Marion Zimmer Bradley
Libro II
La gran reina
8
El verano siguiente los sajones empezaron a congregarse frente a la costa; Arturo y sus hombres pasaron todo el año reuniendo un ejército para la batalla que sabían que tendrían que librar. El rey encabezó el combate y obligó al enemigo a retroceder, pero no obtuvo la victoria decisiva que esperaba. Había infligido a los sajones unos daños de los que tardarían más de un año en recobrarse, pero no le quedaban caballos ni hombres suficientes para derrotarlos de una vez por todas. En aquella batalla recibió una herida que no parecía grave, pero se le infectó y tuvo que pasar gran parte del otoño en cama. Caían ya los primeros copos de nieve sobre las murallas de Caerleon cuando pudo caminar un poco por el patio, apoyado en un bastón; en cuanto a las cicatrices, las llevaría hasta su tumba.
—Llegará la primavera sin que haya podido volver a montar —comentó lúgubremente a Ginebra, que estaba contra la muralla, bien abrigada en su capa azul.
—Bien puede ser —dijo Lanzarote—. Y tardaréis más, amado señor, si cogéis frío antes de que la herida haya cicatrizado por completo. Venid dentro, os lo ruego. Mirad: hay nieve en la capa de Ginebra.
—Y en tu barba, Lanzarote, ¿o son las primeras canas? —bromeó Arturo.
Lanzarote se echó a reír.
—Ambas cosas, supongo. En esto lleváis ventaja, mi rey: tenéis la barba tan rubia que las canas no se notarán. Aquí está mi brazo para que os apoyéis.
Arturo iba a rechazarlo, pero su esposa intervino:
—Apóyate, Arturo. Si resbalas en estas piedras malograrás nuestro buen trabajo médico.
Arturo, suspirando, se apoyó en el brazo de su amigo.
—Ahora tengo una idea de lo que significa la vejez. —Ginebra lo cogió del otro brazo y él se echó a reír—. ¿Me amaréis así cuando sea como Merlín?
—Aún cuando tengáis noventa años, señor. —Lanzarote reía con él, pero abruptamente se puso serio—. Estoy preocupado por Taliesin, señor. Se debilita y le falla la vista. ¿No tendría que pasar sus últimos años en Avalón, gozando de paz?
—Sin duda, pero no quiere dejarme asesorado sólo por los curas. . .
—¿Y que mejores consejeros podríais tener, señor? —exclamó Ginebra, disgustada por el nombre pagano de Avalón.
Llegaron al salón, donde el fuego estaba encendido, y Lanzarote acomodó al rey en su silla. Arturo hizo un gesto de fastidio.
—Sí, acomodad al anciano junto al hogar y dadle su ponche.
—Mi amado señor... —comenzó Ginebra.
Pero Lanzarote le puso una mano en el hombro.
—No os molestéis, Ginebra. Así somos los hombres cuando estamos enfermos. Éste no sabe la suerte que tiene: atendido por bellas señoras, con sábanas limpias, buenas comidas y esos ponches que desdeña. Yo tuve que reponerme de una herida en el campamento, atendido por un anciano hosco y acostado en mis excrementos, sin nadie que me ayudara a moverme y sin más comida que pan duro remojado en cerveza rancia. Dejad de rezongar, Arturo, o me ocuparé de que os curéis las heridas como corresponde a un soldado.
—Y lo harías, sin duda —dijo Arturo, con una sonrisa afectuosa. Luego cogió la cuchara que le ofrecía su esposa y empezó a tragar el pan remojado en vino caliente con miel—. Sí, es reconfortante. Tiene especias, ¿verdad?
Cuando hubo terminado, Cay se acercó a preguntarle:
—¿Cómo está la herida después de caminar una hora, señor? ¿Os duele mucho todavía?
—No tanto como la vez anterior, y eso es todo lo que puedo decir. Por primera vez he sentido miedo de morir sin haber cumplido con mi trabajo.
—No veo que hayáis dejado mucho por hacer, señor, salvo la victoria final contra los sajones —dijo Cay—. Pero ahora tenéis que volver a la cama.
Cuando Arturo se tendió en el lecho, Cay lo desvistió para examinar la gran herida que aún supuraba un poco.
—Mandaré por las mujeres para que vuelvan a poneros compresas. Por suerte no volvió a abrirse durante la caminata.
Las mujeres llevaron hierbas y cacerolas humeantes; las compresas estaban tan calientes que Arturo lanzó un rugido.
—Y esta vez tuvisteis suerte —dijo Cay—. Si la espada os hubiera herido un poco más allá, Ginebra tendría ahora más motivos de queja y seríais el rey castrado de la leyenda, cuya tierra se marchitaba junto con su potencia.
La reina se estremeció. Arturo dijo de mal humor, retorciéndose bajo la compresa:
—Ése no es cuento para hombres heridos.
—Tendría que haceros pensar en lo afortunado que sois. Vuestra tierra no se marchitará y por Pascua, con suerte, la reina podría estar embarazada otra vez.
—Dios así lo quiera.
Pero Ginebra hizo una mueca dolorida y apartó la cara. Una vez más había concebido y una vez más todo se había malogrado muy pronto. ¿Sería siempre así? ¿Era el castigo de Dios por no esforzarse en hacer de su esposo un buen cristiano?
Una de las mujeres retiró el paño para reemplazarlo, pero Arturo dijo:
—No: que lo haga mi esposa, que tiene manos más suaves.
Ginebra cogió la compresa humeante; estaba tan caliente que le quemó los dedos, pero aceptó ese dolor como penitencia. Todo era culpa suya; Arturo debía repudiarla por estéril y tomar a una esposa que le diera un hijo.
«Si tuviera aquí a Morgana le pediría un encantamiento para ser fértil.»
—Me parece que necesitamos los conocimientos médicos de Morgana —dijo—. Esta herida no marcha como debería y ella es notable en el arte de curar, tanto como la Dama del Lago. ¿Por qué no mandar por una de ellas?
—Me gustaría ver a mi buena hermana —concordó Arturo—. O a mi amiga y benefactora, la Dama del Lago.
—Si quieres, Arturo, puedo enviar un mensaje a mi madre, suplicándole que venga — le ofreció Lanzarote.
Pero hablaba mirando a Ginebra y sus ojos se encontraron un instante. Durante la enfermedad de Arturo, cuando nadie creía que pudiera sobrevivir, había estado siempre junto a ella, velándolo incansablemente. Viendo cuánto amaba al rey, ella se avergonzaba de sus pensamientos. «Es tan primo de Arturo como Gawaine. Si algo sucediera, podría ser el rey que necesitamos. Antaño el rey era sólo el esposo de la reina.»
—¿Mandamos por la Dama Viviana, pues? —preguntó Ginebra.
—Sólo si deseáis verla —suspiró Arturo—. Creo que ahora sólo necesito más paciencia. Gawaine está reuniendo a los hombres del norte, ¿verdad? Con Lot y Pelinor.
—Sí. Ha ordenado a Pelinor que venga con todos sus hombres cuando lo llamemos. Y Lot también vendrá, aunque está envejeciendo; no deja pasar ninguna oportunidad de que el reinado sea para uno de sus hijos.
«Y será para uno de ellos, en verdad, si no doy un heredero a Arturo», pensó Ginebra. Era como si cada frase pronunciada, cualquiera que fuese el tema, se convirtiera en un dardo apuntado a su corazón por no cumplir con la primera obligación de toda reina. Casi agradecía aquella herida que le permitía cuidarlo y protegerlo, amarlo sin culpa, pensar en su amor sin esa angustiosa esperanza: «¿Me hará esta vez un hijo? Y si me lo hace, ¿todo irá bien o volveré a perder esa preciosa esperanza del reino?»
—Ojalá Kevin o Morgana estuvieran aquí —dijo Arturo—. Me gustaría oír un poco de música.
—Kevin ha vuelto a Avalón —informó Lanzarote—. Según Merlín, fue por unos asuntos sacerdotales muy secretos. Me extraña que los curas permitan esos misterios druídicos en tierras cristianas.
Arturo se encogió de hombros.
—Por muy rey que sea, no mando sobre la conciencia de los hombres. Y cuando José de Arimatea vino a Glastonbury, los druidas le dieron una buena acogida y compartieron con él su sabiduría.
—Dice el obispo Patricio que eso es falso y herético —insistió Ginebra—, y que se tendría que expulsar del sacerdocio a los curas que ofician junto a los druidas.
—No será mientras yo viva—aseguró Arturo—. He jurado proteger Avalón. Y tienes motivos para estarle agradecida. —Sonriente, señaló la gran Escalibur, colgada en su vaina de terciopelo carmesí—. A no ser por su magia, nada habría podido salvarme.
—¿Crees eso? — inquirió Ginebra—. ¿Antepones la magia y las brujerías a la voluntad de Dios?
Arturo le tocó la rubia cabeza.
—Tesoro mío, ¿crees que el hombre puede hacer algo contra la voluntad de Dios? Si esa vaina impidió que me desangrara fue porque Dios no quería que muriera. Todos estamos en Sus manos.
Ginebra echó una mirada a Lanzarote; en su cara había un sonrisa y, por un momento, pareció que se burlaba de ella.
—Bueno, Arturo, si deseas música, Taliesin puede toca para ti, aunque ya no tiene voz para cantar.
Merlín llegó con su lira y pasaron largo rato en el salón oyéndole. Lanzarote estaba reclinado en un banco, escuchando con las manos cruzadas detrás de la cabeza y las largas piernas extendidas hacia el fuego. Elaine había tenido la audacia de sentarse a su lado, pero él no le prestaba ninguna atención. Ginebra, al mirarlo, sintió un vuelco en el corazón.
«Lanzarote estaría mejor con una esposa. Elaine es mi prima, se me parece y está en edad casadera. Tendría que escribir a Pelinor.» Pero ya habría tiempo el día en que Lanzarote expresara deseos de casarse.
«Si Arturo no se recupera... Oh, no, no, no tengo que pensarlo.» Se persignó en secreto. Pero hacía tiempo que Arturo no le hacía el amor. Y era probable que no pudiera engendrarle un hijo, a pesar de todo... Se descubrió preguntándose cómo sería con Lanzarote. ¿Y si lo tomara como amante? Sabía que algunas mujeres lo hacían. Y el rubor le subió a las mejillas al contemplar las manos del caballero, quietas en el regazo, preguntándose cómo serían sus caricias. Santo Dios, ¿cómo era posible que una mujer casta, una buena cristiana, tuviera pensamientos tan pecaminosos? Una vez se lo había dicho a su confesor, pero según el sacerdote era razonable que, con su esposo enfermo tanto tiempo, su mente se desviara hacia esas cosas. Ginebra se habría encontrado mejor y más libre si le hubiera impuesto una estricta penitencia.
Al oír que alguien pronunciaba su nombre, levantó la cabeza confundida, como si sus pensamientos estuvieran a la vista de todos.
—No, basta de música, mi señor Merlín —dijo Arturo—. Ya oscurece y mi señora se está durmiendo de cansancio en el asiento. Que sirvan la cena, Cay; yo comeré algo de carne en mi lecho.
Ginebra ordenó a Elaine que ocupara su lugar en el salón; ella acompañaría a su señor. Lanzarote ayudó al rey a llegar hasta su alcoba y lo instaló en la cama, con el cuidado de una enfermera.
—Si necesita algo durante la noche, hacedme llamar —dijo a Ginebra, en voz baja—. Puedo levantarlo con más facilidad que nadie.
—Oh, no creo que haya necesidad —respondió ella—. Pero os lo agradezco.
Él le apoyó una mano en la mejilla.
—Sí queréis ir a dormir con vuestras damas, me quedaré con él. Parecéis necesitar una buena noche de sueño.
—Sois muy bondadoso, pero prefiero estar cerca de él.
—No obstante, mandad por mí si me necesita. No tratéis de levantarlo sin ayuda —insistió Lanzarote—. Prometédmelo, Ginebra.
Qué dulce sonaba su nombre en sus labios!
—Os lo prometo, amigo mío.
Él se inclinó para rozarle la frente con un beso.
—Parecéis exhausta —dijo—. Id a acostaros y dormid bien.
Cuando su mano se retiró, la mejilla le quedó fría y dolorida. Ginebra fue a acostarse junto a Arturo.
Por un rato creyó que dormía, pero al fin lo oyó decir en la oscuridad.
—Se ha comportado como un buen amigo, ¿verdad, esposa mía?
—Ni un hermano podría ser tan bondadoso.
—Cay y yo nos criamos juntos y le quiero bien, pero es cierto que la sangre llama... —Arturo se agitó en la cama, inquieto, suspirando—. Hay algo que tengo que decirte, Ginebra.
Ella sintió miedo. ¿Habría visto el beso de Lanzarote? ¿Iba a acusarla de infidelidad?
—Prométeme que no volverás a llorar —continuó Arturo—; no puedo soportarlo. Te juro que no quiero hacerte ningún reproche, pero hace años que estamos casados y tan sólo dos veces has tenido la esperanza de un hijo... No, no llores, te lo ruego, déjame hablar —suplicó—. Quizá no es falta tuya, sino mía. He tenido otras mujeres, como todos los hombres. Y aunque nunca oculté quién era, en todos estos años nadie ha venido a decirme que tengo un hijo bastardo. Es posible que mi simiente no tenga vida, de modo que, cuando concibes, el niño no llega siquiera a moverse.
Ginebra bajó la cabeza, dejando que una cortina de pelo le ocultara el rostro. ¿Él también se hacía reproches?
—Escúchame, Ginebra; este reino necesita un heredero. Si en algún momento dieras un hijo al trono, ten la seguridad de que no te haré preguntas. En lo que a mí concierne, lo reconoceré como mío y lo educaré como heredero.
El rostro de Ginebra parecía a punto de arder. ¿Cómo podía creerla capaz de traicionarlo?
—Jamás podría hacer nada semejante, rey y señor mío...
—Ya conoces las costumbres de Avalón... No me interrumpas, esposa mía; déjame hablar. Cuando hombre y mujer unen de ese modo, se dice que el niño ha nacido del Dios M gustaría mucho que Dios nos enviara un hijo, Ginebra, y no importa quién cumpla Su voluntad engendrándolo, ¿me comprendes? Y si quien cumpliera con la voluntad divina fuera mi amigo más querido, mi pariente más cercano, entonces los bendeciría a él y a tu hijo. No, no llores, no diré más. —La tomó en los brazos con un suspiro, dejando que se recostara en su hombro—. No soy digno de que me ames tanto.
Después de un rato se quedó dormido. Ginebra, en cambio siguió despierta, dejando caer las lágrimas. «Oh, no —pensó—, mi amado, mi querido señor, soy yo quien no merece tu amor. Y ahora casi me has dado autorización para traicionarte.» De pronto, por primera vez en su vida, envidió a Arturo y a Lanzarote. Eran hombres, salían al mundo y arriesgaban la vida en el combate, pero estaban exentos de tomar aquellas terribles decisiones. Cada decisión era un peso en el alma, porque de eso podía depender el destino de un reino. Y ahora a ella le correspondía determinar si daría o no un heredero al trono, si llevaría la sangre de Uther Pendragón o... o de otro. Ginebra se cubrió la cabeza con el cobertor de pieles y se encogió en la cama.
Aquella misma tarde se le había presentado subrepticiamente la idea, mientras observaba a Lanzarote y oía al arpista. Hacía tiempo que lo amaba, pero ahora empezaba a comprender que lo deseaba; en el fondo no era mejor que Morgause, quien se regodeaba con los caballeros de su esposo y, según escandalosos rumores, hasta con los pajes y criados apuestos. Arturo era muy bueno y ella lo amaba; en Caerleon tenía seguridad. No podía tolerar que sobre ella circularan los mismos comadreos vergonzosos.
Ginebra quería ser virtuosa, pero también era importante que la gente la considerara intachable. Morgana, por ejemplo, era igualmente virtuosa, hasta donde se sabía; no obstante, por sus artes curativas y su videncia, se rumoreaba que era bruja y que estaba en tratos con el pueblo de las hadas o con el diablo, y ella misma se había preguntado en ocasiones si lo que tantos repetían sería cierto.
Echaba de menos a Morgana, sí... pero en realidad se alegraba de que ya no estuviera en la corte. Se imaginó repitiendo ante su cuñada lo que Arturo le había dicho; se habría muerto de vergüenza. Y probablemente Morgana le habría dicho, riendo, a ella le correspondía decidir si tomaría o no a Lanzarote como amante, o tal vez a él.
De inmediato le recorrió una llamarada intensa como los fuegos del infierno: ¿y si se ofrecía a Lanzarote y él la rechazaba? Entonces sí que se moriría de vergüenza. ¿Cómo soportaría volver a salir, abandonar el espacio seguro del dormitorio, de su ama? Allí no podía sucederle nada malo.
Ciertamente, se encontraba algo descompuesta. Por la mañana lo diría a sus damas y ellas, como Lanzarote, lo atribuirían al cansancio. Así continuaría siendo la de siempre: una reina virtuosa y una buena cristiana. Arturo estaba alterado por su herida y su larga inactividad, pero cuando se repusiera no volvería a pensar en semejante cosa, y hasta le agradecería que no hubiera prestado oídos a su locura.
Pero cuando estaba a punto de caer en un profundo sueño, recordó algo que había dicho una de sus damas, pocos días antes de que Morgana abandonara la corte: que ella tendría que proporcionarle algún hechizo. En verdad, si un hechizo la obligara a amar a Lanzarote, quedaría liberada de tan penosa decisión. «Cuando Morgana regrese le hablaré de esto», pensó.
Pero hacía casi dos años que Morgana no estaba en la corte y bien podía ser que no volviera jamás.
9
«Ya soy demasiado vieja para estos viajes —pensó Viviana, a caballo bajo la lluvia invernal, con la cabeza inclinada y la capa bien ceñida al cuerpo—. De esto tendría que ocuparse Morgana, que iba a ser mi sucesora en Avalón.»
Cuatro años atrás Taliesin le dijo que la joven se había quedado en Caerleon, como dama de Ginebra, tras la boda de Arturo. ¿La Dama del Lago, criada de una reina? ¿Cómo podía haber abandonado de aquel modo el verdadero camino? Sin embargo, cuando envió recado a Caerleon para que Morgana volviera a Avalón, el mensajero regresó diciendo que había abandonado la corte para volver a la isla, según se creía.
Pero no estaba en Avalón, ni en Tintagel con Igraine, ni en la corte de Lot. ¿Adonde habría ido? Tal vez había sufrido algún percance en uno de sus viajes solitarios, podía haber perdido la memoria, podían haberla violado y matado... «Oh, no —pensó Viviana—, si algo le hubiera sucedido, sin duda yo lo habría visto en el espejo... o con la videncia.»
Pero no podía estar segura. Su videncia se había vuelto irregular; a menudo sólo surgía ante sus ojos una enloquecedora niebla gris. Y el destino de Morgana estaba oculto detrás de aquel velo.
«Diosa, Madre —rezó—, devuélveme a mi niña.» Pero la respuesta de la Diosa estaba escondida en aquel cielo implacable.
La última vez que hizo el viaje, seis meses antes, ¿se había cansado tanto? Tenía la sensación de que sólo ahora el trote del burro le sacudía todos los huesos, mientras el frío la roía con dientes helados.
Un miembro de su escolta se volvió a decirle:
—Ya veo la granja, señora. Llegaremos antes de que caiga la noche.
Viviana le dio las gracias, tratando de disimular su gratitud para no traicionar su debilidad.
Gawan la esperaba en el estrecho patio de las cuadras y la ayudó a desmontar sin pisar el barro.
—Bienvenida, señora —le dijo—. Es un placer veros, como siempre. Mañana vendrán mi hijo Balin y el vuestro; mandé a Caerleon por ellos.
—¿Tan grave es, viejo amigo? —preguntó Viviana.
Gawan asintió con la cabeza.
—Apenas se la reconoce, señora. Está reducida a nada; si come o bebe un poco dice que se le incendian las entrañas. Ya no puede faltar mucho, pese a todos vuestros remedios.
Viviana lanzó un suspiro.
—Es lo que temía —dijo—. Cuando esta enfermedad se apodera de alguien ya no abre las garras. Tal vez pueda ofrecerle algún alivio.
—Dios lo quiera. Las medicinas que nos dejasteis la última vez ya no sirven de mucho. Se despierta por la noche, llorando como una criatura. No tengo siquiera el valor de rezar para conservarla a costa de más sufrimientos, señora.
Viviana volvió a suspirar. En su última visita, seis meses antes, les había dejado sus drogas más fuertes, casi deseando que Priscila enfermara de fiebres en otoño y muriera antes de que los medicamentos perdieran efecto. Ya no había mucho que pudiera hacer. Se dejó conducir al interior de la casa y sentar frente al fuego. La criada le llevó un cuenco de sopa caliente.
—Descansad, señora —invitó él—. Podréis ver a mi esposa después de cenar. A esta hora suele dormir un rato.
—Cualquier rato de descanso es una bendición; no voy a molestarla —resolvió Viviana calentándose los dedos helados con el tazón de sopa, mientras las criadas le sacaban las botas y la secaban con toallas calientes. Por un momento descansó cómodamente, olvidando aquella lúgubre misión. Pero desde una habitación interior les llegó un grito débil y la criada dio un respingo.
—Es el ama, pobre —dijo a Viviana—. Debe de estar despierta. Esperábamos que durmiera hasta que la cena estuviera servida. Tengo que ir a atenderla.
—Yo también voy.
Viviana siguió a la mujer hasta la alcoba, viendo la expresión horrorizada de Gawan ante aquel débil grito.
Viviana nunca había dejado de hallar en Priscila algún rastro de su antigua hermosura, cierto parecido con la joven alegre que había criado a su hijo Balan. Ahora, el rostro, los labios y el pelo descolorido eran del mismo color gris amarillento; incluso los ojos azules parecían desteñidos por la enfermedad. Era evidente que llevaba meses sin poder levantarse. Y si hasta entonces las pociones de Viviana le habían ofrecido alivio, consuelo y una recuperación parcial, ya era demasiado tarde para prestarle ninguna ayuda.
Por un momento los ojos desvaídos vagaron por la habitación. Por fin, Priscila parpadeó un poco, susurrando:
—¿Sois vos, señora?
Viviana le cogió la mano marchita.
—Lamento veros tan enferma —dijo—. ¿Cómo estáis querida amiga?
Los labios resquebrajados se tensaron en una mueca que parecía un gesto de dolor, pero pretendía ser una sonrisa.
—No podría estar peor —susurró—. Creo que Dios y su Madre me han olvidado. Pero me alegra volver a veros. Y espero vivir lo suficiente para dar la bendición a mis queridos hijos. -—Suspiró con fatiga, tratando de cambiar de posición—. Me duele la espalda de tanto estar acostada, pero cuando me tocan es como si me clavaran cuchillos. Y aunque tengo mucha sed, no me atrevo a beber por miedo al dolor.
—Haré todo lo que pueda —prometió Viviana.
Después de ordenar a los criados lo que necesitaba, le vendó las llagas y le enjuagó la boca con una loción refrescante. Luego se sentó junto a ella, sosteniéndole la mano, sin molestarla con palabras. Poco después del oscurecer se oyó ruido en el patio. Priscila dio un respingo, febriles los ojos a la luz de la lámpara.
—¡Son mis hijos!
Y en verdad no tardaron en entrar Balan y su hermano de leche, Balin, el hijo de Gawan.
—Madre —saludó el primero, inclinándose para besar la mano a Priscila. Sólo entonces se inclinó ante Viviana—. Señora...
La Dama tocó a su hijo mayor en la mejilla. No era tan hermoso como Lanzarote, pero tenía bellos ojos oscuros, como los de ella y los de su hermano. Balin era más bajo, recio y de ojos grises. Como Priscila, era rubio y de mejillas encarnadas.
—Mi pobre madre —murmuró acariciándole la mano—• Pero ahora que la Dama Viviana ha venido a ayudarte no tardarás en recuperarte, ¿no es así? Pero estás tan delgada, madre... Tienes que tratar de comer más para fortalecerte.
—No —susurró Priscila—. No volveré a fortalecerme hasta que cene con Jesucristo en el cielo, hijo querido.
—Oh, no, madre, no digas eso...— exclamó Balin.
Balan buscó la mirada de Viviana y le dijo en voz muy baja:
—No comprende que se muere, señora... madre. Insiste en que puede recuperarse. —Balan negó con la cabeza. Tenía el grueso cuello enrojecido y Viviana le vio lágrimas en los ojos, aunque él se las enjugó deprisa.
Después de un rato, Viviana dijo que todos tenían que salir para que la enferma descansara.
—Despedios de vuestros hijos, Priscila, y dadles vuestra bendición —sugirió.
Los ojos de la mujer se animaron un poco.
—Ojalá fuera una verdadera despedida, antes de que esto empeore. No querría que me vieran como esta mañana —murmuró.
Viendo su terror, Viviana se inclinó hacia ella para decirle en un susurro:
—Puedo hacer que no haya más dolor, querida, si deseáis que termine.
—Por favor —susurró la moribunda, estrechándole la mano a modo de súplica.
—Os dejaré con vuestros hijos, pues. Los dos son vuestros, aunque sólo hayáis alumbrado a uno de ellos.
En la otra habitación encontró a Gawan.
—Traedme mis alforjas —dijo. Cumplida la orden, rebuscó en un bolsillo. Luego se volvió hacia el hombre—. Por el momento está en calma, pero no puedo hacer mucho más, salvo poner fin a sus sufrimientos. Creo que eso es lo que desea.
—¿No hay ya esperanza?
—No. Ya no le espera más que dolor. No creo que vuestro Dios desee hacerla sufrir más.
Gawan dijo conmovido.
—Ha dicho a menudo que se arrepentía de no haber tenido valor para arrojarse al río mientras aún podía caminar.
—Es hora, pues, de que se vaya en paz —musitó Viviana—, pero quería haceros saber que no hago sino su voluntad.
—Siempre he confiado en voz, señora —replicó Gawan—. Mi esposa os ama. No pido más. Sé que os bendecirá si ponéis fin a sus sufrimientos.
Pero estaba demudado por el pesar. Siguió a Viviana a la alcoba, donde Priscila charlaba en voz baja con Balin. Cuando le soltó la mano, éste se acercó a su padre, sollozando. La enferma tendió los dedos flacos a Balan, diciendo con voz trémula:
—Tú también has sido un buen hijo, muchacho. Cuida siempre de tu hermano de leche. Y no dejes de rezar por mi alma.
—Lo haré, madre —dijo Balan. Pero cuando quiso abrazarla, Priscila soltó un pequeño grito de miedo y dolor, de modo que se limitó a estrecharle la mano marchita.
—Ya os he preparado vuestro remedio, Priscila —dijo Viviana—. Dad las buenas noches y dormid.
—Estoy tan cansada... —susurró la moribunda—. Dormir será un placer. Bendita seáis, señora, y también vuestra Diosa.
—En su nombre, que ofrece misericordia —murmuró la Dama, en tanto le alzaba la cabeza para que pudiera tragar.
—Tengo miedo de beber esto. Es amargo. Y tragar cualquier cosa me causa dolor —susurró Priscila.
—Os juro, hermana mía, que después de beber esto no habrá más dolor —aseguró Viviana con voz firme, inclinando la taza.
Después de beber, Priscila levantó una mano para tocarle la cara.
—Dadme un beso de despedida, señora —pidió con aquella horrenda sonrisa.
Y Viviana oprimió los labios contra la frente cadavérica, pensando: «He traído vida y ahora vengo como la Parca. Lo que hago ahora por ella, Madre, que algún día lo haga alguien por mí.» Y se estremeció otra vez al encontrar la mirada interrogante de Balín.
—Venid —dijo en voz baja—. Dejadla descansar.
Salieron del cuarto. Gawan permaneció junto a su esposa, sin soltarle la mano. «Así tiene que ser», pensó la Dama.
Las criadas habían servido la cena. Viviana ocupó su sitio y comió, fatigada por el largo viaje.
—¿Habéis venido desde Caerleon en un solo día, muchachos? —preguntó. Y sonrió para sí, pues los «muchachos» ya eran hombres.
—Sí —respondió Balan—, y fue un viaje infortunado a causa de la lluvia y el frío. —Después de servirse pescado, pasó la fuente a Balin, diciendo—: No comes nada, hermano.
El otro se estremeció.
—No tengo ánimos para comer, viendo así a mi madre. Gracias a Dios estáis aquí, señora. Se repondrá pronto, ¿verdad? La última vez vuestros remedios fueron como un milagro.
Viviana lo miró fijamente. ¿Era posible que no comprendiera? Por fin dijo en voz baja:
—Lo mejor que podemos esperar es que vaya a reunirse con su Dios en el más allá, Balin.
Él levantó con espanto la cara rubicunda.
—¡No! ¡No puede morir! Prometedme que no la dejaréis morir, señora...
Viviana replicó severamente:
—No tengo la vida y la muerte en mis manos, Balin. ¿Quieres que viva este tormento mucho más tiempo?
—Pero vos sois hábil en todo tipo de magia —protestó Balin enfadado—. ¿A qué vinisteis, si no fue para curarla otra vez? Hace un momento dijisteis que podíais poner fin a su dolor...
—Para la enfermedad que se ha adueñado de tu madre hay una sola cura —explicó Viviana apoyándole una mano compasiva en el hombro.
—Basta, Balin —dijo su hermano—. ¿Prefieres que siga sufriendo?
Pero Balin clavó en Viviana una mirada fulminante.
—Conque utilizasteis vuestras hechicerías para curarla cuando era un honor para vuestra maligna Diosa —gritó—. Y ahora que ya no podéis sacar beneficio, la dejáis morir.
—Calla, hombre —ordenó Balan con voz ronca y tensa—. Recuerda que nuestra madre la bendijo y le dio un beso de despedida. Era lo que deseaba.
Pero Balin alzó la mano, como para golpear a Viviana.
—¡Judas! —gritó—. Vos también traicionasteis con un beso. —Y se volvió para correr a la alcoba—. ¿Qué habéis hecho? ¡Asesina! ¡Sucia asesina! ¡Padre, padre! ¡Esto es asesinato y hechicería maligna!
Gawan apareció en la puerta de la habitación interior, muy pálido, pidiendo silencio con gestos nerviosos, pero su hijo lo apartó de un empellón. Viviana fue tras él. Al entrar vio que Gawan había cerrado los ojos a la difunta.
Balin, al notarlo, se volvió hacia ella entre gritos incoherentes:
—¡Asesina! ¡Traidora, bruja! ¡Maldita bruja asesina!
Gawan retuvo a su hijo entre los brazos.
—¿Ante el cuerpo de tu madre hablas así de la persona en quien más confiaba?
Pero Balin, delirante, forcejeaba para arrojarse contra Viviana, que trató de hacerlo entrar en razón, sin lograr que la escuchara. Por fin fue a sentarse junto al fuego de la cocina.
Balan se acercó.
—Lamento que lo esté tomando así, señora—dijo, cogiendole la mano—. Pero cuando pase la impresión os estará tan agradecido como yo. Pobre madre, ha sufrido tanto. Ahora que terminó, yo también os bendigo. —Bajó la cabeza, tratando de no sollozar—. Era... como una madre para mí también.
—Lo sé, hijo mío, lo sé —murmuró Viviana, dándole palmaditas en la cabeza como si aún fuera un niño torpe—. Es justo que llores por tu madre adoptiva, de lo contrario no tendrías corazón.
Y Balan se derrumbó en sollozos, arrodillado junto a ella y con la cara escondida en su regazo. Balín se plantó ante ellos, pálido de furia.
—Sabes que mató a nuestra madre, Balan, pero acudes a que te consuele.
Su hermano levantó la cabeza, sofocando los sollozos.
—Cumplió con la voluntad de nuestra madre. ¿Tan necio eres que no comprendes? Aun con la ayuda de Dios, madre no habría vivido dos semanas más. ¿Le reprochas que haya querido ahorrarle ese último sufrimiento?
Pero Balin se limitó a gritar, desolado:
—¡Mi madre, mi madre ha muerto!
—Calla. Me crió. También era mi madre —exclamó Balan, furioso; luego ablandó la expresión—. Ah, hermano, hermano. Yo también peno. ¿Por qué tenemos que reñir? Ven, bebe un poco de vino. Ha dejado de sufrir y está con Dios. En vez de discutir, recemos por ella. Ven, hermano; come y descansa, que tú también estás fatigado.
—¡No! ¡No descansaré bajo el mismo techo que esta bruja asesina!
Gawan se acercó, pálido y furioso, para darle una bofetada en la boca.
