Terry Pratchet
El puente del troll
El viento
soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacia
demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a los
pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse.
Cuando
hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus Casas, frente al hogar,
y se contaban historias sobre héroes.
Eran un
viejo caballo y un viejo jinete. El caballo parecía una tostadora empaquetada
al vacío; el hombre tenía el aspecto de que el único motivo por el que no caía
de su montura era que no podía reunir las fuerzas necesarias para ello. A pesar
del cortante viento helado, sólo iba vestido con una corta falda de piel y un
vendaje sucio en una rodilla.
Se quitó
una empapada colilla de los labios y la aplastó contra la otra mano.
–Está bien,
vamos a hacerlo –dijo.
–Para ti es
muy fácil –contestó el caballo–. Pero ¿y si tienes uno de tus ataques de
vértigo? Y últimamente tienes la espalda fatal. ¿Cómo me sentiré, si nos
devoran porque tienes un tirón en la espalda en un mal momento?
–Eso no
pasará –aseguró el hombre.
Se deslizó
hasta las heladas piedras y sopló sobre sus dedos. Luego sacó del fardo una
espada con un filo que parecía una sierra mal conservada y asestó unos
mandobles en el aire con escasa convicción.
–Todavía
conservo mi viejo estilo –comentó.
El hombre
hizo una mueca y fue a apoyarse en un árbol.
–Juraría
que esta maldita espada es más pesada cada día.
–Tendrías
que volver a guardarla –le aconsejó el rocín–. Ya basta por hoy.
¡Hacer
estas cosas a tu edad! No está bien.
El hombre
puso los ojos en blanco.
–Jodida
subasta! Esto es lo que me pasa por comprar algo que perteneció a un mago
–maldijo, dirigiéndose al frío mundo en general– Te miré los dientes y los
cascos, pero no se me ocurrió escuchar.
–¿Quién
crees que estaba pujando contra ti? –replicó el equino. Cohen el Bárbaro siguió
apoyado en el árbol. No estaba totalmente seguro de poder volver a enderezarse.
–Debes de
tener muchos tesoros escondidos –supuso el caballo–. Podríamos ir hacia el
Límite. ¿Qué te parece? Es bonito y hace calor. Un bonito y caluroso lugar, con
una playa, ¿eh? ¿Qué me dices?
–No hay
ningún tesoro –declaró Cohen–. Me lo gasté todo. En bebida. Lo di todo.
Lo perdí.
–Debiste
haber guardado algo para la vejez.
–Jamás
pensé que llegaría a la vejez.
–Algún día
morirás –dijo el caballo–. Podría ser hoy.
–Ya lo se'.
¿Por qué crees que he venido aquí?
El equino
se giró y miró hacia el barranco. Allí, el camino era tortuoso y difícil de
seguir. Unos árboles jóvenes se abrían paso entre las piedras. El bosque estaba
apiñado a ambos lados. En unos años más, nadie sabría que allí había habido un
sendero. Por su aspecto, tampoco lo sabía nadie ahora.
–¿Has
venido aquí a morir?
–No. Pero
hay algo que siempre he querido hacer. Desde que era un muchacho.
–¿Ah, sí?
Cohen
intentó incorporarse. Los tendones lanzaron mensajes candentes por sus piernas.
–Mi
padre... –chilló. Luego recuperó el control–. Mi padre me dijo... –Pugnó por
tomar aire.
–Hijo...
–trató de ayudarlo el caballo.
–¿Qué?
–Hijo.
Ningún padre llama a su chaval «hijo» a menos que esté a punto de impartirle
algo de su sabiduría. Todo el mundo lo sabe.
–Son mis
recuerdos.
–Perdón.
–Me dijo:
«Hijo...». Sí, vale. «Hijo, cuando venzas a un troll en combate singular,
podrás hacer cualquier cosa.» El caballo parpadeó. Luego volvió a examinar el
sendero entre los les hasta la profundidad del barranco. Allí había un puente
de piedra Tuvo un horrible presentimiento.
Pateó
nerviosamente el suelo con los cascos.
–Vamos
hacia el Límite –insistió–, Es bonito y hace calor.
–No.
–¿Qué
ganamos matando a un troll? ¿Qué conseguirás con eso?
–Un troll
muerto. De eso se trata. En cualquier caso, no es necesario matarlo.
