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EL ARTE OSCURO

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miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Horror en la Playa Martin -- H.P. Lovecraft y Sonia H. Greene


H.P. Lovecraft y Sonia H. Greene
El Horror en la Playa Martin
(The Horror At Marti's Beach)
**
Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa
Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el
testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias.
Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el
terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la
elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof.
Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he
visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores
posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario
muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano
sin temblar.
El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el
terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la
Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el
"Alma of Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de
casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran
conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes
recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies
de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía
ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma
de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias
especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y
su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño;
y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de
pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.
El Capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande
como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo.
Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia
el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del
hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión.
La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos
turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era
absolutamente único, único a níveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido.
Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso
animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de
profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que
indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la
tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque
y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras
y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia
que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El Capt. Orne, respaldado por el excesivo
interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester,
emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de
comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el Capt. Orne regresó a
Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los
científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la
luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar,
puesto que cada impresión cuenta. En la playa había varias personas paseando y algunos
bañistas rezagados, provenientes de las casas de campo que se elevan modestamente en las
colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su
fidelidad a la riqueza y la grandeza.
A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas
cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón.
Estos testigos, incluídos el Capt. Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la
playa antes que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada.
Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos por el
miedo y la duda aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que
la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo
que vieron pareció sutilmente conectado con esta. Era una especie de furtiva y deliberada
onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda,
difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa.
Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes
eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las
olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y como si se extinguiera
taimadamente por los remotos arrecifes negros. De pronto un grito de muerte centelló desde
el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de
todos aquellos que lo escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos bañeros de turno; robustos hombres en
atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos.
Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no
pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber
les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo.
Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de
soga, uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado
la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en
dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las
olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande,
impacientes de que el bañero lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos bañeros
tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio
notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto
momento ambos guardias fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña
fuerza que había apoderado del salvavidas.
Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda, a la multitud en la playa,
en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los
hombres más forzudos, entre los que se contaban el Capt. Orne en primer lugar,
comenzaron a pujar junto con los guardavidas. Más de una docena de rudas manos estaban
ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y
debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los
pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la
naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya deshechada
e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en
cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio.
Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el salvavidas. El Capt.
Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un
bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se
dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al
capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se
formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una
ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba
como podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el
infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que
mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el
grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El Capt. Orne, dejando su lugar
en la soga, se dio cuenta que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas
con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la
cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su
propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El
hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la
línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar.
Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cuál los espectadores quedaron
petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se
reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas
que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo sé.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos,
sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos
poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente contra una espectral
condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el
agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras
una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco
ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos
se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando
lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes
susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados
por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la
aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y
ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo.
La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la
marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de
ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor
pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos
ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente,
con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que
iluminaba el agua desapareció.
La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se
veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta
que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al
principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad.
Entonces sobrevino uno culminante - que pareció reverberar tierra y mar -, tras el cual se
desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las
compuertas del cielo.
Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y
pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la
posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se
encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo
que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo.
Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos.
Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima
de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber
pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar
bien todo el pánico, el terror, y el delirium de un universo maligno; todas las culpas,
pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y
angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los
dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo
individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente,
que la visión de pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de
condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas solo serán
conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento.
El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco
cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una
voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos
reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el
espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un
mar extrañamente calmo.
Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y solo era alterada
por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino
primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y
sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente
profundo, el débil y siniestro eco de una risa.

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