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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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domingo, 22 de mayo de 2011

«...TAMBIEN PASEAMOS PERROS»









«...TAMBIEN PASEAMOS PERROS»

Robert A. Heinlein


***

- ¡Servicios Generales... miss Cormet al habla...!
Se dirigió a la placa luminosa con la dosis justa de afectuosa amistad hospitalaria e impersonal eficiencia. La pantalla centelleó un momento, después apareció en ella la imagen estereotipada de una viuda gorda y rolliza, exageradamente vestida y enjoyada.
-¡Oh, amiga mía - decía la imagen -, ¡estoy tan desesperada! Me pregunto si podrá usted ayudarme...
- Estoy segura que sí - dijo miss Cormet, valo­rando rápidamente el coste del traje y las joyas (si eran buenas, se dijo haciendo una reserva mental) y decidió que era una clienta que podía dejar un buen provecho. - Cuente usted sus cuitas. Su nombre pri­mero, si me hace el favor... - Apretó un botón sobre la mesa en forma de herradura que la envolvía, sobre el que había marcado DEPARTAMENTO DE CRE­DITO.
- Todo esto es tan complicado... - insistía la ima­gen. - A Peter se le ha ocurrido romperse la cadera.
- Miss Cormet apretó inmediatamente el botón mar­cado SERVICIO MEDICO. - Ya le había dicho que el polo era peligroso. No tiene usted idea, querida, de cómo sufre una madre. Y ahora, precisamente. Es tan inoportuno...
-¿Quiere usted que nos ocupemos de él? ¿Dónde está ahora?
-¿Ocuparse de él? ¡Qué tontería! El Hospital Conmemorativo se encargará de ello. Bastante lo he­mos dotado, me parece. Es mi cena lo que me preocu­pa. La Princesa estará tan contrariada...
La luz de respuesta del Departamento de Crédito centelleaba furiosamente. Miss Cormet prosiguió el diálogo.
- Comprendo. Se lo arreglaremos nosotros. Y ahora deme su nombre, señora, y actual residencia.
- Pero ¿es que no sabe usted mi nombre?
- Podemos saberlo - miss Cormet eludió diplomá­ticamente la respuesta -, pero los Servicios Generales respetan siempre el incógnito de sus clientes.
-¡Ah, sí, claro! ¡Qué considerados! Soy mistress Peter van Hogbeín Johnson. - Míss Cormet dominó su reacción. No había necesidad de consultar con el Departamento de Crédito para esto. Pero su transpa­rencia lanzó en el acto destellos, marcando AAA... sin límite. - Pero no veo qué pueden ustedes hacer - con­tinuaba mistress Johnson -; no puedo estar en dos sitios a la vez.
- A los Servicios Especiales les gustan las misiones difíciles - le aseguró miss Cormet -. Y ahora, si me hace el favor de darme detalles...
No sin dificultad consiguió que la buena señora le contase una historia coherente. Su hijo, Peter III, una especie de Peter Pan ya crecidito, cuyas facciones eran familiares a Grace Cormet a través de varios años de estereograbado, ataviado con las más extravagantes indumentarias requeridas para las diversiones de su ociosa existencia, había cometido la imprudencia de elegir la víspera de la función social más importante de su madre para pegarse un serio batacazo. Más aún, había sido tan imprevisor que lo había hecho a medio continente de distancia de la autora de sus días.
Miss Cormet creyó comprender que la técnica de mistress Johnson para conservar a su hijo a salvo bajo su tutela era correr al lado de su cama en el acto y de paso seleccionar a sus enfermeras. Pero la cena que daba aquella noche representaba la culminación de meses enteros de cuidadosas maniobras. ¿Qué tenía que hacer?
Miss Cormet se dijo que la prosperidad de los Servicios Generales y sus propios y considerables in­gresos dependían en gran parte de la estupidez, falta de iniciativa y desidia de personas como aquel pará­sito y le explicó que los Servicios Generales se ocuparían de que su cena fuese un éxito social completo, disponiendo una pantalla estereoscópica en su salón a fin de que pudiese recibir a sus huéspedes y hacerles las explicaciones necesarias mientras corría al lado de su hijo. Miss Cormet se ocuparía también de que el más apto de los organizadores sociales se encargase de todo; se trataba de una persona cuya posición en la sociedad era irreprochable y cuya relación con los Servicios Generales era ignorada de todos. Con un poco de habilidad el desastre podía ser convertido en un triunfo social que elevaría la reputación de mis­tress Johnson como hospitalaria anfitriona y madre abnegada.
- Un vehículo aéreo estará a su disposición dentro de veinte minutos - añadió mientras conectaba con el servicio marcado TRANSPORTES - y la llevará al cohete-puerto. Uno de nuestros jóvenes colaboradores la acompañará para que le dé usted más amplios detalles en el camino hasta el puerto. Se le reservará un departamento para usted y una litera para su doncella en el cohete de las 16.45, para Newark. Y ahora descanse. Los Servicios Generales se ocuparán de todo.
-¡Oh, gracias, gracias amiga mía! ¡Ha sido usted tan útil!... No tiene usted idea de las responsabilida­des que tiene una persona como yo.
Miss Cormet sonrió con simpatía profesional, diciéndose que aquella buena mujer estaba madura para sacarle más cuartos.
- Parece usted extenuada, madame - dijo con so­licitud -. ¿Quiere usted una masajista para acompa­ñarla en el viaje? ¿Está usted delicada de salud? Qui­zá un médico sería todavía mejor...
-¡Cuán atenta es usted!
- Se los mandaré a los dos - decidió miss Cormet conectando, y con el vago pesar de no haberle pro­puesto un cohete fletado expresamente. El servicio especial, no incluido en las listas de tarifas fijas, era proporcionado con un fuerte recargo. A veces este «fuerte» se elevaba a la totalidad de lo que el tráfico podía soportar.
Conectó con EJECUTIVO y en la pantalla apareció un hombre joven de mirada viva.
- Tome nota, Steve - dijo ella -. Servicio Espe­cial Triple A. He empezado el servicio inmediata­mente.
