Marion Zimmer Bradley
Las Nieblas De Avalón
«... el Hada Morgana no se casó, sino que fundó una escuela
en un convento y fue una gran maestra de magia. »
thomas malory, Morte d'Arthur
Prólogo
HABLA MORGANA...
En mi vida me han llamado de muchas maneras: hermana, amante, sacerdotisa, hechicera, reina. Ahora, ciertamente, soy hechicera, y acaso haya llegado el momento de que estas cosas se conozcan. Pero, a decir verdad, creo que serán los cristianos quienes digan la última palabra, pues el mundo de las hadas se aleja sin pausa del mundo en el que impera Cristo. No tengo nada contra Él, sino contra sus sacerdotes, que ven un demonio en la Gran Diosa y niegan que alguna vez tuviera poder en este mundo. A lo sumo, dicen que su poder procede de Satanás. O bien la visten con la túnica azul de la señora de Nazaret (que también, a su modo, tenía poder) y dicen que siempre fue virgen. Pero ¿qué puede saber una virgen de los pesares y tribulaciones de la humanidad?
Y ahora que el mundo ha cambiado, ahora que Arturo (mi hermano, mi amante, el rey que fue y el rey que será) yace muerto (dormido, dice la gente) en la sagrada isla de Avalón, es necesario contar la historia tal como era antes de que llegaran los sacerdotes del Cristo Blanco y lo ocultaran todo con sus santos y sus leyendas.
Pues, como digo, el mundo ha cambiado. Hubo un tiempo en que un viajero, si tenía voluntad y conocía algunos secretos, podía adentrarse con su barca por el mar del Estío y llegar, no al Glastonbury de los monjes, sino a la sagrada isla de Avalón, pues en aquellos tiempos las puertas entre los mundos se difuminaban entre las brumas y estaban abiertas, según el viajero pensara y deseara. Y éste es el gran secreto, que era conocido por todos los hombres instruidos de nuestros días: el pensamiento del hombre crea un mundo nuevo a su alrededor, día a día.
Y ahora los sacerdotes, pensando que esto atenta contra el poder de su Dios, que creó el mundo inmutable de una vez para siempre, han cerrado esas puertas (que nunca fueron tales, salvo en la mente de los hombres), y los senderos llevan sólo a la isla de los Sacerdotes, que ellos salvaguardan con el tañido de las campanas de sus iglesias, ahuyentando toda idea de que otro mundo se extienda en la oscuridad.
E incluso dicen que ese mundo, si en verdad existe, es propiedad de Satanás y la entrada del Infierno, si no el Infierno mismo.
No sé qué puede o no puede haber creado su Dios. Pese a las leyendas que se cuentan, nunca supe mucho de sus sacerdotes ni vestí el negro de sus monjas esclavizadas. Si los cortesanos de Arturo, en Camelot, quisieron verme de ese modo (puesto que siempre usé la túnica oscura de la Gran Madre en su función de hechicera), no los saqué de su error. En verdad, hacia el final del reinado de Arturo, hacerlo habría sido peligroso, y yo inclinaba la cabeza ante la conveniencia, algo que no habría hecho nunca mi gran maestra: Viviana, la Dama del Lago, en otros tiempos la mejor amiga de Arturo, exceptuándome a mí, y más tarde su más tenebrosa enemiga... también exceptuándome a mí.
Pero la lucha ha terminado; cuando Arturo agonizaba pude tratarlo, no como a mi enemigo y el de mi Diosa, sino como a mi hermano, como a un moribundo que necesitaba el socorro de la Madre, a la que todos los hombres acaban por acudir. También los sacerdotes lo saben, pues su siempre virgen, María, vestida de azul, se convierte a la hora de la muerte en la Madre del mundo.