Basta con
vencerlo. Uno contra uno. Mano a... troll. Si no lo intento, mi padre se
revolverá en la tumba.
–Me dijiste
que te expulsó de la tribu cuando tenías once años.
–Lo mejor
que pudo haber hecho jamás. Me enseñó a volar con las alas de otros.
Ven aquí,
¿quieres?
El caballo
se puso a su lado. Cohen se agarró a la silla y se incorporó.
–Y tú
quieres luchar hoy con un troll... –rezongó el equino.
Cohen
rebuscó en el saco y extrajo la bolsa de tabaco. El viento sacudió el papel de
fumar mientras enrollaba un cigarrillo.
–Eso es –asintió.
–Y hemos
hecho todo este camino para eso.
–Teníamos
que hacerlo –dijo Cohen–. ¿Cuándo fue la última vez que viste un puente con un
troll debajo? Cuando yo era un chaval, había a cientos. Ahora hay más trolls en
las ciudades que en las montañas. La mayoría, gordos como cerdos.
¿Para qué
combatimos en tantas guerras? Ahora... cruza ese puente.
Era un
puente solitario sobre un río poco profundo, espumoso y traicionero en un hondo
valle. La clase de lugar donde uno se topa con...
Una figura
gris saltó sobre el parapeto y cayó con los pies separados frente al caballo.
Blandía un garrote.
–Está bien
–gruñó.
–Oh...
–empezó el caballo.
El troll
parpadeó. Incluso los cielos fríos y nubosos del invierno reducían seriamente
la conductividad del cerebro de silicona de un troll. Tardó todo este tiempo en
darse cuenta que no había nadie en la silla Parpadeó de nuevo, porque sintió de
pronto la punta de un cuchillo en el cogote.
–Hola
–saludó una voz junto a su oreja.
El troll
tragó saliva. Pero con mucho cuidado.
–Mira, esto
es una tradición, ¿vale? –dijo a la desesperada–. En un puente como éste, la
gente tiene que esperar que aparezca un troll.
»Por cierto
–añadió, cuando otro pensamiento llegó a duras penas ¿cómo es que no te he oído
acercarte?
–Porque
esto lo hago bien –repuso el viejo.
–Eso es
verdad –confirmó el rocín–. Se ha acercado sigilosamente a otros hombres más
veces de las que tú has asustado a tus cenas.
El troll se
arriesgó a mirarlo de reojo.
–¡Por todos
los demonios! –susurró–. Te crees que eres Cohen el Bárbaro, ¿no?
–¿Y tú qué
crees? –dijo Cohen el Bárbaro.
–Escucha
–intervino el caballo–, si no se hubiese envuelto las rodillas con vendas, lo
habrías descubierto por el crujir de sus huesos.
El troll
necesitó un cierto tiempo para entenderlo.
–¡Oh, vaya!
–exclamó jadeante–. ¡En mi puente! ¡Vaya!
–¿Qué?
–preguntó Cohen, El troll se zafó de la presa y agitó las manos frenéticamente.
–¡Está
bien! ¡Está bien! –gritó mientras Cohen avanzaba–. ¡Ya me tienes! ¡Ya me
tienes! ¡No voy a resistir! Sólo quiero llamar a mi familia, ¿de acuerdo? De lo
contrario, nadie me creerá. ¡Cohen el Bárbaro! ¡En mi puente!
Su pecho,
enorme y duro como una piedra, se hinchó aun mas.
–Mi jodido
cuñado siempre está fardando de su jodido puente de madera –añadió–, y mi mujer
no sabe hablar de otra cosa. ¡Ja! Me gustaría verle la cara ahora...
¡Oh, no!
¿Qué vas a pensar de mí?
–Buena
pregunta –dijo Cohen.
El troll
soltó el garrote y estrechó la mano a Cohen.
–Me llamo
Mica –se presentó–. ¡Qué gran honor! –Se asomó al parapeto y vociferó–:
¡Berila! ¡Sube! ¡Y trae a los niños!
Cuando se
volvió hacia Cohen, el rostro del troll estaba resplandeciente de felicidad y
orgullo.
–Berila
siempre dice que tendríamos que mudarnos, encontrar algo mejor; pero yo le
contesto que este puente ha sido de nuestra familia durante generaciones.
Siempre ha
habido un troll bajo el Puente de la Muerte. Es la tradición.
