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EL ARTE OSCURO

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GOTICO

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jueves, 31 de enero de 2013

ISAAC ASIMOV CIVILIZACIONES EXTRATERRESTRES



ISAAC ASIMOV
CIVILIZACIONES
EXTRATERRESTRES
 – LA TIERRA.
La incógnita es ésta: ¿estamos solos?
¿Son los seres humanos los únicos con ojos que exploran las profundidades del Universo?
¿Los únicos constructores de dispositivos que amplían los sentidos naturales? ¿Los únicos dotados de
mentes que se esfuerzan por comprender e interpretar lo que se ve y se intuye?
La respuesta quizá podría ser: ¡no estamos solos! Hay otras clases de seres que buscan y se
hacen preguntas, y quizá lo hagan de manera más eficaz que nosotros.
Muchos astrónomos creen que esto es así, y yo también lo creo.
No sabemos dónde se encuentran esas mentes, pero están en alguna parte. No sabemos qué
hacen, pero hacen mucho. No sabemos cómo son, pero son inteligentes.
¿Nos encontrarán, si están en alguna parte, allá...? ¿Acaso nos han encontrado ya?
Si no lo han hecho todavía, ¿podemos encontrarlos? Mejor aún: ¿Debemos encontrarlos? ¿No
es esto peligroso?
Estas preguntas son las que deberemos hacernos cuando hayamos convenido en que no
estamos solos, y los astrónomos ya se las están haciendo.
Todo el asunto concerniente a la búsqueda de inteligencia extraterrestre se ha vuelto ahora tan
común que, de hecho, se ha abreviado para evitar tropiezos al referirse a él. Los astrónomos se refieren
a ese asunto como SETI, palabra formada con las iniciales de la frase inglesa «the search for
extraterrestrial intelligence» (la búsqueda de inteligencia extraterrestre).
La primera discusión científica de SETI, que ofreció cierta esperanza de llevar a cabo
venturosamente esa búsqueda, se efectuó hace apenas unos años, en 99. Así pues, es natural suponer
que es reciente el asunto de la inteligencia, aparte de la nuestra propia. Parecería ser un fenómeno
completamente del siglo xx, que surge a causa del adelanto de la astronomía en las décadas recientes.
Parecería también ser producto de los cohetes modernos y de los vuelos tripulados en el espacio
exterior.
Tal vez el lector crea que, antes de las últimas décadas, los seres humanos daban por sentado
que estábamos solos, y que el nuevo concepto de inteligencia en otras partes llega como una gran
sorpresa y obliga a la gente a Someterse, quiera o no, a la revolución interna de una nueva idea.
¡Nada podría estar más alejado de la verdad!
Durante casi todo el transcurso de la historia, la mayoría de la gente ha dado por sentado que
no estamos solos. La existencia de otras inteligencias ha sido aceptada como lo más natural.
Esas creencias no han surgido a causa de los adelantos de la ciencia. Todo lo contrario. Lo que
la ciencia ha hecho es retirar los apoyos de antiguas suposiciones casuales, acerca de la existencia de
inteligencia en otras partes. La ciencia ha creado, en torno nuestro, un nuevo concepto del mundo en el
cual, según las viejas normas, la humanidad es única.
Comencemos con la premisa de la soledad, antes de poder llegar a un nuevo punto de vista
respecto a una diferente clase de inteligencia en otros lugares.
Espíritus
Para retrotraernos al comienzo, tendremos que reconocer que la frase inteligencia
extraterrestre es de por sí rebuscada. Se refiere, después de todo, a inteligencia que se encuentra en
mundos distintos de la Tierra, y para que tenga algún significado, debe haber cierto reconocimiento de
que existen otros mundos.
Sin embargo, durante casi toda la historia, para la mayoría de los seres humanos no hubo otros
mundos aparte de la Tierra. La Tierra era el mundo, el hogar de los seres vivientes. Para los antiguos
observadores, el firmamento era exactamente lo que parecía ser: un dosel que cubría el mundo, azul de
día y punteado por el fulgor redondo del Sol; negro de noche y tachonado por la brillantez de las
estrellas.
En esas condiciones, la frase inteligencia extraterrestre no tiene ningún significado. Así pues,
hablemos mejor de inteligencia no humana.
Tan pronto como lo hagamos, podremos ver que los seres humanos de la era anterior a la de la ciencia suponían que la humanidad no estaba sola; que el mundo único que creían que llenaba el
Universo contenía una gran variedad de inteligencias no humanas. No sólo era la inteligencia humana
una entre muchas, sino, muy probablemente, la más débil y la menos adelantada.
Después de todo, para la mente precientífica, los sucesos del mundo parecían caprichosos y
premeditados. Nada se sujetaba a la «ley» natural e inexorable, porque la ley no se reconocía como
parte del Universo. Si algo ocurría fortuitamente, no era porque no se conociese lo bastante para
predecirlo, sino porque todas las partes del Universo se conducían por su propia voluntad y hacían las
cosas por un motivo no comprendido y hasta, tal vez, por una razón inexplicable.
El libre albedrío se asocia, inevitablemente, con la inteligencia. Para hacer algo por voluntad
propia es necesario comprender la existencia de alternativas y escoger entre ellas, y tal cosa resulta
atributo exclusivo de la inteligencia. Por tanto, parecía sensato considerar a la inteligencia como
aspecto universal de la naturaleza.
Para los antiguos griegos (cuyos mitos conocemos mejor), todo aspecto de la naturaleza tenía
sus propios espíritus. Toda montaña, toda roca, todo arroyo, toda laguna, todo árbol tenía su ninfa,
señalada no sólo por su inteligencia, sino por una forma más o menos humana.
El océano tenía su deidad, lo mismo que el cielo y el averno; a esas deidades se les asignaban
atributos humanos, como la procreación y el sueño, así como diversos niveles de abstracción, como el
arte, la belleza y la casualidad.
Con el transcurso del tiempo, los pensadores griegos se volvieron lo suficientemente sutiles
para considerar a esos espíritus y deidades como símbolos, y para tratar de retirarlos de las
asociaciones humanas.
De esa manera, para comenzar, se creyó que Zeus y los dioses que lo acompañaban vivían en
el Monte Olimpo, en el norte de Grecia, pero posteriormente se les trasladó a un vago «Cielo» en el
firmamento (). El mismo desplazamiento ocurrió en el caso del Dios de los israelitas, quien originalmente
vivió en el Monte Sinaí o en el Arca de la Alianza, pero que con el tiempo fue trasladado al
Cielo.
De igual manera, el mundo de los espíritus de los muertos se creyó, al principio, que
compartía el mundo de los vivos. Así, en la Odisea, Ulises visita el Hades en algún lugar muy vago del
apartado Occidente, y es en alguna parte de ese Occidente donde también pudieron existir los Campos
Elíseos, el Paraíso griego. Los espíritus de los muertos fueron transferidos, con el tiempo, a un
Infierno semimístico y subterráneo.
Con todo, ese proceso de abstracción sutil es un fenómeno meramente intelectual, que tiene
por objeto librar al pensador de opiniones molestas y nada sagaces. Rara vez afectaba esa abstracción
a la gente ordinaria.
Así, cualquiera que haya sido el concepto que un filósofo griego tuviese de la causa de la
lluvia, el labriego común y sin educación posiblemente haya interpretado ese fenómeno (lo mismo que
Aristófanes en una de sus comedias) como «los orines de Zeus a través de un cedazo».
En los Estados Unidos de hoy, la meteorología es un estudio complejo, y los cambios en el
estado del tiempo se consideran como fenómenos naturales, regidos por leyes tan complejas que hasta
ahora, para desgracia nuestra, no hemos podido comprender totalmente, por lo que podemos predecir
esos cambios sólo con relativa certeza. Empero, para muchos norteamericanos, una sequía, por
ejemplo, es la voluntad de Dios, y acuden a las iglesias a orar por la lluvia, bajo la impresión de que
los planes que Dios ha hecho son tan triviales y tan poco importantes que, si se le pide que los cambie,
lo hará.
Estamos acostumbrados a pensar que todos los dioses y demonios de la mitología son
«sobrenaturales», pero no es ése realmente un empleo justo de la palabra. Cualquier cultura, en su
etapa constructora de mitos, no ha llegado aún al concepto de la ley natural, en el sentido moderno,
por lo que nada es verdaderamente sobrenatural. Los dioses y los demonios son simplemente
sobrehumanos. Pueden hacer cosas que los seres humanos no pueden realizar.
Fue la ciencia moderna la que introdujo el concepto de las leyes naturales, las cuales no
pueden ser violadas en ninguna circunstancia; las leyes de la conservación, de la termodinámica, las de
 Tenemos aquí un ejemplo de otro "mundo", pero nunca visible y de ninguna manera sentido en la forma ordinaria.
Maxwell, la teoría cuántica, la de la relatividad, el principio de indeterminación, las relaciones
causales...
Ser sobrehumano es perfectamente permisible, pues esos casos son comunes. El caballo es
sobrehumano en su velocidad; el elefante, en su fuerza; la tortuga, en su longevidad; el camello, en su
resistencia; el delfín, en su natación. Es hasta concebible que algún ente no humano tenga inteligencia
sobrehumana.
Sin embargo, apartarse de las leyes de la naturaleza, ser «sobrenatural», no es admisible en el
Universo tal como lo interpreta la ciencia, o sea en el «Universo Científico», que es el único del cual
se ocupa este libro.
Podría argüirse fácilmente que los seres humanos no tienen derecho a decir que esto o aquello
«no es permisible»; que algo a lo que se llama sobrenatural recibe ese nombre por definición
arbitraría, basada en conocimientos finitos e incompletos. Todo hombre de ciencia debe reconocer que
no conocemos todas las leyes de la naturaleza que puedan existir, y que no comprendemos
perfectamente bien las consecuencias y limitaciones de las leyes de la naturaleza que creemos que
existen. Más allá de lo poco que sabemos, puede haber mucho que parezca «sobrenatural» a nuestro
minúsculo entendimiento, pero que, no obstante, existe.
De acuerdo. Pero consideremos lo siguiente:
Cuando partimos de la ignorancia, no podemos llegar a ninguna conclusión. Cuando decimos:
«cualquier cosa puede ocurrir, y cualquier cosa puede ser, porque sabemos tan poco que no tenemos
derecho a decir "esto es así", o "esto no es así"», entonces todo razonamiento se detiene ahí. Nada
podemos eliminar; nada podemos afirmar. Todo lo que nos es posible hacer es juntar palabras y
pensamientos, sobre la base de la intuición, o la fe, o la revelación, pero desgraciadamente no hay dos
personas que parezcan compartir la misma intuición, o la misma fe, o la misma revelación.
Lo que debemos hacer es fijar reglas y límites, por arbitrarios que parezcan.
Entonces descubrimos lo que podemos decir, dentro de esas reglas y esos límites.
El punto de vista científico sobre el Universo es tal, que admite únicamente aquellos
fenómenos que, en una forma u otra, pueden ser observados de un modo accesible a todos, y que
admite aquellas generalizaciones (a las que llamamos leyes de la naturaleza) que pueden ser deducidas
de dichas observaciones.
Por tanto, hay exactamente cuatro campos de fuerza que controlan todas las acciones
recíprocas de las partículas subatómicas, y de esa manera, a la larga, todos los fenómenos. Esos
campos de fuerza son, en el orden de su descubrimiento, el gravitacional, el electromagnético, el de
acciones recíprocas nucleares fuertes y el de acciones recíprocas nucleares débiles. Ningún fenómeno
que se haya observado, puede dejar de ser explicado por una u otra de esas fuerzas. Hasta ahora,
ningún fenómeno es tan sorprendente que los científicos tengan que concluir que debe existir alguna
quinta fuerza, distinta de las cuatro que he mencionado.
Es perfectamente posible decir que existe una quinta clase de acción recíproca, pero que no
puede ser observado; o una sexta clase, o cualquier variedad de clases. Si no puede ser observada, si
no puede hacerse evidente en ninguna forma, nada se gana hablando de ella; excepto, tal vez, para el
entretenimiento de inventar una fantasía ().
También es perfectamente posible decir que hay una quinta acción recíproca (o una sexta, o
cualquier otra), que puede sin duda ser observada, pero sólo por ciertas personas y en determinadas
condiciones imprevisibles.
Podría ser concebible tal cosa, pero no cae en el campo de la ciencia, pues en esas
condiciones, cualquier cosa podría decirse. Puedo decir que las Montañas Rocosas están hechas de
esmeraldas que tienen la propiedad de parecer piedras ordinarias a todo el mundo, menos a mí. Es
imposible refutar tal afirmación; pero ¿qué valor tiene la misma? (Lejos de tener algún valor,
declaraciones como éstas irritan tanto a la gente que cualquiera que insista en hacerlas se expone a ser
tildado de demente.)
La ciencia se ocupa únicamente de fenómenos que pueden ser reproducidos de observaciones
 No deseo denigrar el valor de inventar fantasías. Es un arte noble, que demanda gran pericia. Lo sé muy bien.
Durante años enteros me he ganado la vida en ello. Sin embargo, una cosa es inventar una fantasía divertida, y
otra muy distinta confundirla con la realidad.

que, en ciertas condiciones fijas, puede hacer cualquier persona de inteligencia normal; de
observaciones respecto a las cuales pueden estar de acuerdo hombres razonables ().
De hecho podrá argüirse muy bien que la ciencia es el único campo de acción del intelecto
humano en el cual los hombres razonables suelen estar de acuerdo, también cambian a veces de
parecer cuando se obtienen nuevas pruebas. En política, en arte, en literatura, en música, en filosofía,
en religión, en economía, en historia (puede prolongarse esta lista tanto como se quiera), hombres que
por otros conceptos son razonables, suelen no sólo estar en desacuerdo, sino que invariablemente lo
están, a veces, con el más encendido apasionamiento; y nunca cambian de parecer.
Naturalmente, el punto de vista científico acerca del mundo no ha sido transmitido intacto
desde tiempo inmemorial. Fue descubierto y ampliado poco a poco. Ahora no está completo, y tal vez
nunca lo esté. Al principio, las nuevas sutilezas, modificaciones y adiciones quizá parezcan fantasías
(la teoría cuántica y la de la relatividad indudablemente lo parecieron), pero hay formas bien
conocidas de poner a prueba tales cosas con todo cuidado, y si las teorías pasan la prueba, son
aceptadas. El método de la prueba no es siempre sencillo ni fácil, y mientras se lleva a cabo pueden
surgir disputas (), por lo que la comprobación llega a demostrarse innecesariamente.
Con todo, la aceptación vendrá a la postre, pues el pensamiento científico se corrige a sí
mismo mientras exista una razonable libertad de investigación y publicación. (Por supuesto, es difícil
estar seguro de tener libertad absoluta, si se carece de fondos infinitos y de espacio infinito.)
Con lo anterior, justifico que este libro se ocupe de lo sobrenormal cuando sea necesario, pero
nunca de lo sobrenatural. En la discusión sobre la inteligencia humana, de la que nos ocuparemos en
este libro, no consideramos ni a ángeles ni a demonios, ni a Dios ni al Diablo, ni a nada que no sea
accesible por medio de la observación, el experimento y la razón.
Animales
En nuestra búsqueda de inteligencia no humana en la Tierra, después de eliminar todas las
cosas maravillosas que la imaginación humana ha construido de la nada, debemos encontrar lo que
podamos en las cosas deslustradas que sea posible palpar y observar.
De los objetos naturales de la Tierra, en nuestra búsqueda de inteligencia, podemos eliminar a
los inanimados, o no vivientes.
Esto dista mucho de ser una decisión indiscutible, pues no es imposible pensar que la
conciencia y la inteligencia sean inherentes a toda la materia, y que hasta los átomos individuales
tengan cierta microcantidad de ambas cosas.
Quizá sea así, pero en atención a que semejante conciencia o inteligencia no puede ser medida
en ninguna forma (al menos hasta ahora, y no nos queda otro remedio que decir «hasta ahora»), ni tan
siquiera observada, queda fuera del Universo que he propuesto como campo de estudio y la podemos
eliminar.
Además, si buscamos inteligencia no humana, puede darse por sentado que indagamos una
que, al mismo tiempo que se encuentra en algo distinto del ser humano, sea, no obstante, más o menos
comparable en calidad a la inteligencia de los seres humanos. Eso significa que debe ser una inteligencia
que podamos reconocer claramente como tal, pues la que pueda haber en una piedra no es de la
clase que podamos reconocer.
¿Pero es que todas las clases de inteligencia deben ser las mismas, o semejantes, o
reconocibles? ¿No podría ser un peñasco tan inteligente como lo somos nosotros, o aún más, pero en
una forma completamente irreconocible?
Si esto es así, nada hay que nos impida decir que todo objeto en el Universo es tan inteligente
como un ser humano, o más, pero que, en el caso de cada uno de esos objetos, la índole de su
inteligencia es tan diferente de la nuestra que resulta irreconocible para nosotros.
Si podemos sostener tal cosa, todos los argumentos terminan ahí mismo y no hay lugar para
 No me molestaré en definir lo que es un "hombre razonable". Sospecho que una suposición favorable que
podemos hacer, es que cualquiera que se moleste en leer este libro es un hombre razonable.
 Tales disputas suelen ser a veces muy enconadas y causantes de polémicas, pues los científicos son humanos y
cualquiera de ellos puede ser, a veces, mezquino, ruin, vengativo o, sencillamente, estúpido.
más investigaciones. Debemos establecer límites para poder continuar. Al buscar inteligencia no
humana podemos limitarnos razonablemente a la que podamos reconocer como tal (aunque sea sólo
vagamente), por medio de observaciones reproducibles y empleando como norma nuestra propia
inteligencia.
Es posible que esa inteligencia sea tan diferente de la nuestra, que no la reconozcamos
inmediatamente, pero que sea posible llegar a reconocerla por grados. Sin embargo, en todos los años
de relación humana con objetos inanimados, no ha habido verdadera razón para suponer que
cualquiera de ellos haya mostrado ningún signo de inteligencia, por pequeño que sea (), motivo por el
cual es muy razonable eliminarlos.
Si pasamos a los objetos animados, podríamos plantear el asunto de cómo distinguir entre
objetos inanimados y animados. La distinción es más difícil de lo que podríamos creer, pero parece
fuera de lugar. Los objetos que ofrecen la más ligera posibilidad de confusión respecto a su
clasificación entre animados o inanimados no presentan motivos razonables para que se les atribuya
inteligencia no humana.
Y de los objetos que indiscutiblemente son animados, podemos eliminar a todo el mundo
vegetal. No hay inteligencia reconocible en la más asombrosa secoya, en la rosa de perfume más fino,
o en el más feroz atrapamoscas ().
En cambio, tratándose de animales, el asunto cambia. Los animales se mueven, como
nosotros, y tienen necesidades reconocibles, como nosotros las tenemos. Comen, duermen, eliminan,
se reproducen, buscan la comodidad y evitan el peligro. Por este motivo, existe la tendencia a ver en
sus actos una motivación e inteligencia humana.
Así, en la imaginación humana, a las hormigas y a las abejas, que siguen una conducta
totalmente instintiva, con poca o ninguna capacidad para la variación individual o modificaciones de
conducta para hacer frente a eventualidades no buscadas, se les tiene como industriosas por su propia
voluntad.
A la culebra, que serpentea por la hierba porque ésa es la única manera en que su forma y su
estructura le permiten moverse, y que por tanto evita ser descubierta y puede atacar antes de ser vista,
se le imagina taimada e insidiosa. (Esa caracterización la sostiene la autoridad de la Biblia; véase
Génesis :.)
De manera semejante, al asno se le cree estúpido, al león y al águila, orgullosos y
majestuosos; al pavo real, vanidoso; a la zorra, astuta, y así sucesivamente.
Es casi inevitable que la muy extendida atribución de motivos humanos a la conducta de los
animales nos lleve a dar por sentado, de poder establecer comunicación con ciertos animales, que
tienen inteligencia humana.
Esto no quiere decir que ciertos seres humanos, si se les presionara, reconocerían que creen tal
cosa. Sin embargo, podemos ver las películas de Disney, en las que figuran animales con inteligencia
humana, y permanecer cómodamente inadvertidos de la incongruencia.
Naturalmente, esos dibujos animados son únicamente un juego divertido, y la suspensión
voluntaria de la incredulidad es característica muy conocida de los seres humanos. Además, las fábulas
de Esopo y las crónicas medievales de Reynalda la Zorra no se refieren realmente a animales
parlantes, sino que son formas de expresar algunas verdades acerca de abusos sociales, sin exponerse
al enojo de los poderosos, quienes tal vez no sean lo suficientemente inteligentes para reconocer que
se les está satirizando.
Sin embargo, la larga popularidad de esas historias de animales, a las que podemos añadir las
del «Tío Remus», de Joel Chandler Harris, y las del «Dr. Dolittle», de Hugh Lofting, demuestra cierta
tendencia del ser humano a suspender la incredulidad en ese aspecto particular, tal vez más que en
ningún otro. Sospecho que hay un sentimiento reprimido de que si los animales no son tan inteligentes
 Hago una excepción con esos objetos inanimados, llamados computadoras, que han aparecido en el último
cuarto de siglo y que, en algunas formas, indican propiedades que fácilmente pueden ser tomadas como
inteligencia. Con todo, esos objetos son productos humanos y pueden ser considerados, con justicia, como
extensiones de la inteligencia humana y no como inteligencia no humana.
 Se han escrito libros que describen cómo las plantas parecen entender el lenguaje humano y reaccionar ante él
con aparente inteligencia. Sin embargo, hasta donde saben los biólogos, tales opiniones carecen de todo
fundamento científico.
como nosotros, deberían serlo.
Ni siquiera podemos refugiarnos en el hecho de que las historias de animales que hablan son
esencialmente para niños. El reciente éxito de librería de Watership Down, de Richard Adams, es un
ejemplo de un libro para adultos sobre animales que hablan, que me pareció profundamente
conmovedor.
No obstante, junto a este antiguo y primordial sentimiento de parentesco con los animales
(aunque los cazamos y los esclavizamos), hay, en el pensamiento occidental por lo menos, la
conciencia de un abismo infranqueable entre los seres humanos y otros animales.
En el relato bíblico de la creación, el ser humano es creado por Dios en forma diferente de
como lo fue el resto de los animales. Al hombre se le describe como hecho a imagen de Dios, quien le
dio el dominio sobre el resto de la creación.
El significado de esta diferencia puede interpretarse de diversas maneras: que el ser humano
tiene alma y los otros animales no; que hay una chispa de divinidad e inmortalidad en los seres
humanos, no existente en otros animales; que en los seres humanos hay algo que sobrevivirá a la
muerte, en tanto que nada de eso ocurrirá en el caso de otros animales, etcétera.
Todo esto se encuentra fuera del campo de la ciencia y puede dejarse de lado. Empero, el
influjo de tales puntos de vista religiosos invita a creer que sólo los seres humanos son racionales y
que ningún otro animal lo es. Esto, por lo menos, es algo que puede ser sometido a prueba y observado
por los métodos usuales de la ciencia.
Con todo, los seres humanos no se han sentido lo suficientemente seguros de la singularidad
de su especie como para permitir que se les someta a la prueba de la investigación científica. Hay
cierto recelo acerca de la tendencia de los biólogos, con un vigoroso concepto del orden, a clasificar a
los seres vivientes en especies, géneros, órdenes, familias y demás.
Al agrupar a los animales de acuerdo con las semejanzas mayores y menores, se forma una
especie de árbol de la vida, con varias especies que ocupan diferentes vástagos de distintas ramas. Lo
que comienza como metáfora, sugiere bastante claramente la posibilidad de que el árbol crezca y las
ramas se desarrollen.
En resumen, la simple clasificación de las especies conduce, inexorablemente, a la sospecha
de que la vida evolucionó; de que, por ejemplo, especies más inteligentes se desarrollaron de otras
menos inteligentes; y de que, especialmente, los seres humanos se perfeccionan a partir de especies
primitivas que carecían de capacidades que ahora consideramos peculiarmente humanas.
En efecto, cuando Charles Darwin publicó su obra El origen de las especies, en 9, hubo
una explosión de ira contra ese libro, a pesar de que Darwin se abstuvo cuidadosamente de referirse a
la evolución humana. (Transcurriría otra década antes de que se atreviera a publicar El origen del
hombre.)
Aún ahora, a mucha gente se le hace difícil aceptar el hecho de la evolución. Al parecer, no
encuentra ofensiva la insinuación de que hay características humanas en animales como los ratones
(¿quién puede ser más adorable que el Ratón Mickey?), pero le parece ofensivo que nosotros mismos
descendamos de antepasados subhumanos.
Primates
En la clasificación de los animales hay un orden llamado de los primates, que incluye a los
popularmente conocidos como monos y chimpancés. En su aspecto, los primates se asemejan a los
seres humanos más que a ningunos otros animales, y de ese aspecto es natural deducir que están más
estrechamente relacionados con los seres humanos que otros animales. En realidad, el hombre debe ser
incluido como primate, si ha de tener algún sentido la clasificación de los animales.
Una vez aceptada la evolución, debe llegarse a la inevitable conclusión de que los diversos
primates, con inclusión del ser humano, se han desarrollado desde algún tallo ancestral único, y que
todos son primos en diversos grados, por así decirlo.
La semejanza de otros primates a los seres humanos es, al mismo tiempo, enternecedora y
repulsiva. El sector de los monos es siempre el más concurrido en un parque zoológico, y la gente
observa fascinada a los antropoides (los que más se asemejan al ser humano).
Empero, el dramaturgo inglés William Congrave escribió en 9: «Nunca puedo mirar
detenidamente a un mono, sin reflexiones muy mortificantes». No es difícil adivinar que esas
«reflexiones mortificantes» deben haber sido que los seres humanos podrían ser descritos como monos
grandes y algo más inteligentes.
Los que se oponen a la idea de la evolución suelen ser especialmente hostiles a los monos, al
exagerar sus características no humanas, para hacer menos aceptable cualquier concepto de parentesco
entre ellos y nosotros.
Se han buscado distinciones anatómicas, alguna pequeña estructura corpórea que pudiera
encontrarse únicamente en los seres humanos y no en otros animales, especialmente en los simios. No
se ha hallado ninguna.
De hecho, la semejanza superficial entre nosotros y otros primates, y concretamente entre
nosotros y el chimpancé y el gorila, se vuelve más profunda después de un detenido examen. No hay
ninguna estructura interna en el ser humano que no exista también en el chimpancé y en el gorila.
Todas las diferencias son de grado, nunca de clase.
Pero si la anatomía no establece un abismo absoluto entre los seres humanos y los animales no
humanos más estrechamente relacionados, tal vez la conducta sí lo haga.
Por ejemplo, el chimpancé no puede hablar. Los esfuerzos por enseñar a los chimpancés
jóvenes a hablar, por pacientes, hábiles y prolongados que sean, siempre han fracasado. Sin habla, el
chimpancé sigue siendo un simple animal. (La frase en inglés dumb animal [animal mudo, o tonto] no
se refiere a la falta de inteligencia del animal, sino a que no puede hablar.)
Pero ¿podría ser que confundiéramos la comunicación con el habla?
El habla es, indudablemente, la forma más eficaz y delicada de comunicación que conocemos;
pero ¿es la única?
El habla humana depende de la facultad de controlar movimientos rápidos y delicados de la
garganta, la boca, la lengua y los labios, y todo ello parece estar bajo el control de una parte del cerebro
llamada circunvolución de Broca, por el cirujano francés Pierre Paul Broca (-). Si a la
circunvolución de Broca la daña un tumor o un golpe, el ser humano padece afasia y no puede ni
hablar ni comprender el habla. Sin embargo, un ser humano, en esas condiciones, conserva su
inteligencia y puede hacerse entender, por ejemplo, por medio de gestos o señas.
La sección del cerebro del chimpancé equivalente a la circunvolución de Broca, no es lo suficientemente
grande o compleja para que permita el habla, en el sentido humano. Pero ¿qué decir de los
gestos? Los chimpancés se valen de éstos para comunicarse en la selva. ¿Podría mejorar esa facultad?
En junio de 9, Beatrice y Allen Gardner, de la Universidad de Nevada, seleccionaron a un
chimpancé hembra, de año y medio, que llamaron Washoe, y decidieron intentar enseñarle un lenguaje
de gestos para sordomudos. Los resultados fueron sorprendentes, para ellos y para el mundo entero.
Whashoe aprendió fácilmente varias docenas de signos, empleándolos correctamente para
comunicar deseos y abstracciones. Inventó modificaciones, que también utilizaba de modo correcto.
Intentó enseñar el idioma a otros chimpancés, y evidentemente le agradaba establecer comunicación.
Otros chimpancés han sido adiestrados en forma semejante. A algunos se les ha enseñado a
arreglar y rearreglar fichas imantadas en un tablero. Al hacer tal cosa, demostraron ser capaces de
tomar en cuenta la gramática, y no se les consiguió engañar cuando sus maestros crearon
deliberadamente frases sin sentido.
A gorilas jóvenes se les ha entrenado en forma parecida, y han mostrado incluso mayores
aptitudes que los chimpancés.
No se traía de reflejos condicionados. Todas las pruebas demuestran que los chimpancés y los
gorilas saben lo que están haciendo, en el mismo sentido en que los seres humanos saben lo que hacen
cuando hablan.
Por supuesto, el lenguaje de los simios es muy sencillo en comparación con el de los seres
humanos. Estos son enormemente más inteligentes que los monos, pero aquí también la diferencia es
de grados antes que de clase.
Cerebro
A cualquiera que considere la inteligencia comparativa de los animales, le será fácil ver que el
factor anatómico clave es el cerebro. Los primates tienen, en general, cerebros más grandes que la mayoría
de los no primates, y el cerebro humano es, con mucho, el más grande entre los de primates.
El cerebro de un chimpancé adulto pesa  gramos, y el de un gorila,  gramos. En


comparación, el cerebro de un hombre adulto pesa un promedio de . gramos.
Sin embargo, el cerebro humano no es el más grande que haya evolucionado. Los elefantes
más grandes tienen cerebros hasta de . gramos, y las ballenas más grandes, cerebros que llegan a
los 9. gramos.
Es indudable que el elefante figura entre los animales más inteligentes. En efecto, la
inteligencia de los elefantes es tan notable, que los humanos tienden a exagerarla (hay mayor
tendencia a exagerar la inteligencia del elefante que la del mono, tal vez porque el elefante es tan
diferente de nosotros en su aspecto, que representa una menor amenaza a nuestra singularidad).
No tenemos la misma oportunidad de estudiar a las ballenas que a los elefantes, pero podemos
creer, sin reparos, que las ballenas figuran también entre los animales más inteligentes.
Aunque los elefantes y las ballenas son relativamente inteligentes, es indudable que lo son
mucho, menos que los seres humanos, y tal vez menos que el chimpancé y el gorila. ¿Cómo puede tal
cosa corresponder al tamaño sobrehumano de sus respectivos cerebros?
El cerebro no es simplemente un órgano de la inteligencia; también es el medio por el cual los
aspectos físicos del cuerpo se organizan y controlan. Si el tamaño del cuerpo es grande, una buena
parte del cerebro se ocupa de lo físico y deja muy poco a lo puramente intelectual.
Así, cada medio kilo de cerebro de chimpancé se encarga de  kilos de cuerpo del mismo, de
suerte que la relación entre cerebro y cuerpo es de :. En el gorila, la relación suele ser tan baja
como de :. En el ser humano, en cambio, la relación es de alrededor de :.
Compárese lo anterior con el elefante, en el que la relación entre cerebro y cuerpo es tan baja
como de :. y con las ballenas más grandes, que es como de :.. Así pues, no es
sorprendente que haya algo especial en los seres humanos, que los elefantes y las ballenas, a pesar de
sus grandes cerebros, no pueden alcanzar.
Empero, hay organismos en los cuales la relación entre cerebro y cuerpo es en realidad más
favorable que la del ser humano. Esto es cierto en el caso de algunos de los monos más pequeños, y en
el de ciertos colibríes. En algunos monos, la relación es tan alta como de :,. Aquí, no obstante, la
masa absoluta del cerebro es demasiado pequeña como para llevar mucha carga intelectual.
El ser humano logra un promedio muy adecuado. El cerebro humano es lo suficientemente
grande para permitir una inteligencia elevada; y el cuerpo humano lo bastante pequeño para dejar un
espacio cerebral para el esfuerzo intelectual.
Pero aun en esto, el ser humano no es único.
Al considerar la inteligencia de las ballenas, tal vez no sea justo escoger los ejemplares más
grandes.
Se podría entonces tratar de medir la inteligencia de los primates considerando al más grande,
el gorila, y pasar por alto a su primo más pequeño, el ser humano.
¿Qué decir de los delfines y marsopas, que son parientes pigmeos de las ballenas gigantescas?
Algunos de esos seres no son más pesados que los humanos, y no obstante tienen un cerebro más grande
que el del hombre (con pesos hasta de . gramos) y con circunvoluciones más extensas.
Sería aventurado decir, con esa sola base, que el delfín es más inteligente que el ser humano,
dado que también existe el aspecto de la organización interna del cerebro. El cerebro del delfín quizá
esté organizado para fines predominantemente no intelectuales.
La única forma de saberlo es estudiando la conducta del delfín, pero al intentar hacerlo
tropezamos con lamentables estorbos. Los delfines parecen comunicarse por medio de sonidos
modulados, que son todavía más complicados que los del lenguaje humano, por lo que hasta ahora no
hemos podido lograr ningún adelanto en la comprensión de esos sonidos. También parecen mostrar
algunos indicios de conducta inteligente, incluso de conducta afable y comprensiva, pero, por otra
parte, el medio en que viven es tan distinto del nuestro que nos es difícil penetrar en ellos y entender
sus pensamientos y sus motivaciones.
El punto relativo al nivel exacto de la inteligencia del delfín sigue siendo discutible, al menos
hasta ahora.
Fuego
En vista de lo expuesto en las secciones anteriores de este capítulo, a la pregunta de si existe
en la Tierra la inteligencia no humana debe responderse de esta manera: Sí, existe.
Parecería que no ha sido demostrada la afirmación que hago al principio de este capítulo de
que la ciencia señala que estamos solos. Hay varios animales con inteligencia sorprendentemente
desarrollada, además de los simios, los elefantes y los delfines. Los cuervos son excepcionalmente
inteligentes si se les compara con otros pájaros, y los pulpos muestran un nivel de inteligencia que
supera en mucho al de otros invertebrados.
Con todo, sí existen diferencias absolutas; si hay abismos infranqueables. La clave se
encuentra, no tanto en la simple presencia de la inteligencia, sino en el uso que se hace de esa
inteligencia.
Se ha definido a los seres humanos como animales que fabrican herramientas.
Indudablemente, hasta los homínidos de cerebro pequeño, que fueron nuestros precursores hace un par
de millones de años, se valían ya de guijarros a los que daban forma. Esto no es sorprendente, pues el
cerebro de esos homínidos, a pesar de ser pequeño, era mejor que el de los actuales simios.
Sin embargo, otros animales, incluso algunos nada inteligentes, se valen de piedras y de
ramitas, de tal forma que pueden considerarse como equivalentes al empleo de herramientas.
Así pues, no es la fabricación de herramientas lo que, por sí misma, establece una distinción
clara entre el ser humano y otros animales inteligentes.
Pero puede haber cierta clase de herramienta que señale claramente la línea divisoria que
separa a las especies más inteligentes de las demás.
No tenemos que buscar mucho. La clave se encuentra en el control y el uso del fuego. Existen
pruebas definitivas de que el fuego se empleó en cavernas de China en las cuales habitó una de las
primeras especies de homínidos, la del Homo erectus, hace por lo menos medio millón de años. El
descubrimiento del fuego nunca se ha olvidado.
Ninguna sociedad humana que exista ahora en cualquier lugar de la Tierra ignora la manera de
encender fuego y emplearlo. Ninguna especie no humana, hasta donde sabemos, ha logrado el más
ligero adelanto hacia el empleo del fuego.
Supongamos que definimos la «inteligencia humana» de esta manera: Un nivel
suficientemente alto para permitir el perfeccionamiento de métodos para encender y emplear el fuego.
En ese caso, a la pregunta de si existe en la Tierra, entre especies no humanas, el equivalente
de la inteligencia humana, debe responderse: ¡No! El ser humano es único.
Esto podrá parecer injusto y resultado de una definición arbitraria y egoísta. Veamos si lo es,
comparando al delfín con el ser humano.
El delfín pasa su vida en el agua y el ser humano en el aire. El agua es un medio viscoso,
mucho más viscoso que el aire. Se necesita mayor esfuerzo para abrirse paso por el agua, a
determinada velocidad, que por el aire. (Cualquiera que haya tratado de correr estando parcialmente
sumergido en agua, sabe que así es.)
Para lograr rapidez en el agua, el delfín ha evolucionado en forma aerodinámica, que reduce la
resistencia del agua. En cambio, por moverse en el aire, el ser humano no necesita una forma aerodinámica;
puede tener una forma muy irregular y, no obstante, ser capaz de moverse rápidamente.
Por esa razón, el ser humano es capaz de desarrollar apéndices complicados, lo cual no puede
hacer el delfín. La aerodinámica del delfín le permite tener dos aletas achatadas y otra de cola, como
únicos apéndices para maniobrar, que le sirven sólo para propulsión y guía.
Para decirlo sucintamente, los seres humanos, por vivir en el aire, pueden desarrollar unas
manos con las cuales manipular su medio ambiente. Los delfines, por vivir en el agua, no pueden
desarrollar manos.
Por otra parte, el fuego que los primeros humanos aprendieron a manejar es radiación de calor
y luz resultante de una rápida reacción química que libera energía. Las más comunes reacciones
químicas en gran escala, que liberan energía y son útiles a este respecto, resultan de la combinación,
con el oxígeno del aire, de sustancias que contienen átomos de carbono, de hidrógeno o de ambos
(«combustible»). A este proceso se le llama combustión. El fuego no puede existir debajo del agua,
pues allí no hay oxígeno libre y es imposible la combustión. Por tanto, aunque los delfines tuviesen la
inteligencia necesaria para imaginar el fuego y resolver mentalmente los medios necesarios para
dominarlo y emplearlo, no pondrían en práctica ese conocimiento.
Vemos ahora, no obstante, que el empleo del fuego por el hombre podría considerarse sólo
como la consecuencia accidental del hecho de que el ser humano viva en el aire, lo cual, en sí mismo,
no es necesariamente una verdadera prueba de inteligencia.
Después de todo, los delfines, aunque no pueden manipular su medio ni hacer y emplear
fuego, quizá hayan desarrollado, a su propia manera, una sutil filosofía de la vida. Quizá hayan
resuelto, más útilmente que nosotros, una forma racional de vivir. Es posible que intercambien más
alegría y buena voluntad con sus sentimientos, y comprendan mejor. El que no podamos entender su
filosofía y su modo de pensar no constituye una prueba de que su inteligencia sea poca, sino que, más
bien, tal vez sea una prueba de la pequeñez de la nuestra.
¡Tal vez!
Lo cierto es que no tenemos constancia de la filosofía de la vida del delfín. Esa falta de datos
posiblemente sea culpa nuestra, pero nada hay que podamos hacer a este respecto. Sin alguna prueba,
no es posible razonar útilmente. Podemos buscar una prueba y quizá algún día la encontremos; pero,
entretanto, racionalmente no podemos atribuir al delfín inteligencia humana.
Además, aunque nuestra definición de inteligencia humana, sobre la base del fuego, sea
injusta y egoísta en una escala abstracta, resultará útil y razonable para los fines de este libro. El fuego
nos coloca en un camino que lleva a una búsqueda de inteligencia extraterrestre; sin el fuego, nunca
hubiéramos llegado a ese punto.
Así pues, las inteligencias extraterrestres que buscamos deben haber ideado el uso del fuego (o
para ser justos, su equivalente) en algún momento de su historia, o bien, como estamos a punto de
verlo, no podrían haber desarrollado los atributos que les permitieran ser descubiertos.
Civilización
En toda la historia de la vida, las especies de seres vivientes han hecho uso de la energía
química por medio de la lenta combinación de ciertas sustancias químicas con el oxígeno dentro de sus
células. Ese proceso es análogo al de la combustión, pero más lento, y controlado en forma mucho más
delicada. A veces se aprovecha la energía disponible en los cuerpos de especies más fuertes, como
cuando una rémora se adhiere a un tiburón, o como cuando un ser humano unce un buey al arado.
Las fuentes inanimadas de energía se emplean a veces cuando las especies se dejan llevar o
mover por el viento o por corrientes de agua. Sin embargo, en esos casos, la fuente inanimada de energía
debe ser aceptada en el lugar y en el momento en que se encuentre, y en la cantidad que exista en
ese instante.
En el uso del fuego por el ser humano intervino una fuente inanimada de energía portátil, que
podía ser empleada cuando se deseara. Podía ser encendida o extinguida a voluntad y usada cuando se
quisiera. Podía ser conservada en pequeñas proporciones, o alimentada hasta que fuera grande, y podía
empleársele en la cantidad deseada.
El uso del fuego permitió a los seres humanos, adaptados por la evolución al tiempo benigno,
penetrar a las zonas templadas. Les permitió sobrevivir a las noches frías y a los inviernos largos,
protegerse de las bestias depredadoras que evitan el fuego, asar carne y tostar granos, con lo que ampliaron
su régimen alimenticio y limitaron el peligro de infecciones bacterianas y parasitarias.
Los seres humanos se multiplicaron, lo que significó que contaron con más cerebros para idear
futuros adelantos. Con el fuego, la vida no fue ya tan aleatoria y se dispuso de más tiempo para que
esos cerebros se ocuparan en algo más que sus necesidades inmediatas.
En resumen, el empleo del fuego puso en movimiento una serie progresiva de adelantos
tecnológicos.
Hace unos . años, en el Medio Oriente se lograron varios progresos importantísimos.
Entre ellos figuraron el nacimiento de la agricultura, el pastoreo, las ciudades, la alfarería, la
metalurgia y la escritura. El último paso, el de la escritura, ocurrió en el Medio Oriente hace unos
. años.
Este conjunto de cambios en un período de . años introdujo lo que llamamos civilización,
nombre que damos a una vida asentada, a una sociedad compleja en la cual los seres humanos se
especializan para realizar diversas tareas.
Indudablemente, otros animales pueden crear comunidades complejas, de diversos tipos de
individuos expertos en distintas misiones. Esto es más notable en insectos gregarios, como las abejas,
las hormigas y las termitas, entre las cuales los individuos están en algunos casos especializados
fisiológicamente, hasta un grado en que no pueden comer, sino que deben ser alimentados por otros.
Algunas especies de hormigas practican la agricultura y cultivan pequeños campos de hongos, en tanto


que otras pastorean ofidios; y otras, incluso, hacen la guerra y esclavizan a especies más pequeñas de
hormigas. Por supuesto, la colmena y la colonia de hormigas o de termitas tienen muchos puntos de
analogía con la ciudad humana.
De cualquier modo, las sociedades no humanas más complejas, las de los insectos, son
resultado de una conducta instintiva, cuyas normas se encuentran incorporadas a los genes y al sistema
nervioso de cada insecto, desde que nace. Tampoco ninguna sociedad no humana emplea el fuego.
Con excepciones insignificantes, las sociedades de insectos funcionan con la energía producida por el
cuerpo del insecto mismo.
Así pues, es justo considerar a las sociedades humanas como fundamentalmente diferentes de
otras sociedades, y atribuirles únicamente a ellas lo que llamamos civilización.
Un tercer grupo de cambios empezó hace unos  años, con el perfeccionamiento de una
máquina práctica de vapor, lo que condujo a la Revolución Industrial, que todavía prosigue. Además,
hace unos  años empezamos a disponer de algunas clases de energía que podían escapar al espacio
exterior en cantidades notables. Entonces, nos volvimos detectables.
En suma, no buscamos sólo vida extraterrestre. Tampoco sólo inteligencia extraterrestre.
Buscamos una civilización que disponga de suficiente energía y que sea lo bastante desarrollada para
ser detectable a través de distancias interestelares. Después de todo, si el nivel de
vida/inteligencia/civilización es tal que resulte indetectable, no vamos a ser nosotros quienes la
descubramos.
Y ahora es justo decir que en la Tierra hay ni más ni menos que una civilización de la clase
que buscamos; solamente una: la nuestra. Hasta donde sabemos, nunca ha habido ninguna otra de esta
clase en la Tierra, y hace sólo unos cuantos años que nuestra propia civilización se convirtió en la
clase a la que me refiero, es decir, en una civilización detectable.
Naturalmente, ahora que he demostrado que, en nuestro papel de creadores de civilización,
somos los únicos en la Tierra, tal soledad no es una gran tragedia, después de todo. La Tierra ya no es
el único mundo en la conciencia de los seres humanos. Sólo necesitamos buscar civilizaciones en otras
partes, en otros mundos, y entonces tal vez se descubra que no estamos solos.