Así, Arturo yacía por fin con la cabeza en mi regazo, sin ver en mí a la hermana, a la amante o a la enemiga, sino sólo a la hechicera, la sacerdotisa, la Dama del Lago. Y así descansaba en el seno de la Gran Madre, del que salió al nacer y al que tenía que volver al final, como todos los hombres. Y mientras yo conducía la barca que lo llevaba, no ya a la isla de los Sacerdotes, sino a la verdadera isla Sagrada que está en el mundo de las tinieblas, más allá del nuestro, tal vez se arrepintió de la enemistad que se había interpuesto entre nosotros.
En esta narración hablaré de sucesos acontecidos cuando yo era demasiado niña para comprenderlos, y de otros que sucedieron cuando yo no estaba presente. Y tal vez mi oyente se distraerá pensando: «He aquí su magia. » Pero siempre he tenido el don de la videncia y el de ver dentro de la mente humana, y en todo este tiempo he estado cerca de hombres y mujeres. Por eso a veces sabía, de un modo u otro, todo lo que pensaban. Y así contaré esta leyenda.
Pues un día los sacerdotes también la contarán, tal como la conocieron. Quizás, entre una y otra versión, se pueda ver algún destello de la verdad.
Porque esto es lo que los sacerdotes no saben, con su único Dios y su única Verdad: que no hay leyenda veraz. La verdad tiene muchos rostros. Es como el antiguo camino hacia Avalón: de la voluntad de cada cual y de sus pensamientos depende el rumbo que tome y que al final se encuentre en la sagrada isla de la Eternidad o entre los sacerdotes, con sus campanas, su muerte, su Satanás, el infierno y la condenación... Pero tal vez soy injusta con ellos. Incluso la Dama del Lago, que detestaba las vestiduras sacerdotales tanto como a las serpientes venenosas (y con sobrados motivos), me censuró cierta vez por hablar mal de su Dios.
«Porque todos los dioses son un solo Dios —me dijo, como había dicho muchas otras veces, como yo he repetido a mis novicias, como lo dirán todas las sacerdotisas que me sucedan—, y todas las diosas son una sola Diosa, y sólo hay un Iniciador. A cada hombre su verdad y el Dios que hay en su interior. »
Así, tal vez, la verdad flote entre el camino de Glastonbury, isla de los Sacerdotes, y el camino de Avalón, para siempre perdido en las brumas del mar del Estío.
Pero ésta es mi verdad; yo, Morgana, os la cuento. Morgana, la que en épocas más actuales se llamó Hada Morgana.
LIBRO I
Maestra de magia
1
Incluso en pleno verano, Tintagel era un lugar espectral; Igraine, esposa del duque Gorlois, contemplaba el mar desde el promontorio. Con la mirada clavada en la niebla y en la bruma, se preguntó cómo podría saber en qué momento la noche y el día duraban lo mismo, para poder celebrar la fiesta del Año Nuevo. Aquel año las tormentas de primavera habían sido inusualmente violentas; en el castillo, el estruendo del mar resonaba noche y día, sin dejar dormir ni a hombres ni a mujeres; hasta los perros aullaban lúgubremente.
Tintagel... había quienes aún creían que el castillo había sido edificado, en los riscos del largo arrecife que penetraba en el mar, por la magia del antiguo pueblo de los Ys. El duque Gorlois respondía, riendo, que si él hubiera tenido algo de esa magia la habría usado para impedir que el mar fuera invadiendo la costa año tras año. En los cuatro años transcurridos desde que llegara allí como esposa de Gorlois, Igraine había visto desmoronarse la buena tierra en el mar de Cornualles. Largos brazos de roca negra se adentraban en el océano desde la costa. Cuando brillaba el sol, el cielo y el agua resplandecían como las joyas con las que Gorlois la colmó el día en que supo que le iba a dar su primer hijo. Pero a Igraine no le gustaba lucirlas. La joya que pendía de su cuello le fue entregada en Avalón: una piedra lunar que reflejaba el fulgor azul del cielo y del mar; pero aquel día brumoso, incluso la piedra parecía ensombrecida.
En la niebla, los sonidos atraviesan largas distancias. Igraine, mientras miraba el mar, tuvo la sensación de estar oyendo pisadas de caballos y muías, sonido de voces. Voces humanas allí, en la aislada Tintagel.