Una enorme
mujer troll con dos niños a cuestas subió por la ribera arrastrando los pies,
seguida de una fila de trolls más pequeños. Todos ellos se alinearon detrás de
su padre y observaron a Cohen con grandes ojos.
–Te
presento a Berila –dijo el troll. Su mujer miró ceñuda a Cohen–. Y éste...
–empujó
hacia adelante a una copia más pequeña y enfurruñada de sí mismo– es mi chaval,
Pedregal. Una lasca de la vieja roca. Será el que se encargue del puente cuando
yo ya no esté, ¿verdad, Pedregal? ¡Mira, este señor es Cohen el Bárbaro!
¿Qué te
parece, eh? ¡En nuestro puente! No sólo tenemos mercaderes ricos y fofos como
tu tío Piritas –añadió el troll, hablando todavía a su hijo mirando por el
rabillo del ojo a su mujer–: tenemos héroes de verdad, como en los viejos
tiempos.
La mujer
del troll miró a Cohen de arriba abajo.
–¿Es rico,
éste? –preguntó.
–El dinero
no tiene nada que ver –contestó el troll.
–¿Vas a
matar a papá? –inquirió Pedregal, suspicaz.
–¡Pues
claro que sí! –afirmó Mica con severidad–. Es su trabajo. Y luego seré famoso y
me mencionarán en canciones y en cuentos. Éste es Cohen el Bárbaro,
¿comprendes?, no un gilipollas del pueblo. Es un héroe famoso que ha hecho todo
este viaje para vernos, así que mostradle más respeto.
»Lo siento,
señor –se disculpó después ante Cohen–. Ya sabe cómo son los chicos de hoy.
El caballo
empezó a reírse con disimulo.
–Bueno,
escucha... –empezó Cohen.
–Recuerdo
que papá me contó cosas de usted cuando yo era un guijarrito –dijo Mica–.
«Monta sobre el mundo como un "closo"», me decía.
Se produjo
un silencio. Cohen se preguntó qué era un «closo» y sinti6 la pétrea mirada de
Berila clavada en él.
–No es más
que un viejo –comentó ella–. No me parece un héroe. Si es tan bueno, ¿por qué
no es rico?
–Bueno,
escucha... –intentó contestar Mica.
–¿Esto es
lo que hemos estado esperando todos estos años? –lo interrumpió la troll–. ¿Por
esto hemos estado bajo un puente con goteras? ¿Esperando a gente que no venia
nunca? ¿Esperando a viejos con las piernas vendadas? ¡Tendría que haber hecho
caso a mi madre! ¿Y ahora quieres que deje a mi hijo quedarse sentado bajo el
puente esperando a que venga otro viejo a matarlo? ¿Esto es ser un troll?
¡Bueno, pues ni hablar!
–¿Quieres
escucharme?
–¡Ja!
¡Piritas no tiene viejos! ¡Consigue mercaderes ricos y gordos! Es alguien.
¡Debiste
haber ido con él cuando tuviste la ocasión!
–¡Antes
comería gusanos!
–¿Gusanos,
eh? ¿Desde cuándo podemos permitirnos comer gusanos?
–¿Podemos
hablar en privado? –intervino Cohen.
Echó a
andar hacia el otro extremo del puente, haciendo oscilar la espada. El troll lo
siguió, caminando sin hacer ruido.
Cohen buscó
la bolsa de tabaco. Miró al troll y sostuvo la bolsa en alto –¿Fumas? –le
preguntó.
–Eso puede
matarte –repuso el troll.
–Sí. Pero
no hoy.
–¡No te
quedes todo el día charlando con tus amigotes! –vociferó Berila desde su lado
del puente–. ¡Hoy te toca ir al aserradero! Ya sabes que Chert dijo que no podría
guardarte el empleo si no te tomabas el trabajo en serio!
Mica sonrió
a Cohen con un gesto de disculpa.
–Se
preocupa mucho por mí –le explicó –¡No voy a recorrerme el río otra vez para
sacarte del lío! –rugió Berila–.
¡Cuéntale
lo de los machos cabríos, señor Gran Troll!
–¿Machos
cabríos? –se extrañó Cohen.
–No sé nada
de esos machos cabríos –dijo Mica–. Siempre está hablando de los machos
cabríos, y yo no sé nada de ellos. –E hizo una mueca.
Observaron
cómo Berila se llevaba a los jóvenes trolls por la ribera hasta la oscuridad
que se extendía bajo el puente.