-¿Triple A... bonificación? - dijo el muchacho arqueando las cejas.
- Indudablemente. Dele a la vieja las cifras... con cuidado. Y otra cosa el hijo de la clienta está en el hospital. Vigile las enfermeras. Si alguna de ellas tiene la más pequeña pizca de sex-appeal, despídala y póngale un esperpento.
- Entendido muchacha. Transcribo.
Limpió de nuevo la pantalla, el «hábil para el ser­vicio» luminoso de su cabina se volvió automática­mente verde, después, casi en seguida, se puso nuevamente rojo y una nueva figura se formó en la pantalla.
No se andaba por las ramas, aquél. Grace Cormet vio a un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, de cintura estrecha y ojos penetrantes, duros, pero corteses.
- Servicios Generales - dijo ella -. Miss Cormet al habla.
-¡Ah, miss Cormet! - empezó él -, quisiera ver a su jefe.
-¿Al jefe de distribuciones?
- No, quisiera ver al presidente de Servicios Generales.
- ¿Quiere usted decirme de qué se trata? Quizá yo pueda serle útil.
- Lo siento, pero no puedo dar explicaciones. Tengo que verlo en seguida.
Y Servicios Generales lo siente también. Míster Clare es un hombre muy ocupado, es imposible verlo sin estar citado y haber expuesto previamente el mo­tivo de la visita.
-¿Ha registrado usted?
- Ciertamente...
- Pues, por favor, deje de hacerlo.
Sobre la consola, a la vista del cliente cerró el registrador. Por debajo de su mesa volvió a conectarlo. A los Servicios Generales se les pedía algunas veces cometer actos ilegales y sus empleados confidenciales no querían correr riesgos. El hombre buscó algo entre los pliegues de su camisa y se lo tendió. El efecto estereoscópico hizo que diese la impresión de salir de la pantalla.
Sus entrenadas facciones acusaron la sorpresa. Era el sello de un oficial planetario, y el color de la cu­bierta era verde.
- Esto lo arregla todo.
- Muy bien - dijo él -. ¿Puede usted encontrar­me y hacerme entrar dentro de diez minutos? ¿En la sala de espera?
- Allí estaré, míster... míster... -. Pero él había cortado.
Grace Cormet conectó con el jefe de distribución y pidió relevo. Después, cortando su cuadro de ser­vicios, sacó la bobina que llevaba la grabación clan­destina de su conferencia, la miró como indecisa y al cabo de un momento la metió en un agujero de la tapa de su mesa, donde un fuerte campo magnético borró los surcos no fijados del metal blando.
Por la puerta de atrás entró una muchacha en la cabina. Era rubia decorativa, y parecía una muñeca. Pero no lo era.
- Bien, Grace - dijo -. ¿Algo que atender?
- No. Hoja limpia.
-¿Qué te pasa? ¿Enferma?
- No. - Sin más explicación Grace salió de su cabina, pasó por delante de las demás que albergaban operadoras que anotaban los servicios prestados y en­tró en un gran vestíbulo donde trabajaban centenares de redactores del catálogo. Estos no disponían de un equipo tan completo como la cabina que miss Grace acababa de abandonar. Un enorme volumen, ejemplar de la lista de precios corrientes en todos los servicios y un dispositivo normal de visión y oído permitían a un operador del catálogo informar al público de casi todo lo que un cliente ordinario pudiese desear. Si una llamada salía del alcance del catalogo, era transferida a los aristócratas de los recursos, como Grace.
Cortó por la sala de archivos, siguió un corredor por entre docenas de maquinas de taladrar tarjetas y entró en una habitación. Un ascensor neumático la llevó al piso donde se hallaba el despacho del presi­dente. La secretaria del presidente no le detuvo ni al parecer la anunció. Pero Grace observó que las manos de la muchacha manejaban las llaves de la caja de caudales.
Los operadores de distribución no entran en el des­pacho de un presidente de una corporación de un billón de activo. Pero los Servicios Generales estaban organizados como ningún otro negocio de este planeta. Era un negocio sui generis, en el cual un entrenamien­to especial era una comodidad digna de ser tenida en cuenta, de ser comprada y vendida, pero una ha­bilidad especial en los recursos y un ingenio vivo eran de suma importancia. En su jerarquía, Jay Clare, el presidente, tenía, en primer lugar, su mano derecha; Saunders Francis era el segundo y el grupo de doce operadores, de los cuales Grace era uno de ellos, que recibía llamadas en el cuadro de recepción ilimitado, venían inmediatamente después. Ellos y los operadores de campo magnético, que ejecutaban las tareas no clasificadas más difíciles, formaban un solo grupo, en realidad, porque los operadores de recepción ilimitada y los de campo magnético ilimitado alternaban en las plazas sin discriminación.
Después de ellos vienen centenares de miles de otros empleados diseminados por todo el planeta, des­de el jefe contable, el director del departamento jurí­dico, el jefe de los servicios de archivos, hasta los di­rectores locales, los redactores del catálogo y hasta el último de los empleados; taquígrafas dispuestas a to­mar al dictado donde y cuando se les ordenase, galanes profesionales dispuestos a ocupar un sitio vacante en una cena y el hombre que alquilaba armadillos o pulgas amaestradas.
Grace Cormet entró en el despacho de míster Clare. Era la única habitación del edificio no cerrada con mecanismo electromecánico y equipo de comunicación. No contenía más que la mesa (vacía), un par de sillas y una pantalla estereoscópica que, cuando no es­taba en uso, recordaba la famosa pintura de Krantz «El Buda llorando». El original estaba, en realidad, en el subterráneo, trescientos metros más abajo.
-¡Hola, Grace! - la saludó el presidente ten­diéndole una hoja de papel -. Dígame usted qué piensa de esto. Sauce dice que no le gusta.
Saunder Francis volvió sus ojos abultados de su jefe a Grace Cormet, pero no confirmó ni negó la de­claración.
Miss Cormet leyó:

