siguieron varios otros; pero yo ya no tengo mis archivos para dar detalles. Mi
impresión es que fueron media docena de navíos, todos, al parecer, dedicados, de una
forma u otra, a investigaciones oceánicas, los que desaparecieron antes de que los
americanos sufrieran una nueva pérdida en las Filipinas. Esta vez perdieron un destructor
y, con él, la paciencia.
El ingenuo anuncio de que, puesto que las aguas circundantes de Bikini eran
demasiado poco profundas para realizar una serie de pruebas de bombas atómicas
submarinas, el lugar de tales experimentos sería trasladado en unos dos mil kilómetros,
aproximadamente, más al oeste, posiblemente pudo engañar a una parte del público
general; pero en la radio y en los círculos periodísticos se hicieron gestiones para
determinar el hecho.
Phyllis y yo estábamos mejor situados ahora y también éramos afortunados.
Emprendimos el vuelo, y pocos días después formábamos parte del complemento de un
número de navíos que fondearon a una distancia estratégica del punto donde había
desaparecido el Keweenaw, en aguas de las Marianas.
No puedo decir a ustedes cómo eran esas bombas de profundidad especialmente
diseñadas, porque nunca las vimos. Todo lo que nos permitieron ver fue una balsa que
transportaba una especie de cabaña de metal semiesférica que contenía la propia bomba,
y todo lo que nos dijeron fue que era semejante a uno de los modelos más vulgares de
bomba atómica, pero con una envoltura maciza que, si era necesario, resistiría la presión
a diez mil metros de profundidad.
A las primeras luces del día de la prueba, un remolcador llevó a remolque la balsa,
alejándose hacia el horizonte con ella. A partir de entonces, tuvimos que presenciar todo
por medio de las cámaras de televisión automáticas montadas en boyas. De esta forma
vimos cómo el remolcador abandonaba la balsa y se alejaba a gran velocidad. A
continuación, hubo un intervalo mientras el remolcador se alejaba de la zona peligrosa y
la balsa proseguía con calculado impulso hacia el lugar exacto donde desapareció el
Keweenaw. La pausa duró por espacio de unas tres horas, con la balsa inmóvil en las
pantallas. Luego, una voz por los altavoces nos informó de que el descenso de la bomba
se realizaría dentro de treinta minutos, aproximadamente. Continuó recordándonoslo a
intervalos, hasta que el tiempo fue lo suficientemente corto para empezar a contar al
revés, lenta y pausadamente. Había una completa quietud en las pantallas mientras las
mirábamos y escuchábamos la voz contando:
-...tres..., dos..., uno... ¡Ahora!
A la última palabra, de la balsa surgió un cohete, que arrastró un humo rojo mientras se
elevaba.
- ¡Bomba al fondo! - gritó la voz.
Esperamos.
Durante largo rato, según me pareció, todo estuvo intensamente quieto. En torno a las
pantallas de televisión, nadie hablaba. Todos los ojos estaban fijos en uno u otro de los
marcos, que mostraban la balsa flotando tranquilamente sobre el agua azul,
resplandeciente de sol. No hubo señal alguna de que nada ocurriese allí, salvo la pluma
de humo rojo que ascendía lentamente. A la vista y al oído, la serenidad era absoluta;
para el ánimo existía la sensación de que el mundo entero contenía la respiración.
Y entonces sucedió... La tranquila superficie del mar vomitó repentinamente una
enorme nube blanca que se fue extendiendo, e hirvió mientras ella se retorcía hacia
arriba. Un temblor sacudió el barco.
Abandonamos las pantallas y corrimos al costado del buque. La nube se hallaba ya
sobre nuestro horizonte. Aún continuaba retorciéndose sobre sí misma, de una forma que,
en cierto modo, era obscena, mientras subía monstruosamene hacia el cielo. Sólo
entonces nos llegó el ruido, como de un tremendo golpe. Mucho después vimos,
extrañamente dilatada, la línea negra que era la primera ola de agua turbulenta que
avanzaba hacia nosotros.
Aquella noche nos sentamos a la mesa de Mallarby, del The Tidings, y Bennell, del The
Senate. Era la oportunidad de Phyllis, y ella los llevó más o menos a donde quería entre el
primer plato y el asado. Discutieron largo rato sobre lineas familiares; pero, después de
cierto tiempo, el nombre de Bocker empezó a sonar con creciente frecuencia y alguna
acrimonia. Al parecer, este Bocker tenía cierta teoría sobre las perturbaciones submarinas
que no había llegado a nuestros oídos, y no parecía tener buena reputación por otra
parte.
Phyllis estaba al acecho como un halcón. Nunca hubiera adivinado uno que ella
estuviese tan completamente en la oscuridad, por la forma judicial con que preguntó:
- Sin embargo, no se puede rechazar por completo la teoría de Bocker, ¿verdad?
Y frunció un poco el ceño mientras hablaba.
Produjo efecto. En poco tiempo estuvimos adecuadamente informados sobre el punto
de vista de Bocker, y, si alguno de ellos adivinó hasta qué punto estábamos interesados,
se enteró de ello por primera vez.
El nombre de Alastair Bocker no era completamente desconocido para nosotros, por
supuesto: era el de un eminente geógrafo, un nombre que corrientemente iba seguido de
varios grupos de iniciales. Sin embargo, la información que de él nos dio ahora Phyllis era,
en cierto modo, completamente nueva para nosotros. Cuando reordenó y reunió todo,
llegó a esto: Bocker había presentado, casi un año antes, un memorándum al
Almirantazgo en Londres. Porque era Bocker, tuvo suerte de que lo leyeran en alguno de
los altos niveles, aunque la clave de su argumentación era como sigue: los cables
fundidos y la electrificación de cierto navío debían ser considerados como indiscutible
prueba de inteligencia de ciertas partes más profundas de los océanos.
En esas regiones, condiciones tales como la presión, la temperatura, la perpetua
oscuridad, etc., hacían inconcebible que cualquier forma inteligente de vida pudiera
desenvolverse y desarrollarse allí..., y esta declaración la respaldó con algunos
argumentos convincentes.
Había que presumir que ninguna nación era capaz de construir mecanismos que
pudiesen operar a tales profundidades como las indicadas por la prueba, ni se podía
comprender qué propósitos pudieran tener al intentar una cosa así.
Pero si la inteligencia en las profundidades submarinas no era indígena, entonces
debía de provenir de otra parte. También debía de estar envuelta de alguna forma capaz
de resistir una presión de toneladas por centímetro cuadrado...; con toda seguridad, dos
toneladas en la presente prueba; probablemente, cinco o seis, y hasta siete, si era capaz
de existir en las más hondas profundidades submarinas. Ahora bien: ¿existía algún lugar
en la Tierra donde una forma móvil pueda encontrar condiciones para desarrollar tal
presión? Evidentemente no.
Muy bien. Entonces, si no podía desarrollarse en la Tierra, debería desarrollarse en
alguna otra parte...; digamos, en un amplio planeta donde la presión fuese normalmente
muy elevada. Si era así, ¿cómo hacían para cruzar el espacio y llegar hasta aquí?
Entonces, Boker reclamó atención hacia las bolas de fuego, que habían sido motivo de
especulación algunos años antes, y que aún se contemplaban en algunas ocasiones.
Nunca se había visto descender ninguna de ellas sobre la Tierra; en realidad, no se había
visto descender a ninguna en parte alguna, excepto en áreas de aguas muy profundas.
Además, algunas de ellas, tocadas por los missiles, habían estallado con tal violencia que
sugerían que habían sido conservadas a un grado altísimo de presión. También era
significativo que esas bolas de fuego hubieran sido vistas solamente en las regiones de la
Tierra en donde las condiciones de alta presión eran compatibles con el movimiento.
Por ese motivo, Bocker deducía que nosotros estábamos en proceso de sufrir, aunque
casi ignorándolo, una especie de inmigración interplanetaria. Si se le hubiera preguntado
el origen de ello, habría señalado a Júpiter como el planeta más verosímil de llenar las
condiciones de presión.
Su memorándum terminaba con la observación de que tal incursión no necesitaba ser
contemplada con hostilidad. A él le parecía que los intereses de un tipo de creación que
existían en quince libras por pulgada cuadrada eran inverosímiles para que se
comparasen en serio con los de una forma que requería varias toneladas por centímetro
cuadrado. Por consiguiente, abogaba porque se debería hacer el mayor esfuerzo posible
para llevar a cabo algo que significara un acercamiento armónico hacia los nuevos
moradores de nuestras profundidades, con el ánimo de facilitar un intercambio de ciencia,
empleando la palabra en su sentido más amplio.
Los puntos de vista expresados por sus señorías sobre estas explicaciones y
sugerencias no fueron dados a la publicidad. No obstante, se sabe que no pasó mucho
tiempo sin que Bocker arrancara su memorándum de sus antipáticos pupitres y que poco
tiempo después lo presentara a la consideración del editor de The Tidings.
Indudablemente, The Tidings, al devolverlo, actuó con su habitual tacto. El editor observó,
sólo en beneficio de sus hermanos de profesión, lo siguiente: «Este periódico ha logrado
subsistir más de un siglo sin una nota cómica en sus páginas, y no veo la razón de romper
ahora su tradición».
A su debido tiempo, el memorándum apareció ante los ojos del editor de The Senate,
que le echó una ojeada, pidió una sinopsis, alzó las cejas y dictó un cortés «lo siento».
A continuación, dejó de circular, y sólo fue conocido de boquilla en un círculo reducido.
- Lo mejor que puede decirse de él - decía Mallarby - es que incluye más factores que
cualquier otro..., y que todo lo que incluye, incluso la mayoría de los factores, es de lo más
fantástico. Nosotros debemos censurarlo por todo esto hasta que surja algo mejor... Es
todo cuanto podemos hacer.
- Es verdad - dijo Bennelí -. Pero, piensen lo que piensen sobre Bocker los hombres
que ocupan la jerarquía naval, está bastante claro que ellos también han supuesto,
durante algún tiempo, que hay algo sensato en él. No se dibuja ni se hace una bomba
especial como esa en cinco minutos, ¿comprenden? De todas formas, si la teoría de
Bocker es o no es humo de paja, ha perdido su punto de apoyo principal. Esta bomba no
era el acercamiento amistoso y simpático que él propugnaba.
Mallarby, tras hacer una pausa, movió la cabeza.
- Me he reunido con Bocker en diversas ocasiones. Es hombre civilizado,
librepensador..., con las perturbaciones habituales de los librepensadores, que ellos
creen, además, que son otras. Posee una inteligencia suprema, inquisitiva... Procura no
sujetar su pensamiento medio cuando encuentra algo nuevo que señalar, y dice: «Es
mejor machacarlo o suprimirlo, rápidamente». Lo cual es otra demostración de cómo
actúa su pensamiento medio.
- Pero si, como usted dice - objetó Bennell -, creen oficialmente que la pérdida de esos
barcos fue causada por una inteligencia, entonces existe en ello un motivo de alarma, y
no puede usted considerar el asunto como algo tan fuerte como una represalia.
Mallarby movió la cabeza.
- Querido Bennell, no sólo puedo, sino que lo hago. Supongamos que algo descendiera
sobre nosotros, procedente del espacio, colgado de una cuerda, y supongamos también
que eso emitiera rayos en una longitud de onda que nos molestara extraordinariamente y,
quizá, hasta nos causara daño. ¿Qué haríamos? Sugiero que lo primero que haríamos
sería cortar la cuerda, despojándola de toda acción. Luego, examinaríamos el extraño
objeto para averiguar, hasta donde nos fuera posible, todo lo referente a él. Y si alguno
más seguía al primero, daríamos sin dilación los pasos necesarios para terminar con
ellos..., lo cual podría hacerse con propósito de acabar, simplemente, con una molestia, o
con cierta animosidad o mala fe, considerándolo como... una represalia. Ahora bien: ¿a
quién, a la vista de ello, se debería culpar del hecho, a nosotros o a la cosa que llegó de
arriba?
- Es difícil imaginar cualquier clase de inteligencia que no se resintiera de lo que
acabábamos de hacer. Si ésta fuera la única profundidad donde hubo perturbación, no
habría ninguna inteligencia que no se resintiera; pero éste no es el único lugar, como
usted sabe. Desde luego que no. Así, pues, ese resentimiento muy natural, ¿qué forma
tomará para que nosotros lo veamos?
- ¿Cree usted, realmente, que habrá alguna clase de respuesta? - preguntó Phyllis.
Se encogió de hombros.
- Vuelvo a repetir mi hipótesis: supongamos que alguna acción violentamente
destructiva descendiera del espacio sobre una de nuestras ciudades. ¿Qué haríamos?
- Bueno, ¿qué podríamos hacer? - preguntó, bastante razonablemente, Phillys.
- Pues lanzaríamos contra ella los medios más adecuados para desbaratarla, y con la
mayor celeridad posible. No - continuó, moviendo la cabeza -, me temo que la idea de
fraternidad de Bocker tenga las mismas posibilidades de prosperar que la de encontrar
una aguja en un pajar.
Yo creo que eso era tan verosímil como Mallarby decía. De todas formas, si existió
alguna vez alguna probabilidad, había desaparecido en el momento en que nosotros
llegamos a casa.
En cierto modo, y al parecer durante la noche, el público puso «los puntos sobre las
íes». El experimento poco entusiasta para representar la bomba de profundidad como una
de una serie de pruebas, había fracasado por completo. Al vago fatalismo con que fue
recibido la pérdida del Keweenaw y los otros barcos, sucedió una calurosa sensación de
violencia, una satisfacción de que se había dado el primer paso hacia la venganza y una
demanda para más.
La atmósfera era similar a la de una declaración de guerra. Los flemáticos y los
escépticos de ayer se transformaron, de pronto, en férvidos predicadores de una cruzada
contra la..., bueno, contra lo que quiera que fuese que había tenido la insolente temeridad
de interferirse en la libertad de los mares. El acuerdo sobre este punto de vista cardinal
fue virtualmente unánime desde que esa masa de especulación se irradió en toda
dirección, de forma que no sólo las bolas de fuego, sino que cualquier otro fenómeno
inexplicable ocurrido hacía años, fue atribuido del mismo modo al misterio de las
profundidades, o, al menos, relacionado con él.
La ola de excitación que se extendió a lo ancho de todo el mundo nos alcanzó cuando
nos detuvimos un día en Karachi, de regreso a nuestro país. El lugar hervía en cuentos
sobre serpientes de mar y visitas del espacio, y era evidente que, cualesquiera que
fuesen las restricciones impuestas a Bocker sobre la circulación de su teoría, muchos
millones de personas habían llegado a una explicación similar por otros caminos. Esto me
dio la idea de telefonear a la E.B.C. de Londres para averiguar si Bocker estaría decidido
ahora a concederme la entrevista.
Me contestaron que otros habían tenido la misma idea, y que Bocker celebraría una
rueda de prensa restringida el miércoles. Como a ellos les gustaría que nosotros
estuviéramos presentes, nos buscarían invitaciones. Así lo hicieron, y llegamos a Londres
con un par de horas de anticipación a la celebración de la misma.
A Alastair Bocker se le conocía por sus fotografías, pero ellas no le habían hecho
justicia. La principal arquitectura facial, con sus cualidades de niño de edad mediana más
bien llenito, las anchas cejas, el mechón de cabellos grises echados hacia atrás, la forma
de la nariz y de la boca, eran familiares; pero las cámaras fotográficas, con su poca
habilidad, no habían captado la viveza de sus ojos, la movilidad de su boca y de toda la
cara, ni su calidad de movimientos semejantes a los de un gorrión, con lo que su
personalidad quedaba mixtificada.
- Uno de esos crecidos muchachitos tan llenos de inquietudes - observó Phyllis,
estudiándole antes que empezara la rueda de prensa.
Durante algunos minutos más, la gente continuó llegando y acomodándose; luego,
Bocker anduvo hasta la mesa que estaba frente a ellos. La forma en que lo hizo daba a
entender que no había acudido allí para atraerse a la gente ni ponerse de acuerdo con
ella.
Cuando cesó el murmullo de voces, permaneció unos instantes mirándonos fijamente.
A continuación, empezó a hablar, sin apuntes ni notas.
- No creo en absoluto que esta reunión tenga utilidad alguna - dijo -. No obstante, como
yo no la he solicitado, no me interesa si tengo o no tengo buena prensa...
Hizo una pausa.
- Hace un par de años, habría agradecido la oportunidad de esta publicidad. Hace un
año intenté obtenerla, aunque mis esperanzas de que nosotros fuésemos capaces de
desviar el probable curso de los acontecimientos no eran, aun entonces, más que
ligerísimas. Encuentro en cierto modo irónico, de todas formas, que ustedes me honren
de este modo ahora que dichas esperanzas han desaparecido.
Hizo otra pausa.
- Tal vez haya llegado a ustedes una versión de mis argumentos, verosímilmente una
versión mixtificada; pero trataré de resumirlos ahora, con el fin de que sepamos, al
menos, de lo que estamos hablando.
El resumen difirió poco de la versión que nosotros conocíamos ya. Al final, hizo una
nueva pausa.
- Ahora, espero sus preguntas, señores - dijo.
A tanto tiempo de distancia, no puedo pretender recordar qué preguntas se hicieron ni
quiénes las hicieron; pero sí recuerdo que las primeras preguntas, de una fatuidad
abrumadora, fueron barridas con gran agudeza. A continuación, alguien preguntó:
- Doctor Bocker, creo recordar que, originariamente, hizo usted algunos juegos
deliberados con la palabara «inmigración»; pero sólo ahora habla usted de «invasión».
¿Ha cambiado de idea?
- Me la han hecho cambiar - respondió Bocker -. Por cuanto yo sé, tal vez hubiese sido,
en intención, una inmigración pacífica solamente..., pero la prueba es que eso no es así
ahora.
- Por tanto - dijo alguien -, lo que usted nos está repitiendo es nuestra vieja cantilena:
que, al fin, estallará la guerra interplanetaria.
- Sí, puede ser expuesto así,... por los facciosos - dijo Bocker, tranquilo -. Es, con toda
seguridad, una invasión... y desde algún lugar desconocido, ignorado.
Hubo otra pausa.
- Casi igualmente notable - continuó - es el hecho de que en este mundo buscador de
sensaciones haya conseguido, por lo que es, sentar plaza casi irreconocida. Es sólo
ahora, varios años después de su período inicial, cuando empieza a ser tomada en serio.
- De todas formas, a mí no me parece, ahora, que sea una invasión interplanetaria -
observó una voz.
- Eso podría atribuirlo a dos causas principales - dijo Bocker -. Primero: constipación de
la imaginación; segundo, influencia del difunto míster H. G. Wells.
Echó una mirada a su alrededor.
- Uno de los inconvenientes de los escritores clásicos - continuó - es que imponen un
modelo de pensamiento. Todo el mundo los lee, resultando de ello que todo el mundo
cree que conoce exactamente no sólo la forma en que debe realizarse una invasión
interplanetaria, sino también cómo debe llevarse a cabo. Si un misterioso cilindro cayese
en estos momentos, mañana, en las cercanías de Londres o de Washington, todos
reconoceríamos en él inmediatamente un objeto propicio a sembrar la alarma. Parece
haberse olvidado que míster Wells utilizó simplemente uno de los numerosos inventos
que pudo emplear para una obra de ficción; así, pues, puede señalarse que no pretendió
sentar una ley para la dirección de campañas interplanetarias. Y el hecho de que su
elección permanezca como el único prototipo del lance en tantas mentes es el mejor
elogio a su destreza en escribir lo que está en el pensamiento de todas esas mentes
calenturientas.
Otra pausa.
- Existe gran variedad de invasiones contra las que no serviría para nada llamar a los
marinos. Algunas de ellas serían más difíciles de detener que la de los marcianos de
míster Wells. Y aún quedaría por ver si las armas que pudiéramos emplear para hacerles
frente serían más o menos eficaces que las imaginadas por él.
Alguien señaló:
- Perfectamente. Aceptamos, como tema de discusión, que esto sea una invasión.
Ahora bien: ¿podría usted decirnos por qué hemos sido invadidos?
Bocker le miró durante un buen rato; luego, contestó:
- Supongo que ese «¿por qué?» fue el grito de todos los países que fueron invadidos a
lo largo de la Historia.
- Pero debe de haber una razón - musitó el que interrogaba.
- ¿Debe de haber?... Bueno, supongo que debe de haberla en el más amplio sentido de
la palabra. Pero de eso no se deduce que haya una razón que debamos comprender,
aunque la sepamos. No creo que los americanos primitivos comprendieran mucho las
razones que tenían los españoles para invadirlos... En realidad, lo que usted está
preguntando es que yo debería explicar a ustedes los motivos que animan a cierta forma
de inteligencia demencial. Modestamente, debo declinar el honor de hacer un loco de mí
mismo. La forma de averiguar, aunque no la de comprender tal vez, hubiera sido entrar en
comunicación con esas cosas de nuestras profundidades. Pero si alguna vez existió la
posibilidad de hacerlo, me temo que ahora hayamos perdido ya la ocasión de conseguirlo.
El interrogador no se quedó satisfecho con eso.
- Pero si no podemos asignar una razón - dijo -, entonces con toda seguridad, todo el
asunto se convierte en algo que se diferencia muy poco de un desastre natural..., algo
semejante, digamos, a un terremoto o a un ciclón...
- Bastante cierto - estuvo de acuerdo Bocker -. ¿Y por qué no? Supongo que es
justamente así como el pájaro se parece al insecto. Para el vulgo, envuelto en una gran
guerra, tampoco existe mucha diferencia entre eso y un desastre natural. Sé que todos
ustedes han enseñado a sus lectores a esperar explicaciones supersimplificadas de todo,
sin excluir al mismo Dios, en palabras de una sola sílaba; así, la cosa va adelante, y
satisface su inclinación por la sabiduría. Nadie les puede contradecir a ustedes. Pero si
intentan colgarme sus explicaciones, les demandaré.
Pausa.
- Iré aún más lejos: sólo puedo creer en dos motivos humanos para la emigración a
través del espacio, y, si fuera posible, en cualquier escala: uno sería la simple expansión y
el engrandecimiento; el otro, huir de las intolerables condiciones del planeta humano.
Pero esas «cosas» de las profundidades no son, con toda seguridad, humanas, sean las
que fueren; de todas formas, sus razones y motivos pueden ser similares a los motivos
humanos, aunque es mucho más verosímil que no lo sean.
Hizo otra pausa, mirando de nuevo en torno suyo.
- Escuchen: este «¿por qué?» es un gesto inútil de respiración. Si nosotros tuviéramos
que ir a otro planeta, y la población que encontráramos allí nos recibiera a bombazos, el
«¿por qué?» de nuestra ida allí no tendría ninguna importancia; sencillamente
determinaríamos que, si no dábamos los pasos necesarios para detenerlos en su ataque,
nos exterminarían. Y, posiblemente, hemos hecho algo parecido con esas «cosas» de las
profundidades... La fuerza de la vida, de cualquier forma que se la considere, debe ser,
colectiva o individualmente, la voluntad de sobrevivir, o muy pronto dejaría de ser.
- Entonces esto, según su opinión definitiva, ¿es una invasión hostil? - preguntó
alguien.
Bocker le miró con interés.
- Mire, no hay que sacar las cosas de quicio. Lo que yo digo es que esto es una
invasión, que es hostil ahora; pero que, de intento, no ha debido ser hostil... Y ahora -
terminó -, todo cuanto les pido a ustedes es que convenzan a sus lectores que esto no es
una broma, sino un asunto muy serio... Claro que hasta donde se lo permitan la política
editorial y propietaria.
Lo que sucedió en realidad fue que casi todos los periodistas presentaron a Bocker
como un excéntrico, subrayado con el siguiente comentario: «Es lo que uno sería capaz
de creer si también fuese un excentrico... Claro que uno no lo es: uno es hombre
sensible...».
Existían indicios de que el espectáculo no era accidental. El público se hallaba en un
estado que hubiese admitido todo, pero habíase desperdiciado la oportunidad de explorar
la situación. No; hasta el momento no ocurría nada sensacional que interrumpiese el
apaciguado proceso.
Luego, gradualmente, surgió una sensacion de que ésta no era en absoluto la forma en
que se había esperado una guerra interplanetaria. Por supuesto, de ahí a decidir que los
culpables eran los rusos no había más que un paso.
Los rusos, dentro de su dictadura, siempre eran dados a sospechar de los beligerantes
capitalistas. Cuando los rumores de la noción interplanetaria consiguiese de algún modo
atravesar el telón de acero, se apresurarían a declarar que: a) todo aquello era mentira:
sólo era una pantalla verbal de humo para encubrir los preparativos de los fabricantes de
armamentos; b) que era verdad, y los capitalistas, fieles a su conducta, habían atacado
inmediatamente a los no sospechosos extranjeros con bombas atómicas; c) que fuera
verdad o no, la U.R.S.S. lucharía denodadamente por la paz con todas las armas que
poseía, excepto las bacterias.
El balanceo continuaba. Se oía decir a la gente:
- ¡Oh!... ¿Esa tontería interplanetaria? No me importa decirle a usted que, durante
algún tiempo, me obsesionó; pero, naturalmente, ¡cuando ahora se empieza a pensar en
ello!... ¿Asombrarse de que sea, realmente, un juego de los rusos?... Tendría que haber
sido algo muy grande para que se emplease contra ello las bombas atómicas...
Así, pues, en un plazo de tiempo muy breve quedó establecido el status quo ante
bellum hypotheticum, y nosotros regresamos a la comprensible base familiar de sospecha
internacional. El único resultado duradero fue que el seguro marino subió un uno por
ciento.
Un par de semanas después celebramos una pequeña reunión con comida. El capitán
Winters se sentó a la derecha de Phyllis. Parecían estar en excelentes relaciones. Más
tarde, en la intimidad de nuestro dormitorio, inquirí:
- Si no tienes demasiado sueño, podríamos hablar. ¿Qué te contó el capitán?
- ¡Oh!, muchas cosas agradables. Creo que tiene sangre irlandesa.
- Bueno; pero, pasando a las cosas realmente interesantes que ocurren por el mundo...
- continué impaciente.
- No fue muy locuaz, pero lo que me contó no era nada estimulante. Algunas cosas
eran demasiado horribles.
- Cuéntame.
- Bueno, la situación principal no parece haber cambiado mucho en la superficie; pero,
respecto a lo que está ocurriendo «abajo», se muestran cada vez más preocupados, más
alarmados. No me dijo que, actualmente, la investigación no había hecho progresos; pero
lo que dijo lo daba a entender.
Hizo una pausa.
- Por ejemplo, dijo que las bombas atómicas se habían desechado, por el momento al
menos. Pueden utilizarse en lugares aislados solamente, y, aun así, la radiactividad se
propaga fantásticamente. Los expertos en ictiología de ambos lados del Atlántico han
puesto el grito en el cielo, porque dicen que es debido a los bombardeos el que ciertas
manadas de peces hayan desaparecido de sus lugares acostumbrados. Maldicen las
bombas por trastornar la ecología, en cualquiera de sus ramas, y afectar a las corrientes
migratorias. Sin embargo, algunos de los ellos dicen que la fecha no es suficiente para
estar absolutamente seguros de que sean las bombas quienes han causado tal trastorno;
pero algo tiene que haber seguramente, y eso puede causar graves trastornos
alimentarios. Así, pues, como nadie parece estar completamente convencido de que las
bombas hayan cumplido la misión que todos esperábamos y, en cambio, han matado y
espantado peces en grandes cantidades, se han hecho impopulares... Y hay algo más:
dos de esas bombas que lanzaron a las profundidades han desaparecido.
- ¡Oh! - exclamé -. ¿Y qué inferimos de ello?
- No sé. Pero los tiene muy preocupados, muy alarmados. Escucha: la forma en que
operan es a base de una profundidad dada, forma sencilla y muy segura.
- ¿Quiere eso decir que las bombas no han alcanzado nunca la verdadera zona de
presión?... ¿Qué se han quedado enganchadas en alguna parte mientras descendían?
Phyllis asintió.
- Y eso hace que se muestren extremadamente ansiosos.
- Además, es incomprensible. No me sentiría muy tranquilo si hubiese perdido un par
de bombas en perfecto uso - admití -.¿Qué más?
- Han desaparecido inexplicablemente tres navíos de los que se dedican a la
reparación de cables. Uno de ellos fue silenciado en mitad de un mensaje radiado. Se
sabía que estaba, en aquellos momentos, extrayendo un cable defectuoso.
- ¿Cuándo ocurrió eso?
- Hace seis meses, uno; hace tres semanas, otro, y el tercero, la semana pasada.
- ¿No pudieron hacer nada para evitarlo?
- No pudieron..., aunque todo el mundo está seguro de que lo intentaron.
- ¿No hubo supervivientes para contar lo ocurrido?
- No.
Al cabo de un rato pregunté:
- ¿Algo más?
- Déjame pensar... ¡Oh, sí! Están tratando de poner en práctica una especie de missil
de profundidad dirigido que será altamente explosivo, aunque no atómico. Pero aún no
han hecho las pruebas.
Volvía a mirarla con admiración.
- Eso es magnífico, darling. Eres una verdadera Mata Hari.
Phyllis ignoró la ironia.
- Lo más importante de todo es que me dará una tarjeta de presentación para el doctor
Matet, el oceanógrafo.
Se puso en pie.
- Pero, darling. la Sociedad Oceanográfica ha amenazado más o menos con la
excomunión a todo aquel que trate con nosotros después del último relato que hicimos...
Eso forma parte de su línea anti - Bocker.
- Bueno. Pero resulta que el doctor Matet es amigo del capitán. Ha visto sus mapas
sobre las incidencias de los globos de fuego, y es un medio convencido. De cualquier
forma, nosotros no somos unos hinchas de Bocker, ¿verdad?
- Lo que nosotros creemos que somos no es necesario que lo crean otras personas.
Sin embargo, si él lo desea... ¿cuándo podremos verle?
- Espero verle dentro de pocos días, darling.
- ¿No crees que yo debería?
- No. Pero sería estupendo por tu parte que confiaras en mí.
- Sin embargo...
- No. Y me parece que ya es hora de que nos vayamos a la cama - dijo Phyllis,
firmemente.
El comienzo de la entrevista de Phyllis fue, según informó, casi normal.
- ¿La E.B.C.? - dijo el doctor Matet, alzando las cejas, como si fueran dos tapas de
miniaturas -. Creí que el capitán Winters había dicho la B.B.C.
Era un hombre de cara ancha, casi barbilampiño, que daba a su cabeza el aspecto de
pertenecer a una cara mucho más ancha aún. Su atezada frente era alta, y muy
pulimentada hasta la coronilla. Según dijo Phyllis, le produjo la impresión de ser
sobresaliente.
Ella suspiró para sí, comenzando la rutinaria explicación sobre la existencia de la
English Broadcasting Company, manejándole con tacto hasta que consiguió llevarle a la
posición desde donde nos considerase como personas suficientemente amables que se
esfuerzan por superar las desventajas de ser consideradas como oráculo ligeramente de
segunda clase. Luego, tras aclararle que cualquier material que pudiera suministrarnos
permanecería en el más absoluto anonimato, se hizo más locuaz.
Lo malo fue, desde el punto de vista de Phyllis, que se expresó en un estilo
completamente académico, empleando innumerables palabras raras y ejemplos que ella
tuvo que interpretar lo mejor que pudo. En resumen, lo que quiso decir fue lo siguiente:
Hacía un año se empezó a informar sobre ciertas alteraciones de color (decoloración)
en las corrientes de cierto océano. La primera observación de esta clase se había
efectuado en la corriente de Kuroshio, en el Pacífico Norte... Se trataba de una suciedad
desacostumbrada que flotaba hacia el noroeste y que se hacia menos visible a medida
que se ensanchaba a lo largo del West Wind Drift, hasta que ya no era perceptible a
simple vista.
- Se cogieron muestras y se enviaron para su examen, por supuesto, ¿y qué cree usted
que resultó ser esa alteración de color, esa decoloración? - preguntó el doctor Matet.
Phyllis le miró, mostrando enorme expectación.
- Principalmente, limo radiolariano, pero con un apreciable porcentaje de limo
diatomáceo.
- ¡Qué cosa tan notable! - exclamó Phyllis, con seguridad en sí -. ¿Y qué cosa en el
mundo produciría un resultado semejante?
- ¡Ah! Ésa es la cuestión - respondió el doctor Matet -. Una perturbación en una escala
tan notable... Sin embargo, en muestras tomadas al otro lado del océano, a lo largo de la
costa de California, siempre hubo gran impregnación de ambos limos.
Y continuó, continuó, hasta que Phyllis consiguió, al fin, interrumpirle.
- Lo cual quiere decir que algo, no sólo fue, sino que aún es, que aún está allí abajo,
¿no?
- Sí, algo - respondió, de acuerdo con ella y mirándola fijamente. Luego, descendiendo
rápidamente a la lengua vernácula, añadió -: Pero, para ser sincero con usted, solamente
Dios sabe lo que es.
- Demasiada geografía - dijo Phyllis -, y demasiada oceanografía, y demasiada
batiografía: demasiado de todas las «ografías». Afortunadamente, escapé de la ictiología.
- Cuéntame - dije.
Ella contó todo, con notas.
- Y me gustaría saber - concluyó - qué escritor sería capaz de hacer un relato con todo
esto.
- ¡Hum! - dije.
- No hay «¡hum!» que valga. Cualquier «ógrafo» daría una charla sobre esto para
personas pasmadas y concienzudas; pero, aunque fuera inteligible, ¿dónde las
conseguiría?
- Esa es siempre la clave de la cuestión - observé -. Sin embargo, poco a poco van
reuniéndose los trozos. Este es otro trozo. De todas formas, tú, en realidad, no crees que
volverás allá con ellos para completar tu relato, ¿verdad? ¿No te sugirió el doctor cómo
podría encadenarse esto con el resto?
- No. Le dije que era muy extraño que todo pareciese haber sucedido últimamente en
las partes más inaccesibles del océano, y unas cuantas cosas más por el estilo; pero no
soltó prenda. Estuvo muy cauto. Creo que, en el fondo, lamentaba haberme concedido la
entrevista; por eso se limitó a hechos comprobables. Nada halagador... por lo menos en la
primera reunión. Admitió que podía comprometer su reputación de la misma forma que la
había comprometido Bocker.
- Escucha - dije -: Bocker tiene que haberse enterado de todo eso tan pronto como
cualquier otro. Debe tener sus puntos de vista sobre ello, y es muy probable que esté
tratando de averiguar qué hacen ellos. Su selecta rueda de prensa, a la que nosotros
asistimos, pudo ser muy bien una presentación. Podemos aprovecharnos de ello.
- Ten en cuenta que, después, se mostró muy esquivo - dijo Phyllis -. En realidad, nada
tuvo de sorprendente. Sin embargo, nosotros no nos encontramos entre los que le
atizaron públicamente... En verdad, fuimos muy objetivos.
- Echemos a suerte a ver quién de nosotros le telefoneará - ofrecí.
- Le telefonearé yo.
Así, pues, me recliné en mi sillón y escuché cómo Phyllis se las componía para aclarar
al teléfono que ella pertenecía a la E.B.C.
He de decir en favor de Bocker que, habiendo expuesto ampliamente una teoría, de la
que se hizo solidario, no había retrocedido ni un paso cuando se dio cuenta de que era
impopular. Al mismo tiempo, no quiso verse envuelto en controversias de mayor alcance.
Hizo esta aclaración cuando nos reunimos con él. Nos miró fijamente, con la cabeza
ladeada, el mechón de pelo gris cayéndole ligeramente hacia adelante y las manos con
los dedos entrecruzados. Asentía meditativo, y, a continuación, dijo:
- Ustedes necesitan de mí una teoría porque nada puede explicarles este fenómeno.
Perfectamente: tendrán una. No creo que la acepten; pero si hacen algún empleo de ella,
les ruego que lo hagan anónimamente. Cuando la gente acuda de nuevo a mí, yo estaré
dispuesto; pero ahora prefiero que mi nombre no se haga público en ningún reportaje
sensacional... ¿Está claro?
Asentimos. Estábamos acostumbrándonos a este deseo general hacia el anonimato.
- Lo que nosotros tratamos de hacer - explicó Phyllis - es colocar en su sitio todas las
piezas de un rompecabezas. Si usted puede ayudarnos a poner en el lugar adecuado
alguna de ellas, se lo agradeceríamos eternamente. Si, por otra parte, usted cree que no
debemos dar publicidad a su nombre..., bueno, ése es asunto suyo.
- Exactamente. Bien. Ustedes ya conocen mi teoría sobre el origen de las inteligencias
de las profundidades marinas; así, pues, no volveremos sobre el asunto. Nos
enfrentaremos con el actual estado de cosas. Según mi opinión, ocurre lo siguiente:
habiéndose asentado en el lugar más conveniente para ellos, estas criaturas creían que
podrían desenvolverse en ese lugar de acuerdo con sus ideas sobre lo que constituye una
conveniente, ordenada y eventualmente condición civilizada. Están,¿comprende?, en la
situación de..., bueno, no: actualmente son pioneros, colonialistas. Una vez que llegaron
sanos y salvos, se asentaron, improvisando y explorando su nuevo territorio. Lo que
tenemos que averiguar son los resultados de su incipiente trabajo en la tarea.
- ¿Qué están haciendo? - pregunté.
Se encogió de hombros.
- ¿Cómo sería posible decirlo? Pero, a juzgar por la forma en que los hemos recibido,
hay que imaginarse que su primera labor será proveerse de alguna forma de defensa
contra nosotros. Por tal motivo, necesitan, presumiblemente, metales. Sugiero a ustedes,
por mi parte, que en algún sitio de las profundidades de Mindanao Trench y también en
alguna parte de las profundidades del sureste de Cocos - Keeling Basin, encontraríamos,
si pudiéramos llegar hasta allí, que se están realizando excavaciones, en progreso
actualmente.
Vislumbré la razón de su demanda de anonimato.
- Bueno, pero... ¿trabajar los metales en semejantes condiciones? - insinué.
- ¿Cómo podemos adivinar la técnica que ellos desarrollan? Nosotros mismos estamos
plagados de técnicos que hacen cosas que al principio pudieron parecer imposibles en
una presión atmosférica de ocho kilogramos por centímetro cuadrado; también existen
cosas inverosímiles que podemos hacer debajo del agua.
- Pero cuando la presión se mide por toneladas, la oscuridad es continua y... - empecé
a decir, pero Phyllis me interrumpió con esa decisión que me obligaba a callar y a no
discutir.
- Doctor Bocker, hace un instante indicó usted dos profundidades - dijo -. ¿Por qué lo
hizo?
Se volvió hacia ella.
- Porque ésa me parece la única explicación razonable donde pueden incluirse ambas.
Puede ser, como míster Holmes hizo observar una vez al ilustre tocayo de su marido, «un
error capital teorizar antes que se tenga una fecha»; pero es un suicidio mental
emponzoñar la fecha que uno tiene. No sé nada, no puedo imaginar nada que pueda
producir el efecto de que el doctor Matet hablaba, excepto alguna máquina excesivamente
potente para las continuas excavaciones.
- Pero - respondí con poca firmeza, porque ya estaba molesto y cansado de verme
anulado por el fantasma de míster Holmes -, si están haciendo excavaciones, como usted
sugiere, ¿por qué se debe la decoloración al limo y no a la arenilla?