–La
cuestión es que no pretendía matarte –declaró Cohen cuando quedaron a solas.
El troll
quedó decepcionado.
–¿No?
–Sólo
quería tirarte desde el puente y robarte los tesoros que tuvieras.
–¿Sí?
Cohen le
dio unas palmadas en la espalda.
–Además
–añadió–, me gusta la gente con... buena memoria. Eso es lo que necesita el
país: buena memoria.
–Hago
cuanto puedo, señor –repuso el troll, poniéndose firmes–. Mi chaval quiere ir a
trabajar a la ciudad. Le he dicho que ha habido un troll bajo este puente
durante casi quinientos años...
–Así que,
si me entregas tu tesoro, seguiré mi camino –prosiguió Cohen.
El rostro
del troll se crispó en un súbito ataque de pánico.
–¿Tesoro?
No tengo ninguno.
–¡Oh,
vamos! ¿Con un puente como el tuyo?
–Si, pero
ya nadie baja por el sendero –dijo Mica–. La verdad es que has sido el primero
en varios meses. Berila dice que tendría que haberme ido con su hermano cuando
construyeron la nueva vereda por su puente, pero –levantó la voz– yo dije: ha
habido trolls bajo este puente...
–Ya, ya –lo
cortó Cohen.
–El caso es
que el puente se está cayendo –continuó el troll–. Y no tienes idea de lo que
cobran los albañiles. ¡Serán cabritos esos enanos! No puede uno confiar en
ellos. –Se inclinó hacia Cohen y agregó en tono confidencial–: Para ser franco,
tengo que trabajar tres días a la semana en el aserradero de mi cuñado para
llegar a fin de mes.
–Creía que
tu cuñado vivía bajo un puente.
–Uno de
ellos. Pero mi mujer tiene tantos hermanos como los perros tienen pulgas
–explicó el troll, y miró hacia el torrente con desolación–. Uno de ellos es
maderero en Aguas Agrias, otro tiene el puente, el tercero es un gordo
comerciante en Pica Amarga. ¿Te parece trabajo para un troll?
–Pero uno
está en el negocios de los puentes.
–¿El
negocio de los puentes? ¿Sentado sobre una caja todo el día haciendo pagar una
pieza de plata a los viajeros que quieren cruzar– La mitad del tiempo ni
siquiera está en su sitio! Paga a un enano para que le haga de recaudador. ¡Y
se llama troll! ¡No puedes distinguirlo de un humano a menos que lo mires de
cerca!
Cohen
asintió, comprensivo.
–¿Sabes que
tengo que ir a cenar con ellos cada semana? –prosiguió el troll–.
¿Con los
tres? Y tener que escucharles que hay que adaptarse a los tiempos...
–Qué hay de
malo en ser un troll bajo un puente? –agregó, mirando con tristeza a Cohen–. Me
crié para ser un troll bajo un puente, y quiero que Pedregal sea un troll bajo
un puente cuando yo ya no esté. ¿Qué hay de malo en eso? Si no, ¿qué sentido
tiene todo? ¿Para qué vivimos?
Se recostó
en el parapeto con gesto abatido, mirando hacia las espumosas aguas.
–¿Sabes?
–dijo Cohen despacio–, recuerdo la época en que un hombre podía cabalgar desde
aquí a las Montañas Afiladas y no ver ningún otro ser vivo.
–Paseó los
dedos por la espada y añadió–: Al menos, ninguno en un largo trecho.
Tiró la
colilla al agua y continuó:
–Ahora,
todo son granjas. Pequeñas granjas dirigidas por gente pequeña. Y vallas por
todas partes. Mires donde mires, verás granjas, vallas y gente pequeña.
–Ella tiene
razón –dijo el troll, continuando su conversación anterior–. No hay futuro en
seguir saltando de debajo de un puente.
–No tengo
nada contra las granjas, por supuesto –prosiguió Cohen–. Ni contra los
granjeros. Tiene que haberlos. Lo malo es que antes estaban muy lejos, en los
límites. Ahora esto es el límite.
–Siempre
hacia atrás –declaró el troll–. Siempre cambiando. Como mi cuñado Chert. ¡Un
aserradero! ¡Un troll dirigiendo un aserradero! ¡Y tendrías que ver el lío que
está organizando con el bosque de las Sombras Cortadas!
Cohen,
sorprendido, levantó la mirada.