«¿PUEDE USTED SOPORTARLO?

¿Puede usted soportar los SERVICIOS GENERA­LES?
¿¿¿Puede usted soportar el no utilizar los SERVI­CIOS GENERALES???
En esta era de aviones a chorro ¿Puede usted so­portar perder el tiempo haciendo sus compras, pagando personalmente sus facturas, ocupándose de su de­partamento?
Nosotros distraeremos al niño y daremos de comer al gato.
Nosotros le alquilaremos un piso y compraremos sus zapatos.
Nosotros escribiremos a su madre política y suma­remos las matrices de sus cheques.
No hay trabajo demasiado grande para nosotros No hay trabajo demasiado pequeño... y todo asom­brosamente barato!
SERVICIOS GENERALES
Marque D-E-S-E-P-R-I-S-A
P. S. TAMBIEN PASEAMOS PERROS.»

-¿Qué le parece?
- Sauce tiene razón. A mí tampoco me gusta.
-¿Por qué?
- Demasiado obvio. Demasiada verborrea. No va al fondo del asunto.
-¿Cuál es su idea para conquistar el mercado marginal?
Grace reflexionó un momento, después cogió una estilográfica y escribió:

¿QUIERE USTED VER ASESINADO A ALGUIEN?
(Entonces no llame a SERVICIOS GENERALES)
Pero para cualquier otro servicio, marque
D-E-S-E-P-R-I-S-A. Vale la pena.
P. S. También paseamos perros.