- Bueno, en primer lugar habrán tenido que extraer gran cantidad de limo antes de
alcanzar la piedra; inmensos depósitos, lo más verosímil. En segundo lugar, la densidad
del limo es poco mayor que la del agua, mientras que la arenilla, por ser más pesada, se
posaría durante mucho tiempo en el fondo antes de alcanzar, por muy fina que fuera,
alguna porción cercana a la superficie.
Antes que pudiera proceder contra eso, Phyllis me cortó de nuevo.
- ¿Qué hay respecto a otros lugares? - preguntó -. ¿Por qué mencionó usted solamente
esos dos, doctor?
- No sé si en otros lugares habrá habido también excavaciones; pero sospecho que,
por sus situaciones, pudieran tener otros propósitos.
- ¿Cuáles? - preguntó rápidamente Phyllis, mirándole con expectación muy juvenil.
- Comunicaciones, sospecho. Por ejemplo, el área donde empezó a surgir la
decoloración en el Atlántico ecuatorial, aunque a bastante profundidad, se une con el
Romanche Trench. Es una especie de garganta a través de las montañas sumergidas del
Atlántico Rigde. Ahora bien: cuando se considera el hecho de que forma el único enlace
profundo entre el Atlántico este y el Atlántico oeste, parecen algo más que una
coincidencia esas señales de actividad que aparecen allí. En efecto, ello me sugiere
fuertemente que algo de abajo no está a gusto con el estado natural de ese Trench. Es
absolutamente verosímil que esté bloqueado en algunos sitios a causa de
derrumbamientos de piedras. Puede ser que, en algunos lugares, sea estrecho y difícil; y
es casi seguro de que, si existiera propósito de utilizarlo, fuera conveniente limpiarlo del
limo depositado sólidamente abajo. No lo sé, claro está; pero el hecho de que algo está
afincándose, sin duda alguna, en ese estratégico Trench, me conduce a pensar que,
indudablemente, lo que está allá abajo se halla dispuesto a perfeccionar sus métodos
para poder moverse en las profundidades..., de la misma forma que nosotros hemos
perfeccionado los nuestros para movernos sobre la superficie.
Hubo una pausa mientras meditábamos sobre ello y sus implicaciones. Phyllis habló la
primera.
- Bueno..., ¿y el otro lugar de que usted habló primero..., el del Caribe..., el que está al
oeste de Guatemala?
El doctor Bocker nos ofreció cigarrillos, encendiendo el suyo.
- Bueno - respondió reclinándose en un sillón -, ¿no creen ustedes posible que un túnel
que comunicara las profundidades de ambos lados del istmo ofrecería a un ser de las
profundidades ventajas casi idénticas a las obtenidas por nosotros de la existencia del
canal de Panamá?
La gente puede decir lo que guste de Bocker; pero nunca puede pretender,
verídicamente, que el alcance de sus ideas sea mediano o nulo. Es más: nadie ha
demostrado hasta ahora que esté equivocado. Su principal defecto está en que él,
corrientemente, exponía unos hechos tan amplios y tan poco digeribles que se le
quedaban a uno atragantados en el gañote... hasta en el mío, y eso que yo podría
calificarme como hombre de enormes tragaderas. Esto tuvo, no obstante, una reflexión
subsiguiente. En el clima de la entrevista, yo estuve ocupado principalmente en tratar de
convencerme de que él quería decir, realmente, lo que decía, no encontrando más que mi
propia resistencia para sugerir lo contrario.
Antes de marcharnos, nos dijo otra cosa que también nos dio que pensar.
- Puesto que ustedes están al tanto del asunto, ¿habrán oído hablar de que
desaparecieron dos bombas atómicas?
Le contesté que sí.
- ¿Y han oído hablar también de que ayer hubo una explosión atómica inesperada?
- No. ¿Fue una de ellas? - preguntó Phyllis.
- Así quisiera creerlo..., porque me molestaría mucho tener que pensar que pudiera ser
otra cualquiera - contestó -. Pero lo extraño es que, a pesar de que una de ellas se perdió
en las islas Aleutianas y la otra en el proceso de dar otra sacudida a las aguas del
Mindanao Trench, la explosión tuvo lugar no lejos de Guam..., a más de dos mil
kilómetros de Mindanao.
FASE 2
A la mañana siguiente hicimos una salida temprana. El coche, completamente cargado,
había permanecido fuera toda la noche, y nosotros nos marchamos pocos minutos
después de las cinco, con la intención de salvar el mayor número posible de kilómetros
desde la región meridional inglesa antes que las carreteras se hiciesen intransitables.
Había una distancia de quinientos veinte coma ocho kilómetros (cuando no «coma nueve»
o «coma siete») hasta la puerta del chalé que Phyllis había comprado con el pequeño
legado que le había dejado como herencia su tía Helen.
Yo era partidario de haber comprado un chalé a más de mil kilómetros de Londres;
pero era a la tía de Phyllis a quien iba a conmemorarse con lo que ahora era el dinero de
Phyllis. Así, pues, nos convertimos en propietarios de Rose Cottage, Penllyn, Nr.
Constantine, Cornwall, teléfono número Navasgan 333. Era un chalé con cinco
habitaciones, de piedra gris, situado en la ladera de una colina llena de brezos, azotado
por el viento del sudeste, con el tejado del más puro estilo Cornish. Por delante de
nosotros veíamos deslizarse el río Heldord, y más allá, hacia el Lizard, veíamos por las
noches las luces del faro. A la izquierda, se divisaba un panorama costero que se
extendía al otro lado de la bahía de Falmouth, y si recorríamos unos cien metros hacia
adelante y nos situábamos en la ladera del cerro que nos protegía de los vientos del
sudoeste, podíamos ver, a través de la bahía de Mount, hasta las islas Scillus, y, más allá,
el infinito Atlántico. Falmouth, doce kilómetros; Helston, diecisiete kilómetros; elevación
novecientos noventa y seis metros sobre el nivel del mar.
Lo utilizábamos como una especie de refugio. Cuando teníamos entre manos bastantes
asuntos que resolver e ideas que interpretar, íbamos allí por una temporada.
Regularmente, unas cuantas semanas, durante las cuales no dábamos reposo a la pluma
ni a la máquina de escribir; pero todo lo hacíamos con agrado y sin que nadie nos
perturbara. Luego, regresábamos a Londres por cierto tiempo, realizábamos nuestras
compras, visitábamos a nuestros amigos, recogíamos nuestro trabajo y, cuando ya
habíamos acumulado una buena tarea, volvíamos al chalé a emprender de nuevo nuestra
labor, o bien solamente con el propósito de concedernos unas vacaciones.
Aquella mañana realicé el recorrido en un buen espacio de tiempo. No eran más de las
ocho y media cuando separé de mi hombro la cabeza de Phyllis y la desperté
anunciándole:
- El desayuno, querida.
Sin estar aún despierta del todo, la dejé para ir a comprar unos periódicos. Cuando
regresé, ya estaba levantada y había empezado a preparar el desayuno. Tenía casi hecha
la papilla. Le entregué su periódico y yo me puse a leer el mío. La primera página de
ambos diarios estaba ocupada por un título en grandes caracteres que anunciaba un
desastre marítimo. Que esto fuera así, cuando se trataba de un barco japonés, sugería
que había pocas noticias de otra clase.
Eché una ojeada al artículo que se insertaba debajo de la fotografía del barco hundido.
De él deduje que el mercante japonés Yatsushiro, que hace el recorrido de Nagasaki a
Amboina, en las Molucas, se había hundido. De las setecientas personas que iban a
bordo, solamente se habían encontrado cinco.
Sin embargo, antes que yo terminara de leer esta noticia, Phyllis me interrumpió con
una exclamación. La miré. Su periódico no insertaba la fotografía del barco; en cambio,
publicaba un pequeño gráfico de la zona donde había ocurrido el hundimiento, y ella
miraba con ansiedad, intentando descifrarlo, el sitio marcado con una X.
- ¿Qué pasa? - pregunté.
Phyllis puso el dedo sobre el mapa.
- Hablando de memoria, y suponiendo siempre que la cruz haya sido puesta por
alguien que sabe lo que se hace - dijo -, ¿no está situado el escenario de este
hundimiento muy próximo a nuestro viejo amigo el Mindanao Trench?
Observé el gráfico, tratando de recordar la configuración de aquella parte del océano.
- No puede estar muy lejos - convine.
Volví a mi periódico y leí el relato con más detenimiento ahora.
«Mujeres - al parecer - gritaban cuando...»
«Mujeres sacadas de sus camarotes durante la noche.»
«Mujeres, con los ojos desorbitados por el terror, agarradas a sus hijos...»
«Mujeres...» «Mujeres» cuando «la muerte ataca en silencio al dormido barco.»
Cuando se hubo barrido toda esta jerigonza femenil y se puso a un lado todo el
repertorio de frases apropiadas para catástrofes marinas de la Oficina de Londres, quedó
al descubierto el esqueleto de un escueto mensaje de agencia..., tan escueto que, por un
instante, me pregunté por qué dos periódicos de categoría habían decidido ampliarlo
excesivamente, cuando pudo darse en pocas líneas. Luego, percibí el verdadero ángulo
misterioso que permanecía sumergido entre la dramática fonética: era que el Yatsushiro
se había hundido como una piedra, sin dar la voz de alarma y sin que se supiera la razón.
Más adelante conseguí proporcionarme una copia de ese mensaje, encontrando su
rigidez mucho más alarmante y dramática que lo de «mujeres sacadas de sus camarotes
durante la noche». No hubo mucho tiempo para eso, no. Después de dar noticias
particulares sobre la hora, el lugar, etc., el mensaje concluía lacónicamente:
«...tiempo espléndido; sin choque, sin explosión; causas desconocidas. Menos de un
minuto de alarma antes de hundirse. Propietarios declaran ignorancia absoluta».
Así, pues, no pudo haber muchos gritos en la noche. Esas infortunadas japonesas, y
también los japoneses, tuvieron tiempo de despertarse y, acaso también, algún tiempo de
preguntarse qué pasaba, aún aturdidas por el sueño; pero inmediatamente el agua los
inundó: no hubo gritos, sólo unas cuantas burbujas mientras se hundían, se hundían, se
hundían, encerrados en su ataúd de diecinueve mil toneladas.
Cuando terminé la lectura, levanté la vista. Phyllis estaba mirándome, con la barbilla
apoyada en la mano, a través de la mesa donde desayunábamos. Durante un rato,
ninguno de los dos hablamos. Luego, ella dijo:
- Dice aquí: «...en una de las partes más profundas del océano Pacífico». ¿Crees tú
Mike, que esto pudo suceder tan pronto?
Dudé.
- Es difícil decirlo. Evidentemente, este mensaje es tan sintético... Si eso duró, en
realidad, un minuto sólo... No, suspendo todo juicio, Phyllis. Mañana veremos The Times
y averiguaremos lo que sucedió en realidad..., si es que alguien lo sabe.
Montamos en el coche, tardando mucho tiempo en llegar porque las carreteras estaban
llenas; nos detuvimos a comer, como de costumbre, en el pequeño hotel de Dartmoor, y,
al fin, llegamos a última hora de la tarde... Esta vez, quinientos treinta y siete coma seis.
Teníamos hambre y sueño otra vez, y aunque yo procuré recordar, cuando telefoneé a
Londres, que me enviaran los recortes sobre el hundimiento, la catástrofe del Yatsushiro,
en la otra parte del mundo, parecía tan lejos de interesar a los dueños de un pequeño
chalé gris de Cornwall como la pérdida del Titanic.
Al día siguiente, The Times publicó la catástrofe con suma cautela, dando la sensación
de que los redactores no querían excederse para que, en cierto modo, no se alarmaran
sus lectores. No ocurrió lo mismo con la primera colección de recortes que llegó a nuestro
poder a la tarde siguiente. Los pusimos entre nosotros y los estudiamos con detenimiento.
Los datos eran evidentemente escasos, y los comentarios curiosamente similares.
- Todo posee una fuerte dosis de aturrullamiento - dije cuando terminamos de
examinarlos -. Y nada puede sorprendernos al ver el espanto que producirían las breves
voces de alarma.
Phyllis dijo con frialdad:
- Mike, esto no es un juego, ¿verdad? Después de todo, se ha hundido un barco
grande y se han ahogado setecientos infelices. Es algo terrible. Anoche soñé que yo
estaba encerrada en uno de esos pequeños camarotes cuando el agua penetró
impetuosamente en ellos.
- Ayer... - empecé a decir, pero me calle.
Había estado a punto de decir que Phyllis había vertido una olla de agua hirviendo
sobre un agujero con el fin de matar a más de setecientas hormigas, pero lo pensé mejor.
- Ayer - corregí - murieron muchas personas en accidente de carretera, y muchas más
morirán hoy.
- No comprendo qué tiene eso que ver con lo que estamos tratando - me respondió.
Tenía razón. No era una corrección muy aceptable, pero no hubiera sido momento
oportuno de hablar de una amenaza, de las hormigas, en la que solamente nosotros
podíamos creer.
- Nosotros nos hemos acostumbrado - dije - a la idea de que la mejor forma de morir es
en la cama... y a una edad aceptable. Y es una equivocacion. Normalmente, la muerte
para toda criatura humana llega de pronto. La...
Pero tampoco era eso lo que había que decir. Phyllis se alejó, caminando con esos
pasitos breves que ella empleaba y afianzando los tacones.
Yo me sentía incómodo, molesto también; pero, en el fondo, me daba lo mismo.
Más tarde la encontré mirando por la ventana del cuarto de estar. Desde donde ella
estaba se veía un panorama de mar azul que se extendía hasta el horizonte.
- Mike - me dijo -, siento lo de esta mañana. Ese asunto..., lo del barco que se hundió
de forma tan rara..., me sacó de quicio. Hasta ahora, todo esto no ha sido más que un
juego de adivinanzas, un rompecabezas. Fue espantoso que se perdiera el batiscopio de
los infelices Weismann y Trant, así como la pérdida de los navíos de la Armada. Pero
esto, que un gran barco mercante, lleno de hombres, mujeres y niños vulgares y sencillos,
dormidos tranquilamente, sea hundido en pocos segundos, en mitad de la noche...,
bueno..., parece ponerse repentinamente en una categoría diferente. De cualquier forma,
es algo de clase distinta, en cierto modo. ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? La
tripulación de los navíos de la Armada está formada por hombres que siempre están en
peligro al realizar su trabajo... Pero estas personas que iban en el mercante no tenían
nada que ver con el asunto. Eso me produce la impresión de que las cosas que,
hipotéticamente, trabajan en las profundidades, cosas en las que apenas creía, pero que
ahora hacen acto de presencia bruscamente, se han convertido en horrible realidad. No
me gusta eso, Mike. De pronto he comenzado a tener miedo, y no sé realmente por qué.
Me acerqué a ella y la abracé.
- Sé lo que quieres decir - dije -. Creo que es parte de ello. No hay que dejar que la
cosa nos abrume.
Ella volvió la cabeza.
- ¿Parte de qué? - preguntó, extrañada.
- Parte del proceso que estamos viviendo: la reacción instintiva. La idea de una
inteligencia demente es intolerable para nosotros. Tenemos que odiarla y temerla. No
podemos evitarlo. Nuestra propia inteligencia, cuando se sale un poco de sus carriles por
haber bebido o por cualquier otra cosa anormal, nos alarma no muy racionalmente.
- ¿Quieres decir que yo no hubiera sentido de la misma forma si eso hubiera sido
realizado por..., bueno..., por los chinos... o alguien?
- ¿Crees tú que hubieras sentido lo mismo?
- Pues... no..., no esto y segura.
- Bueno. Respecto a mí, he de decirte que hubiera rugido de indignación. Si supiera
que alguien estaba actuando debajo del agua, procuraría por todos los medios echar una
mirada para ver quién, cómo y por qué lo hacía, para enfocarme. Así como así, sólo tengo
la nebulosa impresión, si realmente quieres saberlo, de quién, ninguna idea del cómo y
experimento la sensación de que el porqué me produce frío interior.
Me apretó la mano.
- Me alegra saber eso, Mike. Me sentía muy sola esta mañana.
- Mi irisación protectora no intenta engañarte, querida. Intenta engañarme a mí.
Ella meditó.
- Debo recordar eso - dijo con un aire de extensiva implicación que no estoy seguro de
haber comprendido completamente aun.
Pasamos un mes agradable, dedicados a nuestro trabajo... Phyllis, en investigar algo
que aún no se había dicho sobre Beckford de Fonthill; yo, en la ocupación literaria menor
de redactar una serie sobre los amores de los personajes reales, que se titularía
provisionalmente El corazón de los reyes o Cupido se pone una corona.
El mundo exterior se introdujo poco en nuestras vidas. Phyllis terminó el guión sobre
Beckford y dos más, y volvió a coger los hilos de la trama de una novela que parecía estar
condenada a no acabarse nunca. Yo continuaba con mi tarea de procurar que los vívidos
amores reales estuvieran libres de toda contaminación política; en los intervalos escribí
algunos artículos para desintoxicarme y despejar un poco el ambiente. Los días que
creíamos demasiado buenos para malgastarlos, bajábamos a la playa y nos bañábamos,
o bien organizábamos alguna excursión en barca. Los periódicos olvidaron pronto lo del
Yatsushiro. El fondo del mar y todas las especulaciones a que dio lugar parecían haber
caído en el olvido.
Un miércoles por la noche, la radio, en el boletín de las nueve, anunció que el Queen
Anne se había perdido en alta mar...
El informe era muy breve. Simplemente el hecho, seguido de:
- «Todavía no tenemos detalles del suceso, pero es de temer que las pérdidas sean
cuantiosas».
Hubo una pausa de quince segundos; a continuación, la voz del locutor resumió:
- «El Queen Anne, uno de los barcos más rápidos que surcaban el Atlántico,
desplazaba noventa mil toneladas. Fue construido...»
Me acerqué a la radio y la apagué. Nos sentamos, mirándonos uno a otro. Las lágrimas
asomaron a los ojos de Phyllis. La punta de su lengua apareció para mojarse los labios.
- ¡El Queen Anne!... ¡Oh Dios! - exclamó.
Buscó un pañuelo.
- ¡Oh Mike! ¡Un barco tan magnífico!...
Me puse en pie, crucé la habitación y me senté a su lado. En aquel momento, ella
estaba viendo sencillamente el barco como lo habíamos visto la última vez, zarpando del
puerto de Southampton. Una creación que había sido, en cierto modo, una obra de arte y
una cosa viva, brillante y hermosa a los rayos del sol, navegando serenamente hacia alta
mar, dejando tras de sí un surco de blancas espumas. Pero yo conocía a mi esposa
bastante bien para comprender que, dentro de unos minutos, estaría a bordo, comiendo
en el fabuloso restaurante, o bailando en el salón de baile, o subiendo a una de las
cubiertas para observar su hundimiento y experimentando todo lo que ellos debieron de
experimentar. Puse ambos brazos alrededor de su cuello y la atraje hacia mí.
Doy gracias al cielo de que mi imaginación sea más prosaica y de que mi corazón no
se enternezca con tanta facilidad.
Media hora después sonó el teléfono. Contesté yo, y con cierta sorpresa reconocí la
voz.
- ¡Oh! Hola, Freddy. ¿Qué pasa? - pregunté, porque nunca hubiera esperado recibir
una llamada telefónica del director de programación de la E.B.C. a las nueve y media de
la noche.
- Tenía miedo de que no estuviera. ¿Escuchó las noticias?
- Sí.
- Bueno. Necesitamos de usted algo sobre esta amenaza del fondo del mar, y lo
necesitamos rápidamente. Un relato de media hora.
- Pero..., escuche..., lo último que me dijeron ustedes fue que permaneciera apartado
de...
- Todo ha cambiado. Es un deber, Mike. No tiene por qué mostrarse demasiado
sensacional; lo que queremos es que sea convincente, ¿comprende? Hay que hacerles
creer que existe realmente algo allá abajo.
- Escuche, Freddy: si esto es una broma de mal gusto...
- No lo es. Se trata de una comisión urgente.
- Eso está muy bien; pero, durante todo un año, he estado considerado como un loco
que posee la manía de exponer una teoría insensata. Y ahora, de pronto, me telefonea
usted a una hora inusitada, como podría hacerlo un mozalbete que, en una juerga,
hubiese hecho una apuesta alocada, para decirme que...
- Yo no estoy en una juerga. Estoy en mi despacho, y seguramente estaré en él toda la
noche.
- Sería preferible que se explicara mejor - le dije.
- Ocurre lo siguiente: corre el rumor, que a mí me parece exagerado, de que lo hicieron
los rusos. Alguien insinuó eso a los pocos minutos de que la noticia estuviese en el
espacio. Sólo Dios sabe por qué demonios había de pensarse que ellos necesitarían
emplear algo así; pero ya sabe usted cómo ocurre eso cuando las personas están
emocionalmente exaltadas: se lo tragan todo de golpe. Mi propia opinión es que los
condenados locos están tratando de coger la ocasión por los pelos. De cualquier forma,
hay que parar el golpe. Hay que ejercer toda la presión posible para evitar que el gobierno
actúe, bien mandándoles un ultimátum o algo por el estilo. Así, pues, al objeto de parar el
golpe, no existe otro camino sino utilizar su relato sobre la amenaza en las profundidades
del mar. Los periódicos de mañana lo publicarán, el Almirantazgo actuará; nosotros
tenemos ya varios nombres de prestigiosos científicos; el boletín de la B.B.C. y el nuestro
harán toda la fuerza posible para detener el rodar de la bola; las mallas americanas han
comenzado a actuar ya, y algunas de sus ediciones vespertinas están ya en la calle. Así,
pues, si usted quiere contribuir a que se evite el lanzamiento de las bombas atómicas,
ponga manos a la obra.
Colgué y me volví a Phyllis:
- Cariño, tenemos trabajo.
A la mañana siguiente, de común acuerdo, decidimos regresar a Londres. Lo primero
que hicimos al llegar a nuestro piso fue conectar la radio. Llegamos a tiempo de oír la
noticia del hundimiento del porta - aviones Meritorious y del transatlántico Carib Princess.
El Meritorius fue hundido en el Atlántico medio a mil seiscientos kilómetros al sudoeste
de la isla de Cabo Verde; el Carib Princess, a no menos de cuarenta kilómetros de
Santiago de Cuba. Ambos hundimientos fueron cuestión de dos o tres minutos, y de cada
uno de ellos hubo escasos supervivientes. Es difícil decir quiénes fueron los más
perjudicados: silos británicos, por la pérdida de una recién estrenada unidad de la Marina
de guerra, o los norteamericanos, por la pérdida de uno de sus mejores transatlánticos,
cargado de riquezas y cosas bellas. Ambos estaban, en cierto modo, aturdidos ya por la
pérdida del Queen Anne, porque entre los grandes corredores atlánticos existía la
comunidad de orgullo. Ahora, el lenguaje de disgusto difería; pero ambos mostraban las
características de un hombre que ha sido golpeado por la espalda en mitad de un grupo y
está mirando en torno suyo, con ambos puños apretados, dispuesto para golpear a
alguien.
La reacción norteamericana parecía menos extremada porque, a pesar del violento
nerviosismo de los rusos que existía allí, muchos encontraban la idea de la amenaza de
las profundidades más fácil de aceptar que los británicos, y se levantaba un clamor por
acciones enérgicas y decisivas, dando primacía a un clamor similar en el país. Los
norteamericanos decidieron, pues, aceptar la fórmula condicionadora de las bombas de
profundidad en el Cayman Trench, muy próximo al lugar donde había desaparecido el
Carib Princess... Apenas podían esperar cualquier resultado decisivo del desacertado
bombardeo de una profundidad de cien kilómetros de ancho por ochocientos de largo.
El hecho fue publicado con gran resonancia a ambos lados del Atlántico. Los
ciudadanos norteamericanos se mostraban orgullosos de que sus fuerzas fueran las
primeras en tomar represalias; los ciudadanos británicos, aunque disimuladamente
mostraban su disgusto por haber sido preteridos cuando la pérdida reciente de dos
grandes navíos podría haberles dado el mayor incentivo para una acción demoledora,
decidieron aplaudir con fuerza el hecho, como una expresión de reproche hacia sus
gobernantes. La flotilla de diez navíos, comisionada para la tarea, era portadora, según se
informó, de un número de bombas H.E., especialmente designadas para grandes
profundidades, así como de dos bombas atómicas. Zarparon de Chesapeake Bay en
medio de una aclamación que ahogó por completo la ruidosa protesta de Cuba por la
propagación de bombas atómicas a dos pasos de sus costas.
Nadie de cuantos oyeron la radio de uno de los navíos cuando la fuerza naval se
acercaba al lugar elegido olvidará nunca lo que siguió. La voz del locutor,
interrumpiéndose repentinamente en mitad de la descripción del escenario, anunció
agudamente:
- «Algo parece estar... ¡Dios mío! ¡Ha estallado!...»
Y el estampido de la explosión. El locutor tartamudeó incoherente; luego, se oyó el
segundo estampido. Un griterío, un ruido de confusión y de voces, un resonar de
campanas, y otra vez la voz del locutor, respirando entrecortadamente, sonando insegura,
hablando rápido:
- «La explosión que ustedes oyeron..., la primera..., fue la del destructor Cavor... Ha
desaparecido por completo... La segunda explosión fue la de la fragata Redwood, que
también ha desaparecido. La Redwood llevaba una de nuestras bombas atómicas. Se ha
hundido con ella. Estaba construida para estallar a presión, a diez kilómetros de
profundidad...»
Hubo un silencio.
- «Los otros ocho navíos de la flotilla se han dispersado a gran velocidad, alejándose
del área peligrosa. Tardaremos algunos minutos en aclarar las cosas. No sé cuántos.
Aquí nadie puede decirmelo. Creemos que pocos minutos. Cada navío a la vista del área
está utilizando toda su potencia para alejarse del área donde ha desaparecido la bomba
atómica. La cubierta se estremece debajo de nosotros. Vamos a enorme velocidad... Todo
el mundo mira hacia atrás, hacia el lugar donde el Redwood se ha hundido... ¡Eh! ¿Aquí
nadie sabe cuánto tardará eso en hundirse diez kilómetros?... ¡Demonios! Alguien debe
saberlo... Nosotros estamos alejándonos, alejándonos cuanto podemos... Los otros
navíos, también... Huimos a toda presión de nuestras calderas... ¿Nadie sabe cuál es el
área del principal hundimiento?... ¡Por Júpiter! ¿Nadie sabe nada de lo que sucede en
estos alrededores? Continuamos alejándonos, alejándonos... Me gustaría saber cuánto
tiempo... Tal vez..., quizá... Más deprisa, ahora vamos más deprisa, por todos los santos.
Hace cinco minutos ya que se hundió el Redwood... ¿Qué profundidad puede haber
alcanzado en cinco minutos?... ¡Dios mío!... ¿Cuánto tiempo tardará ese condenado en
hundirse?... Aún continúa..., y aún continuamos alejándonos... Seguramente nos hallamos
ya más allá del área peligrosa... Ahora debe de haber una oportunidad... Estamos
manteniéndonos... Aún nos alejamos... Todavía navegamos a buena velocidad... Todo el
mundo mira hacia popa. Todo el mundo está vigilante y atento... Y continuamos
alejándonos... ¿Cómo puede una cosa estar hundiéndose todo este tiempo?... Pero,
gracias a Dios, así es... Ahora pasa ya de los siete minutos... Nada aún... Continuamos
alejándonos... Y los otros navíos también, con grandes olas blancas detrás de ellos. Nos
alejamos más... Tal vez esté equivocado... Quizá el fondo no sea aquí de diez
kilómetros... ¿Por qué nadie puede decirnos cuánto tiempo tardará...? Algunos de los
otros navíos continúan alejándose... y nosotros también... Ahora debe de haber una
probabilidad de... Adivino que, en este momento, tenemos realmente una probabilidad...
Todo el mundo continúa por po... ¡Oh Dios! El mar entero está...»
Y quedó cortada la emisión.
Pero el locutor de esa radio sobrevivió. Su barco y otros cinco de la flotilla de los diez
consiguieron escapar, con un poco de radiactividad, pero, al fin, sanos y salvos. Y yo me
di cuenta de que lo primero que recibió cuando hizo su informe, ya de regreso a su oficina
después del tratamiento, fue una mayúscula reprimenda por el empleo del lenguaje
supercoloquial que había ofendido a un número de oyentes por su desatención al Tercer
Mando.
Ése fue el día en que se acabaron las discusiones y se hizo innecesaria la propaganda.
Dos de los cuatro barcos perdidos en el desastre del Cayman Trench habían sucumbido a
la bomba; pero el fin de los otros dos había ocurrido en medio de un deslumbramiento de
publicidad que venció a los escépticos y a los cautos también. Al final quedó establecido,
sin ningún género de dudas, que existía algo..., algo altamente peligroso también..., allá
abajo, en las profundidades.
Era tal la ola de alarmante convencimiento que se extendio rápidamente por el mundo,
que hasta los rusos vencieron suficientemente su reserva nacional para admitir que
habían perdido un gran fletador y un navío de guerra no especificado, ambos en aguas de
las Kuriles, y otro navío de observación al este de Kamchatka. A consecuencia de esto,
dijeron que estaban dispuestos a cooperar con las otras potencias para acabar con la
amenaza que ponía en peligro la paz mundial.
Al día siguiente, el gobierno británico propuso que se celebrara en Londres una
Conferencia naval internacional para examinar los aspectos preliminares del problema. La
inclinación de algunos de estos invitados a sutilizar acerca del local no prosperó, debido a
la contraria disposición del ánimo del público. La Conferencia se reunió en Westminster a
los tres días de su anuncio, y, en lo que a Inglaterra se refería, no era demasiado pronto.
Durante esos tres días se cancelaron totalmente los pasajes en barco; las compañías
aéreas se vieron abrumadas de peticiones, viéndose forzadas a hacer listas de prioridad,
y el gobierno tuvo que tasar la venta de carburantes de todas las clases, imponiendo un
sistema de racionamiento para servicios esenciales.
El día antes de la apertura de la Conferencia, Phyllis y yo nos reunimos a comer.
- Deberías haber visto Oxford Street - dijo ella -. Se habla de pánico en las compras.
Sobre todo, del algodón. Todo se está vendiendo a doble precio, y se están sacando los
ojos por cosas que la última semana no tenían valor alguno.
- Por lo que me dijeron en la City - le respondí -, eso es bueno. Así se tiene el control
de las líneas de navegación por pocos chelines; pero no se puede comprar nada de los
artículos que llegan de fuera por barco. Ni el acero, ni el caucho, ni los plásticos... Lo
único que parece que no sube es la cerveza.
- Vi a un hombre y a una mujer, en Piccadilly, cargando dos sacos de café en un Rolls.
Y allí había...
Se interrumpió de repente, como si lo que ya había estado diciendo acabase de fijarse
en su mente.
- ¿Te desprendiste de la parte que tía Mary te dejó de las plantaciones jamaicanas? -
inquirió, con la expresión que ella adopta cuando hace las cuentas de los gastos
mensuales.
- Hace ya tiempo - dije tranquilizandola -. Cosa extraña: todo lo invertí en acciones de
fabricas de aeroplanos y de plásticos.
Asintio aprobadora con la cabeza, como si la inversion la hubiese efectuado ella. Luego
se le ocurrió otra cosa.
- ¿Qué hay de las entradas para la conferencia de Prensa de mañana? - preguntó.
- Que no hay para la conferencia propiamente dicha - respondí -. Habrá un informe más
tarde.
Me miró.
- ¿Que no hay? ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo esperan que hagamos nuestro
trabajo?
Cuando Phyllis decía «nuestro trabajo», las palabras no se relacionaban exactamente
con lo que hubieran significado algunos días antes. En cierto modo, el trabajo cambiaba
de calidad bajo nuestros pies. La tarea de convencer al público de la realidad de la
amenaza invisible e indescriptible, habíase convertido de repente en la tarea de mantener
viva la moral frente a una amenaza que ahora aceptaban todos hasta llegar al pánico. La
E.B.C. había puesto en antena un espacio titulado News - Parade, en el que nosotros
aparecíamos interpretando el papel de dos corresponsales oceánicos especiales, sin que
supiéramos exactamente cómo había ocurrido eso. En realidad, Phyllis nunca había
pertenecido al cuadro informativo de la E.B.C. y yo, técnicamente, había dejado de
pertenecer a ella cuando cesé, oficialmente, para abrir un despacho dos años antes
aproximadamente. Nadie, sin embargo, parecía estar al tanto de esto, excepto el
departamento de contabilidad, que ahora nos pagaba por espacios en lugar de por
meses. De todas formas, no hubiera habido mucha liberalidad en nuestras asignaciones si
no hubiésemos estado tan próximos a las fuentes de dotaciones oficiales. Phyllis
continuaba mascullando por lo bajo cuando la dejé para regresar al despacho que,
oficialmente, no tenía en la E.B.C.
Durante los días siguientes, interpretamos lo mejor que supimos nuestro papel de
inculcar la idea de manos firmes sobre el volante y la de los individuos que habían
producido el radar y otras maravillas, asintiendo confiadamente y diciendo, en efecto:
«Seguro. Denos sólo unos cuantos días para pensar y construiremos algo que afirmará
este lote».
Había un sentimiento satisfactorio en que esta confianza fuese restablecida
gradualmente.
Tal vez, el principal factor estabilizador surgiese, no obstante, de una diferencia de
opiniones que se manifestó en una de las comisiones técnicas.
Se había conseguido el acuerdo general de que un arma semejante al torpedo,
designada para dar escolta sumergida a un navío, podría desenvolverse
provechosamente a fin de oponerse a la supuesta mina en forma de ataque. Se aprobó la
moción de que se proporcionaría toda la información necesaria para ayudar al
desenvolvimiento de tal arma.
Los delegados rusos objetaron. En cualquier caso, el control a distancia de los missiles,
indicaron, era un invento ruso, naturalmerite. Más aún: los científicos rusos, celosos en su
lucha por la paz, habían desarrollado ya tal control a un grado muy superior con
anterioridad al conseguido por la ciencia capitalista occidental. Apenas podía esperarse
que los soviets hicieran obsequio de sus descubrimientos a los inductores de guerras.
El interlocutor occidental replicó que, con respecto a la intensidad de la lucha por la paz
y el fervor con que se llevaba a cabo en todos los departamentos de la ciencia soviética,
excepto, por supuesto, en el biológico, Occidente recordaría a los soviets que ésta era
una Conferencia de pueblos enfrentados con un peligro común y resueltos a unirse
estrechamente para conseguir una cooperación eficaz.
El jefe ruso respondió francamente que él dudaba de que si en el Occidente se hubiese
conseguido un medio de controlar un missil sumergido por radio, tal como había sido
inventado por los ingenieros rusos, se preocuparían de compartir tal conocimiento con el
pueblo ruso.
El interlocutor occidental aseguró al representante soviético que, puesto que Occidente
había convocado la Conferencia con el propósito de cooperación, el control que
mencionaba el delegado soviético se establecería tal y como él indicaba.
Tras una consulta precipitada, el delegado ruso anunció que aunque él creía que tal
pretensión era cierta, sabía también que tal hecho tendría efecto a través del hurto de la
labor de los científicos rusos por los asalariados capitalistas. Y puesto que ni los informes
ni la admisión de un eficaz espionaje mostraban ese desinterés en la ventaja nacional que
la Conferencia había propagado, a su delegación no le quedaba otra alternativa que la de
retirarse.
Esta acción, con sus alentadores toques de normalidad, ejerció una valiosa influencia
tranquilizadora.
En medio de amplia satisfacción y resucitada confianza, la voz de Bocker, disintiendo,
se alzó casi solitaria.
Proclamó que era tarde, pero que aún podía no ser demasiado, para realizar un último
intento hacia un acercamiento pacífico a las fuentes de perturbación. Ellos habían
demostrado ya que poseían una tecnología igual, si no superior, a la nuestra. En un
tiempo alarmantemente breve, ellos habían sido capaces no sólo de establecerse, sino de
realizar los medios de llevar a cabo una acción efectiva para su defensa. Frente a tal
principio, estaba justificado considerar sus poderes con respeto y, por parte suya, con
aprensión.
Las muy diferentes circunstancias que ellos requerían hacía parecer increíble que los
intereses humanos y los de esas inteligencias xenobáticas necesitasen acomodarse
seriamente. Antes que fuera demasiado tarde, deberían realizarse los máximos esfuerzos
para establecer contacto con ellos, con el fin de promover un estado de compromiso que
consintiera a ambas partes vivir pacíficamente en sus separadas esferas.
Seguramente, ésta era una sugerencia muy sensible..., aunque era un asunto diferente
que el intento diera alguna vez el resultado deseado. Aunque no existía resolución de
compromiso de ninguna clase, no obstante, la única prueba de que su apelación había
sido escuchada fue que empezaron a utilizarse en la prensa las palabras «xenobático»,
«xenóbato» y su diminutivo «bato».
- Más honrado en el diccionario que en el acatamiento - observó Bocker con cierta
amargura -. Pero si en lo que están interesados es en las palabras griegas, hay muchas
otras; por ejemplo, Casandra.
Ahogando las palabras de Bocker, pero con un significado que no se reconoció
inmediatamente, llegaron las primeras noticias de Saphira y, luego, de April Island.
Saphira, isla brasileña del Atlántico, está situada un poco al sur del ecuador y algo así
como a setecientos kilómetros al sudeste de la isla, mucho mayor, de Fernando de
Noronha. En este lugar aislado vive en condiciones primitivas una población compuesta
de cien habitantes aproximadamente, mantenidos por sus propios esfuerzos, contentos de
seguir sus propios derroteros y muy poco interesados por lo que ocurre en el resto del
mundo. Se rumorea que los primitivos habitantes de la isla constituían un pequeño grupo
que, llegado allí tras el naufragio de un buque en pleno siglo XVIII, hubo de permanecer
forzosamente en el lugar. Cuando pasó el tiempo, descubrieron que se habían
acomodado a la vida de la isla y que se habían convertido en unos nativos interesantes.
Al correr de los años, y sin saber ni preocuparse en absoluto de ello, dejaron de ser
portugueses y se transformaron técnicamente en ciudadanos brasileños, y su conexión
con su nuevo país materno se mantenía por medio de un barco que, cada seis meses,
hacia escala allí para el cambio de productos.
Normalmente, el barco visitante no tenía más que tocar sus sirenas para que los
saphiros salieran corriendo de sus cabañas y bajasen al diminuto muelle, donde tenían
amarradas sus barcazas de pesca, y formar con ellas una pequeña comisión receptora
que incluía a casi toda la población. En esta ocasión, sin embargo, la sirena tocó
inútilmente, invadiendo con sus sones la pequeña bahía: las gaviotas acudieron en
bandadas, pero no apareció ningún saphirano en la puerta de su cabaña. El barco repitió
el toque de sirena...
La costa de Saphira es escarpada. El barco no puede acercarse a menos de un cable
de longitud del muelle; pero no se veía a nadie..., no, y lo que aún infundía más asombro
era que no se veía traza alguna de humo en las chimeneas de las cabañas.
Se lanzaron al agua una lancha y un grupo, al mando del contramaestre, y navegaron
hasta el muelle. Cuando llegaron a la costa, desembarcaron y subieron los peldaños de
piedra hasta el pequeño muelle. Allí permanecieron agrupados, escuchando, sin salir de
su asombro. No se oía ningún ruido, a excepción de los chillidos de las gaviotas y el
golpear del agua contra la costa.
- Deben de haberse marchado todos. No están sus barcazas - dijo uno de los
marineros, inquieto.