–¿Cuál, el
de las arañas gigantes?
–¿Arañas?
Ya no hay arañas allí. Sólo tocones de árbol.
–¿Tocones?
¿Tocones? Me gustaba ese bosque. Era... bueno, era oscuro Hoy en día ya no se
encuentra un bosque sombrío. En un bosque como ése se sabía lo que era sentir
terror.
–Quieres
sombras? Lo está replantando con abetos rojos –dijo Mica –¡Abetos!
–No es idea
suya. No distingue un árbol de otro. Todo se le ocurrió a Arcilla.
Él lo
enredó.
Cohen
sintió un mareo.
–¿Y quién
es Arcilla?
–Te he
dicho que tengo tres cuñados, ¿no? Este es el comerciante. Dijo que, si se
replantaba, sería más fácil vender el terreno.
Se produjo
una larga pausa mientras Cohen asimilaba la información.
–No se
puede vender el bosque de las Sombras Cortadas –dijo por fin–. No pertenece a
nadie.
–Así es.
Dice que por eso puede venderlo.
Cohen
descargó el puño sobre el parapeto. Una piedra se desprendió y cayó al
barranco.
–Perdón –se
excuso.
–No te
preocupes. Ya te he dicho que se está cayendo a pedazos.
Cohen se
revolvió.
–¿Qué
ocurre? Recuerdo todas las grandes guerras del pasado. ¿Tú no? Debiste de
luchar en ellas también.
–Llevaba un
garrote, si'.
–Se suponía
que todo era por un nuevo y brillante futuro basado en la ley y todo lo demás.
Eso era lo que decía la gente.
–Bueno, yo
combatía porque un troll grandullón con un látigo me obligaba –dijo Mica con
cautela–. Pero sé lo que quieres decir.
–Quiero
decir que no lo hicimos por los granjeros y los abetos rojos, ¿no?
–Y aquí
estoy yo reivindicando este puente –filosofó Mica, con gesto abatido–. Y tú has
hecho todo este camino...
–Y había un
rey o algo así –continuó Cohen vagamente, contemplando el agua–. Y creo que
había hechiceros. Pero seguro que había un rey. Estoy casi seguro.
Jamás lo
conocí. ¿Sabes? –Sonrió al troll–. No logro acordarme de su nombre. No creo que
me lo dijeran nunca.
Una media
hora después, el caballo de Cohen salió de los sombríos bosques a un páramo
desolado y azotado por el viento. Siguió caminando con paso cansino por un
tiempo hasta que dijo:
–Muy
bien... ¿Cuánto le has dado?
–Doce
piezas de oro –contestó Cohen.
–¿Por qué
le diste doce piezas de oro?
–Sólo
llevaba doce.
–Debes de
estar loco.
–Cuando
empecé en este negocio de ser bárbaro –dijo Cohen–, todos los puentes tenían un
troll debajo. Y no se podía atravesar un bosque como el que acabamos de cruzar
sin que una docena de trasgos intentase cortarte la cabeza. –Suspiró–.
Me pregunto
qué ha sido de todos ellos.
–Tú sabrás
–insinuó el caballo.
–Bueno,
vale. Pero siempre creí que habría más. Siempre pensé que habría nuevos
límites.
–¿Cuántos
años tienes?
–Ni idea.
–Entonces
eres lo bastante viejo para no llamarte a engaño.
–Sí, tienes
razón.
Cohen
encendió otro cigarrillo y tosió hasta que se le humedecieron los ojos –¡Se te
está ablandando el cerebro!
–Sí,.
–¡Darle
hasta tu última moneda a un troll!
–Sí
–confirmó Cohen, y lanzó una voluta de humo al sol poniente.
–¿Por qué?
Cohen
contempló el cielo. El resplandor rojizo era frío como las laderas del
infierno. Un viento helado cruzó la estepa y sacudió los restos de su melena.
–Por la
forma como deberían ser las cosas –respondió.
–¡Ja!
–Por las
cosas como fueron antes.
––¡Ja!
Cohen
agachó la cabeza. Y sonrió.
–Y por tres
direcciones. Algún día moriré –dijo–, pero creo que hoy, no.
El viento
soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacía demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban
a los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al
congelarse. Pero cada vez quedaban menos lobos, y menos bosques.
Cuando
hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus casas, frente al hogar.
Y se
contaban historias sobre héroes.
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