—¡Paz! —ordenó—. La Dama de Avalón es nuestra amiga y nuestra invitada. ¡No mancilles la hospitalidad de esta casa con palabras tan blasfemas! Siéntate a comer, hijo, o pronunciarás palabras que todos hemos de lamentar.
Pero Balin miraba alrededor como una bestia salvaje.
—No comeré ni descansaré bajo el techo que alberga a... a esa mujer.
Su hermano inquirió:
—¿Te atreves a ofender a mi madre?
—¡Conque todos estáis contra mí! Bien, ¡me voy de esta casa!
Y se volvió para salir apresuradamente. Viviana se dejó caer en una silla, mientras su hijo le ofrecía el brazo y Gawan le escanciaba una taza de vino.
—Bebed, señora, y aceptad mis disculpas en nombre de mi hijo Está fuera de sí; pronto recobrará la cordura.
—¿Queréis que vaya tras él para evitar que se haga daño, padre? ,
Gawan negó con la cabeza.
—No, hijo, no; quédate con tu madre. Las palabras no le servirán de nada.
Viviana sorbió su vino, temblando. También estaba abrumada por la pena, recordando el tiempo en que Priscila y ella eran jóvenes y cada una tenía a su recién nacido en los brazos. Había sido tan alegre y hermosa... Ahora yacía muerta y su mano le había acercado la taza mortal. Tenía la sensación de que hasta los huesos se le sacudían con un dolor glacial. Se acercó al fuego, pero no dejaba de temblar y no podía entrar en calor. Se arrebujó en su chal. Balan la condujo al mejor asiento, le puso un almohadón tras la espalda y una taza de vino caliente en la mano.
—Ah, vos también la amabais —dijo—. No os aflijáis por Balin, señora. Ya recobrará el buen tino, y entonces comprenderá que fuisteis misericordiosa con nuestra madre... —Se interrumpió. Los carrillos se le iban enrojeciendo—. ¿Os ofende, señora, que aún vea en ella a mi madre?
—Es razonable —repuso Viviana acariciando la mano encallecida de su hijo, que en otros tiempos había sido como un capullo de rosa; ahora su mano se perdía dentro de ella—. Fue más madre para ti que yo.
—Sí, sabía que comprenderíais. Eso me dijo Morgana la última vez que nos vimos, en la corte de Arturo.
—¿Morgana? ¿Estaba en la corte de Arturo cuando vinisteis?
Balan sacudió tristemente la cabeza.
—No. Hace años que no la veo, señora. Dejadme pensar... Se marchó antes de que Arturo recibiera aquella herida. Caray, hará tres años cuando empiece el verano. La suponía en Avalón, con vos.
Viviana se apoyó contra el apoyabrazos del sillón. Luego Preguntó:
—Y tu hermano Lanzarote, ¿está en la corte o ha vuelto a la Baja Britania?
—No creo que lo haga mientras Arturo viva, aunque ya no frecuenta tanto la corte.
Y Viviana, con un fragmento de videncia, oyó las palabras que Balan callaba por no repetir rumores escandalosos: «Cuando está en la corte la gente nota que no aparta los ojos de la reina Ginebra; por dos veces Arturo le ha propuesto casarlo y él se ha negado.» Su hijo se apresuró a continuar:
—Se ha propuesto poner orden en el reino de Arturo y estar siempre recorriendo el territorio. Dicen que él solo es como toda una legión, señora. —Miró a la anciana con melancolía-— Vuestro hijo menor es un gran caballero, como el legendario Alejandro. Yo no os he aportado tanta gloria, señora.
—Cada uno hace lo que los dioses le asignan, hijo mío —repuso Viviana con suavidad—. Pero me alegra que no le guardes rencor por ser mejor caballero.
Balan negó con la cabeza.
—Sería como guardar rencor a Arturo por no ser yo el rey, madre. Y Lanzarote es modesto y piadoso.
—¿Dices que se ha negado a casarse dos veces? ¿Qué espera? ¿Una dote mayor de la que ninguna doncella podría aportarle?
Una vez más, Viviana creyó oír los pensamientos de su hijo: «Desea a la que no puede tener, pues está casada con su rey.» Pero Balan sólo dijo:
—Dice que no se le antoja casarse con nadie y que prefiere a su caballo. A veces dice en broma que se casará con una guerrera sajona. Nadie lo iguala con las armas. En los juegos que Arturo organiza en Caerleon suele participar en desventaja: sin escudo o con un caballo ajeno. Cierta vez Balin le ganó una carrera, pero rehusó el premio al descubrir que a Lanzarote se le habían roto las correas de la silla.
—Conque Balin también es un caballero cortés.
—Oh, sí, madre; no juzguéis a mi hermano por lo de esta noche —aseveró Balan.
La conversación pasó a otros temas.
Cuando la instaron a ocupar la mejor cama para huéspedes, se acostó y por fin pudo dormir. Pero todo lo que había hablado con Balan parecía pasearse por sus sueños. Durante un momento, creyó ver a Morgana corriendo por un neblinoso bosque de árboles extraños, coronada con flores que no crecían en Avalón. Al despertar se dijo: «No tengo que demorarme. Tengo que buscarla con la videncia o con lo que me quede de ella.»
A la mañana siguiente, después del entierro, se acercó a Balin para decirle delicadamente:
—Quieres que intercambiemos un abrazo y un mutuo perdón, hijo? Créeme: comparto tu pena. La señora Priscila y yo éramos amigas de toda la vida. ¿Cómo, si no, le habría dado mi hijo a criar? Y, además, soy la madre de tu hermano adoptivo. Le alargó los brazos, pero Balín, duro y frío, le volvió la espalda y se alejó.
Aunque Gawan la instaba a quedarse a descansar unos días, nidio su asno, diciendo que tenía que regresar a Avalón.
—¿Permitiréis que os acompañe a Avalón, señora? —preguntó Balan—. En el camino suele haber asaltantes y malas gentes.
—No —contestó Viviana ofreciéndole la mano con una sonrisa—. No llevo oro y me acompañan hombres de las Tribus. Quédate, hijo mío; llora a tu madre y haz las paces con tu hermano de leche. No tienes que reñir con él por mí.
De pronto se estremeció, pues a la mente le llegaba una imagen: entrechocar de espadas y su hijo sangrando por una gran herida...
—¿Qué pasa, señora? —preguntó Balan en voz baja.
—Nada, hijo mío; pero prométeme que no te enemistarás con tu hermano Balín. Que Dios te bendiga, y también a tu hermano.
Mientras cabalgaba hacia Avalón se dijo que aquella visión debía de ser consecuencia del cansancio y del miedo. En todo caso, Balan era uno de los caballeros de Arturo y en la guerra contra los sajones no se podía pretender que se librara de recibir alguna herida. Pero en su mente persistió la idea de que los dos hermanos de leche reñirían por ella, hasta que borró la cara de Balan con un gesto severo.
También estaba preocupada por Lanzarote, que había dejado muy atrás la edad de casarse. Claro que algunos hombres sólo buscaban la compañía de sus camaradas de armas. Tal vez sólo profesaba esa gran devoción por la reina para que sus compañeros no se burlaran de él.
Pero apartó a sus hijos de la mente. Ninguno estaba tan cerca de su corazón como Morgana... ¿Y dónde estaba Morgana? Tras oír las noticias de Balan, temía por su vida. Decidió enviar mensajeros a Tintagel y a la corte de Lot, por si Morgana hubiera vuelto para estar junto a su hijo. Había visto una o dos veces al pequeño Gwydion en su espejo, pero mientras creciera saludable no le prestaría mucha atención. Morgause trataba bien a los niños. Ya habría tiempo para ocuparse de Gwydion, cuando estuviera en edad de educarse en Avalón.
Con su disciplina de hierro, logró borrar también a Morgana y llegó a Avalón con el estado de ánimo de quien acaba de ser la Parca para su mejor amiga: seria, por supuesto, pero sin mucho pesar, pues la muerte es sólo el principio de una vida nueva.
En verdad había llegado el momento de entregar el mando de Avalón a una mujer más joven, limitarse a ser una de las sabias, sin cargar ya con aquel temible poder. La videncia la estaba abandonando, pero no quería renunciar a su poder sino para depositarlo en las manos de la que había preparado. Creía poder esperar a que Morgana, superado el rencor, volviera a Avalón.
«Pero si algo le ha sucedido... Y aunque no sea así, ¿tengo derecho a continuar como Dama del Lago, si me ha abandonado la videncia?»
Al llegar al lago tuvo tanto frío que, por un momento, no pudo recordar el hechizo para bajar las brumas. Luego las palabras le volvieron a la mente, pero pasó gran parte de la noche desvelada por el temor.
Por la mañana estudió el cielo. La luna estaba menguando, de nada serviría consultar el espejo en aquel momento. Con disciplina de hierro, se obligó a no decir nada a las sacerdotisas que la atendían, pero más tarde, ya entre las otras mujeres sabias, les preguntó:
—¿Hay en la Casa de las doncellas alguien que aún sea virgen?
—La hija de Taliesin —dijo una de ellas.
Por un momento Viviana quedó confundida: tanto Igraine como Morgause eran ya mayores y se habían casado. Luego reconoció:
—Ignoraba que tuviera una hija en la Casa de las doncellas. —En otros tiempos no había allí nadie a quien no hubiera probado personalmente, pero en los últimos años había relegado esa tarea—. Decidme, ¿qué edad tiene? ¿Cómo se llama? ¿Cuándo vino a nosotras?
—Se llama Niniana —respondió la anciana sacerdotisa—. Es hija de Branwen, engendrada por Taliesin en los fuegos de Beltane. Debe de tener once o doce años, tal vez más. Se educo en el norte, pero vino hace cinco o seis estaciones. Es buena y obediente. ¡Ya no recibimos tantas doncellas como para permitirnos el lujo de escoger, Dama! No hay ninguna como Cuervo o vuestra Morgana. Y Morgana, ¿dónde está? Tendría que volver a nosotras.
—Tendría que volver, por cierto —confirmó Viviana.
Le avergonzó responder que no sabía siquiera si estaba viva o muerta Pero si la tal Niniana era hija de Taliesin y una sacerdotisa de Avalón, sin duda tendría el don de la videncia. Y si todavía era virgen, Viviana podría obligarla a ver.
—Enviadme a Niniana dentro de tres días, antes del amanecer.
Y aunque vio diez preguntas en los ojos de la anciana, pudo comprobar con cierta satisfacción que aún era, incuestionablemente la Dama de Avalón, pues la mujer no dijo nada.
Niniana se presentó una hora antes del amanecer, al terminar la luna nueva. Viviana había pasado gran parte de la noche sin dormir, haciéndose interminables preguntas. Se resistía a delegar su autoridad, como no fuera en las manos de Morgana. Hizo girar entre las manos la pequeña hoz que aquélla había abandonado al huir; luego la dejó a un lado para observar a la hija de Taliesin.
«La anciana sacerdotisa pierde la noción del tiempo, igual que yo; esta niña tiene más de doce años.» La vio temblar, sobrecogida, y recordó que así había temblado también Morgana al verla, por primera vez, como Dama de Avalón.
—¿Eres Niniana? —preguntó delicadamente—. ¿Quiénes son tus padres?
—Soy hija de Branwen, Dama, pero ignoro el nombre de mi padre. Mi madre sólo dijo que me concibió en Beltane.
—¿Qué edad tienes?
—Este año habré completado los catorce inviernos.
—¿Y has estado en los fuegos, hija?
La niña negó con la cabeza.
—Hasta ahora no se me ha convocado.
—¿Tienes el don de la videncia?
—Creo que sólo un poco, señora.
Viviana suspiró.
—Bueno, ya veremos. Ven conmigo, hija.
La condujo por el camino escondido hasta el pozo sagrado. «niña era más alta que ella, esbelta y rubia, de ojos violáceos; se Parecía un poco a Igraine a su edad. De pronto creyó ver a Niniana con la corona y la capa de la Dama, pero negó con la cabeza con impaciencia. Sin duda era sólo una fantasía.
Se detuvo un momento junto al estanque para observar el cielo. Luego entregó a Niniana la hoz de Morgana y le dijo en voz baja:
—Mira dentro del espejo, hija mía, y dime dónde mora la que sostuvo esto.
La niña la miró, vacilante.
—Como os dije, señora, sólo tengo un poco de videncia.
Súbitamente la anciana comprendió: la joven tenía miedo de fracasar.
—No importa. Verás con la videncia que antes fue mía No temas, hija. Mira por mí dentro del espejo.
Se hizo el silencio mientras contemplaba la cabeza inclinada de la niña. La superficie del estanque pareció erizarse por el viento, como siempre. Luego Niniana dijo, con voz extraña:
—Ah, ved... duerme en brazos del rey gris...
Y calló.
«¿Qué significa eso?», se preguntó Viviana. Habría querido gritarle, obligarla a la videncia, pero se obligó a callar, sabiendo que hasta sus pensamientos inquietos podían emborronar la imagen.
—Dime, Niniana —susurró—, ¿ves el día en que Morgana ha de volver a Avalón?
Otra vez el silencio. Una leve brisa, el viento del amanecer, cruzó nuevamente la superficie de vidrio. Por fin la doncella respondió con suavidad:
—Está en la barca..., ahora tiene el pelo gris... —y una vez más calló, suspirando como si le doliera algo.
—¿Ves algo más, Niniana? Habla, dime.
Por la cara de la niña cruzaron el sufrimiento y el miedo.
—Ah, la cruz... La luz me quema... El caldero entre sus manos... ¡Cuervo! Cuervo, ¿nos dejas ya?
Aspiró bruscamente, como con espanto y consternación, y cayó al suelo sin sentido.
Viviana permaneció inmóvil, con los puños apretados. Por fin, con un largo suspiro, levantó a la muchacha y, hundiendo la mano en el estanque, roció con agua la cara relajada. Niniana abrió los ojos, asustada, y se echó a llorar.
—Lo siento, señora. No pude ver nada —gimió.
«Conque no recuerda nada de lo visto. Para lo que ha servido, podría habérselo ahorrado.» Pero de nada servía enfadarse con ella, pues sólo había cumplido con lo que se le ordenaba. Viviana le apartó el pelo de la frente y trató de consolarla:
—No llores; no estoy enfadada contigo. ¿Te duele la cabeza? Bueno, ve a descansar, hija mía.
«La Diosa otorga sus dones según su voluntad. ¿Por qué, Madre, si me privas de ver tus designios, has alejado de mí a quien tenía que reemplazarme cuando yo ya no esté?»
Niniana caminaba lentamente hacia la Casa de las doncellas apretándose la frente con las manos. Pasado un rato la anciana la siguió.
«Duerme en brazos del rey gris.» ¿Significaba que Morgana yacía en brazos de la muerte? ¿Volvería a ellos? Niniana sólo la había visto en la barca, con el pelo gris. Si acaso volvía, no sería pronto: eso, al menos, era inequívoco.
«La cruz. La luz me quema. Cuervo, Cuervo, el caldero entre sus manos.» Aquello no era más que delirio, un intento de expresar en palabras una tenue visión. Cuervo portaría el caldero, la mágica arma de la Diosa... Sí, Cuervo estaba capacitada para manejar la gran Regalía. Viviana, con la mirada clavada en la puerta de su alcoba, se preguntó si aquello significaba que Morgana los había abandonado para siempre. Tenía que ser Cuervo quien ejerciera el poder de la Dama del Lago. No había otra manera de interpretar las palabras de la doncella. Y era posible que no tuvieran ningún sentido.
«Haga lo que haga, ahora estoy en tinieblas. Habría sido mejor recurrir a Cuervo, que sólo me habría respondido con el silencio.»
Pero si Morgana estaba, en verdad, en brazos de la muerte, si Avalón la había perdido para siempre, no había otra sacerdotisa que cargara con el peso. Cuervo había entregado su voz a la Diosa para las profecías, pero ¿se podía dejar vacante el sitio de la Diosa sólo porque Cuervo hubiera escogido el camino del silencio?
Sola en su vivienda, analizó una y otra vez las crípticas palabras de Niniana. Al fin se levantó para volver sola al estanque, pero las aguas inmóviles estaban tan grises como el cielo implacable. Sin embargo, le pareció ver que algo se movía allí.
—¿Morgana? —susurró mirando hacia el fondo.
Pero la cara que la miraba no era la de Morgana: era un rostro quieto, tan desapasionado como la Diosa misma, coronado de juncos...
«¿Es mi reflejo el que veo o la Parca?»
Por fin, fatigada, le volvió la espalda.
«Lo he sabido desde la primera vez que pisé el camino: llega un momento en el que sólo hay desesperación, en que llamas a la Diosa y no responde, porque no está allí, porque nunca estuvo. No hay más Diosa que tú misma. Y te encuentras sola en la burla de los ecos en un altar vacío. No hay nadie allí, nunca hubo nadie y la videncia no es sino sueños y engaño.»
Mientras descendía por la colina, cansada, vio en el cielo el cuarto creciente de la luna. Pero, para ella, eso sólo significaba ya que su reclusión ritual había terminado por el momento.
«¿Qué puedo hacer con esta burla de Diosa? La suerte de Avalón está en mis manos, Morgana se ha ido y me encuentro sola entre ancianas, niños y muchachas a medio adiestrar. ¡Sola completamente sola, vieja y cansada! Y la muerte me espera...»
Dentro de su vivienda las mujeres habían encendido el fuego; junto a su silla había una taza de vino caliente, para que quebrara el ayuno de la luna nueva. Se sentó pesadamente; una de las ayudantes se acercó para quitarle los zapatos y le cubrió los hombros con un chal abrigado.
«No hay nadie más que yo. Pero aún tengo a mis hijas; no estoy del todo sola.»
—Gracias, hijas mías —dijo con desacostumbrada calidez.
Una de las ayudantes inclinó tímidamente la cabeza, sin hablar. Viviana no sabía su nombre («¿Cómo puedo ser tan descuidada?»), pero parecía bajo el voto de silencio. La segunda dijo en voz muy baja:
—Serviros es un privilegio, madre. ¿Queréis acostaros?
—Todavía no. —Y de inmediato agregó, llevada por un impulso—: Traedme a la sacerdotisa Cuervo.
El tiempo transcurrió muy lento hasta que Cuervo entró sin hacer ruido. Viviana la saludó con una inclinación de cabeza a la que ella respondió con una reverencia. Luego ocupó el asiento que la Dama le señalaba. Viviana le alargó la taza de vino caliente, aún medio llena, y la sacerdotisa bebió con una sonrisa de agradecimiento.
—Hija mía —dijo Viviana en tono suplicante—, una vez, antes de que Morgana nos abandonara, quebraste tu silencio. Ahora la busco y no puedo hallarla. No está en Caerleon ni en Tintagel; no está con Lot y Morgause en Lothian... y yo envejezco. No hay nadie que sirva. Te lo pregunto como lo preguntaría al oráculo de la Diosa: ¿volverá Morgana?
Cuervo guardó silencio. Por fin negó con la cabeza.
—¿Quieres decir que Morgana no volverá? —inquirió Viviana—. ¿O que no lo sabes?
Pero la sacerdotisa hizo un extraño gesto de impotencia y pregunta.
—Bien sabes, Cuervo, que tengo que delegar mi poder y no hay nadie para asumirlo: nadie que tenga la antigua preparación de una sacerdotisa y que haya llegado tan lejos. Sólo tú. Si Morgana no vuelve a nosotros, la Dama del Lago tienes que ser tú. Hiciste voto de silencio y lo has respetado fielmente. Ha llegado el momento de que lo abandones y cojas de mis manos la custodia de este lugar: no hay otra solución.
Cuervo negó con la cabeza. Era alta y delgada, ya había dejado atrás la juventud, debía de estar cerca de los cuarenta años. Tenía el cabello oscuro y el rostro cetrino; los ojos, grandes, bajo cejas gruesas. Su aspecto era cansado y austero.
Viviana se cubrió la cara con las manos.
—No... no puedo, Cuervo —dijo con voz ronca, entre lágrimas que no podía derramar.
Un momento después sintió un contacto leve en la mejilla. Cuervo se había levantado y estaba inclinada hacia ella. No dijo nada; se limitó a abrazar a Viviana y a estrecharla por un instante. Al sentir el calor de su compañera Viviana, rompió en sollozos, con la sensación de que lloraría sin pausa, sin voluntad de cesar. Cuando por fin calló por puro agotamiento, Cuervo le dio un beso en la mejilla y se fue sin decir palabra.
10
Una vez Igraine dijo que Cornualles estaba en el fin del mundo, y ésa fue la impresión que le dio a Ginebra; era como si allí no existieran las invasiones sajonas ni los grandes reyes. Allí, en aquel lejano convento, aunque en los días soleados se veía la severa línea de Tintagel, ella e Igraine eran sólo dos señoras cristianas.
«Me alegro de haber venido», pensó. Sin embargo, había tenido miedo de abandonar las murallas de Caerleon cuando Arturo le ordenó que fuera. El viaje le pareció una larga pesadilla, a pesar del rápido y confortable trayecto por el camino romano. Cuando empezaron a viajar cruzando los páramos altos y expuestos, Ginebra se acurrucó dentro de su litera, despavorida. No habría podido determinar qué le causaba más terror: si el cielo abierto o el interminable panorama de maleza sin árboles, donde las rocas se erguían desnudas y frías como si fueran los mismos huesos de la tierra. Por un tiempo no vieron más seres vivientes que los cuervos y, muy lejos, los ponis salvajes.
No obstante, en aquel remoto convento de Cornualles todo era paz y silencio. Una delicada campana anunciaba las horas, y en el jardín amurallado crecían rosales cuyos tallos se enlazaban pegados a las grietas de los muros. En otros tiempos había sido una villa romana. En el centro del salón, las hermanas decían haber levantado el suelo porque representaba una escandalosa escena pagana que había sido sustituida por ladrillos comunes, pero alrededor aún se veían encantadores delfines y extraños peces. Por las tardes, mientras Igraine descansaba, Ginebra solía sentarse allí con las hermanas para trabajar en sus labores de costura.
Igraine agonizaba. El mensaje había llegado a Caerleon dos meses atrás, cuando Arturo tenía que viajar a Eboracum para ver las fortificaciones; Morgana no estaba. Y como no se podía pretender que Viviana hiciera aquel largo viaje a su edad. Arturo rogó a Ginebra que acudiera junto a su madre.
Ginebra no era ducha en atender a enfermos. El mal de Igraine, cualquiera que fuese, era indoloro, pero le faltaba el aliento y no podía caminar mucho sin toser y jadear. La hermana que la atendía dijo que era una congestión de los pulmones; sin embargo, no tenía fiebre ni escupía sangre. Tenía los labios pálidos y las uñas azules, y los tobillos se le hinchaban tanto que apenas podía caminar; la fatigaba hablar y pasaba casi todo el tiempo en cama. A los ojos de Ginebra no parecía tan enferma, pero la hermana dijo que no tardaría más de una semana en morir.
Era la mejor parte del verano. Aquella mañana, Ginebra cortó una rosa blanca del jardín y se la puso en la almohada. La noche anterior Igraine se había levantado trabajosamente para acudir a vísperas, pero ahora estaba tan fatigada y falta de fuerzas que no pudo levantarse. No obstante sonrió a Ginebra y le dijo, con voz susurrante:
—Gracias, querida hija. —Olfateó delicadamente los pétalos—. Siempre quise cultivar rosas en Tintagel, pero la tierra era tan pobre que no crecía casi nada. Viví allí cinco años y nunca cesé en mis intentos de plantar un jardín.
—Cuando vinisteis a casa para acompañarme a mi boda visteis nuestro jardín —recordó Ginebra, con una súbita punzada de nostalgia.
—Era muy bello; me hizo pensar en Avalón. Allí hay flores tan hermosas en los patios de la Casa de las doncellas... —Por un momento guardó silencio—. ¿Enviaron a Avalón un mensaje para Morgana?
—Se envió un mensaje, madre, pero Taliesin nos dijo que en Avalón no han visto a Morgana —respondió Ginebra—. Debe de estar en Lothian, con la reina Morgause, y en estos tiempos los mensajeros tardan una eternidad en ir y volver.
Igraine dejó escapar un fuerte suspiro y volvió a tener un acceso de tos. Su nuera la ayudó a incorporarse. Al fin la enferma murmuró:
—Sin embargo, la videncia tendría que haber indicado a Morgana que ha de venir a mí. Si supierais que vuestra madre iba a morir, ¿no iríais a ella? Claro que sí, puesto que vinisteis a mí, que no soy siquiera vuestra madre. ¿Cómo es que Morgana no ha venido?
«Nada le importa que yo esté aquí —pensó la joven—. No es mi presencia la que quiere. A nadie le importa si estoy aquí o en cualquier otra parte.» Y tuvo la sensación de que le habían herido el corazón. Pero como Igraine la estaba observando con expectación, dijo:
—Puede que no haya recibido ningún mensaje. Puede que haya renunciado a la videncia para hacerse cristiana y esté en algún convento.
—Puede ser... Eso hice yo al casarme con Uther —murmuró Igraine—. Pero de vez en cuando se me presentaba sin que yo lo deseara; creo que si Morgana estuviera enferma o moribunda, yo lo sabría. —Su voz sonaba inquieta—. Cuando ibais a casaros la videncia vino a mí. Decidme, Ginebra: ¿amáis a mi hijo?
La joven retrocedió ante aquellos claros ojos grises: ¿podrían leerle el alma?
—Le amo mucho y le soy fiel, señora.
—Sí, os creo. ¿Y sois felices juntos? —Igraine le cogió las manos con una súbita sonrisa—. Vaya, creo que sí. Y seréis aún más felices, puesto que al fin estás gestando a su hijo.
Ginebra la miró fijamente, boquiabierta.
—Yo... no lo sabía.
La enferma volvió a sonreír, tierna y radiante.
—Así suele suceder, aunque en realidad no sois tan joven. Me sorprende que todavía no tengáis hijos.
—No ha sido por falta de voluntad ni de oraciones, señora —reconoció Ginebra, tan conmovida que apenas sabía lo que estaba diciendo—. ¿Cómo... qué os hace pensar que... que estoy encinta?
—Olvidaba que no tienes el don de la videncia. Yo renuncié a ella, pero como os he dicho, a veces me asalta desprevenidamente. Y nunca me ha engañado.
Ginebra rompió en sollozos. Igraine, atribulada, apoyó una mano enflaquecida sobre la suya.
—¿Os doy una buena noticia y lloráis, hija mía?
«Ahora supondrá que no quiero este hijo. Y no soporto que piense mal de mí.» Con voz trémula, Ginebra explicó:
—En todos estos años de casada, sólo he estado embarazada dos veces y tan sólo pude gestar al niño durante uno o dos meses. Decidme, señora, ¿creéis...?
Se le cerró la garganta, no se atrevía a pronunciar las palabras: «¿Podré alumbrar a este hijo? ¿Me habéis visto con el heredero de Arturo en los brazos?» ¿Qué pensaría su confesor de estos tratos con la hechicería?
Igraine le dio unas palmaditas en la mano.
—Ojalá pudiera deciros más, pero la videncia va y viene a voluntad. Dios permita que llegue a buen fin, querida; si no veo más, quizá sea porque ya no estaré aquí cuando nazca vuestro hijo... No, no llores, criatura—rogó—. Estoy lista para abandonar esta vida desde que vi casado a Arturo. Me gustaría tener en brazos a mis nietos, pero Uther ya no está y mis hijos están bien. Tal vez él me espera más allá de la muerte, con los otros hijos que perdí al nacer. Y si no... —Se encogió de hombros—. Jamás lo sabré.
Cerró los ojos. «La he fatigado», pensó Ginebra. Y guardó silencio hasta que la vio dormida; luego se levantó para salir al jardín.
Se sentía aturdida; no había pensado que pudiera estar embarazada. Durante los tres primeros años de matrimonio lo había pensado cada vez que su período se retrasaba. Pero los retrasos persistían, aun en ausencia de Arturo, y al fin comprendió que sus ritmos menstruales eran inconstantes; a veces pasaban dos o tres meses sin señales.
No se le ocurrió poner en duda el anuncio de Igraine. Algo en su interior decía: «Brujerías», pero algo más exclamaba: «¿Qué pecado puede haber en decirme algo así?» Era como cuando el ángel se presentó ante la Virgen María para anunciarle el nacimiento de su hijo...
En aquel momento sonó el toque de oración de la campana del claustro, y Ginebra entró en la capilla. Pero apenas oyó el oficio, pues todo su corazón y su mente estaban dedicados a la plegaria más fervorosa de su vida:
«Ha venido, la respuesta a todas mis preces. Oh, gracias, Dios mío. ¡Gracias, Bendita Señora! Arturo se equivocó. El fallo no estaba en él. No había necesidad»... Y una vez más se llenó de la vergüenza que había experimentado cuando él le dio autorización para traicionarlo. «¡Y qué pecadora fui entonces, que incluso llegué a planteármelo!» Pero a pesar de su perversión, Dios la recompensaba inmerecidamente. Ginebra levantó la cabeza para cantar el Magníficat con el resto, con tanto fervor que la abadesa la miró sorprendida.
«No saben por qué estoy tan agradecida. No saben cuánto tengo que agradecer. Pero tampoco saben lo mala que fui, por Pensar aquí, en este lugar sagrado, en aquel que amo...»
Y de pronto, aun en medio de tanto júbilo, sintió una punzada de dolor: «Cuando me vea hinchada por el hijo de Arturo me encontrará fea, grotesca, y jamás volverá a mirarme con amor y deseo.»
Pese al gozo de su corazón se sentía pequeña, humillada triste.
«Arturo me dio su consentimiento. Podríamos habernos tenido mutuamente, al menos una vez. Ahora, jamás, jamás jamás...»
Escondió la cara entre las manos y lloró en silencio. Ya no le importaba que la abadesa la estuviera observando.
Aquella noche la respiración de Igraine se hizo tan dificultosa que ya ni siquiera podía acostarse para descansar, y era preciso mantenerla erguida, incorporada contra varios almohadones para que pudiera respirar. Jadeaba y tosía sin cesar. La abadesa le dio un bebedizo para despejarle los pulmones, pero sólo consiguió revolverle el estómago.
Ginebra dormitaba sentada junto a ella, pero estaba alerta a cualquier movimiento de la enferma, para darle un sorbo de agua o acomodarle las almohadas. En el cuarto sólo había una lámpara pequeña, pero el claro de luna era intenso. Como la noche era cálida, se mantenía abierta la puerta que daba al jardín, y por ella entraba el rumor incesante y apagado del mar, que castigaba las rocas más allá del jardín.
—Qué extraño —murmuró Igraine por fin, con voz remota—. Nunca pensé que vendría a morir aquí. Recuerdo lo sola que me sentí al llegar a Tintagel. Avalón era tan bello, tan florido...
—Aquí también hay flores —observó Ginebra.
—Pero no como las de mi isla. Esto es tan yermo, tan pedregoso... ¿Has estado en Avalón, hija?
—Me eduqué en el convento de Ynis Witrin, señora.
—También es una bella isla. Mientras viajaba hacia aquí, por los páramos, sentía miedo... —Igraine hizo un movimiento débil hacia ella. Ginebra le cogió la mano y se alarmó al sentirla tan fría—. Has sido buena al venir desde tan lejos, ya que mis hijos no podían. Recuerdo que te horrorizaba viajar. Y ahora, estando embarazada...
Ginebra le frotó las manos heladas.
—No os fatiguéis hablando, madre.
Igraine emitió algo similar a una risa, pero se perdió en un ataque de tos.
—¿Qué importancia tiene ya, Ginebra? Fui injusta contigo. El mismo día de tu boda pregunté a Taliesin si habría alguna manera de que Arturo eludiera honorablemente ese enlace.
—Yo... no lo sabía. ¿Por qué?
Igraine pareció vacilar, pero tal vez sólo se esforzaba por dominar la voz.
—No sé... Quizá pensé que no senas reliz con mi hijo.
Sobrevino otro fuerte ataque de tos. Cuando se hubo calmado un poco Ginebra le advirtió:
—No tenéis que hablar más, madre. ¿Queréis que mande por un sacerdote?
—Malditos sean todos los sacerdotes —dijo Igraine con claridad—. No quiero a ninguno junto a mí. ¡Oh, no pongas esa cara de espanto, hija! —Por un momento permaneció inmóvil—. Me creías muy piadosa por haberme retirado a un convento en mis últimos años. Pero ¿adonde habría podido ir? Viviana me habría recibido en Avalón, pero yo no podía olvidar que me obligó a casarme con Gorlois. Más allá de este jardín amurallado está Tintagel, que para mí fue como una prisión. Pero también es el único lugar que podía considerar mío. Y pensé que me lo había ganado por lo que allí soporté. —Otra larga y silenciosa lucha por respirar. Por fin continuó—: Ojalá hubiera venido Morgana. Tiene el don de la videncia. Tendría que saber que agonizo.