- ¡Hum! - exclamó el contramaestre.
Respiró profundamente y lanzó un fuerte graznido, como si tuviera más fe en sus
propios pulmones que en la sirena del barco.
Escucharon, esperando una respuesta; pero nada hubo, excepto el eco de la propia
voz del contramaestre, que regresaba a través de la bahía.
- ¡Hum! exclamó de nuevo el contramaestre -. Será mejor que echemos un vistazo.
El malestar que se había apoderado del grupo hizo que se mantuvieran unidos.
Siguieron al contramaestre, formando un manojo cuando éste se dirigió hacia la más
cercana de las cabañitas, construida de piedra. La puerta estaba medio abierta. La
empujó.
- ¡Puaf! - exclamó.
A su nariz había llegado el olor de varios peces podridos que estaban en una bandeja.
Por lo demás, el lugar era amplio y, dentro del estilo saphirano, razonablemente limpio.
No existían señales de desorden ni de marcha precipitada. En la habitación interior, las
camas estaban hechas, preparadas para dormir en ellas. Aquello producía la impresión de
que los habitantes se habían marchado hacía escasas horas, pero el pescado y la falta de
fuego en la chimenea, llena de cenizas, lo desmentían.
En la segunda y en la tercera cabaña había el mismo aire de impremeditada ausencia.
En la cuarta encontraron, en la habitación interior, un bebé muerto en su cuna. El grupo
regresó al barco, extrañado y subyugado.
Por radio, se informó a Río de la situación. Río, en su contestación, sugirió una
investigación a fondo por la isla. La tripulación emprendió la tarea de mala gana y con
tendencia a permanecer siempre en grupo; pero, como nada temeroso se reveló a ellos,
fueron ganando confianza poco a poco.
Durante el segundo día de los tres que duró la investigación, descubrieron un grupo de
cuatro mujeres y seis niños en dos cuevas de la ladera de una colina. Todos llevaban
muertos varias semanas, al parecer por inanición. Al finalizar el tercer día, estaban
convencidos de que si existiera en la isla una persona viva, tenía que estar muy bien
escondida. Fue sólo entonces, sobre notas comparativas, cuando se dieron cuenta
también de que no habría más de una docena de ovejas y dos o tres de cabras del
ganado normal de la isla, que se componía de varios centenares.
Dieron sepultura a los cadáveres que habían encontrado, radiaron un amplio informe a
Río, y luego, se hicieron de nuevo a la mar, dejando a Saphira, con sus escasos animales
vivos, en manos de las gaviotas.
A su debido tiempo, la noticia surgió a través de las agencias, ocupando poco espacio
en los periódicos. Nadie se preocupó de hacer investigación más a fondo sobre el asunto.
El caso de la April Island salió a la luz de forma muy distinta y hubiera podido continuar
sin descubrir durante mucho tiempo, a no ser por la coincidencia de interés oficial por el
lugar.
El interés se despertó por la existencia de un grupo de javaneses descontentos,
calificados indistintamente como contrabandistas, terroristas, comunistas, patriotas,
fanáticos, gángsters o, simplemente, rebeldes, que, cualquier que fuera su verdadera
filiación, operaban en una escala bastante modesta. Durante muchos años habían
permanecido en la clandestinidad; pero, recientemente, un informador había conseguido
alarmar a las autoridades con la noticia de que se habían apoderado de April Island. Las
autoridades ordenaron inmediatamente su captura.
Para reducir el riesgo que pudieran correr algunas personas inocentes que estaban
sirviendo de rehenes a los bandidos, el acercamiento a April Island se hizo de noche. A la
luz de las estrellas, la lancha torpedera alcanzó tranquilamente una pequeña bahía, que
estaba oculta del pueblo principal por un promontorio. Allí un grupo bien armado,
acompañado por el informador, que debía actuar como guía, desembarcó con la misión
de tomar el pueblo por sorpresa. Luego, la lancha desatracó y, siguiendo a lo largo de la
costa, se ocultó detrás del promontorio a la espera de que el grupo desembarcado le
hiciera señales de que interviniera y dominara la situación.
Se había calculado en tres cuartos de hora el tiempo que tardaría el grupo en cruzar el
istmo, y luego, tal vez otros diez o quince minutos para situarse dentro del pueblo. Sin
embargo, no habían pasado cuarenta minutos cuando los hombres a bordo de la lancha
torpedera oyeron el primer estampido de fusil automático, seguido por varios más.
Perdido el elemento sorpresa, el mando ordenó que se extendieran ampliamente a
vanguardia; pero, aunque la lancha se dirigió hacia donde sonaron los disparos, quedó
detenida por un extraño y resplandeciente estallido. Los hombres de la torpedera se
miraron unos a otros con las cejas alzadas: el grupo que había desembarcado no había
llevado consigo más armas mortales que los fusiles automáticos y las granadas de mano.
Hubo una pausa; a continuación, el martilleo de los fusiles automáticos empezó otra vez.
Ahora se continuó mucho más tiempo disparando intermitentemente, hasta que terminó
de nuevo por un estallido similar.
La lancha torpedera contorneó el promontorio. A la difusa luz era difícil averiguar nada
de lo que pasaba en el pueblo, situado a unos cuatro kilómetros. Por el momento, todo
estaba oscuro. Luego, surgió un resplandor, y otro, y llegó a sus oídos otra vez el sonido
de los disparos. La lancha torpedera, navegando al máximo de velocidad, barrió la costa
con sus potentes reflectores. El pueblo y los árboles que se alzaban detrás de él brotaron
repentinamente como una construcción de juguete. No había ninguna figura visible entre
las casas. La única señal de actividad era cierto hervor y agitación en el agua, a pocos
metros de la orilla. Alguien dijo más tarde haber visto una mancha oscura y encorvada
sobre el agua, un poco a la derecha de ellos.
Acercándose a la costa tanto como le fue posible, la lancha torpedera lanzó sus
reflectores sobre las cabañas y sus alrededores. Todo lo iluminado por los rayos
luminosos tenía líneas duras, y parecía dotado de una calidad curiosamente brillante. El
hombre que servía los cañones seguía con atención al rayo de luz, con los dedos
agarrotados sobre el disparador. La luz hizo unas cuantas pasadas más bajas y, luego, se
paró. Iluminaba varios fusiles automáticos que yacían sobre la arena, muy próxima a la
orilla del agua.
Por el altavoz se dejó oír una voz estentórea llamando, desde cubierta, al grupo
desembarcado. Nadie contestó. El reflector hizo un nuevo barrido, internándose entre las
casas, entre los árboles. Nada se movía allí. La mancha luminosa regresó a la playa y se
posó sobre las arenas abandonadas. El silencio parecía hacerse más profundo.
El comandante de la lancha torpedera se negó a desembarcar hasta que amaneciera.
La lancha echó el ancla. Permanecería allí el resto de la noche, con el reflector hacia el
pueblo, dándole la apariencia de un escenario en el que aparecerían en cualquier
momento los actores para empezar la representación; pero nadie hizo acto de presencia.
Cuando fue completamente de día, el primer oficial, con un grupo de cinco hombres
armados, se dirigió cautelosamente a la costa, protegido por los cañones del barco.
Desembarcaron cerca de las armas abandonadas y las cogieron para examinarlas. Todas
estaban cubiertas de una delgada capa de sustancia viscosa. Los hombres las pusieron
en el bote, limpiándose después las manos, impregnadas de aquella sustancia.
La playa estaba marcada en cuatro sitios por anchos surcos que iban de la orilla del
agua hacia las cabañas. Estaban hechos por algo que tenía unos dos metros y medio de
ancho, y en parte curvado. La profundidad en su centro era de unos diez o doce
centímetros; la arena, en los bordes, formaba un ligero banco por encima del nivel de la
arena de los alrededores. El primer oficial pensó que cada surco podía haber sido hecho
por un ancho caldero que hubiera sido arrastrado a través de la parte delantera de la
costa. Examinándolos más atentamente, decidió, por la forma de la arena, que, aunque
uno de los surcos iba hacia el agua, los otros tres salían indudablemente de ella. Era un
descubrimiento que le obligó a mirar hacia el pueblo con creciente cautela. Mientras lo
hacía, se dio cuenta de que la escena que había brillado extrañamente a la luz del
reflector continuaba brillando extrañamente. La contempló con curiosidad durante algunos
minutos. Luego, se encogió de hombros. Se colocó la culata de su fusil automático
cómodamente debajo del brazo derecho y, lentamente, con los ojos mirando a derecha e
izquierda para captar el menor movimiento, condujo al grupo playa arriba.
El pueblo estaba formado por un semicírculo de cabañas de diferentes modelos, que
rodeaban un amplio espacio abierto, y cuando ellos llegaron y se acercaron más,
comprendieron claramente la razón de aquel brillo extraño. El suelo, las mismas cabañas
y los árboles que las rodeaban también, estaban cubiertos de la misma sustancia viscosa
que habían observado en las armas.
El grupo avanzó cauta y lentamente hasta que alcanzó el centro del espacio abierto.
Allí se pararon, sin separarse, mirando y examinando, atentamente, cada centímetro de
terreno. No había ruido ni movimiento, sino unas pocas hojas que se mecían suavemente
a la brisa mañanera. Los hombres comenzaron a respirar más uniformemente.
El primer oficial apartó su mirada de las cabañas y examinó el suelo. Estaba cubierto
de una ancha capa de pequeños fragmentos de metal, la mayoría de ellos curvados,
todos brillantes debido a la sustancia viscosa. Volvió uno por curiosidad con la punta del
pie, pero no le dijo nada. Contempló de nuevo las chozas, decidiéndose por la mayor.
- Efectuaremos un registro - dijo.
La fachada principal brillaba intensamente. Empujó con el pie la puerta, abriéndola, y
se introdujo en la cabaña. Había poco desorden. Sólo un par de utensilios caídos
sugerían una huida precipitada. Nadie, ni vivo ni muerto, permanecía en la casa.
Salieron de allí. El primer oficial miró la cabaña de al lado; hizo una pausa, y volvió a
mirarla con más atención. Dio la vuelta a su alrededor para examinar el lateral de la
cabaña, en la que ya había entrado. La pared estaba completamente seca y limpia de
sustancia viscosa. Examinó de nuevo los alrededores.
- Parece como si todo hubiese sido rociado con esta porquería por algo situado en el
centro del espacio abierto - dijo.
Un examen más detallado confirmó la idea, pero no los llevó mucho más lejos.
- Pero ¿cómo? - preguntó el oficial, meditativo -. Y también, ¿qué?... ¿Y por qué?
- Algo salió del mar - dijo uno de los marineros, mirando hacia atrás intranquilo, hacia el
agua.
- ¿Algo?... Tres por lo menos - le corrigió el primer oficial.
Regresaron al centro del abierto semicírculo. Era evidente que el lugar estaba desierto
y, al parecer, no podía averiguarse nada más por el momento.
- Recoged unos cuantos trozos de este metal... Puede significar algo para alguien -
ordenó el oficial.
Él mismo entró en una de las cabañas, encontró una botella vacía, echó dentro de ella
cierta cantidad de aquella sustancia viscosa y la taponó.
- Esta materia empieza a oler mal ahora que el sol actúa sobre ella - dijo cuando
regresó -. Ya podemos marcharnos de aquí. No se puede hacer nada más.
De regreso a la lancha torpedera, sugirió que un fotógrafo podría sacar fotos de los
surcos de la playa, y mostró al capitán sus trofeos, limpios ahora de sustancia viscosa.
- Extraña materia, capitán - dijo, cogiendo un trozo del grueso y brillante metal -. Una
lluvia de ellos por los alrededores - añadió, y lo golpeó con un nudillo -. Suena como
plomo y pesa como una pluma. Su vista deslumbra. ¿Ha visto usted alguna vez algo
semejante a esto, capitán?
El comandante del barco negó con la cabeza. Observó que el mundo parecía estar
lleno por aquellos días de metales extraños.
En aquel momento regresaba el fotógrafo de la playa. El capitán decidió:
- Tocaremos varias veces la sirena. Si nadie aparece, será mejor que
desembarquemos en otra parte de la isla, a ver si encontramos a alguien que pueda
explicarnos qué ha sucedido.
Un par de horas después, la lancha torpedera entraba cautelosamente en una bahía de
la costa nordeste de April Island. Un pueblecito similar se veía en una explanada, cerca
de la orilla del mar. La similitud fue incómodamente acentuada por una ausencia de vida,
así como por la presencia de una playa con cuatro anchos y desagradables surcos que
iban hasta la orilla del mar.
Sin embargo, una investigación más a fondo mostró algunas diferencias: de estos
surcos, dos habían sido hechos por algunos objetos ascendiendo la playa; los otros dos,
al parecer, estaban hechos por los mismos objetos descendiéndola. No había trazas de
sustancia viscosa en el pueblo desierto ni en sus alrededores.
El comandante se inclinó, con el ceño fruncido, sobre sus mapas. Indicó otra bahía.
- Perfectamente. Vamos allá e intentémoslo otra vez - dijo.
En esta ocasión no se veían surcos en la playa, aunque el pueblo estaba
completamente desierto. De nuevo la sirena del barco lanzó su estridente y apeladora
llamada. Examinaban la escena con los prismáticos, cuando el primer oficial, ampliando
su campo visual, lanzó una exclamación:
- Hay un individuo en aquel cerro, capitán. Agita una camisa o algo.
El comandante dirigió sus prismáticos hacia el lugar indicado.
- Veo otros dos o tres, un poco a la izquierda del primero.
La lancha torpedera tocó por dos veces la sirena y se acercó a la costa. Se echó el
bote al agua.
- No desembarquen hasta que ellos lleguen - ordenó el capitan -. Averigüen si hay
alguna epidemia antes de ponerse en contacto con ellos.
Él se quedó vigilando desde el puente. A su debido tiempo, un grupo de nativos, ocho o
nueve, apareció por entre los árboles, a un par de cientos de metros al este del pueblo, y
saludó a gritos a los del bote. Corrieron en dirección a él. A continuación, hubo gritos y
contragritos por ambas partes, y el bote se acercó a la playa, encallando en ella. El primer
oficial saludó con la mano a los nativos, pero ellos retrocedieron hasta la linde de los
árboles. El primer oficial avanzó por la playa y cruzó el arenal para hablar con ellos. Tuvo
lugar una animada discusión. La invitación hecha a algunos de ellos para que visitaran la
lancha torpedera fue declinada con vigor. El primer oficial volvió a descender a la playa
solo, y el grupo de desembarco regresó a la lancha torpedera.
- ¿Qué pasa allí? - preguntó el comandante cuando se acercó el bote.
El primer oficial alzó la cabeza y le miró:
- No quisieron venir, capitán.
- ¿Qué les sucede?
- Están bien, capitán; pero dicen que el mar no es seguro.
- Han podido ver que es bastante seguro para nosotros. ¿Qué quieren decir con eso?
- Dicen que han sido atacados varios pueblos costeros, y creen que ellos pueden serlo
de un momento a otro.
- ¿Atacados?... ¿Por quién?
- Pues... tal vez si usted fuera a hablar con ellos, capitán...
- Les mandé un bote para que vinieran aquí a hablar conmigo... Eso debió bastarles.
- Temo que no vengan, capitán, a menos que los traigan a la fuerza.
El capitán frunció el ceño.
- ¿De qué están asustados?... ¿Quién organizó ese ataque?
El primer oficial se humedeció los labios; sus ojos se posaron en los de su capitán.
- Ellos..., ellos dicen que... ballenas, capitán.
- ¿Cómo?... ¿Qué dicen? - preguntó.
El primer oficial pareció incómodo.
- Pues... ya lo sé, capitán. Pero es justamente lo que dicen. Si..., ballenas y... ¡ejem!...,
gigantescas medusas. Creo que si usted hablase con ellos, capitán...
Las noticias sobre lo ocurrido en April Island no «irrumpieron» exactamente, en el justo
sentido de la palabra. La curiosidad sobre un promontorio que no se encontraba en la
mayoría de los atlas no duró mucho tiempo, y las breves líneas que se publicaron en los
periódicos no tardaron en caer en el olvido. Posiblemente no hubiera atraído la atención ni
hubiera sido recordado más tarde, a no ser por el azar de que un periodista
norteamericano, que por casualidad se hallaba en Yakarta, descubriera la historia por sí
mismo, hiciera un meditado viaje a April Island y escribiese el hecho para una revista
semanal.
Un editor, al leerlo, recordó el incidente de Saphira, encadenó los dos hechos y dio la
voz de alarma de un nuevo peligro en un periódico dominical. Por casualidad, ese artículo
precedió en un día al comunicado más sensacional emitido por el Standing Committee for
Action, con el resultado de que las profundidades ocuparan, una vez más, los principales
titulares de los periódicos. Por otra parte, el término «profundidades» era más
comprensible que anteriormente, porque se anunció que los barcos perdidos durante el
último mes habían sido de gran tonelaje, y tan profundos los lugares donde habían
ocurrido los hundimientos, que mientras no se llevasen a cabo unos medios de defensa
mas eficaces, todos los navíos debían ser advertidos muy seriamente para que evitaran
cruzar las aguas profundas y permanecieran, dentro de lo posible, en las áreas de las
costas continentales.
Era evidente que el Committee no hubiera sacado a la luz un asunto que ya estaba
archivado, de no tener las más serias razones. No obstante, las compañías interesadas
en los negocios navieros pusieron el grito en el cielo, acusándole desde derrotista y
alarmista hasta interesado en los negocios aéreos. Protestaron, diciendo que, si seguían
tal consejo, eso significaría cambiar radicalmente las rutas seguidas por los
transatlánticos, haciéndolos navegar por aguas de Islandia y Groenlandia, costear el golfo
de Vizcaya y la costa de África Occidental, etc. El comercio transpacífico se haría
imposible, y Australia y Nueva Zelanda quedarían aisladas. Que el Committee se hubiese
lanzado a dar semejante consejo, sin consultar con todas las partes interesadas,
demostraba una chocante y lamentable falta de sentido de responsabilidad. Tales
medidas, inspiradas en el pánico, llevarían, si se pusieran en práctica, a un paro total del
comercio marítimo mundial. Un consejo que nunca podía ponerse en práctica, nunca
debió darse.
El Committee rechazó desdeñosamente el ataque. Dijo que no había ordenado. Había
sugerido, sencillamente, que, en lo posible, los navíos evitaran el cruzar cualquier
extensión de agua donde la profundidad excediese los tres mil trescientos metros,
evitando de tal forma exponerse a innecesarios peligros.
Los propietarios de buques replicaron que eso era decir lo mismo con diferentes
palabras, y su caso, aunque no su causa, estaba apoyado por la publicación en casi todos
los periódicos de mapas esquemáticos, que mostraban precipitadas y a veces variadas
impresiones de la línea de tres mil trescientos metros.
Antes que el Committee fuese capaz de responder con palabras aún diferentes, el
transatlántico Sabina y el mercante alemán Vorpommern desaparecieron el mismo día -
uno, en el Atlántico medio; otro, en el sur del Pacífico - y la respuesta resultó ya superflua.
La noticia de los hundimientos se anunció en el boletín de las ocho de la mañana de un
sábado. Los periódicos del domingo sacaron toda la ventaja posible de su oportunidad.
Por lo menos, seis de ellos azotaban a la incompetencia oficial con un gusto muy siglo
XVIII, y ponían una pica en Flandes.
El miércoles telefoneé a Phyllis.
Acostumbraba a reunirme con ella periódicamente, cuando teníamos trabajo más
extenso de lo acostumbrado en Londres, porque ella no podía resistir los trabajos de la
civilización sin interrumpirlos para un refrigerio. Resultaba que yo estaba libre; también me
habían pagado; si no, ella se hubiera disparado para hablar con naturalidad sobre sí
misma. Por lo regular, ella regresaba espiritualmente muy acicalada en el curso de una o
dos semanas. Sin embargo, esta vez la comunión había durado casi una quincena, y no
había señales de postal que, de costumbre, precedía brevemente a su regreso, cuando
no llegaba al día siguiente.
El teléfono de Rose Cottage sonó desesperadamente durante un buen rato. Ya estaba
a punto de colgar cuando ella contestó.
- ¡Hola, querido! - exclamó su voz.
- Podía haber sido el carnicero o el recaudador de impuestos - le reproché.
- Ellos hubieran colgado más rápidamente. Siento haberte hecho esperar. Estaba
ocupada afuera.
- ¿Cavando en el jardín? - pregunté, esperanzado.
- No, no es eso. Estaba poniendo ladrillos.
- Esta línea está mal. He oído que estabas poniendo ladrillos.
- Exactamente, querido.
- ¡Oh, poniendo ladrillos! - exclamé.
- Es muy fascinante cuando se pone una a hacerlo. ¿Estás enterado de que hay
muchas clases de cemento: cemento Flemish, cemento inglés y otros varios? También
existen unas cosas que se llaman «ladrillos», y otras llamadas...
- ¿Qué es eso, querida? ¿Una lección de albañilería?... ¿Estás haciendo un cobertizo
para las herramientas?
- No, solamente una pared, como Balbus y míster Churchill. Leí en alguna parte que, en
momentos de nerviosismo y depresión, míster Churchill lo hacía así para recuperar la
calma, y yo pensé que lo que era bueno para calmar a míster Churchill, también habría de
serlo para calmarme a mí.
- Bien, espero que te hayas curado tu nerviosismo.
- ¡Oh! Claro que sí. Está muy apaciguado. Me gusta la forma en que se pone el ladrillo
sobre el cemento y luego...
- Querida, los minutos corren. Te he telefoneado para decirte que te necesitamos aquí.
- ¡Oh, es muy amable por tu parte, querido! Pero dejar un trabajo a medio terminar...
- No soy yo...; quiero decir que soy yo, pero no solo. La E.B.C. quiere celebrar una
entrevista con nosotros.
- ¿Sobre qué?
- No lo sé realmente. Se muestran cautelosos, pero insistentes.
- ¡Oh! ¿Cuándo quieren vernos?
- Freddy sugirió que cenáramos juntos el viernes. ¿Podrás estar libre para ese día?
Hubo una pausa.
- Sí. Creo que podré terminar... Perfectamente. Saldré en el tren que llega a
Paddington alrededor de las seis.
- Bien. Iré a esperarte. También existe otra razón, Phyl.
- ¿Cuál?
- La arena movediza, querida. La tapa sin volver. El dedal deslustrado. Las gotas tristes
e insípidas de la clepsidra de la vida. La...
- Mike, tú has estado ensayando.
- ¿Qué otra cosa podía hacer?
Llegamos solamente con veinte minutos de retraso, pero Freddy Whittier daba la
impresión de haber estado seco durante varias horas por la urgencia con que nos arrastró
al bar. Desapareció detrás del mostrador con una violencia perfectamente controlada y
reapareció al momento con una selección de copas dobles y sencillas de jerez en una
bandeja.
- Primero, dobles - dijo.
Pronto se aclaró su mente. Pareció más él mismo, y observaba las cosas. Así es que
se fijó en las manos de Phyllis: en los raspados nudillos de la derecha y en la ancha
mancha de yeso en la izquierda. Frunció el ceño y pareció a punto de hablar, pero lo
pensó mejor. Yo le observaba atentamente, viendo cómo examinaba mi semblante y
luego mis manos.
- Mi esposa - expliqué - ha estado en el campo. Ya sabe que ha empezado ya la
temporada de hacer reformas de albañilería.
Pareció aliviado más que interesado.
- ¿No existe nada en la mente de la vieja pareja? - inquirió, mostrando indiferencia.
Negamos con la cabeza.
- Bueno, porque tengo un trabajo para ambos - dijo.
Continuó su exposición. Al parecer, uno de los capitostes de la E.B.C. tenía que
hacerles una proposición. Este capitoste había estado cavilando durante algún tiempo,
según todos los indicios, en que había llegado ya el momento de hacer una descripción
detallada, publicar algunas fotografías y dar una prueba definitiva de las criaturas de las
profundidades.
- Un hombre con vista - dije -. Durante los últimos cinco o seis años...
- Calla, Mike - me interrumpió, tajante, mi esposa.
- En su opinión - continuó Freddy -, las cosas han alcanzado ahora su punto
culminante, y él está dispuesto a invertir su dinero siempre que sirva para conseguir una
información valiosa. Al mismo tiempo, no ve por qué no podría obtener algún beneficio de
la información si es rápida. Así, pues, se propone organizar y enviar una expedición para
descubrir lo que se pueda..., y, por supuesto, todo cuanto se consiga será de su exclusiva
propiedad; es decir, tendrá los derechos exclusivos de toda información. De paso he de
decirles que esto es altamente confidencial: no queremos que la B.B.C. se nos adelante.
- Escuche, Freddy - dije -: durante varios años todo el mundo ha estado tratando de
hacer algo, no sólo la B.B.C. ¿Por qué el...?
- ¿Expedición adónde? - preguntó, más práctica, Phyllis.
- Ésa, naturalmente, será nuestra primera cuestión. Pero él no lo sabe. La entera
decisión sobre una localidad está en manos de Bocker.
- ¡Bocker! - salté -. ¿Se ha convertido en intocable o algo así?
- Su prestigio se ha recuperado un poco - admitió Freddy -. Y respecto a ese individuo,
dijo el capitoste: «Si dejamos a un lado todo lo que parece no tener sentido, no hay duda
alguna de que las afirmaciones de Bocker alcanzan una alta categoría...»; en todo caso,
más alta que cualquier otra. Así pues, fue en busca de Bocker y le dijo: «Escuche: ya
sabe usted las cosas que han ocurrido en Saphira y en April Island. ¿Dónde cree usted
verosímil que ocurra la próxima... o, en todo caso, la inmediata?». Como es lógico, Bocker
no fue capaz de decírselo. Pero hablaron. Y el resultado de esa conversación fue que el
capitoste ha financiado una expedición, dirigida por Bocker, a una región que elegirá
Bocker. Y es más: Bocker también selecciona el personal. Y parte de la selección, con el
asenso de la E.B.C. y la aprobación de ustedes, podrían formarla ustedes dos.
- Bocker siempre fue mi ógrafo favorito - dijo Phyllis -. ¿Cuándo hemos de partir?
- Espera un momento - le interrumpí -. En cierta época, los viajes oceánicos se
recomendaban como muy saludables. Recientemente, sin embargo, lejos de ser
saludables...
- Aire - me interrumpió Freddy -. Nada más que aire. Indudablemente, la gente carece
de mucha información respecto a las cosas que suceden, pero nosotros preferiríamos que
ustedes estuvieran en situación de comprenderlas.
Phyllis, durante la noche, mostró a intervalos un aire abstracto.
Cuando regresamos a casa, le dije:
- Si tú crees que no debemos..
- Tonterías. Naturalmente que iremos - respondió -. ¿Crees tú que la «financiación»
significa que podremos obtener ropa adecuada y otras cosas a cargo de ella?
- Me gusta estar ociosa... al sol - dijo Phyllis.
Desde donde estábamos sentados, a una mesa, bajo una sombrilla, delante del
misteriosamente titulado Gran Hotel Britannia y de la Justicia, era posible permanecer en
ociosa contemplación de la tranquilidad y de la actividad. La tranquilidad estaba a nuestra
derecha. El agua, inmensamente azul, se extendía y brillaba millas y millas hasta alcanzar
la lejana y abrupta raya del horizonte. La costa, que era redonda como un jarrón,
terminaba en un promontorio cuajado de palmeras, que temblaba como un espejismo bajo
la neblina del calor. Un panorama que no había cambiado desde la época que pertenecía
al dominio español.
A la izquierda estaba la actividad, un despliegue de vitalidad, propio de la capital y
única ciudad de la isla La Escondida.
El nombre de la isla se debía, probablemente, a algún barco errabundo que, en tiempos
remotos, había tocado por casualidad en una de las islas Caimanes, tras pasar
numerosas vicisitudes. Contra viento y marea, había sabido conservar el nombre, así
como sus costumbres españolas. Las casas parecían españolas; el temperamento poseía
calidad española; el idioma era más español que inglés, y, desde donde estábamos
sentados, en un rincón del amplio espacio abierto, conocido indistintamente por La Plaza
o el Square, la iglesia, situada al otro extremo, con los brillantes azulejos de la fachada,
era evidente que estaba sacada de un libro de pinturas español. La población, sin
embargo, era en cierto modo un poco menos española; se alineaba desde el blanco
tostado o mulato al negro carbón. Solamente un buzón británico, de color rojo fuerte, le
preparaba a uno para la sorpresa de enterarse que el lugar se llamaba Smithtown..., y
hasta eso resultaba un tanto novelesco cuando uno se enteraba también de que el
conmemorado Smith fue nada menos que un pirata de reconocida fama.
Detrás de nosotros, y también detrás del hotel, se alzaba una de las dos montañas que
hacen de La Escondida una isla en pendiente, y que surgía a lo lejos como un picacho
desnudo con una bufanda de verdor sobre los hombros. Entre la base de la montaña y el
mar se extendía una llanura rocosa, donde la ciudad apiñaba sus edificios.
También allí se apiñaba, desde hacia cinco semanas, la expedición Bocker.
Bocker había elaborado un sistema de probabilidades de su propia inventiva.
Finalmente, sus eliminaciones le habían proporcionado una lista de diez islas como las
más verosímiles de ser atacadas, y el hecho de que cuatro de ellas estuvieran en el área
del Caribe había fijado nuestro curso.
A eso fue a lo que llegó sobre el papel, y lo que nos condujo a todos a Kingston, capital
de Jamaica. Allí permanecimos durante una semana en compañía de Ted Jarvey, el
fotógrafo; Leslie Bray, el registrador, y Muriel Flynn, una de los ayudantes técnicos
femeninos, mientras el propio Bocker y sus dos ayudantes masculinos volaban en un
avión de reconocimiento armado, que las autoridades pusieron a su disposición, y
examinaban con todo detenimiento las atracciones rivales de Grand Cayman, Little
Cayman, Cayman Brac y La Escondida. El razonamiento que condujo a Bocker a elegir
finalmente La Escondida fue, sin duda alguna, muy exacto; así que pareció una pena que,
dos días después que el avión hubiese terminado de transportarnos con nuestros
aparatos a Smithtown, fuese un pueblo grande de Grand Cayman el que sufriese, de
aquellos lugares, la primera incursión.
Pero si aquello nos desanimó, también nos impresionó. Estaba claro que Bocker había
hecho algo más que un estudio a tontas y a locas; pero había errado el tiro.
El avión nos condujo a cuatro de nosotros al lugar del suceso tan pronto como Bocker
tuvo noticias de él. Desgraciadamente, poco pudimos aprender. En la playa había surcos;
pero, cuando llegamos, habían sido pisoteados ya de tal forma que no se notaba casi
nada. De los doscientos cincuenta habitantes del pueblo, unos veinte huyeron
precipitadamente. El resto desapareció simplemente. Todo ocurrió en la oscuridad; por
tanto, nadie vio gran cosa. Cada superviviente se sintió obligado a dar su versión
personal, con lo cual el resultado fue catastrófico.
Bocker anunció que permaneceríamos en donde estábamos. Nada se ganaría yendo
de un lado para otro; existían las mismas probabilidades de que nos equivocáramos como
de que acertáramos. Más aún de que acertáramos, porque La Escondida, en adición a
sus otras cualidades, tenía la virtud de no tener más que un pueblo en toda la isla; así,
pues, cuando surgiese el ataque (y era seguro que surgiría, más pronto o más tarde), el
objetivo sería con toda seguridad Smithtown.
Estábamos seguros de que Bocker sabía lo que se hacía; pero, a las dos semanas,
empezamos a dudarlo. La radio nos informó de una docena de incursiones... Todas,
excepto una breve a las Azores, tuvieron lugar en el Pacífico. Comenzamos a
experimentar la deprimente sensación de que nosotros estábamos situados en el
hemisferio contrario.
Cuando digo «nosotros», he de admitir que quiero decir principalmente «yo». Los otros
continuaban analizando los informes e iban estólidamente adelante con sus preparativos.
Un punto importante era que no existía ningún informe que indicara que alguna incursión
se había verificado durante las horas del día; por tanto, se hacían imprescindibles las
luces. Una vez que el concejo de la ciudad quedó convencido de que «aquello» no le
costaría nada, todos nosotros nos dedicamos a instalar focos de luz en los árboles, en los
postes y en las esquinas de todos los edificios de Smithtown, aunque con mayor
proliferación hacia la parte del mar, todo lo cual, en interés de las cámaras de Ted, debía
estar conectado a un tablero de conmutadores eléctricos colocado en su habitación del
hotel.
Los habitantes del pueblo se figuraban que estaba en preparación alguna fiesta; el
concejo consideró aquello como una especie de inocente locura; pero estaba contento por
la cantidad extraordinaria de dinero que entraba en el pueblo a costa nuestra. La mayoría
de nosotros íbamos desinflándonos lentamente, hasta que el ataque a la isla Gallows
enervó a todo el Caribe, a pesar de que dicha isla pertenecía a las Bahamas.
Port Anne, la capital de Gallows, y tres grandes pueblos costeros fueron invadidos
durante la misma noche. Aproximadamente, la mitad de la población de Port Anne y una
proporción mucho mayor de la de los pueblos desaparecieron por completo. Los que
sobrevivieron se habían encerrado en sus casas o huyeron; pero esta vez hubo mucha
gente que coincidió en que habían visto cosas como tanques - como tanques militares,
dijeron, pero más grandes - surgiendo del agua y deslizándose playa arriba. Debido a la
oscuridad, a la confusión y a la precipitación con que muchos de los informadores
huyeron o se escondieron, hubo sólo informes fantásticos sobre lo que esos tanques
surgidos del mar hicieron después. El único hecho verificable fue que habían
desaparecido durante la noche más de mil personas en total de los cuatro puntos
atacados.
Por todos los alrededores se notó inmediatamente un cambio. La pasión subió al
máximo. Cada nativo de cada isla abandonó su indiferencia y su sensación de seguridad,
convencido de que su hogar podía ser el próximo escenario del ataque. De los baúles se
sacaron y se limpiaron viejas e inseguras armas. Se organizaron patrullas y, por primera
vez en su vida, se hizo guardia por las noches, bien armados. Se propuso, además,
organizar un sistema defensivo aéreo entre las islas.
Sin embargo, cuando transcurrió una semana sin que ocurriera nada en toda el área de
las islas, el entusiasmo decreció. Porque, efectivamente, hubo una pausa en la actividad
subterránea. El único informe de una incursión llegó de las Kuriles, sin fecha, por alguna
razón eslavónica, y además resultó que había pasado algún tiempo examinándolo al
microscopio desde todos los ángulos de seguridad.
Al décimo día después de la alarma, el natural espíritu de mañana de La Escondida se
había asegurado enormemente. Durante la noche y la siesta se dormía a pierna suelta; el
resto del día se lo pasaban en completa modorra, de la que también participábamos
nosotros. Era difícil creer que no continuaríamos así durante años; por tanto, decidimos
acoplarnos a ello, por lo menos unos cuantos. Muriel se dedicó a explorar con entusiasmo
la flora isleña; Johnny Tallton, el piloto, que estaba constantemente solo, empezó a acudir
a un café donde una encantadora señorita le enseñaba el idioma nativo; Leslie trabó
conocimiento con un indígena para conseguir una guitarra, que ahora podíamos escuchar
a través de la ventana abierta del piso de arriba; Phyllis y yo hablábamos en ocasiones
sobre los relatos que podríamos escribir si tuviéramos energía para ello; solamente
Bocker y sus dos ayudantes más íntimos, Bill Weyman y Alfred Haig, conservaban su
aspecto decidido. Si el capitoste hubiera podido vernos, quizá se hubiese sentido
intranquilo por el destino de su dinero.
Empecé a notar que ya me estaba hartando, que me iba acostumbrando a no hacer
nada, y, aunque la sensación no era desagradable, comprendí que era muy pronto para
que llevara mi vida por esos derroteros.
- Esto no puede continuar indefinidamente - dije a Phyllis -. Sugiero que pongamos a
Bocker una fecha límite..., una semana, a partir de ahora..., para que se produzca su
fenómeno.
- Bueno... - empezó a decir de mala gana mi mujer -. Sí, supongo que tienes razón.
- Claro que la tengo - respondí -. En realidad, no estoy tan seguro de que no pueda
resultarnos fatal otra semana...
Lo cual era, en forma insospechada, más cierto de lo que yo creía.
- Querida, deja de mirar a la luna y vámonos a la cama.
- De ninguna manera... No vale la pena... Frecuentemente me pregunto por qué me
casé contigo.
Por tanto, me puse en pie y me uní a ella, junto a la ventana.
- ¿Ves? - dijo -. Un barco, una isla, una media luna... Tan frágil, tan eterna..., ¿no es
hermoso?
Miramos hacia afuera, hacia la plaza vacía, más allá de las casas dormidas, en
dirección al plateado mar.
- Yo lo necesito. Es una de las cosas que estoy tratando de desterrar de mi recuerdo.
De la parte trasera de las casas de enfrente, en dirección al muelle, llegó
cadenciosamente el rasgueo de una guitarra.
- El amor tonto... y dulce - dijo Phyllis, suspirando.
Y entonces, de repente, el lejano tocador arrojó su guitarra al suelo, produciendo un
ruido agudo y resonante.
Abajo, en el muelle, gritó una voz, ininteligible pero alarmante. Luego, otras voces. Una
mujer sollozó. Nos volvimos para mirar las casas que ocultaban al pequeño puerto.
- ¡Escucha! - dijo Phyllis -. Mike, ¿crees que...?
Se interrumpió al oír el ruido de dos disparos.
- ¡Debe de ser! ¡Mike, deben de estar invadiéndonos!
En la distancia hubo un creciente alboroto. En la propia plaza se abrieron las ventanas,
haciéndose las personas preguntas unas a otras. Un hombre salió corriendo de una
puerta, dio la vuelta a la esquina y desapareció por la corta calle que conducía al mar.
Ahora se oían más gritos y más sollozos también. Entre ellos, el estampido de tres o
cuatro disparos más. Me separé de la ventana y tamborileé con los dedos en el tabique
que nos separaba de la habitación de al lado.
- ¡Eh, Ted! - grité -. ¡Enciende las luces! ¡Las del muelle, hombre! ¡Las luces!
Oí un apagado «muy bien». Ya debía de estar fuera de la cama, porque cuando yo
regresaba a la ventana las luces empezaban a encenderse por turno.
No había nada desacostumbrado que observar, excepto una docena o más de
hombres que atravesaban corriendo la plaza en dirección al puerto. Casi bruscamente
cesó el ruido que había ido in crescendo. La puerta de Ted dio un portazo. Sus botas
sonaron ruidosamente a lo largo del pasillo cuando pasaron por delante de nuestra
habitación. Más allá de las casas surgieron de nuevo los gritos y los sollozos, más fuertes
que antes, como si hubiesen adquirido fuerza tras el breve descanso.
- Debo... - empecé a decir; pero me interrumpí al darme cuenta de que Phyllis no
estaba a mi lado.
Miré por la habitación y la descubrí en el momento en que echaba la llave a la puerta.
Corrí hacia ella.
- Debo ir allá abajo. Tengo que ver lo que...
- ¡No! - me interrumpió.
Se volvió, apoyando firmemente la espalda contra la puerta. Producía la impresión de
ser un ángel severo que impedía el paso por una carretera, con la diferencia de que los
ángeles tienen la costumbre de usar respetables camisones de algodón, no de nylon.
- Pero, Phyl, es el trabajo. Es por lo que estamos aquí.
- Me tiene sin cuidado. Esperaremos un poco.