-¡Hem!... Quizá esté bien - dijo míster Clare cautelosamente -. Lo probaremos. Sauce imprímalo en tipo B, dos semanas América del Norte, y dígame cómo sale. - Francis metió el papel en su cartera, siempre sin cambiar su impasible expresión. - Pues como iba diciendo...
- Jefe - interrumpió miss Grace -, le he fijado una entrevista. - Miró su reloj sortija. - Hace exac­tamente dos minutos cuarenta segundos. Enviado del Gobierno.
- Recíbalo bien y despídalo. Estoy ocupado.
- Consigna verde.
Clare levantó rápidamente la vista. Incluso Francis parecía interesado.
-¿Sí? - preguntó Clare -. ¿Ha grabado usted su conversación con él?
- La he borrado.
-¿Lo ha...? En fin, usted sabrá por qué. Me gustan sus intuiciones. Hágalo entrar.
Gloria asintió con la cabeza y salió.
Encontró a su hombre, que acababa de llegar, en la sala de espera y lo llevó a través de doce habitacio­nes cuyos conserjes, de haber ido solo le hubieran preguntado su identidad y el motivo de su visita. Una vez estuvo sentado en el despacho de míster Clare, dirigió una mirada circular a la habitación.
-¿Puedo hablar con usted en particular, míster Clare?
- Míster Francis es mi mano derecha. Ha hablado usted ya con miss Cormet.
- Muy bien. - Sacó una insignia verde y se la tendió. - De momento no hay necesidad de pronun­ciar nombres. Estoy seguro de su discreción.
El presidente de Servicios Generales se incorporó con impaciencia.
- Vamos al asunto. Es usted Pierre Beaumont. Jefe de Protocolo. ¿Es que la Administración quiere encargarnos algún trabajo?
Beaumont permaneció impasible ante el cambio de actitud.
- Me conoce usted. Muy bien. Vamos, pues, al asunto. El Gobierno puede quizá querer algún tra­bajo. En todo caso nuestra conversación no debe en modo alguno salir de aquí...
- Todas las relaciones de Servicios Generales son confidenciales.
Hizo una pausa.
- Esto no es confidencial; es un secreto.
- Le entiendo - dijo Clare -. Siga.
- Tiene usted una Organización muy interesante, míster Clare. Tengo entendido que se encarga usted de cualquier cosa que se le encargue... según el precio.
- Siempre que sea legal.
-¡Oh, sí, desde luego! Pero legal es una palabra susceptible de interpretación. Admiré la forma como su compañía trató el asunto de la Segunda Expedición Plutoniana. Algunos de sus métodos eran... sí, inge­niosos.
- Si tiene usted alguna critica que dirigir a nues­tras acciones será mejor que se dirija a nuestros departamentos jurídicos por las vías normales acostum­bradas.
Beaumont levantó la palma de la mano frente a él.
-¡Oh, no, míster Clare, por favor! No me ha en­tendido usted. No era ninguna crítica, era admira­ción. ¡Qué recursos! ¡Qué gran diplomático hubiera sido usted!
- No hagamos más esgrima. ¿Qué quiere usted?
Míster Beaumont avanzó los labios.
- Vamos a suponer que tiene usted que mantener una docena de representantes de cada raza inteligente de este sistema planetario y quiere usted que sean completamente felices. ¿Podría usted hacerlo?
- Presión de aire, humedad... - dijo Clare como pensando en voz alta -, densidad de radiación, quí­mica atmosférica, temperaturas, condiciones cultura­les... todo esto es muy sencillo. Pero ¿y la gravedad? Podríamos utilizar un centrífugo para los jupiterianos, pero los marcianos y los titanes ya es otro asunto. No hay manera de reducir la gravedad normal de la Tierra. No; seria necesario mantenerlos en el espacio o en la Luna. Esto no entra dentro de nuestro ramo, no ofrecemos servicios más allá de la estratosfera.
- No seria más allá de la estratosfera - dijo Beau­mont, moviendo negativamente la cabeza -. Puede usted considerar como condición indispensable que tendría que realizarlo todo sobre la superficie de la Tierra.
-¿Por qué?
-¿Es costumbre de los Servicios Generales infor­marse de la razón por la cual un cliente quiere un servicio determinado?
- No, perdone.
- Perfectamente. Pero necesita usted más informa­ciones a fin de que pueda comprender lo que debe ser llevado a cabo y el porqué tiene que ser secreto. Va a celebrarse una conferencia en este planeta, en un próximo futuro, a noventa días todo lo más. Hasta que la conferencia esté convocada, no debe transpirar la sospecha de que tiene que celebrarse. Si estos planes fuesen anticipados en ciertos lugares no valdría la pena celebrarla. Le propongo que considere usted esta conferencia como una reunión de la mesa redon­da de científicos eminentes de nuestro Sistema, apro­ximadamente de la misma importancia y forma de la sesión de la Academia, celebrada en Marte la prima­vera pasada. Debe usted hacer todos los preparativos para el mantenimiento de los delegados, pero debe usted ocultar estos preparativos a las ramificaciones de su organización hasta que se las necesite. En cuan­to a los detalles...
Pero Clare le interrumpió.
- Parece que usted supone que hemos aceptado este trabajo. Tal como lo ha explicado usted; nos llevaría a un ridículo fracaso. A Servicios Generales no le gustan los fracasos. Ya sabe usted, como sé yo tam­bién, que la gente de baja gravedad no puede pasar más que algunas horas a alta gravedad sin poner gravemente en peligro su salud. Las expediciones interplanetarias son siempre realizadas a planetas de baja gravedad y lo serán siempre.
- Si contestó Beaumont pacientemente -, siem­pre ha sido así. ¿Se da usted cuenta del tremendo handicap diplomático con que trabajarían Venus y la Tierra como consecuencia?
- No le entiendo.
- No es necesario. Lo psicología política no es su ramo. Dé usted por descontado que es así y que la Administración está decidida a que esta conferencia tenga lugar en la Tierra.
-¿Por qué no en la Luna?
- No es lo mismo en absoluto - dijo Beaumont negando -. Aun cuando la administremos, Luna City es un puerto del tratado. No es lo mismo psicológi­camente.
- Míster Beaumont - dijo Clare moviendo la ca­beza -, creo que no comprende usted la naturaleza de los Servicios Generales, aunque no consigo apre­ciar las sutiles exigencias de la diplomacia. Ni hace­mos milagros ni prometemos hacerlos. Somos tan sólo los hombres útiles del último siglo, aumentando velo­cidad y asociados. Somos el equivalente del último día de la vieja clase sirviente, pero no somos el genio de Aladino. No mantenemos siquiera investigaciones de laboratorio en el sentido científico. Nos limitamos a hacer el mejor uso posible de los adelantos moder­nos en comunicación y organización, para hacer lo que puede hacerse. - Levantó una mano en dirección al muro de enfrente sobre el cual se encontraba en bajo relieve la marca insignia de la organización; un poste. - Aquí tiene usted el espíritu de la clase de perro Scotch tirando de la correa y husmeando un trabajo que hacemos. Paseamos perros, por ejemplo, de gente que está demasiado ocupada para poderlos pa­sear. Mi abuelo se abrió camino desde el colegio paseando perros. Yo sigo paseándolos todavía. No pro­meto milagros ni hago juegos malabares con la po­lítica.
Beaumont juntó cuidadosamente las puntas de sus dedos.
- Ustedes pasean perros a cambio de una tarifa. Pero, desde luego, lo hacen ustedes... paseen ustedes el mío. Cinco créditos mínimos parece realmente ba­rato.
- Lo es. Pero cien mil perros, dos veces al día, pronto Se elevan a una cifra importante.
- La «cifra» para pasear este «perro» sería consi­derable.
-¿Cuánto? - preguntó Francis, dando su primer signo de interés
Beaumont fijó su mirada en él.
- Señor mío, el resultado de esta... Mesa Redonda representaría una diferencia de literalmente centena­res de billones de créditos para este planeta. No sella­remos la boca de la vaca que nos trilla el trigo, si me permite la forma de expresarme.
-¿Cuánto?
-¿Sería razonable un treinta por ciento del coste?
- Podría no representar gran cosa - dijo Francis moviendo la cabeza.
- Bien, desde luego, no regatearé. Supongamos que dejásemos en sus manos, caballeros... perdón miss Cormet... decidir lo que vale el servicio. Creo poder confiar en su patriotismo racial y planetario para lle­gar a una valoración adecuada.
Francis se sentó; no dijo nada, pero parecía con­tento.
- Un momento - respondió Clare -. No hemos aceptado esta misión.
- Hemos discutido el precio - observó Beaumont.
Clare miró de Francis a Grace Cormet y después examinó sus uñas.
- Deme veinticuatro horas para ver si es posible o no - dijo finalmente -, y le diré si pasearé o no a su perro.
- Estoy seguro de que lo paseará - dijo Beau­mont.
Y poniéndose el abrigo, se marchó.