Ginebra, viendo que tenía lágrimas en los ojos, dijo con suavidad:
—Si lo supiera habría venido, querida madre.
—No estoy tan segura. La alejé de mí al entregarla a Viviana. Aun sabiendo lo implacable que ella podía ser, aun sabiendo que utilizaría a Morgana tal como me usó a mí, por el bienestar de esta tierra y por su ambición de poder —susurró Igraine—. La alejé de mí porque, puesta a elegir entre dos males, me pareció preferible que estuviera en Avalón y en manos de la Diosa, y no que los negros curas la convencieran de que era mala por el solo hecho de ser mujer.
Ginebra quedó profundamente consternada. Frotó entre sus manos aquellos dedos helados y renovó los ladrillos calientes de la cama; le friccionó los pies, pero Igraine dijo que no los sentía. Ginebra consideró que tenía que insistir.
—Ahora que se aproxima vuestro fin, ¿no queréis hablar con un sacerdote de Cristo, querida madre?
—Te dije que no —aseveró la enferma—. Después de callar por tantos años para tener paz en mi hogar, podría decirles lo que realmente pienso de ellos. Porque amaba a Morgana la dejé ir con Viviana: para que al menos ella se les escapara. —Volvía a jadear—. Arturo nunca fue hijo mío: era de Uther.
Sólo una esperanza de sucesión. Amé mucho a Uther y le di hijos porque necesitaba un heredero. Dime, Ginebra: ¿te ha reprochado mi hijo que aún no le hayas dado un heredero?
La joven inclinó la cabeza, sintiendo en los ojos el escozor de las lágrimas.
—No, ha sido muy bueno, no me lo ha reprochado ni una sola vez. En una ocasión me dijo que había conocido a muchas mujeres sin engendrar nunca un hijo, por lo que quizá la culpa no era mía.
—Si te ama por ti misma es una joya inapreciable entre los hombres —dijo Igraine—; se merece que le hagas feliz. A Morgana la amé porque no tenía a nadie. Era joven y me sentía desdichada, sola, lejos de mi hogar, aún una niña. Temí que resultara un monstruo por el odio que sentía mientras la gestaba, pero era encantadora: sabia y solemne como las niñas hada. Sólo he amado a Uther y a ella...
»¿Dónde está, que no acude junto a su madre moribunda? Durante la coronación de Arturo vi que tenía graves problemas, pero no dije nada; me necesitaba y no dije nada, no quise saber... ¡Dime la verdad, Ginebra! ¿Tuvo un hijo, sola y lejos de quienes la amaban? ¿Te ha hablado de eso? ¿Tanto me odia que no viene cuando agonizo? ¿Sólo porque no le expresé mi temor por ella durante la coronación de Arturo? Ah, Diosa... Renuncié a la videncia para tener paz en mi hogar, porque Uther era seguidor del Cristo... Muéstrame dónde mora mi hija, Ginebra...
La joven la retuvo para que no se moviera, diciendo:
—Tenéis que estaros quieta, madre. Ha de ser la voluntad de Dios. Aquí no podéis convocar a la Diosa de los infieles.
Igraine irguió la espalda; a pesar de la cara hinchada y los labios azules, miró a su nuera de tal modo que ésta recordó de súbito: «También es gran reina de este país.»
—No sabes lo que dices —le espetó la enferma, con orgullo, piedad y desprecio—. La Diosa está por encima de cualquier otro dios. Las religiones van y vienen, tal como descubrieron los romanos y, sin duda, también descubrirán los cristianos, pero Ella está por encima de todos.
Dejó que Ginebra la recostara en las almohadas, gimiendo:
—Ojalá se me calentaran los pies... Sí, ya sé que me has puesto ladrillos calientes, pero no los siento. Cierta vez leí sobre un sabio al que obligaron a beber cicuta. Taliesin dice que los pueblos siempre han matado a los sabios. Al morir dijo que el frío le trepaba desde los pies. No he bebido cicuta, pero así es... y ahora el frío me está llegando al corazón...
Se estremeció y quedó inmóvil. Por un momento Ginebra ccreyó que ya no respiraba. No: el corazón aún latía débilmente. Pero Igraine no volvió a hablar. Poco antes del amanecer cesaron finalmente los dificultosos jadeos.
11
Igraine fue sepultada a mediodía, después de un solemne oficio de difuntos. Ginebra, junto a la fosa abierta, vio bajar el cuerpo amortajado; las lágrimas se le deslizaban por el rostro, pero no podía llorar decorosamente a su suegra. «Su vida aquí fue una mentira; no fue una verdadera cristiana.» Si lo que creían era cierto, en aquel momento Igraine estaría ardiendo en el infierno. Y al pensar en lo buena que había sido con ella, la idea se le hacía insoportable.
Los ojos le ardían por el insomnio y las lágrimas. El cielo encapotado era un eco de su vago temor, como si en cualquier momento fuera a derramar la lluvia sobre ellos. Allí, entre los muros del convento, estaba a salvo, pero pronto tendría que abandonar la seguridad de aquel sitio y pasar varios días cruzando los altos páramos, con la lúgubre amenaza del cielo abierto por doquier. Ginebra, estremecida, cruzó las manos sobre el vientre, como en un inútil intento de proteger contra aquella amenaza a quien allí habitaba.
Terminado el himno, las monjas se alejaron de la tumba. Ginebra volvió a estremecerse y se ciñó el manto. Ahora tenía que cuidarse mucho, comer bien, descansar y asegurarse de que nada saliera mal. Contó secretamente con los dedos. Si, había sido aquella última vez, antes de su partida... Pero no: su ciclo llevaba más de diez domingos interrumpido; simplemente, no estaba segura. Lo único seguro era que su hijo nacería cerca de la Pascua de resurrección. La alegró que no fuera en pleno invierno, aunque con tal de tener al hijo tan deseado habría estado dispuesta a alumbrarlo en la más oscura de las noches invernales.
Sonó una campana. La abadesa se acercó a ella, inclinando la cabeza con gran cortesía:
—¿Os quedaréis con nosotras, mi señora? Sería un gran honor albergaros todo el tiempo que deseéis.
«Oh, si pudiera quedarme en este lugar tan apacible»... Ginebra respondió, con visible pena:
—No me es posible. Tengo que regresar a Caerleon. —No ppodía demorar el momento de dar la buena noticia a Arturo, la noticia del hijo—. Tengo que informar al gran rey... sobre la muerte de su madre. Tened la seguridad de que le contaré lo bien que la habéis tratado. En los últimos días de su vida tuvo aquí todo lo que podía desear.
—Para nosotras fue un placer. Todas amábamos a la señora Igraine —dijo la anciana monja—. Avisaremos a vuestra escolta para que se prepare a partir a primera hora de la mañana. Si Dios quiere, hará buen tiempo.
«¿Mañana? ¿Por qué no hoy?» Pero Ginebra comprendió que tanta prisa era insultante. Sólo ahora caía en la cuenta de lo impaciente que estaba por dar la noticia a Arturo. Apoyó una mano en el brazo de la abadesa.
—Ahora tenéis que rezar mucho por mí y para que el hijo del gran rey nazca sano y salvo.
La cara arrugada de la abadesa se arrugó aún más de placer al recibir la confidencia de la reina.
—Rezaremos por vos, ciertamente. Todas las hermanas se alegrarán de saber que somos las primeras en rezar por nuestro nuevo príncipe.
En el cuarto contiguo a la alcoba de Igraine, donde había pasado aquellas últimas noches, la criada estaba llenando las alforjas.
—No conviene a la dignidad de la gran reina, señora, viajar con una sola criada, como la esposa de un caballero cualquiera —gruñó—. Tendríais que hacerlo con una criada más y con una dama de compañía.
—Que te ayude una de las hermanas laicas —decidió Ginebra—. Si somos pocos, viajaremos más deprisa.
—Oí decir en el patio que los sajones están desembarcando en las costas del sur —rezongó la mujer—. Pronto será imposible viajar sin peligro por este país.
—No seas necia —la regañó su señora—. Los sajones del sur han firmado un tratado que los obliga a mantener la paz en tierras del gran rey. De cualquier manera, pronto estaremos en Caerleon. Y hacia el final del verano trasladaremos la corte a Camelot, en el país del Estío, donde está ahora el señor Cay, construyendo un gran salón para la mesa redonda.
Tal como esperaba, la mujer se distrajo.
—Eso queda cerca de vuestro antiguo hogar, ¿verdad señora?
—En efecto. Desde lo alto de Camelot se pueden ver el agua y la isla donde reina mi padre.
Aquella noche soñó que estaba en Camelot, pero la niebla se cerraba sobre la costa, de modo que la isla parecía nadar en un mar de nubes. Enfrente se divisaba el alto Tozal de Ynis Witrin, coronado por su círculo de piedras, aunque ella sabía perfectamente que aquella construcción había sido derribada por los sacerdotes más de cien años atrás. En el Tozal veía a Morgana, que reía y se burlaba de ella, coronada con una guirnalda de juncos. Y también estaba junto a ella, en Camelot; pero vestía una túnica extraña y una doble corona. Ginebra no llegaba a verla, pero sabía que estaba allí. «Soy Morgana de las Hadas —le dijo—, y haré que seas la gran reina de todos estos territorios si te prosternas para adorarme.»
Ginebra despertó sobresaltada, con la risa burlona de Morgana en los oídos. El cuarto estaba desierto y silencioso, sólo se oían los fuertes ronquidos de su criada, que dormía en un jergón. Después de persignarse, se recostó para seguir durmiendo pero, cuando parecía al borde del sueño, le pareció que estaba mirando dentro de un estanque claro, iluminado por la luna; no era su cara la que se reflejaba allí, sino la de Morgana, coronada de juncos, como los muñecos que algunos campesinos hacían todavía en tiempos de cosecha. Una vez más tuvo que incorporarse para hacer la señal de la cruz.
Cuando la despertaron le pareció muy temprano, pero ella misma había insistido en partir con la primera luz. Mientras se vestía oyó la lluvia que castigaba el tejado, pero si permitían que la lluvia los demorara pasarían todo un año allí. Se sentía aturdida y con náuseas, pero ahora tenía buenos motivos para partir. Aunque no tenía hambre, se obligó a tragar un poco de pan y carne fría. La esperaba un largo viaje. Y si no era grato cabalgar bajo la lluvia, al menos era más probable que los sajones y los maleantes también se quedaran bajo techo.
Cuando entró la abadesa estaba poniéndose la capucha de su capa más abrigada. Después de agradecerle formalmente los ricos presentes que había hecho en su nombre y en el de Igraine, la monja se refirió al motivo de su visita.
—¿Quién reina ahora en Cornualles, señora?
—Bueno..., no estoy segura —respondió Ginebra, tratando de hacer memoria—. El gran rey lo cedió a Igraine; supongo que ahora tendría que ser de su hija, la señora Morgana. No sé siquiera quién es ahora el castellano.
—Tampoco yo —dijo la abadesa—. Por eso he venido a veros, señora. El castillo de Tintagel es un trofeo que tendría que estar ocupado. De lo contrario, habrá guerra también aquí.
Si la señora Morgana está casada y se instala aquí, supongo que todo irá bien. No conozco a la señora, pero si es hija de Igraine ha de ser buena cristiana.
«Supones mal», pensó Ginebra. Y una vez más creyó oír la risa burlona de su sueño.
—Transmitid mi mensaje al rey Arturo, señora —pidió la abadesa—: alguien tiene que habitar Tintagel. Lo mejor sería que enviara a uno de sus mejores caballeros.
—Se lo diré —prometió Ginebra.
Y se puso en marcha, pensativa. Morgana era reina de Cornualles y tenía que asumir su mando. Luego recordó que Arturo había querido casarla con su mejor amigo. Puesto que Lanzarote no era rico ni tenía tierras, sería conveniente que ambos reinaran juntos en Tintagel.
«Y ahora que voy a dar un hijo a Arturo, sería mejor alejar a Lanzarote de la corte, para no verlo nunca más, para que no me inspire pensamientos indignos de una buena esposa cristiana.» Sin embargo, no soportaba imaginarlo casado con Morgana. ¿Habría mujer más pecadora en toda la faz de este perverso mundo?
Viajaba con la cara escondida en la capa, sin oír los chismorrees de los caballeros que la escoltaban, pero pasado un tiempo se dio cuenta de que estaban cruzando una aldea incendiada. Uno de los hombres le pidió autorización para detener la marcha y se alejó en busca de supervivientes. Regresó ceñudo y lúgubre.
—Sajones —dijo a los otros. Y se mordió los labios al ver que la reina lo estaba oyendo—. No os asustéis, señora. Se han ido. Pero tenemos que apresurar la marcha para informar a Arturo. Si os conseguimos un caballo más veloz, ¿podréis seguirnos el paso?
Ginebra sintió que se sofocaba. Habían salido de un valle profundo; el cielo se arqueaba sobre ellos, muy abierto, lleno de amenazas. Su voz sonó trémula y débil como la de una niña:
—No puedo cabalgar más deprisa; estoy gestando al hijo del gran rey y no me atrevo a arriesgarlo.
Una vez más el caballero Griflet, el esposo de Meleas, su dama de compañía, pareció morderse los labios y apretar los dientes. Por fin dijo, disimulando su impaciencia:
—En ese caso, señora, será mejor que os escoltemos hasta Tintagel o hasta el convento, así podremos apresurar la marcha y llegar a Caerleon antes del próximo amanecer. Si estáis embarazada no podéis cabalgar durante la noche. ¿Permitiréis que uno de nosotros os acompañe con vuestra criada a Tintagel o al convento?
«Si hay sajones en esta zona me gustaría mucho estar nuevamente entre murallas. Pero no puedo ser tan cobarde. Arturo tiene que saber lo de su hijo.»
—¿No es posible que uno de vosotros se adelante hacia Caerleon. mientras el resto viaja a mi paso? ¿O contratar a un mensajero para que lleve la noticia cuanto antes?
Ginebra parecía a punto de decir una palabrota.
—No podría confiar en un mensajero de esta región, señora, y somos muy pocos para protegeros. Bien, sea: sin duda los hombres de Arturo ya habrán recibido la noticia.
Le volvió la espalda con expresión tan furiosa que Ginebra habría querido acceder a cuanto él dijera. Pero no podía ser tan cobarde ahora que gestaba al hijo real; tenía que comportarse como corresponde a una reina.
«Si fuera a Tintagel, con la región llena de sajones, tendría que permanecer allí hasta que terminara la guerra. Y como Arturo no sabe que vamos a tener un hijo, tal vez me dejaría allí para siempre. ¿Para qué quiere a una reina estéril en su nuevo palacio de Camelot? Pero todo saldrá bien cuando Arturo lo sepa...»
El viento helado parecía calarla hasta los huesos. Después de un rato les rogó que hicieran otro alto y sacaran la litera, a fin de viajar en ella; el movimiento del caballo la sacudía demasiado. Por un momento tuvo la sensación de que Griflet olvidaría su cortesía para insultarla, pero dio las órdenes pertinentes. Se acurrucó en el vehículo, agradecida por el ritmo más lento y las cortinas cerradas que ocultaban el terrorífico cielo.
Antes del anochecer la lluvia cesó por un rato; asomó el sol, bajo e inclinado sobre aquel horrible páramo.
—Acamparemos aquí —dijo Griflet—. Al menos, en el páramo se tiene una buena perspectiva. Mañana llegaremos al viejo camino romano y podremos apretar el paso.
Luego bajó la voz para decir a los otros caballeros algo que Ginebra no oyó, pero lo sabía furioso por aquella lentitud. ¿Querrían acaso que perdiera otra vez al hijo de Arturo?
Durmió mal en la tienda, con el suelo duro bajo el cuerpo, las mantas húmedas y la espalda dolorida por el viaje, pero al fin concilio el sueño. La despertó un ruido de jinetes y la voz de Griflet, recia y enérgica:
—¡Alto! ¿Quién vive?
—Sois vos, Griflet? Reconozco vuestra voz —dijo alguien en la oscuridad—. Soy Gawaine y vengo en busca de vuestro grupo. ¿La reina está con vosotros?
Ginebra se echó la capa sobre el camisón para salir de la tienda.
—¿Sois vos, primo? ¿Qué hacéis aquí?
—Esperaba encontraros todavía en el convento—explicó el caballero mientras desmontaba. Detrás de él, en la oscuridad, se veían otras siluetas: cuatro o cinco de los hombres de Arturo—. Puesto que estáis aquí, señora, supongo que la reina Igraine ha abandonado este mundo.
—Murió antenoche —confirmó Ginebra.
Gawaine suspiró.
—Bueno, ha sido la voluntad de Dios. Pero el país está en armas, señora. Puesto que habéis llegado hasta aquí, supongo que tenéis que continuar hasta Caerleon. Si os hubiera encontrado en el convento, tenía órdenes de acompañaros al castillo de Tintagel, junto con las hermanas que desearan pedir protección, para que permanecierais allí hasta que el país estuviera a salvo.
—Y ahora os ahorraréis el viaje —respondió ella irritada.
Pero el caballero negó con la cabeza.
—Puesto que mi mensaje es inútil y las hermanas, sin duda, querrán refugiarse entre las murallas del convento, tengo que llegar a Tintagel para convocar a todos los hombres que deben fidelidad a Arturo. Los sajones se están concentrando cerca de la costa, con más de cien barcos.
—Le dije a la reina que tenía que permanecer en Tintagel, pero ya es demasiado tarde para regresar allí —intervino Griflet—. Y si los ejércitos se están reuniendo en los caminos... Quizá sería mejor que llevarais a la reina al castillo, Gawaine.
—No —manifestó Ginebra, con toda claridad—. Tengo que volver a Caerleon. No temo viajar a donde sea necesario.
Si se avecinaba otra guerra, Arturo desearía aún más la noticia que le llevaba. Gawaine negó con la cabeza, impaciente.
—No puedo retrasarme llevando el paso de una mujer.
—Y la reina está embarazada. Tiene que viajar a paso lentísimo —añadió Griflet, con igual impaciencia.
—¿Podéis darme un poco de pan y vino? —pidió Gawaine—. Cabalgaré toda la noche para llegar al amanecer. Llevo un Mensaje a Marco, el duque guerrero de Cornualles, para que traiga a sus caballeros. Ésta puede ser la gran batalla predicha por Taliesin, donde pereceremos o expulsaremos a los sajones de estas tierras de una vez por todas. Pero todos los hombres tienen que combatir junto a Arturo.
—Id, pues, Gawaine, y que Dios os acompañe.
Los dos caballeros se abrazaron. Luego Gawaine se inclinó ante Ginebra. Ella alargó una mano, diciendo:
—Un momento... Mi parienta Morgause, ¿está bien?
—Tan bien como siempre, señora.
—Y mi cuñada Morgana, ¿está a salvo en la corte de Lot?
El caballero la miró con sorpresa.
—¿Morgana? No, señora. Llevo muchos años sin ver a mi prima Morgana. Según mi madre, no ha visitado el reino de Lothian. —Se comportaba con cortesía, pese a la impaciencia— Ya tengo que partir.
—Id con Dios —dijo ella.
Y esperó a que el ruido de los cascos se perdiera en la noche.
—Ya falta muy poco para el amanecer —observó—. ¿No tendríamos que levantar el campamento para continuar viaje hacia Caerleon?
Griflet pareció complacido.
—Si podéis viajar, señora, nada me complacerá tanto como salir al camino. Sabe Dios por qué tendremos que pasar antes de llegar a nuestro destino.
Pero cuando el sol se elevó sobre los páramos, lo que cruzaron fue territorio ya golpeado por la guerra. En aquella época del año los agricultores tendrían que estar trabajando en los sembrados, pero en las colinas no se veían ovejas pastando, no ladraba un solo perro, ningún niño salía a observarlos. Ginebra se estremeció, comprendiendo que los campesinos se preparaban para la guerra.
«¿Será peligroso para mi hijo viajar a este paso?» Pero ahora tenía que escoger entre dos peligros: correr el riesgo de una marcha forzada o demorarse en el camino, con peligro de caer en manos de los ejércitos sajones. Decidida a no dar más motivos de queja a Griflet, abandonó la litera, pero al montar a caballo tuvo la sensación de que el miedo la rondaba por doquier.
Se acercaba el anochecer de una larga jornada cuando vieron la torre de vigilancia de Caerleon. Ginebra se persignó al pasar debajo del gran estandarte carmesí del Pendragón: «¿Es correcto que este símbolo de un antiguo culto demoníaco sirva para convocar a los ejércitos cristianos contra los bárbaros?» En una ocasión lo había mencionado a Arturo, pero él le había respondido que había jurado reinar como Gran Dragón sobre cristianos y no cristianos por igual.
—Una cosa es el oficio de cura y otra el de rey, Ginebra, déjalo así.
Cruzaron lentamente por entre los ejércitos acampados en la llanura, ante Caerleon. Algunos de los caballeros se acercaron a vitorear a su reina, que los saludó con una sonrisa. Gaheris, el hermano de Gawaine, le hizo una reverencia. Luego preguntó a Griflet, mientras acompañaba a pie el paso de su caballo:
—¿Os encontrasteis con mi hermano? Llevaba un mensaje para la reina.
—Nos encontró cuando ya llevábamos un día de viaje —respondió la reina—. Era más fácil continuar hasta aquí.
—Iré con vosotros al castillo. Todos los compañeros de Arturo cenarán con él —dijo Gaheris—. Vuestra esposa está aquí, Griflet, preparándose para ir al nuevo castillo. Arturo ha decidido que todas las mujeres vayan allí, donde será más fácil defenderlas con pocos hombres.
¡A Camelot! El corazón de Ginebra dio un vuelco. Después de tanto viajar para dar la buena noticia a Arturo, iba a enviarla a Camelot.
—No conozco ese estandarte—comentó Griflet señalando un águila dorada de aspecto muy antiguo sobre un mástil.
—Es el de Gales del norte —explicó Gaheris—. Uriens ha venido con su hijo Avalloch. Dice que su padre lo arrancó a los romanos, hace más de cien años.
—Y aquél, ¿de quién es?
La propia Ginebra respondió:
—Es el estandarte de Leodegranz, mi padre: campo azul con la cruz bordada en rezo.
Ella misma, cuando era niña, había ayudado a bordarlo. «Bajo esa cruz tendríamos que combatir, no bajo las serpientes de Avalón.» Y se estremeció al pensarlo.
—Debéis de estar cansada por el viaje, señora —dijo Griflet amablemente—. Pronto estaréis con vuestras damas.
Cuando se acercaron a las puertas del castillo, muchos de los compañeros de Arturo la saludaron agitando la mano, de manera amistosa e informal. «El año que viene, por estas fechas, vitorearán a su príncipe», pensó Ginebra.
Un hombre corpulento, de movimientos torpes, se cruzó frente a su caballo, como si hubiera tropezado, pero le hizo un reverencia.
—Señora, hermana mía —dijo—, ¿no me reconocéis?
Ginebra lo miró con el entrecejo fruncido. Al cabo de un momento exclamó:
—¿Eres...?
—Meleagrant. He venido a combatir junto a nuestro padre y vuestro esposo, hermana mía.
Griflet comentó, con una sonrisa amistosa:
—Ignoraba que vuestro padre tuviera un hijo varón, mi reina. Pero todos serán bien recibidos bajo el estandarte de Arturo.
—Podríais decir una palabra a vuestro esposo en mi favor hermana —continuó Meleagrant.
Ginebra, al observarlo, sintió un leve sentimiento de desagrado. Era casi un gigante; como tantos hombres corpulentos parecía contrahecho, como si un lado del cuerpo fuera algo mayor que el otro. Y era muy arrogante al tratarla de hermana delante de todos aquellos hombres. Cuando quiso besarle la mano sin permiso, ella apretó el puño y la retiró.
—Sin duda mi padre hablará por ti cuando lo merezcas, Meleagrant. Soy sólo una mujer y no tengo autoridad sobre esas cosas. ¿Está aquí mi padre?
—Dentro del castillo, con Arturo —respondió el gigante mohíno—. ¡Y yo aquí afuera, como un perro, con los caballos!
Ginebra replicó firmemente:
—No creo que tengas derecho a más. Te ha dado un puesto a su lado porque tu madre fue una de sus favoritas.
Meleagrant repuso ásperamente:
—Todo el mundo sabe tan bien como mi madre que soy hijo del rey, su único hijo varón. ¡Hablad a nuestro padre en mi favor, hermana!
Ginebra apartó la mano de sus repetidos esfuerzos por sujetarla.
—¡Déjame en paz! Mi padre asegura que no eres hijo suyo. ¿Qué más tengo que decir?
—Tenéis que escucharme.
El gigante le tiró de la mano con urgencia. Griflet se interpuso entre ambos.
—Un momento, amigo. No puedes tratar así a la reina, si no quieres que Arturo mande servir tu cabeza como cena. Nuestro rey Y señor te dará lo que te corresponda. Mientras tanto, ¡no molestes a la reina!
Meleagrant se volvió hacia él, muy erguido. Aunque Griflet era alto y atlético, a su lado parecía una criatura.
—¿Vas a enseñarme lo que tengo que decir o no a mi hermana, pequeño petimetre?
El caballero puso una mano en el pomo de su espada.
—Se me encomendó escoltar a mi reina, amigo. ¡Apártate si no quieres que te saque por la fuerza!
—¿Tú y quién más? —se burló Meleagrant, haciendo una mueca.
—Y yo, para empezar —dijo Gaheris, plantándose junto a Griflet, grande y forzudo como su hermano mayor.
—Y yo —añadió Lanzarote, saliendo de la oscuridad para acercarse rápidamente al caballo de Ginebra. Ella habría podido llorar de alivio. Nunca lo había visto más apuesto que en aquel momento. Aunque era de complexión delgada, algo en su presencia hizo que el gigante retrocediera—. ¿Os fastidia este hombre, señora Ginebra?
El otro barboteó:
—Y tú, ¿quién eres?
—Ten cuidado —advirtió Gaheris—. ¿No conoces al señor Lanzarote?
—Soy capitán de la caballería de Arturo y campeón de la reina —dijo el caballero, con su tono perezoso y guasón—. ¿Tienes algo que decirme?
—El asunto es con mi hermana.
Pero Ginebra gritó con voz aguda:
—¡No soy su hermana! Este hombre dice serlo porque su madre fue, por un tiempo, mujer de mi padre, el rey. Pero no es sino un vulgar payaso que tendría que estar en las cuadras.
—Harías bien en apartarte —manifestó Lanzarote observando con desprecio a Meleagrant.
Fue evidente que el hombre no tenía deseos de medirse con él, pues retrocedió, diciendo con voz agria:
—Algún día os arrepentiréis de esto, Ginebra.
Pero los dejó pasar.
Lanzarote vestía con su elegancia de costumbre e iba bien afeitado y peinado, más apuesto que nunca. Ginebra le sonrió sin poder evitarlo. «No, ya no tengo que mirarlo así: voy a dar un hijo a Arturo...»
—Supongo que preferiréis no entrar por el salón grande, señora —dijo el caballero—. Permitid que os acompañe hasta la puerta lateral, para que podáis subir directamente a vuestra alcoba. Así saludaréis a mi señor Arturo ya seca, arreglada bien vestida. ¿Estáis temblando? ¿Tenéis frío, Ginebra?
Nunca había sonado tan dulce su nombre en aquellos labios.
—Sois muy considerado, como siempre —repuso ella. Y le permitió llevar su caballo por las riendas.
—Griflet, ve a decir a nuestro rey que la señora está sana y salva en sus habitaciones. Y tú también, Gaheris. Yo acompañaré a mi señora.
Ya ante la puerta la ayudó a desmontar. Consciente del contacto de sus manos, Ginebra bajó la mirada.
—El gran salón está abarrotado por los compañeros de Arturo —comentó Lanzarote—. Todo es confusión. La mesa redonda fue enviada a Camelot hace tres días, acompañada por Cay. Ahora se ha enviado a un jinete para que lo haga regresar a toda prisa, con todos los hombres que pueda traer del país del Estío.
Ginebra levantó la mirada, asustada.
—¿Es, en verdad, la guerra que Arturo temía?
—Es lo que preveíamos desde hace años, Ginebra —confirmó Lanzarote en voz baja—. Cuando termine quizá tengamos la paz que tanto deseamos.
De pronto Ginebra le echó los brazos al cuerpo.
—Podrían mataros —susurró.
Nunca había tenido el valor de actuar así. Le apoyó la cara en el hombro y él la abrazó, diciendo con voz trémula:
—Todos sabíamos que esto tenía que suceder, querida. Por suerte hemos tenido varios años para prepararnos. Con Arturo como jefe expulsaremos a los sajones. En cuanto a lo demás, todo está en manos de Dios, Ginebra. —Y le dio una suave palmada en el hombro, añadiendo—: Pobre, qué cansada estáis. Permitid que os ponga en manos de vuestras damas.
Pero Ginebra lo sintió temblar. Y de pronto se avergonzó de haberse arrojado en sus brazos como una ramera de campamento.
En sus habitaciones todo era confusión. Melcas guardaba sus prendas en baúles y Elaine supervisaba a las criadas. La muchacha corrió a abrazarla, exclamando:
—¡Estábamos afligidas por vos! Teníamos la esperanza de que hubierais recibido el mensaje en el convento y estuvierais a salvo en Tintagel.
—No —dijo Ginebra—. Igraine ha muerto. Gawaine nos encontró a un día de marcha. Además, tengo que estar junto a mi esposo.
—¿Griflet regresó con vos, señora? —preguntó Meleas.
—Me ha escoltado hasta aquí. Lo veréis durante la cena.
—Si se puede llamar cena a eso —dijo la dama—. Es rancho de soldados. Esto es un campamento en pie de guerra y todo va de mal en peor. Pero Elaine y yo hemos hecho lo posible por mantener el orden. —La joven, habitualmente regordeta y sonriente, parecía ahora fatigada y afligida—. He guardado en baúles todo lo que necesitaréis durante el verano, para que podáis partir hacia Camelot por la mañana. Ya está casi en condiciones de ser habitado, pero no esperábamos partir así, tan deprisa.
«¡No! —pensó Ginebra—. Después de tanto viajar no partiré otra vez. Mi lugar está aquí; mi hijo tiene derecho a nacer en el castillo de su padre.»
—Tranquila, Meleas. Tal vez no haya tanta prisa. Manda a alguien por agua para lavarme y búscame un vestido limpio. ¿Quiénes son todas estas mujeres?
Resultó que eran las esposas de algunos caballeros y de ciertos reyes vasallos, que también irían a Camelot; era más seguro viajar en caravana.
—Allí estaréis cerca de vuestro hogar —comentó Elaine, como si eso pudiera terminar con la mala disposición de la reina—. Podréis visitar a la esposa de vuestro padre y a vuestras hermanas. También es posible que vuestra madrastra quiera vivir con nosotros en Camelot, en ausencia de Leodegranz.
«No sería un placer para ninguna de las dos», pensó Ginebra. Pero de inmediato se sintió avergonzada. Habría querido poner fin a todo aquello con unas cuantas palabras. «Estoy embarazada, no puedo viajar.»
Pero la acobardaba el torrente de preguntas entusiastas que causaría. Arturo tenía que enterarse antes que nadie.
12
Cuando Ginebra entró en el salón grande, que parecía desnudo y vacío sin la mesa redonda y el esplendor de sus tapices. Arturo estaba sentado a una mesa de caballetes, cerca del fuego; lo rodeaban cinco o seis de sus compañeros y otros se arracimaban a poca distancia. ¡No podía darle la noticia ante toda la corte! Esperaría hasta que estuvieran solos en la cama, por la noche, era el único momento en que lo tenía sólo para sí. Pero en cuanto la vio se levantó para abrazarla.
—¡Ginebra, queridísima! Esperaba que el mensaje de Gawaine te retuviera en Tintagel, sana y salva.
—¿Te disgusta que haya regresado?
—No, por supuesto. Todavía no hay peligro en las carreteras y tuvisteis suerte. Pero esto significa que mi madre...
—Murió hace dos días; la sepultamos dentro de los muros del convento —dijo Ginebra—. Partí de inmediato para traerte la noticia. ¡Y ahora me reprochas que no me haya quedado en Tintagel!