Permanecía inmóvil, con la expresión de ángel severo, modificada ahora por la de una
muchachita rebelde. Alargué el brazo.
- ¡Phyl!... Por favor, dame la llave.
- ¡No! - contestó, y, lanzándola a través de la habitación, desapareció por la ventana.
Resonó sobre las piedras de la plaza. La miré con estupor. Esa era una acción que uno
nunca hubiera esperado de Phyllis. Ahora, en la plaza iluminada, se veía a la gente correr
hacia la calle de enfrente. Me volví.
- Phyl, por favor, apártate de esa puerta.
Negó con la cabeza.
- No seas loco, Mike. Tienes que hacer un trabajo.
- Por eso precisamente, yo...
- No, no es eso. ¿No lo comprendes? Los únicos informes que poseemos provienen de
las personas que no corrieron para averiguar qué estaba sucediendo; de las personas que
se escondieron o huyeron...
Yo estaba furioso con ella, pero no tanto que no alcanzara el sentido de lo que me
decía, e hice una pausa. Ella continuó:
- Es lo que dijo Freddy: el objetivo de nuestra venida es poder regresar para contar lo
que ha sucedido.
- Eso está muy bien, pero...
- ¡No!... ¡Mira!...
Con la cabeza señaló hacia la ventana.
La gente continuaba convergiendo hacia la calle que conducía al muelle, pero ya no
entraban en ella. Un sólido grupo se amontonaba a la entrada. Luego, mientras yo
continuaba mirando, la anterior escena empezó a interpretarse en sentido inverso. El
grupo retrocedió, y comenzó a deshacerse por sus costados. Muchos hombres y mujeres
salieron de la calle, corriendo hacia atrás, hasta que quedaron dispersados en la plaza.
Me acerqué más a la ventana para observar. Phyllis abandonó la puerta y se acercó a
mí. Ahora veíamos a Ted, con su tomavistas en la mano, retrocediendo corriendo.
- ¿Qué sucede? - le grité.
- Sólo Dios lo sabe. No se puede pasar. Hay un pánico terrible en aquella calle. Todos
dicen que, sea lo que fuere, viene por ese camino. Si es así, tomaré la película desde mi
ventana. No se puede trabajar con esta barahúnda.
Miró hacia atrás, desapareciendo después por la puerta del hotel, que estaba debajo de
nuestra ventana.
La gente continuaba inundando la plaza y emprendía una carrera cuando alcanzaba un
punto donde había espacio para correr. No hubo más ruido de disparos; pero, de cuando
en cuando, surgía otro estruendo de gritos y de lamentos de alguna parte del lejano y
oculto extremo de la corta calle.
Entre los que regresaban al hotel se hallaban el propio doctor Bocker y el piloto, Johnny
Tallton. Bocker se paró debajo de las ventanas y gritó hacia arriba. De las ventanas
surgieron algunas cabezas. Las contempló a todas.
- ¿Dónde está Alfred? - preguntó.
Nadie parecía saberlo.
- Si alguno de ustedes le ve, que le diga que entre inmediatamente en el hotel - instruyó
Bocker -. Ustedes permanezcan donde están. Observen lo que puedan, pero no se
expongan hasta que sepamos más de lo que pasa. Ted, procure que todas las luces
continúen encendidas; Leslie...
- Estoy a punto con el magnetófono, doctor - respondió la voz de Leslie.
- No, no salga. Ponga el micrófono por la parte exterior de la ventana, si quiere; pero
usted permanezca bajo techado. Y hagan lo mismo todos los demás, por el momento.
- Pero, doctor, ¿qué pasa?..., ¿qué...?
- No lo sabemos. Por tanto, permanezcamos dentro del hotel hasta que averigüemos
por qué grita la gente. ¿Dónde demonios está miss Flynn?... ¡Oh! Está usted aquí. Bien.
Continúe vigilando, miss Flynn...
Se volvió ajohnny y cambió con él algunas palabras ininteligibles. Johnny asintió con la
cabeza y se dirigió hacia la parte de atrás del hotel. Bocker volvió a mirar de nuevo a la
plaza y entró en el hotel, cerrando la puerta tras él.
Corriendo, o al menos apresuradamente, la gente continuaba convergiendo en la plaza
desde todas las direcciones, pero ninguna procedía ya de la calle corta. Los que
alcanzaban la parte más alejada se volvían para mirar, arrimándose a las puertas o las
callejuelas por donde pudieran huir si era necesario. Media docena de hombres con
pistolas o escopetas se hallaban tumbados en tierra, con sus armas apuntando hacia la
entrada de la calle. Ahora todo estaba más tranquilo. Excepto unos cuantos ruidos,
producidos por los lamentos, un tenso y expectante silencio llenaba toda la escena. Y
entonces, de la lejanía, llegó un ruido chirriante, como de algo que se arrastra. No fuerte,
pero sí continuo.
La puerta de la casita situada junto a la iglesia se abrió. El sacerdote, con sotana, salió
por ella. Algunas personas que se hallaban cerca corrieron hacia él y se arrodillaron en
torno suyo. El sacerdote extendió ambos brazos, como para proteger y amparar a todos.
El ruido procedente de la angosta calle daba la impresión de estar producido por un
pesado tractor de metal arrastrándose sobre las piedras.
Repentinamente, dispararon tres o cuatro escopetas casi al mismo tiempo. Nuestro
ángulo de visión nos impedía ver aún a qué disparaban; pero cada uno de los hombres
hizo una sucesión de disparos. Luego, se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia
atrás, casi a la parte opuesta de la plaza. Allí se volvieron y cargaron de nuevo sus armas.
De la calle llegó un ruido de madera destrozada y de cristales y ladrillos caídos.
Entonces tuvimos la primera visión del «tanque marino»: un objeto curvo, de grueso
metal color gris, se deslizó hacia la plaza, arrastrando consigo la parte más baja de la
esquina de la casa de enfrente.
Le dispararon desde una docena de sitios diferentes. Las balas se aplastaban o
rebotaban sobre él sin producir efecto. Lentamente, pesadamente, con inexorabilidad,
continuó su marcha, arrastrándose y chirriando sobre las piedras. Iba inclinado sobre su
costado derecho, alejándose de nosotros y dirigiéndose a la iglesia, llevándose consigo
un trozo más de la esquina de la casa, sin que le afectara el enyesado, los ladrillos ni las
vigas que caían sobre él y se deslizaban por sus costados.
Se dispararon más tiros contra aquello, pero permanecía inconmovible, introduciéndose
en la plaza a una velocidad de cinco kilómetros por hora, masivamente infalible. No
tardamos en verlo todo entero.
Imagínense un huevo alargado, cuya longitud ha sido partida en dos y puesta de plano
sobre el suelo, con el puntiagudo extremo hacia adelante. Consideren este huevo, de una
longitud comprendida entre los nueve y los diez metros, de un color pardo plomizo sin
brillo, y tendrán una visión exacta del «tanque marino» que nosotros veíamos avanzar por
la playa.
No había forma de ver qué lo impulsaba. Acaso tuviera ruedas debajo; pero más bien
parecía, y sonaba sencillamente, arrastrarse hacia adelante con mucho ruido, sobre su
barriga de metal, pero sin maquinaria. No saltaba al girar, como hacen los tanques, ni
traqueteaba, como hacen los coches. Simplemente se movía hacia la derecha, en
diagonal, siempre apuntando hacia adelante. Muy cerca, detrás de él, le seguía otro, de
traza exactamente similar, que se dirigía hacia la izquierda, en nuestra dirección,
arrancando la esquina de la casa de enfrente mientras se acercaba. Un tercero se dirigía
en línea recta hacia el centro de la plaza, donde paró.
En la parte más alejada de la plaza, el grupo que se había arrodillado en torno al
sacerdote echó a correr. El sacerdote permaneció en su sitio. Impedía el paso de la cosa.
Su mano derecha hizo la señal de la cruz en dirección a ella, mientras que su mano
izquierda, con los dedos separados y la palma vuelta hacia la cosa, se alzaba indicándole
que parase. La cosa continuó su marcha, ni más de prisa ni más despacio, como si el
sacerdote no estuviera allí. Su curvado flanco le empujó ligeramente a un lado cuando
llegó a su altura. Luego, se paró también.
Pocos segundos después, el que se dirigía en nuestra dirección por la plaza alcanzó lo
que, al parecer, era la posición señalada, y se paró también.
- La tropa alcanza su primer objetivo segun órdenes - dije a Phyllis mientras veíamos
los tres artefactos situados estratégicamente en la plaza -. Esto no es accidental. Y ahora,
¿qué?
Durante medio minuto casi no pareció que iba a suceder nada. Hubo un ligero tiroteo
más esporádico, procedente de alguna de las ventanas de la plaza que, en todo su
alrededor, estaban llenas de gentes pendientes de ver lo que sucedería a continuación.
Ninguno de los disparos hizo efecto sobre los blancos, existiendo cierto peligro a causa de
los rebotes de las balas.
- ¡Mira! - exclamó Phyllis de pronto -. Ése se está combando.
Señalaba al más próximo a nosotros. Efectivamente, la parte superior estaba
desfigurándose en su punto más alto, formando una pequeña excrecencia en forma de
cúpula. Su color era ligeramente más fuerte que el metal de debajo: una especie de
sustancia semiopaca, tirando a blanco, que relucía viscosamente a la luz de los focos.
Mientras la observábamos, aumentaba.
- Todos están haciendo lo mismo - añadió.
Hubo un disparo aislado. La excrecencia se estremeció, pero continuó dilatándose.
Ahora aumentaba más deprisa. Ya no tenía forma de cúpula, sino de esfera, unida al
metal por una especie de cuello, hinchado como un globo y se inclinaba ligeramente a
medida que la excrecencia se distendía.
- Va a estallar. Estoy segura - dijo Phyllis aprensiva.
- Hay otras detrás que empiezan a crecer - dije -. Dos más, mira.
La primera excrecencia no estalló. Ya tenía casi sesenta centímetros de diámetro y
continuaba hinchándose.
- Tiene que estallar pronto - musitó Phyllis.
Pero aún no lo hizo. Continuó dilatándose hasta adquirir un diámetro de metro y medio
aproximadamente. Entonces dejó de crecer. Producía la impresión de una vejiga
gigantesca y repulsiva. La animaba un ligero temblor. De pronto, se desprendió de su
cuello y se bamboleó en el aire como una gigantesca pompa de jabón.
Ascendió con inseguridad unos tres metros. Cuando alcanzó esa altura vaciló,
convirtiéndose en una esfera más estable. Luego, de repente, le sucedió algo. No estalló.
No hubo tampoco ningún ruido. Más bien pareció abrirse suavemente, como les ocurre a
los capullos, en un florecimiento instantáneo, esparciendo en todas direcciones un amplio
número de pelitos blancos.
La reacción instintiva era apartarse de un salto de la ventana para evitarlos. Y así lo
hicimos.
Cuatro o cinco de los pelitos, como largas puntas de látigo, volaron en torno de la
ventana, entraron en la habitación y cayeron al suelo. Casi inmediatamente de ponerse en
contacto con él, comenzaron a contraerse y removerse. Phyllis dio un grito estridente.
Miré a su alrededor. No todos los pelitos habían caído al suelo. Uno de ellos había posado
su longitud sobre el antebrazo derecho de mi mujer. Ya estaba contrayéndose,
empujando su brazo hacia la ventana. Phyllis retrocedió. Con la otra mano intentó
quitárselo, pero sus dedos se pegaron a ella tan pronto como la tocaron.
- ¡Mike! gritó -. ¡Mike!...
El pelito estaba endureciéndose, atiesándose como la cuerda de un arco. Phyllis había
dado ya un par de pasos hacia la ventana antes que yo pudiera agarrarla fuertemente. La
fuerza de mi tirón la llevó al otro extremo de la habitación. No rompió la presa del pelito,
pero lo apartó de la línea recta y ya no pudo ir derecho hacia la ventana, sino que se vio
obligado a arrastrarse alrededor de un ángulo agudo. Y se arrastró. Tumbado ahora en el
suelo, me agarré con la corva a la pata de la cama para hacer más fuerza, y me sostuve
firme. Para mover a Phyllis, el pelito tendría que arrastrarme a mí también y a la cama.
Por un momento creí que lo lograría. Entonces, Phyllis gritó, y se acabó la tensión.
Conseguí que rodara hacia un lado, apartándola de la línea de algo más que pudiera
entrar a través de la ventana. Phyllis estaba desvanecida. Un trozo de piel, de unos diez
centímetros aproximadamente, había sido arrancada limpiamente de su antebrazo
derecho, y algunos más habían desaparecido de los dedos de su mano izquierda. La
carne dejada al descubierto comenzaba en aquel momento a sangrar.
Afuera, en la plaza, había un pandemónium de lamentos y de gritos. Me arriesgué a
sacar la cabeza por un lado de la ventana. La cosa que había estallado no estaba en el
aire. Ahora era un cuerpo redondo, no mayor de sesenta centímetros de diámetro,
rodeado de una irradiación de pelitos. Estaba retrocediendo con algo que había atrapado,
y la tensión lo estaba manteniendo un poco separado del suelo. Algunas personas
cogidas gritaban y luchaban; otras eran como un montón informe de ropas.
Entre ellas vi a la infeliz Muriel Flyng. Yacía en el suelo de espalda, arrastrada por los
guijarros por un tentáculo que la agarraba por sus cabellos rojizos. Se había herido
gravemente al caer al suelo cuando fue arrojada por la ventana de su habitación, y gritaba
llena de terror. Leslie era arrastrada casi al lado de ella; pero, al parecer, había tenido la
suerte de partirse el cuello al caer por la ventana.
En la parte más alejada de la plaza vi a un hombre corriendo con la intención de liberar
a una mujer que estaba gritando; pero cuando le tocó el pelito que la sujetaba, su mano
quedó pegada a él, y ambos fueron arrastrados juntos. Mientras observaba todo esto,
daba gracias a Dios por haber agarrado el brazo de Phyllis y no el pelito al tratar de
liberarla de él.
A medida que el círculo se contraía, los pelitos blancos se acercaban los unos a los
otros. El pueblo que luchaba tocaba involuntariamente más de ellos, y cada vez quedaba
más enredado en sus redes. Luchaban como moscas atrapadas a un papel
atrapamoscas. Existía una implacable deliberación respecto a ello que le hacía parecer
horrible, como cuando uno observa a través del objetivo de una cámara lenta.
Entonces me di cuenta de que otra de las pompas de jabón estaba balanceándose en
el aire, y retrocedí apresuradamente antes que estallara.
Tres pelitos más entraron por la ventana, permanecieron por un momento como
cuerdas blancas sobre el suelo y empezaron después a retroceder. Cuando hubieron
desaparecido a través de la ventana, me alcé un poco para mirar por ella, otra vez. En
varios sitios de la plaza había grupos de gente que luchaban desesperadamente. El
primero y el más cercano se había contraído hasta que sus víctimas quedaron
amontonadas formando una dura pelota de la que surgían aún algunos brazos y piernas
que se movían sin remision. Luego, mientras yo observaba, la entera masa compacta se
inclinó y empezó a alejarse de la plaza rodando hacia la calle por donde habían llegado
los tanques marinos.
Las máquinas, o, mejor dicho, las cosas, que aún permanecían en el mismo sitio donde
habían parado, producían la impresión de gigantescas babosas grises, cada una de las
cuales dedicada a producir varias de sus asquerosas pompas en diferentes etapas.
Retrocedí de nuevo cuando otra de aquellas pompas se desprendió de su babosa; pero
esta vez no entró por la ventana. Me aventuré un momento para cerrar las puertas de la
ventana y tuve la suerte de hacerlo a tiempo. Tres o cuatro de aquellos pelitos golpearon
contra el cristal con tal fuerza que uno de ellos se rajó.
Entonces pude atender a Phyllis. La levanté del suelo y la tumbé en la cama,
desgarrando un trozo de sábana para vendarle el antebrazo.
En el exterior continuaban los lamentos, los gritos y el tumulto, y entre ellos se oían
algunos tiros.
Cuando terminé de vendar el antebrazo de Phyllis, volví a mirar otra vez hacia la plaza.
Media docena de objetos, que ahora parecían como duras y redondas balas de algodón,
rodaban hacia la calle que conducía al puerto. Regresé de nuevo al lado de Phyllis y
desgarré otro trozo de sábana para vendar los dedos de la mano izquierda de mi mujer.
Mientras lo hacía oí un ruido diferente sobre el tumulto de afuera. Dejé la venda de
algodón y corrí a la ventana a tiempo de ver un avión que volaba a baja altura. El cañón
situado en una de las alas comenzó a disparar, y retrocedí de nuevo, tirándome al suelo
para quitarme de la línea de tiro. Hubo una espantosa explosión. Simultáneamente las
ventanas se abrieron, se apagaron las luces y en la habitación entraron trozos de algo
que zumbaba al pasar.
Me levanté. Las luces exteriores se habían apagado también, así, pues, era difícil
averiguar qué había pasado. Sin embargo, pude ver, al otro extremo de la plaza, que uno
de los tanques marinos comenzaba a ponerse en movimiento. Se deslizaba por el camino
que había seguido al venir. Volví a oír el ruido del avión que regresaba, y me tumbé en el
suelo otra vez.
Hubo un estallido, pero esta vez no nos atrapó su fuerza, aunque en el exterior hubo un
revoltijo de cosas caídas.
- ¿Mike? - dijo una voz desde la cama, una voz asustada.
- Todo está bien, querida. Estoy aquí - le respondí.
La luna brillaba aún, y ahora podía ver mejor.
- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Phyllis.
- Se han ido. Johnny los atacó con el avión...; al menos, supongo que era Johnny - dije
-. Ahora, todo marcha bien.
- Me duele el brazo, Mike.
- Te conseguiré un médico tan pronto como me sea posible, cariño.
- ¿Qué fue? Querían llevarme, Mike. Si no hubiese sido por ti...
- Ya ha terminado todo, querida.
- Yo...
Se interrumpió al oír el ruido del avión, que regresaba una vez más. Escuchamos. El
cañón disparaba de nuevo, pero esta vez no hubo explosión.
- Mike, hay algo pegajoso... ¿Estás herido?
- No, cariño. No sé lo que es. Se halla sobre todas las cosas.
- Estás temblón, Mike.
- Lo siento, querida. No puedo evitarlo. ¡Oh, Phyl, querida Phyl!... Tan cerca... Si los
hubieses visto..., a Muriel y a los demás... Podría haber sido...
- ¡Bueno, bueno! - dijo Phyllis, como si yo fuera un niño de seis años -. No llores, Mike.
¡Todo ha pasado ya! - y continuó -: ¡Oh Mike, cómo me duele el brazo!
- Continúa echada, cariño. Iré en busca del médico - le dije.
Arranqué la puerta cerrada con una silla, y el esfuerzo me tranquilizó mucho.
A la mañana siguiente nos reunimos los que quedábamos de la expedición: Bocker,
Ted Jarvey y nosotros dos. Johnny se había marchado temprano con las películas y los
discos, incluyendo un informe que yo añadí más tarde como testigo ocular, dirigiéndose
con todo ello a Kingston.
El brazo derecho y la mano izquierda de Phyllis estaban envueltos en vendajes. Se
hallaba pálida, pero había resistido a todos los consejos que le dimos para que
permaneciera en la cama. Los ojos de Bocker habían perdido por completo su
acostumbrado parpadeo. Su mechón de cabellos grises caía sobre una cara que parecía
más arrugada y más decrépita que la de la noche anterior. Cojeaba un poco, apoyando
parte de su peso en un bastón. Ted y yo éramos los únicos ilesos. Miraba
interrogativamente a Bocker.
- Si le es posible, señor - dijo -, creo que nuestro primer paso ha de ser salir de este
hedor.
- Desde luego - respondió Bocker -. Ningún dolor puede compararse con estos olores.
Cuanto antes mejor - añadió, y se puso en pie para conducirnos al exterior.
Las piedras de la plaza, los esparcidos fragmentos de metal que se extendían por ella,
las casas que la rodeaban, la iglesia, todo lo que estaba a la vista, relucía con una costra
de sustancia viscosa, y había mucha más, que no veíamos, en casi todas las habitaciones
de las casas que daban a la plaza. La noche anterior había sido sencillamente una
abundante pesca con olor a salado; pero con el calor del sol actuando sobre ello, había
empezado a producirse un hedor que era ahora fétido y que se estaba transformando en
miasmático. A cien metros de allí se notaba mucha diferencia, y a otros cien metros más
ya estábamos libres de ello, entre las palmeras que se alzaban en el límite de la playa
situada en la parte opuesta de la ciudad, es decir, del puerto. Rara vez había conocido la
frescura de una brisa que oliera tan bien.
Bocker se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra un árbol. Los demás nos
acomodamos como pudimos, esperando a que él hablase el primero. Durante un largo
rato permaneció callado. Estaba sentado inmóvil, mirando sin ver hacia el mar. Luego,
suspiró:
- Alfred, Bill, Muriel, Leslie... - dijo -. Yo los traje a todos aquí. He demostrado muy poca
inteligencia y consideración por su seguridad. Estoy asustado.
Phyllis se inclinó hacia adelante.
- No debe pensar así, doctor Bocker. Ninguno de nosotros tenía por qué venir; eso lo
sabe usted. Usted nos ofreció la oportunidad de venir, y nosotros la aceptamos. Sí... si lo
mismo me hubiese ocurrido a mí, no creo que Michael le hubiese maldecido por ello,
¿verdad, Michel?
- ¡Claro que no! - respondí.
Yo sabía perfectamente a quién hubiera debido maldecir más adelante..., y para
siempre, sin remisión.
- Yo tampoco le hubiera maldecido, y estoy segura de que los demás pensarán lo
mismo que yo - añadió, poniendo su mano derecha sobre la manga del doctor.
Él bajó la vista, y pestañeó un poco. Cerró los ojos un momento. Luego los abrió, y
puso sus manos sobre las de ella. Su mirada se posó más allá de la muñeca, sobre los
vendajes del antebrazo.
- Es usted muy buena conmigo, querida - dijo.
Le dio golpecitos cariñosos con la mano y a continuación se irguió en su asiento,
concentrándose en sí mismo. Al poco rato, dijo con tono de voz completamente diferente:
- Hemos conseguido algunos resultados. Tal vez no tan exclusivos como esperábamos;
pero, al menos, sí pruebas tangibles. Gracias a Ted, nuestro país podrá ver contra qué
estamos luchando, y gracias a él también, tenemos la primera muestra.
- ¿Muestra? - preguntó Phyllis, repitiendo la palabra -. ¿De qué?
- De un trozo de una de esas cosas tentaculares - le contestó
Ted.
- ¿Cómo fue posible...?
- En realidad, fue una suerte. Escuche: cuando estalló la primera pompa, nada
especial entró por la ventana de mi habitación; sin embargo, pude ver lo que estaba
sucediendo en otros sitios. Así, pues, abrí mi navaja y la puse a mano sobre el alféizar,
por si las moscas. Cuando al estallar la segunda pompa entró una de esas cosas por la
ventana y la sentí sobre mi hombro, inmediatamente cogí la navaja y, antes que
empezara a actuar, la corté. Huyó, pero quedó detrás de ella un trozo de unos cuantos
centímetros, que cayó al suelo, se retorció un par de veces y, al fin, quedó enroscado. Lo
hemos expedido con Johnny.
- ¡Uf! - exclamó Phyllis.
- En lo futuro, también nosotros llevaremos navajas - dije.
- Tenga en cuenta que son muy listos. Además, son espantosamente correosos -
advirtió Ted.
- Si encuentra usted otro trozo de eso, me gustaría verlo para examinarlo - dijo Bocker -
Decidimos que ése era mejor enviarlo a los peritos. Verdaderamente, hay algo muy
especial en estas cosas. Lo fundamental es bastante evidente: proceden de alguna
especie de anémona marina... Pero ¿si han nacido esas cosas o si han sido construidas
según un modelo básico...? - se encogió de hombros sin terminar la pregunta -. Yo
encuentro algunos puntos extremadamente turbios. Por ejemplo, ¿cómo hacen para coger
las cosas animadas, aun cuando estén vestidas, y no atacan a las cosas inanimadas? Y
también, ¿cómo es posible que puedan regresar al agua por el mismo camino de ida en
lugar de tratar sencillamente de alcanzarla por el camino más cercano?... La primera de
estas preguntas es la más significativa. Comporta propósitos especializados. Se emplean
las cosas, ¿comprenden? Pero no como armas, en el sentido corriente de la palabra; no
sólo para destruir, eso es. Son más bien cepos, trampas...
Durante un rato estuvimos pensando en tal hipótesis.
- Pero... ¿Por qué...? - preguntó Phyllis.
Bocker frunció el ceño.
- ¿Por qué? - repitió -. Todo el mundo se ha estado preguntando continuamente: «¿Por
qué?»... ¿Por qué surgen las cosas de las profundidades? ¿Por qué no permanecen en
tierra? ¿Por qué salen de las profundidades en dirección a tierra? Y también, ¿por qué
nos atacan de esta forma y no de otra? ¿Cómo es posible que sepamos las
contestaciones a estas preguntas hasta que descubramos más qué clase de criaturas
son? El punto de vista humano sugiere dos motivos..., pero eso no quiere decir que ellos
no tengan otros motivos particulares completamente distintos a los nuestros.
- ¿Dos motivos? - preguntó Phyllis, suavemente.
- Sí. Pueden estar tratando de exterminarnos. Todo cuanto nosotros podemos decir es
que ellos pueden hallarse bajo la impresión de que nosotros tenemos que vivir en las
costas, y que ellos pueden borrarnos gradualmente de esta forma; tampoco sabemos
nosotros cuánto saben ellos de nosotros. Pero no creo que sea ése su propósito...
teniendo en cuenta su táctica de llevarse a sus víctimas rodando hacia el mar... Al menos,
no completamente. Los celentéreos podían más fácilmente aplastarlas y abandonarlas.
Así, pues, parece como si existiera otro motivo..., sencillamente el que ellos encuentran
en nosotros y tal vez en otros seres terrestres, si recuerdan la desaparición de las cabras
y las ovejas de Saphira..., que somos buenos para comer. O bien, ambos motivos:
muchas tribus tienen la costumbre, establecida de antiguo, de comerse a sus enemigos.
- ¿Quiere usted decir que son... bueno..., una especie de comedores de nosotros? -
preguntó Phyllis inquieta.
- Bueno, nosotros, los seres terrestres, echamos anzuelos y redes al mar para
comernos lo que ellos cogen. ¿Por qué no ha de existir un proceso inverso, utilizado por
seres marinos inteligentes? Como es lógico, lo que les estoy exponiendo es una hipótesis
humana. Eso es lo que todos nosotros estamos tratando de hacer con nuestros porqués.
Lo malo de esto es que todos hemos leído muchos relatos en que los invasores se
comportan y proceden como seres humanos, a pesar del tipo o de la forma que puedan
tener, y no podemos concebir la idea de que puedan comportarse de modo diferente a
como nosotros pensamos. Efectivamente, no existe razón alguna para que sea así; en
cambio, hay muchas razones para que no sea así.
- ¡Comedores! - repitió Phyllis, pensativa -. ¡Es horrible! Pero puede ser.
Bocker dijo con firmeza:
- Dejaremos a un lado estos porqués. Tal vez sepamos más de ellos más adelante, o
no. Ahora lo importante es el cómo: cómo parar las cosas y cómo atacarlas.
Hizo una pausa. Debo confesar que yo continué pensando en los porqués... y
experimentando la sensación de que, aunque el significado fuera exacto, Phyllis debería
haber elegido un término más agradable y más digno que el de «comedores».
Bocker continuó hablando.
- Al parecer, los disparos de los fusiles corrientes no producen efecto alguno en esos
tanques marinos ni en esas cosas con aspecto de pompas de jabón..., a menos que sean
vulnerables en sitios que no fueron encontrados. No obstante, las balas de los cañones
pueden romper la cubierta. La manera en que entonces se desintegran sugiere que está
ya bajo una tensión muy fuerte, y no muy lejos de romperse. De esto podemos deducir
que en el caso de April Island hubo un disparo afortunado o se empleó una granada. Lo
que vimos anoche explica razonablemente los relatos de los nativos sobre ballenas y
babosas. Esos tanques marinos, a cierta distancia, pueden ser tomados por ballenas. Y
respecto a las «babosas», no se equivocaron mucho... Indudablemente, las cosas, deben
de hallarse muy íntimamente relacionadas con los celentéreos... Respecto a los tanques
marinos, su contenido parece ser, simplemente, masas gelatinosas aprisionadas bajo
enorme presión... Pero es difícil creer que eso pueda ser realmente así. Aparte de
cualquier otra consideración, es evidente que hay que pensar en la existencia de algún
mecanismo capaz de impulsar esos cascos inmensamente pesados. Esta mañana fui a
examinar el camino por donde habían pasado. Algunas de las piedras están hundidas y
otras partidas debido al peso de esos armatostes; pero no pude encontrar ninguna huella
ni nada que demostrase que las cosas avanzaban por medio de tentáculos como yo creía.
Me parece que, por ahora, hemos fracasado... Indudablemente, existe una inteligencia de
alguna clase..., aunque no parece ser muy alta ni tampoco muy bien coordinada. De todas
formas, fue un acierto conducirlos desde el muelle a la plaza, que era el mejor sitio donde
podían operar.
- Hemos visto tanques del Ejército llevarse las esquinas de las casas como éstos
hicieron - observé.
- Esa es una posible indicación de coordinación pobre - replicó Bocker, en cierto modo
molesto -. Bien. ¿Tienen ustedes que añadir alguna observación a lo que acabo de decir?
Miró a su alrededor inquisitivamente.
- ¿No hay nada más? ¿Nadie observó si los disparos producían algún efecto sobre
esas formas tentaculares? - preguntó.
- Por lo que yo pude ver, o los disparos se hacían a tontas y a locas, o las balas
atravesaban los tanques sin producirles daño - le dijo Ted.
- ¡Hum! - gritó Bocker, y permaneció pensativo durante un rato.
- ¿Qué? - le pregunté.
- Estaba diciendo justamente «celentéreos tentaculares de mil brazos».
- ¡Oh! - exclame.
Nadie hizo comentario. Los cuatro continuamos sentados mirando hacia el inocente y
azulado mar.
Entre los periódicos que adquirí en el aeropuerto de Londres se hallaba un ejemplar de
The Beholder de aquel día. Aunque no dejo de admitir que posee sus méritos y, en ciertos
asuntos, sus criterios son bastante buenos, siempre me produce la impresión de que es
más dado a expresar primero sus prejuicios y después sus pensamientos. Tal vez lo
dejara para el día siguiente. Sin embargo, descubrí en este ejemplar un artículo titulado:
El doctor Bocker aparece otra vez, que no alteró mi impresión. El texto se expresaba
aproximadamente asi:
«Ni el valor del doctor Alistair Bocker, yendo al encuentro de un dragón submarino, ni
su perspicacia en deducir correctamente dónde podría encontrarse al monstruo, puede
discutirse. Las horribles y fantásticamente repulsivas escenas que la E.B.C. nos presentó
en nuestros hogares el jueves pasado hicieron que nos maravilláramos más de que una
parte de la expedición sobreviviera, que del hecho de que cuatro de sus miembros
perdieran la vida. El propio doctor Bocker ha de ser felicitado por haber escapado a costa
de una simple torcedura de tobillo cuando le arrancaron zapato y calcetín, así como otro
de los miembros de la expedición por su extraordinario rescate.
»Sin embargo, aunque este asunto fue horrible y valioso, como pueden probarlo
algunas de las observaciones del doctor al sugerir contramedidas, sería un error para él
suponer que se le ha concedido ya una licencia ilimitada para readoptar su primitivo papel
como primer espantapájaros mundial.
»Nos inclinamos a atribuir su sugerencia de que deberíamos proceder de inmediato a
preparar virtualmente para la batalla toda la línea costera occidental del Reino Unido
como efecto para realizar modernos experimentos enervantes sobre un temperamento
que nunca ha huido de lo sensacional, más que como para obtener conclusiones de
madurada consideración.
»Analizaremos la causa de esta recomendación que limita con el pánico. Es la
siguiente: un número de pequeñas islas, todas ellas situadas dentro de los trópicos, han
sido atacadas por alguna influencia marina de la que nosotros, hasta el momento,
sabemos muy poco. En el transcurso de estos ataques han perdido la vida algunos
centenares de personas..., cuyo número, en realidad, no es superior al de las que mueren
en las carreteras en pocos días. Esto es lamentable y desagradable; pero apenas tiene
fuerza para apoyar la sugerencia de que nosotros, situados a miles de kilómetros del más
cercano de esos incidentes, hayamos de proceder, a expensas de los contribuyentes, a
rodear nuestras costas de armas y vigilantes. De seguir esta táctica, hubiéramos tenido
que construir en Londres edificios a prueba de terremotos solamente por el hecho de que
en Tokio se producen con frecuencia...».
Y continuaba de la misma forma. Cuando terminaron con el pobre Bocker, no había por
dónde cogerlo. No le enseñé el periódico. Ya tendría tiempo de enterarse, porque The
Beholder tenía la costumbre de machacar sin compasión.
El helicóptero nos dejó en la terminal, y Phyllis y yo aprovechamos para escabullirnos
cuando los periodistas cayeron sobre Bocker.
Que el doctor Bocker fuera discutido no quería decir que fuera desdeñado. La mayor
parte de la prensa se había dividido en pro y en contra del sabio, y, a los pocos minutos
de llegar a nuestro piso, empezaron a telefonearnos representantes de ambos campos
para obtener información directa. Después de cinco o seis llamadas, aproveché un
intervalo para telefonear a la E.B.C. Les dije que íbamos a descolgar el auricular y que
hicieran el favor de recoger en cinta magnetofónica el nombre de los que llamaran. Así lo
hicieron. A la mañana siguiente había una lista completa. Entre los que deseaban hablar
con nosotros estaba el nombre del capitán Winters, con el número del teléfono del
Almirantazgo al lado.
Phyllis habló con él. Nos había llamado para que le confirmáramos nuestro informe
como testigos visuales y para darnos las últimas noticias de Bocker. Al parecer, insistía
firmemente en la teoría anteriormente sustentada: que los tanques marinos carecían de
intelecto, que este intelecto se hallaba en alguna parte de las profundidades, el cual los
dirigía a distancia por algún medio hasta el momento desconocido. Pero, al parecer, la
conmoción mayor la había producido el empleo de la palabra «seudocelentéreo». Como
Winters señaló:
- Dice que no son celentéreos, ni animales, ni seres vivos, en el sentido real de la
palabra, sino que pueden ser muy bien construcciones orgánicas artificiales elaboradas
con un propósito especial.
Por teléfono leyó a Phyllis el informe de Bocker sobre el asunto:
- «Es concebible que puedan construirse tejidos orgánicos de manera análoga a la
empleada por los químicos para producir plásticos de una estructura molecular
determinada. Si fuera posible hacer esto, y los resultados fueran suficientemente
sensibles a los estímulos administrados física o químicamente, se produciría, al menos de
forma temporal, un componente que un observador inepto apenas sabría diferenciar de un
organismo vivo.
»Mis observaciones me llevan a sugerir que esto es lo que se ha hecho, habiendo
elegido la forma del celentéreo, entre otras muchas que hubieran podido servir para el
propósito, por su sencillez de elaboración. Es posible que los tanques marinos sean una
variante del mismo invento. En otras palabras, estamos siendo atacados por mecanismos
orgánicos dirigidos desde un control remoto o predeterminado. Si consideramos esto a la
luz del control que nosotros mismos somos capaces de ejercer a distancia sobre
materiales inorgánicos, como el de los missiles dirigidos, o predeterminadamente, como
se hace con los torpedos, el asunto resulta menos alarmante de lo que pareció al
principio. En realidad, puede ser que, una vez averiguada la técnica de la construcción
hacia una forma sistemáticamente natural, su control presente problemas menos
complejos que muchos de los que nosotros hemos tenido que resolver para controlar lo
inorgánico».
- ¡Oh..., oh..., oh! - exclamo Phyllis, molesta - Me entran ganas de correr en busca del
doctor Bocker y darle una paliza. Me prometió que no diría nada aún sobre ese
seudoasunto. Es una especie de enfant terrible nacido naturalmente, y eso le da derecho
a una buena paliza. Espere a que me halle a solas con él.
- Perjudicará por completo su caso - convino el capitán Winters.
- ¡Perjudicarlo! Alguien entregará eso a los periódicos y lo tomarán como otra fantasía
de Bocker; todo el asunto se transformará en una payasada... y dará lugar a que las
personas sensibles se pongan en contra de cuanto él diga..., ¡justamente ahora, cuando
ha conseguido averiguar algo y empezaba a vivir la vida de las cosas de las
profundidades!...
Siguió una semana muy mala. Aquellos periódicos que ya habían adoptado la misma
actitud desdeñosa y burlona del The Beholder respecto a las fortificaciones costeras,
acogieron con indescriptible júbilo las sugerencias seudobióticas. Los escritores de
editoriales llenaron sus plumas de sarcasmos y un grupo de científicos, que ya había
zurrado a Bocker antes de su última expedición, lo trituraron aún más. Casi todos los
caricaturistas descubrieron simultáneamente por qué sus fines políticos favoritos nunca
habían parecido completamente humanos.
La otra parte de la prensa, que estaba de acuerdo con una defensa eficaz de las
costas, continuó fantaseando sobre el tema de las estructuras seudovivas que aún podían
crearse, y pedía una defensa aún mayor contra las horribles posibilidades imaginadas por
su plana mayor.
Entonces el capitoste informó a la E.B.C. que sus compañeros de dirección
consideraban que la reputación de su producto podría dañarse si continuaba asociado a
esa nueva ola de notoriedad y controversia que se había levantado en torno al doctor
Bocker, y propuso cancelar los compromisos existentes. Los directores de la E.B.C.
empezarón a tirarse de los pelos. Los jefes de propaganda, siguiendo los viejos métodos,
opinaron que cualquier clase de propaganda era siempre beneficiosa. El capitoste habló
de la dignidad y también del peligro que corría la venta del producto que ellos
patrocinaban al ir asociado a las teorías de Bocker, temiendo el efecto perjudicial que eso
podría tener en los grandes mercados. La E.B.C. paró el golpe haciendo observar que la
publicidad hecha había ligado para siempre los nombres de Bocker y del producto en el
pensamiento público. Nada se ganaría con dar marcha atrás; por tanto, consideraban que
la firma debía continuar adelante, haciendo lo posible por sacar el mayor valor al dinero
invertido.
El capitoste respondió que su firma había intentado contribuir seriamente a la
instrucción y a la seguridad pública organizando una expedición científica, no una vulgar
payasada. Por ejemplo, justamente la noche anterior uno de los propios cómicos de la
E.B.C. había sugerido que la seudovida podía explicar un misterio mucho tiempo latente
referente a su suegra, y si esas cosas iban a continuar sucediendo, etcétera. La E.B.C.
prometió que, en lo sucesivo, esas cosas no contaminarían la atmósfera, y señaló que si
no se daban las series programadas sobre la expedición Bocker después de las promesas
hechas, gran número de consumidores del producto pensarían, verosímilmente, que la
firma que encabezaba el capitoste que las había apadrinado no era digna de confianza...
Los miembros de la E.B.C. desplegaron una simpatía tremendamente cortés hacia
cualquier componente de nuestra expedición que tenían la suerte de encontrar.