 – LA LUNA
Fases
Si imaginamos que miramos en torno nuestro sin saber qué pueda haber, podría perdonársenos
el pensar que la Tierra es el único mundo. Entonces, ¿qué es lo que hizo a la gente creer que había
otros mundos?
La Luna. Consideremos lo siguiente:
La característica predominante de los objetos en el firmamento es su fulgor. Las estrellas son
pequeños puntos de luz centelleante; los planetas, otros puntos, algo más vivos, de luz refulgente. El
Sol es un círculo de luz intensa. Hay algún que otro meteorito, que produce una breve línea de luz.
Hay también, ocasionalmente, algún cometa que es una mancha de luz, irregular y confusa.
Es la luz lo que hace que los objetos celestes parezcan completamente diferentes de la Tierra,
la cual en sí misma es oscura y no irradia fulgor alguno.
Por supuesto, se puede producir luz en la Tierra en forma de fuego, pero es completamente
distinta de la celeste. Los fuegos terrestres deben ser alimentados constantemente con combustible,
pues de otra suerte menguan y se apagan, en tanto que la luz del cielo continúa siempre sin cambiar.
En efecto, el filósofo griego Aristóteles (- a. C.) sostuvo que todos los cuerpos celestes
estaban compuestos de una sustancia llamada éter, separada y diferente de los elementos que forman la
Tierra. La palabra éter procede del griego y significa arder. Los objetos celestes ardían, no así la
Tierra, y mientras se creyó que tal cosa era verdad sólo hubo un mundo: un objeto sólido, oscuro, en el
cual la vida podía existir, y muchos otros, ardientes, en los que la vida no podía existir.
Pero ahí está la Luna, único cuerpo celeste que cambia de forma regularmente y de manera
bien visible, a simple vista. Las diferentes formas de la Luna (sus «fases»), se prestan idealmente a
atraer la atención y, salvo por la sucesión del día y la noche, es probable que fueran los primeros cambios
astronómicos que atrajeron la atención de los seres humanos primitivos.
La Luna pasa por su ciclo completo de fases en poco más de  días, lo cual es un lapso
particularmente cómodo. Para el agricultor y el cazador prehistóricos, el ciclo de las estaciones (el
año) era muy importante, pero resultaba difícil notar que, por lo general, las estaciones se repetían
cada  o  días. Ese número era demasiado elevado para que se pudiese llevar con facilidad su
contabilidad. Contar  o  días desde cada Luna nueva hasta la siguiente, y  o  Lunas nuevas
por cada año, era más sencillo y mucho más práctico. Hacer un calendario que sirviera para dividir las
estaciones del año en términos de las fases de la Luna, fue consecuencia natural de las primeras
observaciones astronómicas.
Alexander Marshak, en su libro The Roots of Civilization (Las raíces de la civilización),
publicado en , arguye en forma convincente que, antes del comienzo de la historia escrita, los
primeros seres humanos marcaban en piedras una clave que tenía el propósito de llevar la cuenta de las
Lunas nuevas. Gerald Hawkins, en Stonehenge Decoded (Stonehenge descifrado), sostiene, en forma
igualmente persuasiva, que Stonehenge fue un observatorio prehistórico, ideado para llevar cuenta de
la Luna nueva y predecir los eclipses lunares que ocurren alguna que otra vez durante la Luna llena.
(Un eclipse lunar era la aterradora «muerte» de la Luna, de la que los seres humanos dependían para el
cómputo de las estaciones. Poder predecir el eclipse reducía el temor.)
Muy probablemente, la imprescindible necesidad práctica de formar un calendario con base en
las fases de la Luna fue lo que obligó a los seres humanos a interesarse por la astronomía, después a la
observación cuidadosa de los fenómenos naturales en general, y, posteriormente, al adelanto de la
ciencia.
Me parece que el hecho de que fuesen tan útiles los cambios de las fases, necesariamente
reforzó el concepto de la existencia de una deidad benévola que, por su amor a la humanidad, había
ordenado los cielos en un calendario que guiaría al género humano hacia maneras adecuadas de
asegurarse un suministro constante de alimentos.
En muchas culturas antiguas, cada Luna nueva se celebraba con un ritual religioso y,
generalmente, el cómputo del calendario se ponía en manos de sacerdotes. La palabra calendario
procede del latín y significa proclamar, puesto que cada mes comenzaba cuando la llegada de la Luna
nueva era oficialmente proclamada por los sacerdotes. Así pues, podríamos concluir que una parte
considerable del desarrollo religioso de la estirpe humana, de la creencia en Dios como padre
benévolo, no como tirano caprichoso, puede atribuirse a las cambiantes fases de la Luna.
Además, el hecho de que el estudio cuidadoso de la Luna fuese tan importante para el control
de la vida cotidiana de los seres humanos, necesariamente hizo nacer el concepto de que los demás objetos
celestes podrían también ser vitales a este respecto. Las fases de la Luna pueden haber
contribuido así al robustecimiento de la astrología y, por ende, al de otras formas de misticismo.
Pero además de todo esto (y si la Luna ha permitido el desarrollo de la ciencia, la religión y el
misticismo, parece casi injusto esperar algo más de ella), la Luna hizo surgir el concepto de la pluralidad
de los mundos; la idea de que la Tierra era sólo un mundo entre muchos otros.
Cuando los seres humanos empezaron a observar la Luna noche tras noche, para seguir sus
fases, era natural suponer que cambiaba de forma, literalmente. Nacía como delgada Luna creciente,
aumentaba hasta volverse un círculo luminoso completo, después disminuía hasta ser Luna menguante
y posteriormente moría. Cada Luna nueva era, materialmente una nueva Luna, una creación recién
surgida.
Sin embargo, desde mucho tiempo atrás fue evidente que los cuernos de la Luna creciente
siempre aparecían en dirección contraria a la del Sol. Eso bastaba para indicar cierta conexión entre el
Sol y las fases de la Luna. Cuando surgió esa idea, las observaciones posteriores demostrarían que las
fases tenían conexión con las posiciones relativas del Sol y la Luna. Había Luna llena cuando ésta y el
Sol estaban precisamente en partes opuestas del firmamento. La Luna se hallaba en su fase intermedia
cuando había una separación de  grados entre ella y el Sol. La Luna se encontraba en creciente cuando
estaba cerca del Sol, y así sucesivamente.
Parecía evidente que si la Luna era una esfera tan opaca como la Tierra, y brillaba únicamente
por la luz que recibía y reflejaba del Sol, debería pasar forzosamente por el ciclo de fases que se
observaban. Fue por esto que nació la idea, la cual se extendió hasta ser generalmente aceptada, de que
la Luna era un cuerpo tan oscuro como la Tierra y que no se componía de «éter» ardiente.
Otro mundo
Si la Luna era semejante a la Tierra, por ser oscura, ¿no podría ser también semejante a la Tierra
en otros aspectos? ¿No podría ser un segundo mundo?
Desde el siglo v a. C., el filósofo griego Anaxágoras (- a. C.) expresó la opinión de que
la Luna era un mundo semejante a la Tierra.
Es intelectualmente aceptable imaginar que el Universo consiste en un solo mundo, además de
algunos puntos luminosos. En cambio es difícil imaginar que el Universo se base en dos mundos,
aparte de algunos puntos luminosos. Si uno de los objetos celestes es un mundo, ¿por qué no han de
ser también mundos algunos o todos los demás? Gradualmente se extendió el concepto de la
pluralidad de los mundos. Un número creciente de personas empezó a creer que el Universo contenía
muchos mundos.
Pero no mundos vacíos. Al parecer, ese pensamiento llenaba de aversión a la gente, si acaso se
le ocurría pensar tal cosa.
El único mundo que conocemos, la Tierra, está lleno de vida, y es natural pensar que la vida es
característica tan inevitable de los mundos, en general, como lo es la solidez. Además, si se piensa que
la Tierra fue creada por alguna deidad o deidades, entonces es lógico suponer que los otros mundos
fueron también creados de la misma manera. En tal caso, sería insensato suponer que cualquier mundo
fuese creado sólo para dejarlo vacío. ¿Qué objeto tendría crear mundos vacíos? ¡Qué desperdicio sería
tal cosa!
Así, cuando Anaxágoras expuso su creencia de que la Luna era un mundo semejante a la
Tierra, también sugirió que podría estar habitada. Lo mismo hicieron otros pensadores antiguos, entre
ellos el biógrafo griego Plutarco (- d. C.).
Además, si un mundo está habitado, parece natural suponer que lo está por seres inteligentes
generalmente representados como muy semejantes a los seres humanos. Suponer un mundo habitado
únicamente por plantas y animales irracionales, parecería un despilfarro intolerable.
Por extraño que parezca, se habló de que había vida lunar aun antes de que se reconociera que
la Luna era un mundo. Esto partió del hecho de que la Luna es también singular entre los cuerpos celestes,
porque no tiene un brillo similar. Posee manchas oscuras que contrastan con su luz brillante,
manchas más notables y asombrosamente visibles cuando hay Luna llena.
El antiguo observador de la Luna, rústico y ordinario, se sentía inclinado a ver una figura en
las manchas de su faz. (Realmente, hasta el observador actual, sutil e instruido, suele sentir la misma
tentación.)
Por la natural antropocentricidad de los seres humanos, era casi inevitable que esas manchas
se interpretaran como representación de un ser humano, y de allí surgió la idea del «hombre en la
Luna».
Indudablemente, la idea original fue prehistórica. Sin embargo, en tiempos medievales se
hicieron frecuentes esfuerzos por cubrir esos antiguos conceptos con un manto de respetabilidad
bíblica. Por tanto, se creyó que el hombre en la Luna era el mencionado en Números :-:
«Estando los hijos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo... Y
Jehová dijo a Moisés: "Irremisiblemente muera aquel hombre..." Entonces lo sacó la congregación
fuera del campamento, y lo apedrearon, y murió...»
No se menciona a la Luna en el relato bíblico, pero era fácil añadir el cuento de que cuando el
hombre protestó que no quería guardar el «domingo» en la Tierra (aunque para los israelitas el día de
descanso era el que nosotros llamamos sábado), los jueces dijeron: «Entonces, guardarás un eterno lunes
(Día de Luna) en el cielo».
En el medioevo se representaba al hombre en la Luna cargando un arbusto espinoso, símbolo
de la leña que había juntado, y con una linterna, pues se suponía que estuvo recogiendo leña de noche,
con la esperanza de que nadie lo viese y, por algún motivo, con un perro. El hombre en la Luna, con
esos accesorios, forma parte de la comedia dentro de otra comedia, representada por Bottom y otros
rústicos en Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare.
Por supuesto, se imaginaba que el hombre en la Luna llenaba todo ese mundo, pues las
manchas semejaban cubrir toda su faz, y la Luna parecía ser pequeña.
Fue el astrónomo griego Hiparco (- a. C.) quien por primera vez logró calcular el
tamaño de la Luna, en relación con el de la Tierra, por métodos matemáticos válidos, y quien obtuvo
esencialmente la solución correcta. La Luna es un cuerpo con un diámetro como de / del de la
Tierra, no un cuerpo del tamaño del hombre en la Luna. Es un mundo no sólo por la índole oscura de
la materia que lo forma, sino por su tamaño.
Además, Hiparco calculó la distancia a la Luna. Se halla  veces más distante de la superficie
de la Tierra que lo que está la superficie de la Tierra del centro de la misma.
En términos modernos, la Luna está a . kilómetros de la Tierra y tiene un diámetro de
. kilómetros.
Los griegos ya sabían que la Luna era el más cercano de los cuerpos celestes, y que los demás
se hallaban mucho más alejados. Por estar tan lejos y ser visibles, todos debían ser mundos en cuanto a
su tamaño.
El concepto de la pluralidad de los mundos descendió desde las esotéricas alturas de la
especulación filosófica hasta el nivel literario; al parecer, hasta el primer relato que conocemos,
semejante a los cuentos modernos de ciencia ficción, en que figuran viajes interplanetarios.
Allá por el año  d. C., un escritor griego llamado Luciano de Samosata escribió Una
historia verdadera, en la cual relata un viaje a la Luna. En esa obra, el héroe es llevado a la Luna por
un remolino de viento. Encuentra la Luna luminosa y brillante, y en la distancia puede ver otros
mundos fulgurantes. Abajo contempla un mundo que es claramente el suyo propio: la Tierra.
El universo de Luciano estaba a la zaga de los conocimientos científicos de su época, puesto
que describió una Luna refulgente, y los demás cuerpos celestes, muy cerca unos de otros. Luciano
supuso, asimismo, que el aire llenaba todo el espacio y que «arriba» y «abajo» era lo mismo en todas
partes. No había razón, en ese entonces, para creer que no fuese así.
Los mundos del universo de Luciano estaban habitados, y el autor suponía la presencia de
inteligencia extraterrestre en todas partes. El rey de la Luna era Endimión, en guerra con Faetón, rey
del Sol. (Esos nombres fueron tomados de los mitos griegos, en los que Endimión era un joven amado
por la diosa Luna, y Faetón, el hijo del rey Sol.) Los seres de la Luna y los del Sol tenían aspecto muy
humano en sus instituciones y hasta en sus insensateces, pues Endimión y Faetón se hacían la guerra
porque se disputaban la colonización de Júpiter.
Transcurrieron casi . años antes de que otro escritor importante se ocupara nuevamente
de la Luna. Eso ocurrió en , en Orlando furioso, poema épico del poeta italiano Ludovico Ariosto
(-). En ese poema, uno de los personajes viaja a la Luna en la carroza divina que llevó al
profeta Elías, en un remolino, hasta el Cielo. Encuentra la Luna poblada por gente civilizada.
El concepto de la pluralidad de los mundos recibió otro estímulo con la invención del
telescopio. En , el científico Galileo Galilei (-) construyó un telescopio y lo apuntó
hacia la Luna. Por primera vez en la historia se vio la Luna amplificada, con detalles más claros de los
que había sido posible captar a simple vista.
Galileo vio en la Luna cadenas montañosas y lo que parecían ser cráteres volcánicos. Observó
manchas oscuras y lisas, que semejaban mares. Lisa y llanamente, estaba viendo otro mundo.
Esto estimuló la producción adicional de vuelos ficticios a la Luna. El primero fue obra de
Johannes Kepler (-), astrónomo de primera línea (), y se publicó póstumamente en . Su
título era Somnium, porque el héroe llegaba a la Luna en un sueño.
El libro era notable por ser el primero en tomar en cuenta los hechos hasta entonces conocidos
acerca de la Luna, la cual había sido considerada hasta entonces igual a cualesquiera bienes raíces de
la Tierra. Kepler sabía que en la Luna las noches y los días tenían una duración equivalente a  días
terrenos. Sin embargo, imaginó la Luna con aire, agua y vida; nada había hasta entonces que
descartara tales suposiciones.
En  se publicó el primer cuento de ciencia ficción, en idioma inglés, acerca de un vuelo a
la Luna. Se titulaba The Man in the Moon (El hombre en la Luna) y su autor era un obispo inglés
llamado Francis Godwin (-). También se publicó como obra póstuma.
El libro de Godwin fue el más influyente de los primeros de esta índole, pues inspiró varias
imitaciones. El héroe de la obra fue llevado a la Luna en una carroza tirada por una parvada de gansos
(representados como si emigraran periódicamente a la Luna). Como de costumbre, la Luna estaba poblada
por seres inteligentes, muy humanos.
El mismo año en que se publicó el libro de Godwin, otro obispo inglés, John Wilkins (-
), cuñado de Oliverio Cromwell, escribió un equivalente no novelesco. En su libro The Discovery
of a World in the Moon (El descubrimiento de un mundo en la Luna) conjeturó acerca de la
habitabilidad de ese cuerpo celeste. En tanto que el héroe de Godwin era un español (por haber sido
los españoles grandes exploradores en el siglo anterior), Wilkins tenía la certeza de que sería un inglés
quien primero llegara a la Luna. En cierto sentido, Wilkins acertó, pues el primer hombre que llegó a
la Luna desciende de ingleses.
También Wilkins supuso que existía aire en todo el trayecto a la Luna y, de hecho, en todo el
Universo. Aún en  no se comprendía que tal cosa haría imposible la existencia de cuerpos celestes
separados. Si la Luna girara en torno de la Tierra en medio de un océano infinito de aire, la resistencia
de éste la detendría gradualmente y, a la postre, la haría chocar contra la Tierra, la cual, a su vez, se
estrellaría contra el Sol, y así sucesivamente.
Falta de agua
El concepto del aire universal no prevaleció mucho tiempo. En , el físico italiano
Evangelista Torricelli (-), discípulo de Galileo, logró equilibrar el peso de la atmósfera
contra una columna de mercurio, inventando el barómetro. Resultó del peso de la columna de
mercurio, que equilibraba la presión hacia abajo del aire, y que la atmósfera tendría una altura de sólO
 kilómetros si su densidad era uniforme. Si la densidad disminuía con la altura, como en efecto
disminuye, la atmósfera podría ser un poco más alta, antes de volverse demasiado rala para permitir la
vida.
Se aclaró, por primera vez, que el aire no llenaba el Universo, sino que era un fenómeno
meramente terrestre. El espacio entre los cuerpos celestes era un «vacío», lo cual constituyó, en cierto
sentido, el descubrimiento del espacio exterior.
Sin aire, los seres humanos no podían viajar a la Luna por medio de columnas de agua, o
carrozas tiradas por gansos, o por ningún otro de los métodos usuales que servirían para cruzar un
espacio de aire.
Realmente, la única forma como podría salvarse el vacío entre la Tierra y la Luna sería
empleando cohetes, lo que mencionó por primera vez, en , nada menos que el escritor francés
 Fue ése el primer relato de ciencia ficción escrito por un científico profesional, pero no, desde luego, el último.
Savinien de Cyrano de Bergerac (-). Cyrano, en su libro Viajes a la Luna y al Sol, enumeró
siete maneras distintas de cómo un ser humano podría viajar de la Tierra a la Luna, y una de ellas era
por medio de cohetes. Sin embargo, su héroe realizó el viaje utilizando uno de los otros medios (por
desgracia, inservible).
En el transcurso del siglo xvii, mientras continuaba la observación de la Luna con telescopios
cada vez mejores, los astrónomos se dieron cuenta de ciertas peculiaridades de nuestro satélite.
La visibilidad de la Luna parecía ser siempre clara y uniforme. Su superficie nunca la
oscurecían nubes o neblina. El terminador, es decir, la línea divisoria entre los hemisferios claro y
oscuro, era siempre bien definido. Nunca estaba borroso, como lo estaría si la luz se refractara a través
de una atmósfera, lo que significaría la presencia en la Luna del equivalente al crepúsculo terrestre.
Además, cuando el globo de la Luna se aproximaba a una estrella, ésta seguía siendo
perfectamente brillante hasta que la superficie de la Luna llegaba, y entonces la estrella desaparecía en
un instante. No se apagaba lentamente, como ocurriría si la atmósfera de la Luna llegara antes que la
superficie de la misma, y si la luz de la estrella tuviese que penetrar cada vez más gruesas capas de
aire.
En suma, resultó evidente que la Luna era un mundo sin aire, y también sin agua, pues el
examen minucioso mostró que los negros «mares» que había visto Galileo estaban salpicados de
cráteres aquí y allá. Podrían ser, acaso, mares de arena, pero nunca de agua.
Sin agua era casi imposible que hubiese vida en la Luna. Por primera vez, la gente comprendió
que era factible la existencia de un mundo muerto, privado de vida.
Sin embargo, no nos apresuremos demasiado. Aceptado un mundo sin aire y agua, ¿podemos
estar seguros de que no hay vida en él?
Empecemos por considerar la vida en la Tierra. Sin duda, esa vida muestra profunda
variabilidad y versatilidad. Hay vida en las profundidades oceánicas y en la superficie del mar, en agua
dulce y en tierra, bajo tierra, en el aire y hasta en desiertos y en páramos helados.
Incluso hay vida en formas microscópicas que no emplean oxígeno, y otras en que el oxígeno
es mortal. Para esas formas de vida, la falta de aire no encierra terrores. (Por tal motivo, los alimentos
que se sellan al vacío deben ser primero cuidadosamente calentados. Algunos microbios muy
peligrosos, entre ellos el que produce el botulismo, prosperan en el vacío.)
¿Es, entonces, tan difícil imaginar que algunas formas de vida puedan prescindir también del
agua?
Sí, lo es. Ninguna forma de vida terrestre puede prescindir del agua. La vida nació en el mar, y
los fluidos que hay dentro de las células vivas de todos los organismos, hasta de aquellos que ahora
viven en agua dulce o en tierra seca, y que morirían si se les pusiese en el mar, son esencialmente una
forma de agua del océano.
Ni siquiera las formas de vida en el desierto más árido han evolucionado sin depender del
agua. Algunas pueden no beber nunca, pero obtienen el agua que necesitan de otra manera; por
ejemplo, de los fluidos del alimento de que se nutren; y conservan cuidadosamente el agua que
obtienen.
Algunas bacterias pueden sobrevivir a la desecación, y en forma de esporas vivir
indefinidamente sin agua. Sin embargo, la cubierta de la espora protege al fluido dentro de la célula
bacterial. La verdadera desecación, en forma absoluta, mataría a la espora tan rápidamente como nos
mataría a nosotros.
Los virus son capaces de retener su potencial de vida, aun cristalizados y sin agua. Sin
embargo, no pueden multiplicarse hasta que se encuentran dentro de una célula, y pueden pasar por
cambios dentro del medio del fluido celular.
Pero todo esto se refiere a la vida en la Tierra, que se desarrolló en el océano. En un mundo
sin agua, ¿podría prosperar una clase de vida fundamentalmente diferente, que no dependiera del
agua?
Razonemos esto de la siguiente manera:
En la superficie de los mundos planetarios (en uno de los cuales se ha desarrollado el único
ejemplo de vida que conocemos), la materia puede existir en cualquiera de tres estados: sólido, líquido
o gaseoso.
En los gases, las moléculas componentes están separadas por distancias relativamente grandes,
y se mueven al azar. Por ese motivo, las mezclas de gases son siempre homogéneas, es decir, todos los
componentes están bien mezclados. Cualquier reacción química que ocurre en un lugar puede producirse
igualmente en otro y, por tanto, se extiende desde una parte del sistema hasta otra, con rapidez
explosiva. Es difícil ver cómo pueden existir en un gas las reacciones cuidadosamente controladas y
reguladas, las cuales parecen esenciales en algo tan complicado y delicadamente equilibrado como los
sistemas vivientes.
Además, las moléculas que forman los gases tienden a ser muy simples. Las moléculas
complicadas que, podemos suponer, se necesitarían (si se espera que presenciemos los cambios
variados, versátiles y sutiles que indudablemente caracterizan a cualquier cosa tan variada, versátil y
sutil como la vida), en circunstancias ordinarias se encuentran en estado sólido.
Algunos sólidos pueden ser convertidos en gases, si se les calienta lo suficiente o si se les
somete a una presión muy baja. Las moléculas complicadas, características de la vida, se
desintegrarían en pequeños fragmentos si se les calentara, y serían inútiles. Si se les sometiera incluso
a una presión igual a cero, las moléculas complicadas producirían sólo cantidades insignificantes de
vapor.
Concluimos, entonces, que no puede haber vida en el estado gaseoso.
En los sólidos, las moléculas componentes se encuentran casi en contacto y pueden existir en
cualquier grado de complicación. Además, los sólidos pueden ser heterogéneos, y generalmente lo
son, es decir, la composición química en una parte puede ser muy diferente de la composición química
en otra. Dicho de otro modo, pueden ocurrir diferentes reacciones en lugares diferentes, a ritmos
diferentes y en condiciones diferentes.
Hasta aquí todo va bien; pero la dificultad comienza en que las moléculas de los sólidos están
más o menos encerradas en su lugar, y las reacciones químicas ocurrirán con demasiada lentitud para
producir la delicada variabilidad que asociamos con la vida. Llegamos, entonces, a la conclusión de
que no puede haber vida en el estado sólido.
En el estado líquido, las moléculas componentes están casi en contacto y existe la posibilidad
de heterogeneidad, como en el estado sólido. Sin embargo, las moléculas componentes se mueven con
libertad, y las reacciones químicas pueden producirse rápidamente, como en el estado gaseoso. Además,
tanto las sustancias sólidas como las gaseosas pueden disolverse en líquidos, para producir sistemas
extraordinariamente complicados, en los cuales no existe límite alguno a la variedad de
reacciones.
En suma, la clase de química que asociamos con la vida sería posible sólo en un medio
líquido. En la Tierra, ese líquido es el agua; posteriormente tendremos algo que decir acerca de si
existe la posibilidad de algún sustituto.
Así pues, un mundo sin agua (o sin cualquier otro líquido que pudiera sustituirla)
indudablemente parecería incapaz de sustentar la vida.
¿O es que sigo siendo demasiado estrecho de ideas?
¿Por qué no puede desarrollarse la vida y hasta hacer surgir la inteligencia con propiedades
químicas y físicas completamente diferentes de la vida terrestre? ¿Por qué no puede haber una forma
de vida muy lenta y sólida (demasiado lenta, quizá, para que la reconozcamos como vida) en la Luna o
incluso aquí mismo, en la Tierra? ¿Por qué no puede haber en el Sol, por ejemplo, una, forma de vida
gaseosa muy rápida y evanescente, que literalmente estalle en pensamiento y que experimente vidas
enteras en fracciones de segundo?
Ya se han hecho conjeturas a este respecto. Se han escrito relatos de ciencia ficción que
presentan formas de vida enormemente extrañas. Se ha considerado a la Tierra misma como ser
viviente, lo mismo que a galaxias enteras y a las nubes de polvo y gas que hay en el espacio
interestelar. Se ha escrito acerca de una vida que consiste exclusivamente en radiación de energía, y de
una vida que existe por completo en el exterior del Universo y que es indescriptible.
No hay límite en las conjeturas acerca de todo esto, pero a falta de pruebas tienen que seguir
siendo sólo conjeturas. Sin embargo, en este libro iré solamente por aquellas direcciones en las que por
lo menos haya alguna pista que me guíe. Esa pista quizá sea fragmentaria y tenue, y las conclusiones a
que llegue podrán ser endebles, pero no cruzaré la línea que nos separa de la región en que no existe
evidencia alguna.
Por tanto, hasta no tener una prueba en sentido contrario, debo concluir que, sobre la base de
lo que sabemos de la vida (que es ciertamente poco), un mundo sin líquido es un mundo sin vida.
Puesto que la Luna parece ser un mundo sin líquido, puede decirse, con cierta certeza, que la Luna
debe ser un mundo sin vida.
Podríamos ser más cautelosos y decir que un mundo sin líquido es un mundo sin vida tal como
la que conocemos. Sin embargo, sería tedioso repetir esa frase constantemente, por lo que la emplearé
sólo alguna que otra vez, para asegurarme de que el lector no olvide que eso es precisamente lo que
quiero decir. Entretanto, se dará por supuesto que en este libro hablo de la vida tal como la
conocemos, cuantas veces hable de ella. También se recordará que no existe la menor prueba, por leve
e indirecta que sea, que apoye la existencia de una clase de vida que no conocemos.
Aun así, tal vez nos estemos precipitando a una conclusión demasiado rápida. Los astrónomos,
con sus primeros telescopios, pudieron ver claramente que no había agua en la Luna, en forma de
mares, grandes lagos o caudalosos ríos. Al continuar mejorando los telescopios, no apareció ningún
indicio de «agua abierta» en la superficie lunar.
Pero ¿acaso no podría haber agua en cantidades pequeñas, en charcos o pantanos, a la sombra
de las pendientes de los cráteres, en ríos subterráneos y rezumaderos, o en combinaciones químicas
sueltas, con las moléculas que forman la superficie sólida de la Luna?
Esa agua no sería observable con telescopio, pero podría ser suficiente para permitir la vida.
Podría serlo, pero si la vida tuvo su origen en reacciones químicas que ocurrieron al azar (de
lo que nos ocuparemos en un capítulo posterior), entonces, mientras mayor sea el volumen en que se
desarrollen esos procesos fortuitos, mayor será la probabilidad de que a la postre se produzca algo tan
complicado como la vida. Además, mientras más grande fuese el volumen en que ocurrieran esos procesos,
más lugar habría para el pródigo derrame de muerte y sustitución, que sirve de poder impulsor
del azaroso proceso de la evolución.
Donde existen sólo cantidades pequeñas de agua, la formación de vida es muy improbable; y
si se forma, su evolución es muy lenta. Desborda los límites de lo probable el que haya tiempo y
oportunidad de que surja y florezca una forma compleja de vida, e indudablemente ninguna vida tan
compleja que permita el desarrollo de inteligencia y de civilización tecnológica.
En consecuencia, aun si admitimos la presencia de agua en cantidades no visibles para el
telescopio, a lo sumo podemos suponer una vida muy simple. No hay manera de imaginar a la Luna
como lugar que abrigue inteligencia extraterrestre, suponiendo que la Luna siempre haya sido como es
ahora.
Engaño lunar
Nuevamente digo que no es el concepto de inteligencia extraterrestre el de difícil
comprensión. La idea contraria es la que no aceptamos fácilmente. A pesar de ser negativa la prueba
telescópica (en el caso de la Luna), siguió siendo difícil imaginar mundos muertos.
En , el escritor francés Bernard Le Govier de Fonteneíle (-) publicó su obra
Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, en la que conjeturaba con donaire acerca de la
vida en cada uno de los planetas entonces conocidos, desde Mercurio hasta Saturno.
Aunque en la época de Fonteneíle era ya dudoso que hubiese vida en la Luna, y tal cosa se
volvía cada día más hipotética, resultó posible hasta  engañar al público en general con cuentos
de vida inteligente en la Luna. Fue ese el año del «Engaño lunar».
Ocurrió tal cosa en las columnas de un periódico fundado poco antes, The New York Sun, muy
interesado en atraer la atención y ganar lectores. Ese diario contrató a Richard Adams Locke (-
), autor que había llegado tres años antes a Estados Unidos, procedente de Inglaterra, su país
natal, para que escribiera ensayos.
A Locke le interesaba la posibilidad de la vida en otros mundos y hasta había escrito algo de
ciencia ficción sobre ese tema. Se le ocurrió entonces escribir otro poco de ciencia ficción, sin decir
realmente que era sólo eso.
Escogió como tema la expedición del astrónomo inglés John Herschel (-). Herschel
había ido a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, a estudiar el firmamento austral.
Herschel llevó buenos telescopios, pero no los mejores del mundo. El valor de esos
instrumentos no se hallaba en ellos mismos, sino en que todos los astrónomos y todos los
observatorios astronómicos se encontraban entonces en el hemisferio boreal, por lo que las regiones
cercanas al Polo Sur Celestial casi no habían sido estudiadas. Prácticamente, cualquier telescopio
habría sido útil
Locke supo muy bien cómo explotar la situación. Comenzando con el número del Sun,
correspondiente al  de agosto de , Locke describió con minuciosidad toda clase de
descubrimientos imposibles, que supuestamente hacía Herschel con un telescopio capaz (al decir de
Locke) de una complicación tal, que permitía ver en la superficie de la Luna objetos hasta de sólo
centímetros de diámetro.
En el artículo que apareció el segundo día, se definía la superficie de la Luna. Se afirmaba que
Herschel había visto flores semejantes a amapolas y árboles parecidos a tejos y pinos. Se describían un
gran lago, de agua azul y espumantes olas, y grandes animales que parecían bisontes y unicornios.
Una nota ingeniosa era la descripción de una cubierta carnosa en la frente de los seres
semejantes a bisontes, que podía subir o bajar para proteger al animal «de los grandes extremos de luz
y sombra a los cuales todos los habitantes de nuestro lado de la Luna están sujetos periódicamente».
Por último, se describían unos seres de aspecto humano, pero que estaban dotados de alas.
Parecían estar conversando: «Sus gestos, y muy especialmente sus diversos movimientos de manos y
brazos, parecían vehementes y enfáticos. Así pues, hemos inferido que se trata de seres racionales.»
Inútil decir que los astrónomos reconocieron el absurdo de esos cuentos, pues ningún
telescopio de entonces (tampoco los de ahora) podía revelar tantos detalles desde la superficie de la
Tierra, y, además, lo que se describía estaba en completa contradicción con lo que se conocía acerca
de la superficie de la Luna y de sus propiedades.
El engaño se descubrió muy pronto, pero entretanto aumentó la circulación del Sun y, durante
breve tiempo, fue el diario de mayor venta en el mundo. Miles y miles de personas cayeron en el
engaño y pedían todavía más, lo que demostraba lo ansiosa que estaba la gente de creer en la
inteligencia extraterrestre, así como en cualquier asombro y tremebundo descubrimiento (o presunto
descubrimiento), que pareciera ir contra las creencias racionales, pero prosaicas, de la ciencia
verdadera.
Pero al volverse más y más evidente lo inanimado de la Luna, subsistió la esperanza de que
fuera ése un caso insólito y aislado, y de que los demás mundos del sistema solar estuviesen habitados.
Cuando el matemático inglés William Whewell (-), en su libro Plurality of Worlds
(Pluralidad de mundos), publicado en , sugirió que algunos de los planetas no podrían tal vez
sustentar la vida, tal cosa representó entonces definitivamente una opinión minoritaria. En , el
joven astrónomo francés Camille Flammarion (-) escribió Sobre la pluralidad de los mundos
habitables, como refutación, y ese segundo libro gozó de mucha mayor popularidad.
No obstante, poco después de la aparición del libro de Flammarion, los nuevos adelantos
científicos inclinaron muchísimo la balanza en favor de Whewell.
Falta de aire
En el decenio de , el matemático escocés James Clerk Maxwell (-) y el físico
austriaco Ludwig Edward Boitzrnann (-), que investigaban independientemente, expusieron
lo que se conoce como la teoría cinética de los gases.
Esa teoría considera que los gases, como colecciones de moléculas muy separadas, se mueven
en direcciones indeterminadas y a muy diversas velocidades. Mostraba cómo se podía deducir de esto
la conducta observada en los gases en condiciones cambiantes de temperatura y de presión.
Una de las consecuencias de la teoría fue mostrar que el promedio de velocidad de las
moléculas variaba en razón directa a la temperatura absoluta, y en razón inversa al cuadrado de la
masa de las moléculas.
Cierta fracción de las moléculas de cualquier gas se movía a velocidades mayores que la
media correspondiente a esa temperatura, y podía ser superior a la velocidad de escape del planeta,
cuya atracción gravitacional las detenía. Cualquier cosa que se mueva a más de la velocidad de escape,
ya sea un cohete o una molécula, si no choca con algo, puede apartarse para siempre del planeta.
En circunstancias ordinarias, una fracción minúscula de las moléculas de una atmósfera podría
alcanzar la velocidad de escape y conservarla, a pesar de colisiones inevitables, hasta llegar a alturas
en que pudiera fugarse sin más colisiones y entonces la atmósfera se filtraría en el espacio exterior,
aunque con lentitud imperceptible. La Tierra, cuya velocidad de escape es de , kilómetros por
segundo, retiene de esta forma su atmósfera, y no perderá cantidades significativas durante miles de
millones de años.
Con todo, si la temperatura media de la Tierra aumentara en grado considerable, también
aumentaría el promedio de velocidad de las moléculas en su atmósfera e igualmente la fracción de esas
moléculas que se mueven a mayor velocidad que la de escape. La atmósfera se escaparía entonces más
rápidamente. Si la temperatura llegase a ser lo suficientemente alta, la Tierra perdería pronto su atmósfera
y se convertiría en una esfera sin aire.
Consideremos ahora el hidrógeno y el helio, gases compuestos de partículas con mucha menos
masa que las del oxígeno y el nitrógeno de nuestra atmósfera. La molécula de oxígeno (compuesta de
dos átomos de oxígeno) tiene una masa de , en unidades de masa atómica, y la molécula de
nitrógeno (compuesta de  átomos de nitrógeno) tiene una masa de . En contraste, la molécula de
hidrógeno (compuesta de  átomos de hidrógeno) tiene una masa de , y los átomos de helio (que se
encuentran solos) tienen una masa de .
En determinada temperatura, las partículas ligeras se mueven más rápidamente que las
pesadas. Un átomo de helio se moverá unas tres veces más aprisa que las moléculas pesadas, y por
tanto más lentas, de nuestra atmósfera; y la molécula de hidrógeno se moverá cuatro veces más aprisa.
El porcentaje de átomos de helio y moléculas de hidrógeno que se moverían más aprisa que la
velocidad de escape sería mucho mayor que en el caso del oxígeno y el nitrógeno.
El resultado es que la gravedad de la Tierra, que basta para retener indefinidamente las
moléculas de oxígeno y de nitrógeno, perdería en seguida cualquier hidrógeno o helio en su atmósfera,
los cuales se fugarían al espacio exterior. Si la Tierra se estuviese formando en las condiciones
presentes de temperatura y se hallase rodeada de nubes cósmicas de hidrógeno y de helio, no tendría
un campo de gravitación suficientemente fuerte para recoger esos pequeños y ligeros átomos y
moléculas.
Por esta razón, la atmósfera de la Tierra no contiene sino rastros de hidrógeno y de helio,
aunque esos dos gases forman, con mucho, la masa de la nube original de materia de la que se formó
el sistema solar.
La Luna tiene una masa de sólo / de la de la Tierra y un campo de gravitaciones de sólo
/ de intensidad. Como es un cuerpo más pequeño que la Tierra, su superficie está más cerca de su
centro, por lo que su pequeño campo de gravitación es algo más intenso en su superficie que lo que se
esperaría de su masa total. En la superficie, la atracción gravitacional de la Luna es / de la atracción
gravitacional de la Tierra en su superficie.
Esto se refleja también en la velocidad de escape. La velocidad de escape de la Luna es sólo
de , kilómetros por segundo. En la Tierra, un pequeño porcentaje desvaneciente de moléculas de
determinado gas podría sobrepasar su velocidad de escape. En la Luna, un porcentaje considerable de
moléculas del mismo gas sobrepasaría la mucho más baja velocidad de escape de la Luna.
Además, como la Luna gira sobre su eje con tanta lentitud, que permite al Sol permanecer en
el firmamento sobre determinado punto de su superficie durante dos semanas consecutivas, su
temperatura durante su día aumenta mucho más que lo que se eleva en la Tierra. Eso supera aún más el
porcentaje de moléculas cuyas velocidades sobrepasan a la velocidad de escape.
El resultado es que la Luna no tiene atmósfera. Sin duda, aun la reducida gravedad de la Luna
puede retener algunos gases, si sus átomos o moléculas son lo suficientemente pesados. Los átomos
del gas criptón, por ejemplo, tienen una masa de ,, y los del gas xenón, de ,. El campo de
gravitación de la Luna podría retenerlos fácilmente. Pero esos gases son tan raros en el Universo, en
general, que aun si los hubiera en la Luna y formaran su atmósfera, ésta tendría, si acaso, una densidad
de sólo una billonésima parte de la densidad de la atmósfera terrestre y, en el mejor de los casos,
podría describírsele como «vestigio de atmósfera».
Para todos los fines concernientes al problema de la vida extraterrestre, ese vestigio de
atmósfera no tiene importancia, y podemos con justicia seguir describiendo a la Luna como un cuerpo
sin aire.
Todo esto tiene significado en lo tocante a un líquido como el agua, que es «volátil», es decir,
que tiene la tendencia a vaporizarse y convertirse en gas. A determinada temperatura hay la tendencia
contraria: de que el vapor de agua se recondense y se licue. Por tanto, a cualquier temperatura determinada,
el agua líquida podrá estar en equilibrio con cierta presión de vapor de agua, siempre que éste no
se retire de su cercanía como, por ejemplo, a causa del viento.
Si el vapor de agua se retira, la presión de equilibrio no sube, y el agua líquida se vaporiza
más y más, hasta que se acaba. Todos conocemos la forma en que se evapora el agua que deja una


tormenta, hasta que por fin desaparece del todo. Mientras más alta sea la temperatura, más aprisa se
evaporará el agua.
Naturalmente, el vapor de agua no se retira por completo de la Tierra. Si no se condensa en un
lugar, se condensa en otro, como rocío, niebla, lluvia o nieve, y así la Tierra retiene su agua.
Si hubiera agua líquida en la Luna, el vapor que se formara se fugaría hacia el espacio, pues la
masa de la molécula del agua es sólo , y el campo de gravitación de la Luna no la retendría. El agua
líquida continuaría evaporándose y con el tiempo la Luna se secaría por completo. El hecho de que no
haya aire en la Luna significa que no existe una presión atmosférica que disminuya la rapidez de la
evaporación del agua, y si ésta existió alguna vez, se perdió inmediatamente.
Por tanto, la Luna no puede tener ni agua ni aire. Además, cualquier mundo sin aire será un
mundo sin vida, no porque el aire sea indispensable para la vida, sino porque un mundo sin aire es un
mundo sin agua, y el agua sí es indispensable.
Sin embargo, aun la teoría cinética de los gases deja algunos huecos. Sigue existiendo la
posibilidad de que en el interior de la Luna haya algo de agua y hasta aire, aunque sea en combinación
química con moléculas del suelo. En ese caso, las pequeñas moléculas no podrían salir a causa de
fuerzas distintas de la gravedad, como son las barreras materiales o el enlace químico.
Por otra parte, posiblemente hubo un tiempo en la historia de la Luna en que ésta tenía
atmósfera y océano, antes de perderlos en el espacio. Posiblemente, en aquellos lejanos tiempos surgió
la vida, aun la vida inteligente, que pudo haberse adaptado, biológica o tecnológicamente, a la pérdida
gradual de aire y agua, por lo que podría continuar esa vida en cavernas de la Luna, con un suministro
sellado de aire y agua.
En fecha tan reciente como , el escritor H. G. Wells (-) publicó The First Men
of the Moon (Los primeros hombres en la Luna), y, en esa obra sus protagonistas encuentran una raza
de seres lunares inteligentes, de carácter semejante al de los insectos, sumamente especializados, que
vivían bajo la superficie.
Hasta eso parece dudoso, pues los cálculos indican que la Luna habría perdido muy
rápidamente su aire y su agua (si alguna vez los tuvo). Por supuesto, los podría haber retenido durante
muchas veces la duración de la vida de un ser humano, y si hubiéramos vivido en la Luna cuando ésta
todavía tenía atmósfera y océano, habría transcurrido toda nuestra existencia normalmente. Sin
embargo, la atmósfera y el océano no durarían lo suficiente para permitir que la vida se desarrollara y
la inteligencia evolucionara desde cero. Ni quisiera se aproximaría a eso.
Parecemos hallarnos ya cerca de una respuesta definitiva. El  de julio de , los primeros
astronautas pisaron la Luna. Trajeron a la Tierra muestras de material de la superficie de la Luna, en
ese viaje y en otros posteriores. Al parecer, todas las piedras traídas indican que la Luna está
completamente seca, que no hay ni vestigios de agua en ella y que no los ha habido en el pasado.
Parece que, más allá de toda duda concebible, la Luna es un mundo muerto.

 – EL SISTEMA SOLAR INTERIOR.
Mundos cercanos
Cuando Galileo empezó a estudiar el firmamento con su telescopio, pudo ver que los planetas
crecían hasta convertirse en minúsculos globos. Antes, a simple vista, parecían puntos de luz, a causa
de su gran distancia.
Más aún, Venus, por estar más cerca del Sol que la Tierra, mostraba fases como las de la
Luna, como debía ser si se trataba de un cuerpo opaco que brillaba sólo por reflejo. Eso era prueba
suficiente de que los planetas también eran mundos, posiblemente más o menos como la Tierra.
Habiendo quedado ello establecido, se dio por sentado que todos los planetas tenían vida y
estaban habitados por seres inteligentes. Flammarion lo sostuvo con firmeza, como dije en el capítulo
anterior, en fecha tan reciente como .
Sin embargo, la teoría cinética de los gases descartaba no sólo a la Luna como lugar de vida,
sino también a cualquier otro mundo más pequeño que ella. No podía esperarse que cualesquier
mundos, más pequeños que la Luna, poseyeran aire o agua. Les faltaría el campo de gravitación
necesario. Consideremos los asteroides, el primero de los cuales fue descubierto en . Giran en
torno del Sol, un poco afuera de la órbita de Marte, y el más grande de ellos tiene un diámetro de sólo
. kilómetros. Hay entre . y . asteroides, con diámetro de por lo menos uno o dos
kilómetros, y todos ellos carecen de aire o de agua líquida () y, por tanto, no tienen vida.
Lo mismo puede decirse de los dos pequeños satélites de Marte, descubiertos en .
Probablemente son asteroides atraídos a su órbita y no tienen ni aire ni agua líquida.
Dentro de las órbitas de los asteroides se encuentra el «sistema solar interior», y en él hay
cuatro cuerpos planetarios más grandes que la Luna. Además de la Tierra misma, tenemos a Mercurio,
Venus y Marte.
De ellos, Mercurio es el más pequeño, pero , veces mayor en masa que la Luna, con un
diámetro de . kilómetros, que viene a ser , veces mayor que el de la Luna. La gravedad
superficial de Mercurio es , veces la de la Luna y casi / de la de la Tierra. ¿Podría tal vez retener
una atmósfera delgada?
No podría. Mercurio es también el planeta más próximo al Sol. En el momento de mayor acercamiento
al Sol se encuentra a sólo / de la distancia a que está la Tierra del Sol. Cualquier aire que
tuviese se calentaría a temperaturas mucho más altas que las de la atmósfera terrestre. Las moléculas
de gas en Mercurio serían más veloces y más difíciles de retener. Así pues, se espera que Mercurio
carezca de aire y agua, y esté tan muerto como la Luna.
En  y , una exploración espacial, la del Marinar , pasó cerca de la superficie de
Mercurio en tres ocasiones. La tercera vez a menos de  kilómetros de la superficie. Se logró un
mapa detallado de Mercurio, se encontró que su superficie tenía cráteres en todo semejantes a los de la
Luna, y se confirmó que carecía de aire y de agua. No quedaba ninguna duda material de que no había
vida en él.
Venus ofrece mucha más esperanza. Su diámetro es de . kilómetros, en comparación
con el de . kilómetros de la Tierra. La masa de Venus es aproximadamente , veces la de la
Tierra, y su gravedad en la superficie es , veces la de ésta.
Aun considerando que Venus está más cerca del Sol que la Tierra, y por eso debería ser más
caliente que ésta, parece que tiene atmósfera. Su campo de gravitación es lo suficientemente fuerte
para que pueda tenerla.
En efecto, Venus tiene una atmósfera mayor y mucho más espesa que la nuestra. Venus está
envuelto en una cubierta perpetua de nubes, lo cual fue inmediatamente interpretado como prueba de
que allí había agua.
Desgraciadamente, la capa de nubes oculta las tan deseadas vistas que podríamos tener de
 Quizá haya pequeñas cantidades de agua en estado sólido (hielo), que los asteroides y otros pequeños mundos
retengan por enlace químico, que no depende de las fuerzas de gravitación para ser eficaz. Sin embargo, el agua
congelada no es propia para la vida, y aun en la Tierra los mantos helados de Groenlandia y la Antártida carecen
de vida en su estado natural.
Venus, pues nos impide reunir pruebas de que pueda albergar vida. Los astrónomos no han podido
nunca observar su superficie, por potentes que sean sus telescopios. No han podido saber cuan
rápidamente gira Venus en su eje, cuan inclinado es ese eje, cuan extensos son sus océanos (si los
tiene), o cualquier otra cosa semejante. Sin más pruebas que la existencia de atmósfera y de nubes, era
difícil llegar a conclusiones razonables acerca de si hay vida en Venus.
Por otra parte, la vida en Marte es al mismo tiempo más posible y menos posible.
Menos posible, porque Marte es considerablemente más pequeño que la Tierra. Tiene un
diámetro de sólo . kilómetros y una masa de , en comparación con la de la Tierra. Con una
masa de una décima parte de la Tierra no es exactamente un mundo grande; pero, por otra parte, tiene
, veces más masa que la Luna, por lo que no puede decirse que sea pequeño. En realidad, tiene dos
veces más masa que Mercurio.
La gravedad en la superficie de Marte es , veces la de la Luna, y casi la misma que la de
Mercurio. Sin embargo, Marte se halla cuatro veces más alejado del Sol que Mercurio, por lo que es
considerablemente más frío. El campo de gravitación de Marte, por ese motivo, podría retener
moléculas mucho más lentas.
Se deduce de lo anterior que aunque Mercurio no tiene atmósfera, Marte puede tenerla; y la
tiene. La atmósfera de Marte es tenue, pero existe. Se supone que Marte es más seco que la Tierra,
pues su atmósfera es menos nebulosa que la nuestra (y mucho menos que la de Venus), pero hay
alguna que otra nube. También se ven tormentas de polvo, lo que indica que deben soplar fuertes
vientos.
El aspecto más prometedor de Marte es que su atmósfera es lo suficientemente leve y libre de
nubes para permitir que su superficie sea vista (aunque vagamente) desde la Tierra. Durante varios
siglos, los astrónomos se han esforzado por trazar un mapa de lo que veían en ese mundo distante. (En
su mayor acercamiento llega a .. de kilómetros de la Tierra, distancia  veces mayor que
la de la Tierra a la Luna.)
El primero en descubrir una marca, que también otros podían ver, fue el astrónomo holandés
Christian Huygens (-). En  siguió las marcas que podía observar a medida que se
movían en torno del planeta y determinó que el período de rotación de Marte era sólo un poco mayor
que el de la Tierra. Ahora sabemos que Marte gira sobre su eje en , horas, en comparación con las
 de la Tierra.
En , el astrónomo germano-inglés William Herschel (-) () notó que el eje de
rotación de Marte se inclinaba a la perpendicular, como el de la Tierra, y casi en el mismo grado. La
inclinación del eje de Marte es de ,° y el de la Tierra es de ,°.
Esto significa que Marte no sólo tiene una alternancia de día y noche muy parecida a la de la
Tierra, sino que también tiene estaciones. Por supuesto, Marte se halla a mayor distancia del Sol que
nosotros, por lo que sus estaciones son más frías que las nuestras. Además, necesita más tiempo para
completar su órbita en torno del Sol,  días, en comparación con  / en que lo hace la Tierra,
razón por la cual las estaciones de Marte suelen ser casi dos veces más prolongadas que las nuestras.
En , Herschel notó que había casquetes de hielo en torno de los polos marcianos, como
los hay alrededor de los polos terrestres. Otro punto más de semejanza consistió en que se supuso que
los casquetes de hielo eran de agua congelada y ello demostraba que había agua en Marte.
Tanto Marte como Venus parecían tener posibilidades de albergar vida, indudablemente más
que los asteroides, la Luna o Mercurio.
Venus
En , el astrónomo francés Pierre Simón de Laplace (-) hizo conjeturas acerca
del origen del sistema solar.
El Sol gira en su eje en dirección contraria a las manecillas del reloj, cuando se le ve desde un
punto muy por encima de su polo norte. Desde ese mismo punto, todos los planetas conocidos por
Laplace se movían alrededor del Sol en dirección contraria a las manecillas del reloj, y todos los
planetas cuyas rotaciones eran conocidas giraban en sus respectivos ejes en sentido contrario al de las
 Fue el padre de John Herschel, quien medio siglo después resultó ser víctima del Engaño lunar.
manecillas del reloj. Además, todos los satélites conocidos por Laplace giraban, en torno de sus
respectivos planetas, en dirección contraria a las manecillas del reloj.
Por último, todos los planetas tenían órbitas casi en el plano del ecuador del Sol, y todos los
satélites las tenían casi en el plano del ecuador de sus respectivos planetas.
Para explicar todo eso, Laplace sugirió que el sistema solar había sido originalmente una
inmensa nube de polvo y gas llamada nebulosa (de la palabra latina que significa nube). La nebulosa
giraba lentamente en dirección contraria a las manecillas del reloj. Su propio campo de gravitación la
contrajo poco a poco, y al contraerse tuvo que girar más y más aprisa, de acuerdo con la ley de la
conservación del momento angular. Con el tiempo, se condensó la nebulosa hasta formar el Sol, que
todavía gira en dirección contraria a las manecillas del reloj.
Al contraerse la nebulosa en dirección del Sol, y aumentar su velocidad de rotación, el efecto
centrífugo provocó que se dilatara en su ecuador. (Esto le ocurre a la Tierra, que tiene un dilatamiento
ecuatorial que hace que los puntos que se hallan en su ecuador estén  kilómetros más alejados del
centro de la Tierra, que los polos norte y sur.)
La protuberancia de la nebulosa se volvía más y más pronunciada al continuar su contracción
y aceleración, hasta que toda la comba fue arrojada, cual una rosca delgada, en torno de la nebulosa
encogida. Al continuar apretándose la nebulosa, se fue desprendiendo de ella más materia, en forma de
anillos.
Según Laplace, cada uno de esos anillos o roscas se fue condensando gradualmente hasta
convertirse en planeta, conservando su rotación original en sentido contrario a como giran las
manecillas del reloj y aumentando la velocidad de rotación a medida que se condensaba. Mientras se
formaba cada planeta, había la posibilidad de que a su vez expulsara anillos subsidiarios propios, que
se convertían en satélites. Los anillos en torno de Saturno son ejemplos de materia arrojada (según la
hipótesis nebular de Laplace) que todavía no se ha condensado y se vuelve satélite.
La hipótesis nebular explica por qué todas las revoluciones y rotaciones en el sistema solar
deben ser en la misma dirección (): porque todas participan en la rotación de la nebulosa original.
También explica por qué todos los planetas giran en el plano del ecuador del Sol. Esto
obedece a que se formaron originalmente de las regiones ecuatoriales del Sol, así como los satélites lo
hicieron de las regiones ecuatoriales de los planetas.
La hipótesis nebular, fue más o menos aceptada por los astrónomos en el siglo xix, y añadió
detalles al cuadro de Marte y de Venus, imaginado por la gente.
De acuerdo con esa teoría, parecería que, al condensarse la nebulosa, los planetas se formarían
en orden, desde los más alejados del Sol hasta los más cercanos. En otras palabras, después de que la
nebulosa se condensó hasta tener un diámetro de sólo  millones de kilómetros, se desprendió de
ella el anillo de materia con que se formó Marte. Después de mucho tiempo que duró una contracción
adicional, se separó la materia con que se formaron la Tierra y la Luna, y al cabo de otro período
desconocido, la materia con que se formó Venus.
Así pues, arraigó la creencia de que Marte había avanzado más en el camino de la evolución
que la Tierra, no sólo en lo concerniente a sus características planetarias, sino también respecto a la
vida en él. De igual manera, Venus no había avanzado tanto en el camino de la evolución. Por ese
motivo, el químico sueco Svante August Arrhenius (-) trazó en  un cuadro elocuente de
Venus, como una selva empapada de agua.
Esa manera de pensar se reflejó en los cuentos de ciencia ficción, que solían pintar a Marte
como habitado por una raza inteligente, con una larga historia que empequeñecía la de los seres
humanos de la Tierra. Se describía algunas veces a los marcianos como mucho más adelantados
tecnológicamente que nosotros, pero a menudo igualmente decadentes y cansados de la vida, por ser
una especie tan antigua.
Por otra parte, se escribieron muchos relatos acerca de Venus como planeta selvático, o con un
océano que inundaba toda la superficie; pero, en cualquier caso, cubierto de formas primitivas de vida.
En , yo mismo publiqué una novela titulada Lucky Starr and the Oceans of Venus (Lucky Starr y
los océanos de Venus), en que describí al planeta con un océano planetario. Pero sólo dos años
después se modificaron profundamente nuestros conceptos acerca de Venus.
 Actualmente sabemos que existen ciertas excepciones.