—No es un reproche, querida esposa, sino preocupación por ti —dijo Arturo con suavidad—. Pero ya veo que el señor Griflet te cuidó bien. Ven a sentarte conmigo.
La condujo hasta un banco para sentarla a su lado. La vajilla de plata y loza había desaparecido, probablemente enviada a Camelot. Las paredes estaban desnudas; la comida se sirvió en toscos cuencos de madera, de los que se tallan en los mercados.
—¡Esto ya parece asolado por una batalla! —comentó Ginebra, hundiendo un trozo de pan en el cuenco.
—Me pareció mejor enviar todo anticipadamente a Camelot —explicó el rey—. Ha venido tu padre. Sin duda querrás saludarlo.
Leodegranz estaba sentado a poca distancia, aunque fuera del círculo más íntimo. Al darle un beso, Ginebra sintió sus hombros huesudos bajo las manos; siempre había sido corpulento e imponente y ahora, de pronto, lo encontraba viejo y cansado.
—Mi señor Arturo hizo mal en hacerte viajar por el campo en esta época —dijo Leodegranz—. Igraine tiene una hija soltera que tendría que haber estado junto a su lecho de muerte. ¿Dónde está la duquesa de Cornualles?
—No lo sé —dijo Arturo—. Mi hermana es una mujer adulta y no necesita pedirme permiso para ir de un lado a otro.
—Sí, así sucede con los reyes —comentó Leodegranz quejumbroso—. Mandamos sobre todo, menos sobre nuestras mujeres. Alienor es igual. Y mis tres hijas, que aún no son siquiera casaderas y ya quieren gobernar la casa. Las verás en Camelot. Ginebra; las envié allí para que estuvieran protegidas. Isolda, la mayor, ya está en edad de ser una de tus damas.
Ginebra cabeceó, asombrada al pensar que su media hermana ya tenía edad para ir a la corte. Sin duda Arturo la casaría con uno de sus mejores caballeros, quizá con uno de sus primos.
—Arturo y yo le buscaremos marido —dijo.
—Lanzarote sigue soltero —sugirió su padre—. Y también el duque Marco de Cornualles. Aunque sería mejor que Marco se casara con la señora Morgana, para defender sus tierras. Sé que es una doncella de Avalón, pero no dudo que él podría domarla.
Ginebra sonrió al pensar en Morgana, mansamente casada con el candidato que ellos consideraran conveniente. Y de inmediato se enfadó. A ninguna mujer se le permitía hacer su voluntad, ¿por qué a Morgana sí? ¡Arturo tenía que imponer su autoridad y casarla antes de que los avergonzara a todos! Olvidaba convenientemente que, cuando Arturo quiso unirla a Lanzarote, ella se había opuesto. «Ah, fui egoísta. Como no puedo tenerlo para mí le niego una esposa.» Pero no: se alegraría de verlo casado, siempre que fuera con una muchacha virtuosa.
—¿No estaba la duquesa de Cornualles entre tus damas? —preguntó Leodegranz.
—Sí, pero hace algunos años nos dejó para reunirse con su tía y aún no ha vuelto.
¿Dónde estaba realmente Morgana? Aquello no podía continuar. Arturo tenía derecho a conocer el paradero de su parienta más cercana, ahora que su madre había muerto, Pero sin duda Morgana habría acudido junto a Igraine, si hubiera sabido...
Volvió a ocupar su sitio junto a Arturo. Lanzarote y el rey estaban dibujando con la punta de la daga en las tablas de madera, mientras comían distraídamente del mismo plato. Ginebra se mordió el labio; en realidad, para la atención que su esposo le prestaba, bien habría podido quedarse en Tintagel. Cuando iba a retirarse a otro banco con sus damas, Arturo levantó la mirada con una sonrisa y le alargó el brazo.
—No, querida, no quería alejarte. Tengo que discutir algo con mi capitán de caballería, pero también hay aquí lugar para ti. —Hizo una seña a uno de los criados—. Traed otro plato de carne para mi señora. También hay pan recién horneado.
—Ya he comido suficiente —dijo Ginebra, reclinándose un poco contra el hombro de Arturo mientras él le daba unas palmaditas distraídas. Lanzarote estaba al otro lado, cálido y sólido; entre los dos se sentía segura y protegida.
—Mira, ¿no podemos subir los caballos por aquí? Mientras las carretas de intendencia dan un rodeo por la planicie, los jinetes pueden ir a campo traviesa, ligeros y veloces. Lo más probable es que desembarquen aquí... —Señaló un punto en el tosco mapa que había dibujado—. Leodegranz, Uriens, venid a ver...
El padre de Ginebra se acercó en compañía de otro hombre, delgado, moreno y apuesto, aunque encanecido y arrugado.
—Os saludo, rey Uriens —dijo Arturo—. ¿Conocéis a mi señora Ginebra?
—Es un placer, señora. Cuando el país esté en paz os presentaré a mi esposa. Pero no será este verano. Tenemos un trabajo pendiente. —Y se inclinó sobre el mapa de Arturo—. Cuando se viaja al sur del país del Estío es preciso mantenerse lejos de los pantanos.
—Esperaba no tener que subir las colinas —dijo Lanzarote.
Uriens negó con la cabeza.
—Con un cuerpo de caballería tan grande es preferible.
—Los caballos pueden resbalar en las piedras y fracturarse las patas.
—Es preferible eso que acabar engullidos por el pantano, hombres, caballos y carretas. Mirad: aquí está la antigua muralla romana...
—Hemos hecho tantos garabatos que ya no veo —se impacientó Lanzarote. Sacó del hogar un palo largo y, después de apagar el extremo, usó la punta de carbón para dibujar en el suelo—. Aquí está el país del Estío; aquí, los lagos y la muralla romana. Tenemos trescientos jinetes aquí... y doscientos más aquí.
—¿Tantos? —exclamó Uriens incrédulo—. ¡Tantos como las legiones del César!
—Hemos tenido siete años para adiestrarlos.
—Hay soldados que aún no saben combatir a caballo —observó Uriens—. Por mi parte, peleaba bien a pie con mis hombres.
—Me alegro —replicó Arturo de buen humor—. No tenemos caballos ni arneses para todos. —Rió entre dientes, dando una palmada a Ginebra en la espalda—. ¡En todo este tiempo apenas he tenido oro para comprar sedas a mi reina! Todo se ha ido en caballos, herreros y sillas de montar. —De pronto desapareció su alegría, dejándolo casi ceñudo—. Y ahora se avecina la gran prueba. Esta vez los sajones vienen en aluvión, amigos míos, y nos doblan en número. Si no logramos detenerlo sólo comerán en este país los cuervos y los lobos.
—Es la ventaja de la caballería —apuntó Lanzarote muy serio—. Un jinete armado puede combatir contra cinco o diez soldados. Si hemos acertado en nuestros cálculos detendremos a esos sajones de una vez por todas. Y si no..., bueno, moriremos defendiendo nuestra tierra y nuestro hogar.
Arturo le dedicó una de sus raras y dulces sonrisas. Ginebra pensó, con una punzada de dolor: «A mí nunca me sonríe así. Pero cuando le dé la noticia...»
Por un momento Lanzarote le devolvió la sonrisa, pero luego suspiró.
—He recibido un despacho de mi hermanastro Lionel, el primogénito de Ban, diciendo que se haría a la mar en tres días. Ya debe de estar navegando. Tiene cuarenta naves y espera empujar a los barcos sajones hacia las rocas o hacia la costa de Cornualles, donde no les será fácil desembarcar. Luego marchará con sus hombres a reunirse con nosotros. Tengo que enviarle un mensajero para que sepa dónde nos congregaremos.
En aquel momento se oyeron voces en la puerta de la habitación. Un hombre alto, delgado y canoso entró a grandes pasos por entre bancos y mesas. Ginebra no había visto a Lot desde antes de la batalla del bosque de Celidon.
—¡ Vaya, no esperaba ver el salón de Arturo sin su mesa redonda !
—La mesa ya está en Camelot, tío —dijo el rey levantándose—. Lo que ves aquí es un campamento armado que espera el alba para enviar allí al resto de las mujeres. La mayoría ya han Partido, con todos los niños.
Lot hizo una reverencia a Ginebra, objetando:
—¿Y no es peligroso que las mujeres y los niños viajen por un país que se prepara para guerrear?
—Los sajones aún no han penetrado tanto; si parten enseguida, no hay peligro.
—Pero ¿por qué a Camelot, mi señor Arturo?
—Es fácil de defender. Bastan cincuenta hombres. Si dejara a las mujeres en Caerleon tendría que dejar a doscientos o más. Esperaba poder establecer la corte en Camelot antes de que llegaran los sajones; así tendrían que cruzar toda Britania para encontrarnos y podríamos enfrentarnos a ellos en el lugar que escogiéramos. Si los lleváramos hacia los pantanos del país del Estío, el cieno haría parte del trabajo y las pequeñas gentes de Avalón los diezmarían con sus flechas duende.
—A pesar de todo, lo harán —dijo Lanzarote—. Avalón ya ha enviado a trescientos hombres y hay más en camino. Y Merlín me ha dicho que también enviaron jinetes a vuestro país, mi señor Uriens, para convocar a todos los del pueblo antiguo que moran en vuestras colinas. Tenemos jinetes para combatir en la planicie, multitud de arqueros y espadachines de infantería en las colinas y los valles, y hombres de las Tribus, armados de lanzas y hachas, más el pueblo antiguo para las emboscadas. ¡Creo que podemos enfrentarnos a todos los sajones de la Galia y las costas del continente!
—Y tendremos que hacerlo —dijo Lot—. He combatido contra los sajones desde los tiempos de Ambrosio, al igual que Uriens, pero nunca tuvimos que enfrentarnos a nada como el ejército que viene ahora hacia nosotros.
—Esperaba este día desde mi coronación. La Dama del Lago me lo anunció al darme a Escalibur. Y ahora envía a todos los hombres de Avalón para que combatan bajo el estandarte del Pendragón.
—Todos estaremos allí —prometió Lot.
Pero Ginebra se estremeció. Arturo se mostró solícito:
—Has cabalgado durante dos días, querida, y tendrás que partir de nuevo al amanecer. ¿Puedo llamar a tus damas para que te lleven a la cama?
Ginebra negó con la cabeza, retorciendo las manos en el regazo.
—No, no estoy cansada... No me parece bueno que los paganos de Avalón combatan junto a un rey cristiano, Arturo. Y cuando los reúnas bajo ese estandarte pagano...
Lanzarote intervino delicadamente:
—Preferiríais que las gentes de Avalón se quedaran cruzadas de brazos mientras sus hogares caen en manos de los sajones mi reina? Britania también es suya y el Pendragón es el rey al que han jurado fidelidad.
—Eso es lo que no me gusta —explicó Ginebra, tratando de afirmar la voz para no parecer una niña entre hombres—. No me gusta que combatamos en el mismo bando que el pueblo de Avalón Esta batalla tendría que ser el enfrentamiento de los hombres civilizados, seguidores de Cristo y descendientes de Roma, contra quienes no conocen a nuestro Dios. El pueblo antiguo tan enemigo como los sajones; no tendremos un país cristiano hasta que esas gentes hayan desaparecido junto con sus dioses demoníacos. Y tampoco me gusta que enarboles un estandarte pagano, Arturo. Tendrías que luchar bajo la cruz de Cristo, como Uriens, para que podamos distinguir al amigo del enemigo.
Lanzarote parecía horrorizado
—¿También soy vuestro enemigo, Ginebra?
Ella negó con la cabeza.
—Sois cristiano, Lanzarote.
—Mi madre es esa perversa Dama del Lago a la que condenáis por brujería. Me crié en Avalón y el pueblo antiguo es mi pueblo. Mi padre, un rey cristiano, celebró el Gran Matrimonio con la Diosa por su tierra.
Su expresión era dura y colérica. Arturo apoyó la mano en la empuñadura de Escalibur. Al ver sus dedos apoyados en los mágicos símbolos de la vaina y las serpientes tatuadas en sus muñecas, Ginebra apartó la mirada, diciendo:
—¿Cómo puede Dios darnos la victoria si no alejamos de nosotros los símbolos de la hechicería, si no combatimos bajo su cruz?
Leodegranz propuso:
—Os ofrezco el estandarte de la cruz, mi señor Arturo. Enarboladlo por vuestra reina.
Arturo negó con la cabeza. Sólo en el rubor de sus pómulos se notaba que estaba enfadado.
—Juré combatir bajo el estandarte real del Pendragón y eso es lo que haré. No soy ningún tirano. Quien quiera llevar la cruz en su escudo puede hacerlo, pero el estandarte del Pendragón es el símbolo de que todos los pueblos de Britania lucharán juntos: cristianos, druidas y antiguos.
—Y las águilas de Uriens y el gran cuervo de Lothian irán junto al dragón —concluyó Lot, levantándose—. ¿No está Gawaine aquí, Arturo?
—Lo echo de menos tanto como tú, tío, pero tuve que enviarlo a Tintagel con un mensaje.
—Oh, tenéis caballeros de sobra para custodiaros —observó Lot, agrio—. Veo que Lanzarote no se aparta un paso de vuestro lado, listo para llenar el vacío.
Aunque rojo de ira, Lanzarote contestó delicadamente:
—Siempre es así, tío: todos los compañeros de Arturo competimos por el honor de estar cerca del rey, pero cuando Gawaine está aquí todos pasamos a un segundo plano.
Arturo se volvió hacia Ginebra, diciendo:
—Ahora, mi reina, tienes que ir a descansar. Es preciso que estés lista para partir al amanecer.
Ginebra apretó los puños. «Por esta vez, por esta única vez, dame valor para hablar.» Y dijo claramente:
—No. No, señor, no partiré al amanecer, ni hacia Camelot ni hacia ningún rincón de la tierra.
Las mejillas del rey adquirieron otra vez el color encendido que señalaba su enfado.
—¿Por qué, señora? Cuando el país está en guerra no es posible demorarse. Me gustaría permitirte descansar uno o dos días, pero tenemos que darnos prisa para que estéis todas en lugar seguro antes de que lleguen los sajones. Cuando llegue la mañana, Ginebra, tu caballo estará listo. Si no puedes cabalgar, viajarás en una litera o en una silla, pero tendrás que viajar.
—¡No lo haré! —exclamó Ginebra con fiereza—. Y no podrás obligarme, como no sea atándome a la montura.
—Dios no lo permita —dijo Arturo—. Pero ¿qué pasa, señora? —Pese a su preocupación, trataba de mantener un tono alegre—. Tengo legiones dispuestas a obedecer mis órdenes, ¿tendré que enfrentarme a un motín en mi hogar?
—Tus hombres pueden obedecerte porque no tienen mis motivos para permanecer aquí —dijo Ginebra desesperadamente—. No iré siquiera hasta la orilla del río, señor... ¡antes de que nazca nuestro hijo!
«Ya está dicho. Aquí, delante de todos estos hombres.»
Y Arturo comprendió. Pero en vez de expresar júbilo, pareció consternado.
—Ginebra... —dijo. Y se interrumpió.
Lot rió entre dientes.
—¿Conque estáis embarazada, señora? ¡Vaya, mis felicitaciones! Pero eso no os impide viajar. Morgause montaba hasta que el caballo ya no podía cargarla. Nuestras parteras dicen que el aire fresco y el ejercicio son saludables para las embarazadas.
Y cuando mi yegua favorita está preñada la monto hasta seis semanas antes del parto.
—Yo no soy una yegua —respondió fríamente Ginebra—. He abortado dos veces. ¿Querrías exponerme otra vez a eso, Arturo?
—Pero tampoco puedes quedarte aquí. Es imposible defender debidamente este lugar —advirtió Arturo preocupado—. ¡Y en cualquier momento marcharemos con el ejército! Tampoco es justo retener a tus damas y arriesgarlas a caer en manos de los sajones.
Ginebra miró a las señoras.
—¿Ninguna de vosotras se quedará con su reina?
—Yo me quedaré, prima, si Arturo lo permite —dijo Elaine.
Y Meleas añadió:
—También yo, si a mi señor no le molesta, aunque nuestro hijo ya está en Camelot.
—No, Meleas, vos tenéis que estar con vuestro hijo —aseveró Elaine—. Yo soy su prima y puedo soportar lo que ella soporte, incluso vivir en un campamento militar. —Se acercó a la reina para cogerle la mano—. Pero ¿no podríais viajar en una litera? Camelot es mucho más seguro.
Lanzarote se inclinó ante ella, diciendo en voz baja:
—Os ruego que vayáis con las otras señoras, mi señora. En pocos días, cuando lleguen los sajones, esta región puede quedar en ruinas. En Camelot estaréis cerca de vuestra casa paterna. Y en Avalón, a un día de viaje, está mi madre, que es notable como curandera y partera. Si mando por mi madre, ¿iréis?
Ginebra inclinó la cabeza, tratando de no llorar. Incluso Lanzarote trataba de instarla a obedecer. Recordó lo horrible del viaje; ahora estaba a salvo, entre muros, y no quería salir jamás. Quizá cuando estuviera más fuerte, cuanto tuviera a su hijo sano y salvo en los brazos... entonces quizá se atreviera a viajar. Pero ahora no. ¡Y Lanzarote le ofrecía la compañía de aquella bruja maligna! ¿Cómo podía permitir su presencia cerca de su hijo?
—Sois muy amable, Lanzarote —dijo tercamente—, pero no iré a ninguna parte hasta que haya nacido mi hijo.
—¿Tampoco a Avalón? —propuso Arturo—. Nuestro hijo y tú estaríais allí más seguros que en ningún otro lugar.
Ginebra se persignó estremecida.
—¡Dios y la Virgen me libren! —susurró.
—Escúchame, Ginebra... —Pero el rey suspiró, derrotado—. Que así sea. Si el peligro del viaje te parece mayor que el permanecer aquí, no seré yo quien te obligue a partir.
Gaheris se mostró iracundo:
—¿Vais a permitirle actuar así, Arturo? ¡Tendríais que subirla al caballo y ponerla en marcha, lo quiera o no!
Arturo negó con la cabeza con aire fatigado.
—Calma, primo. Se nota que no eres hombre casado. Haz lo que te plazca, Ginebra. Elaine puede quedarse contigo también una criada, una partera y tu sacerdote. Nadie más El resto tiene que partir al amanecer. Y ahora ve a tu alcoba, Ginebra. ¡No tengo tiempo para esto!
Ginebra le presentó la mejilla para el obligado beso; no tenía la sensación de haber obtenido una victoria.
Las demás mujeres partieron al amanecer. Meleas quería quedarse junto a la reina, pero Griflet no lo permitió.
—Elaine no tiene esposo ni hijos. Vos, mi señora, os iréis.
Y Ginebra creyó detectar desprecio en la mirada que le dedicó.
Arturo dejó claro que la mayor parte del castillo era ahora un campamento militar; Ginebra tendría que permanecer en sus habitaciones vacías, con Elaine y la criada, compartiendo con su prima la cama que llevaron de otra habitación. Arturo pasaba las noches con sus hombres y mandaba preguntar por ella una vez al día; por lo demás, casi no lo veía.
Al principio esperaba todos los días verlos salir al encuentro de los sajones, pero los días y las semanas se sucedieron sin noticias. Llegaban mensajeros solitarios y más ejércitos, pero Ginebra, reducida a su alcoba y al pequeño jardín trasero, sólo recibía las noticias dispersas que le llevaban la criada y la partera. El tiempo se le hacía pesado; por la mañana tenía náuseas; más tarde paseaba sin sosiego por el jardín, imaginando a los sajones frente a la costa y pensando en su hijo. Le habría gustado coserle ropa, pero no tenía lana para hilar y se habían llevado el telar grande.
Pero aún tenía el telar pequeño que había llevado a Tintagel, con sedas, lana hilada y elementos para bordar, y comenzó a tejer una bandera. Cierta vez, Arturo le había prometido que, cuando le diera un hijo varón, podría pedirle cualquier cosa que estuviera a su alcance. Pensaba pedirle que cambiara el estandarte pagano del Pendragón para izar la cruz de Cristo. Así todo el país sería tierra cristiana y la legión de Arturo, un ejército protegido por la Virgen María.
Pensó un dibujo muy hermoso: azul, con hebras de oro y sus valiosas sedas carmesíes para la capa de la virgen. Como no tenía otra ocupación, se dedicaba a él de la mañana a la noche. Con la ayuda de Elaine aparecía velozmente entre sus dedos. Y en cada puntada de este estandarte pondré una oración para que Arturo vuelva indemne y para que éste sea un país cristiano, desde Tintagel hasta Lothian...»
Una tarde recibió la visita del venerable Taliesin. Vaciló antes de permitir que el anciano pagano se acercara a ella mientras gestaba al hijo de Arturo, pero al ver sus ojos bondadosos recordó que, por ser padre de Igraine, sería bisabuelo del recién nacido.
—Que el Eterno os bendiga, Ginebra —dijo Taliesin extendiendo los brazos en el gesto de la bendición.
Ginebra hizo la señal de la cruz; luego se preguntó si no lo habría ofendido, pero Merlín pareció tomarlo como un simple intercambio de bendiciones.
—¿Cómo sobrelleváis el encierro, señora? —preguntó observando la habitación—. ¡Vaya, si esto parece una mazmorra! Habríais estado mejor en Camelot. en Avalón o en la isla de Ynis Witrin, donde al menos tendríais aire fresco y podríais hacer ejercicio.
—Tomo suficiente aire en el jardín —respondió Ginebra. mientras resolvía hacer ventilar la habitación y la cama aquel mismo día.
—No dejéis de caminar al aire libre todos los días, hija mía, aunque esté lloviendo; el aire cura todos los males —y añadió con gentileza—: Arturo me dio la buena nueva y me regocijo con vos. No son muchos los que viven tanto como para conocer a sus bisnietos. —La cara vieja y arrugada parecía refulgir de benevolencia—. Si algo puedo hacer por vos, ordenádmelo, señora. ¿Tenéis alimentos recientes o sólo raciones militares?
Ginebra le aseguró que recibía diariamente un cesto de buenas provisiones, pero no dijo que le apetecía muy poco. Luego le contó que el último acto de Igraine había sido revelarle lo de su hijo.
—Señor —preguntó mirándolo con ojos atribulados—, ¿sabéis dónde mora Morgana, que no acudió siquiera al lecho de su madre moribunda?
Él negó lentamente con la cabeza.
—Lo siento; no lo sé.
—¡Pero es escandaloso que Morgana no diga a sus parientes adonde ha ido!
—Como es sacerdotisa de Avalón, es posible que haya iniciado algún viaje mágico o que se haya recluido en busca de la videncia—aventuró Taliesin, también preocupado—. Morgana es una mujer adulta y no necesita la autorización de nadie para ir y venir.
Se lo tendría bien merecido si terminaba mal por la terquedad con que obraba a su antojo, pensó Ginebra. Pero bajó la mirada para que el druida no viera su enfado, a fin de que no cambiara la buena opinión que tenía de ella. Merlín no se percató, pues Elaine le estaba enseñando el estandarte.
—Ved cómo pasamos nuestros días de prisión, buen padre.
—Crece con celeridad — comentó Merlín, sonriente— Ya se puede ver el bello dibujo.
—Y mientras lo tejo, rezo —aclaró Ginebra desafiante—Con cada puntada tejo una plegaria para que Arturo y la cruz de Cristo triunfen sobre los sajones y sus dioses paganos. ¿No me regañaréis por ello, señor Merlín. aunque comprometisteis a Arturo a combatir bajo un estandarte pagano?
Taliesin respondió mansamente:
—Las plegarias nunca sobran, Ginebra. La vaina de Escalibur fue hecha por una sacerdotisa que incluyó en ella oraciones y hechizos para su protección. Habréis notado, sin duda, que aun cuando lo hieren sangra poco.
—Preferiría que estuviera protegido por Dios, no por brujerías —se acaloró la reina.
El anciano sonrió.
—Dios es uno: lo demás es sólo la expresión que le dan los ignorantes para poder entenderlo, como esta imagen de vuestra Virgen, señora. Nada sucede en el mundo sin la bendición del Uno, que nos dará la victoria o la derrota, según Él lo ordene. El dragón y la Virgen son, por igual, símbolos de nuestra súplica a lo que nos supera.
—Pero ¿no os enfadaría que se reemplazara el estandarte del Pendragón por el de la Virgen'? —preguntó Ginebra desdeñosa.
Merlín alargó una mano arrugada para acariciar las sedas brillantes.
—¿Cómo podría condenar algo tan bello y hecho con tanto amor? Pero hay quienes aman ese estandarte tanto como vos la cruz. La gente pequeña necesita de su dragón como símbolo de la protección del rey. ¿La privaríais de sus cosas sagradas, señora?
Ginebra pensó en las hadas de Avalón y de las lejanas colinas de Gales que habían llegado con sus hachas de bronce, incluso con pequeños dardos de pedernal, y con el cuerpo embadurnado de pintura. Le estremecía de horror que gente tan salvaje combatiera junto a un rey cristiano. Merlín, al ver que temblaba, equivocó el motivo.
—Aquí hace un frío húmedo —dijo—. Tenéis que tomar más el sol. —Pero de inmediato comprendió—. Querida hija. recordad que este país es para todos los hombres, cualesquiera que sean sus dioses. Si combatimos contra los sajones no es porque no adoren a la misma divinidad que nosotros, sino porque quieren incendiar nuestras tierras y llevarse todo lo que nos pertenece. Peleamos por defender la paz de este suelo, señora, cristianos y paganos por igual.
Pero Ginebra seguía temblando. Taliesin se despidió, diciéndole que le mandara aviso si necesitaba algo.
—Kevin, el bardo, ¿está en el castillo, señor Merlín? —preguntó Elaine.
—Creo que sí. Haré que venga a tocar para vosotras.
—Nos gustaría —dijo la muchacha—, pero en realidad pensaba pedirle prestada su arpa... o la vuestra, señor druida.
El anciano vaciló.
—Kevin no presta su arpa: dice que «su señora» es una amante celosa. —Sonrió—. En cuanto a la mía, está consagrada a los dioses y no puedo permitir que otros la toquen. Pero la señora Morgana dejó la suya en su habitación. ¿Queréis que os la envíe, Elaine? ¿Sabéis tocar?
—Poco, pero así mantendremos las manos ocupadas cuando estemos cansadas de bordar.
—Tocarás tú —dijo Ginebra—. A mí siempre me ha parecido indecoroso que las mujeres toquen el arpa.
—Por indecoroso que sea —insistió su prima—, no quiero enloquecer encerrada aquí. Además, no hay nadie que me vea. aunque baile desnuda como Salomé.
Ginebra soltó una risita aniñada; luego puso cara de escándalo: ¿qué pensaría Merlín? Pero el anciano rió de buena gana.
—Os enviaré la lira de Morgana, señora. ¡Y en verdad no veo nada indecoroso en la música!
Aquella noche Ginebra soñó que las serpientes tatuadas de Arturo cobraban vida y reptaban por su estandarte, dejándolo sucio y viscoso... Despertó jadeando y con arcadas; durante todo aquel día no tuvo fuerzas para abandonar el lecho. Por la tarde llegó Arturo, preocupado.
—Creo que este encierro no te hace ningún bien, señora dijo—. ¡Ojalá estuvieras sana y salva en Camelot! He recibido noticias de la baja Britania, donde los reyes han hecho naufraga a treinta barcos sajones. Dentro de diez días nos pondremos en marcha. —Se mordió el labio—. Reza. Ginebra, para que podamos llegar sanos y salvos.
Se sentó en la cama para cogerle la mano, pero ella rozó con un dedo las serpientes de su muñeca y se apartó con una exclamación horrorizada.
—¿Qué pasa, Ginebra? —susurró Arturo envolviéndola en sus brazos—. ¡Pobre! Este encierro te ha enfermado. ¡Ya lo temía!
Ginebra se esforzó por dominar el llanto.
—Soñé... soñé... ¡Oh, Arturo! —suplicó arrojando a un lado las mantas—. No soporto que ese horrible dragón lo cubra todo, como en mi sueño. ¡Mira lo que he hecho para ti! —Lo llevó hasta el telar, caminando descalza—. Está casi terminado; dentro de tres días estará listo.
Arturo la estrechó contra sí.
—Lamento que tenga tanta importancia para ti, Ginebra. Lo llevaré a la batalla bajo el estandarte del Pendragón. si quieres, pero no puedo faltar al juramento que hice.
—Dios te castigará por respetar un voto hecho a los paganos antes que a Él. Nos castigará a ambos.
Arturo apartó las manos que se aferraban a él.
—Estás descompuesta y angustiada. No me extraña, en este lugar. Y ya es demasiado tarde para enviarte a Camelot, aunque quisieras ir. Trata de mantener la calma.
Marchó hacia la puerta. Ginebra corrió a sujetarlo por el brazo.
—¿No estás enfadado?
—¿Enfadado? ¿Viéndote enferma y abrumada? —Le dio un beso en la frente—. Pero no hablemos más de esto, Ginebra. Y ahora tengo que irme. Te enviaré a Kevin; su música te animará.
Le dio otro beso y se fue. Ginebra se sentó frente al estandarte y empezó a trabajar frenéticamente.
Al día siguiente, ya tarde, se presentó Kevin, arrastrando su cuerpo contrahecho con ayuda de un bastón. El arpa, colgada de un hombro, acentuaba su aspecto de jorobado monstruoso. Ginebra creyó ver que arrugaba la nariz en un gesto de asco: súbitamente vio la habitación a través de sus ojos, atestada de enseres y con el aire viciado. Cuando levantó una mano en el gesto de la bendición druídica, Ginebra se apartó con temor: podía aceptarlo del venerable Taliesin, pero de Kevin no. Temiendo que pudiera embrujarlos, a ella y a su recién nacido, se persignó secretamente.
Elaine se ofreció cortésmente:
—Permitid que os ayude con el instrumento, maestro arpista.
Kevin se aparto, aunque su voz de cantante sonó muy amable:
—Os lo agradezco, pero nadie puede tocar a mi señora. Si la llevo a cuestas cuando apenas puedo caminar, ¿no creéis que es por algún motivo?
La muchacha inclinó la cabeza como un niño reprendido.
—No quise ofenderos, señor.
—Por supuesto. No podíais saberlo. —Y se retorció penosamente hasta depositar el arpa en el suelo—. Sois la hija del rey Pelinor, ¿verdad, señora? ¿Estáis tejiendo un estandarte para vuestro padre?
Ginebra se apresuró a intervenir.
—El estandarte es para Arturo.
Kevin lo admiró como si fuera la primera labor de una criatura.
—Es bello y quedará muy bonito en algún muro de Camelot, señora, pero no dudo que Arturo llevará el estandarte del Pendragón, como su padre antes. Pero a las señoras no les gusta hablar de batallas. ¿Queréis que toque para vosotras?
Acercó las manos a las cuerdas y comenzó a tocar. Tocó largo rato en la penumbra, y Ginebra se sintió transportada a un mundo donde no había diferencias entre lo pagano y lo cristiano, entre la guerra y la paz, donde el espíritu humano refulgía en la oscuridad como una llama votiva. Cuando se apagaron las últimas notas no pudo hablar; Elaine lloraba quedamente. Al fin dijo:
—Es imposible expresar en palabras lo que nos habéis dado, maestro arpista. No lo olvidaré jamás.
La sonrisa torcida de Kevin pareció burlarse por un momento de sus emociones.
—Veo que tenéis la lira de la señora Morgana —comentó dirigiéndose a Elaine.
—Soy la peor entre las principiantes —dijo la muchacha-—. Me gusta tocar, pero a nadie le daría placer escucharme.
—Eso no es cierto —dijo Ginebra—; sabéis que nos gusta.
Kevin sonrió.
—El arpa es el único instrumento que nunca suena mal, por torpe que sea el músico. Tal vez por eso ha sido consagrada a los dioses.
Ginebra apretó los labios: ¿tenía que malograr el placer de aquella hora mencionando a sus infernales dioses? Al fin y al cabo, ese hombre era un sapo deforme que, sin su música, jamás habría podido sentarse a una mesa respetable. Que Elaine charlara con él si quería.
—Aquí hace más calor que en el infierno —dijo abriendo la puerta con irritación.
A través del cielo, ya oscurecido, flameaban lanzas de luz que parecían disparadas desde el norte. Su grito atrajo a Elaine y a la criada. Incluso Kevin, que estaba enfundando su instrumento, se arrastró hasta la puerta.
—¡Oh, qué es esto! —exclamó Ginebra—. ¿Qué presagia?