Sin embargo, el teléfono continuaba aún trayendo sugerencias y suaves cambios de
política. Nosotros hicimos lo que nos pareción mejor. Escribimos sin parar, procurando
satisfacer a todas las partes. Fueron explosivas dos o tres conferencias precipitadas con
el propio doctor Bocker, que se pasó la mayor parte del tiempo amenazando con echarlo
todo a rodar porque la E.B.C., demasiado evidentemente, no le había puesto junto a un
micrófono para hablar en directo, sino que insistía en grabar cintas magnetofónicas.
Al fin estuvieron terminados los relatos. Estábamos demasiado cansados de ellos para
discurrir algunos más. Hicimos, pues, nuestro equipaje precipitadamente y nos
marchamos sin conmiseración hacia la paz y la soledad de Cornwall.
La primera cosa perceptible cuando nos acercamos a Rose Cottage fue una
innovación.
- ¡Cielos! - exclamé -. Tenemos algo perfectamente bueno dentro de casa. Si espero a
venir aquí a sentarme al aire libre, es porque muchos de tus sesudos amigos...
- Es un emparrado - me interrumpió Phyllis con frialdad.
Lo mire con más detenimiento. La arquitectura se salía de lo normal. Hasta una de las
paredes me produjo la impresión de que estaba un poco inclinada.
- ¿Para qué necesitamos un emparrado? - pregunté.
- Bueno, a uno de nosotros puede gustarnos trabajar ahí los días que sean muy
calurosos. Frena el viento y evita que vuelen los papeles.
- ¡Oh! - exclamé.
Con tono defensivo en la voz, añadió:
- Después de todo, cuando uno está enladrillando, tiene que construir algo.
¡Qué alivio estar de regreso! Era difícil, hallándose allí, creer que existía en el mundo
un lugar llamado La Escondida, y aún más difícil creer en tanques marinos y en
gigantescos celentéreos, falsos o no. A pesar de todo, no me consideraba capaz de
relajarme a gusto, de descansar como esperaba...
Durante la primera mañana, Phyllis sacó las cuartillas de su frecuentemente
abandonada novela y con aire desafiante las llevó al emparrado. Vagabundeé por los
alrededores, preguntándome por qué la sensación de paz que yo esperaba no flotaba
sobre mí. El mar continuaba azotando la costa como desde tiempo inmemorial. En
realidad, era difícil imaginar novedades tan morbosas como las que se habían deslizado
por las playas de La Escondida. Bocker aparecía, en el recuerdo, como un duendecillo
travieso en posesión de un poder de alucinación. Fuera de su espacio, el mundo era un
lugar espléndido, perfectamente ordenado. Al menos, así parecía por el momento; aunque
he de confesar que esta opinión no me duró mucho, sobre todo cuando, pocos días
después, dejando aparte mi juicio particular, eché sobre él una mirada más general.
El transporte aéreo nacional funcionaba ya, aunque cubriendo nada más que las
necesidades primordiales. Se había descubierto que dos enormes transportes aéreos
volando a todo motor podían realizar en menos tiempo el mismo servicio que los buques
de mercancía en un tiempo mayor; pero el coste era muy elevado, y a pesar del sistema
de racionamiento, el coste de la vida se había elevado ya en un doscientos por ciento
aproximadamente.
Reducido el comercio a lo esencial, se hallaban en sesión casi permanente media
docena de conferencias económicas. La sensación general era que se hacía necesario un
incremento en el impuesto de lujo. No había duda de que se estaba fraguando un rígido
reajuste de tarifas.
Aún se encontraban algunos barcos cuya tripulación estaba dispuesta a hacerse a la
mar; pero las compañías de seguros elevaron su prima de tal forma, que sólo podía
pagarse cuando las necesidades del transporte lo hacían indispensable.
Alguien, en alguna parte, se había dado cuenta, en un momento de inspiración, de que
por todo barco perdido se cobraba un buen seguro, y hubo en todo el mundo un frenético
deseo de fletar buques de todas clases y modelos. También hubo una propuesta de
construir transatlánticos en masa, pero se pensó que eso llevaría mucho tiempo.
En todos los países marítimos, los jóvenes trabajaban firmemente. Todas las semanas
se sacaban a la luz nuevos proyectos, algunos con bastante éxito para ponerlos en
práctica..., pero casi nunca llegaban a prosperar. Sin embargo, era indudable que algún
día los científicos encontrarían la respuesta a todo aquello... y siempre podía ser el día
siguiente.
Por lo que yo pude enterarme, la fe general en los científicos era ahora, en cierto modo,
superior a la de los científicos en sí mismos. Su fracaso como salvadores empezaba a
oprimirlos. Su principal dificultad no era tanto su infecundidad de invención como su falta
de información. Necesitaban más datos, y no podían obtenerlos. Uno de ellos me indicó:
- Si usted intenta hacer una trampa para cazar un fantasma, ¿cómo se las
compondría?... Sobre todo, si no tiene a mano un pequeño fantasma para practicar...
Estaban preparados para atrapar una brizna de paja..., lo cual podía ser muy bien la
razón de que solamente entre una sección desesperada de los científicos se hubiera
tomado muy en serio la teoría de Bocker sobre las formas seudobióticas.
En cuanto a los tanques marinos, los periódicos más decididos les dedicaron mucho
tiempo y espacio; de esta forma se convirtieron en noticias giratorias. Partes
seleccionadas de las películas de La Escondida se pasaron con nuestros relatos en la
E.B.C. A la B.B.C se le entregaron unas secuencias para que las diera en sus noticias. Se
trataba de una cortesía por nuestra parte. En realidad, la tendencia a considerar las cosas
en una extensión que estaba causando alarma me extrañó hasta que descubrí que, en
ciertos barrios, todo lo que entretenía la atención, apartándola de los quebraderos de
cabeza domésticos, se consideraba magnífico, y no había duda de que los tanques
marinos cumplían a la perfección este propósito.
Sin embargo, sus devastaciones se iban convirtiendo en asuntos muy serios. En el
corto plazo de tiempo que había transcurrido desde que nos marchamos de La
Escondida, tuvimos noticias de que habían sido invadidos diez u once lugares situados en
el área del Caribe, entre ellos una ciudad marítima de Puerto Rico. Solamente la rápida
actuación de los aviones de la base norteamericana de las Bermudas cortó un ataque
más al interior. Pero ésta fue una acción en corta escala comparada con lo que estaba
sucediendo en la otra parte del mundo. Informes, al parecer dignos de crédito, hablaban
de una serie de ataques realizados en la costa oriental del Japón. En Hokkaido y en
Honshu habían tenido lugar ataques ralizados por una docena o más de tanques marinos.
Más al sur, en la zona del mar de Banda, los informes eran confusos, pero,
evidentemente, relacionados con un considerable número de ataques en varias escalas.
Mindanao iba en cabeza al anunciar que cuatro o cinco de sus ciudades costeras
orientales habían sido atacadas simultáneamente, en una operación en la que debieron
de utilizarse por lo menos sesenta tanques marinos.
Para los habitantes de Indonesia y de las Filipinas, esparcidos por innumerables islas
situadas en alta mar, la perspectiva era muy diferente a la que hacían frente los británicos,
reunidos en su isla, con un somero mar del Norte, que no mostraba señales de
anormalidad a su espalda. Entre los isleños, los informes y los rumores se esparcían
como un reguero de pólvora, haciendo que todos los días miles de personas abandonaran
las costas y huyeran llenas de pánico tierra adentro. Algo parecido, aunque no a la misma
escala de pánico, sucedía, al parecer, en las Indias Occidentales.
Comencé a darme cuenta de un hecho que nunca había imaginado. Los informes
relataban la existencia de cientos, tal vez de miles de esos tanques marinos..., cifras que
indicaban no unos esporádicos ataques, sino una campaña ofensiva.
- Se les deben proporcionar defensas o dar al pueblo los medios para que se defienda
por sí mismo - dije -. No se puede asegurar la economía en un lugar donde todo el mundo
tiene miedo a permanecer cerca de la costa. Hay que hacer todo lo posible por el pueblo
que trabaja y vive allí.
- Nadie sabe en dónde atacarán la próxima vez, y hay que actuar sobre la marcha
cuando tal cosa ocurre - respondió Phyllis -. Eso significaría poner las armas en manos
del pueblo.
- Bien. Entonces, habrá que entregarle armas. ¡Caramba, no es función del Estado
privar a su pueblo de los medios de autoprotección!
- ¿No? - preguntó Phyllis, reflexiva.
- ¿Qué quieres indicar?
- ¿No has considerado como un hecho extraño que todos nuestros gobiernos, que no
se cansan en afirmar que gobiernan por la voluntad del pueblo, evitan el riesgo de poner
las armas en manos de sus súbditos? ¿No es casi un principio que a un pueblo no se le
puede consentir que se defienda por sí mismo, sino que se le debe obligar a defender a
su gobierno? El único pueblo conocido que goza de la confianza de su gobierno es el
suizo, y, por ser un país interior, no tiene nada que hacer en este asunto.
Estaba asombrado. La respuesta de mi mujer se hallaba fuera de lo normal. Phyllis me
daba la impresión de que también estaba cansada.
- ¿Qué te pasa, Phyllis?
Se encogió de hombros.
- Nada, excepto que a veces me siento fastidiada de tener que aguantar tantos
fingimientos y engaños, y admitir que las mentiras no son mentiras y la propaganda no es
propaganda. Procuraré apartarlo de mi mente otra vez... ¿No deseas algunas veces haber
nacido en la Era de la Razón, en lugar de en la Era de la Razón Aparente? Estoy segura
de que dejarán que esas horribles cosas maten a miles de personas antes de arriesgarse
a entregarles armas bastante poderosas para defenderse por sí mismas. Y expondrán
argumentos poderosísimos de por qué es mejor así. ¿Qué importan unos miles o unos
millones de seres? Las mujeres continuarán pariendo, dando hombres al mundo. Pero los
gobiernos son importantes... No se les debe poner en peligro.
- Cariño...
- Por supuesto, habrá indicios de que se tomarán medidas. Acaso se instalen pequeñas
guarniciones en lugares importantes, estratégicos. Los aviones estarán preparados para
acudir a la menor llamada..., y acudirán después que haya sucedido lo peor..., cuando los
hombres y las mujeres hayan sido atados, amontonados y echados a rodar por esas
horribles cosas, y las muchachas, cogidas por el pelo, hayan sido arrastradas por el suelo
como la pobre Muriel, y las personas hayan sido partidas en dos, como aquel hombre que
fue cogido por dos de ellos a la vez..., entonces los aviones llegarán, y las autoridades
declararán que lamentan haber llegado un poco tarde, pero que existen dificultades
técnicas en tomar medidas adecuadas. Ése es el modo corriente de actuar, ¿no?
- Pero, Phyllis, cariño...
- Sé, Mike, lo que vas a decirme, pero estoy asustada. Nadie hace en realidad nada.
No existe realización, ni un genuino intento de cambiar las fórmulas para enfrentarse con
ello. Los barcos navegan lejos de los mares profundos; Dios sabe cuántos de esos
tanques marinos estarán preparados para atacar, atrapar y llevarse a las personas. Nos
dicen, «¡Querido, querido! ¡Qué pérdida comercial!», y hablan, hablan, hablan, como si
todo fuera a terminarse con sólo hablar mucho. Cuando alguien como Bocker sugiere que
se debe hacer algo, lo echan por tierra y le tachan de sensacionalista... o de alarmista.
¿Cuántas personas consideran que deben morir antes de que deban hacer algo?
- Pero ellos están intentando, ya lo sabes, Phyllis...
- ¿Que lo están intentando? Creo que están contrapesando las cosas todo el tiempo.
¿Cuál es el coste mínimo a que puede conservarse el prestigio político en las actuales
condiciones? ¿Cuántas pérdidas de vida necesitará el pueblo antes que ellos lo
consideren un peligro? ¿Sería o no inteligente declarar la ley marcial? Etcétera, etcétera.
En lugar de admitir la existencia del peligro y actuar en consecuencia... ¡Oh, yo podría...!
Se calló de repente. Su expresión cambió.
- Lo siento, Mike. No debería haber expuesto teorías como éstas. Debo de estar
cansada, o algo por el estilo.
Y se alejó de mí con el decidido propósito de que no la siguiera.
Aquella explosión me perturbó de mala manera. Nunca la había visto en un estado
semejante desde hacía muchísimos años. Efectivamente, desde que murió nuestro bebé.
A la mañana siguiente no sucedió nada que me tranquilizara. Di la vuelta al cottage y
me la encontré sentada en aquel ridículo emparrado. Sus brazos estaban extendidos
sobre la mesa delante de ella; su cabeza descansaba sobre ellos, con los cabellos
desparramados encima de las desordenadas cuartillas de la novela. Estaba llorando
desesperadamente, firmemente.
Le levanté la barbilla y la besé.
- Cariño..., cariño..., ¿qué te...?
Me miró con las lágrimas aún corriendo por sus mejillas. Dijo, desconsolada:
- No puedo hacerlo. Me es imposible trabajar.
Miró desesperada a las cuartillas escritas. Me senté a su lado y le rodeé el busto con
mi brazo.
- No importa, querida. Ya lo harás...
- No, Mike. Cada vez que lo intento, otros pensamientos acuden en su lugar. Estoy
atemorizada.
La abracé con fuerza.
- No hay motivo alguno para que estés atemorizada, cariño.
Alzó los ojos hacia mí.
- ¿Tú no estás asustado? - me preguntó.
- Nos hacemos viejos - le respondí -. Hemos gastado demasiadas energías en escribir
nuestros relatos. Vámonos a la costa norte. Tal vez sea un buen día hoy para hacer esquí
náutico.
Se enjugó suavemente los ojos.
- Muy bien - respondió, con una mansedumbre desacostumbrada.
Realmente necesitábamos relajarnos para conseguir que desapareciera el temor
concentrado en nosotros. Así, pues, descansamos completamente durante seis semanas.
No escribimos ningún relato, no atendimos al teléfono, no pusimos la radio, no hicimos
caso de la novela.
Claro está que estas seis semanas me habían convertido en un adicto a esta vida y
hubiera continuado con ella muchas semanas más si el azar no me hubiera conducido
una tarde a las seis a una pequeña taberna.
Cuando me hallaba sentado a la barra tomando mi segunda caña de cerveza, el
tabernero puso la radio para oír el boletín de noticias. Toda la torre de marfil que yo había
levantado con tanto cariño se vino abajo a las primeras frases. La voz del locutor decía:
- «Aún no conocemos todos los detalles de la acción de esos desconocidos en el
distrito Oviedo - Santander, y las autoridades españolas creen que nunca podrán
conocerse definitivamente. Los medios oficiales admiten que el cálculo de tres mil
doscientos accidentes, incluyendo hombres, mujeres y niños, hay que tomarlo con
reserva, pues acaso sea un quince o un veinte por ciento inferior a la cifra actual.
»Hoy, en el Parlamento, el jefe de la oposición, tras expresar el sentimiento de simpatía
por su partido hacia el pueblo español, corroborando las palabras del primer ministro,
señaló que los accidentes en esta tercera serie de ataques, el realizado contra Gijón,
hubiera sido considerablemente más grave si el pueblo no hubiera realizado la defensa
por sus propias manos. El pueblo, dijo, estaba autorizado para defenderse. Fue excelente
decisión del gobierno proveerle de armas. Si un gobierno descuida tal deber, nadie puede
condenar a un pueblo por dar los pasos necesarios para llevar a cabo su propia
protección. Sería mucho mejor estar preparado con una fuerza organizada.
»El primer ministro replicó que la naturaleza de los pasos que se dieran, si fuera
necesario, estaría dictada por la emergencia, si alguna surgiera. Continuó diciendo que
aquéllas eran aguas profundas. En cambio, era un consuelo considerar que las Islas
Británicas se hallaban situadas en aguas poco profundas».
El tabernero se acercó a la radio y la apagó.
- ¡Caramba! - exclamó -. Se estomaga uno. Siempre el mismo tema sangriento. Le
tratan a uno como si fuera un conjunto de muchachos sanguinarios. Lo mismo que
durante la guerra. Los guardias vigilando, a la caza de los terribles paracaidistas, y todos
con el espíritu sanguinario a cuestas. Como alguien dijo: «Pero ¿qué clase de pueblo
sanguinario creen ellos que somos?».
Le ofrecí una copa, diciéndole que hacía muchos días que no oía ninguna noticia, y le
pregunté qué pasaba. Dejando a un lado su monotonía adjetiva, y completando la
información con lo que pude enterarme más tarde, resumiré lo que me dijo: Durante las
pasadas semanas, los ataques se habían extendido más allá de los trópicos. En Bunbury,
a unos doscientos kilómetros aproximadamente de Fremantle, en Australia Occidental, un
contingente de cincuenta o más tanques marinos habían desembarcado e invadido la
ciudad antes que se diera ninguna señal de alarma. Unas cuantas noches después, La
Serena, en Chile, fue tomada igualmente por sorpresa. Al mismo tiempo, en el área de
Centroamérica, los tanques habían cesado de ser dirigidos hacia las islas, y había habido
un número de incursiones, grandes y pequeñas, contra las costas del golfo de México y
del Pacífico. En el Atlántico, las islas de Cabo Verde habían sido atacadas repetidamente,
y la acción se había extendido hacia el norte, hacia las islas Canarias y de Madeira. Se
habían llevado a cabo algunos asaltos en pequeña escala, también contra la costa
africana.
Europa permanecía como espectador interesado. En opinión de sus habitantes, su
base de estabilidad es firme. Los huracanes, las tempestades, los terremotos, etc., son
extravagancias excelentemente dirigidas para que sucedan en las partes más exóticas y
menos sensibles de la Tierra; todos los daños europeos importantes fueron causados,
tradicionalmente, por el propio hombre en periódicos accesos de locura. Por eso, no se
esperaba en serio que el peligro se acercara más acá de la isla de Madeira... o, acaso, de
Rabat o Casablanca.
Por consiguiente, cuando, cinco noches antes, los tanques marinos se arrastraron por
el fango, cruzaron la playa y subieron hasta Santander, no se encontraron solamente con
una ciudad desprevenida, sino también carente de toda clase de información sobre ellos.
Alguien telefoneó a la guarnición del cuartel que submarinos desconocidos estaban
invadiendo el puerto; alguien también llevó la noticia de que los submarinos estaban
desembarcando tanques, y alguien más contradijo la anterior información asegurando que
los propios submarinos eran anfibios. Puesto que algo era cierto, aunque oscuro y
extraño, los soldados salieron a investigar.
Los tanques marinos continuaban su marcha lentamente. Los soldados, cuando
llegaron, se vieron forzados a abrirse camino por entre masas de habitantes en oración.
En varias calles, las patrullas llegaron a una decisión similar: si se trataba de una invasión
extranjera, su deber era rechazarla; si se trataba de algo diabólico, la misma acción,
aunque carente de efectividad, los pondría al lado de Dios. Abrieron, pues, fuego.
Después de eso, todo se había convertido en un caos de ataques, contraataques,
partidismo, incompresión y exorcismo, en medio de lo cual los tanques marinos se
situaron para exudar sus celentéreos revolucionarios. Sólo cuando se hizo de día y los
tanques marinos se habían retirado, fue posible salir de la confusión; pero para entonces
habían desaparecido dos mil personas aproximadamente.
- ¿Cómo es posible que desaparecieran tantas? ¿Es que todo el pueblo se había
echado a la calle a rezar? - pregunté.
El tabernero me contestó que, según las noticias propagadas por los periódicos, el
pueblo no se dio cuenta de lo que estaba pasando. Como no había leído nada ni estaba
interesado por lo que ocurría en el mundo exterior, no tuvo idea de lo que iba a suceder
hasta que el primer celentéreo lanzó sus pelitos. Entonces cundió el pánico. Los más
afortunados echaron a correr; los otros se refugiaron a la velocidad del rayo en las casas
más cercanas.
- Debían de haberse hallado completamente a salvo allí - dije.
Pero, al parecer, yo estaba anticuado. Desde que los vimos en La Escondida, los
tanques marinos habían aprendido algunas cosas; entre ellas, que si el piso bajo de un
edificio se destruye, el resto se viene abajo, y una vez que los celentéreos han provocado
el pánico en esas casas, comienza la demolición. El pueblo metido en los edificios tenía
que elegir entre dejar que la casa se hundiera con ellos o salir precipitadamente de ellas
para salvarse.
A la noche siguiente, vigilantes de varios pueblecitos y aldeas del oeste de Santander
descubrieron marcas de tanques marinos dirigiéndose hacia tierra. Hubo tiempo de
levantar a los habitantes y hacer que huyeran. Una unidad de las fuerzas aéreas
españolas estaba preparada, y entró en acción con focos y cañones. En San Vicente
volaron media docena de tanques marinos en su primer ataque, y se rechazó el resto. Los
defensores consiguieron apoderarse del último de ellos cuando le faltaba pocos
centímetros para sumergirse. En los otros lugares donde desembarcaron, las defensas se
comportaron casi del mismo modo. No fueron soltados más de tres o cuatro celentéreos
en total, y sólo una docena, aproximadamente, de pueblerinos fue apresada por ellos. Se
estimaba que unos cincuenta tanques marinos habían tomado parte en la acción, de los
cuales sólo habían vuelto a las profundidades del mar cuatro o cinco. Era una magnífica
victoria, y el vino corrió en abundancia para celebrarla.
A la noche siguiente, hubo vigilantes a lo largo de toda la costa, preparados para dar la
voz de alarma en cuanto la primera joroba oscura hiciera su aparición fuera del agua.
Pero durante toda la noche las olas acariciaron suavemente las playas, sin que nada
interrumpiera ni rompiera su monótona placidez. A la mañana siguiente se vio claro que
los tanques marinos, o quienes los dirigieran, habían aprendido una dolorosa lección. Los
pocos que sobrevivieron al ataque estaban, por lo visto, dispuestos a invadir lugares
menos alertados.
Durante el día amainó el viento. Por la tarde se levantó niebla, que por la noche
espesó, impidiendo toda visibilidad a pocos metros de distancia. En alguna parte,
aproximadamente a las diez y media de la noche, los tanques marinos, comenzaron a
surgir pausadamente de las tranquilas aguas de Gijón, sin un solo ruido que revelara su
presencia hasta que sus barrigas metálicas empezaron a arrastrarse cuesta arriba. Los
pocos barcos que estaban anclados todavía en el muelle fueron apartados a un lado o
aplastados por el avance de los tanques marinos. Fue el crujido del maderamen lo que
sacó a los hombres de las posadas situadas a orillas del mar para investigar.
Con la niebla podían ver poco. El primer tanque marino debió de enviar pompas de
celentéreos por los aires antes que los hombres se dieran cuenta realmente de lo que
estaba sucediendo, porque ahora todo eran gritos, aullidos y confusión. Los tanques
marinos avanzaban lentamente a través de la niebla, crujiendo y chirriando por las
estrechas calles, mientras que detrás de ellos continuaban saliendo del agua muchos
más. El muelle se vio invadido por el pánico. La gente huía corriendo de un tanque para
tropezar con otro. Sin esperar a nada, unos pelitos en forma de látigo fustigaron en la
niebla, encontrando sus víctimas y empezando a contraerse. Un poco después hubo un
pesado chapoteo mientras rodaban con sus fardos por el malecón, en su retirada hacia el
agua.
La alarma, corriendo ciudad arriba, llegó a la comisaría. El oficial de servicio dio por
teléfono la señal de alerta. Escuchó y, luego, colgó el auricular lentamente.
- Nos prepararemos - dijo -, aunque no creo que podamos hacer nada.
Dio orden de sacar los fusiles y de que se entregaran a todo hombre capaz de
manejarlo.
- No conseguiremos nada, pero puede haber suerte. Vigilen atentamente, y si
encuentran un punto vital, informen en seguida.
Despachó a los hombres con poca esperanza de que pudieran ofrecer algo más que
una escasa resistencia. Oyó ruido de disparos. De pronto hubo una explosión que hizo
temblar los cristales de las ventanas; luego, otra. Sonó el teléfono. Una voz nerviosa
explicó que un grupo de trabajadores portuarios estaba arrojando cartuchos de dinamita y
de gelignita debajo de los tanques marinos que avanzaban. Otra explosión conmovió de
nuevo las ventanas. El oficial actuó deprisa.
- Perfectamente. Busquen al jefe. Autorícele de mi parte. Procure que sus hombres
despejen a la gente - ordenó.
Esta vez no fue muy sencillo intimidar a los tanques marinos, siendo difícil obtener
datos e informes. Se estimó que el número de los destruidos oscilaba entre treinta y
setenta, hallándose el número de los que intervinieron entre cincuenta y ciento cincuenta.
Según estas cifras, la fuerza tuvo que ser considerable, y la presión cesó únicamente un
par de horas antes de amanecer.
Cuando salió el sol para disipar lo que quedaba de niebla, alumbró una ciudad mutilada
en parte y completamente cubierta de sustancia viscosa; pero también una población que
sentía, a pesar de algunos centenares de víctimas, que había ganado honores en la
batalla.
El informe, como yo lo obtenía del tabernero, era breve; pero incluía los puntos
principales. Terminó con esta advertencia:
- Reconocen que hubo más de un centenar de esas malditas cosas destruidas en las
dos noches. Además, están también todas esas que invadieron otros lugares... Por lo
menos, debe de haberse destruido un millar de esos bastardos que surgen del fondo del
mar. Yo digo que, en algún momento, se les podrá dar un buen escarmiento. Pero no.
«No existe motivo de alarma», dice el condenado gobierno. ¡Hum! Continuará no
habiendo causa para alarmarse hasta que unos cuantos centenares de infelices diablos,
en alguna parte de estas islas, desaparezcan a manos de esas condenadas babosas.
Entonces, todo serán órdenes de emergencia y de condenado pánico. Ya lo vera.
- El golfo de Vizcaya es muy profundo - señalé -. Mucho más profundo que todo el agua
que tenemos a nuestro alrededor.
- ¿Y qué? - preguntó el tabernero.
Cuando volví a pensar en esta pregunta, me di cuenta de que era excelente. Las
verdaderas fuentes de perturbación se hallaban, sin duda alguna, en las más grandes
profundidades, y las primeras invasiones de la superficie terrestre tuvieron lugar cerca de
esas grandes Profundidades. Pero no existía ningún fundamento para asegurar que los
tanques marinos debían operar siempre cerca de una Profundidad. En realidad, desde un
punto de vista puramente mecánico, escalar una pendiente ligeramente inclinada seria
para ellos más fácil que una escarpada... ¿no? También existía el punto de que cuanto
más profundo estuvieran, menos energía tendrían para dirigir su peso. De nuevo surgía el
hecho de que nosotros sabíamos demasiado poco de ellos para hacer profecías que
tuvieran algún valor. El tabernero, como cualquier otra persona, tenía seguramente razón.
Así se lo confesé, y bebimos con la esperanza de que no la tuviera. Me detuve en la
ciudad para mandar un telegrama a Phyllis, que había ido a Londres por unos días, y
regresé a casa para empaquetar mis cosas. A la manaña siguiente, me trasladé a la
capital.
Para ocupar el viaje enterándome de lo que pasaba por el mundo, compré una
colección de periódicos y revistas. El urgente tópico en la mayoría de los diarios era
«preparación de la costa...». Las izquierdas pedían que se fortificara completamente la
costa atlántica; las derechas rechazaban las oleadas de pánico hablando de fantasías.
Aparte de eso, la perspectiva no había cambiado mucho. Los científicos no habían
inventado aún una panacea (aunque el acostumbrado nuevo proyecto estaba a punto de
probarse); los barcos mercantes aún obstruían los puertos; en las fábricas de aviones
trabajaban tres turnos y amenazaban con ir a la huelga, y el Partido Comunista declaraba
que cada nuevo avión era un paso hacia la guerra.
Míster Malenkov, entrevistado por telegrama, había dicho que aunque el intensificado
programa de construcción de aviones en Occidente no era más que una parte de un plan
fascista - burgués de los fabricantes de armamentos, eso no engañaba a nadie; así, pues,
era tan grande la oposición del pueblo ruso a cualquier idea de guerra, que la producción
de aviones en la Unión Soviética para la Defensa de la Paz se había triplicado. En
realidad, estaban tan resueltamente determinados los pueblos de las democracias libres a
conservar la paz, a pesar de la nueva amenaza imperialista, que la guerra no era
inevitable..., aunque existía la posibilidad de que, hartos de la prolongada provocación, la
paciencia de los pueblos soviéticos se agotase.
Lo primero que advertí cuando entré en mi piso fue un gran número de cartas sobre el
felpudo, y un telegrama, seguramente el mío, entre ellas. Tuve la sensación de que la
casa estaba completamente abandonada.
En el dormitorio encontré señales de haberse hecho las maletas precipitadamente; en
el fregadero de la cocina encontré algunas piezas de vajilla sin fregar. Miré en el libro
diario, pero el último asiento databa de hacía tres meses y decía simplemente: «Costillas
de cordero».
Llamé por teléfono. Fue agradable oír la voz de Freddy Whittier celebrando que yo
estuviera en circulación de nuevo.
Tras los saludos, dije:
- Escucha: he estado tan completamente incomunicado que me parece haber perdido a
mi esposa. ¿Puedes tú darme una idea...?
- ¿De haber perdido tu qué? - preguntó Freddy con tono de voz asustado.
- Mi esposa..., Phyllis - repetí.
- ¡Oh! Creí que habías dicho «tu vida». ¡Oh!, ella está bien. Se marchó con Bocker
hace un par de días - le anunció jovial.
- Esa no es forma de dar noticias - le dije -. ¿Qué quieres decir con que «se marchó
con Bocker»?
- Pues que se fue a España - me contestó -. Están metidos en un batiscafo o algo por
el estilo. En realidad, estoy esperando un mensaje de ella en cualquier momento.
- Así, pues, ¿me está pisando el trabajo?
- Lo está preparando para ti... Es a otra persona a quien le gustaría pisártelo. Es
estupendo que hayas regresado.
El piso estaba triste. Me sentí decaído. Así, pues, me fui al Club, en donde pasé toda la
tarde.
El timbre del teléfono situado a la cabecera de mi cama me despertó. Encendí la luz.
Eran las cinco.
- ¿Diga? - pregunté al teléfono. Era Freddy.
Mi corazón dio un salto al reconocer su voz a tal hora.
- ¿Mike? - preguntó a su vez -. Bien. Ponte el sombrero y coge el magnetófono. Un
coche se dirige a tu casa para recogerte.
Mi cabeza aún no recogía bien.
- ¿Un coche? - repetí -. ¿Acaso Phyl...?
- ¿Phyl?... ¡Oh, no! Tu mujer está bien. Su mensaje llegó anoche a las nueve. Según
mis instrucciones, la respuesta incluía tus cariños hacia ella. Ahora date prisa, viejo. El
coche estará en la puerta de tu casa dentro de unos instantes.
- Pero escucha... Aquí no tengo magnetófono. Debe de habérselo llevado Phyl.
- ¡Demonios!... Bueno, intentaré llevarte uno al avión, a tiempo.
- ¿Al avión? - pregunté.
Pero había sido cortada la comunicacion.
Me tiré de la cama y empecé a vestirme. Antes que terminara sonó el timbre de la
puerta. Era uno de los chóferes de la E.B.C. Le pregunté qué demonios pasaba; pero todo
cuanto él sabía era que en Northolt me estaba esperando un trabajo especial. Busqué mi
pasaporte y nos fuimos.
Resultó que no necesitaba el pasaporte. Lo averigüé cuando me reuní con una
pequeña sección legañosa de Fleet Street, que estaba reunida en la sala de espera
tomando café. También se hallaba allí Bob Humbleby.
- ¡Ah! El otro hablador mundial - dijo alguien -. Pensé que conocía a mi Watson.
- ¿Qué pasa? - inquirí -. Me han sacado, aprisa y corriendo, de una caliente aunque
solitaria cama; me han traído a gran velocidad en el coche... Sí, gracias. Un trago de eso
hace revivir a cualquiera.
El samaritano me miro.
- ¿Quieres decir con eso que no has oído nada? - me preguntó.
- ¿Oído?... ¿Qué?
- Invasión. Lugar llamado Buncarragh, Donegal - me contestó telegráficamente -. Y, en
mi opinión, muy adecuado también. Deben de sentirse realmente en casa entre los
trasgos y los duendes. Pero no me cabe duda de que los nativos nos vendrán diciendo
después, que es otra injusticia que el primer lugar de Inglaterra visitado por ellos haya
sido Irlanda, y tendrán razón.
En verdad era muy extraño encontrar ese mismo olor desagradable a pescado en una
aldea irlandesa. La Escondida era, en sí misma, exótica e inverosímil; pero que la misma
cosa sucediera entre estos apacibles verdores y azules nublados; que los tanques
marinos hubieran invadido este grupo de pequeños cottages grises y extendido aquí sus
tentáculos, parecía totalmente absurdo.
Sin embargo, allí estaban las piedras hundidas del pequeño malecón, las muescas en
la playa junto a la muralla del puerto, los cuatro cottages demolidos, las espantadas
mujeres que habían presenciado cómo enredaban a sus hombres en las mallas de los
pelitos, y, sobre todo, la misma profusión de sustancia viscosa por todas partes, y el
mismo olor.
Según dijeron habían estado allí seis tanques marinos. Una pronta llamada telefónica
hizo venir a un par de «combatientes» a toda velocidad. Los aviones destruyeron tres,
sumergiéndose el resto en el agua..., aunque no antes que los precediera media
población de la aldea, envuelta en sus fuertes tentáculos.
A la mañana siguiente hubo un ataque más al sur, en Galway Bay.
En el momento de regresar a Londres ya había empezado la campaña. Este no es
lugar para hacer un detallado examen de ella. Aún deben existir copias del informe oficial,
y su exactitud será más provechosa que mis embrollados recuerdos.
Phyllis y Bocker regresaron también de España, y ella y yo nos pusimos a trabajar.
Desde luego, en una línea de trabajo en cierto modo diferente, porque las noticias diarias
de los ataques de los tanques marinos las proporcionaban ahora las agencias y los
corresponsales locales. Nos convertimos en una especie de agentes de la E.B.C. que
coordinaban el trabajo de la emisora con el de las Fuerzas Armadas y también con
Bocker...; al menos, eso era lo que nosotros hacíamos: decir a los oyentes lo que
podíamos acerca de lo que ellos estaban haciendo.
Y era mucho. La República de Irlanda había suspendido, por el momento, el pasado
para pedir prestado gran número de minas, bazucas y morteros, y luego accedió a
aceptar también el envío de un contingente de especialistas en el manejo de dichas
armas. A todo lo largo de la costa occidental y meridional de Irlanda, escuadrillas de
hombres colocaron campos de minas más arriba de la línea de la marea, donde no
existían acantilados protectores. En los pueblos costeros, permanecían toda la noche de
vigilancia piquetes con armas lanzadoras de bombas. En otros lugares, los aviones
esperaban una llamada, así como los jeeps y carros blindados.
En el sudoeste de Inglaterra y en las más dificultosas costas occidentales de Escocia
se tomaron precauciones similares.
Pero eso no detuvo en absoluto a los tanques marinos. Noche tras noche, en la costa
irlandesa, en la costa británica, a lo largo del golfo de Vizcaya y de la costa portuguesa,
realizaban ataques en grande o pequeña escala. No obstante, habían perdido su arma
más potente: la sorpresa. Normalmente, los que iban delante daban la voz de alarma al
ser volados por los campos de minas; en ese momento en que se abría una brecha,
entraban en acción las defensas y la población se ponía a salvo. Los tanques marinos que
conseguían penetrar hacían algún daño, pero encontraban poca presa, y sus pérdidas
eran frecuentemente de un ciento por ciento.
En el Atlántico, la pérdida mayor estaba casi reducida al golfo de México. Los ataques
a la costa oriental eran efectivamente tan desmoralizadores que se realizaron pocos al
norte de Charleston: en la parte del Pacífico hubo algunos más arriba de San Diego. En
general, fueron las dos Indias, las Filipinas y el Japón quienes continuaron sufriendo más;
pero también allí estaban aprendiendo a infligir enormes pérdidas a cambio de ganancias
escasas.
Bocker empleó mucho tiempo moviéndose de acá para allá, con el fin de convencer a
las autoridades para que incluyeran trampas entre las defensas. Tuvo poco éxito. Ningún
lugar experimentaba deseos de contemplar en sus playas la perspectiva de un tanque
marino apresado, capaz de arrojar celentéreos por tiempo ignorado; además, Bocker ni
siquiera tenía ideas exactas sobre la colocación de las trampas, aparte de la construcción
de gran cantidad de ellas en bases ocultas o eficaces.
Se colocaron unos cuantos cepos, pero ninguno apresó nada. Ni siquiera el más
esperanzador proyecto de conservar cualquier tanque marino inutilizado o atascado para
su examen resultó mejor. En algunos lugares, los defensores fueron convencidos de que
los rodearan con una valla de alambre en lugar de volarlos; pero ésa fue la parte más fácil
del problema. Quedó sin resolver lo que se haría a continuación. Cualquier intento de
barrenarlos producía invariablemente una expulsión de chorros de sustancia viscosa. Con
frecuencia lo hacían antes que se intentara. Bocker sostenía que era el efecto de estar
expuestos a los rayos ardientes del sol. Así, pues, nadie podía decir aún que conocía más
de su naturaleza que cuando los vimos por primera vez en La Escondida.
Fueron los irlandeses quienes soportaron casi el peso total de los ataques en el norte
de Europa, ataques que eran dirigidos, según Bocker, desde una base situada en alguna
parte de la profundidad menor, al sur de Rockall. Desarrollaron tan rápidamente una
habilidad con respecto a las cosas, que producía un puntillo de deshonor si alguien
intentaba huir. Escocia sufrió solamente unas cuantas visitas menores en las islas
exteriores, con apenas víctimas. Los únicos ataques a Inglaterra tuvieron lugar en
Cornwall y, en su mayoría, no tuvieron tampoco gran importancia... La única excepción
fue una incursión al puerto de Falmouth, donde unos cuantos tanques marinos
consiguieron avanzar con éxito más allá de la línea límite de la marea antes que fueran
destruidos, aunque un número mucho mayor, según aseguraron, fue destruido por las
cargas de profundidad antes que alcanzaran la costa.
Sólo unos cuantos días después de los ataques a Falmouth cesaron las incursiones.
Cesaron casi repentinamente, y en lo que se refiere a la masa de tierra más ancha,
completamente.
Una semana después ya no hubo duda de que alguien había insinuado al Bajo Mando
que suspendiese la campaña. Las costas continentales estaban fortificadas como
inexpugnables fortalezas, y el intento había fracasado. Los tanques marinos se dirigían a
lugares menos peligrosos; pero el tanto por ciento de sus pérdidas continuaba siendo muy
elevado, disminuyendo el número de los que regresaban a su base.
Quince días después de la última excursión se proclamó el fin del estado de
emergencia. Algunos días después Bocker hizo por radio sus comentarios sobre la
situación.
- Algunos de nosotros - dijo -, algunos de nosotros, aunque no los más juiciosos, han
celebrado recientemente una victoria.
»A ellos sugiero que cuando el fuego del caníbal no está lo suficientemente encendido
para que hierva el pote, la comida que se realiza puede producir cierta satisfacción; pero,
en el sentido de la frase generalmente aceptada, él no ha conseguido una victoria. En
efecto, si él no hace algo antes que el caníbal tenga tiempo de encender un fuego mejor y
mayor, no conseguirá mejor resultado... Por consiguiente, analicemos esta victoria.