Después de la Segunda Guerra Mundial, los astrónomos obtuvieron muchos instrumentos
nuevos, extraordinariamente útiles en la exploración de los mundos del sistema solar. Podían enviar
microondas a la superficie de planetas distantes, recibir reflejos, y, de las propiedades de esos reflejos,
deducir la naturaleza de la superficie, aunque no la pudiesen observar ópticamente. Podían también
recibir ondas de radio, emitidas por los propios planetas. Asimismo, podían lanzar cohetes
exploradores que pasaran cerca del planeta o que se posaran en su superficie y transmitieran datos
útiles (como en el caso del mapa de la superficie de Mercurio, transmitido por el Mariner ).
En , el astrónomo norteamericano Robert S. Richardson analizó los reflejos de radar
procedentes de la superficie de Venus, detrás de la capa de nubes de ese planeta, y descubrió que
giraba muy lentamente, pero en sentido contrario, es decir, en la dirección de las manecillas del reloj.
Ese mismo año, un grupo de astrónomos encabezado por Cornell H. Mayer recibió ondas de
radio procedentes de Venus y quedó atónito al ver que la intensidad de esas ondas equivalía a la que
cabía esperar de un objeto mucho más caliente de lo que se creía que era Venus. De ser eso cierto, no
podría haber océano planetario en Venus; de hecho, no podía haber agua líquida de ninguna clase (y
así se echó a perder mi pobre novela, que sólo hacía dos años que había sido publicada).
El  de diciembre de , una sonda exploradora norteamericana de Venus, el Mariner ,
pasó cerca de la posición de Venus en el espacio, captó su emisión de ondas de radio y confirmó el
informe anterior. El  de junio de , una sonda exploradora soviética de Venus, Venera , penetró
en la atmósfera de Venus y transmitió datos confirmatorios, mientras descendía durante una hora y
media. Venera  y Venera  descendieron sobre la superficie de Venus el  y el  de mayo de ,
y la incógnita quedó resuelta más allá de toda duda.
Venus tiene una atmósfera extraordinariamente densa, unas  veces más densa que la de la
Tierra. Además, la atmósfera de Venus es de un  por ciento de bióxido de carbono, cuyas moléculas
tienen una masa de . (El bióxido de carbono se había detectado desde  en la atmósfera de
Venus, por métodos más ordinarios.)
Es natural que un planeta tenga atmósfera que contenga bióxido de carbono. Nuestra propia
atmósfera tiene una pequeña porción (, por ciento) que es indispensable para el desarrollo de la
vida vegetal.
La fotosíntesis de las plantas verdes emplea la energía solar para combinar moléculas de
bióxido de carbono con moléculas de agua, y formar los componentes del tejido de las plantas; azúcar,
almidón, celulosa, grasas, proteínas y otras sustancias. Sin embargo, en ese proceso se forma oxígeno
libre en exceso, que es descargado en la atmósfera.
Se cree, generalmente, que en un pasado remoto la atmósfera de la Tierra contenía mucho más
bióxido de carbono que ahora, y que no había oxígeno libre. (Volveremos a este asunto más adelante.)
Así pues, la atmósfera primigenia de la Tierra fue parecida a la que ahora existe en Venus, pero menos
densa; y sólo la acción de la fotosíntesis retiró gradualmente el bióxido de carbono y lo sustituyó por
oxígeno.
Del hecho de que la atmósfera de Venus sea rica en bióxido de carbono y pobre en oxígeno,
podemos deducir inmediatamente que la fotosíntesis, como la conocemos en la Tierra, no existe en
este planeta, o por lo menos no ha existido por mucho tiempo.
Esto parecería indicar que no hay plantas verdes de importancia en ese planeta y, por tanto, no
hay vida animal (la cual depende de las plantas para nutrirse), ni tampoco hay inteligencia.
Podría objetarse que la fotosíntesis no es esencial para la vida, y en efecto no lo es. En la
Tierra hay formas de vida que ni emplean la fotosíntesis ni dependen de otras formas de vida que la
empleen. Sin embargo, todas ellas pertenecen al nivel bacterial, y nada indica que ahora o antes haya
existido en la Tierra ninguna forma de vida, superior a la bacterial, que no haya necesitado
fotosíntesis, bien sea en forma directa o indirecta.
También podría argüirse a este respecto que la Tierra no debe tomarse como la regla.
Supongamos que una forma de vida obtuvo su energía del Sol e hizo uso del bióxido de carbono, pero
que, de algún modo, almacenó el oxígeno en lugar de emitirlo a la atmósfera. Con el tiempo empleó el
oxígeno combinándolo con átomos de carbono y devolvió el bióxido de carbono a la atmósfera. De esa
manera podría existir fotosíntesis y al mismo tiempo una atmósfera de bióxido de carbono.
Esto no va más allá de los límites de la posibilidad, pero:
El bióxido de carbono tiene la propiedad de absorber la radiación infrarroja. Permite que la luz
visible del Sol, de alta energía, penetre en la superficie del planeta, y absorba la radiación infrarroja de


baja energía (invisible) que el planeta reemite en la noche al espacio. Esto se llama efecto de invernadero,
pues los cristales de un invernadero hacen lo mismo.
Al retener la radiación infrarroja, el bióxido de carbono en la atmósfera eleva la temperatura
del planeta, de la misma manera que los cristales retienen la radiación infrarroja y elevan la
temperatura de un invernadero. A causa del alto contenido de bióxido de carbono en la atmósfera de
Venus, la temperatura superficial del planeta es mucho más alta de lo que cabría sobre todo esperar si
tuviéramos en cuenta únicamente su distancia del Sol, sobre todo porque esperaríamos que sus nubes
lo protegieran de gran parte del calor del Sol. Venus es víctima de un efecto incontrolado de
invernadero.
El resultado es que la temperatura de la superficie de Venus es de unos  °C,
considerablemente más alta que en la superficie de Mercurio. Es cierto que este último planeta está
más cercano al Sol, pero también es cierto que no tiene atmósfera que retenga el calor.
La temperatura en la superficie de Venus es mucho más alta que el punto de ebullición del
agua, y lo suficientemente caliente para fundir con facilidad el plomo. No puede haber agua líquida en
ninguna parte del planeta. El agua que tenga será vapor en forma de nubes, y hay pruebas de que casi
todas las gotitas líquidas que hay en las nubes son de una sustancia extremadamente corrosiva: ácido
sulfúrico.
Se necesitaría tener una imaginación demasiado vivida para concebir vida en un planeta así,
por lo que Venus debe ser eliminado como posible refugio de inteligencia extraterrestre.
Canales marcianos
En cuanto a Marte, desde el principio pareció tener mayores posibilidades de sustentar vida.
Su rotación, la inclinación de su eje y sus casquetes de hielo parecían alentadores. Su presunta vejez
parecería darle grandes probabilidades de albergar vida avanzada.
Allá por , los astrónomos empezaron a hacer tenaces esfuerzos para formar un mapa de
Marte. El primero lo logró el astrónomo alemán Wilhelm Beer (-). Lo siguieron otros, pero
el éxito no fue notable. Era difícil ver detalles a través de dos atmósferas, la de la Tierra y la de Marte,
a una distancia de centenares de millones de kilómetros. Cada astrónomo que intentaba trazar un mapa
de Marte parecía terminar con uno completamente distinto de los de sus predecesores.
Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que parecía haber zonas claras y zonas oscuras, y
prosperó la idea de que las claras representaban superficies de tierra, y las oscuras, superficies de agua.
En  se presentó una oportunidad especialmente buena de observación, cuando Marte y la
Tierra estuvieron en las partes de sus respectivas órbitas que los acercaban lo máximo posible. Ya entonces,
por supuesto, los astrónomos disponían de mejores telescopios.
El astrónomo italiano Giovanni Virginio Schiaparelli (-) tenía un telescopio
excelente. Durante las observaciones que hizo en , dibujó un mapa de Marte que, una vez más,
parecía completamente diferente de cualquier otro anterior. No obstante, con el nuevo mapa las cosas
se aclararon. Por fin se vio lo que había que ver, o así parecía, pues generalmente los astrónomos
posteriores observaron en los siguientes cien años lo mismo que Schiaparelli viera como un conjunto
de zonas claras y oscuras.
Ya entonces, Maxwell y Boltzmann habían expuesto su teoría cinética de los gases, y no
parecía que un cuerpo con masa y campo gravitacional, como el de Marte, pudiera tener grandes
extensiones de agua. Aun en la baja temperatura de Marte, el vapor de agua debía haberse escapado
fácilmente si la atmósfera del planeta era más tenue que la de la Tierra. Por este motivo, creció la
sospecha de que había poca agua en Marte. Tenía sin duda sus casquetes de hielo y podría tener
regiones pantanosas y marismas, pero parecía improbable que tuviese mares abiertos y océanos.
¿Qué eran, entonces, las zonas oscuras?
Quizá fuese vegetación que crecía en ciénagas, y las zonas claras tal vez desiertos arenosos.
Resultaba interesante que cuando era verano en un hemisferio, y el casquete de hielo se reducía,
presumiblemente al derretirse, las zonas oscuras se extendían, como si el hielo derretido regara el
suelo y permitiera que la vegetación creciera.
Mucha gente empezó a dar por sentado que había vida en Marte.
Además, durante sus observaciones de Marte en , Schiaparelli notó unas líneas más bien
delgadas y oscuras, cada una de las cuales conectaba dos zonas oscuras más grandes. Esas líneas


habían sido ya observadas en  por otro astrónomo italiano, Pietro Angelo Secchi (-),
quien las llamó canales, nombre natural de un espacio largo y delgado de agua, que conecta a dos más
grandes. Schiaparelli empleó el mismo término. Por supuesto, tanto Secchi como Schiaparelli
utilizaron la palabra italiana canali cuyo significado es, precisamente, canales.
Los canali de Schiaparelli eran más largos y más delgados que los anunciados por Secchi, y
también más numerosos. Schiaparelli vio unos cuarenta, los incluyó en su mapa y les dio nombres de
ríos de la historia antigua y de la mitología.
El mapa de Schiaparelli y sus canali fueron acogidos con gran interés y entusiasmo. Nadie,
salvo Schiaparelli, había visto los canali durante las observaciones de , pero posteriormente los
astrónomos empezaron a buscarlos con especial interés, y algunos afirmaron haberlos visto.
Además, la palabra canali fue traducida como canales. Eso era importante. Un cauce es una
vía de agua angosta, generalmente una extensión acuática formada por la naturaleza. Un canal, en
cambio, es una vía de agua angosta y artificial, construida (en la Tierra) por seres humanos. Tan
pronto como los ingleses y los norteamericanos llamaron canal a los canali, empezaron
automáticamente a concebirlos como artificiales y, por tanto, construidos por seres inteligentes.
Inmediatamente se despertó enorme interés por Marte. Parecía ser la primera vez que se
presentaba una prueba científica que favorecía mucho la existencia de inteligencia extraterrestre.
La imagen creada era la de un planeta más viejo que la Tierra, que perdía lentamente su agua a
causa de su débil campo de gravitación. Los inteligentes marcianos, con historia más larga que la
nuestra y con tecnología más avanzada, se enfrentaban a la muerte por deshidratación.
En forma heroica se esforzaban por conservar vivo su planeta. Construían enormes canales
para transportar el agua que necesitaban, desde el embalse planetario, o sea desde los casquetes de
hielo. Era un cuadro dramático de una antigua estirpe de seres, tal vez agonizante, que se negaba a
darse por vencida y que conservaba su mundo con vida, gracias a su resolución y a su trabajo tesonero.
Durante cerca de un siglo, esa imagen cautivó a mucha gente, e incluso a unos cuantos astrónomos.
Hubo algunos de éstos que ampliaron los datos proporcionados por Schiaparelli. El astrónomo
norteamericano William Henry Pickering (-), informó acerca de manchas redondas y oscuras
en los lugares en que los canales se cruzaban, y a esas manchas se les dio el nombre de oasis.
Flammarion, que creía firmemente en la vida extraterrestre, como dije antes, se mostró muy entusiasta
respecto a los canales. En  publicó un extenso libro titulado El planeta Marte, en el que se
pronunciaba por una civilización que construía canales.
Sin duda, el astrónomo más influyente que apoyó el concepto de civilización marciana fue el
norteamericano Percival Lowell (-). Pertenecía a una aristocrática familia de Boston y
empleó su fortuna en construir un observatorio particular en Arizona, donde el aire seco del desierto, a
más de kilómetro y medio de altura sobre el nivel del mar, y la lejanía de las luces de la ciudad,
permitían una visibilidad excelente. El Observatorio Lowell se inauguró en .
Durante quince años, Lowell estudió ávidamente a Marte y tomó miles de fotografías. Vio
muchos más canales que Schiaparelli y dibujó mapas detallados que llegaron a incluir más de
quinientos canales. Señaló los oasis en que se cruzaban los canales, registró la forma cómo las líneas
de determinados canales parecían volverse dobles algunas veces, y estudió los cambios estacionales de
luz y sombra, los cuales parecían señalar la fluctuación de la agricultura. Estaba completamente
convencido de la existencia de una civilización avanzada en Marte.
A Lowell no le inquietaba que otros astrónomos no pudiesen ver los canales tan bien como él.
Señalaba que nadie tenía mejores condiciones de visibilidad que él en Arizona, que su telescopio era
excelente, y que sus ojos eran igualmente magníficos.
En  publicó su primer libro sobre el tema, con el título de Mars (Marte). Estaba bien
escrito, lo suficientemente claro para que lo entendiera el público en general, y sostenía la tesis de un
Marte antiguo, que moría lentamente; de una raza de ingenieros muy adelantados, que conservaban
vivo el planeta con gigantescos programas de riego; y canales señalados por fajas de vegetación a
ambos lados, que los hacían visibles desde la Tierra.
Los puntos de vista de Lowell fueron aún más extremados en los libros que publicó
posteriormente; Mars and Its Canals (Marte y sus canales), en , y Mars as the Abode of Life
(Marte como morada de vida), en . El público encontró todo eso muy interesante, pues era
asombroso pensar en un planeta cercano, poblado por una inteligencia adelantada y superior a la de los
seres humanos.


Con todo, H. G. Wells, escritor inglés de ciencia ficción, superó a Lowell en popularizar la
idea de que había vida avanzada.
En , Wells publicó la novela por entregas War of the Worlds (Guerra de los mundos), en
una revista, y al año siguiente en forma de libro. Combinó el concepto de Marte, que presentaba
Lowell, con la situación existente en la Tierra durante los veinte años precedentes.
En esas décadas, las potencias europeas, principalmente la Gran Bretaña y Francia, pero
también España, Portugal, Alemania, Italia y Bélgica, habían estado repartiéndose África. Cada una de
esas naciones estableció colonias, sin considerar casi para nada los deseos de los pueblos que vivían
allí. Puesto que los africanos tenían piel oscura y sus culturas no eran las de Europa, los europeos los
consideraban inferiores, primitivos y bárbaros, sin derechos sobre su propio territorio.
Se le ocurrió a Wells que si los marcianos se hallaban tan adelantados científicamente respecto
a los europeos, como éstos lo estaban respecto a los africanos, podrían quizá tratar a los europeos
como éstos trataban a los africanos. La Guerra de los mundos fue el primer relato de un conflicto
armado interplanetario, en que figuraba la Tierra.
Hasta entonces, los cuentos de visitantes que llegaban a la Tierra procedentes del espacio
exterior habían pintado a esos seres extraños como observadores pacíficos. En cambio, en la novela de
Wells llegaban con armas. Huían de Marte, en donde apenas podían conservar la vida, invadían la
fértil Tierra, en la que abundaba el agua, y se preparaban a conquistar el planeta para establecerse en
él. Para ellos, los habitantes de la Tierra eran simples animales, criaturas a las que podían destruir y
devorar. Los seres humanos no podían derrotar a los marcianos ni estorbarlos mucho, de la misma
manera que los africanos no podían hacer frente a las fuerzas armadas de los europeos. Aunque al final
los marcianos fueron derrotados, esa victoria no la obtuvieron los seres humanos, sino las bacterias terrestres
de la descomposición, que los cuerpos de los marcianos no podían resistir.
Esa novela gozó de mucha popularidad e inició una ola de imitaciones, por lo que durante el
siguiente medio siglo los seres humanos dieron por sentado que cualquier invasión de inteligencia
extraterrestre significaría el exterminio de la humanidad.
Por ejemplo, el  de octubre de , casi cuarenta años después de la publicación de La
Guerra de los Mundos, Orson Welles (n. ), a la sazón de sólo veintitrés años, produjo una versión
radiofónica de esa novela. Decidió actualizar el argumento e hizo que los marcianos descendieran
sobre Nueva Jersey, en vez de sobre la Gran Bretaña. Relató los sucesos de manera tan vivida como le
fue posible, incluso con boletines de prensa que parecían auténticos, declaraciones de testigos y otras
cosas semejantes.
Cualquiera que sintonizara ese programa desde su comienzo se habría enterado de que todo
era ficción, pero algunos que lo escuchaban sin atención, y otros que empezaron a oírlo después de
empezado, se sintieron aterrados por los sucesos que al parecer se desarrollaban, en especial las
personas que vivían cerca de los lugares supuestamente invadidos.
Un sorprendente número de personas no se detuvo a preguntarse si era posible que ocurriese
una invasión de marcianos, o si realmente existían esos seres. Se dio por cierto que los marcianos
existían, que habían llegado a conquistar la Tierra y que estaban logrando su propósito. Centenares de
aterrorizadas personas salieron huyendo en sus automóviles. Lo mismo que el Engaño lunar de un
siglo antes, fue ése un ejemplo notable de lo fácilmente que la gente acepta la idea de la inteligencia
extraterrestre.
Aunque Lowell y sus teorías acerca de los canales marcianos convencieron al público en
general, los astrónomos profesionales se mostraron extremadamente incrédulos. Por lo menos, ésa fue
la actitud de la mayoría de ellos.
Varios astrónomos insistieron en que, aunque observaban a Marte con suma atención, nunca
veían canales, y no quedaban satisfechos con las desdeñosas garantías que les daba Lowell, de que si
no los veían era sólo porque no tenían ojos y sus telescopios no eran suficientemente buenos. El
astrónomo norteamericano Asaph Hall (-), cuyos ojos habían sido lo suficientemente buenos
en  para descubrir los minúsculos satélites de Marte, nunca vio un solo canal.
Otro astrónomo norteamericano, Edward Emerson Barnard (-), era un observador
especialmente acucioso. En efecto, se le cita con frecuencia como el astrónomo de vista más aguda de
que se tiene memoria. En  descubrió un pequeño quinto satélite de Júpiter, tan pequeño y cercano
al disco brillante de Júpiter mismo, que para verlo se necesitaban ojos de una agudeza casi
sobrehumana; sin embargo, Barnard insistía en que por muy cuidadosamente que observara a Marte,


nunca pudo ver ningún canal. Dijo llanamente que todo obedecía a una ilusión óptica; que las
pequeñas manchas irregulares y oscuras se transformaban en líneas rectas ante los ojos que se
esforzaban por ver objetos en el límite mismo de la visión.
Esa opinión fue apoyada por otros. El astrónomo inglés Edward Walter Maunder (-),
la sometió a prueba en . Colocó círculos dentro de los cuales pintó algunas manchas irregulares y
confusas, y puso a niños de escuela a distancias desde las cuales apenas podían ver lo que había dentro
de los círculos. Pidió a los niños que dibujaran lo que veían, y los escolares trazaron líneas rectas, como
las que Schiaparelli dibujara de los canales marcianos.
Entretanto, los astrónomos continuaban estudiando la habitabilidad de Marte. Al avanzar el
siglo xx, se construyeron instrumentos que podían detectar y medir minúsculas cantidades de calor. Si
esos detectores de calor se colocaban en el foco de un telescopio, y se hacía caer allí la luz de Marte,
podía deducirse la temperatura de ese planeta.
Eso lo hicieron por primera vez dos astrónomos norteamericanos, William Weber Coblentz
(-) y Carl Otto Lampland (-). De tales mediciones se desprendía que la temperatura
del ecuador marciano se elevaba a veces sobre el punto de congelación del agua. De hecho, era posible
que en raras ocasiones las temperaturas ecuatoriales se elevaran hasta los  °C.
Sin embargo, la temperatura descendía muchísimo durante la noche. Era imposible tomar la
temperatura en la noche, pues el lado nocturno de Marte siempre se encuentra opuesto a la Tierra. En
cambio, se podía tomar la temperatura de la madrugada en el borde occidental del globo marciano,
donde la superficie del planeta salía de la noche e iniciaba el alba. Después de doce horas y cuarto de
oscuridad, la temperatura solía bajar hasta - °C.
En suma, parecía que la temperatura de Marte era demasiado baja para que existiera agua en
ninguna otra forma que no fuese hielo, salvo en una angosta región en torno del ecuador y por breve
tiempo, cerca del mediodía. En las demás partes, el clima de Marte era más frío que el de la Antártida.
Peor aún, la gran diferencia entre las temperaturas del amanecer y las de mediodía significaba
que la atmósfera marciana probablemente era más tenue de lo que se había creído. La atmósfera sirve
de manto, absorbe y transmite el calor, y mientras más delgada sea, más rápidamente suben y bajan las
temperaturas.
Lo peor de todo esto es que una atmósfera leve no absorbe mucha radiación de energía solar.
En la Tierra, la atmósfera relativamente gruesa sirve de manto eficaz, que absorbe el bombardeo de radiación
de energía a nuestro planeta, desde el Sol y otras partes.
Todas esas radiaciones de energía matarían a los seres desprotegidos si cayeran en la
superficie de la Tierra con toda su fuerza. Marte está más alejado del Sol que nosotros y recibe una
concentración menor de luz ultravioleta. Sin embargo, esa concentración menor parece que llega a la
superficie marciana en cantidades mucho mayores que a la superficie terrestre.
En el decenio de  fue ya posible analizar la radiación infrarroja de Marte, con el propósito
de analizar el contenido de su atmósfera. Esto lo logró en  el astrónomo holandés-norteamericano
Gerard Peter Kuiper (-). Encontró que lo poco que existía de atmósfera marciana era casi en
su totalidad bióxido de carbono. Había muy poco vapor de agua y, al parecer, nada de oxígeno.
Al considerar la frialdad de Marte, algunos astrónomos empezaron a preguntarse si no habría
agua en ese planeta. ¿Podría el casquete de hielo no ser agua congelada, sino bióxido de carbono
congelado?
Al tomar todo esto en consideración, atmósfera delgada de bióxido de carbono, bombardeos
de luz ultravioleta sobre la superficie de Marte, temperaturas extraordinariamente bajas, parecía
improbable que las formas complejas de vida que se suponía que fuesen necesarias para el desarrollo
de la inteligencia, pudiesen haber evolucionado en Marte.
Aumentó la impresión de que si los canales existían, eran fenómenos naturales, no producto de
una raza de ingenieros muy adelantados.
Pero si no había vida inteligente, ¿podría haberla primitiva? En la Tierra hay bacterias que
pueden vivir de sustancias químicas que son venenosas para otras formas de vida. Hay líquenes que
crecen en la roca desnuda y en la cima de montañas donde el aire es tan ralo y la temperatura tan baja,
que casi podría uno imaginarse estar en Marte.
A partir de  se efectuaron experimentos para determinar si cualesquier formas de vida
simple, adaptadas a condiciones severas en la Tierra, podrían sobrevivir en un ambiente en el que,
hasta donde fuese posible, duplicara lo conocido hasta entonces del ambiente marciano. Una y otra vez


se demostró que sobrevivirían algunas formas de vida.
En ese caso, tal vez no deberíamos abandonar toda esperanza de que hubiese en ese planeta
formas complejas de vida. Después de todo, la vida en la Tierra ha evolucionado para adaptarse al
medio terrestre. Por tanto, para nosotros las condiciones en la Tierra nos parecen agradables, y las que
son considerablemente diferentes de las de la Tierra nos parecen desagradables. Sin embargo, en
Marte, las formas de vida habrían evolucionado para adaptarse a las imperantes allí, y en ese caso
serían esas condiciones las que parecerían agradables a los marcianos.
Esa incógnita quedó sin ser resuelta hasta ya entrado el decenio de .
Sondeos de Marte
En la década de  se lanzaron sondas impulsadas por cohetes, con el propósito de que
pasaran cerca del planeta y transmitieran informes (como las que ya mencioné en los casos de
Mercurio y Venus).
El  de noviembre de  se lanzó el Mariner , primer sondeo de Marte que tuvo éxito. Al
pasar el Mariner  cerca de Marte, tomó veinticuatro fotografías que se transformaron en señales de
radio y que fueron transmitidas a la Tierra, en donde se las reconvirtió en fotografías.
¿Qué mostraron? ¿Canales? ¿Algunas señales de civilización avanzada o, cuando menos, de
vida?
Lo que mostraron resultó ser completamente inesperado, pues inmediatamente los astrónomos
vieron que aparecían con claridad cráteres muy semejantes a los de la Luna.
Los cráteres, al menos los que aparecían en las fotografías procedentes del Mariner , eran
tantos y estaban tan bien delineados, que se llegó a la conclusión natural de que habían estado sujetos
a muy poca erosión. Esto parecía significar no sólo la existencia de aire ralo, sino también poca
actividad vital. Los cráteres en las fotografías del Mariner  parecían ser la señal de un mundo muerto.
El Mariner  llevaba la misión de pasar detrás de Marte (visto desde la Tierra) después de su
sobrevuelo, de suerte que sus señales de radio atravesaran la atmósfera marciana en su trayecto a la
Tierra. De los cambios en las señales, los astrónomos podrían deducir la densidad de la atmósfera marciana.
Resultó que esa atmósfera era aún más delgada que lo que se había supuesto en los cálculos
más modestos. Tenía menos de / de la densidad de la atmósfera terrestre. La presión del aire en la
superficie de Marte es casi igual a la de la atmósfera de la Tierra a una altura de  kilómetros de la
superficie. Esto fue otro golpe que recibió la posibilidad de que hubiese vida desarrollada en Marte.
En , otras dos sondas espaciales, el Mariner  y el Mariner , fueron lanzadas con el fin
de que pasaran cerca de Marte. Iban provistas de mejores cámaras e instrumentos, y tomaron más
fotografías. Las nuevas fotografías, mucho mejores que las anteriores, mostraron que era cierto lo de
los cráteres. La superficie marciana estaba llena de ellos, en algunos lugares en igual profusión que en
la Luna.
Sin embargo, las nuevas sondas mostraron que Marte no era completamente igual a la Luna.
Aparecían regiones en las fotografías, en que la superficie marciana era llana y sin accidentes, y otra
en que la superficie era revuelta y accidentada, en forma no característica ni de la Luna ni de la Tierra.
Continuaba sin haber signo alguno de canales.
El  de mayo de  fue lanzado el Mariner . Esa sonda no iba simplemente a pasar cerca
de Marte, sino a ponerse en órbita en torno a ese planeta. El  de noviembre de  entró en órbita.
Marte se hallaba entonces en medio de una tormenta de polvo que abarcaba todo el planeta, y nada se
podía ver, pero el Mariner  esperó. En diciembre de , el polvo se asentó por fin y el Mariner
tomó fotografías de Marte. Todo el planeta quedó cartografiado detalladamente.
Lo primero que quedó aclarado en forma definitiva fue que no existían canales en Marte.
Lowell se había equivocado. Lo que vio fue una ilusión óptica.
Tampoco las zonas oscuras eran agua o vegetación. Marte parecía ser todo desierto, pero aquí
y allá había franjas oscuras que generalmente partían de algún pequeño cráter, o de otra elevación.
Parecían estar compuestas de partículas de polvo impulsadas por el viento, que tendían a acumularse
donde una elevación rompía la fuerza del viento, en el lado contrario.
Había también algunas franjas claras, y la diferencia entre éstas y las oscuras tal vez obedecía
al tamaño de las partículas. La posibilidad de que las zonas oscuras y las claras señalasen diferencias


del polvo, y de que las zonas oscuras se ensancharan en la primavera a causa de los cambios
estacionales del viento, había sido ya sugerida unos cuantos años antes por el astrónomo
norteamericano Carl Sagan (n. ). El Mariner  demostró que Sagan estaba por completo en lo
cierto.
Sólo uno de los hemisferios de Marte tenía cráteres y se asemejaba a la Luna; en el otro había
gigantescos volcanes y cañones, y parecía geológicamente vivo.
Una característica de la superficie marciana despertó considerable curiosidad. Había marcas
que culebreaban por la superficie de Marte como ríos y que tenían ramificaciones semejantes en todo a
tributarios. Además, los helados casquetes polares parecían estratificados. En el borde, donde se
derretían, se asemejaban a un montón inclinado de delgadas fichas de póquer.
Es posible suponer que la historia de Marte sea la de diversos ciclos de clima. El actual puede
ser un ciclo frío, con casi toda el agua congelada en los casquetes de hielo y en el suelo. Posiblemente,
en el futuro el ciclo correspondiente sea el templado, en el cual los casquetes helados se derritan, liberando
agua y bióxido de carbono, de suerte que la atmósfera se vuelva más densa y los ríos se agranden.
En ese caso, aunque no haya ahora vestigios de vida en Marte, pudo haberlos en el pasado y
los podrá haber en el futuro. En cuanto al presente, las formas de vida quizá estén hibernando en el
suelo helado, en forma de esporas.
En , dos sondas, el Viking  y el Viking , la primera lanzada el  de agosto y la segunda
el  de setiembre, partieron a Marte. Habrían de posarse en el planeta y observarlo de diversas maneras.
Especialmente, tenían que llevar a cabo pruebas en busca de signos de vida.
Descendieron sin tropiezo en el verano de , en dos lugares muy separados el uno del otro.
Analizaron el suelo marciano y encontraron que no era muy diferente del de la Tierra, pero con más
hierro y menos aluminio.
Se efectuaron tres experimentos dirigidos a detectar vida. Los tres dieron resultados que
hacían esperar que hubiese células vivientes en el suelo.
Sin embargo, un cuarto experimento arrojó dudas respecto a los tres primeros. Para
comprender esta cuestión, tendremos que considerar la índole de las moléculas más características de
los organismos vivos, tal como los conocemos.
Con un fondo de agua, hay en los organismos vivos una interacción rápida e interminable, en
que intervienen moléculas complejas, formadas por un número de átomos que puede variar desde una
docena hasta un millón. Estas moléculas se encuentran en la naturaleza únicamente en los organismos
vivos y en los restos muertos de lo que fueron organismos vivos (). Por esa razón, a esas moléculas
complejas se les llama compuestos orgánicos.
Los compuestos orgánicos tienen algo en común: el elemento carbono. Los átomos de carbono
tienen la singular propiedad de combinarse entre sí en cadenas complejas, rectas y ramificadas, y en
anillos o conjuntos de anillos a los que pueden adherirse cadenas de átomos. También unidos a los
bordes de las cadenas y anillos de carbono hay átomos y combinaciones de átomos de otros elementos,
principalmente de hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, además de algunos átomos de azufre, fósforo y
otras sustancias. A veces, uno de esos átomos puede incorporarse a la cadena o anillo de carbono.
Ninguna clase de átomo, salvo el del carbono, puede formar cadenas y anillos con tal
facilidad.
Además, es difícil imaginar que un fenómeno tan complejo y variado, como la vida, pueda
limitarse a algo menos complejo que las moléculas que conocemos de los organismos terrestres.
Esto no limita mucho la infinita variedad de la vida. Esta es enormemente variable aquí en la
Tierra, en forma, estructura, conducta y adaptación, pero toda tiene por base compuestos orgánicos,
que a su vez se fundan en cadenas y anillos de átomos de carbono.
Aparte de ello, el número de variaciones concebibles en la estructura de los compuestos
orgánicos empleados por la vida terrestre, en comparación con todos los compuestos orgánicos
 También pueden crearse en el laboratorio. Además, miles y miles de esos compuestos, no muy semejantes a
cualesquiera que se hallen en organismos vivos o en sus residuos, también los han sintetizado los químicos. Pero
los químicos también son organismos vivos, por lo que hasta las moléculas sintéticas, "que no se encuentran en
la naturaleza", son resultado de actos de organismos vivos.


concebibles, es mucho menor que el tamaño de un átomo en comparación con el de todo el Universo.
Así pues, en resumen, el número de compuestos complejos con base en átomos de carbono es
prácticamente ilimitado y, en comparación, el número de compuestos complejos sin el átomo de
carbono es prácticamente nulo. Por tanto, podemos suponer que en un mundo en el que faltan
compuestos orgánicos, falta también la vida.
Por otra parte, convendría no apresurarse demasiado. ¿Podemos estar seguros de que en
ciertas condiciones que no conocemos bien, algunos elementos o combinaciones de elementos
distintos del carbono, no podrían producir compuestos complicados? ¿Acaso no sería posible que, en
ciertas condiciones, la vida pudiera formarse de compuestos relativamente simples?
No podemos estar seguros. Si se considera lo poco que conocemos de los detalles de otros
mundos, y de los aspectos más sutiles de la vida, aparte de los que podemos vislumbrar partiendo de
nuestro propio ejemplo, de nada podemos estar seguros.
Pero podemos pedir pruebas. No hay prueba alguna de la posible existencia de moléculas tan
complejas, delicadas y versátiles como las de los compuestos orgánicos, que estén formadas de
cualquier elemento que no sea el carbono, o de cualquier combinación de elementos que excluya al
carbono. Tampoco hay prueba alguna de que algo tan complejo como la vida pueda formarse de
compuestos relativamente simples.
Por tanto, hasta que contemos con pruebas en contra sólo nos queda suponer que donde no
hay componentes orgánicos, no hay vida.
Ocurre que el análisis del suelo marciano, hecho por el Viking  y el Viking , denota la
ausencia de compuestos orgánicos.
Esto deja en situación ambigua el asunto de la vida en Marte. La prueba no es definitiva, ni en
pro ni en contra, por lo que debemos esperar futuras pruebas mejores. Sin embargo, de haber vida,
parece poco probable que no sea sino muy primitiva, nada más que a nivel de vida bacterial en la
Tierra.
Una vida tan simple bastaría para interesar mucho a los biólogos y a los astrónomos, pero en
lo que respecta a la búsqueda de inteligencia extraterrestre, quedamos con lo que parece equivaler a un
cero abrumador.
Debemos buscar en otra parte.


 – EL SISTEMA SOLAR EXTERIOR.
Química planetaria
El sistema solar interior, que llega hasta la órbita de Marte, es una estructura
comparativamente pequeña. Más allá de Marte está el «sistema solar exterior», mucho más vasto,
dentro del cual giran planetas gigantescos. No hay allí menos de cuatro de esos gigantes: Júpiter,
Saturno, Urano y Neptuno. Cada uno de ellos deja pequeña a la Tierra, especialmente Júpiter, con más
de . veces el volumen de la Tierra y más de  veces su masa.
¿Por qué el sistema solar interior contiene pigmeos y el exterior gigantes? Consideremos:
La nube de que se formó el sistema solar, se supone que estuvo formada de la misma clase de
sustancias que forman el Universo en general, más o menos. Por medio de la espectroscopia, los astrónomos
han determinado la estructura química del Sol y de otras estrellas, así como la del polvo y el
gas entre las estrellas. Por tanto, han llegado a algunas conclusiones respecto a los elementos que componen
el Universo. Esto aparece en el cuadro siguiente:
Elemento Número de átomos por cada .. de átomos
de hidrógeno
Hidrógeno ..
Helio ..
Oxígeno .
Carbono .
Neón .
Nitrógeno
Magnesio
Silicio
Azufre
Hierro
Argón
Aluminio
Sodio
Calcio
Todos los demás elementos combinados
Como se ve, el Universo es esencialmente hidrógeno y helio, los dos elementos con los
átomos más sencillos. Juntos, el hidrógeno y el helio, contienen casi el , por ciento de los átomos
en todo el Universo. Naturalmente, el hidrógeno y el helio son átomos muy ligeros, mucho menos
pesados que todos los demás, no obstante lo cual integran cerca del  por ciento de la masa del
Universo.
Los catorce elementos más comunes, que aparecen en el cuadro de anterior, forman casi todo
el Universo. Sólo un átomo de cada cuarto de millón es de alguna otra cosa.
De los catorce, los átomos de helio, neón y argón no se combinan entre sí o con los de otros
elementos.
Los átomos de hidrógeno se fusionan con otros, después de chocar contra ellos. Sin embargo,
en vista de la composición del Universo, los átomos de hidrógeno, si chocan con cualquier cosa, lo
hacen principalmente con otros átomos de hidrógeno. El resultado es la formación de moléculas de
hidrógeno, cada una con dos átomos de hidrógeno.
El oxígeno, el nitrógeno, el carbono y el azufre están formados de átomos que se prestan a
combinarse con átomos de hidrógeno, cuando estos últimos están presentes en cantidad abrumadora.
Cada átomo de oxígeno se combina con dos de hidrógeno para formar moléculas de agua. Cada átomo
de nitrógeno se combina con tres de hidrógeno para formar moléculas de amoníaco. Cada átomo de
carbono se combina con cuatro de hidrógeno para formar moléculas de metano. Cada átomo de azufre
se combina con dos de hidrógeno para formar sulfuro de hidrógeno.
Estas ocho sustancias, hidrógeno, helio, neón, argón, agua, amoníaco, metano y sulfuro de


hidrogeno, son gases a la temperatura de la Tierra o, en el caso del agua, un líquido que se vaporiza
fácilmente. Podemos reunirías y llamarlas «volátiles» (de la palabra latina que significa volar, pues,
como gases o vapores, no se adhieren firmemente a la materia, sino que tienden a difundirse o volar).
El silicio se mezcla con el oxígeno con mucha más facilidad que con el hidrógeno. El
magnesio, el aluminio, el sodio y el calcio se asocian fácilmente con la combinación de silicio y
oxígeno, y esos seis elementos juntos forman la parte del león de los materiales rocosos («silicatos»)
que conocemos muy bien.
En cuanto al hierro, que tiende a estar presente en forma de rocas, a veces lo está en
considerable cantidad, por lo que gran parte de él permanece en forma metálica. Al hierro se le añaden
el níquel y el cobalto, metales semejantes pero menos comunes.
Los átomos y las moléculas de las rocas y los metales se unen, ligados por grandes fuerzas
químicas, por lo que permanecen en estado sólido hasta temperaturas de calor blanco. No necesitan
fuerzas gravitacionales que los unan, por lo que los átomos se conservan unidos hasta en diminutos
granos de roca o de metal, en los que las fuerzas de la gravitación son completamente insignificantes.
Del material original del que se compuso la nebulosa primigenia de la que se formó el sistema
solar, cerca del , por ciento de su masa la formaban volátiles, y sólo , por ciento, sólidos.
En el sistema solar interior, el calor del Sol cercano elevó la temperatura lo suficiente para que
los átomos y las moléculas de los volátiles se movieran lo bastante aprisa para ser demasiado ligeros y
para que se libraran de la gravedad. Los planetas del sistema solar interior terminaron componiéndose
de rocas y metales que no exigían una fuerza gravitacional para ser retenidos, pero que formaban sólo
una pequeña parte del material nebular. A eso obedece que sean pequeños los planetas interiores.
En efecto, el más pequeño no contiene elementos volátiles. Mercurio está formado de un
núcleo considerable de metal, rodeado de un manto rocoso. (Sabemos esto, porque la densidad de
Mercurio es tan elevada que gran parte de él debe ser metal de alta densidad y sólo el resto de roca, de
mediana densidad.) La Luna está formada únicamente de roca. Su densidad es demasiado pequeña
para permitir un núcleo metálico de importancia. Tanto Mercurio como la Luna carecen de elementos
volátiles.
Marte, al igual que la Luna, es sólo roca. La Tierra y Venus, como Mercurio, están formados
de roca que cubre un núcleo metálico. Sin embargo, estos tres planetas son lo suficientemente grandes
para poder retener algunos volátiles por la atracción de la gravitación.
Más allá de la órbita de Marte, es más fácil acumular volátiles a determinado nivel de
intensidad gravitacional. Desde luego, a temperaturas más bajas, todas las moléculas se mueven más
lentamente y es menos probable que excedan la velocidad de escape. Además, los elementos volátiles
se solidifican uno por uno a medida que la temperatura desciende, y los volátiles sólidos se unen por
atracción química y ya no dependen de la atracción gravitacional.
Los puntos de congelación de los ocho volátiles, en condiciones extraterrestres, aparecen en el
siguiente cuadro:
Punto de congelación
Sustancia ° Celsius ° Fahrenheit ° Absoluto
Agua , , ,
Amoníaco - , - , ,
Sulfuro de hidrógeno - , - , ,
Metano -, -, ,
Argón -, -, ,
Neón -, -, ,
Hidrógeno -, -, ,
Helio (bajo presión) -, -, ,
Esto significa que en cualquier parte más allá de la órbita de Marte, hasta los cuerpos
pequeños pueden atraer no sólo metal y roca, sino también volátiles como agua, amoníaco y sulfuro de
hidrógeno en forma sólida. Si los cuerpos pequeños están suficientemente alejados del Sol para tener
temperaturas muy bajas, entonces el metano y el argón también pueden ser atraídos en forma sólida. El
neón, el hidrógeno y el helio se congelan a una temperatura tan baja, que un cuerpo pequeño, aun en
los límites extremos conocidos del sistema solar, no puede atraerlos.