Kevin respondió en voz baja:
—Los hombres del norte dicen que son los destellos de las lanzas en el país de los gigantes. Cuando se ven en la tierra presagian una gran batalla. Y a eso nos enfrentamos, sin duda: una batalla en la que las legiones de Arturo pueden triunfar o caer para siempre en la oscuridad. Tendríais que haber ido a Camelot, señora Ginebra. No es bueno que el gran rey se preocupe ahora por mujeres y recién nacidos.
Ginebra se volvió, iracunda:
—¿Qué sabéis vos de mujeres, de recién nacidos... o de batallas, druida?
—Éste no sería mi primer combate, mi reina —dijo Kevin impasible—. Ya veis que no me he ido con las doncellas y los afeminados sacerdotes. Ni siquiera Taliesin, anciano como está, rehuirá el combate.
Se hizo el silencio. El cielo seguía cruzado por dardos luminosos.
—Con vuestro permiso, mi reina, tengo que hablar con mi señor Arturo y Merlín sobre lo que presagian estas luces para la batalla que se avecina.
Ginebra tuvo la sensación de que un cuchillo le atravesaba el vientre. Incluso ese pagano deforme podía reunirse con Arturo, mientras ella, su esposa, permanecía fuera de la vista, aunque estaba gestando la esperanza del reino. ¡ Y hasta rechazaban su hermoso estandarte!
Kevin se mostró inmediatamente preocupado:
—¿Os encontráis mal, mi reina? ¡Ayudadla, señora Elaine!
Alargó hacia Ginebra una mano deformada, con la muñeca torcida. Y ella vio la serpiente azul tatuada allí. Retrocedió bruscamente, empujándolo sin saber lo que hacía. Kevin, que no se mantenía muy firme sobre los pies, cayó pesadamente al suelo.
—¡No os acerquéis! —gritó Ginebra sofocada—. ¡No me toquéis con esas malvadas serpientes! ¡Pagano del demonio, no pongáis esas sucias serpientes sobre mi recién nacido!
—¡Ginebra! —Elaine corrió hacia ella, pero en vez de apoyarla se inclinó solícitamente hacia Kevin, para ayudarlo a levantarse—. No la maldigáis, señor druida. Está enferma y no sabe lo que hace.
—¿Que no? —chilló Ginebra—. ¿Creéis que no sé cómo me miráis todos? ¡Como si fuera necia, sorda, ciega y muda!. Y queréis calmarme con palabras amables, mientras a espaldas de los curas pedís a Arturo maldades paganas! ¡Salid de aquí! ¡No vaya mi recién nacido a nacer deforme por haber visto yo vuestra vil cara!
Kevin cerró los ojos, con los puños apretados, pero cargó trabajosamente el arpa al hombro. Elaine le entregó el bastón. Ginebra la oyó susurrar:
—Perdonadla, señor druida. Está enferma y no sabe...
La voz musical del arpista sonó dura:
—Bien lo sé, señora. ¿Creéis acaso que nunca he oído de otras mujeres esas dulces palabras? Lo siento. Sólo quería ofreceros placer.
Ginebra, con la cara escondida entre las manos, percibió el golpeteo del bastón que se alejaba. Aun entonces permaneció acurrucada, con los brazos sobre la cabeza. ¡ Ah, la había maldecido con aquellas viles serpientes! Las sentía apuñalándola, mordiéndole el cuerpo. Las lanzas de luz la estaban atravesando, refulgían en su cerebro... Lanzó un alarido, con la cara escondida entre las manos, y cayó retorciéndose, atravesada por las lanzas.
El grito de Elaine la hizo reaccionar un poco.
—¡Ginebra! ¡Miradme, prima, decid algo! Ah, que la Santa Virgen nos proteja... ¡Traed a la partera! ¡Mirad, sangre!
—Kevin —aulló Ginebra—. Kevin ha maldecido a mi hijo. —Y se levantó frenéticamente, golpeando con los puños el muro de piedra—. ¡Que Dios me ampare! Mandad por el cura, el cura. Tal vez él pueda librarme de la maldición.
Sin prestar atención al torrente de agua y sangre que le empapaba los muslos, se arrastró hasta su estandarte, haciendo una y otra vez la señal de la cruz, frenéticamente, hasta que todo se esfumó en oscuridad y pesadillas.
Días más tarde comprendió que había estado peligrosamente enferma, a punto de desangrarse al perder el feto de cuatro meses.
«Arturo. Ahora debe de odiarme. No pude siquiera alumbrar a su hijo... Kevin, fue Kevin quien me maldijo con sus serpientes.» Vagaba entre horribles sueños de serpientes y lanzas Cierta vez, cuando Arturo trató de sostenerle la cabeza, dio un respingo de terror al ver las serpientes que parecían retorcerse en sus muñecas.
Aun cuando estuvo fuera de peligro no recobró las fuerzas. Yacía en una melancólica apatía, sin moverse, con lágrimas en las mejillas. Ni siquiera tenía fuerzas para enjugarlas. Era una locura pensar que Kevin la había maldecido. No era su primer aborto.
El cura estaba de acuerdo con eso. Dios no usaría las manos de un sacerdote pagano para castigarla.
—Si hay alguna falta debe de ser vuestra —le dijo severamente—. ¿Tenéis algún pecado inconfeso en la conciencia, señora Ginebra?
¿Inconfeso? No: hacía tiempo que había sido absuelta por amar a Lanzarote. Sin embargo... había fallado.
—No pude persuadir a Arturo de que abandonara sus serpientes paganas —dijo débilmente—. ¿Es posible que Dios haya castigado a mi hijo por eso?
—No habléis de castigar al niño. El está en el seno de Cristo. Si hay castigo, es contra vos y contra Arturo —respondió el sacerdote.
—¿Qué puedo hacer como penitencia para que Dios envíe un hijo de Arturo a Britania?
—¿Realmente habéis hecho todo lo posible para que Britania tenga un rey cristiano? ¿O acallasteis vuestras palabras por complacer a vuestro esposo? —inquirió el sacerdote.
Ya sola, Ginebra contempló largamente el estandarte. Noche a noche ardían en el cielo las luces del norte. Un emperador romano había cambiado el destino de Britania al ver en el cielo el signo de la cruz. Si ella lograse dar un signo así a Arturo...
—Ven, ayúdame a levantarme —ordenó a su criada—. Tengo que terminar el estandarte.
Aquella noche Arturo llegó precisamente cuando Ginebra daba las últimas puntadas. Las mujeres estaban encendiendo las lámparas.
—¿Cómo estás, querida? Me alegra verte levantada y trabajando. —Le dio un beso—. No tienes que sufrir tanto. Todavía somos jóvenes. Es posible que Dios nos envíe muchos hijos.
Pero ella vio su expresión vulnerable y comprendió que Arturo compartía su dolor. Lo asió por la mano para obligarlo a sentarse a su lado, frente al estandarte.
—¿Verdad que es bonito? —preguntó, como una criatura en busca de alabanzas.
—Muy bello. Creía no haber visto obra tan hermosa como la vaina de mi Escalibur, pero ésta es aún mejor.
—Y en cada puntada he tejido oraciones para ti y para tus compañeros. Escúchame, Arturo. ¿No crees que Dios nos ha castigado porque no somos dignos de dar otro rey a este país? Todas las fuerzas del mal pagano se han aliado contra nosotros. Tenemos que combatirlas con la cruz, a través de Cristo.
Arturo le cubrió una mano con la suya.
—Es una locura, amor mío. Bien sabes que sirvo a Cristo lo mejor posible.
—¡Pero despliegas esa bandera de serpientes sobre tus hombres!
—No puedo faltar a la Dama de Avalón.
—¡ Ah, Arturo! —exclamó Ginebra, severa—. Si me amas, si quieres que Dios nos envíe otro heredero, hazlo. ¿No ves que nos ha quitado a nuestro hijo para castigarnos?
—No debes hablar así —dijo Arturo con firmeza—. Es una tontería supersticiosa. He venido a decirte que los sajones se están reuniendo. Avanzaremos para presentar batalla en el Monte Badon. Ojalá estuvieras en condiciones de ir a Camelot, pero no podrá ser...
—¡Ah, bien sé que soy un estorbo! —repuso Ginebra amargamente—. Es una pena que no muriera con mi recién nacido.
—No, no digas eso —protestó él con ternura—. Sé que triunfaremos. Tienes que rezar por nosotros día y noche, Ginebra. —Y se levantó, agregando—: No partiremos hasta el alba. Trataré de venir esta noche a despedirme, junto con tu padre, Gawaine y Lanzarote. ¿Podrás recibirlos?
Ginebra inclinó la cabeza.
—Haré lo que mi rey y señor mande. Pero ¿por qué te molestas en pedirme que rece, si no he podido convencerte de que cambies ese estandarte pagano por la cruz de Cristo? Dios no permitirá que un hijo tuyo reine sobre este país, porque no te decides a hacer de él un país cristiano.
Arturo le soltó la mano. Por fin dijo en voz queda:
—Mi querida señora, en el nombre de Dios, ¿eso crees?
Ella asintió con la cabeza, sin poder hablan y se limpió la nariz con la manga, como los niños.
—No creo, señora, que Dios obre así ni que le importe tanto cuál sea nuestra bandera. Pero si para ti es tan importante. —Tragó saliva—. No soporto verte tan afligida, Ginebra. Si enarbolo el estandarte de Cristo y la Virgen, ¿dejarás de llorar y rezarás por mí con toda el alma?
Ella levantó la cabeza transformada por una loca alegría.
—¡Oh, Arturo, he rezado tanto...!
—Así sea —suspiró el rey—. Te lo juro, Ginebra: sólo llevaré a la batalla tu estandarte de Cristo y la Virgen.
Sobre mis legiones no flameará otro símbolo. Amén.
Le dio un beso, pero Ginebra creyó verlo muy triste. Le estrechó las manos y se las besó; por primera vez las serpientes tatuadas no eran sino imágenes descoloridas; en verdad había sido una locura pensar que podían dañarla, a ella o a su hijo.
Arturo llamó a su escudero, que permanecía a la puerta, y le ordenó que llevara el estandarte para enarbolarlo sobre el campamento.
—Marchamos mañana al amanecer —dijo— y todos tienen que ver el estandarte con la Virgen y la cruz flameando sobre la legión de Arturo.
El escudero pareció sobresaltarse.
—Señor... Señor... ¿qué tengo que hacer con la enseña del Pendragón?
—Entregádsela al mayordomo para que la guarde donde sea. Marcharemos bajo la bandera de Dios.
Arturo dedicó a Ginebra una sonrisa sin alegría.
—Vendré a verte al atardecer, con tu padre y algunos parientes. Haré que mis mayordomos traigan comida para que cenemos aquí. Hasta entonces, querida esposa.
Y se fue.
Finalmente la pequeña cena se celebró en uno de los salones, pues la alcoba de Ginebra no habría podido albergar cómodamente a tantos. Las señoras se pusieron los mejores vestidos de que disponían y se peinaron con cintas; tras el lúgubre encierro de esas semanas, cualquier tipo de festejo era estimulante. El festín (aunque poco mejor que el rancho de los soldados) se sirvió en mesas de caballete. Casi todos los consejeros de Arturo estaban en Camelot, incluido el obispo Patricio, pero entre los invitados se contaban Taliesin, los reyes Lot y Uriens y el duque Marco de Cornualles, además de Lionel, el heredero de Ban de la baja Britania. Lanzarote encontró tiempo para sentarse junto a Ginebra y mirarla a los ojos con desesperanzada ternura.
—¿Estáis repuesta, mi señora? Estuve preocupado por vos.
—Y aprovechó las sombras para besarla: apenas un roce de suaves labios contra la sien.
También el rey Leodegranz, ceñudo y nervioso, fue a besarla en la frente.
—Lamento tu enfermedad, querida, y que hayas perdido a tu hijo. Pero Arturo tendría que haberte despachado hacia Camelot en una litera. ¡Ya ves que no has ganado nada quedándote!
—No tenéis que regañarla —intervino Taliesin, delicadamente—: Ya ha sufrido mucho, señor.
Elaine cambió de tema con tacto.
—¿Quién es el duque Marco?
—Un primo de Gorlois de Cornualles —respondió Lanzarote—. Ha pedido a Arturo que, si triunfamos en Monte Badon, le entregue Cornualles por casamiento con nuestra prima Morgana.
—¿Ese anciano? —exclamó Ginebra, espantada.
—Sería conveniente casar a Morgana con un hombre mayor, pues no tiene el tipo de hermosura que atrae a los más jóvenes —opinó Lanzarote—. Pero el duque Marco no la quiere para sí, sino para su hijo Tristán, uno de los mejores caballeros de Cornualles. —Y rió entre dientes—. Chismorrees de bodas cortesanas... ¿no hay otro tema de conversación?
—Bueno —dijo Elaine, audaz—, ¿cuándo nos hablaréis de vuestra boda, señor Lanzarote?
Él inclinó la cabeza con galantería, diciendo.
—El día que vuestro padre me ofrezca vuestra mano, señora Elaine. Pero es probable que quiera casaros con un hombre más rico. Y como mi señora ya tiene esposo... —Se inclinó ante Ginebra, pero ella vio tristeza en sus ojos.
Elaine, ruborizada, bajó la mirada. Arturo comentó:
—Invité a Pelinor, pero prefirió quedarse en el campamento con sus hombres, organizando la marcha. Mirad... —señalaba la ventana—. ¡Otra vez se encienden las lanzas boreales!
Lanzarote preguntó:
—Kevin, el arpista, ¿no cena con nosotros?
—Se lo pedí —respondió Taliesin—, pero dijo que no quería ofender a la reina con su presencia. ¿Habéis reñido, Ginebra?
Ella bajó la mirada.
—Cuando estaba enferma y dolorida le dije palabras duras Si lo veis, señor druida, ¿le diréis que le ruego me perdone?
—Creo que ya lo sabe —dijo delicadamente Merlín.
Y Ginebra se preguntó qué le habría dicho el arpista.
De pronto la puerta se abrió de par en par; Lot y Gawaine entraron a zancadas.
—¿Qué significa esto, mi señor Arturo? —inquirió el anciano—. El estandarte del Pendragón, que nos comprometimos a seguir, ya no flamea sobre el campamento. Entre las Tribus hay gran desasosiego. Decidme, ¿qué habéis hecho?
Arturo palideció a la luz de las antorchas.
—Sólo eso, primo: somos un pueblo cristiano y combatimos bajo el estandarte de Cristo y la Virgen.
Lot lo miró con gesto ceñudo.
—Los arqueros de Avalón hablan de abandonaros. Enarbolad vuestra bandera cristiana, si vuestra conciencia así lo exige, pero poned a su lado el estandarte del Pendragón, con las serpientes de la sabiduría, si no queréis que vuestros hombres se dispersen después de haber permanecido unidos durante esta horrible espera. ¿Queréis acaso perder tanta buena voluntad?
Arturo sonrió con nerviosismo.
—Haremos como el emperador que vio la señal en el cielo y dijo: «Con este signo conquistaremos.» Tú, Uriens, que enarbolas las águilas de Roma, tienes que conocer la leyenda.
—En efecto, mi rey —confirmó Uriens—. Pero ¿os parece prudente negar al pueblo de Avalón? Los dos llevamos las serpientes en las muñecas, como símbolo de una tierra más antigua que la cruz.
—Pero si logramos la victoria será una tierra nueva —intervino Ginebra—. Y si no, ya no importará.
Lot se volvió a mirarla con odio.
—Tenía que haberme imaginado que esto era obra vuestra, mi reina.
Gawaine, inquieto, se acercó a la ventana para observar el campamento.
—Veo a la gente pequeña deambulando entre sus fogatas: los de Avalón y los de vuestro país, rey Uriens. —Se acercó al rey—. Arturo, primo, oíd lo que os ruega el más antiguo de vuestros compañeros: enarbolad el estandarte del Pendragón para quienes deseen seguirlo.
Arturo vacilaba, pero le bastó echar una vistazo a los ojos refulgentes de Ginebra.
—Lo he jurado. Si sobrevivimos a la batalla nuestro hijo reinará sobre un país unido bajo el símbolo de la cruz. No he de prevalecer sobre la conciencia de nadie, pero como dicen las obradas Escrituras: «En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor.»
Lanzarote aspiró hondo y se apartó de Ginebra.
—Rey y señor mío: os recuerdo que soy Lanzarote del Lago y que honro a la Dama de Avalón. En su nombre, que fue amiga y benefactora vuestra, os ruego este favor: permitidme portar yo mismo a la batalla el estandarte del Pendragón. Así respetaréis vuestro juramento sin faltar al que hicisteis a Avalón.
Ginebra, viendo que Arturo dudaba, negó imperceptiblemente con la cabeza. Lanzarote consultó con la mirada a Taliesin. Tomando ese silencio como consentimiento, se encaminó hacia la salida a grandes pasos, pero Lot dijo:
—¡No, Arturo! Demasiado se habla ya de que Lanzarote es vuestro heredero y favorito. Si él lleva al Pendragón a la batalla, todos pensarán que lo habéis designado portador de vuestro estandarte. Y entonces habrá división en el reino: vuestra facción bajo la cruz y la de Lanzarote bajo el Pendragón.
El caballero se volvió hacia él con violencia.
—Vos portáis vuestro estandarte. También Leodegranz, y Uriens, y el duque Marco. ¿Por qué no puedo yo portar un estandarte por Avalón?
—Porque el Pendragón es el estandarte de toda Britania unida —explicó Lot.
Arturo suspiró.
—Tenemos que combatir bajo un solo estandarte y ése ha de ser la cruz. Lamento negarte algo, primo —dijo alargando una mano hacia él—, pero no puedo permitir esto.
Lanzarote apretó los labios, conteniendo visiblemente su enfado, y fue hacia la ventana. Detrás de él Lot dijo:
—Los hombres del norte dicen que son las lanzas sajonas a las que vamos a enfrentarnos, y que los cisnes salvajes están llorando, y que a todos nos esperan los cuervos...
Ginebra retenía firmemente la mano de su esposo.
—«Con este signo conquistaréis»... —murmuró.
Y Arturo le estrechó la mano.
—Aunque contra nosotros se congregaran, no solamente los sajones, sino todas las fuerzas del infierno, con mis compañeros no puedo fracasar, señora. Y con vos a mi lado, Lanzarote.
Por un momento el caballero permaneció inmóvil, aún colérica su expresión. Luego lanzó un profundo suspiro.
—Así sea, rey Arturo. Sin embargo... —Dudaba. Ginebra que estaba muy cerca de él. percibió el estremecimiento que !« recorría los miembros—. No sé qué dirán en Avalón cuando se enteren de esto, rey y señor mío.
Por un momento hubo en el salón un silencio absoluto. Las luces, las lanzas flamígeras del norte, centelleaban sobre ellos Luego, Elaine como bruscamente las cortinas, dejando afuera el augurio, y exclamó alegremente:
—¡Venid a cenar, señores! Si marcháis al combate al romper el día no lo haréis sin un buen festín. ¡Y hemos hecho lo posible por ofrecéroslo!
Pero una y otra vez, mientras comían, mientras Lot, Uriens y Marco hablaban de estrategia con Arturo, Ginebra sorprendió los ojos oscuros de Lanzarote. Estaban colmados de pesadumbre y temor.
13
Cuando Morgana abandonó la corte de Caerleon para visitar a su madre adoptiva en Avalón. procuró pensar sólo en Viviana, para no recordar lo que le había sucedido con Lanzarote. Revivirlo era como una quemadura de vergüenza: se le había ofrecido a la manera antigua, con toda franqueza, sólo para que él convirtiera su femineidad en una burla con esos juegos infantiles.
Una y otra vez lamentaba haberlo ofendido. Lanzarote era como la Diosa lo había hecho, ni mejor ni peor. Pero otras veces se sentía culpable; le escocía en la mente la vieja frase de Ginebra: «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas.» Si hubiera tenido más para ofrecer, si hubiera sido hermosa como la reina... Y luego volvía a sentirse ofendida. Entre tales tormentos cruzó la verde región de las colinas. Y al fin sus pensamientos empezaron a concentrarse en lo que le esperaba en Avalón.
Había abandonado sin permiso la isla Sagrada, renunciando a su condición de sacerdotisa. Desde entonces se peinaba siempre con el pelo caído sobre la frente, para que nadie viera la pequeña media luna azul tatuada allí. Pero se detuvo en una aldea para cambiar un pequeño anillo por un poco de pintura azul, con la que realzó la marca desteñida.
«Todo esto me ha sucedido por faltar a mis votos a la Diosa.» Y entonces recordó lo que Lanzarote había dicho en su desesperación: que no había dioses ni diosas, pues éstos eran formas que la humanidad, en su terror, daba a lo que no podía explicar.
Pero aquello no disminuía su culpa. Había abandonado el modo de vivir y de pensar con el que estaba comprometida, olvidando las grandes corrientes y ritmos de la tierra. Había comido alimentos prohibidos a las sacerdotisas y quitado la vida a animales y plantas sin dar gracias a la Diosa por sacrificar una parte de sí por su bien. Se había entregado a un hombre sin tratar de conocer la voluntad de la Diosa en las mareas del sol por simple libertinaje. No, no era posible volver como si nada hubiera sucedido. Y mientras cabalgaba por las colinas, entre cereales maduros y lluvia fertilizante, su dolor iba en aumento, pues comprendía lo mucho que se había alejado de las enseñanzas de Viviana y Avalón.
«La diferencia es más profunda de lo que yo pensaba Hasta quienes labran la tierra, si son cristianos, adoptan un modo de vida que se aleja de Ella; creen que su Dios les ha dado el dominio sobre todo lo que brota y sobre todas las bestias del campo. Nosotros, en cambio, los habitantes de las colinas y los bosques, sabemos que es la naturaleza quien manda sobre nosotros. Todos estamos bajo el dominio de la Diosa, sin cuya misericordia seríamos estériles y moriríamos. Y aun cuando llega el momento de la esterilidad y la muerte, para que otros ocupen nuestro lugar, eso también es obra suya. No es sólo la Dama Verde de la tierra fructífera, sino también la Dama Oscura de la semilla que yace escondida bajo la nieve, del cuervo y el halcón que dan muerte, y hasta de los gusanos, que trabajan secretamente para destruir lo que ya ha cumplido su tiempo. E incluso es, al final. Nuestra Señora de la podredumbre, la destrucción y la muerte»...
Al recordar todas estas cosas Morgana pudo ver. por fin, que lo sucedido con Lanzarote era una pequeñez; el mayor pecado no estaba en él, sino en su corazón, que se había apartado de la Diosa. La herida sufrida por su orgullo era sólo una saludable purificación.
«La Diosa ajustará cuentas con Lanzarote a su modo y cuando corresponda. No soy yo quien debe decidir.» En aquel momento le pareció que no ver más a su primo era lo mejor que podía sucederle.
No, no podía volver a su papel de sacerdotisa elegida. Pero tal vez Viviana se apiadara de ella y le permitiera enmendar sus pecados. Se contentaría con vivir en Avalón, aun como criada o humilde campesina. Mandaría por su hijo, para que se criara en Avalón, entre los druidas, y jamás volvería a apartarse de las enseñanzas recibidas.
Por eso, al divisar el Tozal que se erguía, verde e inconfundible, sobre las colinas interpuestas, las lágrimas surgieron a torrentes. Volvía a su hogar y a Viviana; en el círculo de piedras rogaría a la Diosa que sus faltas fueran perdonadas, que se le permitiera volver a ese lugar del que había sido expulsada por su orgullo.
Por fin llegó a las orillas del lago. Las aguas grises, a la luz del sol poniente, estaban desiertas. Los juncales parecían sombríos V yermos contra la luz roja del cielo. La isla de los Sacerdotes se elevaba en la neblina crepuscular, apenas visible. Pero nada se movía en el agua, aunque proyectó totalmente la mente v el corazón, en un apasionado esfuerzo por llegar a la isla Sagrada, por convocar la barca... Pasó allí una hora, inmóvil, hasta que cayó la oscuridad; entonces comprendió que había fallado.
No, la barca no iría por ella nunca más. Iría a por una sacerdotisa, por la elegida de Viviana, pero no por una fugitiva que había vivido a su antojo durante cuatro años. En la época de su iniciación la habían llevado fuera de Avalón; la prueba de que merecía llamarse sacerdotisa era, simplemente, que pudiera regresar sin ayuda.
No podía llamar a la barca; su alma temía pronunciar la palabra de poder que la haría llegar entre las brumas. Mientras el agua perdía el color y los últimos rayos de luz se esfumaban en la niebla, contempló luctuosamente la costa lejana. No, no se atrevía a llamar a los remeros, pero había otra manera de llegar a Avalón: bordeando el lago para cruzar por el sendero oculto, a través del pantano, para buscar desde allí la entrada al mundo escondido. Echó a caminar por la orilla, afligida por la soledad, llevando a su caballo de la brida. La presencia del animal, sus resoplidos, eran un vago consuelo. Si todo fallaba podría pasar la noche en la orilla del lago; no sería la primera vez que durmiera sola y a la intemperie. Y por la mañana buscaría el camino. Recordó el viaje solitario que había hecho años atrás, disfrazada, a la lejana corte de Lot. Aunque la buena vida y los lujos de la corte la hubieran ablandado, si era preciso volvería a hacerlo.
Pero todo estaba tan callado... No se oían las campanas de la isla de los Sacerdotes, ni los cánticos del convento, ni el piar de aves; era como avanzar a través de un país encantado. Morgana halló el sitio que estaba buscando. La oscuridad se acentuaba; cada mata, cada árbol parecía tomar formas siniestras, cosas extrañas, monstruos, dragones. Pero empezaba a recobrar los hábitos mentales de Avalón: allí no había nada que pudiera hacerle daño, si ella no lo hacía.
Inició la caminata por el sendero escondido. A medio camino tendría que cruzar las brumas: de lo contrario, la senda la 'levaría hacia la huerta de los monjes, detrás del claustro. Con firmeza, obligó a su mente silencio meditativo, fijándola en el sitio al que deseaba ir. Avanzaba sin hacer ruido, con los ojos entornados, pisando con cautela. Ya sentía el frío de la niebla alrededor.
A Viviana no le había parecido mal que concibiera un hijo de su medio hermano.... un niño con la antigua estirpe real de Avalón, más rey que el mismo Arturo. ¿Qué sería ahora de su hijo? ¿Por qué había dejado a Gwydion en manos de Morgause? Por no mirar a Arturo a los ojos y revelarle su existencia. Para que los curas y las señoras de la corte no dijeran de ella: «Ésta es la mujer que dio un hijo al Astado, a la manera pagana»... El niño estaba bien donde estaba.
Pero a veces pensaba en él; recordaba noches en que lo había tenido en brazos, arrullándolo sin pensar en nada, con todo el cuerpo lleno de felicidad. ¿En qué otro momento había sido tan feliz? «Sólo una vez, en brazos de Lanzarote, tendidos al sol en el Tozal, y mientras cazábamos patos en las orillas del lago...»
Y entonces, parpadeando, cayó en la cuenta de que las brumas ya tendrían que haber quedado atrás, ya tendría que estar pisando la tierra sólida de Avalón.
Ciertamente ya no estaba en los pantanos, a su alrededor había árboles y el sendero era firme bajo los pies; tampoco había llegado a la huerta de los curas. Debía de estar detrás de la Casa de las doncellas, cerca del huerto. Ahora tenía que pensar lo que diría cuando la descubrieran allí. Ya no estaba tan oscuro, tal vez había salido la luna, que aún estaba casi llena; pronto habría luz suficiente para hallar el rumbo. No podía esperar que todo estuviera como cuando vivía allí. Morgana se aferró a la brida de su caballo; de pronto sentía miedo de perderse en aquellos caminos, antes familiares.
No: realmente la luz aumentaba, ya podía ver las matas y los árboles con mucha claridad. Si era la luna, ¿por qué no se la veía por encima de los árboles? ¿Acaso había invertido el rumbo mientras caminaba con los ojos medio cerrados, recorriendo el sendero que atravesaba las brumas entre los dos mundos? Si al menos encontrara algún detalle conocido... Ya no había nubes; se podía ver el cielo y hasta la niebla había desaparecido, pero no había ninguna estrella a la vista. Y no hallaba señales de la luna.
De pronto fue como si un chorro de agua fría le corriera por la espalda. El día que salió en busca de raíces y hierbas para expulsar al hijo de su vientre... ¿Se habría internado otra vez en aquel país encantado, que no era la tierra de Britania ni el mundo secreto al que la magia druídica había llevado a Avalón, sino el jugar más antiguo, más penumbroso, donde no había estrellas ni soles?
Ordenó a su corazón palpitante que se calmara. Sujetando la brida del caballo, se recostó contra el flanco sudoroso y caliente, palpando la solidez de músculos y huesos, oyendo los suaves resoplidos, reales y nítidos. Si se detenía a reflexionar un rato hallaría el rumbo... Pero el miedo iba en aumento.
«No puedo volver. No puedo volver a Avalón, no soy digna, no puedo orientarme entre la bruma.» Durante la dura prueba de su iniciación había sentido lo mismo, sólo por un momento. «Pero entonces era más joven e inocente. No había traicionado a la Diosa ni las enseñanzas secretas; no había traicionado a la vida.»
Morgana se esforzó por dominar las crecientes oleadas de pánico. Lo peor era el miedo, pues hasta las bestias salvajes atacan al olfatearlo. No había allí nada que pudiera hacerle daño, aun si se encontraba en el país de las hadas. Sus habitantes eran aún más antiguos que los druidas, pero también vivían según las normas de la Diosa. Quizás alguno pudiera orientarla hacia el camino correcto. En el peor de los casos, no encontraría a nadie y tendría que pasar la noche a solas, entre los árboles.
Ahora veía una luz; ¿sería una de las que ardían en el patio de la Casa de las doncellas? De ser así, pronto estaría en casa. Si había llegado a la isla de los Sacerdotes y se encontraba con algún cura, tal vez la tomara por un hada. Se preguntó si aquellas mujeres llegarían a tentarlos de vez en cuando. «Si yo fuera la Dama de Avalón, en noches de luna nueva mandaría a las doncellas que fueran al claustro de los curas, para enseñarles que no es posible burlarse de la Diosa negando la vida, que son hombres, que las mujeres no son inventos malignos del supuesto diablo...»
Por un momento creyó oír la voz de Merlín: «Que cada hombre tenga libertad para servir al Dios que prefiera.»
Por fin distinguió claramente, entre los árboles, la forma de una antorcha que llameaba en amarillo y azul. Su fulgor la cegó por un momento. Luego vio al hombre que la sostenía; era pequeño y moreno, ni cura ni druida. Usaba un taparrabos de piel de ciervo y una especie de capa oscura sobre los hombros desnudos. Era como los hombrecillos de las Tribus, sólo que más alto. Una guirnalda de coloridas hojas le adornaba el pelo largo y oscuro; eran hojas de otoño, aunque el follaje aún estaba verde. Y de algún modo aquello asustó a Morgana. Pero su voz sonó suave y melodiosa; hablaba en un dialecto antiguo.
—Bienvenida, hermana. ¿Te ha sorprendido la noche? Ven por aquí. Deja que lleve a tu caballo. Conozco los caminos.
Cualquiera habría dicho que la esperaban.
Y como si hubiera caído en un sueño. Morgana lo siguió. El camino se tornó más firme, más fácil de seguir; la luz de la antorcha emborronaba la neblinosa penumbra. El hombre conducía al caballo, pero de vez en cuando se volvía hacia ella con una sonrisa. Luego le cogió de la mano, como para guiar a un niño Tenía dientes muy blancos y alegres ojos marrones.
Aparecieron más luces. En algún momento, sin que supiera cuándo, el hombrecillo había entregado el caballo a otro. La condujo dentro de un círculo de luces. Morgana no recordaba haber entrado a sitio alguno, pero estaba en un gran salón, entre hombres y mujeres sentados a un festín, con guirnaldas en la cabeza. Algunas estaban hechas con hojas otoñales, pero varias mujeres iban coronadas con las primeras flores de primavera. Se oía la música de una lira.
Su guía la llevó hacia la mesa principal, donde reconoció sin sorpresa a la mujer que había visto la vez anterior, con una guirnalda de junco. Sus ojos grises, sabios, parecían no tener edad, como si fuera capaz de verlo y leerlo todo.
El hombre instaló a Morgana en un banco y le puso una jarra en la mano. Estaba hecha de un metal que no conocía y contenía un licor dulce y suave, con sabor a turba y brezo. Bebió con sed, demasiado deprisa, y se encontró mareada. Luego recordó el antiguo dicho: «Si te encuentras en el país de las hadas no tienes que beber ni probar su comida.» Pero era sólo una vieja leyenda; allí no le harían daño.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Y la mujer dijo:
—En el castillo de Chariot. Sé bienvenida, Morgana, reina de Britania.