Nosotros, pueblo marítimo cuya potencia se debe a los barcos que se dirigían a los
rincones más apartados del orbe, hemos perdido el dominio de los mares. Hemos sido
arrojados a patadas de un elemento que siempre consideramos de nuestra propiedad.
Nuestros barcos solamente se hallan seguros en aguas costeras y en mares poco
profundos..., ¿y quién puede decir cuánto tiempo tolerarán aún que permanezcan allí?
Nos hemos visto forzados a un bloqueo, más efectivo que cualquier experiencia guerrera;
a depender de los transportes aéreos para conseguir los alimentos indispensables para
subsistir. Ni siquiera los científicos, que están intentando estudiar los orígenes de
nuestros males, han podido fletar barcos para hacer su trabajo. ¿Es esto una victoria?...
Nadie puede decir con certeza cuál puede ser el eventual próposito de estos ataques a
las costas. Han estado echándonos las redes, al igual que nosotros las echamos para
coger el pescado, aunque la cosa sea difícil de comprender. En el mar hay muchas cosas
que coger, y más baratas que en tierra. Ahora bien: puede tratarse de un intento de
conquistar la Tierra..., un intento ineficaz y mal informado; pero, a pesar de todo, casi con
más éxito que nuestro intento por alcanzar las profundidades... Si fuera así, entonces sus
instigadores están ahora mejor informados sobre nosotros, y, por consiguiente, son más
peligrosos en potencia. Seguramente, no lo intentarán de nuevo con las mismas armas,
pero no veo la forma de hacer algo para evitar que lo intenten de otro modo con armas
diferentes. Por consiguiente, la necesidad que nosotros experimentamos de encontrar una
fórmula con que podamos hacerles frente y vencerlos nos obliga a no aminorar nuestros
esfuerzos, sino a intensificarlos.
Hizo una pausa y continuó:
- Ha de recordarse que, cuando observamos por primera vez la actividad en las
profundidades, indiqué que deberían hacerse todos los esfuerzos posibles para establecer
un entendimiento con ellos. No se intentó esto, y es muy probable que nunca exista ya la
posibilidad de hacerlo; pero no hay duda de que la situación que yo esperaba que
nosotros evitáramos existe actualmente... y es necesario que se proceda a resolverla. Dos
formas inteligentes de vida han encontrado intolerable la existencia mutua. He llegado a
creer ahora que no tendría éxito ningún intento de acercamiento: cuanto más igualados
estén los contrincantes, más dura será la lucha. La inteligencia es el arma más poderosa;
cualquier forma inteligente de dominar, y, por consiguiente, de sobrevivir, se consigue por
su inteligencia. Una forma de inteligencia rival debe, para su existencia, amenazar con
dominar y, por tanto, amenazar con la extinción... Las observaciones me han convencido
de que mi primer punto de vista era lamentablemente antropomórfico; ahora digo que
debemos atacar tan cautamente como nos sea posible, encontrar los medios para ello, y
con la decidida intención de exterminación completa. Estas cosas, sean las que fueren, no
han tenido solamente un éxito completo en arrojarnos con facilidad de nuestro elemento,
sino que han avanzado ya para darnos la batalla en nuestro propio campo. Por el
momento, hemos podido rechazarlos; pero volverán, porque a ellos les urge el mismo
impulso que a nosotros: la necesidad de exterminar o de ser exterminados. Y cuando
vuelvan de nuevo, si los dejamos, vendrán mejor pertrechados... Tal estado del asunto,
vuelvo a repetirlo, no es una victoria...
A la mañana siguiente corrí a ver a Pendell de Adio - Assessment. Me dirigió una
mirada sombría.
- Lo intentamos - dije, defendiéndome -. Lo intentamos activamente, pero no pude
evitarlo.
- La próxima vez que le vea usted dígale lo que pienso de él, ¿quiere? - sugirió Pendell
-. No es que a mí me importe un comino que tenga razón... Es que nunca conocí a un
hombre con tal suerte para tener razón en un tiempo en que todo sale mal y todo parece
equivocado. Cuando su nombre aparezca en nuestros programas otra vez, si es que
aparece, habrá de tener mucho cuidado con lo que dice. Un consejo de amigo: dígale que
empiece a cultivar a la B.B.C.
Como esperábamos, Phyllis y yo nos reunimos aquel mismo día con Bocker para
almorzar. Inevitablemente, quiso enterarse de las reacciones a su locución radiada. Con
toda amabilidad, le proporcioné los primeros informes. El asintió con la cabeza.
- La mayoría de los periódicos siguen el mismo derrotero - dijo -. ¿Por qué he de estar
condenado a vivir en una democracia donde el voto de cada loco es igual ál de un hombre
sensato? Si toda la energía que ponen en emitir votos se dedicase a realizar trabajo útil,
¡qué gran nación seríamos! Así como así, tres periódicos nacionales, por lo menos,
solicitan que se supriman «los millones de impuestos para investigación» con el fin de que
el contribuyente pueda comprarse un paquete de cigarrillos más todas las semanas, lo
cual quiere decir más espacios en los cargos desperdiciados en tabaco, lo cual quiere
decir también más beneficio en tasa, el cual gastará el gobierno en algo diferente a
investigación... y los barcos continuarán enmoheciéndose en los puertos. No hay sentido
común en eso. Esta es la mayor emergencia que hemos tenido.
- Pero hay que reconocer que esas cosas de las profundidades han recibido un buen
golpe - señaló Phyllis.
- Nosotros tenemos por tradición recibir golpes muy fuertes, pero al final ganamos las
guerras - replicó Bocker.
- Exactamente - dijo Phyllis -. Nos han dado una paliza en el mar; pero, al final, nos
recuperaremos.
Bocker gruñó y giró los ojos.
- La lógica... - empezó a decir.
Pero yo le interrumpí:
- Habla usted como si creyese que, ahora, son más inteligentes que nosotros, ¿no es
así?
Arrugó el ceño.
- No veo la forma en que puede contestarse a eso. Mi impresión, como dije antes, es
que ellos piensan de modo diferente..., siguiendo derroteros diferentes a los nuestros. Si
es así, sería imposible toda confrontación, y descaminado cualquier ataque a ellos.
- ¿Cree usted en serio que lo intentarán de nuevo? Quiero decir que ¿no era solamente
propaganda quitar interés a la protección de los barcos que hundían?
- ¿Produce esa impresión?
- No, pero...
- Efectivamente, quise decir eso - dijo -. Consideremos sus alternativas: o
permanecerán en el fondo de los mares esperando que encontremos un medio para
destruirlos, o se lanzarán contra nosotros. ¡Oh, sí! A menos que nosotros encontremos
muy pronto un medio, no tardarán en estar aquí otra vez... de algún modo.
FASE 3
Aun cuando Bocker lo ignoraba cuando dio su opinión, el nuevo método de ataque ya
había empezado, pero tardó seis meses en que se hiciera evidente.
Los navíos oceánicos habían evitado sus rutas acostumbradas, lo cual levantaría un
anticipado comentario general; pero con los cruceros transatlánticos realizados solamente
por el aire, los informes de los pilotos sobre extendidas y desacostumbradamente densas
nieblas en el Atlántico occidental eran registrados simplemente. También, con el
incremento de los vuelos, Gander descendió en importancia, así que sus declaraciones
frecuentemente confusas producían poca inconveniencia.
Examinando informes de esa época a la luz de conocimientos posteriores, descubrí
que también hubo referencias en el mismo período de tiempo sobre nieblas
desacostumbradamente extendidas en el noroeste del Pacífico. Las condiciones
atmosféricas fueron igualmente malas al norte de la isla japonesa de Hokkaido, y, según
me dijo, aún peores en las Kuriles, más al norte. Pero puesto que hacía algún tiempo que
los barcos evitaban cruzar las profundidades por esos lugares, la información era escasa,
y muy pocos se interesaron por ello. Tampoco atrajo la atención pública las condiciones
anormalmente nubosas en la costa sudamericana, al norte de Montevideo.
En Inglaterra se observó frecuentemente una molesta neblina durante el verano, pero
con resignación más que con sorpresa.
La niebla, en efecto, apenas la tomó en cuenta la amplia conciencia mundial hasta que
los rusos la mencionaron. Una nota de Moscú proclamó la existencia de un área de densa
niebla que tenía su centro en los ciento treinta grados de longitud este del meridiano de
Greenwich, en el paralelo ochenta y cinco aproximadamente. Los científicos soviéticos,
tras algunas investigaciones, declararon que nada parecido se había registrado
anteriormente, ni era posible comprender cómo las conocidas condiciones atmosféricas
de estos lugares podían generar tal estado, que se mantenía virtualmente invariable tres
meses después de haberse observado por primera vez. El gobierno soviético había
señalado en diferentes ocasiones anteriores que las actividadcs septentrionales de los
mercenarios a sueldo de los fabricantes de armamentos capitalistas podía constituir muy
bien una amenaza para la paz.
Los derechos territoriales de la U.R.S.S. en esa área del océano Ártico, situada entre
los treinta y dos grados de longitud oeste del meridiano de Greenwich, estaban
reconocidos por la ley internacional. Cualquier incursión no autorizada en esa área
constituía una agresión. El gobierno soviético, por consiguiente, se consideraba en
libertad de llevar a cabo cualquier acción necesaria para preservar la paz en dicha región.
La nota, enviada simultáneamente a varios paises, recibió una rapidísima y franca
contestación de Washington.
Los pueblos occidentales, observó el Departamento de Estado, se interesaban
extraordinariamente por la nota soviética. No obstante, como ellos, actualmente, poseían
considerable experiencia sobre esta técnica de la propaganda, que había sido llamada el
tuo quoque prenatal, eran capaces de reconocer sus derivaciones. El gobierno de los
Estados Unidos conocía perfectamente las divisiones territoriales en el Ártico..., y por
supuesto, el gobierno soviético recordaría, en interés por la exactitud, que el segmento
mencionado en la nota era solamente aproximado, siendo exactos los datos siguientes:
treinta y dos grados, cuatro minutos y treinta y cinco segundos de longitud este del
meridiano de Greenwich, y ciento sesenta y ocho grados, cuarenta y nueve minutos y
treinta segundos de longitud oeste del meridiano de Greenwich, dando, por consiguiente,
un segmento más pequeño del que se declaraba; pero puesto que el centro del fenómeno
mencionado se hallaba dentro de esta área, el gobierno de los Estados Unidos no tuvo
conocimiento de ello, naturalmente, hasta que fue mencionado en la referida nota.
Observaciones recientes habían recordado, curiosamente, la existencia de un hecho
semejante al que se describía en la nota rusa en un centro también cercano al paralelo
ochenta y cinco, pero en un punto situado a noventa grados de longitud oeste del
meridiano de Greenwich. Por coincidencia, ésta era justamente el área seleccionada
conjuntamente como centro de experimentación por los gobiernos del Canadá y de los
Estados Unidos para probar sus más recientes modelos de missiles dirigidos a larga
distancia. Ya habían sido completados los preparativos para esos experimentos y el
primero tendría lugar dentro de pocos días.
Los rusos especulaban sobre la singularidad de elegir un área de expermientación
donde no eran posibles las observaciones; los americanos, sobre el celo eslavo por la
pacificación de regiones inhabitadas. Si ambas partes procedieron entonces a atacar sus
respectivas nieblas, es un dato que no consta en los informes públicos; pero el principal
efecto fue que la niebla se convirtió en noticia, descubriéndose que había sido
inusitadamente densa en un sorprendente número de lugares.
Si los barcos determinadores del tiempo hubiesen estado trabajando en el Atlántico es
posible que hubiera sido determinada más pronto la fecha útil; pero los navíos habían sido
retirados «temporalmente» de servicio algún tiempo antes, después del hundimiento de
dos de ellos. Por consiguiente, el primer informe que hizo algo por sacar de su pasividad a
la ociosa especulación llegó de Godthaab (Groenlandia). Hablaba de un incesante y
creciente fluir de agua a través del estrecho de Davis desde la bahía de Baffin, con un
contenido de trozos de hielo completamente inusitados en aquella época del año. Unos
cuantos días después, Nome, en Alaska, informaba de un hecho semejante en el estrecho
de Bering. Luego, llegaron de Spitzberg informes sobre aumento de marea y bajas
temperaturas.
Eso explicaba directamente las nieblas de Newfoundland y algunos otros lugares. En
otras partes, serían atribuidas convincentemente a corrientes profundas y frías, forzadas
hacia aguas más calientes y elevadas por encuentros con filas de montañas submarinas.
Todo podía ser, en efecto, explicado sencilla o difícilmente, excepto el absolutamente
inusitado aumento de la corriente fría.
A continuación, procedente de Godhavn, al norte de Godthaab, en la costa occidental
de Groenlandia, se recibió un mensaje señalando la presencia de un número sin
precedentes de icebergs, de un tamaño desacostumbrado. De las bases árticas
norteamericanas volaron expediciones de investigación, que confirmaron el informe.
Anunciaron que el mar, al norte de la bahía de Baffin, estaba cuajado de icebergs.
«Aproximadamente a los setenta y siete grados y sesenta minutos de longitud Oeste -
escribió uno de los aviadores - encontramos la visión más terrible del mundo. Glaciares,
que descienden de la alta cima helada de Groenlandia, se estaban resquebrajando en
piezas descomunales. Antes habra visto icebergs ya formados, pero nunca en la escala
que se presentaban allí. En los enormes acantilados helados, de trescientos metros de
altura, aparecían repentinamente grietas. Una enorme sección de ellos se desprendía,
cayendo y girando lentamente. Cuando se aplastaban contra el agua, se levantaba ésta
formando grandes fuentes, que se extendían a su alrededor. Las aguas desplazadas
retrocedían en rompientes, que chocaban entre sí formando tremendas salpicaduras,
mientras un témpano de hielo tan grande como una isla pequeña daba vueltas y se
precipitaba en el abismo hasta que recobraba el equilibrio. Doscientos kilómetros arriba y
abajo, la costa que veíamos presentaba el mismo aspecto. Con mucha frecuencia a un
témpano de hielo no le daba tiempo a flotar, porque otro se había desprendido ya y caído
sobre él. Los desprendimientos eran tan colosales que se comprendían difícilmente. Sólo
por la aparente lentitud de las caídas y por la forma en que los enormes chorros de agua
parecían suspendidos en el aire - la paz majestuosa de todo ello -, éramos capaces de
contar la grandeza de lo que estábamos viendo.»
Otras expediciones describieron exactamente la misma escena en la costa oriental de
la isla de Devon y en la punta meridional de la isla de Ellesmere. En la bahía de Baffin, los
innumerables y gigantescos témpanos de hielo se empujaban lentamente, pulverizándose
los flancos y los dorsos de unos contra los otros, mientras corrían en manadas, hacia el
sur, arrastrados por la corriente a través del estrecho de Davis para desembocar en el
Atlántico.
Al otro lado del Circulo Ártico, Nome anunció que se había incrementado
considerablemente hacia el sur el flujo de los resquebrajados témpanos de hielo.
El público recibió esta información con curiosidad. El pueblo quedó impresionado por
las primeras y magníficas fotografías de los icebergs en su proceso de creación; pero,
aunque un iceberg no es completamente igual a otro iceberg, quedó pronunciada la
similitud genérica. Un período de miedo, más bien breve, sucedió ante la idea de que
mientras la ciencia era realmente muy inteligente para determinar todo lo referente a los
icebergs, al clima, etcétera, no parecía serlo mucho para hacer algo realmente positivo
para alejar el mal.
El triste verano se convirtió en un otoño más triste. Al parecer, nadie podía hacer nada
contra aquello, sino aceptarlo con rezongona filosofía.
Al otro lado del mundo llegó la primavera. Luego, el verano, y empezó la estación de la
pesca de la ballena..., si podía llamarse estación, ya que los propietarios que arriesgaban
barcos eran muy pocos, y las tripulaciones dispuestas a arriesgar sus vidas, menos
todavía. Sin embargo, algo se pudo encontrar dispuesto a realizar la pesca, despreciando
todos los peligros de las profundidades, y salir al mar. Al final del verano antártico llegaron
noticias, vía Nueva Zelanda, de los glaciares de Tierra Victoria, que vertían enormes
cantidades de gigantescos témpanos de hielo en el mar de Ross, y las sugerencias de
que la propia gran barrera de hielo de Ross podría empezar a resquebrajarse. Al cabo de
una semana llegaron noticias similares del mar de Weddell. Allí, en la barrera Filchner y
en el banco de hielo de Larsen se estaban resquebrajando, según se decía, témpanos de
hielo en cantidades fabulosas. Una serie de vuelos de reconocimiento proporcionaron
informes que decían exactamente lo mismo que los procedentes de la bahía de Baffin, así
como fotografías que podían haber sido tomadas en la misma región.
The Sunday Tidings, que desde hacía algunos años seguía una línea de
sensacionalismo intelectual, nunca había encontrado fácil sostener su provisión de
material. La política de la dirección estuvo sometida a lamentables tropiezos mientras no
pudo encontrar nada tópico que revelar en su nivel escogido. Se imagina uno que debió
de ser un consejo de desesperación, tras una prolongada discusión, el que indujo a abrir
sus columnas a Bocker.
De la destacada nota que precedía al artículo en que declinaba, con imparcialidad, toda
responsabilidad por lo que publicaba ahora su periódico, se deducía que el editor
experimentaba cierta aprensión por el resultado.
Con este principio feliz, y bajo el encabezamiento de El demonio y las profundidades,
Bocker explicaba:
«Nunca, desde los días en que Noé construyó su Arca, ha habido aquí tantos ciegos
como durante el pasado año. No se puede continuar así. Pronto llegará la larga noche
ártica. De nuevo serán imposibles las observaciones. Por consiguiente, los ojos que
nunca debieron estar cerrados han de abrirse...».
Recuerdo este principio, pero sin referencias sólo puedo dar la sustancia del artículo y
unas cuantas frases sueltas del resto:
«Éste es el último capitulo de un largo cuento de futilidad y fracaso que empezó con los
hundimientos del Yatsushiro, el Keweenaw y otros barcos. Fracaso que nos ha llegado del
mar y que ahora amenaza llegarnos de tierra. Lo repito: fracaso...
ȃsa es una palabra tan pobre para nuestro paladar que muchos consideran una virtud
pretender que nunca la admiten. Entre nosotros, los precios no son fijos, se tiende a la
inflación. Las estructuras económicas han cambiado..., y, además, está cambiando el
modo de vida. Entre nosotros también, es el pueblo quien habla de nuestra expulsión de
alta mar, aunque sea transitoria, aunque pronto sea corregida. Para esto hay una
respuesta, y es la siguiente: Desde hace cinco años los cerebros más capacitados, más
ágiles y más ingeniosos del mundo vienen luchando con el problema de echarle la zarpa a
nuestro enemigo... y, hasta el momento, no existe indicio ninguno que indique cuándo
seremos capaces de navegar libremente de nuevo por los mares...
»La palabra "fracaso", tan mal interpretada por nosotros, ha sido, aparentemente, la
política seguida para desarticular cualquier expresión de conexión entre nuestras
perturbaciones marítimas y los recientes sucesos en el Ártico y el Antártico. Es hora ya de
que esta actitud de "delante de los niños, no", cese de una vez...
»No sugiero que se esté descuidando la raíz del problema; lejos de eso. Han estado, y
están, trabajando los hombres para encontrar algún medio de poder localizar y destruir al
enemigo de nuestras profundidades. Lo que yo digo es que con ellos, incapaces aún de
encontrar tal medio, nos enfrentamos ahora con el asalto más grave...
»Se trata de un asalto contra el que carecemos de defensas, que no es susceptible de
ataque directo.
»¿Cuál es esta arma a la que nosotros no podemos oponernos?
»Es el derretimiento de los hielos árticos... y gran parte también de los hielos antárticos.
»¿Lo consideran fantástico? ¿Demasiado colosal? Pues no lo es. Es una labor que
nosotros mismos podríamos haber emprendido - ¿no lo habíamos deseado? - en
cualquier momento desde que pusimos en libertad el poder del átomo.
»Debido a la oscuridad invernal, poco se ha oído hablar últimamente de los parches de
niebla ártica. Por lo general, no se sabe que dos de ellos, sin embargo, existían ya en la
primavera ártica; al finalizar el verano ártico eran ocho, en áreas ampliamente separadas.
Ahora bien: la niebla, como todos ustedes saben, se produce por la conjunción de las
corrientes frías y calientes, bien del aire o del agua. ¿Cómo es posible que ocho nuevas
corrientes, independientes y calientes, hayan podido surgir repentinamente en el Ártico?
»¿Y los resultados? Oleadas de témpanos de hielo sin precedentes, en el mar de
Bering y en el mar de Groenlandia. En estas dos áreas especialmente, las grandes
extensiones de hielo se hallan a cientos de kilómetros al norte del máximo manantial
usual. En otros lugares - por ejemplo, en el norte de Noruega - están más al sur. Y
nosotros mismos hemos tenido un invierno húmedo inusitadamente frío.
»¿Y los icebergs? Efectivamente, hay muchos más icebergs que de costumbre; pero
¿por qué hay más icebergs?
»Todo el mundo sabe de dónde proceden. Groenlandia es una isla enorme. Su tamaño
es nueve veces mayor que el de las Islas Británicas. Pero hay algo más: es también el
último bastión de la remota edad del hielo...
»En varias épocas, el hielo vino al sur, pulverizado y limpio cubriendo las montañas y
blanqueando los valles en su camino, hasta formar grandes acantilados de hielo cristalino
- verdoso a través de Europa. Luego, fue retrocediendo gradualmente, de siglo en siglo,
cada vez más. Los gigantescos acantilados y las altas montañas de hielo desaparecieron,
se fundieron y no volvieron a verse más..., excepto en un lugar. Sólo en Groenlandia
construye todavía ese hielo inmemorial torres de dos mil metros de altura, inconquistadas
aún. Y por sus laderas se deslizan los glaciares arrojando sus icebergs. Ellas han
continuado arrojando sus icebergs al mar, estación tras estación, desde mucho antes que
los hombres se dieran cuenta. ¿Y por qué este año han arrojado de repente diez, veinte
veces más?... Tiene que haber una razón para ello. ¡Y la hay!...
»Si algún medio, o varios medios, de fundir los hielos del Ártico se hubieran puesto en
marcha, habría pasado algún tiempo, no mucho, antes que su efecto especial de elevar el
nivel del mar se hubiese hecho mensurable. Además, los efectos hubieran sido
progresivos: primero, un ligero goteo; luego, un chorro; más tarde, un torrente...
»En esta ensambladura, llamo la atcnción sobre el hecho de que en enero de este año
nos informaron de que el nivel medio del mar en Newlyn, donde se mide corrientemente,
había subido seis centímetros».
- ¡Oh querido! - exclamó Phyllis después de escuchar eso -. ¡Es algo insólito! Lo mejor
será que vayamos a verle.
No nos sorprendió en absoluto cuando, a la mañana siguiente, al telefonearle,
encontramos que su teléfono no contestaba. Sin embargo, cuando fuimos a su casa nos
recibió. Bocker se levantó de una mesa despacho repleta de correspondencia para
saludarnos.
- No les favorece nada venir a verme - nos dijo -. No hay un capitoste que se atreva a
acercarse a mí a menos de diez metros.
- ¡Oh! Yo no diría tal cosa, A. B. - le contestó Phyllis -. Probablemente, antes de poco
tiempo se habrá hecho usted inmensamente popular entre los vendedores de sacos de
arena y los constructores de maquinaria para transportar tierra.
No tomó nota de esta ironía.
- Probablemente, se contaminarán ustedes si se relacionan conmigo. En la mayoría de
los países estaría ya preso.
- Cosa terriblemente desagradable para usted. Este territorio será siempre
desalentador para los mártires ambiciosos. Pero usted lo intentará, ¿verdad? - dijo ella -.
Y ahora, escuche, A. B., ¿le gusta a usted realmente que haya gentes que le tiren cosas,
o qué?
- Estoy impacientándome - explicó Bocker.
- Eso les pasa a los otros también. Pero, que yo sepa, nadie tiene la probabilidad de
usted para ir más allá y hacer lo que cualquier persona quisiera hacer en un momento
dado. Un día se perjudicará. Esta vez, no; porque, afortunadamente, usted los ha
desconcertado. Pero alguna vez, seguro que sí.
- Si no es ahora, no lo será nunca - dijo, inclinándose y mirándola con ojos meditativos
y desaprobadores -. Bueno, mi querida jovencita, ¿qué se ha propuesto al venir aquí para
decirme que yo «los he desconcertado»?
- El anticlímax. Primero sus palabras produjeron la impresión de que usted estaba a
punto de hacer grandes revelaciones; pero luego hizo usted una sugerencia más bien
vaga de que alguien o algo debía de estar produciendo cambios en el Ártico..., sin dar una
explicación específica de cómo lo estaba haciendo. Y para terminar, como apoteosis,
confesó que el nivel del mar había subido seis centímetros.
Bocker continuaba mirándola.
- Bueno, así es. Pero no comprendo por qué hay mal en eso. Seis centímetros es un
aumento colosal de agua cuando se extiende sobre ciento cincuenta y un millones de
millas cuadradas. Si usted lo calcula por toneladas...
- Nunca calculo el agua por toneladas..., y eso es parte de la cuestión. Para las
personas vulgares, seis centímetros equivalen solamente a una marca un poquito más
alta en un poste. Después de su explosión, eso sonaba tan vago que todo el mundo se
mostraba molesto con usted por haberlos alarmado..., sin contar con los que se reían,
exclamando: «Ja, ja! ¡Estos profesores!...»
Bocker dirigió la mano hacia la mesa despacho, llena de correspondencia.
- Muchísima gente se ha alarmado..., o, al menos, se ha indignado - dijo.
Encendió un cigarrillo.
- Eso era precisamente lo que yo buscaba. Usted sabe que, en cada etapa, la gran
mayoría, y especialmente las autoridades, se han resistido a la evidencia todo el tiempo
que han podido. Ésta es una era científica... en su estrato más instruido. Por consiguiente,
menospreciando lo anormal casi se hubiese retrocedido; mientras que así se ha
desarrollado una profunda sospecha en sus propios sentidos. La existencia de algo en las
profundidades se ha admitido con mucho retraso y de muy mala gana. La misma mala
gana ha existido en admitir todas las subsiguientes manifestaciones, hasta que no han
podido ser escamoteadas. Y ahora nos encontramos aquí otra vez, haciendo un cesto
nuevo.
Hizo una pausa.
- Sin embargo, no hemos permanecido completamente ociosos.
»El océano Ártico es profundo, y aún más difícil de llegar a su fondo que los otros; se
lanzaron varias bombas de profundidad donde tuvieron lugar los parches de niebla. Pero
no ha habido forma de saber qué resultados se obtuvieron... En medio de todo esto, el
moscovita, que parece ser incapaz de comprender constitucionalmente todo cuanto hay
que hacer en el mar, empezó a poner dificultades. El mar, según parece arguir, estaba
causando muchos perjuicios a Occidente; por tanto, debía actuarse sobre buenos
principios dialécticamente materialistas, y yo no dudo de que, si él pudiese entrar en
contacto con las profundidades, pactaría con agrado con sus habitantes por un breve
periodo de oportunismo dialéctico. De todas formas, como ustedes saben, él continuó con
sus acusaciones de agresión y, en el forcejeo que siguió, empezó a mostrar tal truculencia
que la atención de nuestros servicios se desvió de la amenaza realmente grave hacia las
bufonadas de este payaso oriental que cree que el mar ha sido creado solamente para los
desvergonzados capitalistas. Así, pues, hemos llegado ya a una situación en la que los
bathies, como ellos los llaman, lejos de restringir su acción como esperábamos, continúan
aumentándola de prisa, y todos los cerebros y organizaciones que han estado trabajando
a gran velocidad con la intención de encontrar la emergencia, se hallan locos dándoles
vuelta a las maldades que ellos cometen, ignorando otras de las que no consiguen saber
nada.
- Por tanto, ¿cree usted que ha llegado el momento de forzar su mano... echándoles el
arpón? - pregunté.
- Sí..., pero no actuaré solo. Esta vez estoy acompañado de un número de hombres
eminentes y muy inquietos. Mi charla fue el tiro de apertura para el gran público de este
lado del Atlántico. Mis importantes compañeros, que no han perdido todavía su reputación
en este asunto, están trabajando muy sutilmente. Respecto a la opinión norteamericana...,
bueno..., echen una mirada al Life y al Collier's de la próxima semana. ¡Oh, sí! Algo está a
punto de hacerse.
- ¿Qué? - preguntó Phyllis.
La miró meditativamente durante un segundo; luego, movió la cabeza ligeramente.
- Eso, gracias a Dios, será algo grande... Al menos, lo será cuando el público los
obligue a admitir la situación... Será un asunto muy sangriento - termino muy serio.
- Lo que yo quiero saber... - empezamos a decir simultanéamente Phyllis y yo.
- Habla tú, Mike - me otorgó Phyllis.
- Bueno, hablaré yo: ¿cómo cree usted que se ha hecho la cosa? Derretir el Ártico
parece ser un propósito formidable.
- Se han hecho algunas conjeturas. Oscilaban desde una increíble operación, como la
de arrojar agua caliente procedente de los trópicos por medio de tuberías, hasta la de
hacer subir hasta la superficie el calor central de la Tierra..., que yo encuentro
completamente inverosímiles.
- ¿Tiene usted una idea propia? - sugerí.
Parecía improbable que no la tuviera.
- Bueno, yo creo que pudo hacerse de la siguiente forma: nosotros sabemos que ellos
tienen una especie de estratagema capaz de proyectar un chorro de agua con
considerable fuerza...; eso lo prueba perfectamente el fondo sedimentoso que subía a la
superficie de las aguas en continuas oleadas. Bien: una estratagema de esa clase,
empleada en conjunción con un calorífero, quiero decir con una pila de reacción atómica,
ha de ser capaz de generar una corriente de agua caliente muy considerable. Ahora bien:
lo malo es que nosotros ignoramos si tienen o no fisión atómica. Hasta el momento, no
existe indicación ninguna de que la tengan... Les hemos hecho el obsequio de una bomba
atómica, por lo menos, que no estalló. Pero si la tienen, creo que puede ser una
respuesta.
- ¿Podrían conseguir el uranio necesario?
- ¿Por qué no? Después de todo, ellos han establecido por la fuerza sus derechos,
mineral y de otra clase, en más de las dos terceras partes de la superficie mundial. ¡Oh,
sí! Pueden conseguirlo perfectamente, si saben cómo.
- ¿Y lo de los icebergs?
- Eso es más sencillo. En efecto, existe un acuerdo general de que si uno posee un tipo
vibratorio de arma, que sus ataques a los barcos nos conduce a suponer que lo tienen, no
debe de ser muy difícil producir un amontonamiento de hielo..., hasta una masa
considerable de hielo..., para hendirla.
- Suponga que no podemos encontrar una fórmula de impedir el proceso. ¿Cuánto
tiempo cree usted que tardará en producirnos una perturbación real? - le pregunté.
Se encogió de hombros.
- No tengo idea. En lo que se refiere a los glaciares y a los témpanos de hielo,
depende, probablemente, de la firmeza con que ellos lo trabajen. Pero dirigir corrientes de
agua caliente sobre témpanos de hielo, daría, al principio, escasos resultados, que se
incrementarían rápidamente, verosímilmente, en una progresión geométrica. Lo malo es
que, sin dato alguno, no se pueden hacer hipótesis.
- Una vez que esto entre en la cabeza de las gentes, querrán saber lo que hay que
hacer - dijo Phyllis -. ¿Cuál es su opinión?
- ¿No es esa labor del gobierno? Como Mike señaló, ellos creen que ha llegado el
momento de advertir que nosotros estamos dispuestos a lanzaries el arpón. Mi opinión
personal es demasiado impracticable para que tenga mucho valor.
- ¿Cuál es? - preguntó Phyllis.
- Encontrar una cumbre lo suficientemente elevada y fortificarla - dijo Bocker
simplemente.
La campaña no tuvo la resonancia que Bocker había esperado. En Inglaterra, tuvo la
desgracia de ser adoptada por el Nethermore Press, y, por consiguiente, fue considerada
como territorio prohibido, donde sería improcedente que se introdujeran otros pies
periodísticos. En Norteamérica no destacó grandemente entre los otros acontecimientos
de la semana. En ambos países había intereses que preferían que todo eso pareciera
como un juego de artificio más. Francia e Italia lo tomaron en serio, pero el peso político
de sus respectivos gobiernos en los concilios mundiales era más bien ligero. Rusia ignoró
el contenido, pero explicó el propósito: se trataba de otro paso dado por los constructores
de armamentos cosmopolitas - fascistas para extender su influencia en el Ártico.
Sin embargo, la indiferencia oficial salió de su letargo, ligeramente, según nos aseguró
Bocker. Una Comisión, en la que estaban representados los Servicios, se había reunido
para inquirir y hacer recomendaciones. Otra Comisión similar, reunida en Washington,
inquiría también en forma pausada, hasta que la llamó severamente al orden el estado de
California.
Al californiano medio le tenía sin cuidado que el nivel del mar hubiese aumentado seis
centímetros; otra cosa le había golpeado más delicadamente. Algo estaba sucediendo en
su ambiente. El nivel medio de su temperatura en la costa había disminuido, y estaba
padeciendo nieblas húmedas y frías. Lamentaba esto, y gran número de californianos
desaprobaba que se hablara excesivamente de ello. Oregón, y Washington también, se
relacionaban para soportar su vecindad. Nunca, según las estadísticas, había hecho un
invierno tan desapacible y frío.
Estaba claro que el aumento de los témpanos de hielo y de las aguas heladas que
procedían del mar de Bering se estaba corriendo y extendiendo hacia el este, desde
Japón, llevados por la corriente Kuroshio, siendo evidente, al menos en parte, que estaba
sufriendo gravemente el hermoso clima de uno de los estados más importantes de la
Unión. Algo debía hacerse.
En Inglaterra se aplicó la espuela cuando las mareas de la primavera abrileña
sobrepasaron el muro del Embankment, en Westminster. Los que aseguraban que eso
mismo había sucedido muchas veces antes y le quitaban toda significación especial,
fueron barridos por el triunfante «ya lo decíamos nosotros», del Nethermore Press. Una
histérica petición de «bombas para los bathies» se extendió por ambas costas del
Atlántico y dio la vuelta al mundo (exceptuando al sexto intransigente).
A la cabeza del movimiento «Bombas para los bathies», como al principio, el
Nethermore Press preguntaba mañana y tarde:
«¿PARA QUÉ ES LA BOMBA?»
»Miles de millones se han gastado en esta bomba que parece no tener otro destino que
el de sostenemos y el de sacudirnos con amenazas, o, de cuando en cuando,
proporcionar fotografías a nuestras revistas ilustradas. Al pueblo del mundo, que ha
contribuido y sufragado la construcción de esta bomba, le prohíben ahora que la utilice
contra una amenaza que hunde nuestros barcos, que nos cierra nuestros océanos, que
nos arranca hombres y mujeres de nuestras ciudades costeras, y que ahora nos amenaza
con inundarnos. Desde el principio, la ineptitud y la dilación han marcado la actitud de las
autoridades en este asunto...».
Y así continuaba, olvidando, al parecer, escritores y lectores por igual los primeros
bombardeos de las profundidades.
- Ahora se está actuando en firme - nos dijo Bocker la primera vez que le vimos.
- A mí me parece muy tonto - le dijo Phyllis, enervada -. Los que se airean todavía son
los mismos viejos argumentos contra el confuso bombardeo de las profundidades.
- ¡Oh, no es eso! - replicó Bocker -. Probablemente, arrojarán unas cuantas bombas a
tontas y a locas con mucha publicidad y escaso resultado. No. Lo que a mime urge es que
se hagan proyectos. Nosotros estamos ahora en la primera etapa de estúpidas
sugerencias, como la de construir inmensos diques con sacos terreros, naturalmente;
pero, a través de todo eso, se hará algo.
Esa opinión tomó más fuerza después de las mareas de la primavera siguiente. En
todas partes se habían construido defensas marinas. En Londres, las murallas que
costeaban el río habían sido reforzadas y coronadas en toda su longitud con sacos
terreros. Como precaución, se había suspendido todo tráfico por el Embankment; pero la
multitud lo recorría a pie lo mismo que los puentes. La Policía hacía todo lo posible por
evitar que se parasen; pero las gentes haraganeaban de un lado para otro, observando el
lento crecimiento de las aguas y los grupos de barcazas que ahora navegaban por encima
del nivel de la carretera. Parecían igualmente dispuestos a indignarse si el agua se
desbordaba o desanimarse si se originaba un anticlímax.
No había desánimo posible. El agua se vertía lentamente por encima del parapeto y
golpeaba contra los sacos terreros. En algunos sitios empezaba ya a extenderse poco a
poco por el pavimento. Los bomberos, la defensa civil y la Policía vigilaban sus secciones
ansiosamente, arrastrando sacos para reforzar dondequiera que se producía una
pequeña inundación, asegurando con troncos de árboles, los lugares que se mostraban
más débiles. El paseo se fue animando cada vez más. Los mirones empezaron a ayudar,
yendo de un lado para otro cuando se producían nuevos chorros. Ahora existían pocas
dudas de que iba a suceder algo. Algunos de los grupos que observaban se marcharon,
pero otros muchos permanecieron, en perpleja fascinación. Cuando se produjo la rotura,
media docena de sitios, en el dique norte, la sufrieron simultáneamente. Chorros de agua
empezaron a fluir por entre algunos sacos; luego, repentinamente, hubo un colapso, y,
abriéndose una brecha de varios metros de ancho, el agua se coló por ella como por una
esclusa abierta.
Desde donde nos hallábamos nosotros, en lo alto de un furgón de la E.B.C.
estacionado en el puente de Vauxhall, podíamos ver tres ríos separados de agua
cenagosa invadiendo las calles de Westminster, llenando sótanos y bodegas, y formando
a continuación una sola y tumultuosa corriente. Nuestro comentarista subió a otro furgón,
aparcado en Pimlico. Durante algunos minutos conectamos con la B.B.C. para averiguar
en qué situación se hallaban sus muchachos, estacionados en el puente de Westminster.
Llegamos a tiempo de oir a Bob Humbleby su descripción del inundado Victoria
Embankment por las aguas que ahora se lanzaban contra la segunda línea defensiva del
New Scotland Yard. Los muchachos de la televisión no parecían estarlo pasando muy
bien; debieron de perderse bastantes aparatos en los lugares donde tuvo lugar la rotura;
sin embargo, estaban haciendo un inaudito esfuerzo con ayuda de los teléfonos y de las
cámaras portátiles.
A partir de ese momento, la cosa aumentó en cantidad y rapidez. En el dique Sur, el
agua inundaba las calles de Lambeth, Southwark y Bermondsey en muchos lugares. Rio
arriba, Chiswick se hallaba seriamente inundado; río abajo, Limehouse se encontraba
gravemente amenazado, y muchos lugares estuvieron informando sobre las roturas que
se producían hasta que perdimos todo contacto con ellos. Había poco que hacer, excepto
permanecer vigilantes hasta que la marea bajase, y luego apresurarse a reparar los daños
antes que subiese de nuevo.
El Parlamento hizo algunas preguntas. Las respuestas fueron más tranquilas que
tranquilizantes.