El agua congelada es hielo, por supuesto. Las formas sólidas de los otros volátiles se asemejan
al hielo en su aspecto físico, por lo que los volátiles sólidos pueden ser llamados hielos. Para distinguir
el hielo original, o sea el agua congelada, podemos llamarlo hielo de agua.
Titán
Vemos, pues, que aunque sabemos muy poco acerca de un mundo en el sistema solar externo,
podemos no obstante afirmar que no puede sustentar vida (tal como la conocemos).
Ya hemos indicado que los compuestos orgánicos son esenciales para la vida. Los compuestos
orgánicos consisten en moléculas formadas de cadenas y anillos de átomos de carbono, a las cuales
invariablemente se añaden átomos de hidrógeno, con añadiduras menores de átomos de nitrógeno, de
oxígeno y de azufre. Esos cinco tipos de átomos forman el  por ciento, o más, de todos los átomos
en los compuestos orgánicos. Esos átomos forman también cinco de las ocho sustancias volátiles. (Los
átomos de las otras tres, argón, neón y helio, no se someten a combinaciones y no desempeñan ningún
papel en la vida.)
Así pues, es evidente que la vida tal como la conocemos, es una función de las sustancias
volátiles, y que ningún mundo puede sustentar la vida a menos que tenga, por lo menos, algo de
materia volátil.
A las temperaturas de más allá de la órbita de Marte, casi cualquier cuerpo, por pequeño que
sea, puede contener algo de materia volátil. Por ejemplo, una que otra vez cae un meteorito que
contiene agua, hidrocarburos () y otros volátiles. No mucho, sólo hasta  por ciento más o menos,
pero los contiene.
Esos meteoritos, llamados condritos carbónicos, son pocos en comparación con los meteoritos
ordinarios, que son de metal, de roca, o de una mezcla de ambos. Realmente, sólo se han encontrado
unos veinte condritos carbónicos.
Esto no significa que sean raros. Tal vez resulten muy comunes, pero tienden a ser
estructuralmente más débiles que los meteoritos rocosos y metálicos. Los condritos carbónicos se
desmoronan más fácilmente al sufrir las altísimas temperaturas cuando pasan por la atmósfera, razón
por la cual muy pocos fragmentos de ellos llegan a caer en la Tierra.
En años recientes se ha visto que la mayoría de los asteroides, especialmente los más alejados
del Sol, tienen características de condrito carbónico (color oscuro y baja densidad), y por tanto hay en
ellos material volátil. Los dos pequeños satélites de Marte son de un color mucho más oscuro que el
mismo Marte, y tienen menor densidad, por lo que deben contener alguna materia volátil.
Están también los cometas, pequeños cuerpos en estado sólido en su órbita lejana del Sol.
Posiblemente tengan sólo unos cuantos kilómetros de diámetro y estén compuestos en gran parte de
materias heladas.
Cuando recorren la parte de su órbita cercana al Sol, algunos de los hielos se vaporizan y
liberan roca o metal granulado, que se mezcla con esos hielos. Todo ello forma una «coma» nebulosa
en torno del «núcleo» aún sólido. El Sol emite constantemente, en todas direcciones, corrientes de
rápidas partículas subatómicas (el «viento solar») que arrastran la «coma» hacia afuera, en dirección
contraria al Sol, y forman una larga y ondulante «cola».
Podemos suponer que cualesquier cuerpos en el sistema solar exterior, que sean más grandes
que los asteroides y los cometas, normalmente han de contener materia volátil.
Aunque la falta de materia volátil es señal segura de que el mundo de que se trate no sustenta
vida (como la conocemos), lo contrario no es verdad. Un mundo puede tener materia volátil, y a pesar
de eso carecer de vida (Venus es un ejemplo). De no ser esto así, tendríamos que suponer que casi
cualquier cuerpo más allá de Marte sustenta vida.
Después de todo, puede haber materia volátil, y no obstante, tal vez no se formen compuestos
orgánicos de complejidad suficiente para hacer posible la vida.
Sin embargo, desde nuestro punto de observación en la Tierra, no es fácil determinar si un
cuerpo pequeño, muy alejado de la órbita de Marte, contiene compuestos orgánicos complejos. A falta
 Sustancias con moléculas compuestas únicamente de átomos de carbono y de hidrógeno. El metano es un
ejemplo.


de detalles precisos, más allá de nuestro alcance, ¿existe alguna manera de juzgar si es probable que
haya vida en un mundo distante?
Podemos comenzar por señalar que ya hemos dicho que para la vida se necesita un medio
líquido, como el del agua.
Si un mundo tiene suficiente líquido en su superficie para permitir la vida, no sólo un leve
riego de organismos bacteriales, sino lo suficientemente complejos para permitir algo que se aproxime
a la inteligencia, ese líquido, indudablemente, se vaporizará hasta cierto grado.
Si ese mundo no fuese capaz de retener el vapor con su fuerza de gravitación, el líquido
continuaría evaporándose hasta que todo se perdiera. Si ese mundo fuese capaz de retener el vapor,
tendría una atmósfera de algo más que vestigios de gas, una atmósfera de vapor, por lo menos, y
posiblemente también de otros gases.
Se desprende de lo anterior que un mundo sin atmósfera no puede sustentar la vida (como la
conocemos) más allá del nivel bacterial, no porque la atmósfera misma sea indispensable para la vida,
sino porque son necesarias cantidades considerables de líquido libre en la superficie, para que haya
vida superior a la bacterial. Sin atmósfera, los volátiles deben estar en estado congelado y sólido, lo
cual es insuficiente para la vida.
Dicho esto, consideremos los cuerpos que se encuentran más allá de la órbita de Marte y que
tienen un diámetro de menos de . kilómetros.
Hay un número incontable de esos cuerpos, billones y más billones de granos de polvo, miles
de millones de cometas, decenas de miles de asteroides, y unas dos docenas de satélites pequeños.
Todo ello puede ser eliminado. Aunque una porción considerable de esos cuerpos, tal vez casi todos
los que pasen del tamaño de partículas de polvo, contienen materia volátil, ninguno tiene una
atmósfera permanente, o alguna probabilidad de contener líquido libre. Los cometas que se aproximan
al Sol tienen una atmósfera temporal durante el acercamiento, pero es muy dudoso que aun entonces
tengan líquido libre, y el tiempo en que tienen atmósfera es una fracción muy pequeña del total del
período de su órbita.
¿Qué puede decirse de objetos más allá de la órbita de Marte, con diámetros entre . y
. kilómetros?
Existen exactamente seis de esos cuerpos: los satélites lo, Europa, Ganímedes, Calisto, Titán y
Tritón. (Hasta  se creía que el planeta Plutón era el séptimo, pero informes más recientes lo hacen
aparecer como un cuerpo sorprendentemente pequeño.)
De esos seis cuerpos, los cuatro satélites, lo, Europa, Ganímedes y Calisto, giran en torno de
Júpiter y son los que están más cerca del Sol. Ninguno de ellos tiene algo más que vestigios de
atmósfera.
Io, el más cercano a Júpiter, debe haber quedado expuesto a un calor considerable en los
primeros días de la formación planetaria, cuando Júpiter mismo, al formarse, radió mucho calor. Sea
como fuere, a juzgar por su densidad, Io se asemeja mucho a nuestra Luna, y en su estructura incluye,
si acaso, muy poco material volátil.
Los satélites más alejados tienen densidades progresivamente menores y, por tanto, deben
contener más y más volátiles. Esos volátiles deben ser principalmente agua, junto con cantidades más
pequeñas de amoníaco y de sulfato de hidrógeno. El metano es un gas, aun en temperaturas tan bajas
como las cercanas a Júpiter, y sus moléculas son demasiado ligeras para ser retenidas por la fuerza de
gravitación de los satélites.
Europa, el segundo en tamaño de los satélites grandes, probablemente tiene una capa de hielo
de agua en su superficie. Ganímedes y Calisto, tercero y cuarto de los satélites grandes, poseen capas
mucho más gruesas de material volátil en torno de un núcleo rocoso. Esas capas tal vez tengan un
espesor hasta de centenares de kilómetros. En la superficie hay una capa de hielo de agua, pero debajo,
caldeada por el calor interno, posiblemente haya una capa de agua líquida. ¿Puede haberse
desarrollado vida en esos dos satélites, en una región de oscuridad eterna, apartada del resto del
Universo por una capa de hielo ininterrumpida, de muchos kilómetros de espesor? De momento no
podemos saberlo.
Si bien los satélites de Júpiter son los más cercanos de los seis cuerpos a que nos referimos,
Plutón se encuentra más allá de esos seis. Plutón está tan lejos del Sol, y su temperatura es tan baja,
que allí hasta el metano se congela. De hecho, las observaciones recientes de la luz que refleja, indican
que está cubierto de una capa de metano helado. Sería concebible que tuviese una tenue atmósfera de


hidrógeno, helio y neón, pero no hay aún indicio alguno de que la tenga. Sin embargo, aun en el caso
de que la tuviera, ello no contribuiría a que hubiese en su superficie ningún líquido libre, pues, a la
temperatura de Plutón, el hidrógeno, el neón y el helio son gases, y todo lo demás es sólido. Además,
en  se descubrió que Plutón no era un solo cuerpo, sino dos. Tiene un satélite llamado ahora
Caronte, y esos cuerpos, el planeta y su satélite, son más pequeños que nuestra Luna. Ninguno de los
dos puede sustentar vida.
El astro que sigue en distancia es Tritón, satélite de Neptuno. Es muy probable que se halle en
el mismo caso de Plutón, con una capa de metano sólido y una atmósfera muy tenue de hidrógeno,
neón y helio, pero hasta ahora tal cosa es sólo una suposición.
El mundo restante en esta escala de tamaños es Titán, el mayor satélite de Saturno. Se
encuentra más lejos del Sol y es más frío que los cuatro satélites de Júpiter, pero está más cerca del Sol
y es menos frío que Tritón, Caronte y Plutón.
La temperatura de Titán es de cerca de - °C,  °C más baja que la de los satélites de
Júpiter. En la temperatura de Titán, el metano es aún gaseoso, pero muy cerca del punto en que se
licua (-, °C), y sus moléculas se mueven muy lentamente. Esas moléculas podrían ser retenidas
por la fuerza de la gravitación de Titán, a pesar de que esa fuerza es de sólo dos tercios de la
intensidad de la de nuestra Luna.
Por tanto, es concebible que Titán tenga una atmósfera de metano. En , Gerard Kuiper
detectó esa atmósfera. Más aún, esa atmósfera es considerable, probablemente más densa que la de
Marte.
Titán es el único satélite en el sistema solar del que se sabe que tiene una verdadera atmósfera.
También es el cuerpo más pequeño que la tiene, y el único de cualquier tamaño que tenga una atmósfera
compuesta principalmente de metano.
El metano, con una molécula de un átomo de carbono y cuatro de hidrógeno, es el compuesto
orgánico más pequeño. Gracias a las propiedades peculiares del átomo de carbono y a la facilidad con
que se liga a otros átomos de carbono, es fácil que las moléculas de metano se combinen con otras más
grandes, que contengan dos átomos de carbono, o tres, o cuatro, con el número apropiado de átomos
de hidrógeno también adheridos. El Sol, aunque muy distante de Titán, le suministraría, no obstante,
suficiente energía para impulsar esas reacciones.
Así pues, es posible que la atmósfera de Titán tenga como constituyentes secundarios una
mezcla complicada de vapores de hidrocarburos complejos, y que esa mezcla sea la que haga que
Titán tenga un color marcadamente anaranjado cuando se le ve por medio del telescopio.
Mientras más complicada sea una molécula de hidrocarburo, más alta será la temperatura a
que se licue. Aunque pueden existir hidrocarburos complejos como vapores en la atmósfera, casi todos
estarán en forma líquida sobre su superficie. Puesto que el líquido para encendedor de cigarrillos
consiste en moléculas de hidrocarburo, con cinco o seis átomos de carbono, podríamos imaginar que
Titán tiene lagos y mares de líquido para encendedor, con moléculas disueltas mucho más
complicadas, e incluso formando sedimentos a lo largo de las orillas de esos lagos y mares.
En ese caso, Titán tendría líquido libre en abundancia, y también cuantiosos compuestos
orgánicos.
Esto representa el requisito mínimo para que haya vida, pero surge la grave duda de si los
hidrocarburos pueden sustituir al agua como líquido básico, con el cual sea posible construir el patrón
de vida.
El agua es un «líquido polar». Esto significa que sus moléculas son asimétricas, con
minúsculas cargas eléctricas en los extremos opuestos. Esas pequeñísimas cargas eléctricas producen
atracciones y repulsiones que son parte importante en los cambios químicos característicos de la vida.
Las moléculas de hidrocarburo, en cambio, son «líquidos no polares», con moléculas asimétricas y sin
minúsculas cargas eléctricas. ¿Pueden los líquidos no polares servir como medio adecuado para la
vida?
¿Puede cualquier líquido que no sea agua servir como medio para la vida? Los únicos líquidos
que tienen una probabilidad razonable de servir para tal cosa son los que se hallan en grandes
cantidades en el Universo en general, y que se conservan en estado líquido en temperaturas
planetarias. Además del agua y de los hidrocarburos, hay sólo otros dos candidatos: el amoníaco y el
sulfuro de hidrógeno. El amoníaco es un líquido polar, aunque no tanto como el agua, y el sulfuro de
hidrógeno es todavía menos polar.


Con suficiente ingenio podemos determinar la química que emplean esos líquidos como medio
para formar vida, pero todo eso no pasa de ser un ejercicio especulativo. No tenemos prueba alguna de
que el líquido común pueda sustituir al agua.
Hasta que tengamos esa prueba, o por lo menos un fragmento pequeñísimo de ella, debemos
continuar siendo cautos y atenernos al agua, exclusivamente, como medio que pueda sustentar la vida.
Por esa razón, aunque Titán nos ofrezca un mundo químico fascinador, si alguna vez nos es factible
estudiarlo con cierto detalle, no podemos confiar mucho en él como morada de vida.
Júpiter
En los fríos confines más allá de Marte, podría ocurrir que un mundo, al formarse, recogiera
suficiente materia helada (además de la roca y el metal que hubiese), para desarrollar un campo de
gravitación, con suficiente fuerza, que retuviese helio y neón. La masa añadida intensificaría el campo
de gravitación y tal vez haría posible que retuviese el hidrógeno, presente en mayores cantidades que
ninguna otra sustancia.
Cada pequeña cantidad de hidrógeno que se añada hace posible el reunir más hidrógeno, por
lo que se produce un efecto de bola de nieve que no tarda en vaciar de materia el espacio circunvecino
y en producir un planeta gigantesco, dejando atrás sólo material suficiente para pequeños cuerpos,
como satélites y asteroides.
Hay cuatro planetas en el sistema solar exterior, que fueron formados de esa manera: Júpiter,
Saturno, Urano y Neptuno.
De ellos, el más grande es Júpiter, con un diámetro de . kilómetros, o sea , veces
más que el de la Tierra. El más pequeño es Neptuno, con un diámetro de . kilómetros, o ,
veces mayor. Los volúmenes son de . veces más que el de la Tierra, en el caso de Júpiter, y de
veces más en el de Neptuno.
Teniendo en cuenta que esos gigantes exteriores están formados en su mayor parte de volátiles
poco densos, su densidad en general es considerablemente menor que la de la Tierra. El más denso de
los gigantes es Neptuno, cuyo promedio de densidad es de , veces la del agua. El menos denso es
Saturno, con una densidad promedio de , veces la del agua. (Saturno flotaría en el agua si hubiese
un océano suficientemente grande y si permaneciera intacto tras haber sido colocado ahí.) Compárese
tal cosa con la densidad media de la Tierra, que es de , veces la del agua.
Puesto que los gigantes exteriores tienen una densidad tan baja, su masa (la cantidad de
material que contienen, hablando en términos generales) es más baja de lo que podría creerse a juzgar
sólo por su tamaño. El de mayor masa es Júpiter, con  veces la de la Tierra; y el de menor es
Urano, con , veces la de la Tierra.
Bastan las consideraciones anteriores para que resulte evidente que las propiedades y la índole
de los gigantes exteriores son enormemente diferentes de las de la Tierra. ¿Es concebible la vida en
ellos?
El  de marzo de , la sonda Pioneer  fue lanzada hacia Júpiter. El  de diciembre de
 pasó por Júpiter a una distancia de sólo . kilómetros de su superficie.
Durante los cuatro días que el Pioneer  voló al lado de Júpiter, sus instrumentos recogieron
radiación, contaron partículas, midieron campos magnéticos, anotaron temperaturas, y analizaron la
luz solar que pasaba a través de la atmósfera de ese planeta.
Después que el Pioneer  pasó triunfalmente por Júpiter, una segunda sonda, el Pioneer ,
muy semejante a la primera, pasó por Júpiter a una distancia de . kilómetros de su superficie, el
 de diciembre de . Sobrevoló la región del polo norte de Júpiter, que no puede verse desde la
Tierra.
Ambas sondas transmitieron fotografías y otros informes útiles. Del examen de esos informes,
los astrónomos deducen que la roca y el metal forman una cantidad muy pequeña de la estructura total
de Júpiter. Al parecer, Júpiter consiste principalmente en hidrógeno, con una pequeña mezcla de helio
y vestigios (en comparación) de otros volátiles. Así como la Tierra es esencialmente una bola que gira,
hecha de roca y metal, Júpiter es una esfera hecha de hidrógeno líquido caliente. (Ordinariamente, el
hidrógeno líquido hierve a temperaturas extremadamente bajas, pero bajo las enormes presiones
dentro de Júpiter, al parecer alcanza temperaturas mucho más elevadas.)
La capa exterior de la bola líquida de Júpiter es fría, pero la temperatura se eleva rápidamente


con la profundidad. A  kilómetros debajo de la nube visible de la superficie, la temperatura es ya
de . °C.
En la capa fría superior del planeta hay agua, amoníaco, metano y otros volátiles, incluso
pequeñas porciones de hidrocarburos, con dos o tres átomos de carbono en la molécula.
Naturalmente, es probable que haya circulación en el líquido planetario de Júpiter, como la
hay en los océanos de la Tierra. Quizá existan vastas columnas del líquido de Júpiter que se hunden y
se calientan, en tanto que otras columnas, igualmente vastas, ascienden y se enfrían.
En este caso, resultan fascinantes los argumentos en pro de la vida. Indudablemente existe
agua en el fluido, aunque sea en cantidades pequeñas, en el inmenso Júpiter donde hasta un porcentaje
diminuto es una cantidad grande, en términos absolutos. Aun suponiendo que el agua esté bastante
superada por el hidrógeno, fácilmente podría haber más agua en Júpiter que en la Tierra.
Hay también metano y amoníaco, además de agua, y esas tres sustancias podrían combinarse
para formar la clase de moléculas orgánicas que asociamos con la vida. Se necesitaría energía para
forzar la combinación, pero si se considera el enorme calor interno de Júpiter, tal cosa no sería ningún
problema.
Podríamos simplemente imaginar células vivas y tal vez complicados animales multicelulares
que vivieran en el océano de Júpiter y que se conservaran a un nivel de temperatura cómoda, al nadar
hacia arriba en una columna descendente, o hacia abajo en una columna ascendente, o tal vez
cambiando de una a otra columna, según fuese necesario.
Realmente, no es difícil creer eso, y sería una vida tal como la que conocemos; empero, desde
luego, no podríamos estar seguros hasta que estuviéramos en condiciones de examinar el océano de
Júpiter.
Aunque todavía no hemos explorado ninguno de los otros gigantes exteriores como lo hemos
hecho con Júpiter (si bien varias sondas se encuentran ya en camino a Saturno, después de haber
pasado por Júpiter), parece no haber razón para dudar que lo que podría ser verdad en el caso de
Júpiter, podría también serlo en el de los otros gigantes.
Así pues, es posible que haya cuatro mundos en el sistema solar exterior, con vida mucho más
rica que la de la Tierra.
Empero, la vida de esos planetas exteriores sería oceánica, pues los planetas formados
principalmente de volátiles, con preponderancia de hidrógeno, deben ser exclusivamente líquidos. No
hay forma alguna de que podamos esperar continentes, ni siquiera islas.
Por tanto, las formas de vida en los planetas exteriores serían probablemente aerodinámicas,
para que pudieran moverse con rapidez en un medio más viscoso que el aire terrestre y, en
consecuencia, sería muy probable que esas formas de vida carecieran de órganos manipuladores.
Y aunque pudieran manipular el medio, ¿podrían perfeccionar el empleo de una forma
adecuada de energía inanimada, equivalente a nuestro fuego? (Indudablemente no hay oxígeno libre en
un planeta como Júpiter, pero sí hidrógeno libre, y los compuestos ricos en oxígeno podrían arder en
una atmósfera de hidrógeno.)
De una u otra manera, parece muy probable que si la vida se desarrolló en los planetas
gigantes y evolucionó hasta el punto de la inteligencia, sería la del delfín, más bien que la del ser
humano, una inteligencia que pudiera tal vez llevar a una mejor forma de vida, pero que no incluiría la
creación de una tecnología con base en herramientas cada vez mas complicadas y sutiles, con las
cuales el ser inteligente pudiera manipular directamente el medio, con más y más delicadeza.
Esto también sería cierto en la vida que surgiera, contra lo probable, en una capa de agua abajo
de la corteza superficial de Ganímedes o de Calisto.
En otras palabras, podría haber vida en Júpiter y en los otros planetas gigantes, incluso vida
inteligente, pero no parece probable que hubiese civilizaciones tecnológicas como nosotros las
concebimos.


 – LAS ESTRELLAS.
Subestrellas
Después de haber examinado el sistema solar con cierto detenimiento, parecería que aunque
puede haber vida en varios mundos, aparte de la Tierra, y hasta es concebible que haya vida
inteligente, no son muchas las probabilidades. Además, las probabilidades de que exista, o pueda
existir, una civilización tecnológica en alguna parte del sistema solar, salvo en la Tierra, son casi
nulas.
Sin embargo, el sistema solar dista mucho de ser todo el Universo. Busquemos en otra parte.
Podríamos imaginar la vida, en el espacio abierto, en forma de concentraciones de campos de
energía o como nubes animadas, de polvo y gas; pero no hay ningún indicio de que tal cosa sea
posible. Hasta que tengamos esa prueba (y naturalmente, la mente científica no rechaza esa
posibilidad), debemos suponer que la vida se encuentra únicamente asociada con mundos sólidos, a
temperaturas menores que las de las estrellas
Los únicos mundos templados y sólidos que conocemos son los cuerpos planetarios y
subplanetarios, que giran en torno de nuestro Sol; pero no podemos suponer que todos esos cuerpos en
el Universo, necesariamente están asociados con las estrellas ().
Puede haber nubes de polvo y de gas con masa considerablemente menor que la que dio
origen a nuestro sistema solar, y esas nubes pueden haber terminado por condensarse en cuerpos
mucho más pequeños que el Sol. Si esos cuerpos son suficientemente más pequeños que el Sol,
digamos con / de su masa, o menos, terminarían por no ser lo bastante grandes para encenderse y
convertirse en fuego nuclear. Las superficies de esos cuerpos permanecerían frías y se asemejarían a
los planetas por sus propiedades, salvo que seguirían movimientos independientes por el espacio y no
girarían en torno de una estrella.
Nuestra experiencia nos enseña que en toda clase de cuerpos astronómicos, su número
aumenta a medida que su tamaño disminuye. Hay más estrellas pequeñas que grandes, más planetas
pequeños que grandes, más satélites pequeños que grandes, etcétera. ¿Podríamos sostener, partiendo
de lo anterior, que esas subestrellas, demasiado pequeñas para encenderse, son mucho más numerosas
que cuerpos semejantes con masa suficiente para encenderse? Por lo menos un astrónomo importante,
el norteamericano Harlow Shapley (-), se ha pronunciado con firmeza por la probabilidad de
la existencia de tales cuerpos.
Naturalmente, como no brillan, permanecen ocultos y no nos damos cuenta de su existencia.
Pero si existen, podríamos razonar que hay en el espacio subestrellas en toda la gama de tamaños,
desde súper-Jupíteres hasta pequeños asteroides. También se puede suponer que a las más grandes
quizá les acompañen cuerpos considerablemente más pequeños, como los que giran en torno de Júpiter
y de los demás planetas gigantes, en nuestro propio sistema solar.
Pero la incógnita es ésta: ¿Existiría la vida en subestrellas de esa índole?
He indicado ya que los requisitos indispensables para la vida (como la conocemos) son,
primero, un líquido libre, preferiblemente agua, y segundo, compuestos orgánicos. Un tercer requisito,
que ordinariamente damos por supuesto y que debe añadirse, es la energía. Se necesita energía para
formar compuestos orgánicos de las pequeñas moléculas que haya al principio, moléculas pequeñas
como las de agua, amoníaco y metano.
¿De dónde procedería la energía en esas subestrellas?
En la condensación de una nube de polvo y gas, hasta formar un cuerpo de cualquier tamaño,
el movimiento interno de los componentes de la nube representa energía cinética obtenida del campo
gravitacional. Cuando el movimiento se detiene, por colisión y fusión, la energía se transforma en
calor. Así pues, el centro de todo cuerpo es caliente. Por ejemplo, se cree que la temperatura en el
centro de la Tierra es de . °C.
Mientras más grande sea el cuerpo y más intenso el campo de gravitación que lo formó,
mayores serán la energía cinética, el calor y la temperatura interna. Así, se calcula que la temperatura
 Casi resulta innecesario decir que nuestro Sol es una estrella, y que parece diferente del resto, sólo porque está
muchísimo más cerca de nosotros.


en el centro de Júpiter es de . °C.
Podría esperarse que ese calor interno fuese un fenómeno temporal, y que un planeta se
enfriaría lentamente, pero en forma constante. Así sería si no hubiese un suministro interno de energía
que sustituyera al calor disipado en el espacio.
Por ejemplo, en el caso de la Tierra el calor interno se disipa con mucha lentitud, gracias al excelente
efecto aislante de las capas exteriores de roca. Al mismo tiempo, esas capas exteriores contienen
pequeñas cantidades de elementos radiactivos, como uranio y torio, los cuales, en su
desintegración radiactiva, liberan calor en cantidades suficientes para reemplazar al que se pierde.
Como resultado, la Tierra no se enfría perceptiblemente, y aunque ha existido como cuerpo sólido
durante . millones de años, su calor interno se conserva.
En el caso de Júpiter parece haber algunas reacciones nucleares en el centro, algunos débiles
rasgos de conducta estelar, de suerte que Júpiter radia hacia el espacio tres veces más calor que el que
recibe del Sol.
Ese calor interno, de larga duración, sería más que suficiente para sustentar la vida, si los seres
vivos pudieran aprovecharlo.
Podemos especular imaginando vida dentro del cuerpo de un planeta, donde pozos cercanos de
calor podrían haber servido como fuente de energía para formarla y conservarla. Empero, no hay prueba
de que la vida pueda existir en ninguna parte, salvo en la superficie o cerca de la superficie de un
mundo, y mientras no dispongamos de una prueba en contra, debemos considerar únicamente las superficies.
Entonces, supongamos una subestrella con masa no mayor que la de la Tierra; o bien un
cuerpo que gira en torno de una subestrella con una masa algo mayor que la de Júpiter, pero que no
emite ninguna luz visible.
Ese cuerpo semejante a la Tierra, ya sea que estuviese libre en el espacio o que girara en torno
de una subestrella, tendería a ser un mundo como Ganímedes o Calisto. Tendría calor interno, pero
gracias al efecto aislante de las capas exteriores, muy poco de ese calor se filtraría hacia la superficie;
no más de lo que el calor interno de la Tierra rezume hacia afuera y derrite la nieve de las regiones
polares, mitigando la frialdad de las temperaturas terrestres.
Indudablemente hay en la Tierra filtraciones locales de considerable magnitud, que producen
manantiales termales, géiseres y hasta volcanes. Es factible imaginar tales cosas también en
subestrellas del tamaño de la Tierra. Además, podría haber energía derivada de los rayos de las
tormentas. No obstante, es dudoso que esas fuentes esporádicas de energía cumplieran las condiciones
para formar y conservar la vida. Asimismo, es preciso considerar que un mundo sin una importante
fuente de luz procedente de una estrella vecina, tal vez no se preste al desarrollo de una inteligencia y
civilización, tema este que trataré posteriormente.
La subestrella del tamaño de la Tierra tendría un porcentaje mucho mayor de sustancias
volátiles que la Tierra misma, puesto que no habría habido una estrella caliente cercana que elevara la
temperatura del espacio circundante, lo que imposibilitaría la aglomeración de volátiles. Por tanto, de
nuevo, como en el caso de Ganímedes y Calisto, podríamos imaginar un océano que cubriera todo ese
mundo, probablemente de agua, conservado en estado líquido por el calor interno, pero cubierto por
una gruesa costra de hielo.
Las subestrellas más pequeñas que la Tierra tendrían menos calor interno y sería más probable
que fuesen heladas, con menos fuentes esporádicas de energía apreciable y con océanos internos más
pequeños, o sin ellos.
Si existiese un cuerpo lo suficientemente pequeño para atraer muy poca o ninguna materia
volátil, a las temperaturas bajas que existirían a falta de una estrella cercana, ese cuerpo sería un
asteroide de roca o metal, o de ambos.
¿Qué podría decirse de subestrellas mayores que la Tierra y, por tanto, con depósitos más
grandes y más intensos de calor interno? Un cuerpo así tendría que ser semejante a Júpiter. Una
subestrella grande, indudablemente estaría formada en su mayor parte de materia volátil, sobre todo de
hidrógeno y helio; y el intenso calor interno haría que el planeta fuese enteramente líquido.
El calor puede circular, por convección, con mucha mayor libertad a través de un líquido, que
a través de sólidos por conducción lenta. Podemos esperar de tales subestrellas grandes, mucho calor
en la superficie o cerca de la misma, y ese calor podrá seguir siendo abundante durante miles de
millones de años. Sin embargo, lo más que podemos esperar en una subestrella grande es vida


inteligente semejante a la del delfín, pero no una civilización tecnológica.
En resumen, la formación de subestrellas se asemejaría más bien a la formación de cuerpos en
el sistema solar exterior, y no podemos esperar más de las primeras que de los últimos.
Para que haya una civilización tecnológica, necesitamos un planeta sólido, con océanos y
tierra firme, de suerte que la vida, como la conocemos, pueda desarrollarse en los primeros y surgir en
la última. Para formar un mundo así, necesita haber una estrella cercana que suministre el calor que
haga desaparecer casi toda la materia volátil, pero no toda. La estrella cercana también suministraría la
energía necesaria para la formación y conservación de la vida en forma copiosa y constante.
En ese caso, debemos concentrar nuestra atención en las estrellas. Al menos, las podemos ver.
Sabemos que existen, y no necesitamos suponer simplemente la posibilidad de su existencia, como en
el caso de las subestrellas.
La Vía Láctea
Si volvemos la vista a las estrellas y las consideramos como fuentes de energía, en cuyas
cercanías podemos encontrar vida, posiblemente inteligencia y hasta civilizaciones tecnológicas,
nuestra primera impresión tal vez sea alentadora, pues parece haber muchísimas estrellas. Por tanto, si
no encontramos vida relacionada con una de ellas, quizá la encontremos conectada con otra.
En efecto, las estrellas pueden haber parecido innumerables a los primeros y más ingenuos
observadores del firmamento. Así, de acuerdo con el relato bíblico, cuando el Señor quiso asegurar al
patriarca Abraham que a pesar de que no tenía hijos sería el precursor de muchos, lo expresó de esta
manera:
«Mira ahora los cielos y cuenta las estrellas, si es que las puedes contar. Y le dijo: Así será tu
descendencia.»
Ahora bien, si Dios prometió a Abraham que a la postre tendría tantos descendientes como
estrellas pudiera ver en el cielo, no le prometió tanto como sería de suponer.
Las estrellas han sido contadas por generaciones posteriores de astrónomos menos
impresionados por aquello de lo innumerable. Resulta que las estrellas que pueden verse a simple vista
(suponiendo una visión excelente), llegan a un total de unas ..
Por supuesto, en cualquier momento la mitad de las estrellas están abajo del horizonte, y otras,
aunque arriba del mismo, se encuentran tan cerca de él que se borran a causa de la absorción de la luz
por el gran espesor del aire, no importa cuan claro esté. Así se explica que en una noche sin nubes y
sin Luna, lejos de la iluminación producida por el hombre, ni una sola persona, por muy excelente que
sea su vista, puede ver más de unas . estrellas.
Se ignora si en los días en que los filósofos suponían que todos los mundos estaban habitados,
cuando se hacían afirmaciones generales en ese sentido, alguno de ellos comprendía realmente qué
eran las estrellas.
Posiblemente, la primera declaración clara del concepto moderno la hizo Nicolás de Cusa
(-), cardenal de la Iglesia, quien sustentaba ideas particularmente audaces para su tiempo.
Creía que el espacio era infinito y que el Universo no tenía centro. Pensaba que todo se movía, incluso
la Tierra. También creía que las estrellas eran soles distantes, rodeados de planetas, como el Sol, y que
esos planetas estaban habitados.
Todo ello resulta interesante, pero los del mundo contemporáneo somos menos optimistas en
lo concerniente a la habitabilidad, y no podemos aceptar a la ligera el concepto de que hay vida en
todas partes. Sabemos que hay mundos muertos y también que hay otros mundos, los cuales, aunque
posiblemente no lo estén, no es probable que sustenten otra vida que las sencillas formas bacteriales.
¿Por qué no puede haber estrellas en torno de las cuales giren únicamente mundos muertos, o no giren
mundos?
Si resulta que la habitabilidad se aplica únicamente a una pequeña porción de estrellas (como
la vida parece atribuirse sólo a una limitada porción de los mundos del sistema solar), entonces se
vuelve importante determinar si hay estrellas distintas de las que podemos ver, y si las hay, cuántas
son. Después de todo, mientras mayor sea el número de estrellas, mayor será la probabilidad de que
existan numerosas formas de vida en el espacio, aunque sea muy improbable que haya vida en torno a
determinada estrella.
Naturalmente, la suposición lógica sería que existen sólo las estrellas visibles. Por supuesto,


algunas de éstas parecen tan débiles que aun con ojos excelentes apenas se les puede distinguir. ¿No
sería normal suponer que hay algunas sumamente débiles y que ni los mejores ojos las pueden
localizar?
Parece que esto lo pensaron muy pocos. Quizá había un sentimiento no expresado de que Dios
no crearía algo que fuese demasiado débil para poder ser visto, pues un objeto así no tendría ningún
sentido. Suponer que todo lo que había en el firmamento se hallaba allí únicamente porque afectaba a
los seres humanos (base de las creencias astrológicas) equivalía a rechazar la existencia de cuerpos
invisibles.
El matemático inglés Thomas Digges (-) sustentó opiniones semejantes a las de
Nicolás de Cusa, y en  sostuvo no sólo que el espacio era infinito, sino que había en todo él un
número incontable de estrellas, esparcidas regularmente. El filósofo italiano Giordano Bruno (-
) también sostuvo los mismos puntos de vista, pero en forma tan poco diplomática y contenciosa
que finalmente fue quemado en la hoguera, en Roma, por sus herejías.
Con todo, la controversia en torno a este asunto llegó a su fin en , gracias a Galileo y su
telescopio. Cuando Galileo apuntó su telescopio al firmamento, descubrió inmediatamente que con su
instrumento veía más estrellas. Dondequiera que miraba encontraba estrellas que no podían ser vistas
de otra manera.
Sin telescopio se veían seis estrellas en el pequeño grupo llamado las Pléyades. Se contaban
leyendas de una séptima estrella que se había desvanecido y vuelto invisible. Galileo no sólo vio esa
séptima estrella fácilmente al mirar a través del telescopio, sino otras treinta más.
Más importante aún fue lo que ocurrió cuando examinó con su telescopio la Vía Láctea.
La Vía Láctea es una leve niebla luminosa, que parece formar una franja en torno del cielo. En
algunos antiguos mitos se la representaba como puente que conectaba el cielo y la Tierra. Para los
griegos era a veces un chorro de leche del divino seno de la diosa Hera. Una forma más materialista de
entender la Vía Láctea, antes de la invención del telescopio, era imaginarla como una faja de materia
estelar informe.
Pero cuando Galileo contempló la Vía Láctea, vio que se componía de innumerables estrellas
muy tenues. Por primera vez entró en la conciencia de los seres humanos el concepto verdadero de lo
numerosas que realmente eran las estrellas. Si Dios le hubiese otorgado a Abraham una visión
telescópica, sin duda habría sido formidable la seguridad que le dio de que sus descendientes serían
innumerables.
La existencia misma de la Vía Láctea iba en contra de la idea de Digges, de un número
ilimitado de estrellas esparcidas regularmente en un espacio infinito. De ser así, el telescopio habría
revelado aproximadamente un número igual de estrellas en cualquier dirección. Pero era evidente que
las estrellas no estaban esparcidas en número igual en todas direcciones, sino que formaban un
conglomerado con una forma definida.
El primero en sostener tal creencia fue el científico británico Thomas Wright (-). En
 sugirió que el sistema de estrellas tal vez tuviese forma semejante a la de una moneda, con el
sistema solar cerca de su centro. Si mirábamos hacia los bordes planos de cada lado veíamos
relativamente pocas estrellas antes de llegar a la orilla, más allá de la cual no había ninguna. Si por
otra parte, mirábamos hacia el largo eje de la moneda, en cualquier dirección, el borde era tan lejano
que numerosísimas estrellas, muy distantes, se fundían en una vaga lechosidad.
Por tanto, la Vía Láctea era resultado de la visión a lo largo del eje del sistema estelar. En
todas las demás direcciones, la orilla del sistema estelar era comparativamente cercana.
A todo el sistema estelar se le puede llamar Vía Láctea, pero normalmente se vuelve a la frase
griega que la designaba, o sea galaxias kyklos (círculo lechoso). Por eso llamamos Galaxia a todo el
sistema estelar.


La Galaxia
La forma de la Galaxia podría determinarse con más exactitud si se pudiera contar el número
de estrellas visibles en diferentes partes del firmamento, y después se calculara la forma derivada de
esos números. En , William Herschel emprendió esa, tarea.
Contar las estrellas en todo el firmamento no era, por supuesto, una labor práctica, pero
Herschel comprendió que bastaría con un muestreo del cielo. Escogió  regiones muy esparcidas y
contó las estrellas de cada región, visibles en su telescopio. Encontró que el número de estrellas por
unidad de área de firmamento aumentaba constantemente al aproximarse a la Vía Láctea, alcanzaba el
máximo en el plano de ésta, y se reducía al mínimo en dirección perpendicular a ese plano.
Por el número de estrellas que podía ver en diversas direcciones, Herschel se sintió justificado
al hacer un cálculo aproximado del total de estrellas de la Galaxia. Decidió que había  millones,
. veces más de las que podían verse a simple vista. Además, decidió que la Galaxia era cinco
veces más extensa en su diámetro largo que en su diámetro corto.
Sugirió que el diámetro largo de la Galaxia era de  veces la distancia entre el Sol y la
brillante estrella Sirio. En ese tiempo se desconocía cuál era esa distancia, pero ahora sabemos que es
de , años luz, siendo un año luz la distancia que recorre la luz en un año ().
Así pues, el cálculo de Herschel fue que la Galaxia tenía forma semejante a una piedra de
amolar y que medía unos . años luz en su diámetro largo y . en el corto. Puesto que la Vía
Láctea parecía más o menos igualmente brillante en todas direcciones, se supuso que el Sol se hallaba
en el centro de la Galaxia o cerca del mismo.
Más de un siglo después, la tarea la reemprendió el astrónomo holandés Jacobus Cornelius
Kapteyn (-). Tenía a su disposición la técnica de la fotografía, lo que facilitaba el trabajo.
También él concluyó que la Galaxia tenía forma de piedra de amolar, con el Sol cerca de su centro.
Sin embargo, su cálculo del tamaño de la Galaxia era superior al de Herschel.
En  calculó que el diámetro largo de la Galaxia era de . años luz y el corto de
.. Ya en  había elevado esas dimensiones a . y ., respectivamente. Las
 Puesto que la luz viaja a razón de . kilómetros por segundo, un año luz equivale a ....
kilómetros. Por tanto, la distancia a Sirio es de  billones de kilómetros. Es más sencillo emplear años luz.


dimensiones definitivas de Kapteyn correspondían a una Galaxia con un volumen  veces mayor
que el de Herschel.
Cuando Kapteyn no había terminado aún su examen de la Galaxia, se introdujo un concepto
totalmente nuevo en el pensamiento astronómico.
Se reconoció que la Vía Láctea estaba llena de nubes de polvo y gas (como la que había
servido de origen a nuestro sistema solar y tal vez a otros sistemas), y que esas nubes impedían la
visión. Por este motivo podíamos ver sólo nuestros propios alrededores de la Galaxia, y en ese sentido
nos encontrábamos en el centro. Sin embargo, más allá de las nubes podría haber vastas regiones de
estrellas que no nos era posible ver.
En efecto, al perfeccionarse nuevos métodos para calcular la distancia de los enjambres de
estrellas, se vio que el Sol no estaba en el centro de la Galaxia ni cerca de él, sino muy a la orilla. El
primero en demostrar tal cosa fue Harlow Shapley, quien en  presentó pruebas que llevaron a la
conclusión de que el centro de la Galaxia se hallaba muy distante, en dirección de la constelación de
Sagitario, donde la Vía Láctea es especialmente tupida y luminosa. Sin embargo, el centro estaba
oculto por nubes de polvo, lo mismo que las regiones del otro lado.
Durante toda la década de  la sugerencia de Shapley fue investigada y confirmada, y ya
en  las dimensiones de la Galaxia habían sido por fin determinadas, gracias a la labor del
astrónomo suizo-norteamericano Robert Julius Trumpler (-).
La Galaxia tiene una forma más semejante a una lente que a una piedra de amolar. Esto
significa que es más gruesa en el centro y más delgada hacia las orillas. Tiene un diámetro de .
años luz, y el Sol se encuentra a unos . años luz de su centro, o aproximadamente a la mitad
entre el centro y la orilla.
El espesor de la Galaxia es de unos . años luz en el centro y de unos . en la posición
del Sol. Este se halla aproximadamente a la mitad entre el borde superior y el inferior de la Galaxia,
razón por la cual la Vía Láctea parece dividir el firmamento en dos partes iguales.
La Galaxia, como ahora se la conoce, tiene cuatro veces el volumen del cálculo más grande de
Kapteyn.
En cierto modo, la Galaxia se asemeja a un enorme sistema solar. En el centro, desempeñando
el papel del Sol, está un «núcleo galáctico» esférico, con diámetro de . años luz. Esto constituye
sólo una pequeña porción del volumen total de la Galaxia, pero contiene casi todas las estrellas. En
torno de él hay un gran número de estrellas que siguen órbitas en torno del núcleo galáctico, del
mismo modo como los planetas las siguen alrededor del Sol.
El astrónomo holandés Jan Henrick Oort (n. ) pudo demostrar, en , que el Sol se
movía en órbita más bien circular en torno del núcleo galáctico, a unos  kilómetros por segundo.
Esta velocidad es aproximadamente , veces mayor que la de la Tierra en torno del Sol. Este y todo
el sistema solar giran alrededor del núcleo galáctico una vez cada  millones de años, por lo que en
el transcurso de su vida el Sol ha completado, hasta ahora, tal vez veinticinco circuitos en torno del núcleo
galáctico.
De la velocidad del progreso del Sol en torno del núcleo galáctico es posible calcular la
atracción gravitacional que se ejerce sobre él. De eso y de la distancia entre el Sol y el centro galáctico
es posible calcular la masa del núcleo galáctico y, aproximadamente, de toda la Galaxia.
La masa de la Galaxia indudablemente es más de . millones de veces la de nuestro Sol,
y, según algunos cálculos, llega hasta a . millones de veces.
Podríamos, en forma completamente arbitraria, sólo para disponer de un número concreto,
señalar un punto entre los extremos y decir (siempre con sujeción a modificaciones, al obtener pruebas
mejores y más precisas) que la masa de la Galaxia es . millones de veces la masa del Sol.
La masa de la Galaxia se distribuye en tres clases de objetos, que son: ) estrellas; ) cuerpos
planetarios no luminosos, y ) nubes de polvo y gas.
Aunque los cuerpos planetarios no luminosos son presumiblemente más numerosos que las
estrellas, cada uno de ellos es tan pequeño en relación con las estrellas que, en comparación, la masa
total planetaria debe ser minúscula. Además, aunque las nubes de polvo y gas ocupan volúmenes
enormes, están tan enrarecidas, que la masa total de nubes debe ser comparativamente pequeña.
Podemos estar seguros de que casi toda la masa de la Galaxia la forman estrellas. Aunque
nuestro propio sistema solar, por ejemplo, contiene sólo un Sol e innumerables planetas, satélites,
asteroides, cometas, meteoritos y partículas de polvo que giran en torno de él, ese Sol único contiene


aproximadamente el , por ciento de la masa total del sistema solar.
Las estrellas de la Galaxia tal vez no alcancen un porcentaje tan abrumador de la masa total,
pero no es aventurado suponer que constituyen el  por ciento de la masa de la Galaxia. En ese caso,
la masa de las estrellas de la Galaxia equivale a . millones de veces la del Sol.
¿Puede ser convertida esa masa de estrellas en número de estrellas?
Eso depende de lo representativa que sea la masa del Sol respecto a la masa general de las
estrellas.
El Sol es un cuerpo enorme en comparación con la Tierra, o incluso en comparación con
Júpiter. Su diámetro es de .. kilómetros, o  veces el de la Tierra. Su masa es de  millones
de billones de billones de kilogramos, o . veces la de la Tierra. Sin embargo, no es notable en
comparación con otras estrellas.
Hay estrellas que tienen hasta  veces la masa del Sol y brillan mil millones de veces más.
Hay otras estrellas que tienen sólo / de la masa del Sol (y, por tanto, sólo  veces la masa de
Júpiter) y que parpadean con una luz de sólo una milmillonésima de la intensidad de la luz del Sol.
En términos generales debemos concluir que el Sol es una estrella mediana, igualmente
distante de los límites del tamaño y el brillo gigantescos, en un extremo de la escala, y el tamaño
pigmeo y la luminosidad leve, en el otro extremo.
Si las estrellas estuviesen igualmente distribuidas a lo largo de la escala de masa, y si el Sol
fuese verdaderamente mediano, supondríamos que hay en la Galaxia . millones de estrellas.
Ocurre, sin embargo, que las estrellas pequeñas son más numerosas que las grandes, por lo
que es justo calcular que la estrella promedio tiene la mitad del tamaño del Sol en cuanto a masa. (Hay
estrellas pequeñas en las cuales la materia está muy comprimida y que son muy densas, pero su masa
no es inusitadamente grande, y no afectan el promedio.)
Entonces, si la masa total de las estrellas en la Galaxia es . millones de veces la masa
del Sol, y la estrella media tiene , veces la masa de éste, de aquí se desprende que hay unos .
millones de estrellas en la Galaxia. Esto significa que por cada estrella visible en el firmamento, cada
una de las cuales pertenece a la Galaxia, hay  millones de otras estrellas en la misma Galaxia que no
podemos ver a simple vista.
Las otras Galaxias
¿Hemos llegado ya al fin? ¿Son . millones de estrellas, todas las que hay en el
Universo? Para preguntarlo de otra manera, ¿es la Galaxia lo único que hay?
Supongamos que consideramos dos manchas de luminosidad en el firmamento, que parecen
regiones aisladas de la Vía Láctea, y que están tan al sur en el cielo que son invisibles desde la zona
templada boreal. Esas manchas fueron descritas por primera vez, en , por el cronista que
acompañó a Magallanes en su viaje de circunnavegación del globo, razón por la cual recibieron el
nombre de Gran Nube de Magallanes y Pequeña Nube de Magallanes.
No fueron estudiadas detalladamente hasta que John Herschel las contempló desde el
observatorio astronómico del Cabo de Buena Esperanza, en  (la expedición que provocó el
Engaño lunar). Lo mismo que la Vía Láctea, las Nubes de Magallanes resultaron ser conjuntos de
enormes cantidades de estrellas, muy débiles sólo a causa de su distancia.
En la primera década del siglo xx, la astrónoma norteamericana Henrietta Swan Leavitt (-
) estudió ciertas estrellas variables en las Nubes de Magallanes. Ya en , el empleo de esas
estrellas variables (llamadas Cefeidas variables, porque la primera que se descubrió estaba en la
constelación de Cefeo) permitió medir vastas distancias que no podían ser calculadas de otras
maneras.
La Gran Nube de Magallanes resultó estar a . años luz, y la Pequeña Nube, a ..
Ambas se encuentran en la periferia de la Galaxia. Cada una de esas nubes es una galaxia por su
propio derecho.
Sin embargo, no son grandes. La Gran Nube de Magallanes tal vez incluya unos .
millones de estrellas, y la Pequeña Nube sólo alrededor de . millones. Nuestra Galaxia (a la que
podemos llamar Galaxia de la Vía Láctea, para distinguirla de las otras) es  veces mayor que las dos
Nubes de Magallanes juntas. Podríamos considerar las Nubes de Magallanes como galaxias satélites
de la Vía Láctea.