Morgana negó con la cabeza.
—No, no soy reina. Mi madre fue gran reina y yo soy duquesa de Cornualles, pero nada más.
La mujer sonrió.
—Todo es lo mismo. Estás cansada y has viajado mucho. Come y bebe, hermana. Mañana alguien te guiará a donde quieras ir. Ahora es tiempo de festín.
En su plato había frutas y un pan oscuro y blando, hecho de un cereal desconocido que creía haber probado anteriormente… Vio que su guía llevaba brazaletes de oro en las muñe-enroscados como serpientes vivas... Se frotó los ojos y miró de nuevo: era solo un brazalete, o quizás un tatuaje como el de Arturo. A veces las antorchas llameaban de modo tal que parecían ponerle en la frente la sombra de una cornamenta, y la Dama estaba coronada de oro, pero una y otra vez volvía a ser sólo mimbre. Y en algún lugar sonaba un arpa, haciendo una música aún más dulce que la de Avalón...
Ya no estaba fatigada. La bebida la había librado del cansancio y la pesadumbre. Más tarde le pusieron una lira en la mano y también tocó y cantó; su voz nunca había sonado tan dulce y clara. Mientras tocaba cayó en un sueño: todas las caras se parecían a alguien que había conocido en otro lugar... Creía caminar por las costas de una isla soleada, tocando una lira de curva extraña, y hubo un momento en que se vio sentada en un gran patio de piedra, mientras un sabio druida de vestiduras largas le enseñaba con raros instrumentos, y había cantos y sonidos que podían abrir una puerta clausurada o levantar un círculo de piedras, y ella los aprendió todos y fue coronada con una serpiente dorada sobre la frente...
Aquella noche durmió en un cuarto fresco, adornado con hojas... ¿o eran tapices que parecían retorcerse y cambiar, explicando la historia de todo lo que hubiera existido? También se vio a sí misma tejida en el tapiz, con su lira en la mano y Gwydion en el regazo, y con Lanzarote, que jugaba con su pelo, y había algo que habría debido recordar, un motivo por el que tenía que estar enfadada con él, pero no lo recordaba.
Cuando la señora dijo que aquella noche habría festividades y que tenía que quedarse uno o dos días más para bailar con ellos, aceptó; hacía tanto tiempo que no bailaba y se divertía... Pero cuando se preguntó qué fecha se celebraba no pudo recordarlo. Sin duda no era todavía el equinoccio, aunque no veía sol ni luna que le permitieran calcularlo como se le había enseñado.
Le pusieron en el pelo una guirnalda de flores: coloridas flores de verano, pues, según dijo la señora, no eres una doncella intacta. Era una noche sin estrellas y le preocupaba no ver la luna, así como no había visto el sol durante el día. ¿Había sido un solo día, dos, tres? El tiempo parecía no tener importancia: comía cuando tenía hambre y dormía donde la encontrara el cansancio, sola o con una de las doncellas de la señora, en un lecho blando como el césped. Un día, para sorpresa suya, descubrió que la doncella (se parecía un poco a Cuervo, sí) le echaba los brazos al cuello para besarla; le devolvió los besos sin asombro ni vergüenza. Todo era como un sueño donde las cosas extrañas parecían totalmente posibles; eso la sorprendió sólo n poco. A veces se preguntaba qué habría sido de su caballo, pero cuando pensó en montarlo para partir, la señora dijo que no tenía que pensar aún en eso; querían tenerla con ellos... Cierta vez, años después, al tratar de rememorar lo que le había sucedí do dentro del castillo de Chariot, se recordó en el regazo de la señora, mamando de su pecho, sin que le pareciera raro estar, va adulta, en la falda de su madre, mimada como un recién nacido Pero sin duda eso había sido tan sólo un sueño, mientras estaba mareada por el vino fuerte y dulce.
Y a veces le parecía que la Dama era Viviana; entonces se preguntaba: «¿Acaso estoy enferma, febril y soñando estas cosas extrañas?» Salió con las doncellas a buscar raíces y hierbas sin que la estación pareciera importar. Y durante la fiesta (¿fue esa misma noche u otra?) bailó al compás de las arpas y tocó para que bailaran otros, y su música sonaba al mismo tiempo melancólica y alegre.
Cierta vez, mientras buscaba flores y bayas para guirnaldas, tropezó con algo: los huesos blanqueados de un animal. En torno de lo que había sido el cuello quedaba un fragmento de cuero y, sobre él, un jirón de tela roja; se parecía a la alforja en la que había puesto su equipaje al partir de Caerleon. ¿Qué habría sido de su caballo? ¿Estaría a salvo en las cuadras? Nunca había visto cuadras en el castillo de las hadas, pero debían de existir. Por ahora bastaba con cantar, bailar y dejar pasar el tiempo, encantada.
En una ocasión, el hombre que la había llevado allí la apartó de entre los bailarines. Nunca sabría su nombre. Si no podía ver astro alguno, ¿cómo era posible que las mareas del sol y la luna palpitaran en ella con tanta fiereza?
—Llevas una daga —le dijo—; tienes que apartarla de ti; no soporto tenerla cerca.
Morgana desató las correas con que la sujetaba a su cintura y la arrojó lejos, sin saber dónde caía. El hombre se le acercó; su pelo oscuro cayó contra el de ella; su boca sabía dulce, a bayas y al fuerte licor de brezo. Le abrió la ropa. Morgana se había habituado al frío, no le importaba estar tendida en el césped helado, desnuda bajo su cuerpo. Lo tocó; su carne era caliente, caliente y fuerte el miembro viril, fuertes e impacientes las manos que le separaban los muslos. Ella lo recibió con el anhelo de una virgen; se movió con él, sintiendo el ritmo de las mareas palpitantes de la tierra.
Luego tuvo miedo de quedar embarazada; había enfermado tanto al nacer Gwydion que otro niño la mataría, sin duda. Pero antes de que pudiera hablar, él le apoyó delicadamente una mano en los labios. Morgana comprendió que le estaba leyendo el pensamiento.
—No temas, dulce señora; las mareas no son las adecuadas. Éste no es tiempo de maduración, sino de placer —dijo. Y ella se entregó y sí, había una cornamenta sombreándole la frente; yacía otra vez con el Astado y era como si estuvieran cayendo estrellas en el bosque, a su alrededor, ¿o serían luciérnagas?
Una vez, mientras caminaba por el bosque con las doncellas, encontró un estanque y se inclinó sobre él; en el fondo vio la cara de Viviana que la miraba desde las aguas. Ya tenía el pelo gris, con vetas blancas, y arrugas que ella no le había visto nunca. Abrió los labios como si llamara, y Morgana se preguntó: «¿Cuánto tiempo llevo aquí? Cuatro o cinco días, sin duda; quizás una semana. Tengo que irme. La señora dijo que alguien me guiaría...»
Fue en su busca y se lo dijo. Pero estaba cayendo la noche; ya habría tiempo al día siguiente.
Otra vez creyó ver a Arturo en el agua, congregando a sus ejércitos. Ginebra parecía cansada y mayor; tenía a Lanzarote de la mano, que se despedía con un beso en los labios. «Sí —pensó con amargura—, es el tipo de juego que le gusta. Ginebra lo preferiría así: tener todo su amor y su devoción sin poner su honor en peligro.» Pero también fue fácil apartar aquello de sí.
Hasta que una noche despertó con sobresalto. En algún lugar se oyó un fuerte grito. Por un momento creyó estar en el Tozal, en el centro del cerco de piedras, oyendo el alarido aterrorizador que resonaba entre los mundos: la voz que había oído una sola vez, esa voz enmohecida, ronca por la falta de uso. La voz de Cuervo, que rompía su silencio tan sólo cuando los dioses tenían un mensaje que no se atrevían a entregar por medio de otra persona.
«Ah, el Pendragón ha traicionado a Avalón, el dragón ha volado..., el estandarte del dragón ya no flamea contra los guerreros sajones... Llorad, llorad... si la Dama pusiera un pie fuera de Avalón, pues sin duda ya no regresaría...»
Y un sonido de sollozos en la repentina oscuridad. Y el silencio.
Morgana se incorporó en la luz grisácea; por primera vez desde su llegada a aquella tierra, su mente estaba despejada.
«He estado aquí demasiado tiempo —pensó—; ha llegad el invierno. Debo partir ahora, ahora mismo, antes de que acabe este día... No, ni siquiera puedo decir eso, aquí el sol ni sale ni se pone. Debo irme ahora, de inmediato.» Tenía que buscar su caballo. Y entonces, al recordar, comprendió que el animal había muerto mucho tiempo atrás en aquellos bosques.
Al buscar su daga recordó que se la había quitado de encima. Se arregló el vestido; parecía desteñido. No recordaba haberlo lavado, ni tampoco la ropa interior, pero no parecían muy sucios. De pronto se preguntó si estaría loca.
«Si hablo con la señora volverá a rogarme que no me vaya...»
Morgana se trenzó el pelo. ¿Por qué lo había dejado suelto si ya era una mujer adulta? Y partió por el sendero que la llevaría a Avalón.
HABLA MORGANA...
Hasta el día de hoy no he sabido cuántos días con sus noches pasé en el país de las hadas. Incluso ahora me confundo cuando trato de calcularlos y, por mucho que me esfuerce, sólo sé que no fueron menos de cinco ni más de trece. Tampoco sé con certeza cuánto tiempo pasó mientras tanto en el mundo exterior, ni en Avalón, pero como la humanidad percibe mejor el tiempo que las hadas, calculo que fueron unos cinco años.
Tal vez (y según envejezco me convenzo más y más) lo que llamamos tiempo transcurre sólo porque hemos convertido en costumbre el contar las cosas: los dedos del recién nacido, la desaparición y el regreso del sol. Dentro del país de las hadas nada sabía del paso del tiempo, y por eso para mí no transcurría. Pues cuando salí de aquel lugar descubrí que ya había más arrugas en la cara de Ginebra y que la exquisita juventud de Elaine empezaba a desaparecer; en cambio, mis manos no estaban más delgadas, mi rostro seguía libre de arrugas y, aunque en nuestra familia el pelo encanece temprano, el mío continuaba negro como el ala de un cuervo.
Empiezo a pensar que, cuando los druidas apartaron Avalón del mundo de las cuentas y los cálculos, allí también comenzó a suceder esto. En Avalón el tiempo no fluye sin medida como en los sueños y en el país de las hadas, pero en verdad ha empezado a ralentizarse un poco. Allí vemos la luna y el sol de la Diosa y calculamos los ritos con las piedras del círculo, de modo que el tiempo nunca nos abandona por completo.
Pero no transcurre a la par del resto del mundo: aunque cabría pensar conociendo los movimientos del sol y de la luna, avanzaría igual que en el mundo exterior, no es así. En estos últimos años, cuando me refugiaba un mes en Avalón, al salir descubría que afuera había transcurrido toda una estación. Y hacia el final de aquellos años lo hacía con frecuencia, pues no tenía paciencia para presenciar lo que sucedía fuera. Y cuando la gente notó que me mantenía siempre joven se me creyó, más que nunca, hada o bruja.
Pero eso fue mucho, mucho después. Pues cuando oí el terrorífico grito de Cuervo, que corrió en el espacio abierto entre los mundos hasta llegar a mi mente, en aquel sueño intemporal del mundo de las hadas, me puse en marcha... pero no hacia Avalón.
14
En el mundo exterior, la luz del sol brillaba sobre el lago entre nubes caprichosas; a lo lejos resonaban las campanas. Con su tañido de fondo, Morgana no se atrevió a alzar la voz para pronunciar la poderosa palabra que convocaría a la barca; tampoco a asumir la forma de la Diosa.
Se contempló en la superficie espejada del agua. ¿Cuánto tiempo se había quedado en el país de las hadas? Parecían sólo dos o tres días, pero ahora, libre su mente de encantamientos, supo que había morado allí mucho tiempo, puesto que su buen vestido oscuro estaba raído allí donde tocaba el suelo; además, había perdido o tirado su daga. Algunas de las cosas que le habían sucedido allí, ahora le parecían sueños o locura y le encendían la cara de vergüenza. Sin embargo, con todo aquello se mezclaban recuerdos de la música más dulce que hubiera oído jamás, salvo en las fronteras de la Muerte, al nacer su hijo. Recordaba el sonido de su voz al cantar, acompañándose con la lira de las hadas; nunca había cantado ni tocado tan bien. «Me gustaría regresar allí para siempre.» Y estuvo a punto de hacerlo, pero le atribulaba el despavorido grito de Cuervo.
Arturo, traicionar a Avalón, faltar al juramento por el que había recibido la espada en el sitio más sagrado para los druidas. Y Viviana, en peligro si salía de Avalón... Con lentitud, tratando de ordenar las cosas en su mente, Morgana recordó. Había partido de Caerleon pocos días antes, al parecer, al final del verano. Nunca llegó a Avalón. Y ahora cabía pensar que jamás lo haría. Contempló con tristeza la iglesia, en lo alto del Tor. Si lograba entrar furtivamente en Avalón por detrás de la isla... Pero esos caminos sólo la habían llevado al país de las hadas.
Se estremeció al recordar los huesos blanqueados de su caballo. Y al fijarse mejor notó que la iglesia del Tozal había sido ampliada, sin duda no podían haberlo hecho en un par de meses. Apretó las manos, atacada por un miedo súbito. «De algún modo tengo que averiguar cuántas lunas han pasado mientras vagaba con las doncellas de la señora... Pero no, no pudieron pasar más de dos noches; tres, a lo sumo...»
Sin que lo supiera, estaba al borde de una confusión que crecería interminablemente, sin aquietarse jamás. Y ahora, el recuerdo de aquellas noches la llenaba de temor y vergüenza; se estremecía al recordar aquellos placeres.
Pese al sol intenso había empezado a temblar. Ignoraba en qué estación del año se encontraba, pero entre los juncos había parches de nieve sin derretir. Y si Arturo había tenido tiempo de planear su traición a Avalón. su ausencia debía de haber durado más de lo que se atrevía a pensar.
Junto con su caballo había perdido cuanto llevaba consigo. Tenía los zapatos gastados, no contaba con provisiones y estaba sola en las orillas de un país hostil, lejos de cualquier sitio donde se la conociera como hermana del rey. Bien, no sería la primera vez que pasara hambre. Caminaría hasta la corte de Arturo; tal vez llegara a alguna aldea donde pudiera cambiar por pan sus servicios de partera.
Echó una última mirada anhelante a las orillas del otro lado. Si pudiera hablar con Cuervo para saber qué peligro los amenazaba... Abrió la boca para pronunciar la palabra, pero se echó atrás. No podía enfrentarse a Cuervo, que respetaba tan meticulosamente las leyes de Avalón y nunca había mancillado sus vestimentas sacerdotales. ¿Cómo presentarse ante ella con los recuerdos de lo que había hecho en el mundo exterior y en el país de las hadas?
Por fin, con la mirada borrosa por las lágrimas, volvió la espalda al lago para buscar el camino romano que llevaba hacia el sur, hacia Caerleon.
Pasó tres días en el camino antes de encontrarse con otro viajero. La primera noche durmió en una choza abandonada, sin cenar- Al día siguiente llegó a una granja donde sólo quedaba un cuidador de gansos medio lelo, que le permitió sentarse junto al fuego y que le dio un gran trozo de su pan en pago por arrancarle una espina del pie. Morgana había recorrido mayores distancias con menos alimento.
Pero ya cerca de Caerleon la horrorizó encontrar dos casas incendiadas por completo y las cosechas pudriéndose en el suelo. ¡Era como si los sajones hubieran pasado por allí! Entró en una de las viviendas, que parecía haber sido saqueada, pero en uno de los cuartos halló una vieja capa harapienta. Acentuaba su aspecto de mendiga, pero era abrigada, y era más penoso el frío que el hambre. Al atardecer oyó cloquear algunas aves en el patio abandonado: las gallinas, animales de costumbres, aún no habían aprendido que nadie les daría de comer. Morgana atrapó a una de ellas, le retorció el cuello y encendió la chimenea para asarla. Era tan vieja y dura que le costó masticarla pero estaba tan hambrienta que chupó los huesos como si fuera el más exquisito de los manjares. En uno de los cobertizos encontró unos pedazos de cuero, con los que envolvió los restos de la gallina. Si hubiera tenido un cuchillo habría podido remendar sus zapatos.
Cuando partió de la granja en ruinas, el umbral estaba cubierto de escarcha y una curva luna se demoraba en el cielo diurno. Al salir, con el zurrón lleno de carne fría y apoyándose en un grueso palo, oyó el cacareo de una gallina y buscó el nido. Se comió el huevo crudo, todavía caliente, y se sintió completamente satisfecha. Soplaba un viento frío y fuerte; caminó a buen paso, alegrándose de tener la capa, por raída y harapienta que estuviera. Ya muy avanzada la mañana, cuando empezaba a pensar en sentarse junto al camino para comer un poco de gallina fría, oyó un ruido de cascos que se aproximaba desde atrás.
Su primer pensamiento fue continuar andando, pero al acordarse de la granja en ruinas optó por esconderse tras una mata, al borde del camino. Si el viajero parecía inofensivo le pediría noticias; si no, permanecería oculta hasta que se perdiera de vista.
Era un jinete solitario, envuelto en una capa gris, montado en un caballo alto y flaco; iba solo, sin criados ni animales de carga, pero con un gran zurrón a la espalda. No, no era zurrón, sino su cuerpo, encorvado en la silla. Y entonces supo de quién se trataba.
—¡Arpista Kevin! —llamó, saliendo de su escondrijo.
Él frenó el caballo y la miró desde arriba, ceñudo, con la boca torcida en una sonrisa burlona. ¿O tal vez era efecto de sus cicatrices?
—No tengo nada para ti, mujer... —De pronto se interrumpió—. ¡Por la Diosa, si es la señora Morgana! ¿Qué hacéis aquí, señora. El año pasado se decía que estabais en Tintagel, con vuestra madre, pero cuando la gran reina viajó para darle sepultura descubrió que no estabais allí.
Morgana se tambaleó y tuvo que apoyarse en el palo.
—¿Mi madre... ha muerto? No lo sabía.
Kevin desmontó, apoyándose en el caballo hasta que hubo echado mano de su bastón.
—Sentaos, señora. ¿No lo sabíais? ¿Dónde habéis estado?
La noticia llegó hasta la misma Viviana, aunque ya está demasiado anciana y frágil para viajar.
«Quizá, cuando vi la cara de Viviana en el estanque del bosque, me estaba dando la noticia. Y yo no comprendí», pensó Morgana. El dolor le desgarraba el corazón. Su madre y ella se habían distanciado mucho; eso ahora la llenaba de angustia, como si volviera a ser la niña de once años que había llorado al abandonar su hogar. «Oh, madre, y yo sin saber nada.» Se sentó al borde del camino, con el rostro surcado de lágrimas.
—¿Cómo murió? ¿Lo sabéis?
—Creo que fue el corazón. Sucedió hace un año, en primavera. Por lo que sé, no fue más que lo natural a su edad.
Por un momento Morgana no pudo hablar. Con el pesar llegaba el pánico, pues resultaba obvio que había vivido fuera del mundo más tiempo del que creía. «Hace un año, en primavera», había dicho Kevin. Por lo tanto había pasado más de una primavera mientras habitaba en el país de las hadas, pues el verano que abandonó la corte de Arturo nada aquejaba todavía a Igraine. Ya no tenía que pensar en meses, sino en años. ¿Podría hacer que Kevin se lo dijera sin revelar dónde había estado?
—En el zurrón tengo vino, Morgana; os lo ofrezco, pero tendréis que sacarlo vos misma. Me cuesta caminar, hasta en las mejores circunstancias. Se os ve pálida y delgada. ¿Tenéis hambre? ¿Y cómo es que os encuentro en esta carretera, vestida como la más mísera mendiga?
Morgana buscó una respuesta en su mente.
—He vivido... en soledad, lejos del mundo. No sé cuánto tiempo llevo sin tratar con personas. Incluso he perdido la cuente de las estaciones.
—Bien lo creo —aseguró Kevin—. Hasta podría creer que no habéis sabido lo de la gran batalla.
-—Veo que esta región ha sido incendiada.
—Oh, eso fue tres años atrás. —Morgana dio un respingo—. Algunas de las tropas del tratado faltaron a su juramento e invadieron este país, saqueando e incendiando. En aquella batalla, Arturo recibió una gran herida y pasó seis meses en cama —Interpretó mal la expresión afligida de Morgana—. Oh ya está muy bien, pero entonces no podía siquiera pisar el suelo Después, Gawaine bajó desde el norte con todos los hombres de Lot y tuvimos paz durante tres años. Y este último verano tuvo lugar la gran batalla de Monte Badon, en la que murió Lot. Fue una victoria que los bardos cantarán durante cientos de años. No creo que quede un jefe sajón vivo en todo el país, salvo los que consideran a Arturo su rey. Ahora tenemos paz.
Morgana se había levantado para ir en busca del vino. Kevin dijo:
—Traed también el pan y el queso. Ya es casi mediodía; comeremos juntos.
Después de servirle, Morgana abrió el envoltorio con el resto de la gallina para ofrecérselo, pero él negó con la cabeza.
—Gracias, pero ya no como carne: he pronunciado mis votos. Me extraña que la coma una sacerdotisa de vuestro rango.
—Era esto o seguir ayunando —explicó ella—. Pero no he respetado la prohibición desde que abandoné Avalón. Como lo que se me sirve.
—Por mi parte creo que poco importa comer carne, pescado o cereales. Los antiguos cristianos de Avalón solían decir que no pervierte al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella. Pero ya sabéis que, a cierto nivel de la iniciación en los Misterios, lo que se come afecta mucho la mente. Ya no me atrevo a probar la carne, pues me emborracha más que el exceso de vino. Pero decidme: ¿adonde vais ahora?
Al recibir la respuesta la miró como si la creyera loca.
—¿A Caerleon? ¿Por qué? Ya no hay nada allí. Arturo lo cedió a un caballero y trasladó su corte a Camelot. Este verano hará un año. A Taliesin no le gustó que lo hiciera el día de Pentecostés, pero Arturo quería complacer a su reina. Le presta oídos en todo. —Hizo una leve mueca de asco—. Pero si no tenéis noticias de la batalla, seguramente ignoráis también que Arturo traicionó al pueblo de Avalón y a las Tribus.
Morgana detuvo la taza que se llevaba a los labios.
—Por eso he venido, Kevin —dijo—. Supe que Cuervo había roto su silencio para profetizar algo así.
—Fue más que una profecía —dijo el bardo estirando la pierna con desasosiego, como si le perjudicara permanecer sentado en una misma posición.
—Arturo... ¿qué hizo? ¿Supongo que no os entregó a los sajones?
—Veo que no estáis enterada. Las Tribus habían jurado seguir al estandarte del Pendragón, al igual que los del antiguo pueblo de las hadas. Y Arturo hizo retirar el estandarte del Gran Dragón, aunque le imploramos que permitiera a Gawaine o a Lanzarote llevarlo a la batalla. Pero había jurado combatir sólo bajo el estandarte de la cruz y la Virgen. Y lo hizo.
Morgana lo miraba con horror, recordando la coronación de Arturo. ¡Ni el mismo Uther se había comprometido tanto con el pueblo de Avalón! ¿Cómo había podido traicionar el juramento?
—¿Y las Tribus no lo abandonaron?
Kevin respondió con gran enfado:
—Algunos estuvieron muy cerca de hacerlo. Hubo quienes volvieron a las colinas galesas cuando se enarboló la cruz; el rey Uriens no pudo retenerlos. En cuanto al resto... Bueno, comprendimos que los sajones nos tenían entre la espada y la pared. Podíamos combatir junto a Arturo y sus caballeros o vivir por siempre bajo el imperio sajón, pues era la gran batalla que se había profetizado. Y él portaba la Escalibur de la Sagrada Regalía. Hasta la misma Diosa debió de saber que estaría peor si vencían los sajones, de modo que le dio la victoria.
Kevin ofreció el pellejo de vino a su compañera; como ella negara con la cabeza, bebió él.
—Viviana querría venir desde Avalón para acusarlo de perjurio —dijo—, pero se resiste a hacerlo delante de toda su gente. Por eso voy a Camelot, para recordarle su juramento. Si no me escucha, la Dama vendrá personalmente el día en que todos presenten sus peticiones, para reclamarle que cumpla con su palabra y recordarle lo que espera a quienes no lo hacen.
—No permita la Diosa que Viviana tenga que humillarse tanto.
—Si pudiera elegir, yo también le hablaría con ira en vez de usar palabras suaves —dijo Kevin. Y alargó una mano—. ¿Me ayudaréis a levantarme? Creo que mi caballo puede cargar con dos. Si no, buscaremos uno en cuanto lleguemos a una aldea. Tendría que ser tan galante como el gran Lanzarote y cederos el mío, pero...
Señalaba su cuerpo baldado. Morgana tiró de él para levantarlo.
—Soy fuerte y puedo caminar. Lo que necesito son zapatos y un puñal. No tengo una sola moneda, pero os pagaré en cuanto Pueda.
Kevin se encogió de hombros.
—Nuestros votos nos hacen hermanos en Avalón. Lo que tengo es vuestro, según la ley.
Morgana enrojeció de vergüenza por haberlo olvidado «En verdad he estado fuera del mundo.»
—Permitid que os ayude a montar.
Kevin sonrió.
—Vamos. Me gustaría llegar mañana a Camelot.
En una población construida en las colinas consiguieron un puñal y encontraron a un zapatero que remendó el calzado de Morgana. Kevin le compró también una capa decente, pues decía que la vieja apenas servía como manta para la montura. Pero eso los demoró. Cuando volvieron al camino comenzaba a nevar densamente y pronto se hizo de noche.
—Tendríamos que habernos quedado en la aldea —dijo Kevin—. Si estuviera solo podría dormir bajo un seto o al abrigo de un muro, envuelto en mi capa, pero no con una señora de Avalón.
—¿Qué os hace pensar que nunca he dormido así? —preguntó Morgana.
El druida se echo a reír.
—¡Me miráis como si últimamente lo hicierais con mucha frecuencia! Pero por mucho que apresuremos al caballo no podremos llegar esta noche a Camelot. Es preciso buscar refugio.
Después de un rato divisaron, a través de la densa nevada, la silueta oscura de un edificio abandonado. Ni siquiera Morgana podía entrar sin agacharse. Probablemente había sido un establo para vacas, pero llevaba tanto tiempo desocupado que no quedaban rastros de olor, y el tejado de paja y barro estaba casi entero. Ataron el caballo y entraron arrastrándose. Kevin le indicó que tendiera la capa harapienta en el suelo, luego se acostaron, cada uno envuelto en su manto. Pero hacía tanto frío que a Morgana le castañeteaban los dientes, y por fin Kevin sugirió que se acostaran juntos bajo los dos mantos.
—Si no os repugna estar tan cerca de este deforme cuerpo mío —añadió.
Morgana percibió en su voz el dolor y la ira.
—De vuestra deformidad, arpista Kevin, sólo sé que vuestras manos quebradas hacen mejor música que las mías y las de Taliesin, aunque están sanas —replicó, arrimándose con gratitud a su calor. Por fin creía poder dormir, con la cabeza apoyada en el hombro de su compañero.
Había caminado durante todo el día y estaba fatigada: durmió profundamente, pero despertó en cuanto la luz comenzó a filtrarse por las rendijas del tabique roto. Se sentía entumecida por lo duro del suelo. Al recorrer con la mirada aquellas paredes de adobe se sintió horrorizada. ¿Ella, sacerdotisa de la Diosa, duquesa de Cornualles, tendida en un refugio para bestias, expulsada de Avalón? ¿Podría volver algún día?
«Igraine, mi madre, ha muerto, y jamás podré volver a Avalón » Un momento después lloraba desconsoladamente, sofocando los sollozos en el paño tosco del manto.
La voz de Kevin sonó suave y apagada en la penumbra.
—¿Lloráis por vuestra madre, Morgana?
—Por mi madre... y por Viviana... y quizá por mí misma.
Nunca sabría con certeza si en verdad pronunció las palabras en voz alta. Kevin la rodeó con sus brazos y Morgana dejó caer la cabeza contra su pecho; lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.
Después de largo rato, sin dejar de acariciarle el pelo, Kevin dijo:
—Dijisteis la verdad, Morgana. No os repugno.
—¿Cómo podría si habéis sido tan bueno? —murmuró ella, acercándose más.
—No todas las mujeres piensan así. Aun cuando iba a los fuegos de Beltane, más de una vez las doncellas de la Diosa pedían a la sacerdotisa que las pusiera lejos de mí, para no correr el riesgo de que las viera cuando llegara el momento de alejarse de las fogatas...
Morgana se incorporó consternada.
—Si yo hubiera sido la sacerdotisa, habría separado a esas mujeres de las fogatas, por atreverse a cuestionar la forma que adoptara el Dios para presentarse a ellas. ¿Qué hacíais vos, Kevin?
Él se encogió de hombros.
—Antes de interrumpir el rito o poner a una mujer en tal situación, me retiraba sin que nadie se percatara. Ni el mismo Dios podría cambiar la impresión que les causo. Lástima que quienes me destrozaron los miembros no me castrasen también. Perdonad; no tendría que hablar de esto. Pero me preguntaba si consentisteis en acostaros a mi lado por pensar que este maltrecho cuerpo mío no era de hombre.
Morgana oía con horror la amargura de sus palabras, las heridas sufridas por su virilidad. Ella conocía la sensibilidad que habitaba sus manos, la viva emoción de su música. ¿Acaso las Mujeres sólo veían su cuerpo maltrecho? Recordó su orgullo destrozado en los brazos de Lanzarote, la herida que jamás dejaba de sangrar.
Con toda deliberación se inclinó para besarlo en los labios luego le cogió la mano y besó sus cicatrices.
—No lo dudéis: para mí sois hombre. Y la Diosa me insta a hacer esto.
Se acostó otra vez junto a él, mirándolo.
Kevin la observó con atención. Morgana lo miró directamente a los ojos. Si su rostro no estuviera tan demacrado por la amargura, tan contraído por el sufrimiento, podría haber sido hermoso: las facciones eran finas; los ojos, oscuros y delicados La fatalidad le había quebrado el cuerpo, pero no el espíritu Ningún cobarde habría podido soportar las duras pruebas de los druidas.
«Bajo el manto de la Diosa, así como toda mujer es mi hermana, mi hija y mi madre, así todo hombre tiene que ser para mí. padre, amante e hijo. Mi padre murió antes de que pudiera guardar su recuerdo; no he visto a mi hijo desde que lo destetaron... Pero a este hombre le daré lo que la Diosa me indica.»
Por primera vez, Morgana lo hacía por propia voluntad con un hombre que aceptaba el don con sencillez. Eso curó algo dentro de ella, y le pareció raro que le sucediera con alguien a quien conocía poco y que sólo le inspiraba bondad. Pese a su falta de experiencia, Kevin se mostró delicado y generoso, llenándola de una enorme e inexpresable ternura.
—Es extraño —musitó Kevin por fin—. Sabía que eras sabia, pero no te imaginaba hermosa.
Ella rió con aspereza.
—¿Hermosa, yo? —Pero la complació que él la viera así.
—Dime, Morgana, ¿dónde has estado? No te lo preguntaría si no fuera porque te pesa mucho en el corazón.
—No lo sé —barboteó ella. Nunca había pensado decírselo—. Fuera del mundo, quizá. Trataba de llegar a Avalón... y no pude; creo que el camino está cerrado para mí. He estado dos veces... en otro sitio. Otro país, un país de sueños y encantamientos, donde el tiempo se mantiene inmóvil y no existe, donde sólo hay música..
.
Calló, esperando que el arpista la creyera loca.
Kevin le deslizó un dedo por el lagrimal. Como hacía frío volvió a arroparla delicadamente con las capas.
—Yo también estuve una vez allí y oí la música —dijo, con voz lejana y triste—. Y en aquel lugar no estaba tan lisiado y sus mujeres no se burlaban de mí. Tal vez algún día, cuando haya perdido el miedo a la locura, vuelva allí. Me enseñaron los caminos escondidos y dijeron que podía ir por mi música.
Una vez más su voz suave cayó en un largo silencio. Morgana apartó la mirada, estremecida.
—Tendríamos que levantarnos. Si nuestro pobre caballo no se ha congelado por la noche, hoy llegaremos a Camelot.