Los ministerios y los departamentos ministeriales estaban dando activamente todos los
pasos necesarios; las peticiones tenían que ser presentadas y solicitadas a través de los
Ayuntamientos locales, y ya estaba arreglado lo de las prioridades de hombres y de
material. Sí, se habían dado los avisos; pero en los cálculos oiiginales de los hidrógrafos
se habían introducido factores inesperados. En todos los Ayuntamientos se promulgó una
orden para requisar toda maquinaria que sirviera para remover la tierra. El pueblo debía
tener absoluta confianza. No volvería a repetirse la anterior calamidad. Y estaban en
marcha las medidas necesarias para asegurar toda futura inundación. Poco más se podía
hacer ya en los condados orientales, una vez tomadas estas medidas de socorro. Como
es natural, los trabajos de defensa continuarían. Pero, por el nionierito, el aiunto más
urgente era asegurar que el agua no volviera a invadir las calles durante las próximas
pleamares.
Una cosa fue la requisa de materiales, máquinas y mano de obra, y otra su reparto, con
toda la comunidad costera y de las tierras bajas solicitándolo simultáneamente. Los
secretarios de media docena de ministerios estaban locos ante tantas peticiones,
permisos, adjudicaciones, etcétera, etcétera. De todas formas, en algunos sitios los
trabajos comenzaban a hacerse. No obstante, existía gran amargura entre los elegidos y
los que parecían que iban a ser arrojados a los lobos.
Phyllis bajó una tarde para observar el progreso de las obras en ambas orillas del río.
Se estaban levantando, en medio de extraordinaria actividad, superestructuras de bloques
de cemento en las dos orillas, sobre las murallas ya existentes. En las aceras, miles de
supervisores observaban los trabajos. Entre ellos, Phyllis tuvo la suerte de encontrar a
Bocker. Juntos, subieron hasta el puente de Waterloo, y observaron durante un buen rato
la actividad de termita con ojos celestiales.
- Alph, el condenado río... y más de dos veces diez kilómetros de murallas y torres -
observó Phyllis.
- Y también a ambos lados continuará habiendo grietas algo profundas, aunque no muy
románticas - dijo Bocker -. Me gustaría saber qué altura deberían alcanzar para que fuera
imposible la inundación, para llevar al ánimo de ellos la inutilidad de su empeño...
- Es difícil creer que algo, en tal escala como eso, pueda ser realmente imposible; sin
embargo, creo que tiene usted razón - afirmó Phyllis.
Durante un buen rato continuaron observando la mezcolanza de hombres y máquinas.
- Bueno - observó Bocker, al fin -, debe de haber entre las sombras una cara, por lo
menos, que ha de estarse riendo a carcajadas de todo esto.
- Es agradable pensar que sólo hay una - observó Phyllis -. ¿La de quién?
- La del rey Canuto - respondió Bocker.
En aquella época teníamos tantas noticias de nuestra propia cosecha que los efectos,
en Norteamérica, encontraron poco eco en los periódicos, ya limitados por una escasez
de papel. No obstante, Newcasts informó que ellos estaban padeciendo su propia
perturbación. El clima de California ya no era el «problema número uno». En adición a las
dificultades con que se enfrentaban los puertos y las ciudades costeras de todo el mundo
hubo grandes perturbaciones en la línea costera situada al sur de los Estados Unidos. Se
produjeron casi a todo lo largo del golfo de México, desde Key West hasta la frontera
mexicana. En Florida, los propietarios de haciendas empezaron a padecer lo indecible
cuando los terrenos pantanosos y las tierras inundadas y encharcadas se extendieron por
toda la península. En Texas, una amplia extensión de terreno situado al norte de
Brownsville fue desapareciendo gradualmente bajo las aguas. La empresa de Tin Pan
Alley consideró apropiado el momento para hacer la súplica: «Río, aléjate de mi puerta».
Pero el río no hizo caso..., no, como tampoco lo hicieron otros ríos de la costa atlántica,
en Georgia y en las Carolinas.
Pero es ocioso particularizar. La amenaza era la misma en todo el mundo. La principal
diferencia se hallaba en que, en los países más desarrollados, toda la maquinaria útil para
remover la tierra trabajaba noche y día, mientras que en los menos desarrollados eran
miles de hombres y mujeres sudorosos los que trabajaban para levantar grandes diques y
murallas.
No obstante, la tarea para ambos era demasiado ardua. Cuanto más se alzaba el nivel
del mar, más había que ampliar y extender las defensas para evitar la inundación. Cuando
los ríos retrocedían con la bajamar, el agua carecía de sitio adonde ir y se extendía por
las tierras que los circundaban. Los problemas que se suscitaban en prevención de las
inundaciones producidas por la retirada de las aguas eran también difíciles de solucionar
puesto que las alcantarillas y conducciones no daban abasto. Antes de la primera y grave
inundación que siguió a la rotura de la muralla del Embankment cerca de Blackfriars, en
octubre, el hombre de la calle había sospechado que la batalla no se ganaría, y ya había
comenzado el éxodo de los más juiciosos y de los que disponían de medios para ello. Por
otra parte, muchos de los que huían se encontraron entorpecidos en su marcha por los
refugiados procedentes de las regiones orientales y de las ciudades costeras más
vulnerables.
Poco tiempo antes de la rotura del dique del Blackfriars, circuló una nota confidencial
entre un grupo seleccionado de la E.B.C., entre los que nos encontrábamos el personal
contratado como nosotros. Se había decidido, como medida eficaz para los intereses de
la moral pública, que fuéramos aleccionados sobre las medidas de emergencia que se
hacían necesarias, etcétera, etcétera... y continuaba de esa forma en dos páginas de
papel ministro, con la mayoría de la información entre líneas. Hubiera sido más sencillo
decir:
«Escuchen: La cuestión está cada vez mas seria. La B.B.C. ha ordenado permanecer
en sus puestos; así, pues, por razones de prestigio, nosotros hemos de hacer lo mismo.
Necesitamos voluntarios para mantener una estación aquí, y si usted se conceptúa uno
de ellos, nos consideraremos satisfechos con disponer de usted. Se llevarán a cabo
arreglos útiles. Habrá una bonificación, y pueden ustedes confiar en que nosotros
cuidaremos de que ustedes sean recompensados si algo sucediera. ¿Qué dicen?».
Phyllis y yo hablamos sobre el asunto. Si hubiéramos tenido familia, decidimos, la
necesidad nos hubiera obligado a hacer por ella lo mejor que pudiéramos..., si es que
alguien sabia lo que podría ser lo mejor. Como no la teníamos, podíamos darnos
satisfacción a nosotros mismos. Phyllis decidió permanecer en el trabajo.
- Aparte de la conciencia, de la lealtad y de todas esas cosas tan bonitas - dijo -, Dios
sabe lo que sucederá en otros lugares si la cosa se pone mal. De todas formas, huyendo
no se consigue nada, a menos que tú tengas alguna idea buena de adónde hay que huir.
Mi voto es que debemos quedarnos para ver lo que pasa.
Así, pues, enviamos nuestros nombres, y fue muy agradable enterarse de que Freddy
Whittier y su esposa habían hecho lo mismo.
Después de eso, algún departamentalismo más inteligente hizo parecer como si nada
fuera a suceder durante muchísimo tiempo. Pasaron algunas semanas antes que nos
enterásemos de que la E.B.C. había alquilado los dos pisos altos de un amplio
departamento comercial, cerca de Marble Arch, y que estaban trabajando a toda prisa
para transformarlo en una estación que pudiera defenderse por sí sola tanto tiempo como
fuera posible.
- Mi opinión es que hubiera sido mejor un sitio más alto como Hampstead o Highgate -
dijo Phyllis cuando conseguimos el informe.
- En realidad, ninguno de los dos es Londres - señalé -. Además, la E.B.C. lo ha
alquilado nominalmente para anunciar cada vez: «Aquí la E.B.C., hablando al mundo
desde el Selvedge». Avisador benévolo durante el intervalo de emergencia.
- Como si el agua pudiese retirarse un día completamente - dijo.
- Aunque ellos no lo crean así, no pierden nada por dejar que la E.B.C. lo crea -
indiqué.
Por entonces nos habíamos convertido en seres de conciencia con nivel muy alto, y yo
observaba el lugar en el plano: los veintitrés metros de línea que contorneaba, calle abajo,
el lado occidental del edificio.
- ¿Cómo puede tenerse un cálculo de eso? - deseó saber Phyllis, recorriendo con el
dedo el plano.
El edificio de la Radio parecía hallarse en mejor situacion. Nosotros juzgamos que se
hallaría a unos veintiséis metros sobre el nivel del mar.
- ¡Hum! - dijo -. Bueno, si algo falla cuando estemos en los pisos altos, también ellos
tendrán que echar a correr escalera arriba. Mira - añadió, señalando a la izquierda del
plano -, ¡mira sus estudios de televisión! Están por debajo de los siete metros y medio de
nivel.
Durante las semanas que precedieron a la rotura de los diques, Londres pareció estar
viviendo una doble vida. Las organizaciones y las instituciones hacían sus preparativos
con la menor ostentación posible. Los funcionarios hablaban en público con afectada
contingencia sobre la necesidad de hacer planes «sólo en caso preciso», regresando
luego a sus despachos para ponerse a trabajar febrilmente en las disposiciones que
habían de tomar. Los avisos continuaban dándose en tono tranquilizador. Los hombres
empleados en las tareas eran en su mayoría unos cínicos respecto a su trabajo, estaban
contentos con el sueldo que recibían y eran curiosamente descreídos. Parecían
considerar el asunto como un ejercicio que realizaban agradablemente en beneficio
propio; al parecer, la imaginación se negaba a admitir la amenaza que se relacionaba con
aquellas horas de trabajo extraordinario. Aun después de la primera rotura, la alarma
quedó localizada solamente entre las personas que la sufrieron. La muralla se reparó
apresuradamente, y el éxodo no fue todavía más que un ligero gotear de personas. La
verdadera inquietud llegó con las mareas de la primavera siguiente.
Esta vez se advirtió concienzudamente a las partes que, probablemente, serían las
más afectadas. Sin embargo, la población lo tomó obstinada y flemáticamente. Habían
tenido ya experiencia para aprenderlo. La principal respuesta fue trasladar las cosas a los
pisos más altos y gruñir en voz alta sobre la ineficacia de las autoridades, incapaces de
protegerlos del mal que los envolvía. Se fijaron avisos indicando las horas de la marea
alta con tres días de antelación, pero las precauciones sugeridas se hacían de forma tan
solapada, para evitar el pánico, que fueron poco atendidas.
El primer día pasó sin peligro. Durante la tarde de la marea más alta, gran parte de
Londres permaneció en pie esperando que pasara la medianoche y la crisis, con un
humor de mil diablos. Fueron retirados los autobuses de las calles, y el metro suspendió
su servicio a las ocho de la noche. Pero mucha gente permaneció fuera de sus casas, y
paseó hasta el río para ver lo que pudiera verse desde los puentes. Para ellos era un
espectáculo.
La tranquila y aceitosa superficie trepó lentamente hasta alcanzar los pilares de los
puentes y chocó contra los muros de sustentación. Las cenagosas aguas se dirigían
corriente arriba sin apenas ruido, y los grupos estaban también casi silenciosos,
contemplándolas con aprensión. No había miedo a que alcanzaran lo alto de la muralla; la
altura calculada era de unos diez metros, lo cual dejaba un margen de seguridad de un
metro con veinte centímetros hasta la parte más alta del nuevo parapeto. Lo que producía
más ansiedad e inquietud era la presión de las aguas.
Desde el extremo norte del puente de Waterloo, en donde nosotros nos hallábamos
estacionados esta vez, podía verse toda la parte alta de la muralla, con el agua corriendo
a gran altura a un lado de ella, y, al otro, el paseo de Embankment, con las farolas
luciendo todavía, pero sin que se vieran en él vehículos ni personas. Más allá, hacia el
oeste, las agujas del reloj de la torre del Parlamento giraban alrededor de la iluminada
esfera. El agua subía mientras la aguja mayor se movía con insoportable lentitud hacia las
once. La campana del Big Ben dando la hora llegó claramente a los silenciosos grupos,
arrastrando su sonido por el viento.
El sonido de la campana hizo que los grupos murmurasen entre sí; luego, volvieron a
quedar silenciosos de nuevo. La aguja grande empezó a descender: las once y diez, las
once y cuarto, las once y veinte, las once y veinticinco... Entonces, justamente antes de
marcar las once y media, llegó el ruido de un tumulto de algún lugar situado río arriba. El
viento nos trajo un grupo de voces descompuestas. La gente que nos rodeaba alzó la
nariz y comenzó a murmurar otra vez. Un momento después vimos acercarse el agua. Se
extendía a lo largo del Embankment, en dirección a nosotros, formando una corriente
amplia y cenagosa que arrastraba a su paso escombros y árboles, y que, tumultuosa,
pasó por detrás de nosotros. De los grupos surgió un alarido. De repente se oyó un
crujido a nuestra espalda, y el alboroto producido por el derrumbamiento de una
construcción, mientras una sección de la muralla, justamente donde había estado anclado
últimamente el Discovery, se venía abajo. El agua se coló por la brecha, arrastrando
bloques de cemento, mientras que la muralla se derrumbaba ante nuestros ojos y el agua
caía en forma de enorme catarata cenagosa sobre el paseo.
Antes que llegase la marea siguiente, el gobierno arrojó el guante de terciopelo.
Después de anunciarse el estado de emergencia, se dio una orden de permanencia y la
proclamación de un ordenado plan de evacuación. No necesito relatar aquí las dilaciones
y las confusiones a que dio lugar el plan. Es difícil creer que pudiese ser tomado en serio
hasta por aquellos que lo lanzaron. Desde el principio pareció extenderse una atmósfera
de incredulidad sobre todo el asunto. Era imposible toda labor. Algo hubiera podido
hacerse, tal vez, si se hubiese tratado solamente de una ciudad; pero con más de las dos
terceras partes de la población del país ansiosa por marchar a un territorio más elevado,
sólo habrían tenido algún éxito en rebajar la tensión los métodos más duros, y no por
mucho tiempo.
Sin embargo, aunque aquí se estaba mal, peor se estaba en otras partes. El holandés
se había retirado a tiempo de las áreas peligrosas, dándose cuenta de que había perdido
las duras batallas que contra el mar había llevado a cabo durante siglos. El Mosa y el Rin
se habían desbordado sobre muchos kilómetros cuadrados de territorio. Toda una
población emigraba hacia el sur, a Bélgica, o hacia el sudeste, a Alemania. La propia
llanura norte alemana no se hallaba en mejor situación. El Ems y el Weser también
habían crecido, haciendo que la gente abandonara sus ciudades y sus granjas, en
incesante y creciente horda, hacia el sur. En Dinamarca se utilizó toda clase de
embarcación para trasladar las familias a Suecia y a los territorios más elevados del país.
Durante breve espacio de tiempo nos la compusimos para seguir de un modo general
los acontecimientos; pero cuando los habitantes de las Ardenas y de Wesfalia empezaron
a desconfiar de salvarse en su lucha contra los desesperados y hambrientos invasores del
norte, las noticias más graves desaparecieron en un cenagal de rumores y caos. Al
parecer, lo mismo estaba ocurriendo en todo el mundo, aunque a escala diferente. En
nuestro país, la inundación de los condados orientales hizo que sus habitantes se
retirasen a las Midlands. Las pérdidas de vidas fueron escasas, porque allí se habían
prodigado las advertencias. La verdadera catástrofe empezó en los Chiltern Hills, donde
los que ya estaban en posesión de ellos se organizaron para evitar ser atropellados y
arrastrados por las dos corrientes de refugiados procedentes del este y de Londres.
En las partes no invadidas del centro de Londres hubo durante varios días una especie
de indecisión dominguera. Muchas personas, ignorando cómo debían actuar, se
empeñaban en acercarse a los lugares inundados como antes. La Policía continuaba
patrullando. Aunque el metro estaba inundado, mucha gente continuaba tomándolo para ir
a su trabajo, porque algunos trabajos continuaban, bien por costumbre o de momento.
Luego el desbarajuste se introdujo procedente de los suburbios. El fallo, una tarde, del
suministro de emergencia eléctrica, seguido de una noche de oscuridad, dio el coup de
grâce al orden. Comenzó el saqueo de las tiendas, especialmente las de comestibles,
extendiéndose en una escala que desbordó a la Policía y a los militares.
Decidimos que ya era hora de dejar nuestro piso y de trasladar nuestra residencia a la
fortaleza de la E.B.C.
Por lo que nos decían por onda corta, poca diferencia existía en el curso de los
acontecimientos en las ciudades bajas de cualquier país..., excepto que, en algunas, la
ley feneció más rápidamente. No está en mi propósito detenerme en los detalles. No me
cabe duda alguna de que, más adelante, serán relatados minuciosamente en
innumerables relatos oficiales.
Durante aquellos días, la misión de la E.B.C. consistió, principalmente, en repetir las
instrucciones del gobierno leídas por la B.B.C., instrucciones encaminadas a restaurar el
orden de alguna forma: un modo monótono de recomendar, a aquellos cuyas casas no
estaban amenazadas de momento, que permanecieran en ellas, y de dirigir la oleada de
gente a ciertas áreas más elevadas y retirarla de otras que, según se decía, estaban
superpobladas. Podíamos ser oídos, pero no teníamos ninguna prueba de que éramos
atendidos. En el norte produciríamos algún efecto; pero en el sur, la enormemente
desproporcionada concentración de Londres y el flujo de tantos ferrocarriles y carreteras
echaban por tierra todo intento de dispersión ordenada. El número de personas en
movimiento producía alarma entre los que hubieran podido esperar. La sensación de que,
a menos que se alcanzase un refugio a vanguardia del grupo principal, no habría en
absoluto un lugar adonde ir, le ganaba a uno..., como también la sensación de que
cualquiera que hiciese eso en coche se hallaba en posesión de innegable ventaja. De
repente, se consideró más seguro ir a cualquier parte..., aunque no completamente
seguro. Era mucho mejor salir lo menos posible.
La existencia de numerosos hoteles y una tranquilizadora elevación de veintidós metros
sobre el nivel normal del mar fueron indudablemente factores que influyeron sobre el
Parlamento para que eligiera la ciudad de Harrogate, en Yorkshire, como sede suya. La
precipitación con que se reunió allí fue debido, muy verosímilmente, a la misma fuerza
que impulsaba a muchas personas particulares: el miedo de que alguien se les
adelantara. Para una persona ajena al Parlamento aquello daba la impresión de que
dentro de breves horas quedaría inundado Westminster, tantas fueron las prisas con que
la vieja institución se trasladó a su nuevo hogar.
En cuanto a nosotros mismos, empezamos a caer en la rutina. Nuestros cuarteles
vivientes se hallaban en los pisos altos. Las oficinas, los estudios, el equipo técnico, los
generadores, los almacenes, etcétera, etcétera, en los pisos bajos. Una enorme reserva
de aceite, gasolina y petróleo se hallaba almacenada en grandes tanques colocados en
los sótanos, de donde se extraía a fuerza de bomba cuando era necesario. Nuestros
sistemas aéreos estaban instalados en los tejados dos manzanas más allá, tendidos por
puentes que colgaban altos sobre las calles medio inundadas. Nuestro tejado había sido
desprovisto de toda clase de obstáculos, con el fin de que pudiera posarse en él un
helicóptero, y al mismo tiempo, que pudiese actuar como desagüe de agua de la lluvia.
Mientras desarrollabamos gradualmente una técnica para vivir allí, nos dimos cuenta de
que se trataba aquél de un lugar seguro.
Aun así, mi recuerdo es que, durante los primeros días, casi todas las horas libres las
dedicaba todo el mundo en trasladar el contenido del departamento de provisión a
nuestros propios cuarteles antes que pudiera desaparecer de alguna forma.
Eso parece que fue un falso concepto básico del papel que debíamos representar.
Como yo la entendí, la idea era que nosotros estábamos allí para dar, en lo que fuera
posible, la impresión de que el negocio continuaba como de cotumbre, y luego, cuando la
cosa se hiciese más difícil, el centro de la E.B.C. seguiría a la administración a Yorkshire
por etapas graduales. Esto parecía haber sido fundado sobre la base de que Londres
estaba construido sobre celdas, de forma que cuando el agua inundase dichas celdas,
habría de ser abandonado, mientras que el resto se mantendría como de costumbre. En
lo que a nosotros concernía, las orquestas, los locutores y los artistas actuarían como
siempre hasta que el agua lamiese los peldaños de nuestra puerta... si es que llegaba a
ello..., trasladándose después a la estación de radio de Yorkshire. El único requisito que
nadie había cumplido, en lo que se refería a los programas, fue el traslado de nuestra
discoteca antes que se hiciese necesario salvarla. Se esperaba una merma más que un
derrumbamiento. Cosa curiosa: un número bastante grande de radiodifusores se las
compuso de alguna manera para actuar ante los micrófonos durante unos cuantos días.
Sin embargo, después de eso volvimos casi por completo a nosotros mismos y a los
discos. Y, ahora, empezábamos a vivir en un estado de sitio.
No tengo el propósito de relatar con todo detalle el año que siguió. Fue un inacabable
periodo de decadencia, de pobreza. Un largo y frío invierno, durante el cual el agua
inundó las calles con más rapidez de lo que habíamos esperado. A veces, cuando grupos
armados recorrían las calles, a cualquier hora del día o de la noche, en busca de tiendas
de comestibles aún no saqueadas, podían oírse ráfagas de disparos al enfrentarse dos
bandas. Por nuestra parte, padecíamos poco; era como si, después de algunos intentos
por invadirnos, estuviéramos convencidos de que nos hallábamos preparados para
defendernos, y con tantos otros pisos invadibles con poco o ningún riesgo, podíamos
estar seguros de que nos dejarían para lo último.
Cuando llegó la época del calor, se veían pocas personas. La mayoría de ellas, antes
de enfrentarse con otro invierno en una ciudad ahora bastante escasa de alimentos y que
empezaba a sufrir epidemias por falta de agua potable y de desagües, se marchaba al
interior del país, y los disparos que oíamos se hacían cada vez más raros.
También se había reducido nuestro número. De los sesenta y cinco que éramos al
principio, quedábamos ahora veinticinco. El resto se había marchado en helicóptero en
diferentes etapas, cuando el foco principal se instaló en Yorkshire. De la categoría de
centro, habíamos descendido al de puesto avanzado o avanzadilla sostenido por
prestigio.
Phyllis y yo discutíamos si nos convendría marcharnos también; pero por la descripción
que nos hicieron el piloto del helicóptero y su tripulación de las condiciones en que se
hallaba el cuartel general de la E.B.C. comprendimos que estaba muy congestionado y se
nos presentaba poco atractivo. Así, pues, decidimos permanecer aquí un poco más,
contra viento y marea. En donde estábamos, nos encontrábamos bastante cómodos.
Además, cuantos más abandonaban Londres, más espacio y alimentos nos quedaban.
En la última primavera se publicó un decreto que nos concernía a nosotros: todas las
estaciones de radio quedaban controladas directamente por el gobierno. La totalidad de la
Casa de la Radio se trasladó en avión cuando sus premisas fueron vulnerables, mientras
que las nuestras estaban todavía en estado disponible; por lo que los pocos hombres de
la B.B.C. que se quedaron vinieron a engrosar nuestro grupo.
Las noticias nos llegaban principalmente por dos conductos: de la cadena privada con
la E.B.C., que corrientemente era moderadamente honrada, aunque discreta, y de las
radiofusoras que, no importa de dónde procedieran, eran hinchadas con optimismo
patentemente deshonesto. Estábamos empezando a cansarnos y a desanimarnos
respecto a ellas, como les ocurriría a los demás, me imagino; pero, no obstante,
proseguían. Al parecer, todo el país estaba unido y se alzaba sobre el desastre con una
resolución que hacía honor a las tradiciones de su pueblo.
A la mitad del verano, bastante frío por cierto, la ciudad se había apaciguado mucho.
Los grupos de saqueadores habían desaparecido; sólo permanecían los obstinados. Eran,
indudablemente, muy numerosos; pero en veinte mil calles aparecían muy dispersos.
Todavía no estaban desesperados. Era posible andar otra vez por las calles con relativa
seguridad, aunque con la precaución de llevar una pistola.
El agua continuó subiendo cada vez más durante el período que todos los cálculos
habían supuesto. Las mareas más altas alcanzaban ahora un nivel de quince metros. La
línea fronteriza de la marea se hallaba al norte de Hammersmith, incluyendo la mayor
parte de Kensington. Se extendía por el lado sur de Hyde Park, continuaba por el sur de
Piccadilly, atravesaba Trafalgar Square, seguía el Strand y Fleet Street, y por último corría
hacia el nordeste, subiendo por el lado occidental del Lea Valley. De la ciudad solamente
quedaban libres las tierra altas que rodeaban St. Paul. En el sur se había extendido por
Barness, Battersea, Southwark, la mayor parte de Deptford y la parte más baja de
Greenwich.
Un día fuimos andando, dando un paseo, hacia Trafalgar Square. La marea ocupaba la
plaza, y el agua casi alcanzaba la parte alta de la pared norte, debajo de la National
Gallery. Llegamos hasta la balaustrada y contemplamos el agua que lamía los leones de
Landseer, preguntándonos qué pensaría Nelson de la vista que su estatua distinguía
ahora.
Casi a nuestros pies, la linde del agua estaba marcada con espumas y con una
fascinante y variada colección de objetos arrastrados por la corriente. Más allá, las
fuentes, las farolas, las luces del tráfico y las estatuas se reflejaban por todas partes. Al
otro extremo de la plaza, y mirando hacia Whitehall tan lejos como podíamos, la superficie
del agua estaba tan tranquila como la de un canal. Unos cuantos árboles permanecían
aún en pie, y, en ellos, piaban los gorriones. Los estorninos aún no habían desertado de
la iglesia de San Martin; pero las palomas se habían marchado todas, y en muchas de sus
habituales perchas se posaban ahora, en su lugar, las gaviotas. Durante algunos minutos
contemplamos la escena y escuchamos cómo se deslizaba el agua en medio del silencio.
Luego, pregunté:
- ¿No dijo alguien en cierta ocasión que el fin del mundo tendría lugar de esta forma,
con un sollozo y no con un estallido?
Phyllis pareció extrañada.
- ¿Alguien? - repitió -. ¡Fue míster Eliot!
- Bueno; pues parece como si en aquella ocasión hubiera tenido una excelente idea -
dije.
Phyllis observó a continuación:
- Creía que, en este momento, estaba atravesando una fase. Durante mucho tiempo
conservé la intuición de que algo se podría hacer para salvar el mundo en que vivimos...
si podíamos descubrir qué. Pero considero que pronto seré capaz de sentir: «Bueno, todo
ha terminado. ¿Cómo podremos hacer algo mejor de lo que ha cesado?»... De todas
formas, no podría decir que, viniendo a lugares como éste, me considero dichosa.
- No hay ningún lugar como éste. Este es..., era..., el único: el único de los únicos. Y
esto es lo malo: que está un poco más que muerto, pero no listo aún para un museo.
Pronto, tal vez, seremos capaces de sentir: «¡Oh! Toda nuestra pompa de ayer es como
la de Nínive y Tiro»... Pronto, sí; pero no todavía.
Hubo una pausa, que se prolongó.
- Mike - dijo Phyllis de pronto -. Vámonos de aquí... ya.
Asentí.
- Quizá sea lo mejor. Aún tendremos que ser un poco más fuertes, querida. Estoy
asustado.
Me cogió del brazo y nos dirigimos hacia el oeste. A medio camino de la esquina de la
plaza nos paramos. Acabábamos de oír el ruido de un motor. Cosa inverosímil: parecía
provenir del sur. Esperamos, mientras se acercaba. En aquel momento, procedente del
Admiralty Arch, llegaba una motora a toda velocidad. Giró en un arco muy cerrado y se
lanzó Whitehall abajo, dejando que las ondulaciones de su estela barriesen las ventanas
de las augustas oficinas gubernamentales.
- Precioso - dije -. No habrá muchos de nosotros que, en nuestros momentos de vigilia,
no haya pensado en algo semejante.
Phyllis contemplaba las anchas ondulaciones y, bruscamente, volvió a mostrarse
práctica.
- Creo que será mejor ver si podemos procurarnos una de esas motoras - dijo -. Tal vez
nos sea útil más adelante.
La marea continuaba subiendo. Al finalizar el verano, el nivel había experimentado un
aumento de dos o tres metros. El tiempo era malísimo y más frío aún de lo que fuera en la
misma época del año anterior. Muchos de los nuestros habían solicitado el traslado, y a
mitad de septiembre nos habíamos quedado reducidos a dieciséis.
Hasta Freddy Whittier anunció que estaba enfermo y agotado de malgastar el tiempo
como un marinero naufragado, e iba a ver si podía encontrar algún trabajo útil que hacer.
Cuando el helicóptero se llevó a su esposa y a él, volvimos a reconsiderar una vez más
nuestra propia situación.
Nuestra labor de componer material siempre palpitante sobre el tema de que nosotros
hablábamos..., el corazón de un imperio ensangrentado, pero aún no subyugado..., se
suponía, y nosotros lo sabíamos, que tenía un valor estabilizador aun entonces; pero
nosotros dudábamos de ello. Muchas personas silbaban el mismo tema en la oscuridad.
Algunas noches antes que se marcharan los Whittier, celebramos una última reunión en la
que alguien, en las primeras horas de la madrugada, consiguió conectar con una emisora
de Nueva York. Un hombre y una mujer, desde el Empire State Building, estaban
describiendo la escena. El cuadro que ellos evocaban de las torres de Manhattan, en pie,
como helados centinelas a la luz de la luna, mientras las brillantes aguas lamían sus
paredes por su base, era magistralmente hermoso, casi líricamente hermoso... No
obstante, fallaba en su propósito. En nuestras mentes podíamos ver esas torres
brillantes..., pero no eran centinelas, sino lápidas sepulcrales. Nos produjo la sensación
de que nosotros estábamos aún menos capacitados para disimular nuestras propias
lápidas sepulcrales; que era hora de salir de nuestro refugio y de encontrar trabajo más
útil. Nuestras últimas palabras a Freddy fueron que nosotros, seguramente, le
seguiríamos antes que pasara mucho tiempo.
Sin embargo, aún no habíamos alcanzado el punto culminante de nuestra decisión
definitiva, cuando, un par de semanas más tarde, Freddy nos habló por la radio. Tras los
saludos de rigor, nos dijo:
- Esto no es una mera cortesía. Es un consejo desinteresado a los que contemplan
cómo salta el aceite en la sartén..., ¿comprendes?
- ¡Oh! - exclamé -. ¿Qué sucede?
- Te lo diré: tengo motivos suficientes para mi regreso a tu lado inmediatamente, si no
tuviese mis razones para rechazar tan espantoso convencimiento. Quiero decir con esto
que debéis quedaros en donde estáis... los dos.
- Pero... - empecé a decir.
- Espera un momento - me interrumpió.
De nuevo llegó su voz a mis oídos.
- Perfectamente. Creo que no hay vuelta de hoja. Escucha, Mike: aquí hay exceso de
población; estamos hambrientos y hay una mezcolanza de mil demonios. Han
desaparecido los alimentos de toda clase, así como la moral. Vivimos, virtualmente, en
estado de sitio, y si esto no se convierte, dentro de unas semanas, en guerra civil, será
por milagro. La población exterior está mucho peor de lo que nosotros estábamos en
Londres; pero, al parecer, nada los convence de que no estamos viviendo en la parte más
rica de la Tierra. Por lo que más quieras, comprende lo que quiero decirte y quédate en
donde estás, si no por tu salvación, por la de Phyllis.
Pensé de prisa.
- Si ahí estás tan mal, Freddy, y no haces nada provechoso, ¿por qué no regresas aquí
en el primer helicóptero? Métete de polizón a bordo, o acaso podamos ofrecer al piloto
algo que le agrade.
- Efectivamente. Aquí no hacemos nada útil. No sé por qué dejaron que viniésemos.
Activaré este asunto. Estate pendiente del próximo vuelo. Acaso lleguemos en él.
Mientras tanto, os deseamos mucha suerte a ambos.
- Suerte a ti, Freddy, y nuestro cariño a Lynn..., y nuestros respetos a Bocker, si está
ahí y nadie le ha matado aún.
- Bueno, considerando que es Bocker, podía hallarse mucho peor... Adiós.
Procuraremos verte pronto.
Fuimos discretos. No dijimos nada más que habíamos oído decir que la ciudad de
Yorkshire estaba ya hasta los topes y que, por tanto, nos quedábamos. Un matrimonio,
que había decidido abandonar Londres en el primer vuelo, cambió de idea también.
Esperábamos que el helicóptero nos devolviera a Freddy. Un día después de lo debido
estábamos esperando aún. Conectamos con la radio. No se tenían noticias, excepto que
el helicóptero había abandonado el aeródromo. Pregunté por Freddy y Lynn. Nadie
parecía saber en dónde estaban.
Nunca más se tuvo noticias de aquel helicóptero. Nos dijeron que no tenían otro para
enviarnos.
El frío estío se convirtió en un otoño más frío aún. Hasta nosotros llegó el rumor de que
los tanques marinos habían hecho de nuevo su aparición por primera vez desde que el
agua había empezado a aumentar de nivel. Por ser las únicas personas ahora que
habíamos tenido contacto personal con ellos, asumimos la condición de expertos...,
aunque el único consejo que podíamos dar era el de llevar siempre un cuchillo afilado y
en posición tal que pudiese asestar un rápido tajo con cualquiera de las manos. Pero los
tanques marinos quizá encontraran escasa caza en las casi desiertas calles de Londres,
porque no volvimos a oír nada más de ellos. Sin embargo, por la radio nos enteramos que
no era lo mismo en algunas partes. Pronto hubo informes sobre su reaparición en muchos
lugares donde no solamente las nuevas líneas costeras, sino el colapso de la
organización, hizo difícil destruirlos en un número alentador.
Mientras tanto, la cuestión empeoraba. Noche tras noche las emisoras combinadas de
la E.B.C. y de la B.B.C. abandonaron toda pretensión de infundir tranquila confianza.
Cuando vimos el mensaje que nos trasmitieron por radio simultáneamente con todas las
demás emisoras, nos dimos cuenta de la razón que tenía Freddy. Se trataba de una
llamada a todos los ciudadanos leales para que ayudaran al gobierno legítimamente
elegido contra cualquier intento que pudiera hacerse para derribarlo por la fuerza, y, en la
forma en que estaba dicho, no cabía duda alguna de que ya se estaba llevando a cabo
alguna intentona. El mensaje era una mezcla de exhortación, amenazas y súplicas, que
terminaba justamente con la falsa nota de confianza..., la misma nota que sonó en
España y luego en Francia cuando hubo de dar las noticias, aunque tanto los locutores
como los oyentes sabían que el final estaba cercano. El mejor locutor del servicio de
información no podía darle un tono de convicción.
La cadena de emisoras no quería, o no podía, aclararnos la situación. Decían que el
fuego continuaba. Algunos grupos armados intentaban penetrar a la fuerza en el recinto
de la Administración. Los militares tenían la situacion en sus manos y terminarían
rápidamente con la algarada. Las locuciones radiadas tenían como única finalidad echar
por tierra los rumores y restablecer la confianza en el gobierno. Nosotros decíamos que ni
lo que ellos nos contaban ni el propio mensaje nos inspiraba ninguna confiana, y que nos
gustaría saber qué estaba sucediendo en realidad. Todo lo que llegaba a nuestros oídos
era oficial, breve y frío.
Veinticuatro horas después, en medio de otra radiación dictada para infundirnos
confianza, la emisora interrumpió su emisión, repentinamente. Nunca más volvió a
funcionar.
Hasta que uno se acostumbra a ello, la situación de ser capaces de oír de todas partes
del mundo, aunque ninguna diga lo que está sucediendo en el propio país de uno, resulta
extraña. Recogimos informes sobre nuestro silencio de América, Canadá, Australia y
Kenya. Radiábamos con toda la potencia de nuestra emisora lo poco que sabíamos, y
podíamos oírlo después repetido por emisoras extranjeras. Pero nosotros mismos
estábamos lejos de comprender lo que sucedía. Aunque los cuarteles generales de
ambas cadenas, en Yorkshire, hubieran sido invadidos, como parecía, quedaban aún
muchas emisoras en el aire independientemente, por lo menos en Escocia y en el norte
de Irlanda, a pesar de que no estuvieran mejor informadas que nosotros. Sin embargo,
desde hacía una semana no se tenía noticia de ellas. El resto del mundo parecía estar
demasiado ocupado en enmascarar sus propias catástrofes para preocuparse de
nosotros..., aunque una vez oímos una voz que hablaba con diapasón histérico sobre
l'écroulement de l'Anglaterre. La palabra écroulement no me era muy familiar, pero poseía
un sonido terriblemente mortal.
El invierno se echó encima. Ahora se veía poca gente por las calles, en comparación el
año anterior. Eso se notaba. Frecuentemente era posible andar un par de kilómetros sin
ver a nadie. Presumiblemente, todos ellos poseían depósitos procedentes de los
almacenes de comestibles saqueados que servían para mantenerlos, a ellos y a sus
familiares, y, evidentemente, no era motivo de censura. Se notaba tambien como muchas
de esas personas hacían alarde de poseer armas como cosa lógica. Nosotros mismos
adoptamos la costumbre de llevar las... pistolas, no fusiles..., colgadas del hombro, más
que con la esperanza de utilizarlas, con el fin de evitar la ocasión de ser atacados. Existía
una especie de estado cauto de prevención que se hallaba aún bastante lejos de la
hospitalidad instintiva. El peligro hace que los hombres estén atentos a los chismes y a los
rumores, y, algunas veces, a las malas noticias de interés local. Por eso nos enteramos
de que, alrededor de Londres, existía actualmente un cordón completamente hostil; de
cómo los distritos exteriores se habían constituido, en cierto modo, en estados miniaturas
independientes y prohibían la entrada, tras echarlos, a muchos de los que habían
buscado refugio allí; de cómo los que intentaban cruzar la frontera de una de esas
comunidades eran recibidos a tiros sin que mediara cuestión alguna.
En el nuevo año, se hizo más intenso el sentido de las cosas que nos presionaban. La
marca de la marea alta se hallaba ahora a un nivel de veintidós metros y medio. El tiempo
era abominable y espantosamente frío. Apenas transcurría una noche sin que soplara un
ventarrón del sudoeste. Se hizo más raro aún ver a alguien en las calles, aunque cuando
el viento cesaba durante un rato, podía verse desde el tejado un sorprendente número de
chimeneas expeliendo humo. La mayoría era humo procedente de madera y de muebles
quemados, se suponía; porque el carbón que se hallaba en los almacenes y en las
estaciones del ferrocarril había desaparecido por completo el invierno anterior.
Desde un punto de vista puramente práctico, dudaba que hubiera en todo el país
alguien más favorecido ni tan seguro como nuestro grupo. Los alimentos, adquiridos al
principio, junto con los conseguidos después, constituían un depósito que bastaría para
alimentar durante varios años a las dieciséis personas que quedábamos. También
poseíamos una inmensa reserva de petróleo y gasolina. Materialmente, estábamos mejor
que un año antes cuando éramos más. Pero sabíamos, como muchos lo habían sabido
antes que nosotros, que el factor comida no bastaba para cubrir nuestras necesidades. La
sensación de desolación empezaba a pesar sobre nosotros y se hizo más intensa cuando,
a finales de febrero, el agua empezó a lamer los peldaños de nuestra puerta por primera
vez y el edificio se llenó de los ruidos que producía el agua al caer en cascadas en
nuestros sótanos.