¿Es eso todo, entonces?
Se despertó cierta sospecha acerca de una leve y confusa mancha de materia nublada en la
constelación de Andrómeda: una mancha de luz débil, llamada Nebulosa de Andrómeda. Ni con los
mejores telescopios se le podía separar en una conglomeración de estrellas difusas. Por tanto, se llegó
a la conclusión natural de que era una nube incandescente de polvo y gas.
Por supuesto, se conocían ya esas nubes luminosas, pero no brillaban por sí mismas, sino
porque había estrellas en ellas. En la Nebulosa de Andrómeda no se podían ver estrellas. Sin embargo,
cuando se analizó la luz de otras nubes luminosas resultó ser completamente diferente de la luz estelar,
en tanto que la de la Nebulosa de Andrómeda era exactamente como la luz estelar.
Así pues, quedaba la alternativa de que la Nebulosa de Andrómeda fuese un conglomerado de
estrellas, aún más distante que las Nubes de Magallanes, por lo que no podían distinguirse sus estrellas
individuales.
Cuando Thomas Wright sugirió por primera vez en  que las estrellas visibles se hallaban
reunidas en un disco plano, teorizó también que podría haber otros discos planos de estrellas, a
grandes distancias de las nuestras. Esa idea la aceptó en  el filósofo alemán Immanuel Kant
(-). Kant habló de «universos islas».
Esa idea no prosperó. De hecho, cuando Laplace creó su concepto de que el sistema solar se
había formado de una nube giratoria de polvo y gas, citó la Nebulosa de Andrómeda como ejemplo de
nube que giraba lentamente y se contraía para formar un sol y sus planetas. Fue ésa la razón por la que
la teoría de Laplace recibió el nombre de hipótesis nebular.
Empero, en los comienzos del siglo xx adquirió fuerza el concepto de Wright y Kant. Una que
otra vez aparecían estrellas en la Nebulosa de Andrómeda, que claramente eran «novas», es decir,
estrellas que se abrillantaban de repente varias magnitudes y después volvían a ser tenues. Parecía
como si en la Nebulosa de Andrómeda hubiese estrellas ordinariamente demasiado débiles para poder
ser vistas en ninguna circunstancia, a causa de su gran distancia, pero que al brillar brevemente, con
violencia explosiva, se volvían lo suficientemente intensas para poder ser distinguidas.
De vez en cuando, hay novas semejantes entre las estrellas de nuestra propia Galaxia y al
comparar su luminosidad con la de las novas muy débiles de la Nebulosa de Andrómeda, puede
calcularse aproximadamente la distancia a que se encuentra esa nebulosa.
En , esa cuestión quedó resuelta. Se había instalado sobre el Monte Wilson, al noreste de
Pasadena (California), un telescopio nuevo, con un espejo de  centímetros. Era el más grande y
mejor telescopio, hasta entonces. El astrónomo norteamericano Edwin Powell Hubble (-),
valiéndose de ese telescopio pudo por fin determinar los contornos de la Nebulosa de Andrómeda, en
masas de estrellas muy vagas.
Desde entonces se le llama «Galaxia de Andrómeda».
Siguiendo los mejores métodos modernos de determinación de distancias, parece que la
Galaxia de Andrómeda está a .. años luz, once veces más lejana que las Nubes de Magallanes.
Con razón había sido tan difícil distinguir sus estrellas.
Pero la Galaxia de Andrómeda no es enana. Posiblemente sea dos veces más grande que la de
la Vía Láctea y tal vez contenga hasta . millones de estrellas.
La Galaxia de la Vía Láctea, la de Andrómeda y las dos Nubes de Magallanes están unidas por
la gravitación. Forman un «racimo galáctico» llamado Grupo Local, y no son los únicos miembros de
ese grupo que, en total, tiene unos veinte componentes. Uno de ellos, Maffei I, a .. años luz,
es aproximadamente tan grande como la Vía Láctea. Los restantes son pequeñas galaxias, un par de
ellas con menos de un millón de estrellas cada una.
Quizá haya hasta , billones de estrellas en el Grupo Local, pero tampoco es ése el total
absoluto.
Más allá del Grupo Local hay otras galaxias, unas separadas, otras en pequeños grupos y
algunas en gigantescos racimos de miles. Los telescopios modernos pueden detectar hasta mil millones
de galaxias, que se extienden a distancias de mil millones de años luz.
Pero eso no es todo. Hay motivos para creer que con instrumentos suficientemente buenos, podríamos
hacer observaciones que llegaran a distancias hasta de . millones de años luz, antes de
alcanzar el límite absoluto, más allá del cual toda observación es imposible. Por tanto, puede ser que
haya . millones de galaxias en el Universo observable.
Así como el Sol es una estrella mediana, la Galaxia de la Vía Láctea es de tamaño intermedio.


Hay galaxias con masas  veces mayores que la de ésta, y pequeñas galaxias con sólo un
cienmilésimo de la masa de la Vía Láctea.
Además, los cuerpos pequeños de cualquier clase sobrepasan en número a los grandes, y
podríamos calcular, aproximadamente, que en promedio cada galaxia tiene unos . millones de
estrellas, por lo que la galaxia media es del tamaño de la Gran Nube de Magallanes.
Eso significaría que en el Universo observable hay hasta ....... (mil
trillones) de estrellas.
Basta considerar lo anterior para que parezca casi seguro que existe la vida extraterrestre. Después
de todo, la existencia de esa inteligencia no es asunto en el que la probabilidad equivalga a cero,
puesto que nosotros existimos. Y aun si esa probabilidad es casi de cero, considerando la misma en el
caso de cada una de los mil trillones de estrellas, resulta casi seguro que en algún lugar, entre esas
estrellas, exista inteligencia y hasta civilizaciones tecnológicas.
Si, por ejemplo, hubiese una sola probabilidad entre mil millones de que cerca de determinada
estrella existiera una civilización tecnológica, tal cosa significaría que en el Universo, en general,
podría existir un billón de civilizaciones de esa índole.
Continuemos, sin embargo, y veamos si hay alguna forma en que podamos poner números a
los cálculos, o al menos los mejores números que sea posible.
Al hacer tal cosa, concentrémonos en nuestra propia Galaxia. Si hay civilizaciones
extraterrestres en el Universo, las de nuestra Galaxia son las que más deben interesarnos, pues estarían
mucho más próximas a nosotros que las demás. Y cualesquier cifras a que lleguemos, que sean de
interés en lo concerniente a nuestra propia Galaxia, siempre podrán ser convertidas fácilmente en
números significativos respecto a las otras galaxias
Si comenzamos con un número que se refiera a nuestra Galaxia y lo dividimos entre ,
obtendremos un número análogo que corresponda a la galaxia media. Si empezamos con un número
que se refiera a nuestra Galaxia y lo multiplicamos por , miles de millones, obtendremos el número
análogo correspondiente a todo el Universo.
Comenzamos, pues, con un número que ya hemos mencionado:
. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia: Trescientos mil millones.


 – SISTEMAS PLANETARIOS.
Hipótesis nebular
La sola existencia de las estrellas, en cualquier número, por inmenso que sea, no garantiza la
presencia de civilizaciones, o de vida, si sólo existen estrellas. Estas suministran la energía necesaria,
pero la vida debe desarrollarse a una temperatura compatible con el contenido de compuestos orgánicos
complejos, que son la base de la vida.
Esto significa que debe existir algún planeta cerca de la estrella. En ese planeta, calentado y
provisto de energía por la estrella, es concebible que exista vida.
Por tanto, no debemos considerar estrellas, sino sistemas planetarios, de los cuales nuestro
propio sistema solar es el único ejemplo que conocemos definitivamente y en detalle.
Por desgracia, no podemos observar las cercanías de ninguna estrella, salvo las de nuestro
propio Sol, con la suficiente minuciosidad para poder descubrir directamente la presencia de planetas
que giren en torno de esa estrella ().
¿Nos detiene esto desde el comienzo e impide que lleguemos a más conclusiones acerca de la
existencia de inteligencia extraterrestre?
No necesariamente. Si llegamos a determinar cómo llegó a configurarse nuestro propio
sistema solar, podríamos sacar conclusiones respecto a la probabilidad de la formación de otros
sistemas planetarios.
Por ejemplo, la primera teoría de la formación del sistema solar, que muchos astrónomos
encontraron atractiva, fue la hipótesis nebular de Laplace, que antes mencioné. (En realidad, algo
semejante había expuesto Kant en , medio siglo antes que Laplace.)
Si el Sol se formó de la condensación de una nube giratoria de polvo y gas (podemos ver
muchas otras nubes semejantes en nuestra Galaxia, y algunas también en otras galaxias), es razonable
suponer que otras estrellas se formaron de la misma manera.
Puesto que nuestro Sol, al condensarse, podría representarse girando más y más aprisa y
perdiendo anillos de materia de su región ecuatorial, con los cuales se formaron los planetas, en otras
estrellas semejantes pudo ocurrir lo mismo.
En ese caso, toda estrella tendría su propio sistema planetario.
Sin embargo, no podemos llegar a esa conclusión sobre la base de la hipótesis nebular, a
menos que la teoría de la formación planetaria pudiera resistir la prueba de un examen detallado, cosa
improbable.
En , Maxwell (quien posteriormente fue el exponente de la teoría cinética de los gases) se
interesó en comprender la constitución de los anillos de Saturno. Demostró que si éstos eran
estructuras sólidas (como en el telescopio parecían serlo), se desintegrarían bajo el influjo de la
atracción gravitacional de Saturno. Por tanto, deberían consistir en una gran mezcla de partículas
relativamente pequeñas, tan poco separadas entre sí, que aparentemente parecerían sólidas al ser vistas
desde una gran distancia.
El análisis matemático de Maxwell fue aplicable al anillo de polvo y gas que se suponía que
había arrojado la nebulosa al contraerse, cuando se condensaba hasta convertirse en el Sol. Resultó
que de ser correctos los cálculos matemáticos de Maxwell, era difícil ver cómo un anillo así podía
condensarse y convertirse en planeta. En el mejor de los casos formaría una faja de asteroides.
Surgieron objeciones aún más graves al considerar el momento angular, que es la medida de la
tendencia a girar que tiene cualquier cuerpo aislado o sistema de cuerpos.
El momento angular depende de dos cosas: de la velocidad de cada partícula de materia,
mientras gira sobre su eje o en torno de algún cuerpo distante, o ambas cosas a la vez; y de la distancia
entre cada partícula de materia y el centro de rotación. El momento angular total de un cuerpo aislado
no puede variar en cantidad, independientemente de los cambios que ocurran en el sistema. A eso se
llama la ley de conservación del momento angular. De acuerdo con esa ley, la velocidad de rotación
debe aumentar para compensar cualquier disminución de la distancia y viceversa.
 Existe una prueba frágil e indirecta de que existen esos planetas Esto es algo de lo que me ocuparé
posteriormente, en este mismo capítulo.


Un patinador artístico demuestra ese principio cuando empieza a girar con los brazos
extendidos y después los recoge. En esa condensación del cuerpo humano, por decirlo así, la velocidad
de rotación aumenta con rapidez, y si entonces el patinador extiende de nuevo los brazos, esa
velocidad de rotación disminuye rápidamente.
Cuando la nebulosa giratoria desecha un anillo de materia, el mismo no puede ser más que una
porción muy pequeña de toda la nebulosa. (Esto es evidente, puesto que el anillo se condensa hasta
volverse un planeta mucho más pequeño que el Sol.) Cada partícula de materia en el anillo contiene
más momento angular que una partícula semejante de materia del cuerpo principal de la nebulosa,
pues el anillo se desprende de la faja ecuatorial, en la que son mayores la velocidad de rotación y la
distancia del eje de rotación. Sin embargo, el momento angular total del anillo debe ser sólo una
minúscula fracción del momento angular total del resto de la vasta nebulosa.
Por tanto, sería de esperar que el Sol, aun después le haber desechado la materia necesaria
para formar todos los planetas, conservara mucho del momento angular de la nebulosa original. Su
grado de rotación se habría acelerado tanto al contraerse, que actualmente debería estar girando en su
eje con enorme rapidez.
Pero no ocurre tal cosa. Un punto en el ecuador del Sol tarda no menos de  días en moverse
una vez en torno del eje del propio Sol. Los puntos al norte y al sur del ecuador tardan todavía más.
Esto significa que el Sol tiene una cantidad sorprendentemente pequeña de momento angular.
De hecho, el Sol, que contiene el , por ciento de la masa del sistema solar, posee sólo  por
ciento del momento angular del sistema. El resto del momento angular se encuentra en los diversos
cuerpos pequeños que giran en sus respectivos ejes y dan vuelta en torno al Sol.
Nada menos que el  por ciento del momento angular del sistema solar corresponde a Júpiter,
y otro  por ciento a Saturno. Esos dos planetas juntos, con / de la masa del Sol, poseen  veces
más momento angular.
Si de alguna manera todos los astros giratorios del sistema solar se precipitaran en espiral
dentro del Sol, y añadieran su momento angular al de éste (como tendrían que añadirlo, de acuerdo
con la ley de conservación del momento angular), el Sol giraría en su eje en un medio día.
No parece haber forma alguna en que tanto momento angular pudiera concentrarse en los
pequeños anillos desprendidos de la región ecuatorial de la nebulosa giratoria, y que esos anillos se
apartaran de la nebulosa misma. Cuando el problema del momento angular fue comprendido
claramente en las últimas décadas del siglo xix, la hipótesis nebular pareció haber recibido un golpe
mortal.
Colisiones estelares
En busca de alguna explicación del origen del sistema solar, que explicara la peculiar
distribución del momento angular, los astrónomos se apartaron de las teorías evolutivas de la
formación planetaria, es decir, de las que postulaban cambios lentos pero inexorables. Se inclinaron
entonces a las teorías catastróficas, según las cuales los planetas se formaron por un cambio brusco
que no es parte inevitable del desarrollo, sino un cambio imprevisto.
Según esas teorías, la nebulosa original giratoria se condensó suavemente hasta formar el Sol,
sin producir planetas. Empero, al girar por el espacio en solitario esplendor, el Sol encontró una
catástrofe que creó los planetas y les transfirió el momento angular.
La primera teoría catastrófica fue enunciada en , diez años antes de que Kant expusiera la
primera versión de la hipótesis nebular (). Esa teoría fue propuesta por el naturalista francés Georges
Louis Leclerc de Buffon (-).
Buffon sugirió que los planetas, entre ellos la Tierra, se habían formado unos . años
antes, como resultado de una colisión entre el Sol y otro cuerpo grande al que llamó cometa. (En aquel
entonces se desconocía aún la naturaleza de los cometas, pero se sabía que se aproximaban muchísimo
al Sol.) La vida, según Buffon, había comenzado . años después de la formación de la Tierra.
 No podía ser muy anterior a esta teoría cualquier explicación naturalista de la formación del sistema solar La
fuerza de la convicción en el creacionismo (es decir, la formación del Universo de acuerdo con la descripción del
Génesis), era tan grande hasta entonces que quien se desviara podría exponerse a graves peligros.


Desde luego, semejante suposición se hallaba en evidente conflicto con la creencia general de que
Dios había creado la Tierra y la vida al mismo tiempo, menos de . años antes.
La teoría de Buffon, que carecía de detalles, fue dejado atrás por la popularidad de la hipótesis
nebular. Sin embargo, ya en , cuando la hipótesis nebular tropezaba con dificultades a causa del
problema del momento angular, se revivió el concepto de la catástrofe.
El astrónomo inglés Alexander William Bickerton (-) sugirió que el Sol y otra
estrella pasaron muy cerca uno de la otra. La influencia gravitacional recíproca lanzó hacia afuera un
flujo de materia. Al separarse las dos estrellas, la fuerza de la gravitación entre ellas empujó hacia un
lado esa corriente de materia, dándole «English» (como se llama en billar el efecto lateral), así como
un prolongado momento angular, a expensas de la porción principal de los dos cuerpos grandes. De las
corrientes de materia arrancadas por lo que fue casi una colisión, se formaron los planetas. Dos
estrellas solitarias estuvieron a punto de chocar y de ello surgieron dos sistemas planetarios. Era ése un
concepto dramático.
En , varias galaxias ya habían sido descifradas en los telescopios de la época, y muchas
de ellas tenían un núcleo brillante, así como estructuras espirales fuera de ese núcleo. Tal cosa la notó
primero, en , el astrónomo irlandés William Parsons, conde de Rosse (-).
En aquel entonces no se comprendía que esas «nebulosas espirales» fuesen conjuntos vastos y
distantes de estrellas, y que nuestra Galaxia era uno de esos conjuntos. Se creía, a la sazón, que eran
pequeñas formaciones dentro de la Galaxia, y Bickerton supuso que tal vez representaran sistemas
planetarios en proceso de formación, con brazos en espiral, que eran corrientes de materia arrancada
del sol central, y que habían adquirido una pronunciada curva con la que iniciaban sus revoluciones.
Durante los siguientes cincuenta años, muchos astrónomos se inclinaron por la teoría
catastrófica de la formación planetaria. El astrónomo inglés James Hopwood Jeans (-)
sugirió que la corriente de materia arrancada del Sol tenía forma de cigarro puro, y que Júpiter y
Saturno se habían formado de la parte más gruesa de esa corriente, razón por la que eran tan grandes.
Jeans era un magnífico escritor de ciencia popular, y su influjo contribuyó más que ninguna otra cosa a
imbuir en el público medio esa teoría de la formación del sistema solar.
Sin embargo, un análisis detenido de la teoría catastrófica hizo surgir dificultades. ¿Podían las
corrientes de materia expulsada del Sol extenderse tanto hacia afuera que lograsen producir los
planetas exteriores? ¿Podía el influjo gravitacional de la otra estrella trasladar a los planetas suficiente
momento angular?
Como resultado de esta duda, un astrónomo tras otro trató de modificar la teoría, para hacerla
más plausible. Algunos sugirieron una leve colisión, más bien que un simple acercamiento. El
astrónomo norteamericano Henry Norris Russell (-) insinuó que el Sol había sido parte de un
sistema de dos estrellas, y que los planetas nacieron de la otra estrella, por lo que poseían su momento.
A pesar de las dificultades, las teorías catastróficas dominaron hasta el decenio de , y el
asunto era fundamental en lo concerniente a la tesis de la inteligencia extraterrestre.
De ser acertada la teoría nebular, o cualquier otra teoría evolutiva del sistema solar, los
planetas formaban parte del desarrollo normal de una estrella, y básicamente había tantos sistemas
planetarios como estrellas. En tal caso, las posibilidades de inteligencia extraterrestre podrían ser
óptimas.
En cambio, las teorías catastróficas hacían de la formación planetaria algo accidental, no
inevitable. Esa formación dependía de una especie de rapto cósmico, de la unión fortuita de dos
estrellas.
Ocurre que las estrellas están tan separadas y se mueven tan lentamente, en comparación con
la distancia que las separa, que las probabilidades de una colisión o de un acercamiento son
extremadamente remotas. Durante toda su vida, una estrella como el Sol tiene sólo una entre .
millones de posibilidades de aproximarse a otra estrella. En toda la vida de la Galaxia, quizá haya
habido sólo quince acercamientos de esa índole, fuera del núcleo galáctico.
Si cualquier forma de la teoría catastrófica correspondiera a la realidad, ello significaría que
hay muy pocos sistemas planetarios en la Galaxia, y sería extraordinariamente pequeña la posibilidad
de que alguno de esos sistemas abrigara una civilización (con exclusión de la nuestra, por supuesto).
Sin embargo, afortunadamente en lo que respecta a la inteligencia extraterrestre, las teorías
catastróficas se volvieron menos sostenibles cada década que transcurría.
A pesar de todas las modificaciones introducidas, quedaba la gran dificultad de dar a los


planetas suficiente momento angular. Cualquier mecanismo concebible para dar ese momento, podría
muy bien imprimirles suficiente velocidad para hacer que se escaparan completamente del sistema
solar.
Pero en el decenio de , el astrónomo inglés Arthur Stanley Eddington (-)
calculó la temperatura interna del Sol (y de las estrellas, en general). El enorme campo de gravitación
del Sol tiende a comprimir su materia y a atraerla, no obstante lo cual el Sol es todo él gaseoso y tiene
una densidad de sólo una cuarta parte de la de la Tierra. Entonces, ¿por qué no se condensa en
densidades mucho mayores, bajo el inexorable empuje hacia adentro, de la gravedad?
Le pareció a Eddington que lo único que podía contrarrestar el empuje hacia adentro, de la
gravedad, sería la fuerza expansiva hacia afuera, del calor interno. Eddington calculó las temperaturas
necesarias para equilibrar la fuerza de la gravitación hacia el centro y demostró de manera muy
convincente que el núcleo del Sol tenía que estar, necesariamente, a temperaturas de varios millones
de grados.
Entonces, si como resultado de una colisión, o de casi una colisión, se arrancan grandes
cantidades de materia del Sol, o de cualquier otra estrella, esa materia estaría a temperaturas mucho
más altas de las que se había creído. Estaría tan caliente esa materia, como lo señaló en  el
astrónomo norteamericano Lyman Spitzer, hijo (n. ), que no habría posibilidad alguna de que se
condensara y se convirtiera en planeta. Se expandiría hasta volverse gas tenue, y se perdería.
Otra vez la hipótesis nebular
Durante los primeros años de la década de , mucho tiempo después de la muerte de la
hipótesis nebular y recién enterrada la teoría catastrófica, prevaleció la inquietante sensación de que
ninguna teoría explicaría la existencia del sistema solar. Parecía como si en medio de una absoluta
desesperación, tuviera que creerse que, después de todo, el sistema solar había sido creado por
intervención divina, o que no existía.
Sin embargo, en , el astrónomo alemán Carl Friedrich von Weizsäcker (n. ) volvió a
una forma de la hipótesis nebular e introdujo en ella ciertos refinamientos que el adelanto en los
conocimientos había permitido, desde los días de Laplace, ciento cincuenta años antes ().
De acuerdo con la nueva versión, el Sol no se contrajo y expulsó anillos de gas. En lugar de
eso, la nebulosa original se contrajo, pero dejó detrás gas y polvo. En ese gas y ese polvo se crearon
turbulencias, grandes remolinos, por así decirlo.
Donde se encontraron esos remolinos, sus partículas chocaron y formaron corpúsculos más
grandes. En la misma periferia de la nebulosa original, esa formación de partículas pudo haberse
convertido en una vasta faja de pequeños cuerpos helados, algunos de los cuales alteran sus órbitas de
vez en cuando, bajo el influjo de la atracción de la gravedad de estrellas cercanas, y entran en el
sistema solar interno. Allí aparecen como cometas ().
Más cerca del Sol, donde las nubes de polvo y gas son más densas y voluminosas, se formaron
cuerpos más grandes: los planetas.
No era fácil explicar el mecanismo exacto por el cual los planetas se formaron de las
turbulencias. Astrónomos como Kuiper, y químicos como el norteamericano Harold Clayton Urey (n.
), mejoraron los conceptos de Weizsäcker y esbozaron métodos que al parecer permitirían el
crecimiento satisfactorio de los planetas.
Con todo, quedaba pendiente el asunto del momento angular. ¿Por qué gira el Sol tan
lentamente y casi todo el momento angular se encuentra en los planetas? ¿Qué restó velocidad al Sol?
Por supuesto, Laplace comprendía el funcionamiento de la gravedad mejor que nadie, en su
tiempo, y pocos lo han comprendido, posteriormente, mejor que él. Sin embargo, en la época de
Laplace no había una verdadera comprensión de los campos electromagnéticos que poseen las estrellas
 Una teoría muy semejante la expuso simultánea e independientemente el astrónomo soviético Otto Yulyevich
Schmidt (-), cuyo lugar natal se encuentra a sólo  kilómetros del mío.
 Una faja tan alejada de cometas la sugirió por primera vez, en , el astrónomo norteamericano Fred
Lawrence Whipple (), mucho después que Weizsäcker había expuesto su teoría. Todavía más tarde, Oort
añadió detalles y colocó la faja muy lejos del Sol, a uno o dos años luz.


y los planetas. Ahora, los astrónomos saben muchísimo más acerca de esos campos, que pueden
tomarse en consideración en toda descripción que se haga del origen del sistema solar.
El astrónomo sueco Hannes Olof Gösta Alfven (n ) preparó una descripción detallada de
la manera como el Sol expulsó materia en sus comienzos (como el viento solar de ahora, pero con
mayor fuerza), y cómo esa materia, bajo el influjo del campo magnético del Sol, adquirió momento
angular. Fue el campo electromagnético lo que transfirió el momento angular desde el Sol hasta la
materia fuera de él, y lo que hizo posible que los planetas se mantengan tan alejados del Sol como lo
están y tengan tanto momento angular como tienen.
Ahora, un tercio de siglo después del retorno de la hipótesis nebular, los astrónomos la
aceptan con mucha confianza, así como sus consecuencias.
En la nueva versión de la hipótesis nebular, los planetas exteriores no son más viejos que los
interiores; todos los planetas y el Sol tienen la misma edad.
Además, si el Sol y los planetas se formaron de los mismos torbellinos de polvo y gas, y todos
se desarrollaron en el mismo proceso, entonces es muy probable que ésa sea la forma como se
desarrolle una estrella como el Sol (y hasta es posible que lo mismo se aplique a cualquier otra
estrella). En ese caso, debe haber muchos sistemas planetarios en el Universo, y posiblemente tantos
sistemas planetarios como estrellas.
Las estrellas rotatorias
¿Hay alguna forma en que podamos verificar esta sugerencia de la universalidad de los
sistemas planetarios? Están muy bien las teorías, pero sería mucho mejor si pudiera reunirse cualquier
prueba física, por leve que sea.
Supongamos que tuviésemos una prueba que demostrara que son pocos los sistemas
planetarios. Tendríamos entonces que suponer que la teoría de Weizsacker sobre la formación de las
estrellas era errónea o, al menos, que necesitaba ser modificada considerablemente. Tal vez el Sol se
formó en solitario esplendor y después pasó por en medio de otra nube de polvo y de gas en el espacio
(hay muchísimas de esas nubes), y atrajo por gravitación parte de esa nube. En ese caso, las
turbulencias en la segunda nube podrían haber formado los planetas, que serían menos viejos que el
Sol, tal vez muchísimo menos viejos.
Esto sería volver a una forma de catastrofismo, aunque el paso del Sol por en medio de una
nube de gas no es un suceso tan violento como la colisión, o casi colisión, de dos estrellas. Seguiría
siendo un suceso accidental y necesariamente derivaría en sistemas planetarios relativamente escasos.
Por otra parte, si resultase que las pruebas indicaran claramente que muchísimas estrellas
tienen planetas, no podríamos esperar que tal cosa ocurriese en alguna forma catastrófica. Ciertas
versiones de la hipótesis nebular de la formación automática, o casi automática, de los planetas, junto
con la estrella, necesariamente tendrían que ser las correctas.
Empero, lo malo es que no podemos ver si algunas estrellas tienen planetas en torno suyo.
Aun a la distancia de la estrella más cercana (Alfa Centauro, a , años luz de nosotros), no habría
manera de ver realmente ni siquiera un planeta grande, del tamaño de Júpiter o más grande aún. Ese
planeta sería demasiado pequeño para poder ser visto por la luz reflejada de su estrella. Aunque se
inventara un telescopio que pudiera distinguir ese leve parpadeo de luz reflejada, la cercanía de la luz
mucho más intensa de su estrella lo borraría completamente.
Así pues, debemos perder toda esperanza de una visión directa, al menos por ahora, y recurrir
a medios indirectos.
Consideremos nuestro propio Sol, que es una estrella que indudablemente tiene un sistema
planetario. Lo notable acerca del Sol es que gira tan lentamente en su eje, que el  por ciento del momento
angular del sistema se encuentra en la masa insignificante de sus planetas.
Si el momento angular pasó del Sol a sus planetas cuando éstos fueron formados (por
cualquier mecanismo), entonces es razonable suponer que el momento angular podría pasar de
cualquier estrella a sus planetas. Si una estrella tiene un sistema planetario, esperaríamos que esa
estrella girara en su eje con relativa lentitud; de no ser así, confiaríamos en que girara con relativa
rapidez.
Pero ¿cómo se puede medir la velocidad a que gira una estrella, si aun en nuestros mejores
telescopios la misma aparece sólo como un punto luminoso?


En realidad, puede deducirse mucho de la luz estelar, aunque la estrella misma sea sólo un
punto de luz. La luz estelar es una mezcla de luz de todas las longitudes de onda. Esa luz puede
extenderse en el orden de las longitudes de onda, desde las ondas cortas de la luz violeta hasta las
largas de la roja, y el resultado es el «espectro». El instrumento con que se produce éste es el
«espectroscopio».
En , Isaac Newton demostró el espectro correspondiente a la luz solar. En , el físico
alemán Joseph von Fraunhofer (-) mostró que el espectro solar estaba cruzado por
numerosas líneas oscuras, las cuales, según se comprendió a la postre, representaban longitudes de
onda faltantes. Eran longitudes de onda de luz absorbidas por átomos en la atmósfera del Sol, antes
que pudieran llegar a la Tierra.
En , el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff (-) aclaró que las líneas oscuras
del espectro eran «huellas digitales» de los diversos elementos, puesto que los átomos de cada
elemento emitían o absorbían determinadas longitudes de onda que los átomos de ningún otro
elemento emitían o absorbían. La espectroscopia no sólo podía emplearse para analizar minerales en la
Tierra, sino también para analizar la composición química del Sol.
Entretanto, el arte de la espectroscopia se había sofisticado a un grado tal, que la luz de las
estrellas, aunque mucho más tenue que la del Sol, también podía extenderse en espectros.
De las líneas oscuras de los espectros estelares se pudo deducir mucho. Si, por ejemplo, las
líneas oscuras en el espectro de determinada estrella estaban ligeramente desplazadas hacia el extremo
rojo, eso significaba que la estrella se apartaba de nosotros a una velocidad que podía ser calculada por
el grado de desplazamiento. Si las líneas oscuras se deslizaban hacia el extremo violeta del espectro,
tal cosa significaba que la estrella se aproximaba a nosotros.
La importancia de este «desplazamiento hacia el rojo o hacia el violeta» se hizo evidente
gracias a la labor con ondas sonoras realizada en  por el físico austriaco Christian Johann Doppler
(-), y posteriormente aplicada a las ondas de luz, en , por él físico francés Armand
Hippolyte Louis Fizeau (-).
Supongamos ahora que una estrella gira y que está situada en el espacio de tal manera que
ninguno de sus polos enfoca hacia nosotros, sino que cada polo está situado en los lados, o cerca de los
lados de la estrella, tal como la vemos. En ese caso, en un lado de la estrella, entre los polos, la
superficie viene hacia nosotros, y en el lado opuesto se aparta de nosotros. La luz de un lado hace que
las líneas oscuras se desplacen ligeramente hacia el violeta, y la luz del otro lado hace que el
desplazamiento sea hacia el rojo. Las líneas oscuras que se desplazan en ambas direcciones, se
vuelven más anchas de lo normal. Mientras más aprisa gira la estrella, más anchas son las líneas
oscuras en el espectro.
Esto lo sugirió por primera vez, en , el astrónomo inglés William de Wiveleslie Abney
(-); y el primer descubrimiento de líneas anchas producidas por la rotación fue en ,
gracias a la labor del astrónomo norteamericano Frank Schlesinger (-). Sin embargo, sólo a
partir de , aproximadamente, se volvieron comunes los estudios de la rotación de las estrellas, y
en esa labor se mostró especialmente activo el astrónomo ruso-norteamericano Otto Struve (-
).
En efecto, se descubrió que algunas estrellas giran con lentitud. Una mancha en el ecuador del
Sol se mueve sólo unos  kilómetros por segundo, al girar lentamente el Sol sobre su eje, y muchas estrellas
lo hacen a esa velocidad ecuatorial, o poco más. Por otra parte, algunas estrellas giran con tanta
rapidez sobre su eje, que alcanzan velocidades ecuatoriales de entre  y  kilómetros por segundo.
Es tentador suponer que las estrellas que giran lentamente tienen planetas en los que han
perdido el momento angular, en tanto que las que giran con rapidez no tienen planetas y han retenido
todo a casi todo su momento angular original.
Sin embargo, eso no es todo lo que se puede investigar de esa manera. Cuando empezaron a
ser estudiados los espectros estelares, se supo que aunque algunos se asemejaban al del Sol, otros eran
diferentes. De hecho, los espectros estelares diferían muchísimo los unos de los otros, y desde ,
Secchi (el astrónomo que se anticipó al descubrimiento de Schiaparelli de los canales marcianos)
sugirió que los espectros fuesen divididos en clases.
Se llevó a la práctica, y con el tiempo los diversos intentos de ordenar las diferentes clases
terminaron con la clasificación de O, B, A, F, G, K y M, en la que la O representa las estrellas con


mayor masa, las más calientes y luminosas que se conocen; seguían la B, la A y así hasta la M, en la
que quedaban incluidas las estrellas con menor masa, menos calientes y menos luminosas. Nuestro Sol
pertenece a la clase espectral G, por lo que se encuentra en un lugar intermedio de la lista.
Al estudiarse más detenidamente los espectros estelares, cada clase espectral pudo dividirse en
diez subclases: B, Bl... B; A, Al... A; y así sucesivamente. Nuestro Sol pertenece a la clase
espectral G.
El astrónomo norteamericano Christian Thomas Elvey (n. ), que trabajaba con Struve, en
 ya había descubierto que mientras más masa tenía una estrella más probable era que girara aprisa.
Las estrellas de las clases espectrales O, B y A, así como las F más grandes, desde F hasta F, era
muy probable que giraran aprisa.
Las estrellas de las clases espectrales F-F, G, K y M, giraban casi todas con lentitud.
Así pues, la mitad de las clases espectrales giran aprisa y la otra mitad despacio, pero tal cosa
no equivale a una división igual de las estrellas. Las estrellas más pequeñas son más numerosas que las
más grandes, por lo que, con mucho, hay más estrellas de la clase espectral G, o más pequeñas, que de
la clase espectral F, o más grandes. En realidad, sólo el  por ciento de las estrellas están incluidas en
las clases espectrales de  a F.
En otras palabras, no más del  por ciento de las estrellas giran aprisa, y el  por ciento lo
hacen despacio. Esto parecería indicar que por lo menos el  por ciento de las estrellas tienen
sistemas planetarios.
En realidad, tal vez no podríamos eliminar el  por ciento correspondiente a las que giran
aprisa. Entre ellas figuran las estrellas especialmente masivas, que es probable que tengan un momento
angular total mucho mayor que las más pequeñas. Podrían conservar suficiente momento angular para
girar rápidamente, aun después de haber perdido en sus planetas algo de ese momento.
O bien, la pérdida del momento angular que pasa a los planetas quizá necesite tiempo y, según
veremos, las estrellas verdaderamente enormes sean todas jóvenes. Pudiera ser que aún no hayan
tenido tiempo de transferir el momento angular.
Así pues, de los datos acerca de la rotación estelar podemos concluir que por lo menos el
por ciento, y posiblemente el  por ciento de las estrellas, tienen sistemas planetarios.
Las estrellas oscilatorias
Hasta aquí todo va muy bien, pero debemos reconocer que las estrellas pueden girar aprisa o
despacio por razones ajenas a los planetas. Algunas estrellas quizá se formen simplemente de nubes
que tienen más momento angular desde el comienzo, o menos momento.
¿Podemos, entonces, buscar otra clase de pruebas?
Podemos hacerlo, si nos detenemos a considerar que cuando dos cuerpos se atraen por la
gravitación, esa atracción es en dos sentidos. El Sol atrae a Júpiter, pero Júpiter también atrae al Sol.
Si dos cuerpos que se atrajeran el uno al otro por la gravitación tuviesen exactamente la misma
masa, ninguno de los dos giraría en torno del otro, para hablar con propiedad. Al contribuir en grado
igual a la acción recíproca de la gravitación, cada uno de ellos giraría en torno de un punto exactamente
en medio de los dos. Ese punto es el «centro de gravedad».
Si los dos cuerpos fuesen desiguales en su masa, el que la tuviera mayor estaría menos
afectado por la atracción y se movería menos. Si el cuerpo mayor tuviese dos veces la masa del otro, el
centro de gravedad estaría dos veces más cerca del centro del cuerpo de mayor masa, que del centro
del cuerpo de masa menor. Consideremos la Luna y la Tierra. Generalmente se cree que la Luna gira
en torno de la Tierra, pero lo cierto es que no gira en torno del centro de la Tierra. Tanto una como
otra giran en torno de un centro de gravedad que se encuentra siempre entre el centro de la Tierra y el
de la Luna.
Ocurre que la Tierra tiene  veces la masa de la Luna, por lo que el centro de gravedad
necesariamente está  veces más cerca del centro de la Tierra que del de la Luna. El centro de
gravedad del sistema Tierra-Luna está a . kilómetros del centro de la Tierra. Se halla a .
kilómetros,  veces más distante del centro de la Luna.
El centro de gravedad del sistema Tierra-Luna está tan cerca del centro de la Tierra, que se
halla . kilómetros debajo de la superficie terrestre. En esas circunstancias, es razonable considerar
que la Luna gira en torno de la Tierra, pero realmente gira en torno de un punto que está dentro de la


Tierra.
El centro de la Tierra también se mueve en pequeños círculos en torno de ese centro de
gravedad, una vez cada  / días. Si no existiera la Luna, la Tierra se movería en torno del Sol en
una senda sin variación. Debido a la Luna, la Tierra tiene una pequeña ondulación de  / días en su
senda alrededor del Sol, doce y fracción de esas ondulaciones por cada vuelta completa. En teoría, la
oscilación de la Tierra podría ser medida desde el espacio exterior, y la presencia de la Luna, y tal vez
su distancia y tamaño, se podría calcular a partir de esa oscilación si, por algún motivo, la Luna no se
pudiese ver directamente.
Esto también se aplica a Júpiter y al Sol. Este tiene . veces la masa de Júpiter, por lo que
el centro de gravedad del sistema Sol-Júpiter debe estar . veces más cercano del centro del Sol
que del de Júpiter. Sabiendo la distancia entre los dos centros, resulta que el centro de gravedad está a
. kilómetros del centro del Sol. Eso significa que el centro de gravedad se encuentra a .
kilómetros afuera de la superficie del Sol.
El centro del Sol gira en torno de ese centro de gravedad cada  años. El Sol, en su senda sin
tropiezo en torno del centro de la Galaxia, oscila ligeramente, moviéndose primero hacia un lado de su
ruta y después hacia el otro.
Si existieran sólo el Sol y Júpiter, un observador, desde un punto en el espacio, que estuviese
demasiado lejos para poder ver a Júpiter directamente, podría deducir la presencia de Júpiter por la
oscilación del Sol.
Pero el Sol tiene también otros tres grandes planetas: Saturno, Urano y Neptuno, cada uno de
los cuales tiene un centro de gravedad respecto al Sol, aunque no tan distante del centro del Sol como
el de Júpiter. Eso hace que la oscilación del Sol sea más bien complicada y mucho más difícil de interpretar.
Además, si el observador se hallara tan distante como una de las estrellas más cercanas, la
oscilación del Sol sería demasiado pequeña para poderla medir con exactitud, e incluso para que se
pudiera notar.
¿Sería posible lo contrario? ¿Podríamos observar alguna otra estrella y notar una oscilación en
su ruta, y de eso deducir que tiene un planeta o varios planetas?
Indudablemente, en algunos casos se puede hacer tal cosa, como se hizo desde .
En ese año, el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel (-) notó una oscilación
en el movimiento de la brillante estrella Sirio. De esa oscilación dedujo la presencia de un compañero
invisible, con / la masa de Sirio.
Ahora bien, actualmente sabemos que Sirio tiene , veces la masa de nuestro Sol. Por tanto,
ese compañero de Sirio tiene aproximadamente la masa de nuestro Sol, por lo que no es realmente un
planeta, sino toda una estrella, poco brillante y difícil de ver por ser muy compacta ().
Sin embargo, encontrar una estrella acompañante es más fácil que descubrir un planeta
acompañante. Un planeta tiene una masa tan pequeña en comparación con la de la estrella en torno de
la cual gira, que el centro de gravedad mutuo está mucho más cerca del centro de la estrella. Por tanto,
la oscilación de la estrella es diminuta.
¿Podría ser medida alguna vez una oscilación así?
Posiblemente, en condiciones favorables.
Primero, la estrella debería estar tan cerca de nosotros como fuese posible, para que su
oscilación fuera apreciable.
Segundo, la estrella tendría que ser pequeña, sin duda más pequeña que nuestro Sol, para que
su masa predomine tan poco como sea posible. El centro de gravedad estará entonces relativamente
alejado del centro de la estrella, la cual tendrá una oscilación comparativamente grande.
Tercero, la estrella contaría con un planeta grande, por lo menos como Júpiter, para que la
masa planetaria baste para arrastrar el centro de gravedad lo suficientemente lejos de la estrella en
torno de la cual gira el planeta, obligando a la estrella a tener una oscilación comparativamente grande.
Este triple requisito de una pequeña estrella cercana, con un planeta grande, reduce
 Esas estrellas con mucha masa, pero pequeñas y muy densas, y otras aún de mayor masa, más pequeñas y más
densas, no nos interesan en este libro y sólo se mencionan de paso. Quien sienta curiosidad por ellas encontrará
una descripción completa en mi libro The Collapsing Universe (Walker, ).


enormemente las posibilidades. Si acaso fuese pequeña la posibilidad de una formación planetaria,
sería demasiado pedir que un sistema planetario existiera en torno de una estrella cercana pequeña, y
que ese sistema planetario incluyera un planeta por lo menos tan grande como Júpiter.
Por otra parte, si buscamos pequeñas estrellas cercanas y encontramos pruebas de un planeta
acompañante en torno de por lo menos una de esas estrellas, entonces, para no vernos obligados a
aceptar una coincidencia sumamente improbable, debemos concluir que los sistemas planetarios son
muy comunes, tal vez hasta universales.
Se hicieron intentos para determinar la presencia o ausencia de tales oscilaciones en los
movimientos de las estrellas, en el Colegio Superior Swarthmore, bajo la dirección del astrónomo
holandés-norteamericano Peter Van de Kamp (n. ).
El astrónomo danés-norteamericano Kaj Aage Gunnar Strand (n. ), que trabajaba bajo las
órdenes de Van de Kamp, detectó una minúscula oscilación en el movimiento de una de las estrellas
del sistema binario Cisne , y dedujo la presencia de un cuerpo acompañante que giraba en torno, y
que era demasiado pequeño por su masa para ser estrella. Sin embargo, tenía suficiente masa para ser
un planeta grande, contaba con ocho veces más masa que la que posee Júpiter. Ese descubrimiento fue
anunciado en el año .
Desde entonces se detectó una oscilación semejante de la estrella de Barnard, que es pequeña
y dista sólo  años luz. Esa oscilación tal vez indica la presencia de dos planetas, uno con masa tan
grande como la de Júpiter, con órbita de , años, y otro con masa como la de Saturno, con órbita de
 a  años. Otras estrellas cercanas, como Ross  y Lalande , también han mostrado
oscilaciones que parecen indicar la presencia de planetas grandes.
En suma, hemos descubierto no una, sino media docena de pequeñas estrellas cercanas, que tal
vez tengan grandes planetas. En estas circunstancias (y debe reconocerse que las observaciones están
ya tan cerca del límite de lo que puede verse que no todos los astrónomos se muestran dispuestos a
aceptar sin cautas reservas lo que se deduce), debemos concluir que los sistemas planetarios son muy
comunes, por lo menos en todas las estrellas que giran lentamente.
Seamos cautos y limitemos los sistemas planetarios únicamente a las estrellas que giran con
lentitud, que son el  por ciento del total.
En ese caso, obtenemos nuestra segunda cifra:
. Cantidad de sistemas planetarios en nuestra Galaxia: ....