—Y si llegamos juntos —advirtió Kevin en tono quedo—, creerán que vienes conmigo desde Avalón. Donde hayas morado no es asunto de ellos: eres sacerdotisa y nadie manda sobre tu conciencia.
Morgana lamentó no tener un vestido decente para ponerse Llegaría a la corte con ropa de mendiga, pero no tenía remedio. Kevin alargó la mano y ella lo ayudó a levantarse sin darle importancia, pero vio otra vez la expresión amarga en sus ojos. Se refugiaba tras cien muros de desconfianza e ira. Pero cuando salían a gatas le tocó la mano.
—No te he dado las gracias, Morgana.
Morgana sonrió.
—Oh... si cabe dar las gracias tendría que ser por ambas partes, amigo. ¿Acaso no te diste cuenta?
Por un momento los dedos mutilados estrecharon los suyos... y entonces hubo como un fulgor ígneo. Morgana vio un anillo de fuego en torno de su rostro, contorsionado por un alarido. Fuego a su alrededor..., fuego... Lo miró con horror, súbitamente rígida, y le soltó la mano.
—¡Morgana! —exclamó Kevin—. ¿Qué pasa?
—Nada, nada. Un calambre en el pie —mintió ella.
No aceptó la mano que le tendía para prestarle apoyo. «¡Muerte, muerte por fuego! ¿Qué significa? Ni al peor de los traidores se le da esa muerte.» ¿O acaso había visto sólo el incendio que lo dejó mutilado cuando niño?
A pesar de su brevedad, la videncia la dejó estremecida, como si ella misma hubiera pronunciado la palabra que lo entregaría a su muerte.
—Venid —dijo casi con brusquedad—. Continuemos viaje.
15
Ginebra nunca había querido verse mezclada con la videncia. No obstante, aunque casi no había pensado en Morgana desde que la corte se trasladó a Camelot, aquella mañana había soñado que ella la cogía de la mano para conducirla a los fuegos de Beltane, pidiéndole que se acostara con Lanzarote. Una vez despierta se rió de tanta locura. Era el diablo quien enviaba aquellos sueños. De no ser por ellos habría podido ser feliz, ahora que Arturo había renunciado a sus costumbres paganas. Mientras bordaba un mantel de altar para la iglesia, el recuerdo la persiguió hasta el punto de dejar la hebra de oro para murmurar una plegaria.
Pero sus pensamientos continuaban, implacables. En Navidad, Arturo le había prometido apagar los fuegos de Beltane en el campo, cosa que, hasta entonces, Merlín le había prohibido. Era difícil no amar a ese anciano bueno y delicado; de ser cristiano habría sido el mejor entre los curas. Pero Taliesin decía que no era justo para los campesinos quitarles la idea de una diosa que cuidaba de la fertilidad de sus sembrados, sus bestias y los vientres de sus mujeres. Era tan poco lo que podían pecar, trabajando tan esforzadamente para ganarse el pan, que el diablo no se interesaría por ellos, si acaso existía. Ginebra le dijo:
—¿Os parece poco pecado ir a los fuegos dé Beltane y yacer con cualquiera en ritos paganos?
—Dios sabe que tienen pocas alegrías —respondió Merlín tranquilamente—. No es tan malo que, en cada cambio de estación, se diviertan y hagan lo que les plazca. ¿Os parecen malvados, mi reina?
En efecto, así era; bailar desnudos, yacer con el primero que pasara... era impúdico, vergonzoso y perverso. Taliesin negó con la cabeza con un suspiro.
—Aun así, nadie puede mandar sobre la conciencia ajena.
Ni siquiera los sabios lo saben todo. Y tal vez Dios tiene propósitos que no podemos ver.
—Puesto que yo sé distinguir el bien del mal, ¿no tengo que temer el castigo de Dios por no impedir que mi pueblo peque? —inquirió Ginebra—. Si fuera el rey ya lo habría hecho.
—En ese caso, señora, agradezco que no lo seáis. Un rey tiene que proteger a su pueblo de invasores extranjeros, no dictarles lo que tiene que sentir su corazón.
Pero Ginebra había debatido acaloradamente.
—El rey es protector de su pueblo, ¿y de qué sirve proteger el cuerpo si se permite que el alma caiga en malos procederes? Recordad, señor Merlín, que las madres de esta tierra me envían a sus hijos para que aprendan a comportarse en la corte. ¿Qué clase de reina sería yo si permitiera que esas niñas se comportaran impúdicamente y concibieran bastardos?
—Eso es diferente. Se os confía a doncellas demasiado jóvenes para manejarse solas y, como madre, tenéis que educarlas correctamente —reconoció Taliesin—. Pero el rey manda sobre hombres adultos.
—¡Dios no ha dicho que haya una ley para la corte y otra para los campesinos! Todos tienen que respetar sus mandamientos. ¿Qué pasaría si mis damas y yo saliéramos a los campos para comportarnos tan desvergonzadamente?
Taliesin replicó sonriendo:
—No creo que lo hicierais, señora. He notado que no os gusta mucho salir al aire libre.
—He recibido una buena educación cristiana y prefiero no hacerlo —repuso Ginebra con voz áspera.
Los descoloridos ojos azules la miraron por entre una red de arrugas y manchas.
—Pensad, querida señora: hace apenas doscientos años, en este país del Estío estaba estrictamente prohibido adorar a Cristo, para no privar a los dioses de Roma de lo que les correspondía por justicia. Y hubo cristianos que prefirieron morir a quemar una pizca de incienso delante de los ídolos. ¿Querríais hacer de vuestro Dios un tirano tan grande como cualquier emperador romano?
—Pero Dios es real y vos habláis sólo de ídolos —adujo Ginebra.
—No más que la imagen de la Virgen María que Arturo llevó a la batalla: una imagen para dar consuelo a los fieles. Yo como druida, puedo pensar en mi Dios y él estará conmigo. pero los que han nacido una sola vez necesitan sus imágenes.
Ginebra sospechó que el argumento tenía algún detecto pero no podía debatir con Merlín. que era viejo y pagano.
Ginebra recordó aquella conversación meses después al despertar de su sueño. Sin duda Morgana le habría aconsejado ir con Lanzarote a las fogatas, y Arturo casi le había dado su autorización... Apartó de sí el mantel de altar. Continuaría trabajando cuando estuviera más tranquila.
Se oyó acercarse a la puerta el paso desigual de Cay.
—Señora —dijo—. el rey me manda preguntaros si podéis bajar al patio de armas. Hay algo que desea enseñaros.
Ginebra hizo un gesto a sus damas:
—Elaine. Meleas, acompañadme —dijo—. Las otras podéis venir o quedaros a trabajar, como gustéis.
Sólo una de las mujeres, ya entrada en años y algo corta de vista, prefirió continuar hilando: las otras siguieron a Ginebra.
Por la noche había nevado, pero el invierno iba perdiendo fuerzas y la nieve se estaba fundiendo rápidamente al sol. Por entre la hierba asomaban las hojas de algunos bulbos; dentro de un mes aquello sería un campo florido. Ginebra había hecho trasplantar todas las plantas a la huerta, respetando los parches de flores silvestres, y Arturo había hecho su patio de armas algo más arriba.
Mientras cruzaban el prado levantó una mirada tímida. Aquel lugar era muy abierto y estaba muy cerca del cielo. Cuando llovía era como estar en una isla de niebla: en días de sol. en cambio, desde lo alto de la colina se veía un amplio panorama de bosques y cerros, como si se estuviera muy cerca del cielo. Sin duda no era correcto que los simples mortales pudieran ver tan a lo lejos.
No fue Arturo quien le salió al encuentro, sino Lanzarote. Estaba más hermoso que nunca. Ahora que ya no tenía que ponerse el casco de guerra, se había dejado crecer el pelo, que se rizaba sobre sus hombros, y una barba corta. Á Ginebra le gustaba, aunque el rey lo provocaba, tratándolo de vanidoso.
—El rey os está esperando, señora —dijo Lanzarote cogiéndola del brazo para acompañarla hasta los asientos que Arturo había hecho instalar cerca de la barandilla de madera del campo de ejercicios.
Arturo se inclinó ante ella y la cogió de la mano.
—Siéntate junto a mí. Ginebra. Te he hecho venir para enseñarte algo especial. Mira.
Un grupo de caballeros jóvenes y algunos de los muchachos que servían en la casa real, divididos en dos grupos, se entrenaban en el combate con palos de madera y grandes escudos.
—Mira al más alto, el de la camisa raída color azafrán. ¿No te recuerda a alguien?
Ginebra observó al joven, que utilizaba diestramente la espada y el escudo. Se apartó de los otros para atacar con furia, y uno retrocedió tambaleándose y otro quedó inconsciente. Era casi un niño de barba incipiente, con rosado rostro de querube, pero ya medía casi dos varas de estatura y tenía espaldas de buey.
—Pelea como un demonio —comentó Ginebra—, pero, quién es? Me parece haberlo visto en la corte.
—Es aquel muchacho que no quiso dar su nombre cuando vino a la corte —explicó Lanzarote—. Lo entregasteis a Cay para que ayudara en las cocinas. Lo llaman «el Hermoso», por sus manos blancas y elegantes. Cay bromea mucho sobre estropearlas mondando hortalizas.
—Pero el muchacho nunca le contesta —gruñó Gawaine, al otro lado de Arturo—. Podría destrozarlo sólo con las manos. pero se limita a decir que no estaría bien golpear a quien quedó inválido al servicio del rey.
Lanzarote comentó con ironía:
—Para Cay eso es peor que desmayarlo de un golpe; teme servir tan sólo para la cocina. Un día de éstos, Arturo, tendríais que buscarle una gesta, aunque sólo sea ir tras el dragón del anciano Pelinor.
Elaine y Meleas ocultaron una risita tras la mano. Arturo dijo:
—Bueno, así será. Cay es demasiado bueno y leal para agriarse así. Como sabéis, quise darle Caerleon, pero no aceptó para poder servirme. Pero este niño, este Hermoso, ¿no te recuerda a alguien, mi señora?
Ginebra estudió al joven, que cargaba contra el resto del grupo adversario, con el cabello rubio suelto al viento. Tenía la frente amplia y la nariz grande. Más allá de Arturo había una nariz idéntica y los mismos ojos azules, aunque escondidos tras un mechón rojo.
—Vaya, se parece a Gawaine —exclamó.
—Por Dios, sí —rió Lanzarote—. Y yo, que lo veo con tanta frecuencia, no me percaté. No tenía una sola camisa. Yo le di la que lleva.
—Y otras cosas —intervino Gawaine—. Me habló de tu regalos. Fuiste muy noble al ayudarlo, Lanzarote.
Arturo se volvió hacia él, sorprendido.
—¿Es de tu familia. Gawaine? Ignoraba que tuvieras un hijo.
—No, mi rey. Es Gareth, mi hermano menor. Pero me rogó que no lo dijera. Asegura que me habéis favorecido por ser primo vuestro, mientras que él quiere ganar por sus obras el favor de la corte y del gran Lanzarote.
—Qué tontería —dijo Ginebra.
Pero el caballero del lago sonrió.
—No: ha sido honorable. A menudo he lamentado no haber tenido el coraje de hacer lo mismo, en vez de permitir que se me tolere por ser el bastardo de Ban.
Arturo le apoyó una mano en la muñeca.
—No temas eso, amigo; todos saben que eres el mejor de mis caballeros y el más cercano a mi trono. —Luego se volvió hacia el pelirrojo—. Tampoco a ti, Gawaine, te favorecí por ser mi pariente y mi heredero, sino por leal y por haberme salvado diez veces la vida. Conque éste es tu hermano y yo no lo sabía.
—Tampoco yo cuando vino a la corte. Cuando lo vi por última vez, en vuestra coronación, no llegaba a la empuñadura de mi espada. Ahora... ya veis. —Lo señaló con un gesto—. Pero al verlo en las cocinas pensé que sería algún bastardo de mi padre; fue entonces cuando lo reconocí y me rogó que no revelara su identidad.
—Bueno, un año bajo las duras enseñanzas de Cay convierten en hombre a cualquier niño faldero —comentó Lanzarote—. Se ha comportado de forma muy viril, por cierto.
—Me extraña que no lo reconocieras, Lanzarote —observó Gawaine cordialmente—. En las bodas de Arturo estuvo a punto de conseguir que os matarais. ¿No recordáis que lo entregasteis a mi madre para que le diera una paliza?
—Después de lo cual estuve a punto de partirme la cabeza. Lo recuerdo, sí—rió el caballero—. Pero ha superado holgadamente a los otros muchachos y tiene que practicar con hombres. Podría llegar a ser el mejor. ¿Me autorizáis, señor?
—Haz lo que te plazca, amigo mío.
Lanzarote se quitó la espada y se la entregó a Ginebra, diciendo:
—Guardadme esto, señora.
Luego saltó la cerca y, cogiendo uno de los bastones de madera para las prácticas, corrió hacia el muchachote rubio.
—Ya eres demasiado grande para estos niños; ven a medirte con alguien de tu tamaño.
Ginebra pensó, súbitamente atemorizada: «¿De su tamaño?. ¡Pero si Lanzarote no es mucho más alto que yo! ¡El joven Hermoso le lleva casi una cabeza!» Por un momento el niño vaciló, pero un gesto alentador de Arturo le encendió la cara de feroz alegría. Cargó contra Lanzarote, con su fingida arma en alto, pero al descargar el golpe se llevó una sorpresa: Lanzarote lo había esquivado, girando en redondo, y le asestó un golpe en el hombro. Aunque frenó el bastón para que tan sólo lo tocara, le desgarró la camisa. Gareth se recuperó a tiempo para frenar el segundo golpe. Por un momento Lanzarote resbaló en el césped húmedo y quedó de rodillas ante el muchacho.
El Hermoso dio un paso atrás. El capitán se puso de pie, gritando:
—¡Idiota! ¡Supón que hubiera sido un gran guerrero sajón!
Y le asestó un golpe en la espalda; el niño quedó tendido en medio del patio, aturdido. Lanzarote corrió a inclinarse hacia él.
—No quería hacerte daño, hijo, pero tienes que mantener mejor la guardia. —Le ofreció el brazo—. Anda, apóyate en mí.
—Me honráis, señor —dijo el muchacho enrojeciendo—. Y me hizo bien sentir vuestra fuerza.
El caballero le dio una palmada en el hombro.
—Ojalá luchemos siempre en un mismo bando, Hermoso —dijo.
Mientras iba a reunirse con el rey, el joven recogió su espada; sus compañeros de juego se apiñaron a su alrededor, bromeando.
—Bien hecho, Lanzarote —sonrió Arturo—. Será un gran caballero, como su hermano. —Y le dijo a Gawaine—: No le digas que conozco su nombre, primo. Dile sólo que le he visto y que en Pentecostés lo haré caballero, si viene a pedirme una espada digna de su rango.
—Gracias, rey y señor mío —dijo Gawaine radiante—. Ojalá os sirva tanto como yo.
Arturo comentó, afectuoso:
—Difícilmente. He tenido suerte con mis amigos y compañeros.
Ginebra pensó que, ciertamente, su esposo inspiraba amor y devoción en todos. Ése era el secreto de su reinado, pues aunque era muy diestro en la batalla, no era un gran combatiente y más de una vez resultaba derribado en las justas. En vez de enfadarse, comentaba de buen humor que se alegraba de tener tan buenos amigos para custodiarlo.
Poco después, los muchachos recogieron las armas de prácticas y se retiraron. Arturo llevó entonces a Ginebra a su sitio favorito de la muralla, desde donde se dominaba todo el ancho valle. Ella, mareada, se aferró a la pared. Desde allí se veía la isla donde había nacido, el país del rey Leodegranz y algo más al norte, la isla que se enroscaba como un dragón dormido.
—Tu padre envejece y no tiene hijos varones —dijo Arturo—. ¿Quién lo reemplazará?
—No lo sé. Probablemente espera que designes a un regente para que gobierne en mi nombre —dijo Ginebra, mirando más allá—. Tu padre, Uther, ¿también fue coronado rey en la isla del Dragón?
—Eso me dijo la Dama del Lago. Y por eso juró proteger siempre la religión antigua y Avalón, al igual que yo —respondió Arturo, reflexivo.
Ginebra se preguntó qué tonterías paganas le estarían llenando la cabeza.
—Pero cuando te volviste hacia el único Dios verdadero, Él te concedió aquella gran victoria, para que expulsaras a los sajones de esta isla de una vez para siempre. Y te ha dado todo este país para que gobiernes como rey cristiano.
—Mis ejércitos expulsaron a los sajones, pero en adelante podría ser castigado por faltar a mi juramento —observó Arturo.
Ginebra detestaba verle en la cara las arrugas de pesadumbre y temor. Se apartó un poco hacia el sur. Aguzando la vista se llegaba a ver el extremo de la iglesia de San Miguel, que se elevaba en el Tozal. Pero a veces se desdibujaba ante sus ojos, y entonces creía ver la colina coronada por un círculo de piedras. Las monjas de Glastonbury decían que así había sido en los malos tiempos del paganismo. Probablemente eran sus pecados los que le hacían ver el reino pagano. Cierta vez había soñado que estaba tendida con Lanzarote entre las piedras, ofreciéndole lo que nunca le había dado...
Lanzarote. Era tan bueno que nunca le pedía sino lo que una esposa cristiana pudiera dar sin deshonor. Sin embargo, el mismo Cristo lo había dicho: «Quien mira a una mujer con lascivia ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.» Había pecado con Lanzarote y ambos estaban condenados. Estremecida, apartó los ojos del Tozal, temiendo que Arturo le hubiera leído los pensamientos, pues acababa de mencionar al caballero del lago.
—¿No te parece, Ginebra, que ya es hora de que Lanzarote se case?
Ella se obligó a mantener la voz calma.
—El día en que te pida esposa, rey y señor mío, tendrás que dársela.
—Pero no me la pedirá. No quiere abandonarme. La hija de Pelinor, que es tu prima, ¿crees que le convendría?
—Tienes razón, sin duda —reconoció—. Elaine lo sigue con los ojos, deseosa de recibir una palabra amable o una simple mirada. —Aunque le destrozara el corazón, quizá fuera mejor casarlo. Lanzarote era demasiado buena persona para estar atado a una mujer que no podía darle nada. Y cuando ya no estuviera cerca, ella podría hacer la firme promesa de no pecar más.
—Bueno, volveré a discutir el tema con él. Dice que no quiere casarse, pero le haré entender que eso no significa abandonar mi corte. ¿No sería bueno que nuestros hijos pudieran contar con el apoyo de los suyos, algún día?
—Dios así lo quiera —murmuró Ginebra persignándose.
—Viene un jinete por el camino —dijo Arturo señalando el camino que conducía hacia el castillo—: Es Kevin, el arpista, que regresa desde Avalen. Y al menos esta vez ha tenido el buen tino de hacerse acompañar por un criado.
—No es un criado —corrigió Ginebra con la mirada clavada en la esbelta silueta que iba a la grupa—. Es una mujer. Me sorprende... Pensaba que los druidas, como los sacerdotes, no tocaban a las mujeres.
—Sólo los de los rangos más elevados, querida. Quizá Kevin ha tomado esposa. O tal vez sólo viaja con alguien que venía hacia aquí. Haz que una de tus damas avise a Taliesin. Y que otra vaya a las cocinas. Ya que esta noche habrá música, corresponde organizar un festín para celebrarlo. Bajemos por aquí para darle la bienvenida. ¡Un arpista como él merece ser recibido por el rey en persona!
Cuando llegaron a las grandes puertas, el mismo Cay se había adelantado para dar entrada a Camelot al gran músico. Kevin se inclinó ante Arturo, pero los ojos de Ginebra se fijaron en la delgada silueta mal vestida.
Morgana hizo una reverencia.
-—Ya veis que he vuelto a vuestra corte, hermano.
Arturo se acercó para abrazarla.
—Bienvenida, hermana. Ha pasado mucho tiempo —-dijo pegando su mejilla a la de Morgana—. Y tenemos que estar juntos, ahora que hemos perdido a nuestra madre. No vuelvas a abandonarme, hermana.
—No pensaba hacerlo —aseguró Morgana.
Ginebra también se acercó para abrazarla; el cuerpo de su cuñada parecía huesudo y flaco entre sus brazos.
—Se diría que has pasado mucho tiempo en los caminos hermana—comentó.
—Es cierto; vengo desde muy lejos —dijo Morgana.
Ginebra le retuvo la mano para llevarla adentro.
—¿Dónde has estado? Faltaste tanto tiempo; ya pensaba que no volverías jamás.
—Yo también estuve a punto de creerlo.
Ginebra notó que no respondía a su pregunta.
—Las cosas que dejaste se quedaron en Caerleon. Mañana mandaré por ellas. —La llevó al cuarto donde dormían sus damas—. Mientras tanto te prestaré un vestido. Parece que hayas dormido en un establo. ¿Te robaron el equipaje?
—La verdad es que tuve mala suerte en el camino —dijo Morgana—. Os bendeciría si me permitierais bañarme y vestirme con ropa limpia. También necesito un peine, una camisa y horquillas para el pelo.
Ginebra llamó a una de sus doncellas y dio las órdenes necesarias.
Cuando Morgana se presentó ante la mesa del rey lucía un vestido rojo que le sentaba bien. Cuando le rogaron que cantara, se negó diciendo que, en presencia de Kevin, escucharla sería como oír el piar de un petirrojo habiendo un ruiseñor cerca.
Al día siguiente, el arpista pidió audiencia privada a Arturo y se encerró muchas horas con él y Taliesin. Ginebra nunca supo de qué habían hablado, pues su esposo poco le decía de las cuestiones de estado. Sin duda estaban enfadados con él por no haber cumplido con el juramento hecho a Avalón. Pero tarde o temprano tendrían que aceptarlo: era un rey cristiano. En cuanto a ella, tenía otras cosas en que pensar.
Aquella primavera hubo fiebre en la corte y algunas de las damas cayeron enfermas. Hasta pasada la Pascua no tuvo tiempo de pensar en otra cosa. Nunca había imaginado que pudiera alegrarse de tener allí a Morgana, pero su cuñada sabía mucho de hierbas y remedios; probablemente gracias a su sabiduría no hubo fallecimientos en la corte, mientras que en el campo morían tantos, obre todo los pequeños y los ancianos. Isolda, su medio hermana contrajo las fiebres y su madre quiso que regresara a la isla; sé mismo mes Ginebra supo con pesar que había muerto.
También Lanzarote enfermó. Arturo lo hizo instalar en el castillo y mandó que lo atendieran las damas de la reina. Mientras hubo peligro de contagio Ginebra no se le acercó, pues tenía la esperanza de estar nuevamente grávida, pero resultó una mera ilusión. Cuando empezó a recuperarse, fue a menudo a sentarse junto a su lecho.
Morgana también iba con su lira. Un día, mientras los oía hablar de Avalen, Ginebra sorprendió la expresión de su cuñada y se dijo: «¡Pero si aún lo ama!» Sabiendo que Arturo conservaba la esperanza de casarlos, enfermó de celos al ver cómo escuchaba Lanzarote la lira de Morgana.
«Su voz es tan dulce... No es hermosa, pero sí sabia e instruida. Mujeres hermosas hay muchas, pero ¿cómo podrían interesar a Lanzarote?» Y notó la suavidad con que lo incorporaba para darle las tisanas y las bebidas refrescantes. Ella no tenía la menor habilidad para tratar con enfermos. No hacía sino permanecer allí, muda, mientras Morgana charlaba y lo entretenía.
Estaba oscureciendo y por fin Morgana dijo:
—Ya no veo las cuerdas de la lira y estoy ronca como un cuervo. Tenéis que beber vuestro remedio, Lanzarote. Luego diré a vuestro criado que os prepare para dormir.
Lanzarote aceptó la taza con una sonrisa irónica.
—Vuestras bebidas son refrescantes, prima, pero ¡qué mal saben!
—Bebed —rió ella—. Arturo os ha puesto bajo mi autoridad mientras dure la enfermedad.
—Y no dudo que, si me niego, me enviaréis a la cama sin cenar. En cambio, si tomo mis remedios como un niño bueno, recibiré un beso y una torta de miel.
Morgana rió entre dientes.
—Todavía no podéis comer tortas de miel, sólo unas ricas gachas. Pero si os bebéis la poción, os daré un beso de buenas noches y tendréis vuestra torta en cuanto podáis comerla.
—Sí, madre —respondió Lanzarote arrugando la nariz.
Ginebra notó que a Morgana no le gustaba la broma, pero cuando la taza estuvo vacía se acercó para darle un beso en la frente. Luego lo arropó como a un recién nacido.
—Así, como un niño bueno. ¡A dormir! —Pero su risa sonaba amarga.
Cuando Morgana se retiró, Ginebra, junto a la cama, dijo:
—Tiene razón, querido. Tenéis que dormir.
—Estoy harto de que siempre tenga razón —protestó Lanzarote—. Sentaos por un momento a mi lado, amor mío.
Rara vez osaba hablarle así, pero Ginebra se sentó en el lecho y permitió que le cogiera la mano. Enseguida él la atrajo hacia el colchón para besarla; Ginebra, recostada en el borde del lecho, se dejó besar una y otra vez. Después de un largo rato Lanzarote lanzó un suspiro cansado. No protestó al ver que ella se incorporaba.
—No podemos continuar así, amadísima. Dadme vuestra licencia para abandonar la corte.
—¿Para qué? ¿Para perseguir al dragón de Pelinor? —bromeó Ginebra, aunque sentía dolor en el pecho.
Lanzarote la sujetó por los brazos para atraerla hacia sí.
—No, no bromeéis, Ginebra. Os amo desde que os vi en casa de vuestro padre. Vos lo sabéis, yo lo sé y, que Dios nos ampare, creo que lo sabe hasta el mismo Arturo. Si quiero permanecer fiel a mi rey y amigo, tengo que alejarme de esta corte para no veros nunca más.
Ginebra dijo:
—No voy a reteneros, si creéis necesario partir.
—Como en tantas otras ocasiones —exclamó Lanzarote con violencia—. Cada vez que partía a la guerra, una parte de mí deseaba sucumbir a manos de los sajones para no regresar nunca más a este amor sin esperanzas. Pero ya no hay guerras; ahora tengo que veros junto a mi rey día tras día, imaginaros en su lecho, contenta...
—¿Por qué me creéis más contenta que vos? —inquirió Ginebra con voz temblorosa—. Al menos vos estáis en libertad de ausentaros o permanecer aquí, según lo que os haga más feliz; yo tengo que hacer lo que se espera de mí.
—¿Creéis que algo puede hacerme feliz, cerca o lejos? —acusó Lanzarote. Por un momento Ginebra temió que rompiera a llorar, pero se dominó—. ¿Qué puedo hacer, amor mío? No permita Dios que os cause más desdicha. Si me alejo, vuestra obligación está clara: ser una buena esposa para Arturo. Si me quedo... —se interrumpió.
—Id, si os parece lo mejor —dijo ella. Y las lágrimas le emborronaban la mirada.
Con voz tensa, como si hubiera recibido una herida mortal, Lanzarote dijo:
—Ginebra, ¿por qué lloráis?
Y ahora tendría que mentir, pues no podía decirle la verdad.
—Porque... Porque no sé cómo viviré sin vos aquí.
Él le cogió las manos, tragando saliva con dificultad.
—Pues entonces, amor mío... No soy rey, pero mi padre ha dado una pequeña propiedad en la Britania. ¿Iríais allá conmigo» lejos de esta corte? No sé; quizá fuera más honorable que seguir aquí, en la corte de Arturo, haciendo el amor con su esposa.
«Me ama —pensó Ginebra—, me quiere y ésta es la salida honorable.» Pero la invadió el pánico. Viajar sola tan lejos, aun con Lanzare te... Y luego pensó en lo que todos dirían, en el deshonor.
Lanzarote le retenía la mano.
—No podríamos regresar jamás, bien lo sabéis. Y es probable que nos excomulgaran a ambos. Eso no tendría importancia para mí, que no soy buen cristiano. Pero para vos, Ginebra...
Ella se cubrió la cara con el velo, llorando su cobardía.
—Ginebra, no quiero llevaros al pecado.
—Ya hemos pecado, vos y yo —respondió ella, amargamente.
—Y si los curas tienen razón, estamos condenados. Sin embargo, nunca he recibido más que estos besos. Hemos caído en el pecado y la culpa sin disfrutar del placer. Y no estoy seguro de creer en los curas. ¿Qué clase de Dios iría espiando los lechos, como una chismosa de aldea?
—Algo así dijo Merlín —reconoció Ginebra, en voz baja—. A veces me parece sensato, pero luego me pregunto si no es obra del diablo para inducirme al mal.
—Oh, no me hables del diablo. —Lanzarote la acostó nuevamente a su lado—. Dulce mía, corazón, me iré lejos o me quedaré, como tú lo desees, pero no soporto verte tan desdichada.
—No sé lo que deseo —sollozó Ginebra. Y se dejó abrazar. Por fin murmuró—: Ya hemos pagado por pecar...
La boca de Lanzarote cubrió la suya, y ella se permitió entregarse al beso, trémula. Casi esperaba que esta vez él no se contentara con eso. Pero un ruido en el pasillo hizo que se incorporara con súbito pánico. Cuando el escudero de Lanzarote entro en la habitación, ella estaba sentada en el borde del colchón.
—¿Señor? —carraspeó el muchacho—. La señora Morgana me dijo que ya estabais listo para dormir. Con vuestro permiso, mi señora...
«¡Morgana otra vez, maldita sea!»
Lanzarote, riendo, soltó la mano de la reina.
—Sí, y no dudo que mi señora está fatigada. ¿Me prometéis volver mañana, mi reina?
Ginebra sintió gratitud y enfado a la vez por su serena voz Apartó la cara de la luz que llevaba el escudero, sabiendo que tenía el vestido arrugado, el cabello despeinado y la cara mojada de llanto.
—Buenas noches, señor Lanzarote —dijo, cubriéndose la cara con el velo—. Cuidad bien del gran amigo de mi rey, Kerval.
Y salió, con la desolada esperanza de poder llegar a su cuarto antes de volver a romper en llanto. «Ah, Señor, ¿qué osadía es ésta de rogar a Dios que me permita pecar aun más? ¡Tendría que rezar por verme libre de tentaciones, y no puedo!»
16
Uno o dos días antes de Beltane, el arpista Kevin volvió a la corte de Arturo. Morgana se alegró de verlo, pues la primavera había sido larga y tediosa. Lanzarote, ya recuperado de las fiebres, había partido hacia la corte de Lothian. Morgana pensó hacer lo mismo para ver a su hijo, pero no deseaba viajar en compañía del caballero y pensaba que a él le sucedería lo mismo. «Mi hijo está bien donde está —pensó—; en otra ocasión iré a verlo.»
Ginebra estaba callada y pesarosa; en aquellos años la reina había dejado de ser una joven alegre y algo infantil para convertirse en una mujer silenciosa y más devota de lo razonable. Morgana sospechaba que languidecía por Lanzarote. Y porque conocía a su primo, pensó, con algo de desprecio, que nunca la dejaría del todo en paz ni la haría caer totalmente en el pecado. Y Ginebra era como él: ni se entregaba ni renunciaba. ¿Qué pensaría Arturo?
Morgana se ocupó de recibir a Kevin, diciéndose que probablemente celebrarían juntos la fiesta de Beltane. Las mareas del sol corrían ardorosas por su sangre; si no podía tener al hombre que aún deseaba, bien podía aceptar a un amante que la hiciera sentirse deseada y apreciada. Además, a diferencia de Arturo y Lanzarote, Kevin discutía libremente con ella los asuntos de estado.
En un momento de amargo arrepentimiento se dijo que, si hubiera permanecido en Avalón, le consultarían todos los grandes asuntos de la época. Pero ya era demasiado tarde. De modo que recibió a Kevin en el salón grande y le hizo servir comida y vino, responsabilidad que Ginebra le cedió de buen grado; le gustaba escucharlo tocar el arpa, pero no soportaba verlo.
—¿Viviana está bien? —preguntó.
—Bien, y todavía resuelta a presentarse en Camelot n Pentecostés —respondió Kevin—. Mejor así, pues Arturo apenas me escucha. Al menos ha prometido no prohibir los fuego de Beltane este año.
—De poco le serviría —comentó Morgana—. Pero Arturo tiene problemas en su casa. —Señaló la ventana con un gesto—. Desde el castillo se ve el reino insular de Leodegranz ¿Estáis enterado?
—Un viajero me dijo que el rey ha muerto sin dejar hijos —respondió Kevin—. Su esposa Alienor y la menor de sus hijas murieron pocos días después. La fiebre fue cruel en esa región.