Igraine se dio lentamente la vuelta para volver al castillo. Allí, en el último rincón del mundo, donde el mar devoraba interminablemente la tierra, era fácil creer en extensiones anegadas hacia el oeste. También se contaba que había estallado una gran montaña de fuego, muy al sur, devorando una gran extensión de tierra. Igraine nunca supo si creerlo o no.
Sí, indudablemente, oía voces en la niebla. No podían ser invasores llegados del mar o de las costas salvajes de Erin. Estaba lejos el tiempo en que se sobresaltaba ante una sombra o ante cualquier sonido extraño. El duque no era su marido: éste se encontraba lejos, en el norte, combatiendo contra los sajones al lado de Ambrosio Aureliano, gran rey de Britania. Si hubiera tenido la intención de volver, le habría mandado aviso.
Y no tenía nada que temer. De tratarse de jinetes hostiles, los guardias y los soldados de la fortaleza dejados por el duque para proteger a su esposa y a su hija, les hubieran detenido. Sólo un ejército habría podido pasar. ¿Y quién podía enviar un ejército contra Tintagel?
En otros tiempos, recordaba Igraine sin amargura mientras entraba lentamente en el patio, habría adivinado quién cabalgaba hacia su castillo. Pensarlo ya no la ponía triste. Desde el nacimiento de Morgana ya no lloraba por su hogar. Y Gorlois era bondadoso con ella. Había calmado el miedo y el odio que sintió al principio con joyas y hermosos objetos, trofeos de guerra; la rodeaba de damas para que la atendieran y la trataba siempre de igual a igual, salvo en los consejos de guerra. No se podía pedir más, a menos que se hubiera casado con un hombre de las Tribus. Y no había tenido elección. Una hija de la isla Sagrada tenía que hacer lo que fuera mejor para su pueblo: ya fuera entregar la vida en el sacrificio, ya renunciar a su virginidad en el sagrado matrimonio, ya casarse convenientemente para cimentar alianzas. Y esto era lo que había hecho Igraine al desposarse con el romanizado duque de Cornualles, que vivía a la usanza romana aunque ya no quedaran romanos en toda Britania.
Se quitó el manto de los hombros. Hacía calor en el patio, que la protegía del fuerte viento. Y allí, una figura se irguió ante ella, materializándose entre la niebla y la llovizna: su media hermana Viviana, la Dama del Lago, la Dama de la isla Sagrada.
—¡Hermana! —susurró, poniéndose las manos en el pecho—. ¿Estás aquí de verdad?
La expresión era de reproche. Las palabras parecieron perderse en el viento, más allá de las murallas.
«¿Has renunciado a la Videncia, Igraine? ¿Por voluntad propia?»
Ofendida por la injusticia, la joven replicó:
—Fuiste tú quien decretó que me casara con Gorlois...
Pero la silueta de su hermana se había fundido con las sombras. Nunca había estado allí. Igraine parpadeó: la breve aparición se había esfumado. Y luego se estremeció, sabiendo que el padre Columba consideraría aquello una obra del demonio cuando se confesara. Aunque allí, en el fin del mundo, los sacerdotes eran permisivos, una visión sería tratada como algo impuro.
Frunció el entrecejo. ¿Por qué pensar que una visita de su hermana era obra del diablo? El padre Columba podía decir lo que quisiera; tal vez su Dios fuera más sabio que él. Igraine pensó, con una sonrisa, que eso no era muy difícil. Quizás el padre se había hecho sacerdote de Cristo porque ninguna escuela de druidas habría aceptado entre sus filas a un hombre tan estúpido. Al parecer, al Dios cristiano no le preocupaba que un cura fuera estúpido siempre que pudiera farfullar su misa y leer y escribir un poco. Incluso ella, que no había tenido la voluntad de estudiar los misterios de la antigua religión, podía pasar por una señora instruida entre aquellos bárbaros romanizados.