 – ESTRELLAS SEMEJANTES AL SOL.
Estrellas gigantes
El hecho de que, de acuerdo con nuestras conclusiones en el capítulo anterior, haya un número
enorme de sistemas planetarios en nuestra Galaxia, por sí mismo no significa que la vida sea
exuberante.
Tal vez las diferentes estrellas no sirvan igualmente como incubadoras de vida para sus
respectivos planetas, por lo que nuestro siguiente paso deberá ser considerar esa posibilidad y
determinar (si podemos) cuáles estrellas son las adecuadas y cuántas de ellas puede haber.
Si resulta que los requisitos de una estrella adecuada son excesivamente numerosos y
complejos, tal vez casi ninguna nos sirva, y en ese caso todos los sistemas planetarios serán inútiles, al
menos en lo concerniente a inteligencia extraterrestre.
Sin embargo, tal pesimismo extremo es innecesario, pues empezamos con dos afirmaciones,
una de las cuales es absolutamente cierta.
La afirmación cierta es que nuestro propio Sol es incubador de vida, por lo que es posible que
otra estrella también lo sea. La segunda afirmación algo menos firme, pero casi tan segura que ningún
astrónomo la rebate, es que el Sol no es una estrella especialmente inusitada. Si el Sol es adecuado,
muchas otras estrellas también podrán serlo.
Preguntémonos en qué pueden diferir las estrellas.
El punto más obvio de diferencia, reconocido desde que se alzó la vista inquisitiva hacia el
firmamento nocturno, es que las estrellas difieren en brillantez.
Esa diferencia, por supuesto, puede obedecer exclusivamente a las desigualdades en las
distancias. Si todas las estrellas fuesen igualmente brillantes, vistas a determinada distancia (en otras
palabras, si tuviesen igual «luminosidad»), las más cercanas a nosotros tendrían un aspecto más
brillante que las más alejadas.
Después de que se calcularon las distancias de las estrellas (el primero en realizar esa labor, en
, fue Bessel, quien seis años después descubrió la estrella que acompaña a Sirio), resultó que las
luminosidades aparentes no obedecían exclusivamente a las distancias diferentes. Unas estrellas son
intrínsecamente más luminosas que otras.
Además, algunas de ellas tienen más masa que otras, pero la masa y la luminosidad van
unidas. Como lo demostró Eddington en el decenio de , una estrella con más masa,
necesariamente debe tener más luminosidad. Una estrella con más masa debe tener un campo de
gravitación más intenso y, para evitar un colapso, la temperatura en su centro tiene que ser más alta.
Una temperatura central más elevada suele producir un mayor flujo de energía, el cual sale de la
estrella en todas direcciones, provocando con ello una superficie más caliente y a la vez más luminosa
().
Además, la luminosidad aumenta más rápidamente que la masa. Si la Estrella A tiene dos
veces la masa de la Estrella B, entonces la Estrella A tenderá más a contraerse, porque su campo de
gravitación es mayor. Para contrarrestar el mayor campo de gravitación de la Estrella A, el centro de la
misma debe ser mucho más caliente, lo suficiente para que sea diez veces más luminosa que la Estrella
B.
Las estrellas conocidas, de mayor masa, tienen unas  veces la masa del Sol, pero son
millones de veces más luminosas. Por otra parte, una estrella con sólo / de la masa del Sol (
veces la masa de Júpiter), quizá tenga sólo suficiente masa para emitir un fulgor opaco de calor rojo, y
tener únicamente un millonésimo de la luminosidad del Sol.
¿Cómo sería un planeta que girara en torno de una estrella de tales condiciones?
Supongamos, por ejemplo, que la Tierra girara en torno de una estrella con una masa  veces
mayor que la del Sol.
Naturalmente, si la Tierra girara en torno de esa estrella gigantesca a la misma distancia de la
que gira en torno del Sol, la estrella aparecería en el firmamento de un tamaño cuarenta veces mayor
 Una estrella de gran masa puede radiar tanta de su energía en la región invisible del ultravioleta, que parecerá
menos luminosa (al ojo humano) de lo que podría esperarse.


que el que nos parece que tiene el Sol, y liberaría  millones de veces más luz y calor. La Tierra sería
entonces una bola de roca al rojo vivo.
Sin embargo, podemos fácilmente imaginar que toda estrella posee, a cierta distancia, una
franja en torno de ella dentro de la cual un planeta podría girar y recibir calor de la estrella semejante
al que recibe la Tierra. En el caso de una estrella grande, esa franja, o «ecosfera» (), estaría más
retirada que en el caso de una estrella pequeña. En el caso de la estrella gigante,  veces mayor que el
Sol, la ecosfera estaría a una distancia de centenares de miles de millones de kilómetros de la estrella.
Supongamos, entonces, que la Tierra girase en torno de la estrella gigante a una distancia de
. millones de kilómetros. Esa distancia sería . veces la de la Tierra al Sol y  veces la de
Plutón al Sol. A esa distancia se necesitarían . años para que la Tierra diese una vuelta en torno
de la estrella.
Desde esa colosal distancia, la estrella gigantesca se vería tan pequeña que no mostraría
ningún disco visible, y brillaría simplemente como una estrella, pero no como las que vemos. Sería
extraordinariamente brillante, porque su temperatura superaría en mucho a la del Sol (. °C, en
comparación con sólo . °C), y aunque la estrella gigante estuviese tan lejana y se viese tan
pequeña, daría tanta luz y tanto calor al planeta distante, como el Sol le da a la Tierra.
Por supuesto, la temperatura de la estrella gigantesca alteraría la índole de su radiación. A la
distancia de la Tierra, que hemos imaginado, la estrella liberaría la misma cantidad total de energía
que la que el Sol descarga ahora, pero una fracción mucho mayor de la energía de la estrella gigante
sería de rayos ultravioleta y rayos X, y otra fracción, mucho menor, sería de luz visible.
Los ojos humanos están adaptados a responder a la luz visible, por lo que la luz de la estrella
gigante parecería más tenue que la del Sol. Por otra parte, el flujo de rayos ultravioleta y rayos X
resultaría mortal para la vida en la Tierra.
Empero, esta objeción tal vez no fuera fatal. La atmósfera de la Tierra nos protege de la
radiación de energía de nuestro Sol, y podemos imaginar la Tierra apartada aún más de la estrella
gigante. La disminución de la radiación total y la cantidad retenida por una atmósfera posiblemente
más gruesa, podría permitir el desarrollo de la vida, bajo temperaturas planetarias algo más bajas que
aquellas a las que estamos acostumbrados.
Con todo, hay una objeción muy importante contra la estrella gigante, objeción que no puede
ser eliminada ajustando el lugar planetario dentro de la ecosfera, o modificando la atmósfera
planetaria.
Una estrella no es una adecuada incubadora de vida durante toda su existencia. Por ejemplo,
no puede suministrar la energía necesaria para la vida, mientras se condensa y se forma de una
nebulosa primigenia. Primero debe condensarse hasta el punto en que los fuegos nucleares comiencen
en el centro y la estrella empiece a radiar luz. Con el tiempo, la condensación llega a una etapa estable,
y la radiación, después de haber alcanzado un grado máximo, permanece estacionaria.
Entonces se dice que la estrella ha entrado en la «secuencia principal». (Se le llama secuencia
principal, porque alrededor del  por ciento de las estrellas que vemos se encuentran en ese estado,
formando una secuencia desde la de mayor masa hasta la de menor masa.).
Mientras esté en la secuencia principal, la radiación de la estrella es constante y fiable y, como
en el caso de nuestro Sol, presumiblemente podría servir como incubadora de vida.
Sin embargo, la radiación de la estrella depende de la energía que produzca cuando el
hidrógeno en su núcleo se convierte en helio por los procesos de fusión nuclear. En algún punto
crítico, cuando una gran parte del hidrógeno se ha gastado, el proceso empieza a vacilar. El helio, al
acumularse en el núcleo, hace que éste se vuelva más y más pesado. Se contrae y condensa, y su
temperatura aumenta hasta el punto en que el helio se funde y forma núcleos todavía más
complicados.
En ese punto, la estrella genera suficiente calor para expandirse contra el empuje de su propia
gravedad, en tanto que hasta entonces, cuando se hallaba en la secuencia principal, el jalón hacia
adentro de la gravedad y el empuje hacia afuera de la temperatura habían permanecido equilibrados.
Al expandirse, la estrella abandona la secuencia principal y se vuelve relativamente enorme en
extensión. A causa de la expansión, la superficie de la estrella se enfría hasta quedar únicamente en
calor rojo, aunque la radiación total de su nueva vasta superficie es mucho mayor de lo que antes había
 Eco (del griego casa o hábitat).


sido. La estrella se ha transformado en una gigante roja.
Cuando una estrella abandona la secuencia principal, lo que sigue es un período turbulento.
Continúa siendo gigante roja durante varios centenares de millones de años (que es un tiempo breve en
la escala astronómica), en tanto que se consume lo que queda del hidrógeno y el núcleo se vuelve más
y más caliente. Por último, hay un colapso al cesar la energía desarrollada por la fusión nuclear en el
centro al consumirse todos los combustibles nucleares posibles, y la estrella no puede ya mantenerse
distendida contra su propia gravedad.
Si la estrella tiene suficiente masa, el colapso es precedido por una explosión cataclísmica, una
supernova. Mientras más masa tenga la estrella, más violenta será la explosión. Entonces, lo que quede
de la estrella se contraerá en una bola relativamente pequeña y muy densa ().
Pero en lo que concierne a la vida, pueden omitirse los detalles de lo que ocurre después de
que la estrella abandona la secuencia principal. A medida que la estrella se expande hacia la etapa de
gigante roja, su radiación total aumenta muchísimo. Cualquier planeta que hasta entonces hubiese
estado en posición de recibir radiación en cantidades equilibradas a la formación y conservación de la
vida, recibiría demasiada radiación. Cualquier manifestación de vida en el planeta se abrasaría hasta
morir. (En casos extremos, el planeta mismo se fundiría y se evaporaría.)
Por tanto, podemos afirmar, como regla general probablemente inviolable, que una estrella
puede servir de incubadora de vida sólo cuando se encuentre en su secuencia principal.
Afortunadamente, una estrella puede permanecer en la secuencia principal durante mucho
tiempo. Por ejemplo, nuestro Sol es capaz de permanecer en la secuencia principal durante un período
total de . o . millones de años. Aunque ha brillado casi como ahora durante unos .
millones de años, su vida como estrella en secuencia principal no ha pasado aún de la mitad ().
Una estrella que tenga más masa que el Sol, y que por ello deba contrarrestar el efecto hacia
adentro de un campo de gravitación más fuerte, debe generar temperaturas más altas en el centro para
contrarrestar la contracción gravitacional, y para eso debe fusionar hidrógeno más aprisa.
Indudablemente, una estrella con mayor masa que la del Sol posee más hidrógeno, pero el aumento en
el grado de fusión es mayor que el suministro de hidrógeno.
Así pues, mientras mayor masa tenga una estrella, más rápidamente consumirá su superior
provisión reconocida de hidrógeno y menor tiempo permanecerá en la secuencia principal.
Una estrella monstruosa, con  veces la masa del Sol, debe consumir hidrógeno con una
rapidez tremenda para continuar expandida ante el jalón de su colosal gravedad, por lo que su vida en
la secuencia principal tal vez sea de sólo . años, o menos. Precisamente por eso no observamos
estrellas con masas en verdad grandes. Aun en el supuesto de que se formaran esas estrellas
gigantescas, las temperaturas que desarrollarían las harían estallar casi inmediatamente.
Por supuesto, . años es mucho tiempo en la escala de la experiencia humana. La
historia escrita ha existido, cuando mucho, durante la centésima parte de ese período.
Sin embargo, la vida inteligente no llegó a la Tierra desde sus comienzos mismos, sino sólo
como resultado de una larga etapa de evolución. Si nuestro Sol hubiese brillado como ahora durante
. años después de la formación de la Tierra, y entonces hubiera abandonado su secuencia
principal, es dudoso que hubiese dado tiempo para que se formara siquiera la más sencilla protovida
en los océanos del globo.
En realidad, a juzgar por la experiencia de la Tierra, se necesitan unos . millones de años
de existencia planetaria para que la vida se desarrolle hasta un punto de complejidad en que pueda
establecerse una civilización.
Naturalmente, no podemos estar muy seguros de lo típico que sea el caso de la Tierra,
aplicado al Universo en general. Puede ser que, por alguna razón trivial, la evolución haya sido
extraordinariamente lenta en la Tierra, y que en otros planetas se haya necesitado mucho menos
tiempo para el desarrollo de la inteligencia. Por otra parte, quizá la evolución de la Tierra, por alguna
 Se encuentran detalles de esto en mi libro The Collapsing Universe.
 El Sol se volverá gradualmente más caliente al paso que envejezca, y en sus últimos . millones de años de
su secuencia principal, la vida en la Tierra tal vez ya no sea posible. Cuando el Sol se agrande hasta convertirse
en gigante rojo, invadirá las órbitas de Mercurio y Venus, y aunque la Tierra probablemente permanezca fuera
de la esfera hinchada del Sol, en el mejor de los casos será una bola de roca al rojo vivo.


razón trivial, haya sido extraordinariamente rápida, y en otros planetas se necesite mucho más tiempo
para el desarrollo de la inteligencia.
Por el momento no hay manera de decir si es verdad una u otra alternativa. No nos queda más
recurso que atenernos al «principio de la medianía» y suponer que el único caso que conocemos, el de
la Tierra, no es atípico, sino más o menos ordinario.
Por tanto, debemos continuar sujetándonos a una duración de . millones de años de la
secuencia principal, como mínimo indispensable para el desarrollo de una civilización.
Una estrella que tiene , veces la masa del Sol. y pertenece a la clase espectral F, permanece
en la secuencia principal durante . millones de años, por lo que podemos llegar a la conclusión de
que cualquier estrella con una masa de más de , veces la del Sol no servirá como incubadora de
vida. Podrá haber vida en un planeta que gire en torno de una estrella con demasiada masa, pero es tan
ínfima la probabilidad de que esa estrella exista el tiempo suficiente para llegar al grado apropiado de
complejidad para producir una civilización extraterrestre, que podemos pasarla por alto.
Esto significa que las estrellas brillantes que vemos en el firmamento, y que tienen (por lo
menos la mayoría de ellas) una masa considerablemente mayor que la del Sol, no sirven como
incubadoras. Por ejemplo, Sirio permanecerá en la secuencia principal un total de unos  millones
de años, y Rigel sólo unos  millones. Podemos hacer caso omiso de esas estrellas.
Ocurre que son precisamente esas estrellas, de mucha masa y poca duración, que giran aprisa,
las que no incluí en el número de las que poseen un sistema planetario. Por tanto, su exclusión está doblemente
justificada.
Estrellas enanas
Pasemos ahora al otro extremo y consideremos una estrella con / de la masa del Sol y un
millonésimo de su luminosidad. (Cualquier cuerpo con menor masa, probablemente no tendría la
suficiente para encender los fuegos nucleares en su centro y, por lo mismo, no sería una verdadera
estrella.)
Una estrella enana, con / de la masa del Sol, tendría  veces más masa que el planeta
Júpiter, pero sin duda sería mucho más densa y podría ser apenas más grande que Júpiter. Quizá
tuviese . kilómetros de diámetro.
Supongamos que la Tierra estuviese a . kilómetros del centro de una estrella así y que,
por tanto, girase en torno suyo a una altura de . kilómetros por encima de su superficie. La
tierra daría la vuelta a esa estrella cada , horas.
La Tierra recibiría tanta energía total de esa estrella enana como la que ahora recibe del Sol. El
que la estrella enana estuviese apenas al rojo vivo se compensaría porque a esa distancia del planeta su
tamaño aparente sería . veces mayor que el del Sol como lo vemos desde la Tierra.
Indudablemente, la clase de energía que se recibiera de la estrella enana sería diferente de la
que se recibe del Sol. La estrella enana no emitiría casi radiación ultravioleta y de hecho muy poca luz
visible. Casi toda su energía sería de luz infrarroja.
Esto sería muy desagradable desde nuestro punto de vista. A nuestros ojos, todo parecería muy
mortecino y de un color rojo oscuro desagradable. Sin embargo, podemos imaginar que la vida en un
planeta así habría desarrollado un sentido de la vista, sensible al rojo y al infrarrojo, y quizá viera
secciones de él en diferentes colores. Para una vida así, la luz tal vez pareciese blanca y
suficientemente brillante.
El rojo y el infrarrojo son menos intensamente energéticos que el resto del espectro luminoso
visible, y habría muchas reacciones químicas que la luz amarilla, verde o azul, podría iniciar, y que la
roja y la infrarroja no podrían. Sin embargo, la vida no tiene por base las reacciones fotoquímicas,
salvo en lo que respecta a la fotosíntesis, y ésta es iniciada por la luz roja. Indudablemente, no tendríamos
que llevar las cosas a extremos intolerables para imaginar la vida en un mundo así, hasta ahora.
Con todo, ocupémonos de un nuevo punto:
El campo de gravitación de cualquier objeto disminuye en intensidad con el cuadrado de la
distancia. Si se dobla la distancia, la intensidad se reduce a / de la que antes era; si la distancia se
triplica, se reduce a /, y así sucesivamente.
Esto afecta la forma como la Luna y la Tierra se atraen mutuamente.
La distancia promedio entre el centro de la Luna y el de la Tierra es de . kilómetros.


Esto varía algo al moverse la Luna en su órbita, pero no afecta la validez del argumento.
Empero, no todas las partes de la Tierra están a la misma distancia de la Luna. Cuando el
centro de la Tierra se encuentra en su distancia media de la Luna, la superficie de la Tierra que ve
directamente hacia la Luna está . kilómetros más cerca de ella. La superficie de la Tierra que ve
directamente en dirección contraría de la Luna está   kilómetros más lejos de ella.
Esto significa que en tanto la superficie de la Tierra que mira directamente hacia la Luna está
a una distancia de . kilómetros del centro de ésta, la superficie de la Tierra que mira
directamente en dirección contraria a la Luna está a una distancia de . kilómetros del centro de
la misma.
Si la distancia del lado cercano de la Tierra al centro de la Luna se considera como
equivalente a , la distancia del lado lejano de la Tierra será de ,. Esta diferencia, de sólo ,
por ciento de la distancia total a la Luna, no parece que sea mucha. Sin embargo, la atracción
gravitacional de la Luna disminuirá, en esa pequeña distancia, en un equivalente a /, y será
únicamente de , en el lado distante, en comparación con , en el lado cercano.
El resultado de esta diferencia en la atracción de la Luna en los lados cercano y distante de la
Tierra es que ésta se estira en dirección a la Luna. La superficie cercana es atraída hacia la Luna con
más fuerza que el centro, y éste es atraído hacia la Luna con más fuerza que la superficie distante. Tanto
la superficie cercana como la distante se comban, la primera hacia la Luna y la otra lejos de la Luna.
Esta comba es pequeña, de medio metro aproximadamente. No obstante, al girar la Tierra,
cada parte de su materia sólida se comba cuando se vuelve hacia el lado que ve a la Luna, y alcanza su
mayor estiramiento cuando pasa bajo la Luna; y después, se asienta de nuevo. La materia sólida se
comba cuando se vuelve hacia el lado opuesto a la Luna, alcanza otra cúspide cuando está directamente
opuesta a la posición de la Luna y luego baja.
También se comba el agua del océano, más que la tierra sólida. Esto significa que a medida
que gira la Tierra, la superficie terrestre pasa por la comba más alta del agua y ésta invade la orilla y
después se retira. Esto sucede cuando pasa por ambas combas de agua, la del lado que ve hacia la
Luna y la del lado contrario, lo cual significa que el agua sube y baja, a lo largo de la costa, dos veces
al día; o podemos decir simplemente que hay dos «mareas» al día.
Como esa diferencia en la atracción gravitacional causa las mareas, se le llama efecto de
marea.
Naturalmente, la Tierra también ejerce un efecto de marea en la Luna. Puesto que ésta es más
pequeña que la Tierra, ya que el diámetro de la Luna es de . kilómetros, en comparación con el de
. de la Tierra, la disminución de la atracción de la gravitación en toda la Luna es menor que la
disminución en toda la Tierra.
La anchura de la Luna es sólo de , por ciento de la distancia entre la Tierra y la Luna, por
lo que la atracción de la gravitación en el lado alejado equivale al , por ciento de la fuerza en el
lado cercano. A este respecto, el efecto de marea en la Luna sería sólo de , veces el de la Tierra,
pero el campo de gravitación de la Tierra es  veces el de la Luna, puesto que la Tierra tiene  veces
más masa que la Luna. Si multiplicamos , por  encontramos que la fuerza de marea de la Tierra
sobre la Luna es , veces más que el de la Luna sobre la Tierra.
¿Tiene importancia esa diferencia? Sí, la tiene.
Al girar la Tierra y combarse, la fricción interna de la roca al subir y bajar, y la fricción del
agua al elevarse y retirarse en la costa, consume algo de la energía de la rotación de la Tierra y la convierte
en calor. Como resultado, la acción de la marea disminuye la rotación de la Tierra. Sin embargo,
la Tierra tiene tanta masa y es tan grande la energía de su rotación que ésta disminuye muy
lentamente. La longitud del día aumenta un segundo cada . años ().
Lo anterior no es mucho en la escala humana del tiempo, pero si la Tierra ha existido durante
. millones de años y en todo ese lapso ha sido constante la prolongación del día, éste ha aumentado
un total de . segundos, o cerca de  horas. Cuando se creó la Tierra, es posible que llegara
 La disminución de la rotación significa una pérdida de momento angular, el cual, de acuerdo con la ley de la
conservación del momento angular, realmente no puede perderse. Lo que ocurre es que la Luna se aleja
lentamente de la Tierra, lo mismo que el centro de gravedad del sistema Tierra-Luna. Lo que la Tierra pierde en
momento angular de rotación, lo gana en el momento angular de un mayor giro en torno de un centro de
gravedad más distante.


a girar sobre su eje en sólo  horas, o menos, si las mareas eran más importantes en los primeros
tiempos geológicos de lo que son ahora, como posiblemente lo fueron.
¿Qué puede decirse del efecto de marea de la Tierra en la Luna?
Desde luego, la Luna tiene una masa más pequeña y por tanto, muy probablemente, una
energía rotatoria más pequeña. Además, el efecto de marea en la Luna es , veces mayor que en la
Tierra. El efecto más fuerte, que opera sobre una masa más pequeña, ejerce un efecto más grande de
disminución de velocidad. Como resultado, el período de rotación de la Luna ha disminuido y ahora
equivale exactamente a una revolución en torno de la Tierra. En esas condiciones, el mismo lado de la
Luna ve siempre hacia la Tierra, y la comba de la marea está siempre en el mismo lugar de su
superficie, por lo que las diferentes partes de su cuerpo no tienen ya que hincharse y asentarse a
medida que gira. No hay más disminución de la rotación (al menos en lo que concierne al efecto de
marea de la Tierra sobre la Luna), y el período de rotación de la Luna es ahora estable.
Como resultado del efecto de marea, sería de esperar que los cuerpos pequeños siempre diesen
sólo una cara a los cuerpos grandes en torno de los cuales giran. (Esto lo sugirió Kant en .) No
únicamente la Luna vuelve sólo una de sus caras a la Tierra; también los dos satélites marcianos
vuelven sólo una cara a Marte y asimismo, los cinco satélites más cercanos a Júpiter, con respecto a su
planeta. Y así en otros casos.
Entonces, ¿por qué la Tierra no vuelve sólo una cara al Sol?
Consideremos lo que ocurriría si la Luna se apartara de la Tierra. Al separarse, la atracción de
la gravitación terrestre disminuiría en razón del cuadrado de la distancia. También al alejarse, la fracción
de la distancia total, representada por el diámetro de la Luna, disminuiría en proporción a la
distancia. El efecto de marea se reduciría por ambas razones, y, si las dos se toman en cuenta, esto significa
que el efecto de marea mermaría en razón del cubo de la distancia.
El Sol tiene una masa  millones de veces mayor que la de la Luna. Si el Sol y la Luna
estuvieran a igual distancia de la Tierra, el efecto de marea del Sol sobre la Tierra sería  millones de
veces mayor que el de marea de la Luna sobre la Tierra ().
Sin embargo, el Sol está  veces más alejado de la Tierra de lo que lo está la Luna. El efecto
de marea del Sol se debilita en un grado igual a  x  x , o ... Si dividimos
millones entre .. encontramos que el efecto de marea del Sol sobre la Tierra es sólo de ,
el de la Luna. Si el efecto de marea de la Luna no ha bastado para disminuir de forma ostensible, hasta
ahora, el período de rotación de la Tierra, el del Sol indudablemente no lo disminuiría.
Mercurio está más cerca del Sol que la Tierra y eso sería un factor que tendería a aumentar el
efecto de marea del Sol.
Por otra parte, Mercurio es más pequeño que la Tierra y eso propendería a reducir el efecto. Si
se toman en cuenta ambos factores, resulta que la acción de marea del Sol sobre Mercurio es ,
veces más que la de la Luna sobre la Tierra, y sólo / del efecto de marea de la Tierra sobre la Luna.
Por tanto, el Sol disminuye la rotación de Mercurio más eficazmente que la Luna la rotación
de la Tierra, pero aminora con menos eficacia que la Tierra la rotación de la Luna. Por lo tanto, podríamos
sospechar que Mercurio gira con lentitud, pero no así que dé sólo una cara al Sol.
En , Schiaparelli (quien había anunciado los canales de Marte trece años antes)
emprendió la tarea de observar la superficie de Mercurio. Tal cosa es muy difícil, pues Mercurio
generalmente está más retirado de nosotros que Marte. También porque suele mostrar sólo una fase
creciente, en tanto que Marte muestra siempre una fase llena o casi llena, y finalmente porque
Mercurio, a diferencia de Marte, por lo general está tan cerca de la brillantez del Sol, que éste impide
verlo cómodamente. Sin embargo, basándonos en las vagas manchas que pudo distinguir en la
superficie de Mercurio, Schiaparelli dedujo que giraba sólo una vez en cada revolución de  días y
que daba sólo una cara al Sol.
No obstante, en , las ondas de radar emitidas de la Tierra fueron rechazadas desde la
superficie de Mercurio. El eco, recibido en la Tierra, reveló una realidad diferente. La longitud de las
ondas de radar cambia si esas ondas caen en un cuerpo que gira, y ese cambio varía según la velocidad
de la rotación. De la naturaleza de las ondas reflejadas de radar, se deduce que el período de rotación
de Mercurio es de  días, o sólo / de su lapso de traslación. Esta situación es comparativamente es-
 Este es sólo un caso hipotético, pues si el centro del Sol estuviese tan cerca de la Tierra como lo está
el centro de la Luna, la Tierra se encontraría dentro del Sol.


table, no tanto como si el ciclo de rotación fuese igual a la de traslación, pero lo suficientemente estable
para resistir otro cambio por la fuerza insuficiente del efecto de marea del Sol.
Podemos ahora volver a la situación imaginaria de nuestra estrella enana, en torno de la cual
girara la Tierra a una distancia de . kilómetros de su centro. Esa distancia es sólo / de la de
nuestra Tierra al Sol, y aun teniendo en cuenta el hecho de que la estrella enana tuviese sólo / de la
masa del Sol, su efecto de marea sobre la Tierra sería . veces más fuerte que el efecto de marea
de la Tierra sobre la Luna.
Así pues, es indudable que si la Tierra estuviese lo suficientemente cerca de una estrella enana
para encontrarse dentro de su ecosfera, el poderoso efecto de marea de la estrella disminuiría su
rotación, y desde los comienzos de su existencia haría que diese siempre una cara a la estrella y la otra
viese indefinidamente hacia el lado opuesto.
En el lado que viese siempre hacia la estrella, la temperatura subiría más allá del punto de
ebullición del agua. En el que viese al lado contrario, la temperatura bajaría muy por debajo del punto
de congelación del agua. En ninguno de los dos lados habría agua líquida.
Podría imaginarse una «zona crepuscular» en los límites entre el hemisferio siempre
iluminado y el siempre oscurecido, en cuya zona las condiciones fueran benignas. Esto sería así sólo si
la órbita del planeta fuese casi circular. Incluso en ese caso, la temperatura del lado caliente podría ser
tan alta que diese por resultado la pérdida lenta de la atmósfera, por lo que el planeta quedaría sin aire
y la zona crepuscular no sería entonces más habitable que cualquier otra parte.
Al imaginar una estrella más y más grande, su ecosfera se hallaría progresivamente más lejos
de ella. Un planeta dentro de esa ecosfera estaría sujeto a un efecto de marea cada vez más pequeño.
Finalmente, si la estrella fuese lo suficientemente grande, el efecto de marea no bastaría para que el
planeta pudiese sustentar la vida como la conocemos.
Podemos calcular que una estrella debe tener por lo menos / de la masa del Sol (lo que
significa que debe pertenecer a la clase espectral M, por lo menos), antes que el planeta en su
ecosfera pueda ser adecuado para la vida.
El efecto de marea no es el único problema que presentan las estrellas enanas. La anchura de
una ecosfera depende de la cantidad de energía que una estrella emita. Una estrella de gran masa y
muy luminosa, tiene una ecosfera en el espacio muy alejada de ella, y también más profunda que toda
la anchura de nuestro sistema solar. Una estrella enana tiene una ecosfera muy cercana a ella y muy
angosta. Es sumamente irrisoria la probabilidad de que un planeta se forme dentro de una ecosfera tan
estrecha. Por último, las estrellas más pequeñas que las de la clase espectral M suelen ser «estrellas
de llamarada», es decir, que en forma periódica brotan de su superficie llamaradas de gas
extraordinariamente brillantes y calientes. Esto ocurre en todas las estrellas, hasta en nuestro Sol, por
ejemplo. Sin embargo, en el Sol, una llamarada así sólo añade una fracción pequeña y soportable al
derrame ordinario de luz y calor. La misma llamarada, en una estrella enana tenue aumentaría su
producción de luz y calor hasta en un  por ciento. Un planeta que obtuviera la cantidad adecuada de
energía de una estrella enana, recibiría demasiada mientras ésta lanzara llamaradas. La estrella
desempeñaría su papel de incubadora en forma demasiado irregular para que fuese compatible con la
vida.
Por los efectos de marea, la estrechez de la ecosfera y las llamaradas periódicas, queda
justificado triplemente que se excluya a las estrellas enanas de toda consideración en cuanto a
inteligencia extraterrestre.
Lo justo
Si bien las estrellas con demasiada masa para servir de incubadoras apropiadas de vida, o sea
las estrellas que tienen mayor masa que las de la clase espectral F, son sólo una pequeña fracción de
todas las estrellas, tal no es el caso respecto a las estrellas de menor masa que las de clase espectral
M, las cuales tampoco sirven de incubadoras correctas de vida. Las estrellas enanas son muy
comunes. Más de dos tercios de las estrellas de nuestra Galaxia, y presumiblemente de cualquier otra
galaxia, son demasiado pequeñas para que sirvan de incubadoras de vida.
Entre las clases espectrales F y M están las estrellas cuya masa va de , veces a , veces
la masa del Sol. En el límite superior de esta escala, el tiempo de duración de las estrellas es
escasamente el necesario para que la inteligencia tenga ocasión de desarrollarse. En el extremo inferior


de la misma, un planeta apenas escapa a los efectos de marea demasiado pronunciados.
Pero dentro de esa escala están las «estrellas semejantes al Sol», las cuales, en igualdad de
circunstancias, sirven de incubadoras de vida. Aunque esas estrellas semejantes al Sol no forman la
mayoría de las del firmamento, realmente no son pocas. Quizá el  por ciento de las estrellas de la
Galaxia son suficientemente parecidas al Sol, para servir de incubadoras adecuadas de vida.
Eso nos proporciona nuestra tercera cifra:
. Cantidad de sistemas planetarios en nuestra Galaxia, que giran en torno de estrellas
semejantes al Sol: ....


 – PLANETAS SEMEJANTES A LA TIERRA.
Estrellas binarias
Una estrella puede ser semejante al Sol, pero aun así, no servir como incubadora de vida: tener
propiedades, aparte de su masa y luminosidad, que hagan imposible que un planeta semejante a la Tierra
gire en torno a ella.
Una estrella puede ser como el Sol en todos los aspectos, y aun así tener como acompañante,
no un planeta o un cuerpo de planetas, sino otra estrella. La presencia de dos estrellas en estrecha
asociación puede concebiblemente descartar la posibilidad de que un planeta como la Tierra gire en
torno a alguna de ellas.
Hasta hace unos dos siglos, los astrónomos no habían concebido la posibilidad de las estrellas
múltiples. Después de todo, nuestro Sol es una estrella sin acompañantes estelares, y eso parecía ser lo
normal. Cuando se reconoció que las estrellas eran otros soles, también se supuso que estaban
separadas. Por supuesto, hay estrellas muy próximas unas de otras en el firmamento. Por ejemplo,
Mizar, la estrella central del mango de la Osa Mayor, tiene cerca otra estrella más pálida, llamada
Alcor. Sin embargo, se especuló con que tales «estrellas dobles» eran realmente estrellas separadas
que se encontraban casi en la misma dirección desde la Tierra, pero a distancias radicalmente
diferentes. En el caso de Mizar y Alcor, tal cosa resultó ser realmente cierta.
En la década de , William Herschel emprendió un estudio sistemático de estrellas dobles,
con la esperanza de que la más luminosa (y presumiblemente la más cercana) se moviera ligera y
sistemáticamente en relación con la menos luminosa (y presumiblemente más distante). Ese
movimiento podría reflejar el de la Tierra en torno del Sol y ser la paralaje de la estrella. De esto
podría determinarse la distancia de la estrella, algo que hasta entonces no se había hecho.
Herschel encontró movimientos entre esas estrellas, pero no los que indicaran la presencia de
una paralaje. En cambio, descubrió algunas estrellas dobles que giraban en torno a un centro de
gravedad común. Esas eran las verdaderas estrellas dobles, unidas entre sí por la gravitación, y
recibieron el nombre de estrellas binarias, de la palabra latina que significa en pares.
En , Herschel pudo anunciar la existencia de muchas estrellas binarias, que ahora
sabemos que son muy comunes en el Universo. Por ejemplo, entre las más brillantes y conocidas, son
binarias Sirio, Capello, Proción, Castor, Spica, Antares y Alfa Centauro.
De hecho, más de dos estrellas pueden quedar unidas por la gravitación. Así, las binarias de
Alfa Centauro (que se conocen como Alfa Centauro A y Alfa Centauro B) tienen una compañera muy
distante, Alfa Centauro C, a unos .... de kilómetros del centro de gravedad de las otras
dos estrellas. Un sistema de estrellas binarias puede también estar unido por la gravitación a otro
sistema de estrellas binarias, y los dos pares de estrellas giran en torno de un centro de gravedad
común. Se conocen sistemas de cinco y hasta de seis estrellas.
En todos los casos en que figuran más de dos estrellas en un sistema múltiple, existen en pares
relativamente cerca una de otra estrella, pero muy separadas de las compañeras solitarias, o de otras
binarias.
En otras palabras, supongamos que hubiese un planeta en torno de la Estrella A, miembro de
un sistema binario. La Estrella B podría estar lo suficientemente cerca para ejercer algún efecto
importante sobre el planeta, como añadir su propia radiación a la de la Estrella A, en diferentes
cantidades y en distintos momentos. O bien, su atracción gravitacional podría introducir
irregularidades en la órbita del planeta, que no existirían de otra manera.
Por otra parte, si la binaria A-B tuviese asociada una tercera estrella, u otra binaria, todas
estarían tan alejadas entre sí que sencillamente serían estrellas en el cielo, sin ninguna influencia
particular en el desarrollo de la vida en el planeta.
Así pues, para los fines de este libro sólo nos interesan las binarias.
Nada enigmático hay en su existencia.
Cuando una nebulosa inicial se condensa para formar un sistema planetario, uno de los
planetas, por la ocasión que presenta la turbulencia, puede atraer suficiente masa para convertirse en
estrella. Si en el curso del desarrollo de nuestro propio sistema solar, Júpiter hubiese acumulado quizá
 veces más masa de la que reunió, la pérdida de esa masa del Sol no habría sido especialmente


significativa. El Sol tendría casi el mismo aspecto que ahora tiene, en tanto que Júpiter sería una débil
estrella enana roja. Entonces, el Sol formaría parte de un sistema binario.
Hasta es muy posible que la nebulosa original se condensara más o menos igualmente en torno
de dos centros, para formar estrellas de masa casi semejante, cada una de ellas más pequeña que el
Sol, como en el caso del sistema binario de Cisne ; o bien, cada una de tamaño semejante al de
nuestro Sol, como en el caso del sistema binario Alfa Centauro; o también cada una más grande que el
Sol, como en el sistema binario de Capella.
Si poseen masa diferente, las dos estrellas pueden tener historias radicalmente distintas. La
estrella de mayor masa podría abandonar la secuencia principal, ensancharse hasta convertirse en una
gigante roja y estallar; sus restos se condensarían entonces en una estrella pequeña y densa, en tanto
que la estrella acompañante, con menor masa, se conservaría en la secuencia principal. Así, Sirio tiene
por acompañante una estrella enana, resto denso de una estrella que estalló. Proción tiene también por
acompañante una estrella enana.
El número total de binarias en la Galaxia (y es de presumir que en el Universo, en general) es
sorprendentemente grande. En el curso de los casi doscientos años desde que fueron descubiertas, ha
aumentado continuamente el cálculo de su frecuencia. Ahora (a juzgar por los ejemplos de las estrellas
lo bastante cercanas a nosotros para poder examinarlas detalladamente) parece que del  al  por
ciento de ellas pertenecen al sistema binario. Para llegar a una cifra determinada, tomemos un
promedio y digamos que el  por ciento de las estrellas y, por tanto, de todas las semejantes al Sol,
pertenecen a un sistema binario.
Si suponemos que cualquier estrella similar al Sol puede formar un sistema binario con otra
estrella de cualquier masa, entonces, teniendo presente la cantidad proporcional de las estrellas de
diversas masas, podríamos aventurarnos a hacer una división razonable de los . millones de
estrellas análogas al Sol que existen en la Galaxia de la siguiente manera:
. millones ( por ciento) son sencillas.
. millones ( por ciento) forman un sistema binario con una estrella enana.
. millones ( por ciento) integran un sistema binario de una con otra.
. millones ( por ciento) componen un sistema binario con una estrella gigante.
¿Debemos eliminar los . millones de estrellas semejantes al Sol, que pertenecen a
sistemas binarios, como inadecuadas incubadoras de vida?
Indudablemente, parece que podemos omitir los . millones de estrellas afines al Sol, que
configuran sistemas binarios con estrellas gigantes. En su caso, mucho antes que la estrella semejante
al Sol haya llegado a una edad en que la inteligencia pueda desarrollarse en algún planeta que gire en
torno a ella, la estrella acompañante estaría como supernova. El calor y la radiación de una supernova
cercana, probablemente destruiría cualquier vida que existiese ya en el planeta.
¿Qué podemos decir de los restantes . millones de estrellas iguales al Sol, que forman
parte de sistemas binarios?
En primer lugar, ¿puede un sistema binario poseer planetas?
Podría argüirse que si una nebulosa se condensa en dos estrellas, ambas serán dos veces más
eficaces en recoger despojos de lo que sería una sola de ellas. Cualquier material planetario que se
escapara de una, lo recogería la otra. Por tanto, a la postre habría dos estrellas y ningún planeta.
Que lo anterior no es necesariamente así lo demuestra la estrella Cisne , la primera cuya distancia
de la Tierra fue determinada, en , y que ahora se sabe que se encuentra a , años luz de
nosotros.
Como dije antes, Cisne  es una estrella binaria. Las dos estrellas componentes, Cisne  A y
Cisne  B, están separadas por  segundos de arco, vistas desde la Tierra (separación de cerca de
/ de la anchura de la Luna llena).
Cada una de las estrellas componentes es más pequeña que el Sol, pero también cada una de
ellas es lo suficientemente grande para asemejarse al Sol. Cisne  A tiene aproximadamente ,
veces la masa del Sol, y Cisne  B, alrededor de , veces la masa del Sol. La primera tiene un
diámetro de unos . kilómetros y la segunda de unos . kilómetros. Están separadas por
una distancia promedio de alrededor de ... de kilómetros, o un poco más del doble de la
distancia promedio entre el Sol y Plutón, y giran cada una en torno de su centro mutuo de gravedad,


una vez cada  años.
Si imagináramos el planeta Tierra girando en torno de una de las estrellas Cisne , a la
misma distancia a que ahora lo hace en torno al Sol, la otra estrella Cisne  aparecería en el
firmamento nocturno, en diversos momentos, como un cuerpo luminoso semejante a una estrella, sin
mostrar un disco visible ni liberar una cantidad significativa de radiación ni produciendo un efecto
significativo de interferencia gravitacional.
En realidad, podríamos imaginar fácilmente que cada estrella Cisne  posee un sistema
planetario casi tan extenso como el del Sol, sin que ninguno de esos sistemas interfiera con el otro ().
En este caso particular, no necesitamos recurrir por completo a conjeturas. El primer cuerpo
planetario en torno de otra estrella, respecto al cual se obtuvieron pruebas, fue uno alrededor de Cisne
. Por la forma como la separación de las dos estrellas cambió de una manera oscilante mientras ambas
giraban una en torno de la otra, se dedujo la presencia de un tercer cuerpo, el de Cisne  C. Por la
magnitud de la oscilación se creyó que Cisne  C era un planeta grande, con una masa unas ocho
veces mayor que la de Júpiter.
Los astrónomos soviéticos del Observatorio Pulkovo, cerca de Leningrado, han estudiado
cuidadosamente las órbitas de las estrellas del sistema Cisne , midiendo las irregularidades de la
oscilación misma, y en  sugirieron que había tres planetas. Sus conclusiones fueron que Cisne
A tiene dos planetas grandes, uno de ellos con  veces la masa de Júpiter y otro con  veces la masa,
en tanto que Cisne  B tiene un planeta grande, con  veces la masa de Júpiter.
Estas observaciones son muy marginales. Los minúsculos cambios en el movimiento de las
estrellas Cisne  apenas se pueden notar, y es muy posible que errores insignificantes de medición e
interpretación hayan dado lugar a los mismos.
Sin embargo, hasta donde pueda decirse, y mientras no se disponga de mejores observaciones,
las investigaciones hechas hasta ahora nos revelan que ambas estrellas de un sistema binario (las dos
semejantes al Sol) tienen planetas; planetas grandes, por lo menos. Empero, si existen planetas
grandes, no es muy aventurado suponer la existencia de un gran conjunto de planetas más pequeños,
satélites, asteroides y cometas, todos ellos demasiado pequeños para lograr producir efectos capaces
de ser detectables en la oscilación.
Por supuesto, algunos sistemas binarios están separados por distancias más pequeñas de la que
separan a las estrellas de Cisne .
Consideremos las dos estrellas del sistema binario de Alfa Centauro. Alfa Centauro A tiene
una masa de , veces la del Sol, y Alfa Centauro B de , veces. Las dos estrellas están separadas
por una distancia promedio de ... de kilómetros. Giran en torno a su centro de gravedad en
órbitas muy elípticas, por lo que están mucho más próximas la una de la otra en algunos momentos
que en otros. La distancia máxima entre las dos estrellas es de ... de kilómetros, y la
mínima, de ....
Supongamos que Alfa Centauro B girara en torno a nuestro Sol, exactamente como en
realidad gira en torno a Alfa Centauro A. Si trazáramos la órbita de Alfa Centauro B relativa al Sol,
obtendríamos una senda elíptica que llegaría mucho más allá de la órbita de Neptuno en su mayor
recesión del Sol, y casi tan cerca como la órbita de Saturno en su aproximación más cercana.
En esas circunstancias, ninguna de las dos estrellas podría tener un sistema planetario muy
extenso, como el que tiene ahora el Sol. Los planetas a la distancia de Júpiter o de otros gigantes, que
giraran en torno a cualquiera de las dos estrellas, estarían afectados por el influjo gravitacional de la
otra estrella, y tendrían órbitas inestables.
Por otra parte, podría existir, aun así, un sistema planetario interior. Si Alfa Centauro B girara
en torno de nuestro Sol, como lo hace en torno a Alfa Centauro A, nosotros en la Tierra casi no podríamos
notar la diferencia con los ojos cerrados. Alfa Centauro B sería un cuerpo celeste luminoso,
semejante a una estrella, que en su acercamiento más próximo sería . veces más luminoso que
nuestra Luna llena y con / de la luminosidad de nuestro Sol. Añadiría entre , y  por ciento al
 Por supuesto, si la Tierra estuviese tan alejada de cualquiera de las estrellas Cisne , como lo está del Sol, se
congelaría y quedaría en una edad de hielo permanente. Por otra parte, si imagináramos que la Tierra se hallaba a
una distancia de alguna de las dos estrellas, igual a la que está Venus del Sol, nuestro planeta posiblemente
quedaría bien situado.


calor que recibimos del Sol, dependiendo de la parte de su órbita en que se hallara, y podríamos vivir
con eso. Tampoco su influjo gravitacional afectaría la órbita de la Tierra en una forma significativa.
En ese caso, Alfa Centauro B podría tener también un sistema planetario interior. Un planeta
que girara en su ecosfera (la cual, naturalmente, estaría más próxima a la estrella que la ecosfera lo
está de Alfa Centauro A o del Sol), no estaría sujeto a una grave interferencia por parte de su
compañera un poco más grande.
Como en el caso del sistema de Cisne , tanto Alfa Centauro A como Alfa Centauro B
tendrían lo que podríamos llamar una «ecosfera útil», en la cual un planeta semejante a la Tierra puede
girar sin interferencia grave de la compañera, en términos de radiación o gravitación.
En , Robert S. Harrington, del Observatorio Naval de Estados Unidos, informó acerca de
los resultados de los estudios hechos con computadoras de alta velocidad, en lo concerniente a las
órbitas en torno de las estrellas binarias.
Si una estrella semejante al Sol forma parte de un sistema binario, y si la separación entre las
dos estrellas es por lo menos de , veces la distancia de la ecosfera desde la estrella semejante al Sol,
entonces esa ecosfera es útil. En el caso de nuestro propio sistema solar, esto significaría que el Sol
podría tener una estrella compañera a una distancia igual a la que lo separa del planeta Júpiter, sin
dejar de comunicar gravitacionalmente con la Tierra. Si la estrella acompañante fuera algo menos
luminosa que Alfa Centauro B, no interferiría significativamente con la Tierra, en lo que respecta a
radiación.
Hay sistemas binarios con estrellas aún más próximas entre sí, que las del sistema de Alfa
Centauro. Las dos estrellas del sistema binario de Capella están separadas por una distancia de sólo
millones de kilómetros, o sea, menos de la distancia que separa a Venus del Sol.
Ninguna de las dos estrellas, en un sistema binario semejante, podría tener un sistema
planetario como el del Sol. Las órbitas planetarias en torno a una de las estrellas, estarían sujetas a la
interferencia gravitacional inducida por la otra estrella, y esas órbitas no serían estables.
Sin embargo, si un planeta estuviese lo suficientemente alejado, no giraría en torno a ninguna
de las dos estrellas, sino del centro de gravedad de ambas estrellas. Ese planeta trataría a las dos estrellas,
en lo concerniente a la gravitación, como si ambas fuesen un solo objeto que tuviese forma de
pesas de gimnasia.
Harrington calcula que un planeta cuya distancia del centro de gravedad del sistema binario
fuese igual por lo menos a , veces la distancia de separación entre las dos estrellas tendría una órbita
estable. En el caso del sistema de Capella, el planeta, para tener una órbita estable, necesitaría estar por
lo menos a  millones de kilómetros del centro de gravedad.
En un sistema binario estrecho, en el que las dos estrellas tuviesen la luminosidad total
adecuada, una órbita exterior de esa índole podría muy bien hallarse dentro de ecosfera de las dos
estrellas juntas. Sería otro ejemplo de cómo un sistema binario podría tener una ecosfera útil.
Existen parejas de estrellas que giran una en torno a otra, tan cerca que ni con nuestros
mejores telescopios podemos distinguirlas como estrellas separadas. Su existencia como parejas la
delata el espectroscopio, cuando a veces se duplican las líneas oscuras del espectro, se vuelven a unir,
vuelven a duplicarse, vuelven a unirse, y así sucesivamente.
La explicación más sencilla es suponer que hay dos estrellas muy próximas entre sí, que giran
la una en torno a la otra, de suerte que una de ellas se aparta de nosotros en tanto que la otra se aproxima
a nosotros. En ese caso, una de ellas produciría un desplazamiento al rojo, y la otra, simultáneamente,
un desplazamiento al violeta, por lo que las líneas parecerían ser dobles. Es ése el mismo
principio que hace que se ensanchen las líneas de una estrella rotatoria. La revolución de las dos estrellas
es más rápida que la de una sola estrella, por lo que en el último caso el ensanchamiento se lleva
hasta el punto en que de hecho se produce una separación en dos líneas.
La primera de esas «binarias espectroscópicas» que se descubrió fue Mizar, en , cuando
el astrónomo norteamericano Edward Charles Pickering (-) detectó la duplicación de sus
líneas espectrales. En realidad, las estrellas componentes de Mizar están separadas por  millones de
kilómetros, separación mayor que la de las estrellas del sistema de Capella. La pareja Mizar no se ve
en el telescopio como dos estrellas, porque ese sistema se encuentra sumamente alejado.
Las estrellas componentes de algunos sistemas espectroscópicos binares están mucho más
próximas la una de la otra. Suelen hallarse a menos de un millón de kilómetros, casi tocándose, y
completan el círculo, en torno al centro de gravedad, en un par de horas.