—Ginebra no quiso asistir al entierro; su padre no se hizo amar. Arturo quiere consultarla para nombrar a un regente. Dice que ahora el reino es suyo y que, si tuvieran hijos, sería para el segundo. Pero ya no parece probable que Ginebra tenga siquiera uno.
Kevin asintió lentamente.
—Sí; tuvo un aborto antes de la batalla de Monte Badon y estuvo muy enferma. Desde entonces no me ha llegado ningún rumor de que estuviera grávida. ¿Qué edad tiene?
—Al menos veinticinco —dijo Morgana, aunque no estaba segura después de haber estado tanto tiempo en el país de las hadas.
—Es mucho para un primer alumbramiento. Aunque sin duda reza pidiendo un milagro, como todas las mujeres estériles. ¿Qué le impide concebir?
—No soy partera. Parece muy sana, pero se ha despellejado las rodillas de tanto rezar y sigue sin haber señales.
—¡Que los dioses tengan piedad de esta tierra, si el gran rey muere sin dejar un hijo varón! —dijo Kevin—. Ahora no existe la amenaza sajona para impedir que los reyezuelos rivales se arrojen unos contra otros, haciéndola pedazos. Al menos ya no hay nada que temer de Lothian, a menos que Morgause se busque un amante con ambición al trono.
—Lanzarote está allí, pero regresará pronto —dijo Morgana.
El druida añadió:
—Por algún motivo Viviana también quiere ir a Lothian, aunque todos pensamos que es demasiado anciana.
«Quiere ver a mi hijo», pensó Morgana; el corazón le dio un vuelco y sintió la garganta anudada por el dolor y el llanto. Kevin no pareció percatarse.
—No me crucé con Lanzarote en el camino —dijo—. Tal vez se demoró para celebrar Beltane —añadió con una sonrisa ladina-—- Eso regocijaría a todas las mujeres de Lothian. Morgause no dejaría escapar un bocado tan tierno.
—Es su tía —exclamó Morgana—. Y Lanzarote, que es tan valiente para enfrentarse a los sajones, tiene poco valor para esa otra batalla.
El arpista enarcó las cejas.
—Ah... No dudo que habláis por experiencia propia. Pero digamos, por cortesía, que se debe a la videncia. Pero Morgause se alegraría si el mejor caballero de Arturo diera motivos de escándalo; eso pondría a Gawaine más cerca del trono. Y la señora aún es hermosa. Dicen que gobierna bien su reino. ¿Tanto os disgusta, Morgana?
—No. Somos parientas y ha sido buena conmigo. —Iba a decir: «Ha criado a mi hijo», para darse la oportunidad de preguntar si tenía noticias de Gwydion, pero se contuvo. Era algo que no podía confesar siquiera a Kevin. En cambio dijo—: Pero no me gusta que mi tía esté en boca de toda Britania por su lascivia.
—No es tan grave —rió el bardo, apartando su taza de vino—. Ahora que es viuda nadie puede hacerle recriminaciones. Pero no debo hacer esperar al gran rey. Deseadme buena suerte, Morgana, pues le traigo malas noticias. Y ya sabéis qué destino esperaba antaño a los portadores de malas noticias.
—Arturo no es de ésos —aseguró Morgana—. Pero ¿qué malas nuevas traéis, si no son secretas?
—No son nuevas. Se ha dicho más de una vez que Avalón no tolerará que reine como cristiano, cualquiera que sea su credo. No debe permitir que los curas toquen los robledales ni impidan el culto de la Diosa. Y si lo permite tengo que decirle, en nombre de la Dama, que la mano que le dio la sagrada espada de los druidas puede hacer que se vuelva contra él.
—No le agradará escucharlo —reconoció Morgana—, pero tal vez le recuerde su juramento.
—Y Viviana tiene todavía otra arma.
Pero cuando preguntó cuál era, Kevin no quiso decir más.
Al retirarse el bardo, Morgana se quedó pensando en la siguiente noche. Habría cena, música y después... bueno, Kevin era un grato amante, delicado y deseoso de complacerla. Y estaba cansada de dormir sola. Aún estaba sentada en el salón cuando Cay fue a anunciarle la llegada de otro jinete.
—Pariente vuestro, señora Morgana. ¿Queréis recibirlo servirle vino?
Se preguntó si sería Lanzarote, tan pronto, pero el jinete era Balan. Le costó reconocerlo. Estaba más corpulento, tanto que debía de necesitar un caballo descomunal. Él, en cambio, la reconoció de inmediato.
—¡Morgana! Saludos, prima—dijo.
Tomó asiento a su lado y aceptó el vino. Morgana le dijo que Arturo estaba con Kevin y Merlín, pero que podría verlo a la hora de cenar. Luego le pidió noticias.
—Sólo una: que en el norte han vuelto a ver un dragón —dijo Balan—. Y no, no es una fantasía como la del anciano Pelinor: vi la huella que había dejado y hablé con dos de las personas que lo vieron. No estaban mintiendo ni inventando cuentos para darse importancia, estaban aterrorizados. Dicen que salió del lago y se llevó a un criado; me enseñaron su zapato.
—¿Su... zapato, primo?
—Lo perdió cuando fue apresado. No me gustó tocar la... baba que lo untaba —dijo Balan—. Voy a pedir a Arturo que me dé cinco o seis caballeros para ponerle fin.
—Tenéis que invitar a Lanzarote, si regresa —sugirió Morgana, con el tono más ligero que pudo—. Tiene que practicar con dragones, si Arturo quiere casarlo con la hija de Pelinor.
Balan le clavó una mirada aguda.
—No envidio a la muchacha que se case con mi hermano. Me han dicho que su corazón es de... ¿O no tengo que decirlo?
—No tenéis que decirlo.
Balan se encogió de hombros.
—Así sea. En tal caso, Arturo no tiene especiales motivos para buscarle novia lejos de la corte. Ignoraba que hubierais vuelto, prima. Tenéis buen aspecto.
—¿Y cómo está vuestro hermano de leche?
—Balin estaba bien la última vez que nos vimos, aunque no se ha reconciliado con Viviana. Aun así, no creo que le guarde rencor por la muerte de nuestra madre. Hace un año, cuando vino por Pentecostés, no mencionó el asunto. Tal vez no sepáis que ésa es la nueva costumbre de Arturo: en Pentecostés, sus antiguos compañeros tenemos que venir desde dondequiera que estemos para cenar a su mesa. Y en esa fecha arma nuevos compañeros y recibe en audiencia a todo el que lo desee, por humilde que sea.
—Sí, estaba enterada —dijo Morgana, atravesada por una punzada de inquietud al pensar que Viviana pudiera presentarse.
Aquella noche Kevin tocó y cantó. Más tarde, Morgana se escabulló del dormitorio que compartía con las damas solteras de Ginebra, silenciosa como un fantasma o una sacerdotisa de Avalón, y fue a la alcoba donde dormía Kevin. Se retiró de allí antes de que amaneciera, muy satisfecha. Pero Kevin había dicho algo que la atribulaba:
—Arturo se niega a escucharme. Me dijo que el pueblo de Inglaterra es cristiano y que, si bien no perseguiría a nadie por adorar a otros dioses, respaldaría a los sacerdotes y a la Iglesia, tal como ellos respaldan su trono. Y mandó decir a la Dama de Avalón que, si desea recuperar su espada, puede venir a cogerla...
Aun después de haberse acostado en su cama, Morgana permaneció despierta. Arturo parecía estar más lejos que nunca de su alianza con las Tribus prerromanas y los nórdicos. Tendría que hablar con él... Pero no: no escucharía a una mujer que, además, era su hermana. Y entre ellos se interponía siempre el recuerdo de la mañana siguiente a la cacería de ciervos. Y ella no representaba la autoridad de Avalón: la había rechazado con su actitud.
Tal vez Viviana pudiera hacerle comprender la importancia de respetar su juramento. Pero por mucho que se lo repitiera, Morgana tardó mucho tiempo en poder cerrar los ojos para dormir.
17
Antes de abandonar la cama Ginebra sintió el sol intenso que atravesaba las colgaduras. «Ha llegado el verano —pensó. Y luego—: Beltane.» La plenitud del paganismo; sin duda, muchos de sus criados y de sus damas se escaparían aquella noche de la corte, cuando en la isla del Dragón se encendieran las fogatas en honor de la Diosa, para yacer en los campos. «Y algunas regresarán con el vientre grávido de los hijos del Dios... Y yo, esposa cristiana, no puedo dar un hijo a mi amado señor.»
Se volvió en la cama para contemplar el sueño de Arturo. Oh, sí, era su amado señor, que la honraba y protegía; no era culpa suya no poder cumplir con la primera obligación de una reina: dar un heredero al reino.
Lanzarote... No: había jurado no volver a pensar en él, ahora que ya no estaba. Aún lo deseaba con el cuerpo, el alma y el corazón, pero quería ser una esposa fiel. Jamás volvería a permitirle esos juegos que los dejaban penando aún más; era jugar con el pecado, aunque no pasaran a nada peor.
Beltane. Bien, quizás era su deber de reina cristiana celebrar aquel día de modo que sus cortesanos lo disfrutaran sin daño para el alma. Arturo había anunciado justas y torneos para Pentecostés, pero bien se podían celebrar algunos juegos en esta fecha y ofrecer como premio una copa de plata. Habría música y baile, y podía premiar con una cinta a la mujer que hilara la hebra más larga en una hora o a la que bordara la mayor cantidad de tapiz. Sí, organizaría diversiones inocentes para que sus cortesanos no echaran de menos los juegos prohibidos de Beltane. Se incorporó para vestirse; tenía que discutirlo con Cay.
Sin embargo, aunque trabajó toda la mañana y Arturo se mostró complacido con el recurso, en el fondo la carcomía un pensamiento: «Es el día en que los dioses antiguos nos exigen honremos la fertilidad. Y yo sigo estéril.» Una hora antes del mediodía, hora en que las trompetas convocarían a los hombres en el patio de armas para iniciar los juegos, Ginebra fue en busca de Morgana, aún sin saber qué le diría.
Su cuñada había tomado a su cargo la destilería y el tinte de 1 lana que hilaban; sabía impedir que la cerveza se echara a perder, destilar licores medicinales fuertes y fabricar finos perfumes con pétalos de flores, Ginebra la encontró, con el vestido de fiesta ceñido a la cintura y el cabello cubierto con un tocado, olfateando un tonel de cerveza.
—Tenemos suficiente para el festín que se le ha metido a la reina en la cabeza —dijo.
Ginebra preguntó:
—¿No estás con ánimo de fiesta, hermana?
Morgana se volvió hacia ella, diciendo:
—En realidad, no, pero me maravilla que lo estés tú, Ginebra. Imaginaba que preferirías pasar Beltane entre oraciones y ayunos piadosos, para diferenciarte de quienes honran a la Diosa en los sembrados.
Ginebra se ruborizó; nunca sabía si Morgana bromeaba o no.
—Quizá Dios ha ordenado que la gente celebre la llegada del verano. No sé qué pensar. ¿Crees que la Diosa da vida a los campos y a los vientres de hembras y mujeres?
—Así me lo enseñaron en Avalón, Ginebra. ¿Por qué lo preguntas?
Morgana se quitó el pañuelo que le cubría la cabeza y, súbitamente, Ginebra la vio bella. Aunque ya debía de haber pasado los treinta años, estaba igual que cuando la conoció. ¡Estaba justificado que todos la creyeran bruja! Vestía un sayo muy simple, de lana azul oscuro, y cintas de colores en las trenzas recogidas en torno a las orejas. A su lado Ginebra se sintió tan falta de gracia como una gallina, aunque ella era la gran reina de Britania y Morgana, sólo una duquesa pagana.
Morgana sabía tantas cosas... Era hábil en todas las artes de la escritura y en las domésticas y, además, dominaba la ciencia de las hierbas y la magia. Ella, en cambio, apenas había aprendido a escribir su nombre y a leer un poco el Evangelio. Por fin tartamudeó:
—Lo decía en broma, hermana. Pero ¿es cierto que conoces encantamientos para la fertilidad? Ya no puedo seguir viviendo así, con todas las damas de la corte pendientes de mi cintura. Si de verdad conoces esos hechizos, hermana, te lo ruego, ¿los utilizarías en mí?
Morgana, conmovida y preocupada, le apoyó una mano en el brazo.
—En Avalón se dice que determinadas cosas pueden ayudar si una mujer no concibe, pero... —Vacilaba. Ginebra sintió que se le encendía la cara de vergüenza. Por fin continuó—.; no soy la Diosa. Quizá sea su voluntad que Arturo y tú no tengáis hijos. ¿Te atreverías a torcer la voluntad de Dios con hechizos y encantamientos?
La reina dijo con violencia:
—Dios no puede querer que el reino se desgarre en el caos a la muerte de Arturo. —Y oyó su voz que se elevaba, aguda y furiosa—. Durante todos estos años me he mantenido fiel. Sí, ya sé que no lo crees. Probablemente piensas, como todas las señoras de la corte, que he traicionado a mi señor por el amor de Lanzarote. Pero no es así, Morgana. te lo juro.
—¡Ginebra, Ginebra, no soy tu confesor! ¡No te he acusado!
—Pero si pudieras, lo harías. Y creo que estás celosa. —De inmediato exclamó contrita—: ¡Oh, no! No quiero reñir contigo, hermana. Oh, no, vine a rogarte que me ayudes. No he hecho ningún mal; he sido una esposa honesta, he luchado por honrar esta corte, he rezado por mi señor y he tratado siempre de obrar según la voluntad de Dios. Nunca falté a mis deberes, y no obstante... pese a tanta abnegación... ni siquiera he recibido mi parte del trato. Cualquier puta callejera, cualquier vivandera se enorgullecería de su vientre lleno y de su fertilidad, mientras que yo no tengo nada..., nada...
Sollozaba desesperadamente, con la cara oculta entre las manos. Morgana respondió con desconcertada ternura, estrechándola contra sí.
—No llores, no llores, Ginebra. Mírame. ¿Tanto te apena no tener hijos?
Ginebra se esforzó por dominar el llanto.
—No puedo pensar en otra cosa, día y noche...
Después de un largo rato la sacerdotisa reconoció:
—Sí, ya veo que es penoso. —Casi podía oír los pensamientos de su cuñada: «Si tuviera un hijo no pensaría día y noche en este amor que me tienta a la deshonra, pues toda mi mente estaría concentrada en el heredero de Arturo.»
—Me gustaría poder ayudarte, hermana, pero no me gusta usar encantamientos y magia. En Avalón se nos enseña que es de sabios aceptar lo que han dispuesto los dioses.
Pero al decirlo se sentía hipócrita; recordaba aquella mañana que había salido en busca de raíces y hierbas para una pócima con que abortar al hijo de Arturo. ¡Aquello no había sido rendirse a la voluntad de la Diosa! Pero al final tampoco lo había hecho. Y de pronto se dijo, con súbito cansancio: «Yo, que no quería ese hijo, lo tuve; Ginebra, que languidece por uno, sigue con los brazos vacíos. ¿Es ésta la bondad de los dioses?»
Pero se sintió obligada a decir:
—Tienes que tener esto en cuenta: los encantamientos suelen obrar al revés de lo que deseas. ¿Por qué piensas que mi Diosa puede enviarte un hijo si no lo hace tu Dios, al que supones más poderoso que ninguno?
Sonaba a blasfemia y Ginebra se sintió avergonzada. Pero dijo en voz sofocada:
—Creo que a Dios no le interesan las mujeres. Todos sus sacerdotes son hombres y las Escrituras dicen que somos la tentación y el mal. Por eso recurro a la Diosa. —Y de pronto volvió a estallar en sollozos—. Si no puedes ayudarme, Morgana, te juro que esta noche iré a la isla del Dragón, cuando se enciendan los fuegos, para rogar a la Diosa que me ofrezca el don de un niño. Te lo juro, Morgana.
Y se vio a la luz de las fogatas, alejándose en brazos de un desconocido sin rostro. La idea le tensó todo el cuerpo de dolor mezclado con un placer medio vergonzoso.
Morgana escuchaba con creciente horror. «No podría; en el último instante perdería el valor.» Pero al percibir la desesperación de su cuñada se dijo: «Pero podría. Y si lo hiciera se odiaría el resto de su vida.»
No había más ruido en el cuarto que los sollozos de Ginebra. Morgana esperó a que se aquietaran un poco.
—Haré lo que pueda, hermana. No necesitas ir a los fuegos de Beltane ni buscar en otro sitio: Arturo puede darte un hijo. Prométeme que no repetirás lo que voy a decirte ni me harás preguntas. Pero Arturo ha engendrado un hijo.
Ginebra la miró fijamente.
—Me dijo que no tenía ninguno.
—Tal vez porque no lo sabe. Pero yo he visto al niño. Está bajo tutela en la corte de Morgause.
—Vaya... Si ya tiene un hijo y yo no le doy ninguno...
—¡No! —dijo Morgana con voz áspera—. Te he dicho que no tienes que hablar de esto. Él no podría reconocer a ese hijo. Si no le das un heredero, el trono tiene que ser para Gawaine. No me preguntes más, Ginebra. Sólo te diré esto: si no tienes hijos no es por culpa de Arturo.
—No he concebido desde la última cosecha... y en todos estos años, sólo tres veces. —Ginebra tragó saliva y se limpió la cara con el velo—. Si me ofreciera a la Diosa...
Morgana suspiró.
—No tienes que ir a la isla del Dragón. Tal vez un encantamiento te ayude a retener al niño hasta el nacimiento. Pero te lo advierto: los hechizos tienen sus leyes. No me culpes si no actúa del modo que tú esperas.
—Si me ofrece alguna posibilidad de dar un hijo a mi señor...
—Eso sí.
Ginebra siguió a la sacerdotisa como una criatura a su madre, dispuesta a aceptar lo que fuera si podía otorgarle lo que más deseaba.
Una hora después, cuando sonaron las trompetas, ambas estaban sentadas al borde del patio. Elaine se inclinó hacia ellas diciendo:
—¡Mirad quién entra junto a Gawaine!
—Es Lanzarote —susurró la reina—. Ha regresado.
Estaba más apuesto que nunca. Llevaba una cicatriz roja en la mejilla que, en vez de afearlo, le daba la fiera belleza de los gatos monteses. Cabalgaba como si fuera parte del animal. Ginebra, sin oír el parloteo de Elaine, mantenía los ojos clavados en él.
«¡Qué amarga ironía! ¿Por qué ahora, cuando he jurado no pensar más en él para dar un hijo a mi rey y señor?» Sentía en el cuello el peso del hechizo que le había dado Morgana: un saquito colgado entre sus pechos. No sabía ni quería saber qué contenía. «¿Por qué ahora y no en Pentecostés, que estaría ya embarazada de mi señor?»
Pero recordó, contra su voluntad, las palabras de Arturo: «Si me dieras un hijo, no te preguntaría.» Un hijo de Lanzarote, que podía heredar el reino. ¿Acaso se le presentaba otra vez la tentación por haber pecado comerciando con hechicerías?
—Mirad, Gawaine ha caído. Ni siquiera él pudo resistir la embestida de Lanzarote —comentó Elaine, nerviosa—. ¡Y también Cay! ¿Cómo pudo Lanzarote derribar a un cojo?
—No seáis necia, Elaine —dijo Morgana—. Cay no le agradecería que lo protegiera.
El resultado estaba decidido desde el momento en que Lanzarote salió al campo. Hubo algunas protestas amables entre los compañeros.
—De nada sirve participar en las justas cuando Lanzarote esta aquí —rió Gawaine—. ¿No podrías haberte demorado un par de días, Lanzarote?
Él también reía, con el rostro encendido.
—Tu madre también me pidió que pasara Beltane en su corte, pero no vine para quitaros el premio, no necesito copas de oro Ginebra, mi señora —exclamó—: aceptad esta copa y dadme a cambio la cinta que lleváis al cuello.
La reina, azorada, se llevó la mano al cuello, de donde colgaba la cinta con el encantamiento.
—No puedo dárosla, amigo. —Pero le alargó el pañuelo que había bordado con pequeñas perlas—. Tomad esto como prenda de gratitud a mi campeón.
Arturo se levantó, mientras Lanzarote besaba la seda bordada y la ataba a su yelmo.
—Bien hecho. Pero el más valiente de mis luchadores merece una distinción. Cenarás con nosotros en la mesa principal, Lanzarote, y nos contarás todo lo que te ha sucedido desde que partiste.
Ginebra se retiró con sus damas para preparar el festín. Elaine y Melcas charlaban sobre la gallardía del caballero del lago, pero ella sólo podía pensar en la mirada que le había dedicado al pedirle la cinta. Cuando levantó la mirada tropezó con la sonrisa tenebrosa y enigmática de Morgana. «Ni siquiera puedo rezar pidiendo paz interior. He perdido el derecho a rezar.»
Cuando empezó el festín anduvo de un lado a otro, cuidando de que todos los huéspedes estuvieran debidamente sentados y atendidos. Cuando ocupó su asiento a la mesa principal, la mayoría estaba ebria y afuera había oscurecido. Los criados llevaron lámparas y antorchas. Arturo comentó, jovial:
—Mira, mi señora: estamos encendiendo nuestros fuegos de Beltane bajo techo.
Morgana se había sentado cerca de Lanzarote. Ginebra les volvió la espalda para no verlos, con la cara palpitante de calor y vino. Él dijo, con un gran bostezo:
—Es Beltane. Lo había olvidado.
—Y Ginebra preparó este festín para que los nuestros no tengan la tentación de escabullirse a celebrar los antiguos ritos explicó Arturo—. Si prohibiera los fuegos sería un tirano.
—Y traidor a Avalón, hermano —completó Morgana, en voz baja.
-—Pero de este modo logramos nuestro objetivo de un todo más sencillo.
Morgana se encogió de hombros. Ginebra tuvo la impresión de que todo aquello le resultaba secretamente divertido. Había bebido poco; probablemente era la única persona completamente sobria de cuantas compartían la mesa del rey.
—Habéis estado en Lothian, Lanzarote. ¿Aún celebran los ritos de Beltane?
—Así dice la reina —respondió—, pero a lo mejor bromeaba; por lo que he visto, la reina Morgause parece muy cristiana.
Ginebra notó que miraba a Gawaine con desasosiego pero sólo le respondió un suave ronquido. Morgana rió secamente.
—Ved, aquí yace Gawaine, dormido en la mesa. No creo que alguien criado en Avalón pueda olvidar los fuegos de Beltane, Lanzarote. Las mareas del sol corren por nuestra sangre: la mía, la de la reina Morgause... ¿Recuerdas tu consagración en la isla, hace nueve o diez años?
Arturo pareció disgustado, pero respondió con suavidad.
—Son muchos años, hermana, y el mundo cambia en cada estación. Creo que los ancianos ritos no tienen valor para quienes hemos oído la palabra de Cristo. —Vació su copa de vino y continuó hablando con el énfasis de los beodos—. Dios nos dará todo lo que deseemos..., lo que sea justo... sin necesidad de convocar a las viejas divinidades, ¿verdad, Lanzarote?
Ginebra sintió los ojos de su campeón fijos en ella.
—¿Quién de nosotros tiene todo lo que desea, señor? No hay rey ni Dios que pueda otorgarlo.
—Pero yo quiero que mis... mis súbditos tengan todo lo necesario —repitió Arturo, gangoso—. Y por eso mi reina nos está of… ofreciendo aquí los fuegos de Bel... Beltane.
—Estáis ebrio, Arturo —observó Morgana, delicadamente.
—¿Y por qué no? —contestó él belicosamente—. Es mi festín y son mis... mis fuegos. ¿Para qué combatí tantos años contra los sajones? Para que en mi mesa redonda haya paz... cerveza y buen vino... y buena música. ¿Dónde está Kevin, el arpista? ¿Por qué no hay música en mi fiesta?
Lanzarote respondió, entre risas:
—Sin duda ha ido a la isla del Dragón, para adorar a la Diosa y tocar su arpa allí.
—¡Pero eso es traición! —protestó el rey—. Otro motivo para pro... prohibir los fuegos de Beltane, que me dejan sin música.
Morgana advirtió alegremente:
—No podéis mandar sobre la conciencia ajena, hermano. Kevin es druida y tiene derecho a ofrecer su música a sus dioses.
—Apoyo el mentón en las manos. Ginebra se dijo que parecía un gato lamiéndose la crema de los bigotes—. Pero creo que ya a celebrado Beltane a su modo. Sin duda ha ido a acostarse, pues este público está tan borracho que no sabría diferenciar entre sus arpegios, los míos y los aullidos de la gaita de Gawaine. ¡Hasta cuando duerme toca la música de Lothian!
Un ronquido especialmente ruidoso acababa de romper el silencio. Morgana hizo una seña a uno de los chambelanes, que se acercó para ayudarlo a levantarse. Gawaine hizo una alcohólica reverencia al rey y se retiró a trompicones.
Lanzarote vació su copa hasta el fondo.
—Para mí también es suficiente. He montado a caballo desde la madrugada y pronto voy a pedirte autorización para ir a acostarme, Arturo.
Ginebra calibró su ebriedad por ese tuteo despreocupado en público. Pero ya quedaban pocos comensales lo bastante sobrios como para percatarse. No hubo siquiera respuesta: Arturo había resbalado ligeramente hacia abajo en su sitial y tenía los ojos entornados.
Y después de todo, si aquella noche estaba demasiado alcoholizado para recibirla en su lecho... Entre los pechos sentía el peso caliente del sortilegio. «Es Beltane. ¿No podía mantenerse sobrio para celebrarlo? —pensó, y se le encendieron las mejillas por la impudicia de la ocurrencia—. ¡Me he emborrachado yo también!» Miró con furia a Morgana, que jugaba con las cintas de su arpa, fresca y sobria. ¿Por qué sonreía así?
Lanzarote se inclinó hacia ella.
—Creo que nuestro rey y señor ya ha disfrutado de la comida y el vino, mi reina. ¿Queréis despedir a los criados y a los compañeros, mientras yo busco a su chambelán para que lo ayude a acostarse?
Se levantó. Aunque también estaba borracho lo disimulaba bien, y sólo se movía con más cautela que de ordinario. Ginebra se paseó entre los invitados para desearles buenas noches. Sus pasos vacilaban y la cabeza le daba vueltas. Al ver la enigmática sonrisa de Morgana volvió a oír las palabras de aquella condenada hechicera: «No me culpes si el hechizo no actúa como tú esperas...»
Lanzarote regresó entre el torrente de huéspedes que salía del salón.
—No encuentro al chambelán del señor; dicen que todo han ido a la isla del Dragón. ¿Está aquí Gawaine? ¿O Balan? Sólo ellos tienen fuerza suficiente para llevarlo a la cama.
—Gawaine no podía llevarse a sí mismo —recordó Ginebra—. Y a Balan no lo he visto. Vos no podréis llevarlo, sin duda, puesto que es más alto y más pesado que vos.
—Aun así haré el intento. —Y Lanzarote, riendo, se inclinó hacia Arturo—. Ven, primo... ¡Gwydion! Apóyate en mi brazo. Así, así, mi valiente amigo.
Parecía hablar con un niño. Arturo abrió los ojos y se puso dificultosamente de pie. Los pasos de Lanzarote tampoco eran muy seguros, pensó Ginebra, que los seguía. Bonito espectáculo para los criados, si quedaba alguno: el gran rey, la gran reina y el capitán de caballería, tambaleándose por los pasillos en vísperas de Beltane.
Pero Arturo se despejó un poco al cruzar el umbral de su alcoba y fue a mojarse la cara con el agua de la jofaina.
—Gracias, primo —dijo, con voz aún baja y gangosa—. Mi señora y yo tenemos mucho que agradecerte. Y sé que nos amas a los dos.
—Bien lo sabe Dios —dijo Lanzarote. Pero miró a Ginebra con algo parecido a la desesperación—. ¿Quieres que busque a tus criados, primo?
—No, quédate un momento. Hay algo que deseo decirte. Y si no hallo valor estando beodo, sobrio no lo diré jamás. ¿Puedes prescindir de tus damas, Ginebra? No quiero que esto salga de esta alcoba en lenguas ociosas. Ven, siéntate a mi lado, Lanzarote.
Y se dejó caer en el borde del lecho, alargando una mano hacia su amigo.
—Tú también, dulce mía. Ahora escuchadme ambos. Ginebra no tiene hijos. ¿Y creéis que no he visto cómo os miráis? Una vez hablé de esto con Ginebra, pero es tan pudorosa y devota que no quiso escucharme. Pero ahora, en Beltane, cuando toda la vida de la tierra parece gritar de fertilidad... ¿Cómo puedo expresarlo? Entre los sajones hay un antiguo dicho: «Amigo es aquel a quien puedes prestarle tu espada y tu esposa favorita.»
Ginebra, con la cara ardiente, no podía mirarlos. Arturo continuó lentamente:
—Un hijo tuyo, Lanzarote. sería heredero de mi reino. Prefiero eso a que lo reciban los hijos de Lot. Oh, sí, el obispo Patricio diría que es un grave pecado, sin duda. Peor pecado sería dejar mi reino sin un hijo que lo herede, para que caiga en el os que lo amenazó antes de que Uther ocupara el trono. ¿Qué dices, primo, amigo mío?
Ginebra vio que Lanzarote se humedecía los labios con la lengua y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca.
Por fin dijo:
—No sé qué decir, mi rey..., amigo, primo. Dios sabe que no hay otra mujer en esta tierra...
Y se le quebró la voz. Cuando miró a Ginebra, ella temió poder soportar el desnudo anhelo de sus ojos. Por un momento estuvo a punto de desmayarse; para sostenerse apoyó una mano en el poste de la cama.
«Todavía estoy borracha —pensó—; es un sueño. No puede haber dicho lo que creo haber oído.» Y sintió un torturador sentimiento de vergüenza. No podía permitirles hablar así de ella.
Los ojos de Lanzarote no se habían apartado de los suyos.
—Quien debe decidir es mi... mi señora.
Arturo le abrió los brazos. Se había quitado las botas y las ricas vestiduras del festín; en camisa se parecía mucho al mozo con quien ella se casara años atrás.
—Ven aquí, Ginebra —dijo, sentándosela en la rodilla—. Sabes que te amo. Creo que a nadie en el mundo amo tanto como a ti y a Lanzarote... salvo a...
Tragó saliva. Ginebra pensó de pronto: «Nunca pensé que, así como yo amo a Lanzarote, bien puede haber alguien a quien Arturo ame sin poder tener. Tal vez por eso Morgana se burla de mí: porque conoce el amor secreto de Arturo... o sus pecados.»
Pero Arturo continuó decidido:
—Creo que no habría tenido valor para decir esto si no fuera Beltane. Durante cientos de años nuestros antepasados lo hicieron sin bochorno, ante sus dioses y por su voluntad. Y escucha esto, queridísima: si estoy contigo, si de esto surgiera un hijo, podrás jurar sin faltar a la verdad que el niño fue concebido en tu lecho conyugal. Y ninguno de nosotros sabría jamás con certeza... Amor mío, ¿consentirás?
Ginebra no podía respirar. Lenta, muy lentamente, alargó una mano para posarla en la de Lanzarote. Él se inclinó para besarla en la boca. Ella recordó entonces las palabras de Morgana, al colgarle el sortilegio del cuello: «Ten cuidado con lo que pides, Ginebra, pues la Diosa puede otorgártelo.» Entonces había pensado que Morgana se refería a un hijo durante cuyo alumbramiento podía morir. Ahora comprendía que era algo más sutil... y en un destello de clarividencia dijo: «Esto era lo que deseaba, después de todo. Sé que no tendré hijos, pero al menos me quedará esto.»
Se desvistió con manos trémulas. Era corno si el mundo entero se hubiera reducido a aquello: la perfecta conciencia de sí misma, de su cuerpo penando por deseo. Lanzarote tenía la piel tan suave como un niño; no como la de Arturo, velluda y quemada por el sol. Ah, pero los amaba a ambos; a Arturo más por la generosidad que le permitía ofrecerle aquello. Ahora los dos la abrazaban. Con los ojos cerrados, se dejó besar, sin saber con certeza de quién eran los labios que se acercaban a los suyos Pero fue la mano de Lanzarote la que le acarició la mejilla y bajó hasta la cinta.
—¿Qué es esto, Ginebra? —preguntó contra su boca.
—Nada —dijo ella—. Una tontería que me dio Morgana.
Y la desató para arrojarla a un rincón. Luego, se hundió en los brazos de su esposo y en los de su amante.
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