Algunos de nuestro grupo empezaron a mostrarse más inquietos.
- Seguramente, no puede subir mucho más. Treinta metros es el límite, ¿verdad? -
decían.
Tranquilizarse falsamente no tenía ningún objeto y, además, era contraproducente. No
podíamos decir nada más que repetir lo que Bocker había dicho: que era una aventura.
Nadie sabía, dentro de un ancho límite, cuánto hielo había en el Antártico. Tampoco nadie
estaba completamente seguro de cuántas superficies del norte que parecían tierra firme,
tundra, eran en realidad simplemente un depósito sobre una base antigua de hielo.
Nosotros ignorábamos por completo todo eso. El único consuelo era que Bocker parecía
creer ahora, por alguna razón, que el nivel de agua no subiría por encima de los treinta y
siete metros y medio..., lo cual dejaría intacto nuestro refugio aéreo. Sin embargo, se
requería un gran dominio sobre sí para encontrar tranquilizador ese pensamiento cuando
se tumbaba uno en la cama por las noches, mientras escuchaba el eco del chapoteo de
las olas que el viento traía a lo largo de Oxford Street.
Una luminosa mañana de mayo, una soleada, aunque no calurosa mañana, eché de
menos a Phyllis. Las pesquisas en busca de ella me condujeron eventualmente a la
azotea. La encontré en el rincón sudoeste, mirando fijamente hacia los árboles que
punteaban el lago de lo que había sido Hyde Park, y llorando. Me apoyé en el parapeto, al
lado de ella, y la abracé con un brazo. Phyllis dejó de llorar. Se limpió los ojos y se sonó la
nariz. Luego, dijo:
- Después de todo, no he sido capar de mantenerme fuerte. No creo que pueda
soportar esto por mucho tiempo, Mike. Sácame de aquí. Por lo que más quieras, sácame
de aquí.
- ¿Y adónde vamos..., suponiendo que pudiéramos ir a alguna parte? - pregunté.
- Al cottage, Mike. En el campo, la cosa no será tan espantosa. Habrá algo cultivado...,
no como aquí, que todo está muerto. Aquí no hay ya esperanza..., y puesto que no hay
esperanza, debemos saltar el muro.
Medité unos instantes sobre lo que acababa de decirme.
- Aun suponiendo que consiguiéramos salir, tendríamos que vivir - dije -.
Necesitaríamos alimentos, combustibles, cosas...
- Hay... - empezó a decir, pero cambió de idea tras la ligera vacilación -. Podríamos
encontrar lo suficiente para mantenernos durante una temporada, hasta que pudiéramos
cultivar algo. Y habrá pescado, y restos de embarcaciones naufragadas que nos servirán
de combustible. Encontraremos algo, de alguna forma. Será duro..., pero yo no puedo
permanecer en este cementerio por más tiempo. Mike... no puedo...
Hizo una pausa.
- ¡Míralo, Mike!¡Míralo! Nunca hicimos nada para merecer esto. Muchos de nosotros, la
mayoría, no seríamos muy buenos, pero, seguramente, tampoco lo suficientemente malos
para merecer esto. ¡Y no tener ni una oportunidad! Si siquiera fuera algo contra lo que
pudiéramos luchar... ¡Pero estar anegados, muertos de hambre y forzados a destruirnos
los unos a los otros para poder subsistir... y por cosas que nadie ha visto nunca, que viven
en un lugar donde no podemos alcanzarlas!...
Hizo otra pausa.
- Algunos de nosotros saldrán de este atolladero, seguramente... los más fuertes. Pero,
entonces, ¿qué harán las cosas que están abajo? Algunas veces sueño con ellas,
permaneciendo en esos profundos y oscuros valles; otras, me producen la impresión de
ser monstruosos calamares o gigantescos zánganos; otras, como si fueran enormes
nubes de células luminosas colgando de las grietas de las rocas... Supongo que nunca
sabremos cómo son en realidad; pero, sean como sean, permanecen aquí todo el tiempo,
pensando y proyectando lo que han de hacer para acabar con nosotros radicalmente, a fin
de que todo pase a su poder... Algunas veces, a pesar de Bocker, creo que las cosas se
hallan quizá en el interior de los tanques marinos, y que si pudiéramos capturar solamente
uno para examinarlo, sabríamos cómo luchar, al fin, contra ellos. Varias veces he soñado
que habíamos encontrado uno y nos las habíamos arreglado para descubrir el trabajo que
hacía, pero nadie nos había creído, excepto, excepto Bocker. Sin embargo, lo que le
habíamos dicho le había dado una idea para construir un arma maravillosa que terminaba
por destruirlos... Sé que todo esto suena a estúpido, pero es maravilloso en sueños, y, al
despertar, siente uno como si hubiéramos salvado a todo el mundo de una pesadilla...
Pero luego oigo el ruido del agua azotando las paredes, en la calle, y me doy cuenta de
que nada ha terminado, que todo sigue, sigue, sigue... No puedo permanecer aquí por
más tiempo, Mike. Enloqueceré si tengo que estarme sentada aquí sin hacer nada
mientras una gran ciudad muere centímetro a centímetro a mi alrededor. Sería diferente
en Cornwall, en cualquier parte del campo. Para continuar como ahora, tendría que estar
trabajando noche y día. Considero que es preferible morir intentando huir que haciendo
frente a otro invierno como el pasado.
No comprendía que fuese tan malo como ella decía. Pero no era momento de discutir.
- Muy bien, querida - dije. Nos iremos.
Cuanto oíamos nos precavía contra todo intento de huir por medios normales. Nos
contaron de zonas donde todo había sido arrastrado para habilitar campos de visualidad
espaciosos, con trampas, señales de alarma y guardianes. Todo cuanto existía más allá
de esos campos se suponía que estaba basado sobre un frío cálculo del número que
cada distrito autónomo podía soportar. Los oriundos de esos distritos se habían agrupado
para echar a los refugiados y a los inútiles a un terreno más bajo, donde tenían que
valerse por sí mismos. En cada una de las áreas existía la acusada sensación de que otra
boca que alimentar incrementaría la escasez para los demás. Cualquier forastero que
conseguía introducirse, podía tener la seguridad de que su presencia no sería ignorada
por mucho tiempo, y, cuando le descubrieran, le tratarían sin consideración: la
supervivencia lo exigía. Así, pues, todo eso nos produjo la sensación de que deberíamos
intentar nuestra huida por otros caminos, como lo exigía nuestra propia supervivencia.
Intentarlo por el agua, a lo largo de pasos que constantemente se alargaban y
alcanzaban grandes distancias, parecía lo mejor; pero si no hubiera sido por la suerte de
encontrar una pequeña, aunque potente motora, la Midge, no sé qué hubiera sido de
nosotros. Llegó a nuestro poder a causa del accidente sufrido por su dueño, al que
tirotearon cuando intentaba escapar de Londres. La encontró Ted Jarvey y nos la trajo,
puesto que sabía los vanos intentos que llevábamos haciendo durante semanas para
conseguir una embarcación.
La desagradable sensación de que alguno de los nuestros deseara marcharse también
y presionara para venir con nosotros resultó completamente infundada. Sin excepción,
nos consideraban unos locos. La mayoría de ellos se las compuso para llevar aparte a
cualquiera de nosotros, cuando surgía la ocasión, para indicarnos que era descabellado e
improcedente abandonar un cuartel general cómodo y caliente para realizar un viaje, con
toda seguridad frío y, probablemente, lleno de peligros, hacia un lugar cuyas condiciones
serian seguramente peores y posiblemente intolerables. Nos ayudaron a llenar la motora
Midge de provisiones y combustible hasta que su línea de flotación sobresalía apenas
unos centímetros del agua; pero ninguno de ellos hubiera sido sobornado para venir con
nosotros.
Nuestro progreso río abajo fue cauto y lento, porque no teníamos la intención de hacer
el viaje más peligroso de lo necesario. Nuestro principal problema, que nos asaltaba
continuamente, era dónde parar para pasar la noche. Teníamos plena conciencia de
nuestra probable destrucción como transgresores de la ley, y también del hecho de que la
Migde, con su contenido, constituía un botín tentador. Nuestro usual anclaje lo
efectuábamos en las calles más ocultas de alguna ciudad inundada. Algunas veces,
cuando el viento soplaba huracanado, permanecíamos en tales lugares durante varios
días. El agua potable, que habíamos considerado nuestro principal problema, no resultó
difícil obtenerla. Casi siempre podían encontrarse residuos de agua en los tanques de las
azoteas de alguna casa sumergida parcialmente. Así, pues, un viaje que siempre
hacíamos por carretera en pocas horas, tardamos más de un mes en realizarlo.
Cuando llegamos al mar libre, contemplamos los blancos acantilados, tan normales que
era difícil creer en la inundación..., hasta que contemplábamos más de cerca las
hondonadas donde debían de haber estado las ciudades. Un poco después
comprendimos que íbamos por buen camino, porque empezamos a ver nuestros primeros
icebergs.
Nos acercamos con precaución al final de nuestro viaje. De lo que habíamos sido
capaces de observar de la costa, mientras la recorríamos, dedujimos que las tierras altas
estaban frecuentemente ocupadas por campamentos de chozas. Donde la tierra era
escarpada, existían ciudades y pueblos en los que las casas más altas estaban ocupadas
aún, a pesar de que sus bases estuvieran sumergidas. No teníamos idea ninguna en qué
condiciones encontraríamos Penllyn, en general, y Rose Cottage, en particular.
Desde el río principal giramos hacia el norte. Con el agua ahora a un nivel de treinta
metros, la multiplicación de los caminos acuosos nos confundía. Perdimos nuestra ruta
media docena de veces antes de dar la vuelta a un recodo de un paraje completamente
nuevo y encontrarnos a la vista de una ladera que nos era familiar y que conducía hacia
nuestro cottage.
En él había estado la gente, mucha gente; pero aunque el desorden era considerable,
los daños no eran grandes. Era evidente que habían ido en busca de cosas comestibles
principalmente. De las estanterías de la despensa habían desaparecido hasta el último
bote de salsa y el último paquete de pimienta. También habían desaparecido el aceite, las
velas y la pequeña reserva de carbón.
Phyllis echó una rápida mirada a los despojos y desapareció por una escalera que
conducía a la bodega. Reapareció inmediatamente y echó a correr hacia el cenador que
había construido en el jardín. Por la ventana vi cómo examinaba el suelo con todo
cuidado. Después, regresó a la casa.
- Gracias a Dios, todo está bien - dijo.
No parecía momento oportuno para dar gran importancia a los cenadores.
- ¿Qué es lo que está bien? - inquirí.
Las provisiones - dijo -. No quise decirte nada hasta estar segura. Hubiera constituido
una desilusión muy amarga si hubiera desaparecido.
- ¿Qué provisiones? - pregunté, sin saber de qué me hablaba.
- No eres muy intuitivo, ¿verdad que no, Mike? ¿De verdad creíste que una persona
como yo iba a hacer una obra de albañilería sólo por divertirme? Tapié media bodega,
que colmé de provisiones; y debajo del cenador hay muchas también.
La miré fijamente.
- ¿Quieres decir que...? ¡Pero eso fue hace años!... ¡Mucho antes que empezara la
inundación!...
- Pero no antes que empezaran a hundirse los barcos con tanta rapidez. Me pareció
que sería una idea excelente formar un almacén de provisiones antes que las cosas se
hicieran difíciles; pues era evidente que se harían difíciles más adelante. Así, pues, pensé
que no estaría mal poseer una reserva aquí; sólo que no podría decírtelo, porque sabía
que te hubiera molestado extraordinariamente.
Me senté y la miré.
- ¿Molestado? - pregunté.
- Bueno, existen algunas personas que consideran más lógico pagar precios de
mercado negro que tomar ciertas precauciones.
- ¡Oh! - exclamé -. ¿Y lo hiciste todo tú sola?
- No quería que nadie de la localidad lo supiera; por tanto, el único camino era hacerlo
yo sola. Como se esperaba, el transporte de mercancías por avión se organizó mucho
mejor de lo que todo el mundo pensaba; por tanto, no necesitamos echar mano de lo
nuestro. Pero ahora nos va a venir muy bien.
- ¿Cuánto? - pregunté.
Phyllis pensó durante unos instantes.
- No estoy completamente segura, pero hay aquí todo el contenido de un vagón grande
de mercancías... Además, tenemos lo que hemos traído en la Midge.
Podía ver, y veía, varios ángulos a la cuestión; pero hubiera sido groseramente
desagradable mencionarlos en aquel momento. Por tanto, lo dejé en paz, y empezamos a
trabajar en el arreglo de la casa.
No tardamos mucho tiempo en comprender por qué había sido abandonado el cottage.
No había más que subir a la cumbre para ver que nuestro cerro estaba destinado a
convertirse en una isla, y dentro de pocas semanas dos riachuelos se unirían por la parte
de atrás de nosotros, formando uno solo.
Según podíamos ver, los acontecimientos fueron lo mismo aquí que en otras partes...,
con la excepción de que aquí no había habido invasión: el movimiento fue hacia fuera.
Primero, hubo la cauta retirada cuando el agua empezó a subir de nivel; luego, la huida
llena de pánico, para alcanzar tierras más altas cuando aún existía la posibilidad de
encontrarlas. Los que se quedaron, y aún penmanecían aquí, eran una mezcolanza de
testarudos, negligentes y siempre esperanzados que habían estado diciendo desde el
principio que mañana, o tal vez pasado mañana, cesaría de subir el nivel del agua.
Se había establecido un perfecto estado de guerra civil entre los que se quedaron y los
que intentaban establecerse allí. Los moradores de las tierras altas no querían admitir a
recién llegados en su territorio estrictamente racionado, y los de las tierras bajas portaban
armas y establecían trampas para evitar las invasiones de su territorio. Se decía, aunque
no sé con qué visos de verdad, que las condiciones aquí eran buenas comparadas con
las de Devon y otros lugares situados más al este; por lo cual, una vez que los habitantes
de las tierras bajas fueron arrojados de sus casas y se pusieron en camino, muchísimos
de ellos decidieron continuar la marcha hasta alcanzar el magnífico territorio situado más
allá de los páramos. Se contaban cosas terroríficas sobre la guerra defensiva contra los
grupos hambrientos que intentaban penetrar en Devon, Somerset y Dorset; pero aquí sólo
se oía algún disparo de vez en cuando, y siempre en pequeña escala.
Nuestro completo aislamiento fue una de las cosas más difíciles de soportar. La radio,
que podía habernos puesto al corriente de algo de lo que pasaba por el resto del mundo,
si no de nuestro país, estaba estropeada. Se estropeó pocos días después de nuestra
llegada y no teníamos medios para arreglarla ni reemplazarla por otra.
Nuestra isla ofrecía poca tentación, así que no fuimos molestados. La población de
aquí había conseguido una excelente cosecha el verano anterior, que, con la pesca, que
era abundantísima, bastaba para sacarla adelante. Nuestra situación no era enteramente
como la de los forasteros; pero tuvimos mucho cuidado en no hacer peticiones ni
encargos. Supongo que creían que nos sustentábamos a base de pescado y de las
provisiones que habíamos traído en la motora... y por lo que podía quedar de ellas ya no
merecía la pena hacer una incursión contra nosotros. Hubiera sido diferente si la cosecha
del último verano hubiese sido más escasa.
Empecé este relato a principios de noviembre. Ahora estábamos a finales de enero. El
agua continuaba subiendo de nivel muy lentamente; pero desde Navidad,
aproximadamente, parecía haber aumentado tan poco que apenas se notaba. Teníamos
la esperanza de que hubiese alcanzado su límite. Aún se veían icebergs en el canal, pero
eran escasos.
No obstante, había frecuentes incursiones de tanques marinos, a veces de uno solo;
pero más frecuentemente de cuatro o cinco. Por lo regular, eran más molestas que
peligrosas. La población que vivía a orillas del mar poseía grupos de vigías que daban la
voz de alarma. Al parecer, a los tanques marinos no les gustaba escalar; corrientemente
no se aventuraban más allá de medio kilómetro de la orilla del agua, y cuando no
encontraban victimas se iban inmediatamente.
Con mucho, lo peor que tuvimos que arrostrar fue el frío del invierno. Aun siendo
indulgentes por la diferencia que notábamos en nuestra circunstancia, nos pareció mucho
más frío que el anterior. El río que se extendía a nuestros pies permaneció helado
muchas semanas, y, con el aire calmado, el propio mar se helaba a poca distancia de la
costa. Pero la mayor parte del tiempo no hubo aire calmado. Durante días, las tierras del
interior se vieron cubiertas de nieve que arrastraba el aire huracanado. Afortunadamente,
estábamos protegidos del impetuoso viento del suroeste; pero fue bastante malo. ¡Dios
sabe la vida que se llevaría en los campamentos instalados en los páramos cuando
soplaban estos huracanes!...
Decidimos que, cuando llegara el verano, intentaríamos marcharnos. Nos dirigiríamos
hacia el sur, en busca de algún lugar más caliente. Con toda probabilidad podríamos
resistir aquí otro invierno; pero ello nos dejaría menos aprovisionados y menos aptos para
enfrentarnos con el viaje que tendríamos que realizar en algún momento. Era posible,
pensábamos, que en lo que quedaba de Plymouth o de Devonport encontráramos algún
combustible para el motor; pero, en cualquier caso, instalaríamos un mástil y, si no
teníamos suerte o no encontrábamos combustible, navegaríamos a vela.
¿Hacia dónde? Aún no lo sabíamos. A algún sitio más caliente. Tal vez encontraríamos
balas solamente en donde quisiéramos desembarcar; pero, aun así, sería mejor que morir
lentamente de inanición en medio de un frío horrible.
Phyllis estuvo conforme.
- Hasta ahora nos ha favorecido la suerte - dijo -. Después de todo, ¿para qué nos
serviría la buena suerte que nos han otorgado, si no continuamos haciendo uso de ella?
4 de mayo. No iríamos hacia el sur. No dejaríamos este manuscrito en una caja de lata
para que el azar lo pusiera en manos de alguien algún día. Lo llevaríamos con nosotros.
Y aquí está la razón:
Hace dos días vimos el primer avión desde que estamos aquí... o desde antes de estar
aquí. Un helicóptero, que llegó procedente de la costa, giró hacia las tierras del interior y
pasó a continuación por encima de nuestro riachuelo.
Habíamos bajado a la orilla del agua para trabajar en la motora y tenerla preparada
para el viaje. Oímos un zumbido lejano; luego, el helicóptero vino en línea recta hacia
nosotros. Lo miramos, haciendo pantalla a los ojos con la mano. Iba a contraluz, pero
pudimos distinguir el círculo de la R.A.F. en sus costados, y pensé que, desde su cabina,
podría ver algo que se moviera. Agité la mano. Phyllis hizo señas con la brocha de pintar.
Contemplamos cómo se dirigía a nuestra izquierda y luego giraba hacia el norte.
Desapareció detrás de nuestro cerro. Nos miramos el uno al otro, mientras el ruido del
motor se amortiguaba. No hablamos. No sé cómo reaccionó Phyllis; pero a mí me hizo
sentirme un poco extraño. Nunca pensé encontrarme en una situación en la que el
zumbido del motor de un avión sonara en mis oídos como una especie de música
nostálgica.
Entonces me di cuenta de que el zumbido no había desaparecido por completo. El
aparato reapareció, dando la vuelta a la otra ladera del cerro. Al parecer, estaba
examinando minuciosamente nuestra isla. Vimos cómo se paraba encima y luego
empezaba a bajar hacia la curva del cerro que nos protegía. Yo tiré mi destornillador y
Phyllis su brocha, y echamos a correr cerro arriba hacia él.
Bajó más, pero era evidente que no se arriesgaría a aterrizar entre las piedras y los
brezos. Mientras permanecía allí, se abrió una portezuela en uno de sus costados. Cayó
un bulto que golpeó sobre los brezos. A continuacion lanzaron una escala de cuerda, que
se desenrolló a medida que caía. Una forma empezó a bajar por ella, sujetándose con
sumo cuidado. El helicóptero se movía lentamente encima de la cresta del cerro, y el
hombre que descendía por la escala estaba oculto ahora a nuestros ojos. Nosotros
continuábamos ascendiendo por la ladera opuesta. Aún nos encontrábamos a mitad de
camino de lo alto del cerro cuando el aparato se elevó y pasó por encima de nuestras
cabezas, mientras alguien de su interior recogía la escala.
Haciendo grandes esfuerzos continuamos escalando la ladera. Al fin alcanzamos un
punto desde donde fuimos capaces de ver una forma vestida de oscuro entre los brezos,
al parecer examinándose si tenía alguna fractura.
- Es... - empezó a decir Phyllis -. Sí, ¡es él! ¡Es Bocker! - gritó.
Y echó a correr temerariamente por el árido terreno.
Cuando yo llegué, mi mujer estaba arrodillada a su lado, con ambos brazos rodeándola
el cuello y llorando a lágrima viva. Él le estaba dando golpecitos en la espalda,
cariñosamente. Me alargó la otra mano cuando llegué a su lado, cogiéndome las dos
mías, y estuve a punto de echarme a llorar también. Era Bocker, efectivamente, y apenas
parecía cambiado desde la última vez que le vi. En aquel momento no parecía haber
mucho que decir, sino:
- ¿Se encuentra usted bien?... ¿Está herido?
- Sólo un rasguño. No tengo nada roto. Se necesita más práctica para hacerlo de lo que
yo creía - dijo.
Phyllis alzó la cabeza para contestarle:
- ¡Nunca debió usted intentarlo, A. B.! Pudo haberse matado.
Luego se echó de nuevo y se puso a llorar más cómodamente.
Durante unos segundos, Bocker miró pensativo el mechón de pelo que reposaba sobre
su hombro. Luego, levantó los ojos hacia mí, interrogadores.
Moví la cabeza.
- Otros han tenido que enfrentarse con cosas peores; pero ha sido agotador,
deprimente... - le dije.
Asintió, y de nuevo dio golpecitos cariñosos a Phyllis en la espalda. Mi mujer empezaba
ya a dormirse. Bocker esperó un poco más para decir:
- Si usted fuera tan amable de separar a su esposa un momentito, vería si aún soy
capaz de sostenerme en pie.
Fue capaz.
- Nada, excepto un par de rasguños - anunció.
- Mucho más afortunado de lo que se merecía - le dijo Phyllis, con severidad -. Ha sido
ridículo hacer esto a su edad, A. B.
- Exactamente lo mismo pensé yo cuando me hallaba a mitad de la escala - dijo, de
acuerdo con ella.
Los labios de Phyllis temblaban cuando ella le miró.
- ¡Oh, A. B.! - exclamó -. Es maravilloso volver a verle de nuevo. Aún no puedo creerlo.
Bocker le echó un brazo alrededor del cuello y apoyó el otro en mi hombro.
- Tengo hambre - anunció -, En algún sitio de por aquí habrá un paquete que hemos
arrojado del helicóptero.
Bajamos hacia el cottage. Phyllis charloteó como una loca durante todo el camino,
excepto en las pausas que hacía para mirar a Bocker y convencerse de que estaba
realmente allí. Cuando llegamos a la casa, desapareció en la cocina. Bocker se sentó con
todo cuidado.
- Ahora vendría bien un trago..., pero hace tiempo que se terminaron todas las bebidas
- le dije apesadumbrado.
Bocker sacó un frasco achatado. Durante un momento contempló una gran abolladura.
- ¡Hum! - exclamó -. Esperemos que la subida sea más cómoda que la bajada.
Echó whisky en tres vasos y animó a Phyllis.
- Con esto nos recuperaremos - dijo.
Bebimos.
- Y ahora - dije -, puesto que en toda nuestra experiencia nada ha sido más inverosímil
que su bajada del cielo en un trapecio, nos gustaría que nos diera una explicación.
- Eso no estaba en el plan - admitió -. Cuando nos enteramos por la gente de Londres
de que ustedes habían partido para Cornwall, supuse que sería aquí donde estarían, si
habían conseguido llegar. Así, pues, cuando me fue posible, vine a echar una ojeada;
pero al piloto no le gustaba este terreno en absoluto y no quería arriesgarse a aterrizar
con su aparato. Por tanto, dije que bajaría, y después ellos volarían hasta un sitio donde
pudieran aterrizar, regresando a recogerme al cabo de tres horas.
- ¡Oh! - exclamé.
Phyllis estaba mirándole.
- Es lógico que consideren ustedes las cosas así; pero yo hubiera dado con ustedes
antes si hubiesen permanecido en donde estaban. ¿Por qué no se quedaron en Londres?
- Teníamos que marcharnos, A. B. Creíamos que usted había muerto cuando fue
inundado Harrogate. Los Whittier nunca regresaron. La radio cesó de emitir. El helicóptero
dejó de venir. En el aire no había ninguna emisora que pudiera oírse, ninguna emisora
británica. Después de todo, parecía como si las cosas estuvieran a punto de terminar. Por
eso nos marchamos. Hasta las ratas prefieren morir en lugares abiertos...
Phyllis se puso en pie y empezó a poner la mesa.
- No creo, A. B., que usted hubiera permanecido allí aguardando un fin inevitable - dijo.
Bocker movió la cabeza.
- ¡Oh, qué poca fe! Como ustedes saben, éste no es el mundo de Noé. El siglo veinte
es algo que no se puede destruir tan fácilmente como parece. El paciente está todavía en
situación grave; está enfermo, muy enfermo, y ha perdido muchísima sangre..., pero se
recuperará. ¡Oh, sí! Se recuperará completamente, ya lo verán.
Por la ventana miré el agua que se extendía por los campos, y los nuevos brazos de
mar que se dirigían hacia la tierra, hacia las casas que habían sido hogares y que ahora
estaban anegadas por la riada.
- ¿Cómo? - pregunté.
- No será fácil, pero se hará. Hemos perdido muchas de nuestras mejores tierras; pero
el agua casi no ha aumentado de nivel durante los últimos seis meses. Reconocemos
que, una vez que estemos organizados, deberemos ser capaces de cultivar lo suficiente
para alimentar a cinco millones de personas.
- ¿Cinco millones? - repetí.
- Ese es el cálculo en bruto de la población actual... Por supuesto, todo no es más que
una hipótesis.
- ¡Pero era de cincuenta y seis millones, aproximadamente! - exclamé.
Ése era un tema que Phyllis y yo habíamos evitado siempre tocar... o en el que
habíamos pensado más de lo que nos convenía. En nuestros momentos de mayor
depresión yo había tenido, supongo, una vaga idea de que en el transcurso del tiempo
habría unos cuantos supervivientes que vivirían en plena barbarie, pero nunca los había
considerado en cifras.
- ¿Cómo sucedió? Sabíamos que se estaba luchando, claro está; pero eso...
- Algunos murieron en la lucha, y, por supuesto, hubo lugares donde muchos fueron
hechos prisioneros y sumergidos; pero eso, en realidad, constituye un pequeño porcentaje
de bajas. No. Fue la pulmonía quien causó el mayor daño. La mala alimentación y la
peligrosa situación durante tres amargos inviernos. Con cada dosis de flujo, en cada frío,
aumentaban las pulmonías. No había servicio médico, ni farmacias, ni medicamentos, ni
comunicaciones. Nada podía hacerse para evitarlo.
Se encogió de hombros.
- Pero, A. B. - le recordó Phyllis -, acabamos de beber para «recuperarnos»...
¿Recuperarnos... cuando ha desaparecido el noventa por ciento?
La miró firmemente y asintió.
- Claro que sí - dijo, con confianza -. Cinco millones pueden constituir todavía una
nación. Porque, en el tiempo de Isabel I, no éramos más, ya lo sabe usted. Entonces,
pudimos ser una nación; ahora volveremos a serlo. Pero habrá que trabajar... Por eso
estoy aquí. Hay trabajo para ustedes dos.
- ¿Trabajo? - repitió Phyllis.
- Sí, y esta vez no se tratará de vender jabones ni quesos, sino moral. Así, pues,
cuanto antes hayan recuperado ustedes su moral, tanto mejor.
- Espere un momento. Según mi opinión, esto necesita una explicación - dijo Phyllis.
Trajo la comida y acercamos las sillas a la mesa.
- Perfectamente, A. B. - dijo Phyllis -. Sé que la comida no le impide nunca hablar. Por
tanto, adelante.
- De acuerdo - dijo Bocker -. Imaginen un país en donde no existen más que pequeños
grupos y comunidades independientes esparcidos por su territorio. No existen
comunicaciones. Casi todos ellos están atrincherados para defenderse. Apenas existe
alguien con idea de lo que está ocurriendo a dos o cuatro kilómetros más allá de su propia
área. Bueno, ¿qué se puede hacer para que tal situación vuelva al orden de nuevo?
Primero, según mi opinión, encontrar una forma de penetrar en esos cerrados y aislados
cotos para poder trabajar dentro de ellos. Para conseguir esto, se tiene que establecer
ante todo alguna especie de autoridad central, y luego hacer saber al pueblo que existe
una autoridad central... y hacer que confíe en ella. Se necesita establecer partidas o
grupos que serán las representaciones locales de la autoridad central. ¿Cómo conseguir
eso?... Pues hablándole de ello y contando con ellos... por radio.
Hizo una pausa.
- Se busca una fábrica y se empieza a trabajar en la construcción de receptores y
baterías de radio pequeños, que se lanzan desde el aire. Cuando se pueda, se empieza a
transmitir con los radios transmisores, emitiendo dos clases de comunicaciones: primero,
con los grupos mayores; segundo, con los más pequeños. Así se destruye el aislamiento
y la sensación de ello. Un grupo comienza a oír lo que otros grupos están haciendo. Y
empieza a revivir la confianza en sí mismo. Se inculca la sensación de que en el timón de
la nave hay una mano firme que les da esperanzas. Comienza a experimentarse el deseo
de que hay algo por qué trabajar. Entonces, un grupo empieza a colaborar, y a traficar,
con el de al lado. Y ése es el momento en que uno comienza a creer que ha conseguido
algo realmente. Es el mismo trabajo que nuestros antepasados tuvieron que hacer con las
generaciones de los hombres que montaban a caballo... Por radio debemos ser capaces
de organizar un cambio radical en un par de años. Pero habrá que actuar en conjunto...
Habrá que formar un grupo de personas que sepan decir lo que es conveniente decir.
¿Qué les parece?
Phyllis continuó mirando su plato durante unos segundos. Luego, alzó los ojos, que le
brillaban, y los posó en Bocker, al mismo tiempo que ponía su mano sobre la de él.
- ¿Ha pensado usted alguna vez, A. B., que se hallaba casi muerto y que, de repente,
recibía una inyección de adrenalina? - preguntó impulsiva.
Se levantó de la mesa, dio la vuelta a su alrededor y besó a Bocker en la mejilla.
- ¿Adrenalina? - dije -. No opino lo mismo, pero estoy de acuerdo con Phyllis. Me
adhiero a la causa con todo entusiasmo.
- Me produce más embriaguez que todo el alcohol que pudiera beber - afirmó Phyllis.
- Magnífico - dijo Bocker -. Entonces, lo mejor será que hagan las maletas. Enviaremos
un helicóptero más grande para que venga a recogerles dentro de tres días... Y no se
dejen ninguna provisión aquí. Pasará mucho tiempo todavía antes que podamos
desperdiciar cualquier clase de alimento.
Continuó explicando y dando instrucciones; pero dudo que ninguno de los dos
pusiéramos atención en ellas. Luego empezó a contarnos cómo él y otros pocos habían
escapado al ataque a Harrogate; pero en nuestra mente había poco espacio para albergar
nada de eso. Respecto a mí, debió transcurrir una hora completa, por lo menos, antes que
saliera del deslumbramiento que me produjo el repentino cambio de situación. Sin
embargo, eso no impidió que comprendiese que estábamos comportándonos un poco
ingenuamente. Tal vez la operación de deshelar las masas compactas de agua hubiese
llegado a un punto que no podía constituir ya amenaza para nosotros; pero eso no quería
decir que a aquello no siguiera alguna nueva, y tal vez igualmente devastadora, forma de
ataque. Por lo que nosotros sabíamos, la verdadera fuente de nuestros males estaba aún
acechándonos libremente en las profundidades, en algún sitio que no podíamos alcanzar.
Se lo hice ver a Bocker.
Sonrió.
- Creo que nunca me he dejado llevar por un desenfrenado optimismo...
- Desde luego que no - admitió Phyllis.
- Por tanto, considero que ha de tener algún peso mi afirmación de que, para mí, la
perspectiva es claramente esperanzadora. Por supuesto, ha habido muchas desilusiones,
y habrá muchas más tal vez; pero, en la actualidad, parece ser que nosotros estamos
encargados de hacer algo que baste para desquiciar a nuestros xenobatéticos amigos.
- ¿Qué sería, sin esas circunspectas calificaciones...? - pregunté.
- Las ondas ultrasónicas - proclamó.
Le miré fijamente.
- Se han intentado las ondas ultrasonicas media docena de veces por lo menos. Puedo
recordar claramente...
- Mike, cariño, cierra la boca. Es un capricho - me dijo mi delicada esposa, y,
volviéndose a Bocker, le preguntó -: ¿Qué han hecho, A. B.?
- Bueno, se sabe muy bien que ciertas ondas ultrasónicas en el agua matan a los
peces y a otros seres; por eso hubo mucha gente que opinó que ésa sería, muy
verosímilmente, la verdadera respuesta que habría de dar a los bathies...; pero,
evidentemente, no con el iniciador de ondas actuando en la superficie, en un radio de diez
kilómetros o así. El problema estuvo en poder profundizar en el mar, tanto como fuera
necesario para producir daño, el emisor ultrasónico. Y no fue posible dejarlo en el fondo,
porque su cable se electrificó o se cortó... y, juzgando por lo precedente, lo mismo
sucedería ahora, mucho antes que alcanzara profundidad suficiente para que produjera
resultados satisfactorios... Ahora bien: parece que actualmente los japoneses han
encontrado una fórmula. El japonés es un pueblo muy ingenioso y, en sus momentos
sociables, constituye un crédito para la ciencia. En cierto modo, sólo tenemos una
descripción general de su proyecto, que nos han dado por radio. Al parecer, se trata de
una esfera autopropulsora que navega lentamente, emitiendo ondas ultrasónicas de gran
intensidad. Lo ingenioso de todo esto es que no solamente produce ondas letales, sino
que hace uso de ellas por sí misma, sobre el principio de un eco más sonoro, y las
gobierna. Eso quiere decir que puede conseguir que se separen de cualquier obstáculo
cuando reciben un eco de él a una distancia dada. ¿Comprenden la idea? Poner un
conjunto de esos aparatos para un despeje de, digamos, ciento cincuenta metros y
empezar a actuar desde el extremo de una profundidad cercana. Luego, irán avanzando a
lo largo de ella, manteniéndose a cincuenta metros del fondo, a cincuenta metros de todo
obstáculo, a cincuenta metros unos de otros, y expeler ondas ultrasónicas letales a
medida que van avanzando. Ése es justamente el sencillo principio de tales aparatos... El
verdadero triunfo de los japoneses no ha sido solamente el ser capaces de inventarlos,
sino el de haberlos construido bastante fuertes para soportar la presión.
- Todo el asunto me parece de lo más sencillo - le dijo Phyllis -. Ahora bien: lo
importante para mi es saber si realizarán bien su misión.
- Bueno, los japoneses aseguran que sí, y no hay por qué dudar de su palabra. Afirman
que han limpiado ya un par de pequeñas profundidades. Subieron a la superficie amplias
masas de gelatina orgánica; pero no han sido capaces de obtener fruto de ello, porque el
cambio de presión las destruyó y los rayos del sol las descompusieron rápidamente.
Ahora están actuando en otras pequeñas Profundidades hasta que consigan práctica
suficiente para poner manos a la obra en otras mayores. Han enviado planos del aparato
a todos los estados, y los norteamericanos..., que no han sido dañados en su territorio
tanto como nosotros en esta pequeña isla..., van a construirlos, lo cual es un testimonio a
su favor... Desde luego, tendrá que pasar algún tiempo antes que lo construyan en gran
escala. Sin embargo, por el momento, ésa no es cuestión nuestra... Cerca de aquí no
tenemos ninguna gran profundidad, y, de todas formas, pasará algún tiempo antes que
nosotros podamos hacer algo más que atender a las inmediatas necesidades. Esta isla
estaba superpoblada, y por eso hemos pagado con exceso. Lo que tenemos que procurar
es que tal cosa no vuelva a suceder.
Phyllis arrugó el ceño.
- En otros tiempos le dije, A. B., que tiene usted la costumbre de dar siempre un paso
más allá de lo que la gente desea para seguirle - le dijo con cierta severidad.
Bocker sonrió levemente.
- Tal vez - admitió -. Pero no puedo evitarlo.
Estábamos sentados los tres en el cenador de Phyllis, contemplando el panorama que
tanto había cambiado en tan poco tiempo. Durante un rato, ninguno habló. Capté una
amplia mirada de soslayo de Phyllis. Estaba tan rígida como si estuviera sometida a un
tratamiento de belleza.
- Vuelvo a la vida de nuevo, Mike - dijo -. Existe algo por qué vivir.
Yo también experimentaba lo mismo; pero cuando miré el azulado mar, en el que aún
sobrenadaban algunos chispeantes témpanos de hielo, añadí:
- De cualquier forma, esto no es muy apropiado para pernoctar. Este clima es horrible,
y cuando pienso en los inviernos...
- ¡Oh! - exclamó A. B. -. Actualmente se hacen investigaciones, y los primeros informes
indican que el agua tiende a aumentar de temperatura gradualmente. En realidad -
continuó, chasqueando la lengua -, ahora que ha desaparecido el hielo, tal vez
consigamos tener un clima mejor que antes, en el espacio de tres o cuatro años.
Continuamos sentados allí. Al fin, Phyllis habló:
- Estaba pensando que, en realidad, nada es nuevo, ¿verdad? En cierta ocasión, hace
muchísimos siglos, hubo aquí una gran extensión de terreno cubierta de bosques y
repleta de fieras. Estoy segura de que algunos de nuestros antepasados acostumbraban
a vivir en tal extensión, a cazar y a hacer el amor aquí. Luego, un día, el agua subió el
nivel y lo anegó todo..., formándose el mar del Norte... Creo que estuvimos aquí antes,
que vivimos en esa época...
Durante un rato no habló nadie. Bocker miró su reloj y dijo:
- No tardará en llegar el helicóptero. Será mejor que esté preparado para hacer mi
escalada de la muerte.
- Me agradaría que no lo hiciera, A. B. - le dijo Phyllis -. ¿No puede usted enviarles un
mensaje y quedarse aquí hasta que llegue el otro helicóptero mayor?
Negó con la cabeza.
- No puedo desperdiciar el tiempo. En realidad, me estoy comportando como un
haragán...; pero creí mi deber, y además era para mí una satisfacción, que debía ser yo
quien les diera la noticia. No se preocupe, querida. Todavía el viejo no está tan poco ágil
que no pueda subir por una escalera de cuerda.
Valía él tanto como su palabra. Cuando el helicóptero descendió sobre la cresta del
cerro, Bocker cogió con habilidad la escala colgante, se mantuvo agarrado a ella un
instante y comenzo a subir a continuación. Unos brazos le agarraron para ayudarle a
entrar en el aparato. En la portezuela se volvió a nosotros y nos saludó con la mano. El
helicóptero emprendió el vuelo, comenzando a elevarse. Pronto no fue más que una
mancha que desaparecía en la lejanía...
FIN
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