Si pudiéramos imaginar al Sol sustituido por dos estrellas, cada una de ellas con la mitad de la
luminosidad del Sol, y separadas por menos de . kilómetros —algo menos que la distancia entre
el Sol y Mercurio—, la Tierra permanecería estable en su órbita. Los planetas a la distancia de
Mercurio y de Venus no podrían permanecer en órbita estable en esas condiciones, pero la Tierra sí.
Naturalmente, en tal caso la suma de la masa de las dos estrellas sería mayor que la del Sol, y
el período de revolución de la Tierra, considerablemente menor que de un año. Además, con dos
estrellas separadas a distancias cambiantes, las estaciones de la Tierra tendrían tal vez variaciones más
complicadas que ahora. Sin embargo, ninguno de estos dos factores haría que la Tierra no pudiese
sustentar vida.
Entonces, ¿cuántas estrellas de nuestra Galaxia, que sean semejantes al Sol, tienen ecosferas
útiles?
Para comenzar, podemos suponer razonablemente que todas las estrellas sencillas, idénticas al
Sol, tienen ecosfera útil, lo cual significa, por ese concepto exclusivamente, . millones de
estrellas.
De los sistemas binarios hemos eliminado las estrellas semejantes al Sol, que tienen como
compañera una estrella gigante (o una estrella pequeña y densa, resto contraído y condensado de una
estrella gigante que ha estallado).
De los . millones de estrellas similares al Sol que están en asociación binaria con otra
estrella parecida al Sol, podemos calcular aproximadamente que sólo un tercio de ellas tiene ecosfera
útil. Eso significaría . millones de estrellas en esa categoría. Como suposición (y sólo como tal)
diría lo que hay unos . millones de sistemas binarios, cada uno con dos estrellas semejantes al
Sol, en los cuales sólo la estrella más grande tendría una ecosfera útil; y un millón de binarias de esta
clase, en que ambas estrellas semejantes al Sol tendrían ecosfera útil.
Por último, ¿qué puede decirse de las binarias en las cuales la estrella equivalente al Sol está
aparejada con una estrella enana? Hemos calculado ya que, en total, hay en la Galaxia . millones
de binarias de esa descripción. Es mucho menos probable que una estrella enana interfiera en un
sistema planetario, en lo concerniente a la gravitación o a la radiación, que lo haga una estrella más
grande. Podemos calcular, de nuevo aproximadamente, que dos tercios de esas estrellas semejantes al
Sol tienen ecosfera útil, lo que daría por resultado unos . millones de estrellas.
Así, tenemos ya nuestra cuarta cifra:
. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, semejantes al Sol y con ecosfera útil: ....
Poblaciones de estrellas
Pero no hemos terminado todavía. Una estrella semejante al Sol podrá tener una ecosfera útil
y, aun así, tal vez no sea posible que un planeta similar a la Tierra gire en esa ecosfera. Ocurre que las
estrellas suelen diferir en otras formas, aparte de la masa, luminosidad y estado de asociación. Pueden
también diferir en composición química.
Cuando se formó el Universo, hace unos . millones de años, parece que la materia se
extendió hacia afuera, desde una masa central que estalló. Para comenzar, esa materia consistía casi
exclusivamente en hidrógeno, que es el elemento más sencillo, con una pequeña mezcla de helio, que
es el elemento que le sigue en sencillez. Prácticamente no existía ninguno de los elementos más
pesados.
Esa materia primordial, que formaba una masa de gas del tamaño del Universo, se dividió en
secciones turbulentas, cada una de ellas del tamaño de una galaxia. De esas protogalaxias se formaron
las estrellas de las diversas galaxias.
Si nos concentramos en cualquiera de las masas de gas del tamaño de una galaxia, las regiones
centrales eran más densas que las de la periferia. El gas de las regiones centrales se dividió bastante
bien en masas pequeñas, del tamaño de estrellas, muy cerca unas de otras, de suerte que ninguna masa
del tamaño de estrella tuvo más ocasión que otra de recoger su parte. El resultado fue que se formaron
muchísimas estrellas, casi todas pequeñas y de tamaño mediano, y prácticamente ninguna de tamaño
gigante. Además, casi todo el gas fue recogido por una estrella u otra, de suerte que las regiones


interestelares en el centro galáctico acabaron por quedar prácticamente libres de gas.
Esas estrellas, características de las regiones centrales de una galaxia, son las conocidas como
de Población II.
En las regiones a distancia moderada del centro no hay suficiente gas para formar una
aglomeración firme y continua de estrellas. No obstante, el gas se desmenuza en unos doscientos
pozos más pequeños de densidad, y de cada uno de ellos se forma un grupo compacto de entre diez mil
y un millón de estrellas. Así se integra un «cúmulo globular». Los cúmulos globulares, arreglados en
una capa esférica en torno del centro galáctico, están casi libres de polvo; las estrellas de esos cúmulos
también son de la clase Población II.
El punto que conviene recordar acerca de las estrellas de Población II es que se formaron de
gas, que en su mayor parte era hidrógeno con un poco de helio y casi nada más. Los sistemas planetarios
que se formaron en torno de esas estrellas deben estar constituidos por planetas que también
tienen esa estructura química. Los planetas formados en torno de las estrellas de Población II se
asemejarían algo a Júpiter y a Saturno en su composición, pero carecerían de la mezcla de hielos —
agua, amoníaco, metano, etcétera— que poseen otros planetas.
No habría cuerpos pequeños en los sistemas planetarios, puesto que dichos cuerpos no
tendrían suficiente atracción gravitacional para retener el hidrógeno y el helio, que serían los únicos
gases disponibles.
Tampoco habría vida, pues para que la haya (como la conocemos) necesitamos elementos
tales como carbono, oxígeno, nitrógeno y azufre, que no existen en cantidades apreciables en los
sistemas planetarios de Población II.
Por supuesto, los elementos más pesados se forman con el tiempo. A medida que cada estrella
de Población II se consume en el transcurso de miles de millones de años, los elementos pesados se
forman en su núcleo por reacciones de fusión, entre ellos, especialmente, los que se necesitan para la
vida.
Sin embargo, esos elementos más pesados son inútiles para la producción de vida, mientras
permanezcan en el núcleo de las estrellas.
A la postre, la estrella abandona la secuencia principal, se expande y después se desintegra. Si
la estrella es pequeña y no mucho más grande que nuestro Sol, el proceso de desintegración no va
acompañado de una explosión, y entonces se produce una enana blanca. No obstante, en el proceso de
desintegración, hasta una quinta parte de la masa de la estrella que se desintegra queda detrás, como
nube de gas que rodea a la enana blanca. El resultado es lo que se llama una nebulosa planetaria. La
capa de gas en expansión se extiende lentamente por el espacio hasta que se vuelve demasiado rala
para que pueda descubrirse visualmente, y detrás queda una enana blanca desnuda.
Si una estrella tiene , veces más masa que el Sol, estalla al desintegrarse. Mientras más
masa tenga la estrella, más violenta será la explosión. Una explosión de supernova puede arrojar al
espacio hasta nueve décimos de la masa de la estrella, como llamaradas de gas.
El gas que se extiende en el espacio, ya sea que haya empezado como producto de una
nebulosa planetaria o de una supernova, contiene porcentajes apreciables de los elementos más
complejos. El proceso de la explosión de la supernova crearía los elementos verdaderamente
complejos, que no se forman en el centro de estrellas que maduran pausadamente en la secuencia
principal. En el centro de esas estrellas no se produce nada que vaya más allá del hierro, en tanto que
en el episodio comparativamente breve de la explosión de una supernova, se forjan elementos hasta el
uranio, y más allá.
Con todo, las estrellas de Población II no tienen mucha masa, y como contienen, para
empezar, un alto porcentaje de hidrógeno, permanecen en la secuencia principal durante mucho
tiempo. Incluso en los . millones de años que han transcurrido desde la explosión primigenia,
casi todas esas estrellas se encuentran aún en la secuencia principal, y los elementos pesados siguen
guardados dentro de sus respectivos núcleos.
De todo lo anterior podríamos deducir que los centros de las galaxias son lugares tranquilos,
en donde nada ocurre; y si así lo creyéramos estaríamos en un error.
En  fueron descubiertos los quasares, que son cuerpos semejantes a estrellas. De hecho,
cuando se descubrieron se creyó que eran estrellas tenues de nuestra propia Galaxia. En lugar de eso,
resultaron estar a distancias de más de mil millones de años luz, más lejanos que cualquiera de las
galaxias visibles. Para ser visibles a esa distancia, los quasares tenían que brillar con una luminosidad


equivalente a  galaxias ordinarias. Sin embargo, todos son cuerpos pequeños, con un diámetro de
no más de dos años luz, en comparación con los diámetros de muchos miles de años luz que caracterizan
a las galaxias ordinarias.
Ahora, las pruebas parecen favorecer la idea de que los quasares son centros galácticos
luminosos, rodeados, por supuesto, de la estructura exterior de una galaxia ordinaria. Sin embargo,
dada la enorme distancia a que se encuentran los quasares, sólo es visible su brillante centro.
Así pues, la incógnita es ésta: ¿cuál es la causa de que un centro galáctico brille tanto?
Parecería que los centros mismos de las galaxias son comúnmente escenarios de sucesos
violentos. Algunos están estallando visiblemente; otros arrojan vastas corrientes de ondas de radio
desde fuentes a ambos lados del centro, como si una explosión hubiese arrojado material en
direcciones opuestas.
Todos los centros galácticos son brillantes, algunos más que otros. Cuando consideramos las
galaxias más y más distantes, llegamos a un punto en que vemos únicamente los más brillantes de los
centros galácticos, o sea los quasares.
¿Qué les ocurre a las tranquilas estrellas de Población II, para que inicien tal violencia?
Si permanecen solas, nada ocurre; pero no permanecen solas. En los apretados recintos de los
centros galácticos, las estrellas están un millón de veces más densamente aglomeradas que en nuestra
propia zona de los linderos galácticos. Las estrellas del centro galáctico pueden estar separadas las
unas de las otras por distancias promedio de unos . millones de kilómetros, que es sólo diez
veces la distancia entre el Sol y Plutón.
En esas condiciones de aglomeración, las colisiones y las casi colisiones tal vez no sean muy
raras. El traslado y la captura de masa pueden servir para crear estrellas de mucha masa, que rápidamente
estallan con una fuerza que conduce a una verdadera reacción en cadena de explosiones, y a la
formación de «agujeros negros». Esto es lo máximo en condensaciones de estrellas. (Véase mi libro
The Collapsing Universe.)
Un agujero negro es materia en su máxima densidad, y tiene un campo de gravitación tan
intenso en su superficie que nada escapa de él, ni siquiera la luz.
Si un agujero negro se forma en condiciones en que lo rodea materia de todas clases (como en
los centros galácticos), esa materia está constantemente girando en espirales hacia el agujero negro y
despidiendo rayos X y otra radiación de energía. (Esa radiación se desprende mucho antes de que la
materia logre penetrar al agujero negro, de tal suerte que le resulta posible escapar hacia el espacio exterior.)
El agujero negro aumenta en masa y puede llegar a ser lo suficientemente grande para engullirse
estrellas enteras.
Hay una fuerte fuente de radiación en el centro mismo de nuestra propia Galaxia, y bien puede
ser que allí se encuentre un agujero negro con una masa de  millones de estrellas. En  se
informó que la gigantesca galaxia M tenía, probablemente, un agujero negro en el centro, con una
masa tan grande como la de . millones de estrellas. Hasta puede ser que toda galaxia y todo
cúmulo globular tengan en su núcleo un agujero negro.
Tales sucesos violentos en los centros de las galaxias pueden producir los átomos, con mucha
masa, de los elementos complejos, y extenderlos por el espacio; pero ¿de qué serviría tal cosa? Esos
sucesos violentos son los lugares de emisión de enormes cantidades de radiación de energía, y, por ese
motivo, en todas las direcciones y a distancia de muchos años luz, la vida (como la conocemos) quizá
sea imposible.
Por tanto, las regiones de Población II, si se considera la constitución química y la radiación
de energía, son doblemente inadecuadas para la vida.
Supongamos que pasamos ahora a la periferia, a las regiones donde no llegan la violencia y la
radiación del centro.
Allí el gas primordial era relativamente ralo y estaba distribuido en forma irregular. Por esa
razón, las estrellas se formaban irregularmente, y, por lo general, eran estrellas gigantes, en cantidades
que no podrían haber existido en el centro. (Naturalmente, también se formaban muchas estrellas medianas
y pequeñas.)
Las estrellas diseminadas por la periferia de una galaxia, entre las cuales abundan las llamadas
gigantes, y que se extienden en volúmenes mucho más dilatados del espacio, de los que existen en las


regiones centrales, son conocidas como estrellas de Población I ().
Además, había lugares en las afueras en los que el gas era demasiado ralo para condensarse
fácilmente. Por tanto, hasta ahora, las regiones externas de Población I de las galaxias abundan en
nubes de gas y polvo.
Las estrellas originales de Población I estaban formadas por completo de hidrógeno y helio, al
igual que las estrellas de Población II. Sin embargo, había esta diferencia:
Las estrellas gigantes que se formaron en los lindes galácticos no permanecieron mucho
tiempo en la secuencia principal: unos cuantos centenares de miles de años solamente, en el caso de
las verdaderamente monstruosas; unos cuantos millones de años, en el caso de las que eran solamente
titanes; y hasta mil millones de años, en el caso de las que apenas llegaban a gigantes.
Y cuando dejaron la secuencia principal se ensancharon y, finalmente, se desintegraron y
estallaron, convirtiéndose en supernovas de violencia inimaginables. Vastos volúmenes de gas, que
contenían cantidades significativas de elementos complejos, se esparcieron en el espacio y se
añadieron a las ya existentes nubes de gas sin condensar.
Esas explosiones ocurren repetidas veces en las regiones externas de una galaxia, pero las
estrellas están tan separadas en esas vastas regiones exteriores, que las supernovas no llegan a afectar a
cualesquier otras estrellas, con excepción, a lo sumo, de sus vecinas inmediatas.
Hasta  millones de explosiones de supernova pueden haber ocurrido en la periferia de
nuestra propia Galaxia desde que ésta se formó. Esos  millones de explosiones han enriquecido
enormemente el espacio con elementos complejos, y aumentado la densidad de las nubes de gas y
polvo que existían desde el comienzo. La fuerza de la explosión puede tal vez haber servido como
iniciación de remolinos y compresiones en las cercanas nubes de gas, y conducido a la formación de
una estrella nueva, o de grupos enteros de estrellas nuevas.
Las estrellas nuevas, que se forman con nubes de gas que contienen elementos producidos en
una estrella más vieja que había distribuido esos elementos en sus estertores de muerte, se llaman
estrellas de segunda generación. Nuestro Sol, que se formó hace sólo . millones de años, cuando
la Galaxia tenía ya . millones de años de existencia, y después que centenares de millones de
estrellas habían ya muerto, es una estrella de segunda generación.
La nube de la cual se forman las estrellas de segunda generación contiene los elementos con
los que se integraron los hielos, las rocas y los metales, y, por tanto, puede producir sistemas
planetarios semejantes a nuestro propio sistema solar.
Así pues, si buscamos estrellas semejante al Sol, que sean capaces de incubar vida, debemos
eliminar las estrellas de Población II y hasta muchas estrellas de Población I. Podemos considerar
únicamente estrellas de segunda generación, de Población I.
Las estrellas de Población II se limitan a una pequeña parte del volumen total de una galaxia, a
sus compactas regiones centrales y a los casi tan compactos cúmulos globulares. Toda la abierta vastedad
de las regiones exteriores es dominio de las estrellas de Población I.
Pero no es tan sorprendente como parece. Alrededor del  por ciento de las estrellas de una
galaxia se encuentra en las compactas regiones centrales y en los cúmulos globulares.
Podemos sostener, también, que sólo la mitad del  por ciento de las estrellas que se
encuentran en regiones de Población I, son de segunda generación. Eso significa que el  por ciento
de las estrellas semejantes al Sol, con ecosferas útiles, son estrellas de segunda generación de
Población I, y que presumiblemente tienen planetas semejantes a la Tierra girando en torno de ellas.
Eso nos da nuestra quinta cifra:
. Cantidad de estrellas semejantes al Sol, de segunda generación, Población I, con ecosfera útil:
....
La ecosfera
Aunque una estrella sea perfecta incubadora, duplicado exacto de nuestro Sol en todos los
 Porque las estrellas de nuestra propia región de la Galaxia pertenecen a esta clase, se les dio la clasificación de
"I".


aspectos, ello no basta. Se necesita, además de una incubadora, algo que se incube. En resumen, debe
haber un planeta en el cual la vida pueda desarrollarse en la benéfica radiación de la estrella en torno
de la cual gire.
Ya hemos explicado que prácticamente toda estrella tiene su sistema planetario, por lo que en
nuestra Galaxia hay ... de estrellas de segunda generación, de Población I, semejantes al
Sol, con planetas; pero ¿dónde se encuentran esos planetas?
Determinada estrella puede ser una incubadora perfecta, pero algunos de sus planetas tal vez
estén demasiado cerca de ella y, por tanto, resulten extremadamente calientes para sustentar la vida, en
tanto que otros quizá se hallen muy apartados y sean demasiado fríos. Posiblemente no haya ningún
planeta dentro de la ecosfera de la estrella, en el cual el agua pueda existir en estado líquido.
¿Cuáles son, entonces, las probabilidades de que determinada estrella tenga un planeta, al
menos uno, dentro de su ecosfera?
Al tratar de emitir un juicio sobre esto, nos encontramos impedidos por el hecho de que sólo
conocemos detalladamente un sistema planetario: el nuestro. Además, por ahora no tenemos manera
de conocer los detalles apropiados acerca de ningún otro sistema planetario. Los pocos planetas que
posiblemente hayamos detectado, que giran en torno de estrellas cercanas, tienen todos el tamaño de
Júpiter, o quizá mayor.
Esos planetas gigantes son los únicos que podemos detectar por el momento, y eso con
grandes dificultades y considerable incertidumbre. Es imposible decir si hay realmente planetas dentro
de la ecosfera de tales estrellas, que se hallen más cerca de la estrella y que sean lo suficientemente
pequeños para asemejarse a la Tierra.
Nos vemos obligados a volver a lo único que tenemos, o sea a nuestro propio sistema
planetario. Este, posiblemente sea de una estructura muy atípica, caprichosa, que quizá no sirva de
guía, pero no tenemos motivo para creer tal cosa Nos tienta seguir el principio de la medianía y
suponer que el sistema planetario en que nos encontramos es típico y puede ser utilizado como guía.
Hay cierta esperanza de que esto no sea sólo un prejuicio de nuestra parte, o simples ilusiones.
El astrónomo norteamericano Stephen H. Dole ha verificado estas suposiciones, tanto como es posible,
con una computadora. Comenzando con una nube de polvo y gas de la masa y densidad que se cree
sirvió como origen al sistema solar, estableció los requisitos del movimiento aleatorio, de la
coalescencia sobre colisión, de los efectos de la gravedad, y de otras cosas. La computadora calculó
minuciosamente los resultados.
Hizo el cálculo de nuestros diversos sucesos fortuitos, y en todos los casos resultó un sistema
planetario muy semejante al nuestro. Había de siete a catorce planetas, con los pequeños cerca del Sol,
los grandes, más apartados de él, y otros planetas pequeños, aún más lejanos. En la mayoría de los
casos había un planeta con masa muy semejante a la de la Tierra, a una distancia parecida a la que
separa a la Tierra del Sol, y planetas con masa muy similar a la de Júpiter, y a una distancia muy
aproximada a la que separa a Júpiter del Sol, y otras cosas parecidas.
De hecho, si un diagrama del verdadero sistema solar se mezcla con las diversas simulaciones
de la computadora, no es nada fácil separar lo verdadero de lo simulado.
Es difícil decir cuánta importancia podemos conceder a esas simulaciones de computadora;
pero, por lo que puedan valer, sí dan un toque de verdad al principio de la medianía, al menos en este
aspecto.
Si ahora estudiamos nuestro propio sistema planetario, partiendo de la suposición de que es
típico, podemos ver que los planetas se mueven en órbitas casi circulares muy espaciadas, y que la
órbita de uno no invade la del planeta interno o la del externo.
Esto parece explicable, puesto que las órbitas muy poco espaciadas, a la postre resultarían
inestables. Entre colisiones y acciones recíprocas gravitacionales, los mundos necesariamente se
empujan y separan desde los comienzos de la historia del sistema planetario.
Lo anterior significa que es completamente improbable que haya muchos astros apretujados en
la ecosfera de una estrella semejante a nuestro Sol. No es probable que esa ecosfera sea lo suficientemente
amplia para que ocurra tal cosa. De hecho, podríamos sospechar intuitivamente que, cuando los
planetas terminan de empujarse y apartarse los unos de los otros, se hallará no más de uno dentro de la
ecosfera, o dos, si se trata de un planeta doble, como en el caso de la Tierra y la Luna.
¿Cómo concuerda esto con nuestro propio sistema planetario?
Por ejemplo, la Tierra se encuentra claramente dentro de la ecosfera del Sol, pues de otra


manera ni usted ni yo existiríamos para dudarlo.
Hace apenas una generación, la ecosfera parecía tener una profundidad de por lo menos
millones de kilómetros, puesto que generalmente se suponía que, aunque Venus parecía ser bastante
caliente y Marte bastante frío, ambos planetas tenían ambientes no demasiado extremos para que
resultara imposible la vida en ellos.
Pero lo anterior no es exactamente cierto. Venus ha experimentado un efecto de invernadero
incontrolable, y es demasiado caliente para permitir la vida. Marte quizá se encuentre en una era
glacial permanente, y sea demasiado frío para sustentar la vida. La diferencia entre cualquiera de las
dos direcciones, posiblemente sea pequeña.
De ser esto así, la ecosfera del Sol tal vez sea menos amplia de lo que creemos. En efecto, en
, Michael Hart, de la NASA, simuló el pasado de la Tierra por medio de una computadora, y si
son acertadas sus suposiciones iniciales, y correcta la programación de su computadora, en una etapa
de su historia, la Tierra escapó, por un estrecho margen, de un efecto incontrolado de invernadero, y
en otra etapa escapó de una era glacial incontrolable, también por pequeño margen. De haber estado
un poco más cerca o más lejos del Sol, la Tierra habría sido víctima de una u otra cosa. Parece, a
juzgar por las cifras de Hart, que la ecosfera tiene sólo  millones de kilómetros de anchura, por lo
que es coincidencia afortunadísima que la Tierra se encuentre dentro de esa ecosfera.
Entonces, ¿qué podemos decir? Si la ecosfera es lo suficientemente amplia (aunque no tanto
que incluya a Venus o a Marte), a juzgar por la simulación de los sistemas planetarios que hizo la
computadora de Dole, es casi seguro que se forme un planeta dentro de esa ecosfera, en algún lugar.
La probabilidad sería aproximadamente de ,.
Por otra parte, si es exacta la simulación del pasado de la Tierra, hecha por la computadora de
Hart, entonces muy probablemente no se formará ningún planeta dentro de la ecosfera, y todos los
planetas cercanos a la estrella serán semejantes a Venus o a Marte, y sólo en ocasiones muy raras se
asemejarán a la Tierra. En ese caso, la probabilidad de que haya un planeta dentro de la ecosfera será
casi de ,.
Los resultados de la simulación por computadora son demasiado recientes y tal vez muy
burdos para que podamos inclinarnos hacia el optimismo o el pesimismo. Sería preferible dividir la
diferencia y suponer que la probabilidad de que haya un planeta dentro de la ecosfera es,
aproximadamente, de ,, o sea  de cada .
Eso nos proporciona nuestra sexta cifra:
. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, de Población I, de segunda generación, con ecosfera
útil y un planeta que gire dentro de esa ecosfera: ....
Habitabilidad
El simple hecho de que un planeta esté en la ecosfera no significa que sea lugar propicio para
la vida o, en otras palabras, que sea habitable.
Para obtener una prueba de lo anterior no necesitamos ver más allá de nuestro propio sistema
solar. La Tierra misma es el único planeta en el sistema solar que claramente se encuentra dentro de la
ecosfera de la estrella en torno a la cual gira. Pero la definición de la palabra planeta oscurece el hecho
de que, de cualquier modo, hay dos mundos en la ecosfera.
La Luna no es un planeta en el sentido estricto, porque gira en torno a la Tierra (o mejor dicho,
porque gira en torno al centro de gravedad Tierra-Luna, como en el caso de la Tierra misma),
pero la Luna es un mundo. Además, es un mundo que se encuentra tan firmemente dentro de la ecosfera
como la Tierra, a pesar de lo cual la Luna no es un mundo habitable ().
Es evidente que la masa de la Luna es demasiado pequeña para hacerla habitable, pues a causa
de su pequeñez no puede retener una atmósfera, ni tampoco agua en estado líquido. Entonces, ¿qué
podemos decir de las masas de los planetas?
 Juzgamos acerca de la habitabilidad de un mundo por el hecho de que la vida puede originarse en él y
conservarse independientemente de otros mundos. Si los seres humanos llegan a establecer una base en la Luna,
tal cosa no obedecerá a la habitabilidad de la Luna, sino al ingenio y a la tecnología de los humanos.


Como lo señalé en el caso de las estrellas de Población II, en las que los únicos materiales de
estructura planetaria son el hidrógeno y el helio, los planetas posibles parecerían ser los gigantes, con
masa igual o mayor que la de Urano. Por debajo de eso no existiría la intensidad gravitacional que
permitiera retener el hidrógeno y el helio.
En el caso de las estrellas de Población I, únicas que consideramos adecuadas como
incubadoras de vida, tenemos metales, rocas y hielos, además de hidrógeno y helio, que pueden servir
de materiales estructurales. También en este caso, sólo los planetas gigantes pueden aprovechar el
hidrógeno y el helio, y precisamente por eso son planetas gigantes.
Por otra parte, en lo que concierne a las estrellas de Población I, pueden formarse mundos más
o menos pequeños con metales, rocas y hielos, puesto que esos materiales pueden unirse gracias a
fuerzas distintas de la gravitacional.
¿Cuál puede ser el tamaño de esos mundos más pequeños?
No muy grande, pues aun entre estrellas de Población I, de segunda generación, es más bien
pequeña la cantidad de materiales distintos del hidrógeno y del helio, y no pueden emplearse para
crear un mundo grande. Si esas estrellas pudieran hacerlo, reunirían hidrógeno y helio y se
convertirían en mundos gigantescos.
Las simulaciones de formación planetaria de la computadora de Dole parecen indicar con
bastante claridad que, dentro de la ecosfera de las estrellas semejantes al Sol, son muy pequeños los
planetas que no son gigantes.
¿Cuál puede ser el tamaño y la masa de un planeta no gigante?
Si excluimos los cuatro planetas gigantes del sistema solar (y el Sol mismo, por supuesto), el
cuerpo más grande en el sistema solar no es otro que la Tierra misma.
Por tanto, es probable que la Tierra esté dentro del límite máximo de masa de los planetas que
no son ni gigantes, ni de hidrógeno.
Un planeta algo más grande que la Tierra, pero no demasiado, indudablemente sería habitable
si todos los demás factores fuesen apropiados. La única consecuencia inevitable de una masa mayor
sería un campo gravitacional más intenso, que podría manifestarse como gravedad algo más alta en la
superficie. No hay motivo para creer que la vida no pudiera adaptarse a una gravedad algo más alta en
la superficie.
Después de todo, la vida en la Tierra surgió en el océano, donde, gracias a la flotabilidad, es
menor el influjo de la gravedad. Algunos organismos vivientes invadieron el suelo seco, donde es
mayor el influjo de la gravedad, a pesar de lo cual no sólo se adaptaron, sino que crearon maneras de
moverse rápidamente, no obstante la gravedad. La gravedad algo mayor en la superficie no impediría
la vida, como lo demuestra la sorprendente adaptabilidad en el único mundo que podemos estudiar
detalladamente.
Además, si un mundo es algo más voluminoso que la Tierra, pero también algo menos denso,
de suerte que su superficie se encuentre más alejada del centro que lo que sería de esperarse en condiciones
semejantes a las de la Tierra, la gravedad en la superficie posiblemente no sea más alta que la
de la Tierra, o incluso un poco más baja.
Así pues, podemos concluir razonablemente que en la ecosfera, en la que el calor de una
estrella sea tan grande que impida la acumulación de hidrógeno y helio, no se formarán planetas con
tanta masa como para impedir la vida en ellos.
Indudablemente, pueden formarse mundos sin demasiada masa, como en el caso de la Luna;
pero, ¿qué se entiende por demasiada masa?
Para albergar vida, un mundo debe tener tanta masa como para generar un campo
gravitacional que permita retener una atmósfera considerable; no tanto por la atmósfera misma, sino
porque tal cosa bastaría para permitir la existencia de líquido libre en la superficie.
En el sistema solar hay exactamente cuatro mundos no gigantes, con atmósferas
considerables: la Tierra, Venus, Marte y Titán.
Venus, con una masa de , veces la de la Tierra, tiene una atmósfera considerablemente más
densa que la Tierra (pero no es habitable por otros motivos). Marte, con una masa de , veces la de
la Tierra, tiene una atmósfera muy rala, la cual, aunque considerable, claramente no basta para
sustentar nada, excepto, tal vez, las formas más simples de vida. Titán, con una masa de , veces la
de la Tierra, posee una atmósfera quizá más densa que la de Marte, pero existe únicamente porque se
encuentra mucho más allá de los confines de la ecosfera.


Dentro de la ecosfera, un mundo puede conservar una atmósfera adecuada si no es tan pesado
como la Tierra, pero con más masa que Marte. Digamos que podría bastar una masa , veces la de la
Tierra.
En la ecosfera del Sol, o cerca de ella, hay cuatro mundos de gran tamaño: la Tierra, Venus,
Marte y la Luna. (Hay también cuerpos de tamaño insignificante, como los dos satélites de Marte, y
periódicamente entran asteroides o cometas, pero todos esos cuerpos se pasan por alto, por carecer de
significado). De dichos cuerpos, la Tierra y Venus tienen una masa mayor que la de ,, en tanto que
Marte y la Luna poseen una masa menor.
Si recurrimos al principio de la medianía, y consideramos esto como ejemplo adecuado de la
situación en el Universo en general, podemos concluir que de todos los mundos que se encuentran
dentro o cerca de las ecosferas apropiadas que rodeen a estrellas también apropiadas, sólo la mitad
tienen masas que se prestan a la habitabilidad.
Si existe en la ecosfera un mundo con masa adecuada, muchas de sus características serían
automáticamente semejantes a las de la Tierra. Por ejemplo, la temperatura sería demasiado alta para
que hubiese cantidades considerables de materiales helados, en estado sólido; y en estado líquido o
gaseoso, el campo de gravitación de ese mundo no sería lo suficientemente intenso para retener esos
materiales. Por tanto, un mundo con masa adecuada, que estuviese en la ecosfera, consistiría
principalmente de roca, o de roca y metal, como todos los mundos del sistema solar interno.
El agua, como material congelable que se derrite y hierve a temperaturas más altas, es el más
común y el que mejor se combina con sustancias rocosas, y, por esos tres motivos, el material
congelable que más probablemente quedaría retenido, hasta cierto grado. Así pues, los mundos en la
ecosfera, con la masa adecuada, probablemente tendrán cantidades de agua en la superficie, en forma
gaseosa, líquida y sólida. Tendrán océanos cubriendo por lo menos una parte de su superficie.
En resumen, un mundo en la ecosfera, con la masa adecuada, sería semejante a la Tierra.
Si uno de cada dos mundos en la ecosfera es semejante a la Tierra, hemos dado con nuestra
séptima cifra:
. Cantidad de estrellas en nuestra Galaxia, de Población I y segunda generación, con ecosfera
útil y un planeta semejante a la Tierra que gire dentro de esa ecosfera: ....
Un planeta semejante a la Tierra, en términos de temperatura y estructura, podría ser
inhabitable a causa de varios motivos menores. Por ejemplo, no podría albergar vida si estuviese
sujeto a grandes extremos en las condiciones ambientales.
Supongamos que un planeta estuviese a una distancia media del Sol, precisamente en medio
de la ecosfera, pero con una órbita particularmente excéntrica. En un extremo de su órbita podría
acercarse tanto al Sol que se hallara muy dentro del límite interior de la ecosfera, en tanto que en el
otro podría alejarse tanto del Sol que quedase muy afuera del límite exterior de la ecosfera. Ese planeta
tendría un verano corto, increíblemente tórrido, que podría hacer hervir los océanos en un breve plazo;
y un invierno increíblemente frío, durante el cual los océanos tal vez comenzaran a congelarse.
Podemos imaginar que la vida se desarrollase en forma tal que pudiera soportar tales
extremos, pero es razonable suponer que no sería probable que tal cosa ocurriese.
También los extremos reducirían las probabilidades de que surgiese la vida, si el eje de
rotación del planeta estuviese demasiado inclinado respecto a la vertical (relativa a su plano de
revolución en torno de su estrella), de modo que la mayor parte del planeta se hallara bajo la luz solar
durante medio año y en la oscuridad el otro medio año.
Asimismo, si un planeta girase con demasiada lentitud, los días y las noches serían tan
prolongados que permitirían extremos indeseables de temperatura.
Si el planeta fuese más bien grande, podría ocurrir que recogiera suficiente agua para que su
océano fuese planetario, con muy poca tierra, o sin ella. Aun en el caso de que surgiera allí la vida, no
es probable que se desarrollara la tecnología, y lo que buscamos no es sólo vida, sino también
tecnología. A la inversa, si el planeta es más bien pequeño y recoge poca agua, ese mundo podría ser
casi todo desierto, y en el mejor de los casos la vida se desarrollaría únicamente en grado limitado y
alcanzaría niveles insuficientes de complejidad.
La atmósfera tal vez no sea completamente apropiada en algunas formas, e impida el paso de


gran parte de la luz solar, o bien detenga muy poco la nitración de la radiación ultravioleta. Asimismo,
la corteza puede que no sea completamente adecuada y haya en ella demasiadas erupciones volcánicas,
o demasiados terremotos. Por último, el espacio cercano circundante quizá no sea del todo apto, y los
bombardeos de meteoros resulten demasiado intensos para que la vida se sostenga.
Tal vez ninguna de esas imperfecciones sea muy probable. Después de todo, entre los planetas
de nuestro sistema solar, sólo dos (Mercurio y Plutón) tienen órbitas que son significativamente
elípticas; sólo uno (Urano) mantiene una inclinación axial enorme; nada más dos (Mercurio y Venus)
tienen períodos de rotación muy lentos, y así sucesivamente.
Pero aunque cada una de las imperfecciones señaladas sea improbable y afecte a sólo uno de
cada diez o más planetas semejantes a la Tierra, no dejan de ser acumulativas.
De nuevo podremos suponer (intuitivamente) que sólo uno de cada dos planetas semejantes a
la Tierra, lo es en todos los aspectos importantes; que tiene un día y una noche de duración razonable,
estaciones que no llegan a extremos irrazonables, océanos que no son muy extensos ni demasiado
reducidos, una corteza no muy activa ni demasiado geológicamente inerte, etcétera.
Podemos decir que los planetas de esas características son «completamente semejantes a la
Tierra», o mejor aún, decir sencillamente que son «habitables». De hecho, ya no tendremos que
especificar que hablamos de estrellas semejantes al Sol, o de estrellas de Población I de segunde
generación, o de ecosferas. La palabra habitable significaría, necesariamente, todo lo demás.
Entonces, si es habitable uno de cada dos planetas semejantes a la Tierra, tenemos ya nuestra
octava cifra:
. Cantidad de planetas habitables en nuestra Galaxia: ...
Esto parece un número grande y, por supuesto, lo es; pero es el resultado, en cierta medida, de
nuestra cautela. Esta cifra significa que en nuestra Galaxia sólo una de cada  estrellas puede tener
un planeta habitable. Además, esta cifra es más cauta de lo que algunos astrónomos sugieren. Carl
Sagan, uno de los principales investigadores de la posibilidad de inteligencia extraterrestre, supone
que quizá haya mil millones de planetas habitables en la Galaxia.


 – VIDA.
Generación espontánea
Con fundamento en lo que creemos que es una lógica estricta, y ateniéndonos a las mejores
pruebas que podemos hallar, es más bien emocionante decidir que solamente en nuestra Galaxia hay
más de  millones de planetas habitables y, por tanto, más de  trillones en todo el Universo. Sin
embargo, si lo analizamos desde el punto de vista a que se limita el tema de este libro, ¿qué valor
tienen por sí mismos los planetas habitables? Si carecen de vida, resulta que su habitabilidad no podrá
servirnos de nada.
Por lo mismo, debemos suspender en este punto nuestros cálculos respecto a la inteligencia
extraterrestre, a menos que podamos decir algo razonable acerca de la probabilidad de que un planeta
habitable tenga realmente vida.
Para hacer tal cosa debemos volver de nuevo a algo conocido, o sea al único planeta habitable
que sabemos que tiene vida: la Tierra misma. En otras palabras, antes de poder decir algo sensato
acerca de la vida en general en los planetas habitables, debemos poder afirmar algo razonable acerca
de cómo surgió la vida en la Tierra
Las antiguas conjeturas respecto a la existencia de la vida en la Tierra suponían
invariablemente que por una causa no natural había surgido la vida, usualmente por obra de algún dios
o semidiós. La historia mejor conocida en nuestra tradición occidental es que la humanidad fue creada
en la misma serie de actos divinos que crearon el Universo en general.
La obra quedó terminada en seis días de creación. Dios creó la luz el primer día; la tierra y el
mar, el segundo; la vida vegetal, el tercero; los cuerpos celestiales, el cuarto; la vida animal en el mar
y en el aire, el quinto; y la vida animal terrestre, el sexto. Como último acto creador del sexto día,
nació la humanidad.
La vida, creada en tres días diferentes, se consideraba que había surgido en especies separadas
(«según su especie», dice la Biblia). Esas especies continuaron existiendo en tiempos contemporáneos.
Como algunos creían, ninguna especie fue añadida a la primera creación ni ninguna fue eliminada.
En cuanto a la fecha de esa creación divina, la Biblia no es precisa, pues la costumbre de
fechar con rigor se adquirió más tarde en los escritos históricos. Sin embargo, las deducciones con
base en diversas afirmaciones bíblicas indican que la fecha de la creación se remonta a sólo unos
cuantos miles de años. La fecha concreta, que generalmente se encuentra en la Biblia del Rey Jacobo,
es el año  a. C., calculada por el teólogo irlandés James Ussher (-).
Aunque la creación del mundo (o de diferentes mundos) se supuso que había sido un acto
definitivo, en tiempos antiguos era común suponer que tal cosa no era necesariamente verdad, en lo
concerniente a la vida.
En realidad, esta actitud es razonable. Después de todo, aunque no había prueba manifiesta de
ninguna creación de mundos en el curso de la historia humana, parecía haber prueba evidente de la
creación de cosas con vida, sin la intervención de cosas vivientes anteriores.
Los ratones de campo pueden hacer sus nidos en hoyos cavados en graneros, y esos nidos
suelen estar forrados de fragmentos de lana recogida aquí y allá. El granjero, al encontrar nidos de los
cuales ha tenido que huir la madre de los ratones, y al ver únicamente algunos ratoncitos minúsculos,
desnudos, ciegos, puede llegar a la más natural conclusión del mundo: ha interrumpido un proceso por
el cual los ratones se forman del grano húmedo y de la lana podrida.
De la carne en putrefacción salen pequeños gusanos. Se ve que las ranas surgen del cieno de
los ríos.
Si ese concepto es aplicable a diversas especies de sabandijas, podría aplicarse también a toda
especie de organismos, aunque tal vez sería menos común en el caso de especies más grandes y
complejas, como las de caballos, águilas, leones y seres humanos.
De hecho, con eficiente atrevimiento podría suponerse que la historia del Génesis es una
fábula; que esa clase de «generación espontánea» de seres vivientes salidos de cosas no vivientes,
podría explicar el comienzo original de la vida. Poco a poco se pudo haber formado cada especie,


primero las más simples y después las más complejas, siendo la última, por supuesto, la de los seres
humanos.
En ese caso, si aplicáramos lo anterior a los planetas habitables, en general, veríamos que también
en ellos se formaría la vida de un modo natural. Todos esos planetas sustentarían vida.
La sustentarían siempre que la doctrina de la generación espontánea resistiera un examen
exhaustivo; pero no lo resistió.
La primera rectificación a esa doctrina se produjo en , gracias a un médico y poeta
italiano llamado Francesco Redi (-), quien notó que la carne putrefacta no sólo producía
moscas, sino que también las atraía. Redi se preguntó entonces si existía alguna relación entre las
moscas anteriores y las posteriores, e hizo pruebas.
Procedió permitiendo que algunos trozos de carne se pudriesen en pequeños recipientes. Dejó
abiertas las bocas de algunos de esos recipientes; las de otros, las cubrió de gasa. Las moscas eran
atraídas a todos los recipientes, pero podían entrar sólo a los que no estaban cubiertos de gasa. En las
muestras de carne putrefacta a las que llegaban las moscas, aparecían gusanos. La carne podrida
cubierta por gasa, en la que no podían posarse las moscas, no producía gusanos, aunque se pudría con
igual rapidez y tenía el mismo hedor penetrante.
Los experimentos de Redi demostraron claramente que los gusanos, y las moscas después de
ellos, surgían de huevos puestos, en la carne podrida, por una anterior generación de moscas. No había
generación espontánea de moscas, sino únicamente el proceso normal de nacimiento, procedente de
huevos (o de semillas).
Cuando Redi trabajaba aún en este experimento, un biólogo holandés, Antón van
Leeuwenhoek (-), se dedicaba por diversión a pulir pequeñas lentes (realmente,
microscopios primitivos), con las cuales podía observar cosas diminutas y magnificarlas hasta hacerlas
fácilmente visibles.
En  descubrió seres vivientes en el agua sucia, demasiado pequeños para poder ser
descubiertos a simple vista. Esos seres fueron los primeros «microorganismos» conocidos, y los
descubiertos por Leeuwenhoek se llaman ahora protozoarios, de las palabras griegas que significan
primeros animales. En , Van Leeuwenhoek descubrió que la levadura se compone de pequeños
organismos más diminutos aún que la mayoría de los protozoarios, y en  observó cosas vivientes
aún más pequeñas, que ahora llamamos bacterias.
¿De dónde salían esos microscópicos seres vivientes?
Se inventaron caldos en los cuales pudieran multiplicarse los microorganismos. Resultó
innecesario buscar microorganismos para colocarlos en esos caldos. Podía hervirse y filtrarse un caldo,
hasta que en él no hubiese cosa alguna que pudiese descubrir la lente de un microscopio. Si se
esperaba cierto tiempo y se observaba de nuevo, inevitablemente el caldo volvía a llenarse de vida.
(Más aún: eran los microorganismos los que hacían que la carne se pudriese, aunque no se les colocara
en la carne.)
Posiblemente, la generación espontánea no ocurría en el caso de las especies observables a
simple vista. En el caso de los microorganismos, ejemplos de vida mucho más simple que la de los
muy conocidos animales y plantas, la generación espontánea podía ser posible. De hecho, parecía estar
comprobada tal cosa.
Pero en  se conoció la obra del biólogo italiano Lazzaro Spallanzani (-). Este no
sólo hirvió caldos, sino que selló las bocas de los frascos que los contenían. El caldo, hervido y
sellado, nunca producía ninguna forma de vida microscópica. Sin embargo, poco después de que el
sello se rompía, la vida empezaba a difundirse rápidamente.
El frasco sellado, que no permitía la entrada del aire, producía el mismo efecto que la gasa de
Redi, y las conclusiones debían ser las mismas a las que Redi había llegado. Hay criaturas
microscópicas e invisibles en el aire que nos rodea, más pequeñas y más difíciles de observar que los
huevos de las moscas. Esas formas de vida, existentes en el aire, caen en el caldo de cualquier
recipiente abierto y allí se multiplican. (Spallanzani aisló una sola bacteria y observó su
multiplicación, al dividirse sencillamente en dos.) Si se impide que esos organismos minúsculos
penetren en el caldo, no se origina vida de ninguna especie.
En , el biólogo alemán Theodor Schwann (-) todavía fue más lejos. Demostró
que el caldo se conservaba estéril aunque estuviese expuesto al aire, si primero se calentaba el aire al
que se le expusiera, con objeto de matar cualquier forma de vida que pudiese haber en el ambiente.