En un cuarto que daba al patio, donde en los días despejados entraba el sol, estaba Morgause, su hermana menor, una joven de trece años, vestida con una burda túnica de lana sin teñir y una vieja capa sobre los hombros; hilaba con aire ausente, girando el huso para recoger la hebra de la rueca. En el suelo, junto al fuego, Morgana jugaba con un viejo huso, observando los erráticos movimientos que hacía al girar.
—¿Ya puedo dejar de hilar? —se quejó Morgause—. ¡Me duelen los dedos! ¿Por qué tengo que pasarme la vida hilando como si fuera una dama de compañía?
—Toda señora tiene que aprender a hilar —la regañó Igraine, como sabía que era su obligación—. Y tu hebra es una vergüenza: aquí fina, aquí gruesa... Cuando te habitúes a la labor te fatigarás menos. Los dedos doloridos indican que has sido perezosa, pues no se han encallecido con el trabajo.
Cogió el huso y la rueca y los utilizó con desenvoltura; bajo sus dedos experimentados, el hilo adquirió un grosor perfecto. Y de pronto se cansó de comportarse como correspondía.
—Bueno, ya puedes dejar la rueca; tendremos visita a primera hora de la tarde.
Morgause la miró fijamente.
—No he oído nada —comentó—. Ni siquiera a un jinete con un mensaje.
—No me sorprende, porque no lo ha habido —respondió Igraine—. Fue una visión. Viviana viene hacia aquí, acompañada por Merlín. —Supo esto sólo después de decirlo—. Lleva a Morgana con su niñera y ponte el vestido de fiesta, el teñido con azafrán.
La joven guardó prestamente el huso, pero se detuvo para mirarla fijamente.
—¿El vestido color azafrán? ¿Para recibir a mi hermana?
—A tu hermana no —corrigió Igraine—. A la Dama de la isla Sagrada y al Mensajero de los dioses.
Morgause bajó la mirada. Era una muchacha alta y fuerte que empezaba a desarrollarse y hacerse mujer. Tenía una espesa cabellera roja, como la de Igraine, y la cara llena de pecas. A los trece años ya era tan alta como su hermana. Recogió de mal grado a la niña y se la llevó, mientras su hermana ordenaba:
—Que la niñera le ponga un vestido de fiesta. Luego tráela para que Viviana la conozca.
Arriba, en su dormitorio, hacía frío; allí sólo se encendía el fuego en lo más crudo del invierno. Cuando Gorlois estaba ausente, Igraine compartía la cama con Morgana y con Gwennis, su doncella. A veces también Morgause dormía allí, bajo las pieles del cobertor. En el gran lecho matrimonial, con dosel y cortinas para protegerse de las corrientes de aire, había espacio suficiente para tres mujeres y una criatura.
La anciana Gwen dormitaba en un rincón. Igraine, sin despertarla, se quitó el vestido de lana sin teñir y se puso el de gala, adornado con una cinta de seda que Gorlois le había llevado de Londínium. Se puso unos anillos de plata, que tenía desde que era niña y que ahora sólo le entraban en los meñiques, y un collar de ámbar, regalo de Gorlois. Luego se trenzó el pelo, lo sujetó con un pasador dorado y prendió un broche de oro auténtico en un pliegue de su manto. Se estudió en el viejo espejo de bronce, regalo de boda de Viviana. Hacía ya un año que había destetado a Morgana y sus pechos habían vuelto a ser los de antes, quizá algo más suaves y henchidos, y había recuperado su antigua esbeltez.
Gorlois, a su regreso, querría volver a yacer con ella. Cediendo a sus súplicas, le había permitido continuar amamantando a la niña durante el verano, la estación en que morían tantos niños. Igraine sabía que estaba descontento por no haber tenido el varón que deseaba; los romanos cuentan su linaje por la rama masculina, lo cual era absurdo: ¿cómo se puede saber con exactitud quién había engendrado al hijo de una mujer? Claro que los romanos daban mucha importancia a saber quién se acostaba con sus mujeres; las tenían encerradas y bajo vigilancia.