- Okay, cerebros privilegiados - dijo Clare amar­gamente -, ustedes lo han querido.
- Yo estaba deseando estar fuera de aquí - dijo Grace.
- Ponga un equipo en todo esto menos en el pro­blema de la gravedad - propuso Francis -. Es la Única pega. Lo demás es rutina.
- Ciertamente - asintió Clare -, pero hará me­jor en encargarlo a alguien. Si no puede usted, nos encontraremos con ciertos preparativos Onerosos de los cuales no nos reembolsaremos nunca. ¿A quién quie­re usted? ¿A Grace?
- Así lo supongo - respondió Francis -. Sabe contar hasta diez.
Grace Cormet lo miró fríamente.
- Hay momentos, Sauce Francis, en que lamento haberme casado contigo.
- Dejen sus asuntos domésticos fuera de este des­pacho - les advirtió Clare -. ¿Por dónde empiezan?
- Vamos a averiguar quién entiende más en cues­tiones de gravitación - decidió Francis -. Grace, será mejor que llamemos al doctor Krathwohl a la pan­talla.
- Perfectamente - asintió ella, dirigiéndose a los controles de la estéreo -. Tiene cierta belleza este asunto. No hay necesidad de saber nada; basta con saber dónde averiguarlo.
El doctor Krathwohl formaba parte del personal permanente de los Servicios Generales. No tenía tra­bajo fijo. La compañía consideraba que valía la pena mantenerlo con todo lujo y comodidad suministrándole una cantidad ilimitada para los periódicos científicos y asistencia a las reuniones que los sabios daban de vez en cuando. El doctor Krathwohl carecía de la aptitud especializada del científico investigador; era un dilettante por naturaleza.
De vez en cuando le hacían alguna pregunta. En esto consistía su trabajo.
- ¡Oh, hola qué tal! - dijo la afable cara del doctor Krathwohl sonriendo en la pantalla -. Acabo de encontrarme con una cosa divertidísima en el úl­timo número de Nature. Arroja la luz más intere­sante sobre la teoría de...
- Un momento, doctor - lo interrumpió ella -. tengo un poco de prisa...
- Diga, querida...
- ¿Quién entiende más en gravitación?
-¿En qué sentido lo dice? ¿Quiere usted un astro­físico o desea usted tratar el tema bajo un punto de vista de mecánica teórica? En el primer caso, Far­quarson me parece que es su hombre.
- Quiero saber qué es lo que la crea.
- Teoría del campo gravitatorio, ¿verdad? En este caso no le conviene Farquarson. Es, ante todo, un ba­lístico descriptivo. La obra del doctor Julián sobre este tema es de peso, posiblemente definitiva.
-¿Cuándo podemos ponernos en contacto con él?
- ¡Es imposible! Murió el año pasado, el po­bre. Una gran pérdida...
Grace se abstuvo de decirle hasta qué punto era grande la pérdida y añadió:
-¿Y quién se ha calzado sus botas?
-¿Quién... qué? ¡Ah, está usted bromeando! Com­prendo. Desea usted el nombre de la primera persona­lidad actual en la teoría del campo magnético. Yo diría O'Neil.
-¿Dónde está?
- Tengo que averiguarlo. Lo conozco sólo super­ficialmente... es un hombre difícil.
- Hágalo, por favor. Entre tanto ¿con quién po­dríamos hablar para saber un poco de qué se trata?
- ¿Por qué no prueba usted al joven Carson, de su departamento de ingeniería? Se interesaba por estas cosas antes de aceptar un cargo con nosotros. Es un muchacho inteligente, he tenido muchas conversacio­nes con él.
- Lo haré. Gracias, doctor. Llame al despacho del jefe en cuanto haya usted localizado a O'Neil.
Cortó.

Carson estuvo de acuerdo con la opinión de Krath­wohl, pero pareció perplejo.
- O'Neil es un hombre arrogante, que no coopera. He trabajado a sus órdenes. Indudablemente sabe más acerca de la teoría del campo magnético y la estruc­tura del espacio que ningún otro hombre viviente.
Carson había sido llamado al círculo interior, don­de se le puso al corriente del problema. Confesó que no veía solución.
- Quizá ponemos las cosas demasiado difíciles - indicó Clare -. Tengo algunas ideas. Interrúmpa­me si me equivoco Carson.
- Diga, jefe.
- Bien. El aumento de la gravedad se produce por la proximidad de una masa, ¿no es así? La gravedad normal de la Tierra es producida, piles, por la proxi­midad de la propia Tierra. Bien. ¿Cuál sería el efecto producido al situar una gran masa sobre un punto determinado de la superficie de la Tierra; no serviría esto para contrarrestar la atracción terrestre?
- Teóricamente, sí. Pero tendría que ser una masa de unas dimensiones monstruosas.
- No importa.
- No lo entiende usted, jefe. La atracción ejercida sobre un punto determinado de la Tierra requeriría otro planeta del tamaño de ella en contacto con ella en aquel punto. Desde luego, puesto que no quiere us­ted anular enteramente la atracción, sino sólo amino­rarla, gana usted cierta ventaja utilizando una masa menor que tendría su centro de gravedad más cerca del punto en cuestión que el centro de gravedad de la Tierra. Pero esto no bastaría, sin embargo. La atracción, al accionar inversamente al cuadrado de la distancia, en este caso la mitad del diámetro, la masa y la subsiguiente atracción equivale directamente al cubo del diámetro.
-¿Y qué resultado nos da esto?
Carson sacó una regla de cálculo y la manejó du­rante algunos segundos. Levantó la vista.
- Casi tengo miedo de contestar. Para conseguir algún resultado, necesitarla usted un asteroide, de ta­maño considerable y de plomo.
- Los asteroides han sido ya desplazados otras veces
- Sí, pero ¿y detenerlo? No, jefe; no hay fuente concebible de energía ni medios de aplicarla que nos permitan situar un gran planeta sobre un punto deter­minado de la Tierra y mantenerlo allí.
- En fin, la idea es buena mientras dura... - dijo Clare, pensativo.
La lisa frente de Grace se había fruncido mientras seguía la discusión. Entonces intervino ella.
- Yo creo que podrían ustedes utilizar una peque­ña masa sumamente pesada con mayor eficacia. Creo haber leído algo acerca de un material que pesa toneladas por centímetro cúbico.
- El núcleo de las estrellas enanas - asintió Car­son -. Lo único que necesitaríamos para ello seria una astronave capaz de recorrer algunos años de luz en pocos días para minar el interior de una estrella, y una nueva teoría del espacio-tiempo.
- Muy bien, desarróllela.
- Un minuto - observó Francis -. ¿El magnetis­mo es muy similar a la gravedad, no?
- Pues...
- ¿Habría alguna manera de magnetizar estos mi­radores desde los pequeños planetas? Puede haber algo curioso en su química corpórea.
- Excelente idea - asintió Carson -, pero aun­que su economía interna sea curiosa, no es esta forma de curiosidad. Siguen siendo orgánicos.
- No lo creo. Si los cerdos tuviesen alas, serían palomas.
El estéreo-anunciador funcionó. El doctor Krath­wohl anunció que O'Neil podía ser encontrado en su casa de campo de Portage, Wisconsin. No lo había llamado y preferiría no hacerlo, a menos que el jefe insistiese.
Clare le dio las gracias y se volvió hacia los otros.
- Estamos perdiendo el tiempo - dijo -. Después de llevar años en este asunto deberíamos hacer algo mejor que tratar de decidir cuestiones técnicas. No soy físico ni me importa un comino en qué forma ac­túa la gravitación. Esto es asunto de O'Neil. Y de Carson. Carson, váyase a Wisconsin y que O'Neil se ponga al trabajo.
-¿Yo?
- Usted. Usted es un operador de este ramo, con la paga adecuada, tendrá usted un cohete y una carta de crédito a su disposición. Tiene usted que despegar den­tro de siete u ocho minutos.
Carson parpadeó.
-¿Y mi trabajo aquí?
- El departamento de ingeniería será informado, lo mismo que la contabilidad. En marcha.
Sin responder, Carson se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella ya corría.