Los partidarios de la doctrina de la generación espontánea señalaron que el calor podría matar
algún «principio vital», indispensable para la producción de la vida partiendo de materia inanimada.
En ese caso, si se calentaba el caldo y se sellaba su recipiente, no se podría producir vida. No era
mejor procedimiento exponer el caldo caliente, al aire también calentado.
Sin embargo, en , el químico francés Louis Pasteur (-) obtuvo la prueba
definitiva. Hirvió un caldo de carne hasta que quedó estéril, e hizo tal cosa en un frasco con un cuello
largo y delgado, que se torcía hacia abajo y después hacia arriba, como una S horizontal. No lo selló ni
le puso tapón. Dejó el caldo expuesto al aire fresco.
El aire podía penetrar libremente en el recipiente y recorrer el caldo. Si el aire llevaba un
«principio vital», éste era bien venido. En cambio, no podían entrar el polvo ni las partículas
microscópicas, ya que se estancaban en el fondo de la curva del cuello del frasco.
Como resultado, el caldo no generó microorganismos ni mostró señal alguna de vida. Sin
embargo, cuando Pasteur rompió el cuello de cisne del recipiente y permitió que el polvo y otras
partículas en el aire llegaran al caldo, los microorganismos hicieron su aparición inmediatamente.
De esa manera, pareció desaparecer para siempre la teoría de la «generación espontánea».
¿Origen de la vida?
Cuando quedó claramente establecido que la generación espontánea no ocurría, y que toda
vida (hasta donde eran capaces de observarla los seres humanos) procedía de otra vida previa, se
volvió muy difícil decidir cómo tuvo su origen la vida en la Tierra, o en cualquier otro planeta.
Ese cambio de parecer se asemejó al que había ocurrido en las teorías acerca del origen de los
sistemas planetarios. Mientras se sostuviera una teoría evolutiva, como la hipótesis nebular de
Laplace, resultaba fácil suponer que los sistemas planetarios eran comunes y que cada una de las
estrellas estaba acompañada de un sistema planetario. La hipótesis nebular, en cierto modo, predicaba
la generación espontánea de los planetas.
Empero, la teoría catastrófica de la formación planetaria presuponía un suceso tan raro que era
necesario considerar a los planetas mismos como casos excepcionales, y por ello resultaba tentador
pensar que nuestro propio sistema planetario no podría duplicarse en ninguna otra parte.
De la misma manera, el rechazo de la teoría de la generación espontánea, y la nueva
sugerencia de que la vida procedía únicamente de otra vida previa, que a su vez tenía su origen en otra
vida aún anterior, y así en sucesión interminable, hacía creer que las formas originales de vida no
podían haber surgido, excepto a causa de un suceso milagroso. En ese caso, aunque los planetas
habitables fuesen tan numerosos como las estrellas mismas, la Tierra podría ser el único planeta que
sustentara vida.
Sin embargo, cuando Pasteur se dedicaba todavía a echar por tierra las suposiciones de
generación espontánea, la situación se aclaró un poco. En , el biólogo inglés Charles Robert
Darwin (-) publicó un libro cuyo título más conocido es el de El origen de las especies.
En esa obra presentó pruebas abrumadoras en favor de la teoría evolutiva, en el sentido de que
las diversas especies de seres vivientes no fueron separadas y distintas desde un comienzo. Más bien,
bajo la presión de poblaciones crecientes y de la selección natural, cambiaron gradualmente todos los
seres vivientes. De especies antiguas se desarrollaron nuevas especies, presuntamente más adecuadas.
De esa manera, varias especies diferentes podrían tener un ancestro común, y si se retrocedía lo suficiente,
toda la vida en la Tierra podría haber surgido de una sola forma de vida ancestral muy primitiva.
Esa teoría encontró gran oposición, pero con el tiempo los biólogos la aceptaron.
Lo que venía a decir era que no había ya necesidad de explicar la creación, por separado, de
cada uno de los millones de especies de seres vivientes conocidos. Bastaría explicar la creación de
cualquier forma de vida, por simple que fuese. Esa forma original simple, producida por generación
espontánea, podría entonces, por procesos evolutivos, hacer surgir otras formas de vida por muy
complejas que fuesen, incluso la de los seres humanos.
Por supuesto, si la generación espontánea era realmente imposible, la producción de una
forma de vida resultaba ser un milagro igual al de la producción de millones de formas.
Por otra parte, todo lo que los biólogos habían hecho era mostrar que las formas conocidas de


vida no podían ser generadas espontáneamente en los breves períodos disponibles en el laboratorio.
Supongamos que nos ocupáramos de una forma de vida mucho más simple que cualquier otra
conocida, y también que dispusiéramos de largos períodos y de todo un planeta. ¿No podría generarse,
en tales condiciones, esa forma de vida muy simple?
La clave estaba en la frase largos períodos. El proceso al azar de la evolución consumió
mucho tiempo (hasta los evolucionistas lo reconocían), y la incógnita era si pudo haber suficiente
tiempo para la generación de una forma simple de vida y de las miles y miles de formas complejas de
vida que se desarrollaron posteriormente.
En la época de Darwin, los científicos habían abandonado ya el concepto de un planeta que no
tenía más de . años de vida, y hablaban de la edad de la Tierra en términos de millones de años,
pero aun tal cosa no parecía ser un período suficientemente largo para que operara la evolución.
Con todo, en el decenio de  se descubrió la radiactividad, y se supo que el uranio se
transformaba en plomo con una lentitud pasmosa. La mitad de cualquier muestra de uranio se
transformaría en plomo sólo después de . millones de años. En , el químico norteamericano
Bertram Borden Boltwood (-) sugirió que el grado de desintegración radiactiva en la roca
podría indicar el tiempo transcurrido desde que la roca se había solidificado.
Los cambios radiactivos de todas clases se han empleado para determinar la edad de varias
partes de la Tierra, de los meteoritos y, recientemente, de piedras lunares; y ahora, se piensa que la
Tierra y el sistema solar, en general, tienen una edad aproximada de . millones de años.
En las primeras décadas del siglo xx ya hubo sugerencias de esta enorme edad, y entonces empezó
a creerse que la evolución había tenido tiempo suficiente para operar, si la vida surgía
espontáneamente en alguna forma.
Pero ¿podía ocurrir ese comienzo espontáneo?
Desgraciadamente, cuando se llegó a comprender la edad extrema de la Tierra, se comprendió
también la extrema complejidad de la vida, por lo que la probabilidad de que ocurriese la generación
espontánea se desvaneció aún más.
Los químicos del siglo xx descubrieron que las moléculas proteínícas, peculiarmente
características de la vida, se formaban de largas cadenas de bloques más sencillos, llamados
aminoácidos. Descubrieron también que cada proteína necesitaba tener cada uno de los varios miles de
diferentes átomos (hasta millones de ellos, en algunos casos) colocados de determinada manera, para
que pudiesen funcionar bien. Posteriormente descubrieron que una clase de molécula, aún más
importante, la de los ácidos nucleicos, era todavía más complicada que la molécula proteínica.
Además, diferentes ácidos nucleicos y diferentes proteínas, junto con moléculas más pequeñas, de
todas clases, se entremezclaban en complicadas cadenas de reacciones.
La vida, aun la que parecía ser la vida simple de las bacterias, era muchísimo más complicada
de lo imaginado en los días en que se discutía acaloradamente la generación espontánea. Hasta la
forma más sencilla de vida imaginable tendría que formarse de proteínas y de ácidos nucleicos; pero
¿cómo se formaban unas y otros, partiendo de materia muerta? El origen de la vida en la Tierra, a
pesar de la evolución, parecía ser, más que nunca, un hecho casi milagroso.
Algunos científicos se dieron por vencidos, y de hecho se lavaron las manos, abandonando sus
investigaciones. El químico sueco Svante August Arrhenius (-) publicó en  el libro
titulado Mundos en formación, que se ocupaba del origen de la vida. En esa obra, Arrhenius sostuvo la
universalidad de la vida y sugirió que era un fenómeno común en el Universo.
Dijo, en efecto, que la vida podía ser contagiosa. Cuando las cosas sencillas vivientes de la
Tierra forman esporas, el viento se las lleva y las mismas se multiplican en lugares nuevos. Algunas
esporas, por la fuerza ciega del viento, suelen ser empujadas muy alto en la atmósfera y, supuso
Arrhenius, quizá hasta el espacio exterior. Allí podrían vagar durante millones de años en el vacío,
empujadas por la radiación del Sol, protegidas por una película dura e inmune, y con una fuerte
retención de la chispa de la vida en su interior. Con el tiempo, una espora encontraría algún planeta
adecuado en que no hubiese vida, y de esa espora la vida comenzaría en ese planeta.
Sugirió Arrhenius que, de hecho, ésa era la forma en que había empezado la vida en la Tierra.
Nuestro planeta fue vitalizado por esporas procedentes del espacio exterior, que tuvieron su origen en
algún otro mundo que tal vez nunca sería identificado.
Pueden señalarse varios puntos contrarios a este concepto. Es posible calcular el número de
esporas que deben salir de un mundo, para que al menos una de ellas pueda tener una probabilidad


razonable de llegar a otro mundo en el transcurso de la vida del Universo, y la cifra que se obtiene es
fantásticamente elevada.
Además, es improbable que las esporas puedan soportar un viaje por el espacio. Las esporas
bacteriales resisten mucho el frío, hasta el frío extremo; también puede esperarse que sobrevivan en el
vacío. Pero es dudoso que las esporas, aun las más resistentes, puedan existir todo el tiempo necesario
para vagar de un sistema planetario a otro, aunque, haciendo concesiones, podríamos suponer que por
lo menos algunas podrían hacerlo. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que las esporas son muy
sensibles a la luz ultravioleta y a otras radiaciones.
En la Tierra, las esporas no están sujetas a esas radiaciones, pues el aire forma un manto que
no permite el paso de la radiación más enérgica del Sol; y Arrhenius, en su época, no sabía hasta qué
grado esa radiación llena el Universo. La radiación de cualquier estrella, en cualquier parte de su
ecosfera, bastaría para matar a las esporas vagabundas que originalmente se hubiesen adaptado a la
vida dentro de un manto atmosférico protector. Las partículas de rayos cósmicos las destruirían, hasta
en las profundidades del espacio.
Arrhenius creyó que la presión de la radiación empujaría a las esporas lejos de una estrella y
hacia el espacio abierto. Ahora sabemos que es más probable que el viento solar lo hiciera. Sea como
fuere, en primer lugar, cualquier cosa que empuje a las esporas lejos de una estrella y hacia otras, las
rechazará al aproximarse aquéllas a otra estrella y, por tanto, evitará que caigan en un planeta que esté
dentro de la ecosfera de esa estrella.
En resumen, resulta extremadamente dudoso el concepto de que la Tierra fue fecundada por
esporas procedentes de otros mundos.
Además, ¿de qué sirve explicar el origen de la vida en la Tierra, recurriendo al auxilio de la
vida en otros planetas? Entonces, sería necesario explicar el origen de la vida en el otro planeta. Y si la
vida se pudiera iniciar en cualquier planeta, por algún medio natural y no milagroso, podría también
desarrollarse en la Tierra, de la misma manera.
Pero ¿cómo todavía en la década de , los biólogos no habían encontrado un mecanismo
natural?
La Tierra primordial
La siguiente es una de las objeciones a la generación espontánea de la vida en la Tierra: si en
el pasado remoto se hubiese formado la vida partiendo de lo inanimado, ese fenómeno habría ocurrido
periódicamente en tiempos posteriores, aun en los nuestros. Puesto que hasta ahora no se ha observado
tal formación, ¿no podríamos concluir que tampoco ocurrió en el pasado?
Es evidente la falacia de este argumento. Indudablemente, la Tierra primordial, en los tiempos
en que la vida todavía no existía en ella, tenía características diferentes de las de ahora. De ser esto así,
se desprende que no podemos comparar los sucesos de ahora con los de antaño. Lo que no es probable
ahora, y por tanto no ocurre, pudo haber sido muy probable entonces, y por tanto sí ocurrió.
Por ejemplo, una diferencia obvia entre la Tierra moderna y la primordial, es que la moderna
tiene vida y la primordial no la tuvo. Cualquier sustancia química que surgiera espontáneamente ahora
en la Tierra, y que se aproximara al nivel de complejidad en el que pudiera considerarse como
protovida, indudablemente se convertiría en alimento de algún animal y sería devorada. En la Tierra
primordial y sin vida, esa sustancia tendería a sobrevivir (al menos, no sería devorada) y tendría
oportunidad de volverse más compleja y llegar a hacerse vida.
Además, la Tierra primordial pudo haber tenido una atmósfera diferente a la actual.
Esto lo sugirió por primera vez, en la década de , el biólogo inglés John Burdon
Sanderson Haldane (-). Se le ocurrió que el carbón era de origen vegetal, y que la vida
vegetal obtenía su carbono del bióxido de carbono del aire. Por tanto, antes de que hubiese vida, todo
el carbono, del carbón debió haber estado en el aire, en forma de bióxido de carbono. Además, el
oxígeno del aire se produce por las mismas reacciones en que intervienen las plantas que absorben el
bióxido de carbono y colocan los átomos de carbono dentro de los compuestos del tejido de las
plantas.
Se deduce, por lo mismo, que la atmósfera primordial de la Tierra no, fue de nitrógeno y
oxígeno, sino de nitrógeno y bióxido de carbono. (Esto parece ahora aún más lógico que cuando


Haldane lo sugirió, puesto que actualmente sabemos que en Venus y Marte la atmósfera se compone
en gran parte de bióxido de carbono.)
Además, razonó Haldane, si no hubiese oxígeno en el aire, tampoco habría ozono (forma muy
enérgica de oxígeno) en la atmósfera superior. El ozono es lo que principalmente detiene la luz
ultravioleta del Sol. Por tanto, en la Tierra primordial pudo haber una radiación ultravioleta enérgica,
del Sol, en cantidades mucho mayores que ahora.
Así pues, en condiciones primordiales, la energía de la luz ultravioleta serviría para combinar
moléculas de nitrógeno, bióxido de carbono y agua en compuestos más complejos que, a la postre,
desarrollarían los atributos de la vida. Entonces empezaría la evolución ordinaria y, como
consecuencia de ello, aquí estamos.
Lo que pudo hacerse en la Tierra primordial, con mucha luz ultravioleta, mucho bióxido de
carbono, nada de oxígeno que desintegrara los compuestos complicados, y sin seres vivientes que se
comieran esos compuestos, no podría hacerse en la Tierra de ahora, en que escasean la luz ultravioleta
y el bióxido de carbono, y abundan el oxígeno y la vida. Por eso no podemos aducir la actual
inexistencia de generación espontánea como razón para negar su existencia en la Tierra primordial.
Esta opinión, la apoyó el biólogo soviético Aleksandr Ivanovich Oparin (n. ). Su libro El
origen de la vida, también publicado en la década de , pero no traducido al inglés hasta , fue
el primero que se ocupó exclusivamente de este tema. Difería de Haldane al suponer que la atmósfera
primordial estaba muy hidrogenada, pues contenía hidrógeno puro y algo en combinación con carbono
(metano), nitrógeno (amoníaco) y oxígeno (agua).
La atmósfera de Oparin tiene sentido, en vista de lo que ya conocemos acerca de la
composición del Universo, en general, y del Sol y de los planetas exteriores, en particular. De hecho,
los científicos de ahora suponen que la vida comenzó en la atmósfera de Oparin: de amoníaco, metano
y vapor de agua (Atmósfera I). La radiación ultravioleta del Sol dividió las moléculas de agua,
liberando oxígeno, el cual, al reaccionar con el amoníaco y el metano, produjo la atmósfera de
Haldane, compuesta de nitrógeno, bióxido de carbono y vapor de agua (Atmósfera II). Por último, la
acción fotosintética de las plantas verdes produjo la actual atmósfera de nitrógeno, oxígeno y vapor de
agua (Atmósfera III).
Por supuesto, lo que se dijo durante los decenios de  y , acerca de la generación
espontánea de la vida en la Tierra primordial, no pasó de conjeturas, pues se carecía de cualquier
prueba.
Además, aunque Haldane y Oparin (ambos ateos) podían gustosamente disociar vida y Dios, a
otros ofendía tal cosa y se esforzaban por demostrar que no había manera alguna de que el origen de la
vida pudiese separarse de lo milagroso y concebirse como resultado de la colisión fortuita de átomos.
El biofísico francés Pierre Lecomte du Noüy se ocupó precisamente de este asunto en su libro
El destino humano, publicado en . Ya entonces se había establecido toda la complejidad de la
molécula proteínica, y Lecomte du Noüy trató de demostrar que si los diversos átomos de carbono,
hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y azufre se amalgamaron completamente al azar, la probabilidad de
llegar así, aunque sólo fuese a una sola molécula proteínica del tipo asociado con la vida, era tan
remota, que todo el tiempo que ha existido el Universo no bastaría para ofrecer a esa molécula algo
más que una probabilidad insignificante de existir. Sostuvo Lecomte de Nouy que la casualidad no
podía ser la causa de la vida.
Como ejemplo de la clase de argumento que presentó, consideremos una cadena proteínica
compuesta de  aminoácidos, cada uno de los cuales podría pertenecer a alguna de veinte variedades
diferentes. El número de cadenas proteínicas diferentes, que podrían formarse, sería de , es decir,
uno, seguido de  ceros.
Si se imagina que se necesitaría sólo una millonésima de segundo para formar una de esas
cadenas, y que una cadena diferente la formaría al azar un billón de científicos cada millonésima de
segundo, desde el comienzo de la existencia del Universo, la probabilidad de formar alguna cadena
determinada, asociada con la vida, sería de uno en , probabilidad infinitesimal, que no valdría la
pena considerar. Además, en la Tierra primordial no se comenzaría con aminoácidos, sino con
compuestos más sencillos, como metano y amoníaco, y habría que formar un compuesto mucho más
complicado que una cadena de  aminoácidos, para lograr que la vida comenzara. Así pues, las
probabilidades de lograr algo de eso en un solo planeta, en unos cuantos miles de millones de años,
serían casi nulas.


El argumento de Lecomte du Noüy parecía sumamente fuerte, y muchas personas se
apresuraron a quedar convencidas y lo siguen estando.
Pero el argumento es erróneo.
La falacia del argumento de Lecomte du Noüy se encuentra en la suposición de que el azar fue
el único factor de guía, y que los átomos pueden unirse en cualquier forma. En realidad, los átomos
están guiados, en sus combinaciones, por leyes bien conocidas de física y química, de suerte que la
formación de compuestos complejos, procedentes de otros sencillos, está limitada por reglas severas
que reducen radicalmente el número de formas diversas en que pueden combinarse. Además, al llegar
a moléculas complejas, como las de proteínas y ácidos nucleicos, no existe ninguna en particular
asociada con la vida, sino innumerables moléculas diferentes, todas las cuales están asociadas entre sí.
En otras palabras, no dependemos exclusivamente del azar, sino más bien del azar guiado por
las leyes de la naturaleza, y eso debe bastar.
¿Podría este asunto ser puesto a prueba en el laboratorio? El químico norteamericano Harold
Clayton Urey animó en  a uno de sus jóvenes discípulos, Stanley Lloyd Miller (n. ) a que
iniciara el experimento necesario.
Miller trató de duplicar las condiciones primordiales en la Tierra, asumiendo la Atmósfera I de
Oparin. Empezó con una mezcla cerrada y estéril de agua, amoníaco, metano e hidrógeno, que representaba
una versión pequeña y sencilla de la atmósfera y el océano de la Tierra como fuente de energía,
la cual representaba una versión minúscula del Sol.
Hizo circular la mezcla a través de la descarga durante una semana, y en seguida la analizó. La
incolora mezcla original se volvió rosada el primer día, y, al terminar la semana, una sexta parte del
metano con el que Miller había comenzado estaba convertido en moléculas más complejas. Entre esas
moléculas había glicina y alanina, los aminoácidos más sencillos que existen en las proteínas.
En los años que siguieron a ese experimento clave, se efectuaron otros semejantes, con
variaciones en los materiales empleados al comenzar, y en las fuentes de energía. Invariablemente se
formaron moléculas más complicadas, a veces idénticas a las del tejido viviente, y otras simplemente
relacionadas con él. De esta manera se formó «espontáneamente» una asombrosa variedad de
moléculas clave de tejido viviente, no obstante que los cálculos simplistas de Lecomte du Noüy no
daban a su formación prácticamente ninguna probabilidad.
Si esto podía hacerse en volúmenes pequeños y en períodos muy cortos, ¿qué no podría
haberse hecho en todo un océano, en un lapso de muchos millones de años?
También era impresionante que todos los cambios producidos en el laboratorio por las
colisiones fortuitas de moléculas y la absorción al azar de energía (siempre teniendo por guía las leyes
conocidas de la naturaleza), parecieran llevar invariablemente hacia la vida como la conocemos. No se
encontraron cambios importantes que señalaran definitivamente hacia una dirección química diferente.
Todo ello parecía indicar que la vida era el producto inevitable de variedades de alta probabilidad de
reacciones químicas, y que la formación de la vida en la Tierra primordial no podía haber sido evitada.


Meteoritos
Naturalmente, no podemos estar seguros de que los experimentos hechos por los científicos
representaran verdaderamente las condiciones primordiales. Sería muchísimo más impresionante si de
algún modo pudiésemos estudiar la materia primordial misma, y encontrar compuestos que se
hubiesen formado por procesos inanimados, y que, por decirlo así, apuntasen hacia la vida.
La única materia primordial que podemos estudiar aquí en la Tierra se encuentra en los meteoritos
que caen alguna que otra vez. Los estudios de las transformaciones radiactivas dentro de los meteoritos,
demuestran que tienen una existencia de más de . millones de años y que, por tanto,
datan de la infancia del sistema solar.
Se han estudiado alrededor de . meteoritos; treinta y cinco de ellos pesan más de una
tonelada cada uno. Sin embargo, casi todos son de níquel-hierro o de piedra en composición química,
y no contienen ninguno de los elementos asociados primordialmente con la vida. Por tanto, no nos
suministran información útil respecto al problema del origen de la vida.
Sin embargo, queda un tipo raro de meteorito, el «condrito carbonoso», negro y fácilmente
desmenuzable. Esos meteoritos contienen un pequeño porcentaje de agua, compuestos de carbono y
otras cosas. La dificultad en su caso estriba en que son mucho más frágiles que los otros tipos de
meteoritos, y aunque tal vez abunden en el espacio exterior, pocos sobreviven al difícil cruce de la
atmósfera y a la colisión con la Tierra sólida. Se conocen menos de dos docenas de esos meteoritos.
Los condritos carbonosos, para que resulten útiles, deben estudiarse poco después de haber
caído. Cualquier permanencia prolongada en el suelo da como resultado su contaminación con la vida
terrestre o con sus productos.
Por fortuna, dos de esos meteoritos fueron vistos caer y se les examinó casi inmediatamente
después. Uno cayó cerca de Murray, Kentucky, en , y otro estalló sobre Murchison, Australia, en
setiembre de .
En  ya se habían separado de los fragmentos del meteorito de Murchison, pequeñas
cantidades de dieciocho aminoácidos diferentes. Seis eran variedades de los que concurren
frecuentemente en la proteína del tejido viviente; las otras doce variedades estaban relacionadas
químicamente con las primeras, pero rara vez, o nunca, se encuentran en el tejido viviente. Se
obtuvieron resultados semejantes del meteorito de Murray. Fueron impresionantes los puntos de
coincidencia entre los dos meteoritos, que cayeron en lugares opuestos de la Tierra, con diferencia de
diecinueve años.
Hacia fines de  se descubrieron también ácidos grasos, diferentes de los aminoácidos
porque tienen cadenas más largas de átomos de carbono y de hidrógeno, y porque carecen de átomos
de nitrógeno. Son ésos los componentes de la grasa que se encuentra en el tejido viviente. Fueron
identificados unos diecisiete ácidos grasos.
¿Por qué había en los meteoritos esas moléculas orgánicas? ¿Son los meteoritos producto de
un planeta que estalló? () ¿Son los condritos carbonosos parte de una corteza planetaria que sustentó
vida alguna vez y que todavía lleva vestigios de esa vida?
Al parecer, tal cosa no es así. Hay ciertas maneras de determinar si los compuestos
descubiertos en meteoritos se originaron en cosas vivientes.
Los aminoácidos (todos, excepto el más sencillo, el de la glicina) se dividen en dos
variedades, una de las cuales es la imagen reflejada de la otra. Se les clasifica como L y D. Las dos
variedades son idénticas en propiedades química ordinarias, de suerte que cuando los químicos
preparan los aminoácidos partiendo de sus átomos constitutivos, siempre se forman cantidades iguales
de L y D.
Sin embargo, cuando los aminoácidos se emplean para producir proteínas, los resultados son
estables únicamente si se trabaja con un solo grupo, ya sea el L o el D. En la Tierra, la vida se ha
desarrollado con el empleo de la variedad L (quizá por nada más significativo que la casualidad), de
manera que los aminoácidos D concurren en la naturaleza muy rara vez.
Si los aminoácidos en los meteoritos fuesen todos L, o todos D, tendríamos la fuerte sospecha
de que había habido en su producción procesos vitales semejantes a los nuestros. Empero, en realidad
 Esta es una de las primeras teorías sensacionales, no aceptada generalmente en la actualidad.


las formas L y D se encuentran en cantidades iguales en los condritos carbonosos, lo que significa que
tuvieron su origen en procesos ajenos a la vida que conocemos.
De manera semejante, los ácidos grasos encontrados en los tejidos vivientes, se forman por la
adición recíproca de números variables de compuestos que contienen dos átomos de carbono. Como
resultado, casi todos los ácidos grasos en el tejido viviente tienen un número par de átomos de carbono.
Los ácidos grasos con números impares no son característicos de la vida que conocemos, pero
en las reacciones químicas en que no interviene la vida suelen producirse tanto como los pares. En el
meteorito de Murchison hay aproximadamente cantidades iguales de ácidos grasos de número par y de
número impar.
Los compuestos en los condritos carbonosos no son vida; se han formado en dirección hacia
nuestra clase de vida; y los experimentadores humanos no han intervenido en su formación. En
general, los estudios de meteoritos tienden a apoyar los experimentos de laboratorio, y hacen que
parezca más probable que la vida sea un fenómeno natural, normal y hasta inevitable. Al parecer, los
átomos tienden a unirse para formar compuestos en dirección hacia nuestra clase de vida, cuantas
veces tienen la más pequeña oportunidad de hacerlo.
Nubes de polvo
Fuera del sistema solar podemos ver las estrellas, pero las hemos eliminado como semilleros
de vida. Tal vez podríamos encontrar semilleros si pudiésemos inspeccionar las superficies frías de los
planetas que giran en torno de las estrellas.
No podemos hacer tal cosa, pero hay materia fría en el espacio exterior en que sin duda
podemos descubrir materia en forma de gas y polvo tenues, que llena el espacio interestelar.
El material interestelar fue detectado por primera vez en los comienzos del siglo, porque
ciertas longitudes de onda de luz de estrellas distantes son absorbidas por átomos ocasionales que
vagan en la inmensidad del espacio. Ya en el decenio de  se reconocía que el medio interestelar
contiene una amplia variedad de átomos, probablemente algunos de todas las clases de átomos del
interior de las estrellas, expulsados al espacio en las explosiones de supernovas.
La densidad de la materia interestelar es tan leve que parecía natural suponer que consistía
casi completamente de átomos aislados, y nada más. Después de todo, para que dos átomos se
combinen y formen una molécula deben primero chocar el uno contra el otro, y los diversos átomos se
encuentran tan dispersos en el espacio interestelar, que los movimientos al azar producen colisiones
sólo después de períodos excesivamente largos.
Sin embargo, en  se descubrió que las estrellas que brillaban a través de nubes oscuras de
gas y polvo, tenían faltantes de determinadas longitudes de onda, que señalaban la absorción por una
combinación de carbono e hidrógeno (CH), o por una de carbono y nitrógeno (CN). Por primera vez se
descubrió la existencia de moléculas interestelares.
Indudablemente, CH y CN son las combinaciones que pueden formarse y conservarse sólo en
materia de muy baja densidad. Esas combinaciones de átomos son muy activas y se asocian con otros
átomos inmediatamente, si éstos se hallan a su alrededor. Precisamente porque estos otros átomos
existen en abundancia en la Tierra, es por lo que no encontramos CH y CN, como tales, en nuestro planeta.
Ninguna otra combinación se observó en las nubes de polvo interestelares, a través de las
líneas negras, en el espectro visible.
Con todo, después de la Segunda Guerra Mundial, la radioastronomía se volvió cada vez más
importante. Los átomos interestelares pueden emitir o absorber ondas de radio de longitudes
características; algo que demanda mucha menos energía que la emisión o absorción de la luz visible y
que, por tanto, ocurre más fácilmente. La emisión u absorción de ondas de radio puede detectarse con
facilidad, si se cuenta con los radiotelescopios adecuados para ese fin, y si se pueden identificar los
compuestos de que se trate.
Por ejemplo, en  se detectó la emisión de ondas de radio características de los átomos de
hidrógeno, y la presencia de hidrógeno interestelar se observó así directamente por primera vez, y no
por simple deducción.
Se tenía entendido que después del átomo de hidrógeno, el de helio y el de oxígeno eran los


más comunes en el Universo. Los átomos de helio no se adhieren a otros átomos, pero los de oxígeno
sí lo hacen. ¿No habría, acaso, combinaciones de oxígeno e hidrógeno (OH) en el espacio? Esas
combinaciones deberían emitir ondas de radio en cuatro longitudes determinadas, y dos de ellas fueron
detectadas por primera vez en .
Aun tan recientemente como en los comienzos de , sólo tres combinaciones diferentes de
átomos se habían detectado en el espacio exterior: CH, CN y OH. Cada una de esas combinaciones era
de dos átomos que parecían haber surgido de colisiones fortuitas de átomos separados.
Nadie esperaba que la combinación mucho menos probable de tres átomos se acumulara hasta
un nivel detectable, pero en  se descubrieron en nubes interestelares las emisiones características
de ondas de radio del agua y el amoníaco. El agua tiene una molécula de tres átomos, dos de
hidrógeno y uno de oxígeno (HO), y el amoníaco, una molécula de cuatro átomos, una de nitrógeno y
tres de hidrógeno (NH).
Esto resultó completamente sorprendente, y en  nació lo que ahora llamamos
astroquímica.
En realidad, después del descubrimiento de compuestos de más de dos átomos, la lista se hizo
rápidamente más larga. En  se descubrió una combinación de cuatro átomos, en la que figuraba el
Carbono. Esa combinación fue la de formaldehído (HCHO). En  se descubrió la primera
combinación de cinco átomos, la de cianoacetileno (HCCCN). Ese mismo año se descubrió la primera
combinación de seis átomos, la del alcohol de metilo (CHOH). En  se localizó la primera
combinación de siete átomos, la de metiloacetileno (CHCCH).
Continuaron los descubrimientos. Ahora, más de dos docenas diferentes de moléculas se han
detectado en el espacio interestelar. No se sabe aún con claridad cuál es el mecanismo exacto en la
formación de esas combinaciones de átomos, pero indudablemente existen.
Hasta en el espacio exterior, la dirección de la formación parece ser hacia la vida (). De
hecho, tanto en los meteoritos como en las nubes interestelares, resulta interesante que se formen
cadenas de carbono y que no haya señales de moléculas complejas en las que no figure el carbono.
Esta prueba favorece la suposición de que la vida (como la conocemos) siempre incluye compuestos
de carbono.
Todas estas pruebas de laboratorio, en los meteoritos y en las nubes interestelares, hacen que
parezcan correctas las sugerencias de Haldane y Oparin. La vida sí comenzó espontáneamente en la
Tierra primordial, y todo indica que sucedió sin dificultades, y que las reacciones en tal dirección
fueron inevitables.
De lo anterior se deduce que la vida puede comenzar, tarde o temprano, en cualquier planeta
habitable.
Cuando la vida empezó
Pero ¿qué debe entenderse por «tarde o temprano»? ¿Cuándo empezó la vida en la Tierra?
Nuestros conocimientos de las formas de vida antigua en la Tierra nos llegan casi por
completo del estudio de los fósiles —restos de conchas, huesos, dientes, madera, escamas, hasta de
materia fecal—, que han resistido por lo menos algunos de los estragos del tiempo lo suficientemente
bien para mostrarnos algo acerca de la estructura, el aspecto y la conducta de los organismos de que
formaron parte.
Los fósiles pueden fecharse de diversas maneras, y los más antiguos que podemos estudiar
con facilidad son los del período cámbrico (así llamado porque las rocas de ese período se estudiaron
por primera vez en Gales, que en tiempos romanos se llamaba Cambria).
Los más antiguos fósiles cámbricos datan de hace  millones de años, y es tentador suponer
 El astrónomo inglés Fred Hoyle (n. ) se siente suficientemente impresionado por esta circunstancia, para
suponer que en los cometas (los cuales, en algunas formas, tienen la composición de las nubes interestelares) se
forman compuestos lo suficientemente complejos como para poseer las propiedades de la vida; que se forma en
ellos el equivalente de los virus; y que, por tanto, los cometas tal vez sean la causa de epidemias muy vastas que
afligen a la Tierra, al verter nuevos virus hacia la atmósfera. Esta suposición es interesante, pero casi no se
concibe que pueda ser tomada en serio.


que fue entonces, más o menos, cuando empezó la vida en la Tierra. Sin embargo, puesto que la edad
de la Tierra es de . millones de años, ello significa que nuestro planeta permaneció . millones
de años sin vida. ¿Por qué tanto tiempo? Y si la falta de vida duró tanto, ¿por qué surgió ésta tan de repente?
¿Por qué la Tierra no sigue sin vida?
Además, el registro de los fósiles comienza en el cámbrico, pero para entonces la vida era ya
abundante, compleja y variada. Por supuesto, toda la vida de que tenemos constancia, correspondiente
a ese período, es marina; no hay vida de agua dulce o vida terrestre. Asimismo, toda es vida de
invertebrados. Los primeros cordados (el grupo al que pertenecemos) aparecieron después de otros
 millones de años.
Sin embargo, lo que existe parece muy avanzado. En el período cámbrico se encuentran miles
de especies de trilobites, complejos artrópodos muy parecidos a los cangrejos bayoneta de ahora. Es
imposible suponer que surgieron de la nada y se dividieron en muchas especies. Antes de los tiempos
cámbricos debe haber habido largas eras de vida más sencilla. En ese caso, ¿por qué no existe constancia
alguna de esa vida?
La respuesta más aceptable es que la vida más sencilla no se prestaba precisamente para la
fosilización. Carecía de la clase de partes (conchas, huesos) que sobreviven fácilmente. No obstante, sí
se han encontrado vestigios de esa vida anterior.
El botánico norteamericano Elso Sterreberg Barghoorn (), quien en la década de
estudiaba rocas muy antiguas, tropezó con leves vestigios de carbono que, como lo pudo demostrar,
eran remanentes de vida microscópica.
La tenue prueba de tal vida microscópica se ha calculado que procede de hace . millones
de años, y que probablemente se extendió hacia atrás unos cuantos centenares de millones de años
más.
Podremos concluir, en tal caso, que existían formas reconocibles de vida cuando la Tierra
tenía una edad de mil millones de años.
Esto, intuitivamente, parece razonable. Podemos imaginar que durante los primeros quinientos
millones de años de la historia de la Tierra, el planeta estuvo en un estado de inestabilidad. La corteza
debe haber sido activa y volcánica; el océano y la atmósfera, en proceso de formación cuando el
planeta se enfriaba del calor de su condensación inicial y sus componentes se separaban. Los
siguientes quinientos millones de años tal vez hayan transcurrido en una lenta evolución química: la
formación de compuestos más y más complicados, bajo el estímulo de la luz ultravioleta del Sol. Por
último, mil millones de años después de la formación de la Tierra, surgieron aquí y allá pequeñas
clases de vida muy simple.
La permanencia del Sol en la secuencia principal será de unos . millones de años, y
podríamos considerar que ése es el lapso promedio correspondiente a las estrellas y semejantes al Sol.
Ello significa que la Tierra, y en general los planetas habitables, durarán . millones de años
como moradas de vida. Así pues, si la vida apareció en la Tierra después de mil millones de años,
surgió cuando había transcurrido sólo el  por ciento de la vida del planeta.
Podemos suponer que (por el principio de la medianía) los planetas habitables, en general, sustentan
vida después que ha transcurrido aproximadamente el  por ciento de su existencia como planetas
habitables.
Cabe suponer que las estrellas se han estado formando a ritmo continuo aquí, en la periferia de
la Galaxia, después que ha pasado la primera racha de formación de estrellas, durante la infancia de la
Galaxia.
Lo anterior no es sólo una conjetura. Por lo menos hay pruebas de que existen estrellas que nacieron
recientemente. Las estrellas gigantes de las clases espectrales O y B, deben haberse formado
hace mil millones de años, o menos, pues de otra suerte no estarían aún en la secuencia principal. Si se
pudieron formar estrellas en los últimos mil millones de años, también pudieron hacerlo antes y
después de ese período, y se siguen creando ahora. Al menos, deben estarse formando en las regiones
galácticas en que abundan las nubes de polvo y gas (la materia prima de las estrellas), y esas regiones
se encuentran precisamente en los confines de las galaxias, los cuales, como ya lo hemos decidido, son
los únicos lugares en que puede existir la vida.
Además, no necesitamos depender por completo de que la razón nos diga que las estrellas
siguen formándose todavía. Posiblemente estemos presenciando ese proceso. En la década de , el
astrónomo holandés-norteamericano Bart Jan Bok (n. ) llamó la atención hacia ciertas nubes de


polvo, opacas, compactas, aisladas y más o menos esféricas. Sugirió que esas nubes (llamadas ahora
glóbulos de Bok) están en proceso de condensarse en estrellas y en sistemas planetarios. Las pruebas
obtenidas desde entonces tienden a mostrar que Bok está en lo cierto. Sagan calcula que en nuestra
Galaxia nacen un promedio de diez estrellas por año.
Entonces, suponiendo un flujo constante de formación estelar, podemos decir que el x por
ciento de planetas habitables no ha consumido aún el x por ciento de su duración. En otras palabras,
por ciento de los planetas habitables no han consumido aún el  por ciento de su duración,  por
ciento no han consumido todavía el  por ciento de su duración; y así sucesivamente.
Esto significa que el  por ciento de los planetas habitables no han consumido aún el  por
ciento del tiempo que deben consumir para formar vida, es decir, que tienen una edad inferior a los mil
millones de años.
Lo contrario es que el  por ciento de los planetas habitables son ya lo suficientemente viejos
como para haber desarrollado en ellos la vida.
Esto nos proporciona nuestra novena cifra:
. Cantidad de planetas que albergan vida en nuestra Galaxia: ...
Vida multicelular
Aunque la vida tal vez haya existido desde los comienzos de la historia de la Tierra, su avance
fue muy lento durante mucho tiempo.
En los primeros dos mil millones de años en que existió vida en la Tierra, las formas
dominantes quizá hayan sido bacterias y algas verdiazules. Eran células pequeñas, considerablemente
más pequeñas que las que componen nuestro cuerpo y el de las plantas y animales que conocemos.
Además, las células bacteriales y las de las algas verdiazules no tenían núcleos definidos, dentro de los
cuales se hallan confinadas las moléculas del ácido deoxirribonucleico (DNA), que controla la química
y la reproducción de las células.
La diferencia entre estas dos clases de células consistía en que las algas verdiazules eran
capaces de fotosíntesis (el empleo de la energía de la luz solar para convertir el bióxido de carbono y
el agua en componentes del tejido), en tanto que las bacterias no eran capaces de tal cosa. Las
bacterias, sin capacidad fotosintética, tuvieron necesariamente que desintegrar compuestos orgánicos
ya existentes, para obtener energía (o, en algunos casos, aprovechar otros tipos de cambios químicos
para tal fin).
Aunque las algas verdiazules emplearon la energía de la luz solar para formar los
componentes de su tejido, desde entonces recurrieron a cambios químicos semejantes a los empleados
por las bacterias. Esos cambios químicos no proporcionaron mucha energía, por lo que el crecimiento
y multiplicación de las cosas vivientes —para no mencionar su evolución en especies diversas más
avanzadas— fue extremadamente lento. La razón de ello es que los cambios químicos que producen
considerable energía a las cosas vivientes en nuestra Tierra actual, demandan la utilización de oxígeno
molecular, y en los primeros tiempos de la vida sobre la Tierra, prácticamente no había oxígeno en la
atmósfera.
Las algas verdiazules sí producían pequeñas cantidades de oxígeno en el curso de su
fotosíntesis, pero la escasa distribución, y la débil actividad de las minúsculas células, hicieron que
esas cantidades fuesen realmente muy pequeñas.
Pero aunque la evolución avanza con lentitud, a pesar de todo progresa. Hace unos .
millones de años, cuando la Tierra había sido morada de vida desde hacía más de . millones de
años, aparecieron las primeras células con núcleos. Esas células eran grandes, como las que ahora
existen, con procesos químicos más eficientes, capaces de conducir la fotosíntesis más rápidamente.
Esto significó que el oxígeno comenzó a entrar en la atmósfera en cantidades perceptibles, y el
bióxido de carbono empezó a disminuir. Hace unos  millones de años, después de que la Tierra
había sido morada de vida durante casi . millones de años, la atmósfera tenía alrededor de  por
ciento de oxígeno.
Ya entonces, aquellas abundantes formas de vida animal, todavía unicelular, que al igual que


las bacterias aprovechaban como fuente de energía los cambios químicos antes que la luz solar,
comenzaron a desarrollarse por medio del empleo del oxígeno libre de la atmósfera. La combinación
de compuestos orgánicos con oxígeno, libera veinte veces más energía en una masa determinada de
tales compuestos, que la desintegración de compuestos orgánicos sin empleo de oxígeno.
Con abundancia de energía a su disposición, la vida animal (y también la vegetal) pudo
adelantar más rápidamente, vivir con más frío y eficacia, reproducirse más copiosamente, evolucionar
en direcciones más variadas. Hasta pudo también emplear la energía en lo que habría sido una forma
despilfarrada, según las normas anteriores. Evolucionó hacia organismos en los cuales las células se
adherían las unas a las otras y se especializaban. Se desarrollaron organismos multicelulares y tuvieron
que formarse tejidos rígidos para apoyo de esos organismos y para servir de anclas a los músculos.
Este tejido duro se fosilizó fácilmente, y parece que hace unos  millones de años (a juzgar
por el historial de los fósiles), procedente de la nada florecía la vida multicelular, avanzada y
compleja.
Hasta que la Tierra tuvo la edad de . millones de años, transcurrida ya la tercera parte de
su período de existencia, no florecieron tales formas complejas de vida.
Según el principio de la medianía, si esto es característico de los planetas completamente
semejantes a la Tierra, entonces la tercera parte de ellos son demasiado jóvenes para tener cualquier
otra cosa que no sea vida unicelular. A la inversa, dos terceras partes de ellos poseen vida multicelular,
compleja y variada.
Eso nos proporciona nuestra décima cifra:
. Cantidad de planetas en nuestra Galaxia que sustentan vida multicelular: ...
Vida terrestre
Por muy complicada y especializada que se vuelva una forma de vida, no nos interesa en lo
concerniente al tema de este libro, a menos que sea vida inteligente.
No puede volverse inteligente la vida, a menos que desarrolle un cerebro grande (o el
equivalente, con la salvedad de que, al menos en la Tierra, no conocemos ningún equivalente), y
parece que esto no puede lograrse sin el desarrollo de alguna clase de órganos de manipulación, así
como de una considerable variedad de complicados órganos de los sentidos.
El diluvio de impresiones que entran en el cerebro desde el Universo exterior, y los órganos de
manipulación que responden a esas impresiones, es lo que amplía los recursos del cerebro hasta su capacidad
y más allá de ella, y lo que da valor de supervivencia a cualquier aumento en el tamaño y la
complejidad del cerebro. Si un cerebro pequeño basta para manejar las necesidades coordinadoras de
la información que reúne un organismo, un cerebro más grande no ofrece ninguna ventaja; el cerebro
más grande demandaría simplemente la producción de tejidos sumamente complejos, inútiles y que
desperdiciarían la energía. Si, por el contrario, el cerebro se emplea a toda su capacidad, el que sea
más grande podrá lograr más y valdrá mucho más.
Visto desde otro punto, el mar es ideal como incubador de vida, pero muy malo como
incubador de inteligencia. El sentido más valioso y que más información recoge, que podamos
imaginar que se posee en la vida (sin desviarnos hacia la fantasía), es el de la vista. Bajo el agua, la
visión es limitada, pues el agua absorbe la luz mucho más que el aire. En el aire, la visión es un
sentido de larga distancia; en el agua, de corta distancia. (Indudablemente, el sentido del oído es más
eficaz en el agua que en el aire, y puede lograr maravillas, pero las más pequeñas ondas sonoras
empleadas por las formas de vida son, sin embargo, mucho más largas que las diminutas ondas de luz
y, por tanto, incapaces de transmitir tanta información.)
En cuanto a los órganos de manipulación, según he dicho ya en este libro, la necesidad de un
diseño aerodinámico para permitir el rápido movimiento por el medio viscoso del agua elimina casi
toda oportunidad de desarrollar un órgano de manipulación. La manipulación de un organismo marino
generalmente se limita a la que se logra con la boca, la cola o el peso completo del cuerpo, y rara vez
es delicada.
Una excepción de lo anterior la tenemos en el pulpo y sus congéneres. El pulpo ha


desarrollado un conjunto de tentáculos sensibles y ágiles, con los que puede lograr una manipulación
excelente del medio, y cuando desea moverse rápidamente echa esos tentáculos hacia atrás y se vuelve
aerodinámico. Asimismo, el pulpo tiene vista excelente para cualquier invertebrado, la que más se
acerca a la de los vertebrados.
Pero aunque admiremos la inteligencia del pulpo, éste dista mucho de ser lo suficientemente
inteligente como para poder crear lo que podríamos considerar una civilización.
Por supuesto, hay animales marinos muchísimo más inteligentes que el pulpo, pero —nutrias,
focas, pingüinos— son todos animales terrestres que se han adaptado secundariamente al agua. Hasta
las ballenas y los delfines tienen entre sus antepasados a animales terrestres, e indudablemente fue en
el transcurso del período en el cual sus antepasados habitaron la Tierra, cuando se desarrolló el cerebro
de los cetáceos.
Así pues, en lo tocante a una inteligencia verdadera, que llegue al nivel que interesa en este
libro, debemos considerar organismos terrestres que puedan usar la vista como sentido de larga
distancia con increíble detalle y riqueza, que puedan desarrollar órganos de manipulación, y que vivan
rodeados de oxígeno libre, para que puedan dominar el fuego y crear una tecnología.
Empero, cuando sólo había vida en el mar, la Tierra era un medio extremadamente hostil a la
vida, tan hostil como el espacio lo es para nosotros.
Por lo menos, al conquistar el espacio, nosotros podemos emplear nuestra tecnología e idear
protectores dispositivos artificiales. La fauna marina, hace centenares de millones de años, tuvo que
desarrollar la protección, como parte de sus cuerpos, por el lento camino de la evolución.
Consideremos las dificultades que fue necesario vencer:
En el mar, los organismos no necesitan temer la sed o la sequía; siempre están rodeados de
agua, medio químico esencial para la vida. En tierra, en cambio, la vida es una batalla constante para
evitar la pérdida de agua. El agua debe conservarse o ser sustituida, bebiéndola.
En el mar, el oxígeno se absorbe fácilmente del agua en que está disuelto. En tierra, el oxígeno
debe ser disuelto primeramente en el fluido que forra los pulmones y después absorbido, y no debe
permitirse que los pulmones se sequen durante el proceso.
En el mar pueden ponerse huevos en el agua y dejar que se desarrollen y que se incuben sin
ninguna atención (o con atención mínima), en un medio favorable. En tierra, los huevos deben tener
un cascarón que evite la pérdida de agua, al mismo tiempo que permita el libre paso de gases para que
el oxígeno pueda llegar al embrión en desarrollo.
En el mar, la temperatura casi no varía. En tierra hay extremos de frío y calor.
En el mar, la gravedad es casi nula. En tierra es una fuerza potente, y los organismos deben
desarrollar piernas robustas que puedan levantarlos del suelo, pues de otra suerte esos organismos
quedarán condenados a arrastrarse.
No es de extrañar que, aun después de que la vida en el mar se volviera enérgica y
complicada, se necesitaron centenares de millones de años para conquistar la tierra.
Pero esa conquista ocurrió. Las presiones de la competencia obligaron a organismos de varias
clases a pasar más y más tiempo en tierra, hasta que llegó un momento en que pudieron vivir en ella,
más o menos en forma permanente.
Hace unos  millones de años, las primeras plantas invadieron la tierra. Esta, que había
estado estéril y muerta durante . millones de años, empezó a mostrar un débil color verde en las
orillas del mar.
Los animales siguieron a las plantas en el curso de las siguientes decenas de millones de años.
Los insectos y las arañas aparecieron como los primeros animales verdaderamente terrestres, hace
unos  millones de años. Los caracoles y los gusanos surgieron también en tierra. Los primeros
vertebrados, por completo animales terrestres, fueron los reptiles primitivos que aparecieron hace unos
 millones de años.
Surgió una variada vida terrestre cuando la Tierra tenía unos . millones de años y había
transcurrido ya el  por ciento de su existencia. Así pues, de acuerdo con el principio de la medianía,
podemos decir que el  por ciento de los planetas habitables tienen vida terrestre abundante.
Esto nos proporciona nuestra undécima cifra:

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