Desde luego, Igraine no lo necesitaba: un solo hombre ya era suficientemente malo; ¿quién podía querer a otros, que quizá fueran peores?
Pero Gorlois, pese a sus deseos de tener un hijo varón, había sido indulgente: le permitió amamantar a Morgana y evitó su cama para que no perdiera la leche con otro embarazo. Por la noche se acostaba con Ettarr, su doncella de cámara. Ésta, embarazada a consecuencia de las visitas, había dado en pavonearse. ¿Sería ella la que diera un varón al duque de Cornualles? Igraine no le prestó atención, pues Gorlois ya tenía otros hijos bastardos. Pero cuando la muchacha cayó enferma y abortó, tuvo la prudencia de no preguntar a Gwen por qué estaba tan complacida. La anciana sabía mucho de hierbas. Igraine resolvió que algún día le haría decir qué había puesto exactamente en la cerveza de Ettarr.
Morgause la esperaba en la cocina, con su mejor vestido. Morgana, vestida de apagado color azafrán, parecía tan oscura como un picto. Era pequeña, morena y delicada, de huesos tan menudos como los de un pajarillo. ¿De quién lo habría heredado? Igraine y Morgause eran altas y pelirrojas, como todas las mujeres de las Tribus; Gorlois, aunque moreno, tenía la estatura y la delgadez aquilina de los romanos. Y también su dignidad, que le impedía manifestar algo más que indiferencia por su hija.
Mientras daba órdenes para que asaran carne y subieran vino de la bodega, oyó el cacareo asustado de las gallinas en el patio. Los jinetes habían cruzado a través del paso. Los criados estaban atemorizados, pero la mayoría se resignaba a la Videncia del ama. Ella la había fingido, empleando algunas triquiñuelas, para conservar aquel respeto. En aquel momento pensó: «Tal vez siempre la tuve. Tal vez sólo creí perderla porque me encontré débil y falta de energía durante el embarazo. Ahora he vuelto a ser la de siempre. Mi madre fue una gran sacerdotisa hasta el día de su muerte, a pesar de tener varios hijos. » Claro que su madre tuvo a sus hijos en libertad, como corresponde a una mujer de las Tribus, y de los padres que ella escogió, no como esclava de un romano cuyas costumbres le daban poder sobre mujeres e hijos.
Bajó lentamente al patio, donde los jinetes ya estaban desmontando. Su mirada se dirigió de inmediato a la única mujer: era menuda y ya había dejado atrás la juventud; vestía una túnica de hombre y calzas de lana, y estaba envuelta en capas y chales. Aunque cruzaron una mirada cordial a través del patio, Igraine fue a inclinarse ante el anciano alto y delgado que desmontaba de una mula huesuda. Llevaba las vestiduras azules de los bardos y una lira colgada del hombro.
—Os doy la bienvenida a Tintagel. señor Mensajero; vuestra presencia honra nuestro hogar.
—Gracias, Igraine —dijo con voz resonante, y Taliesin, Merlín de Britania, druida y bardo, unió las manos ante su rostro para luego extenderlas hacia ella en un gesto de bendición.
Una vez cumplido su deber, Igraine corrió hacia su media hermana. Iba a inclinarse también ante ella, pero Viviana se lo impidió.
—No, no, criatura. Ésta es una visita familiar. Ya tendrás tiempo para rendirme honores, si quieres.
—Estrechando a su hermana, le dio un beso en la boca—. ¿Ésta es la pequeña? Ya veo que tiene la sangre del pueblo antiguo. Se parece a nuestra madre, Igraine.
Viviana rondaba los treinta años; por ser la hija mayor, había sucedido a su madre como sacerdotisa, Dama del Lago y de la isla Sagrada. Alzó a Morgana con las manos expertas de la mujer acostumbrada a tratar con niños.
—Se parece a ti —observó Igraine, asombrada de no haberlo notado antes. Claro que no veía a Viviana desde su boda. Y habían pasado muchas cosas desde que, siendo una quinceañera asustada, la entregaran a un hombre que la doblaba en edad—. Pero pasad al salón, señor Merlín, hermana mía. Venid al calor.