La marcha de Carson los dejó sin nada que hacer hasta que, a su regreso, presentase su informe; sin nada que hacer, es decir, como no fuese iniciar la acción en los cuantiosos detalles de reproducir las particularidades físicas y culturales de otros tres planetas y cuatro satélites mayores exclusivos por sus caracte­rísticas de aceleración gravitacional de la superficie normal. La tarea, aunque nueva, no ofrecía verdaderas dificultades para los Servicios Generales. En alguna parte había personas que conocían la solución a estas cuestiones. La vasta organización llamada Servicios Generales estaba montada para encontrarlas, contra­tarías y ponerlas a trabajar. Cualquiera de los colabo­radores del catálogo o de los ilimitados empleados de otras secciones eran capaces de asumir esta tarea y resolverla sin excitación ni prisas.
Francis llamó a uno de los operadores ilimitados. No se tomó siquiera la molestia de elegirlo, sino que llamó al primero que encontró a mano en el cuadro de «disponibles». Todos ellos eran «capaces». Le ex­plicó en detalle lo que tenía que hacer y lo olvidó en el acto. Las máquinas de taladrar fichas meterían un poco más de ruido, las pantallas estereoscópicas lanza­rían destellos y avispados muchachos de todas las re­giones de la Tierra abandonarían lo que estaban ha­ciendo para encontrar a los especialistas que ejecuta­rían el trabajo requerido. Se volvió hacia Clare, el cual le dijo:
- Me gustaría saber detrás de qué anda Beaumont. ¿Conferencia de científicos?... ¡Puah!
- Creí que no le interesaba a usted la política, Jay.
- Y así es. Me tiene sin cuidado la política, sea in­terplanetaria o no, salvo cuando afecta mi negocio. Pero si supiéramos lo que se trama, quizá hubiéramos podido estrujarlo un poco más.
- Bien - intervino Grace -. Me parece que puede usted dar por sentado que los verdaderos pesos pe­sados de todos los planetas van a encontrarse y dividir la Galia en «partes tres».
- Sí, pero ¿quién queda al margen?
- Marte, supongo.
- Parece probable. Y a los venusianos les echarán un hueso. En este caso, podemos especular un poco con la Corporación Comercial Pan-Jupiteriana.
- Despacio, amigo, despacio - avisó Francis -. Haga esto y puede usted tener gente interesada. Este es un trabajo muy delicado...
- Me parece que tiene razón. Sin embargo, abra bien los ojos. Debe de haber alguna manera de cortar una tajada del pastel antes de que todo esté listo.
El teléfono de Grace Cormet llamó. Lo sacó de su bolsillo y dijo:
- ¿Diga...?
- Mistress Hogbein Jonhson quiere hablar con usted.
- Atiéndala usted. Estoy fuera.
- No quiere hablar con nadie más que con usted
- Bien. Póngala en el estéreo del jefe, pero conser­ve el paralelo. Se entenderá usted con ella cuando haya terminado yo.
La pantalla cobró vida, mostrando la carnosa cara de mistress Johnson enmarcada en el centro del re­cuadro.
- ¡Oh, miss Cormet! - se lamentó -, ha habido algún error espantoso. En esta nave no hay estéreo.
Se instalará en Cincinatti. Dentro de veinte mi­nutos.
- ¿Está usted segura?
- Completamente segura.
- ¡Oh, gracias! ¡Es tan consolador hablar con us­ted! ¿Sabe usted? Estoy pensando en nombrarla mi secretaria social
- Gracias - respondió Grace sin entonación -, pero estoy ligada por un contrato.
- ¡Pero qué tontería! ¡Puede usted romperlo!
- No, lo siento, mistress Johnson. Usted lo pase bien. - Colgó la pantalla y habló nuevamente por el teléfono. - Diga a Contabilidad que doblen su ta­rifa. Y no quiero volver a hablar con ella. - De nuevo cortó y, furiosa, se metió el aparato en el bolsillo.
- ¡Secretaria social!
Después de cenar, Clare se había retirado a sus habitaciones antes de que Carson lo llamase de nuevo. Francis recibió la llamada desde su despacho.
- ¿Ha habido suerte? - preguntó, una vez hubo aparecido su imagen en la pantalla
- Bastante. He visto a O'Neil.
- Bien. ¿Va a hacerlo?
- Quiere usted decir, puede hacerlo, ¿verdad?
- Bien... ¿puede?
- Esto es lo curioso. Yo no creía que fuese teóri­camente posible. Pero después de hablar con él, estoy convencido de que lo es. O'Neil tiene un nuevo con­cepto de la teoría del campo magnético... algo que no ha sido nunca publicado. Este hombre es un genio.
- No me importa - dijo Francis - que sea un genio o un idiota mongoloide. ¿Puede construir algu­na especie de gravedad exterior?
- Creo que sí. Realmente, me parece que puede.
- Perfectamente. ¿Lo ha contratado usted?
- No. Este es el punto malo. Por esto lo llamo. La cosa es así. Lo encontré casualmente de buen hu­mor, y como habíamos trabajado juntos y no había suscitado sus iras con tanta frecuencia como sus otros ayudantes, me invitó a cenar. Hablamos de una serie de cosas (no hay que darle prisa) y le expuse la pro­posición. Le interesó medianamente... me refiero a la idea, y discutió la teoría conmigo o mejor dicho, con­tra mí. Pero no quiere intervenir en ella.
-¿Por qué no? No le ofrecería usted bastante di­nero. Me parece que será mejor que hable yo con él.
- No, míster Francis, no. No me entiende usted. El dinero no le interesa. Tiene fortuna personal sufi­ciente para sus investigaciones y todo lo que desee. Pero en estos momentos se ocupa de la teoría de la mecánica ondulatoria y no quiere que le molesten con nada más.
- ¿No le ha hecho usted comprender lo importante que era?
- Sí y no. Principalmente, no. Lo he intentado, pero para él lo único importante es lo que él quiere. Es una especie de esnobismo intelectual. Las demás gentes no cuentan, simplemente.
- Muy bien - dijo Francis -. Hasta ahora ha tra­bajado usted bien. Va usted a hacer lo siguiente. En cuanto yo corte llamará usted a EJECUTIVA y dicta­rá una transcripción de todo lo que pueda recordar de lo que ha dicho acerca de la teoría de la gravitación. Buscaremos al más ducho en materia después de él, se lo transmitiremos y veremos si le da algunas ideas sobre las cuales trabajar. Entre tanto, pondré un equipo al trabajo sobre el fondo de lo que haya dicho O'Neil. Debe de haber un punto débil en alguna parte; es mera cuestión de encontrar dónde. Quizá hay una mujer de por medio...
- Ya hace tiempo que le ha pasado esto.
-...o quizá lleva otra idea en la cabeza. Ya lo ve­remos. Quisiera que se quedase usted aquí. Puesto que no puede contratarlo, quizá pueda usted convencerlo de que lo contrate a usted. Es usted nuestro oleoducto, quiero conservarlo abierto. Tenemos que averiguar qué es lo que quiere o qué es lo que teme.
- No teme nada; en esto soy categórico.
- Entonces, quiere algo. Si no es dinero, ni muje­res, es algo más. Es la ley de la naturaleza.
- Lo dudo - respondió Carson lentamente -. ¡Oiga! ¿Le he hablado a usted de su manía?
- No. ¿Cuál es?
- La porcelana. En particular, la porcelana Ming. Tiene la mejor colección del mundo, creo. ¡Pues sí sé lo que quiere!
- ¡Venga, pues, suéltelo, hombre, suéltelo!
- Un pequeño cuenco de porcelana, de unos diez centímetros de diámetro. Tiene un nombre chino que quiere decir «Flor del Olvido».
- ¡Hem!... no me parece muy significativo. ¿Cree usted que tiene gran empeño en él?
- Me consta. Tiene una litografía en colores en su estudio, donde puede mirarla constantemente. Pero le duele hablar de él.
- Averigüe usted dónde está y de quién es.
- Lo sé. En el British Museum. Por esto no puede comprarlo.
- Ya... - dijo Carson, pensativo -. Bien, pues, olvídela. Adelante.
Clare bajó al despacho de Francis y los tres habla­ron de lo mismo.
- Yo creo que tenemos que hacer intervenir a Beaumont - comentó una vez estuvo al corriente de la situación -. Será necesario que el Gobierno se des­prenda de algo, del British Museum. ¿Y bien? - aña­dió al ver a Francis cariacontecido -. ¿Qué le pasa? ¿Qué hay de mal en ello?
- Yo lo sé - intervino Grace -. ¿Recuerda usted el tratado por el cual la Gran Bretaña entró en la Confederación planetaria?
- No he estado nunca muy fuerte en historia.
- La cosa es así. Dudo de que el Gobierno plane­tario pueda disponer de nada perteneciente al museo sin permiso del Parlamento británico.
- ¿Por qué no? Con tratado o sin tratado el Go­bierno planetario es soberano. La cosa quedó bien es­tablecida en el Incidente Brasileño.
- Sí, desde luego. Pero podría ocasionar pregun­tas en la Cámara de los Comunes y esto llevaría a una cosa que Beaumont quiere evitar a toda costa, la publicidad.
- O. K. ¿Y qué propone usted?
- Yo propondría que Sance y yo demos un salto hasta Inglaterra y averigüemos si tienen muy bien clavada la «Flor del Olvido», quién la custodia y qué debilidad tiene...
Los ojos de Clare pasaron de Grace a Francis, el cual estaba pálido, síntoma en él que indicaba asen­timiento para sus íntimos.
- O. K. - asintió Clare - buena idea. ¿Toman un especial?
- No, tenemos tiempo de tomar el de medianoche de Nueva York. ¡Adiós!...
- Adiós. Llámeme mañana.
Cuando al día siguiente Grace apareció en la pantalla de su jefe, éste la miró y lanzó una exclamación.
- ¡Válgame Dios, muchacha! ¿Pero qué le ha pa­sado a su cabello?
- Hemos localizado al sujeto - explicó ella su­cintamente -. Su debilidad son las rubias.
- Pero tiene usted la piel más pálida también...
- Desde luego. ¿Qué le parece?
- ¡Estupendo! Pero la prefería a usted como era. ¿Y qué dice Sance de todo esto?
- No le importa, es el negocio. Pero volviendo al asunto, no tengo gran cosa que comunicarle. Va a ser cosa de mucha mano izquierda. Por el procedi­miento ordinario se necesitaría un temblor de tierra para sacar algo de aquella tumba.
- No hagan nada que no sea efectivo.
- Ya me conoce usted, jefe. No lo pondré a usted en un compromiso. Pero será caro.
- Desde luego.
- Eso es todo, por ahora. Llamaré mañana.
Al día siguiente volvía a ser morena.
- ¿Qué es esto? ¿Un baile de máscaras? - pre­guntó Clare.
- Parece que no era el tipo de rubia que le gusta - explicó Grace -. Pero he encontrado el que le interesa.
- ¿Y ha surtido efecto?
- Creo que surtirá. Sance se está procurando un facsímil integral. Con suerte, nos veremos mañana.

Aparecieron al día siguiente, al parecer con las manos vacías.
- ¿Y bien? - dijo Clare -. ¿Qué hay?
- Aísle la habitación, Jay - propuso Francis -. Hablaremos.
Clare hizo funcionar un interruptor que aislaba toda interferencia, haciendo la habitación más hermé­tica que un féretro.
- ¿Qué hay de aquello? ¿Lo han conseguido?
- Enséñaselo, Grace.
Grace le volvió la espalda, buscó por entre sus ro­pas durante un momento, se volvió de nuevo y colocó suavemente el objeto sobre la mesa.
No era bello, era la belleza misma. Sus suaves curvas no tenían ornamentación alguna, un decorado lo hubiera mancillado. En su presencia se hablaba en voz baja por temor a que un súbito estallido lo que­brase.
Clare avanzó la mano para tocarlo, pero cambió de parecer y volvió a retirarla. Pero inclinó la cabe­za y se quedó mirando el objeto. El fondo de la ta­cita era sumamente difícil de enfocar, de mirar; daba la sensación de que al fijar la vista en él iba hun­diéndose más y más, como ahogándose en un océano de luz. Echó la cabeza hacia atrás y pestañeó:
- ¡Dios!... - dijo -. ¡Dios mío! ¡No creí que es­tas cosas existiesen....!
Miró a Grace y después a Francis. Le pareció que éste tenía lágrimas en los ojos, a menos que fuese en los suyos propios.
- Oiga, jefe - dijo Francis -, ¿no podríamos quedarnos con el objeto y abandonar el asunto éste?
- Es inútil hablar más de ello - dijo Francis, desalentado.-. No podemos guardarlo, jefe. No hu­biera debido proponérselo y usted no hubiera debido escucharme. Vamos a llamar a O'Neil.
- Podríamos esperar un día más antes de hacer nada - aventuró Clare, sin poder separar sus ojos de la «Flor del Olvido».
Grace movió la cabeza.
- Es inútil. Sería más difícil todavía, lo sé.
Se dirigió deliberadamente al estéreo y manejó los controles.
O'Neil estaba contrariado de que lo hubiesen mo­lestado y doblemente molesto de que hubiesen utilizado la señal de urgencia en su pantalla desconectada.
- ¿Qué pasa? - preguntó -. ¿Qué pretenden us­tedes al molestar a un ciudadano particular mientras está desconectado? Hablen, y les deseo que valga la pena, de lo contrario los mando a los tribunales.
- Quisiéramos que hiciese usted un pequeño tra­bajo para nosotros doctor - comenzó Clare.
- ¿Cómo? - O'Neil parecía casi demasiado sorprendido para estar colérico. - ¿Pretenden ustedes no moverse de aquí y decirme que han invadido ustedes la intimidad de mí hogar para pedirme que trabaje para ustedes?
- Lo paga será satisfactoria.
O'Neil pareció contar hasta diez antes de con­testar.
- Oiga - dijo pausadamente -, hay hombres en el mundo que se imaginan que pueden comprarlo todo a todo el mundo. Le concedo que tienen cierto fundamento en su creencia. Pero yo no estoy en ven­ta. En vista de que parece usted ser una de estas per­sonas haré cuanto pueda porque esta conferencia le cueste caro. Recibirá usted noticias de mi abogado. ¡Buenas noches!
- ¡Un momento! - suplicó Clare -. Creo que le interesan a usted las porcelanas...
- ¿Y qué importancia tiene eso?
- ¡Enséñeselo, Grace!
Grace acercó la «Flor del Olvido» a la pantalla manejándola cuidadosamente, reverentemente.
O'Neil no decía nada. Se inclinó hacia adelante y miró. Daba la impresión de que iba a salir de la pantalla.
- ¿De dónde han sacado ustedes esto? - dijo al final.
- Eso no tiene importancia.
- Se lo compro, al precio que sea.
- No está en venta. Pero podría ser suyo... si lle­gamos a un acuerdo...
- Es producto de un robo - dijo O'Neil, mirándolos.
- Se equívoca usted. No encontrará usted a nadie que se interese por tal acusación. Respecto a su tra­bajo...
O'Neil apartó la vista del cuenco.
- ¿Qué es lo que quieren ustedes que haga?
Clare le explicó el problema y una vez hubo terminado O'Neil movió la cabeza.
- Es ridículo - dijo.
- Tenemos motivos para creer que es teóricamen­te posible.
- ¡Oh, ciertamente! ¡También es teóricamente po­sible vivir eternamente Pero hasta ahora nadie lo ha conseguido.
- Creemos que usted puede hacerlo.
- ¡Muchas gracias! ¡Oiga! - O'Neil fijó un dedo sobre la pantalla. - Me han mandado ustedes al jo­ven Carson, ese...
- Obraba bajo órdenes mías.
- Entonces no me gusta su manera de obrar.
- ¿Y qué hay del trabajo?... ¿Y de esto? - dijo, señalando al cuenco.
O'Neil lo contemplaba, mordiéndose los bigotes.
- Supongamos... - dijo al final -, que hago una honrada tentativa, dentro de mis limitadas faculta­des, para proporcionarles lo que desean y... fracaso.
- Pagamos sólo los resultados - dijo Clare moviendo negativamente la cabeza -. ¡Oh, su sueldo, sí, desde luego! Pero esto, no. Esto es una gratificación extraordinaria de su trabajo, si triunfa usted.
O'Neil parecía estar dispuesto a aceptar y súbitamente, respondió:
- Pueden estar ustedes engatusándome con una co­lorografía. Por la pantalla no puedo decirlo.
- Venga usted mismo a verlo - dijo Clare con indiferencia.
- Iré. Voy. No se muevan de donde están. ¿Quién es usted? ¡Maldita sea, hombre! ¿Cómo se llama usted?
Dos horas después llegaba como un huracán.
- ¡Me han estafado ustedes! ¡La «Flor» está toda­vía en Inglaterra! ¡He hecho investigaciones!... ¡Les... les castigaré, señores, con mis propias manos!
- Véalo usted mismo - respondió Clare; apartán­dose de la mesa para no privar más la vista de O'Neil.
Lo dejaron que mirase. Respetaban su necesidad de paz, sumido en su contemplación. Al cabo de largo rato se volvió hacia ellos, pero no dijo nada.
- ¿Y bien? - preguntó Clare.
- Les construiré su maldito artefacto - dijo con voz sombría -. Voy a calcular una aproximación al proyecto, aquí mismo.

Beaumont vino en persona a verlos el día anterior a la primera sesión de la conferencia.
- Es una mera visita de cortesía, míster Clare - declaró -. Quería únicamente expresarle mi recono­cimiento por la obra que han realizado ustedes. Y a entregar a ustedes esto.
«Esto» resultó ser un cheque sobre el Banco Cen­tral por el importe convenido. Clare lo cogió, lo exa­minó, asintió y lo metió en un cajón de la mesa.
- Debo deducir, por consiguiente - dijo -, que el Gobierno está satisfecho de los servicios prestados.
- Eso es decirlo muy modestamente - le aseguró Beaumont -. A ser perfectamente sincero, no creí que pudiesen ustedes hacer tanto. Parece que hayan pensado ustedes en todo. La delegación Callistán está fuera ahora, inspeccionando y viendo los puntos de vista en uno de los pequeños tanques que nos han preparado. Son deliciosos. Confidencialmente, creo que podemos depender de su voto en las próximas se­siones.
- ¿Los protectores de gravedad funcionan perfec­tamente, no?
- Perfectamente. He entrado en un tanque de vi­sión antes de entregárselo. Era tan ligero como la proverbial pluma. Demasiado ligero, sentí casi el ma­reo del espacio. - Sonrió medio irónicamente. - He entrado en los departamentos jupiterianos también. Esto ya era otra cosa.
- Sí, desde luego - asintió Clare -. Dos veces y medio el peso normal es opresivo, por no decir nada más.
- Es un bello final a una tarea difícil. Tiene que seguir adelante. ¡Ah, sí, otro pequeño detalle! He hablado con el doctor O'Neil de la posibilidad de que la Administración se interesase en otros usos para su nuevo desarrollo. A fin de simplificar las cosas sería conveniente que me diese usted el finiquito de la ac­tuación de O'Neil cerca de los Servicios Generales.
Clare lo miró meditabundo, como el «Buda llo­rando», y se mordió el pulgar;
- No - dijo lentamente -, temo que esto sea di­fícil.
- ¿Por qué no? - preguntó Beaumont -. Esto evitaría la necesidad de adjudicación y la pérdida de tiempo consiguiente. Estamos dispuestos a reconocer sus servicios y a recompensarlos.
- ¡Hem!... Me parece que no se hace usted pleno cargo de la situación, míster Beaumont. Entre nues­tro contrato con el Doctor O'Neil y su contrato con nosotros hay una cierta cantidad de espacio libre. Us­ted nos pidió ciertos servicios y ciertos utensilios con los cuales conseguir estos servicios. Nosotros se los procuramos... por un precio. Listos. Pero nuestro con­trato con el doctor O'Neil lo convertía en un emplea­do permanente durante todo el tiempo de su actua­ción. Los resultados de sus investigaciones y las pa­tentes que las afectan son propiedad de los Servicios Generales.
- ¿De veras? - dijo Beaumont -. El doctor tiene otra impresión.
- El doctor O'Neil se equívoca. En serio, míster Beaumont, nos pidió usted que le proyectásemos un cañón de asedio, hablando en metáfora para matar un mosquito. ¿Esperaba usted de nosotros, como hom­bres de negocios, que tirásemos el cañón después de un solo disparo?
- No, supongo que no. ¿Y qué piensan ustedes hacer?
- Esperamos explotar comercialmente el modula­dor de gravedades. Imagino que podríamos obtener un buen precio por ciertas adaptaciones del mismo en Marte.
- Sí, supongo que sí. Pero para ser brutalmente claro, míster Clare, temo que sea imposible. Es una cuestión de política publica imperativa que este desarrollo se limite a los terrestres. En realidad, la administración considerará necesario intervenir y hacer de él un monopolio del Gobierno.
- ¿Ha pensado en como mantener a míster O'Neil en su sitio?
- En vistas a un cambio de circunstancia, no. ¿Cuál es su idea?
- Una sociedad, en la cual él sería tenedor de un bloque de acciones y presidente. Uno de nuestros bri­llantes cerebros mas jóvenes ocuparía la presidencia del Consejo de Administración. - Clare pensaba en Carson. - habría acciones suficientes para seguir adelante - añadió, observando el rostro de Beaumont.
- Supongo que esta sociedad estaría bajo contrato con el gobierno... ¿su único cliente? - respondió Beaumont, haciendo como que no oía la pulla.
- Esa es la idea.
- ¡Hein!... sí, parece factible. Quizá será mejor que hable con el doctor O'neil.
- Como usted quiera.
Beaumont convoco a O'Neil en la pantalla y ha­bló con el a media voz. O mejor dicho, Beaumont hablaba a medía voz. O'neil demostró una tendencia a hacer añicos el micrófono. Clare mandó buscar a Francis y Grace y les explicó lo ocurrido. Beaumont se aparto de la pantalla.
- El doctor desea hablar con usted, míster Clare.
- O'Neil lo miró con maldad.
- ¿Qué encerrona es esta que tengo que escuchar? ¿Qué cuento es éste de que los efectos de O'neil sean de su propiedad?
- Estaba en su contrato, doctor, ¿no se acuerda usted?.
- ¡El contrato! ¡Jamás he leído esta tontería! Pero les diré a ustedes; los voy a llevar a los tribunales. Los ataré con gruesos nudos antes de permitirles bur­larse de mí de esta manera.
- ¡Un momento, doctor, se lo ruego! - dijo Clare, conciliador -. No tenemos el menor deseo de sa­car ventajas de un mero punto técnico legal y nadie le discute su interés. Permítame que le esboce cuál es mi plan.
Se inclinó rápidamente sobre los diseños. O'Neil escuchaba, pero su expresión seguía sin haberse sua­vizado cuando termino.
- No me interesa - dijo bruscamente -. En cuanto a mí hace referencia, el Gobierno puede que­darse con todo. Y ya me ocuparé de que así sea.
- No he mencionado todavía la otra condición - añadió Clare.
- No se moleste.
- Tengo que hacerlo. Será puramente una cues­tión de acuerdo entre caballeros, pero es esencial. Tie­ne usted en custodia la «Flor del Olvido»
O'Neil se puso en el acto en guardia.
- ¿Qué quiere usted decir, «en custodia»? Es mía. Entiéndame bien, mía.
- Es suya - repitió Clare -. Sin embargo, a cam­bio de las concesiones que le hacemos referentes a nuestro contrato, queremos algo.
- ¿Qué? - preguntó O'Neil. La mención del cuen­co le inquietó.
- Es suyo y conserva usted su posesión. Pero quie­ro su palabra de que yo, o míster Francis, o miss Cor­met, podremos ir a verla de vez en cuando... frecuen­temente.
- ¿Quiere usted decir que quieren meramente venir a verla? - dijo O'Neil, al parecer incrédulo.
- Meramente.
- ¿Para gozar de ella?
- Exacto.
O'Neil lo miró con una nueva expresión de respeto.
- No le había entendido a usted al principio, míster Clare, le pido excusas. En cuanto a la tontería esa de la sociedad, haga lo que quiera, me tiene sin cuidado. Miss Cormet, míster Francis y usted pueden venir a ver la «Flor del Olvido» siempre que quieran. Les doy mi palabra.
- Gracias, doctor O'Neil, en nombre de todos.
Cerró el interruptor en cuanto la más elemental cortesía se lo permitió.
Beaumont también miraba a Clare con redoblado respeto.
- Me parece - dijo -, que la próxima vez no intervendré en su organización de detalles. Tomaré unas vacaciones. Adieu, caballeros... y miss Cormet.
Una vez la puerta se hubo bajado tras él, Grace observó:
- Me parece que lo hemos quitado de en medio.
- Sí - dijo Clare -. Le hemos «paseado el perro»; O'Neil ha tenido lo que quería; Beaumont también... y más aún.
- ¿Detrás de qué anda exactamente?
- No lo sé, pero me parece que le gustaría ser el primer presidente de la Federación del Sistema So­lar, cuando exista una cosa semejante. Con los ases que le hemos puesto en su juego, puede conseguirlo. ¿Se da usted cuenta de las potencialidades del efecto de O'Neil?
- Vagamente - dijo Francis.
- ¿Ha imaginado usted su importancia en la na­vegación del espacio? ¿O las posibilidades que añade como medio de colonización? ¿O su empleo recreati­vo? En esto sólo hay una fortuna.
- ¿Y qué sacaremos de ello?
- ¿Qué sacaremos de ello? Dinero, muchacho. Sa­cos y sacos de dinero. El dinero siempre procura sa­tisfacer los caprichos de la gente.
Miró hacia la marca registrada del perro Scotch.
- Dinero - repitió Francis -. Sí, supongo que sí...
- En todo caso - añadió Grace - siempre po­demos ir a ver la «Flor».

FIN

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