Libre ya de las capas y los chales, con una túnica holgada y una daga en el cinturón, envueltas las piernas en gruesas calzas, Viviana era sorprendentemente diminuta, una niña con ropa de adulto. Su rostro pequeño y cetrino tenía forma triangular; el pelo era tan oscuro como las sombras de los acantilados.
También los ojos eran oscuros, grandes para una cara tan pequeña. Igraine nunca se había dado cuenta de lo pequeña que era.
Una criada les llevó la copa de los huéspedes: vino caliente, mezclado con lo que restaba de las especias compradas por Gorlois en los mercados de Londínium. Cuando Viviana la cogió entre las manos, Igraine parpadeó: de pronto parecía alta e imponente. Se la llevó lentamente a los labios, murmurando una bendición. Después de probar el contenido, la depositó en manos de Merlín. Éste la recibió con una profunda reverencia y la acercó a su boca. Igraine a su vez recibió la copa, bebió un sorbo y pronunció las palabras formales de bienvenida, sintiendo que también formaba parte de aquel bello y solemne ritual, aunque apenas se había adentrado en los Misterios.
Cuando dejó el recipiente a un lado, la emoción del momento pasó. Viviana volvió a ser una mujer menuda y cansada, v Merlín, sólo un anciano encorvado. Los condujo rápidamente hacia el fuego.
—Largo es el viaje en estos días desde las costas del mar
del Estío —comentó—. ¿Qué os trae por aquí, en época de tormentas primaverales, hermana y señora mía?
«¿Y por qué no viniste antes? ¿Por qué me dejaste sola, llena de miedo y nostalgia? ¿Por qué vienes ahora, demasiado tarde cuando ya estoy resignada a la sumisión?»
—En verdad, la distancia es larga —dijo Viviana con suavidad, e Igraine comprendió que la sacerdotisa había oído, como siempre, las palabras no dichas junto con las pronunciadas—. Y éstos son tiempos peligrosos, hija mía. En estos años te has hecho mujer, aunque te hayas sentido solitaria. Pero si hubieras escogido el camino del sacerdocio habrías sufrido la misma soledad, querida Igraine. —Luego se agachó, suavizando la expresión—. Claro que sí, puedes sentarte en mi regazo, pequeña.
Y alzó a Morgana. Igraine la observó con extrañeza y algún resentimiento, pues la niña, generalmente tan tímida como un conejo silvestre, se acomodó en el regazo de su tía.
—¿Y Morgause? Cómo ha crecido desde que te la envié, hace un año. —Miró a la hermana menor, que estaba entre las sombras que producía el fuego con gesto resentido—. Acércate a besarme, hermana. Ah, vas a ser tan alta como Igraine. Sí, siéntate a mis pies si quieres, niña.
Morgause, mohína como un cachorro a medio adiestrar, apoyó la cabeza en el regazo de Viviana. Igraine notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
«Nos tiene a todos en sus manos. ¿De dónde surge tanto poder? Acaso sea que Morgause no ha conocido a otra madre. » La madre que, demasiado anciana para tener hijos, había muerto al dar a luz. Meses antes, Viviana había tenido una criatura que no sobrevivió, y fue ella quien amamantó a Morgause.
Morgana se había acurrucado en su regazo; Morgause apoyó en su rodilla la cabeza sedosa y pelirroja, que la sacerdotisa acarició.
—Habría venido a veros cuando nació Morgana —dijo—, pero yo también estaba embarazada. Aquel año di a luz a un varón. Lo he dado a criar y creo que su madre adoptiva lo mandará con los monjes. Es cristiana.
—¿No te molesta que se críe como cristiano? —preguntó Morgause—. ¿Es hermoso? ¿Cómo se llama?
—Le di el nombre de Balan —dijo Viviana, riendo—. Y su hermano adoptivo se llama Balin. Como se llevan apenas diez días, no dudo que se criarán como gemelos. Y no, no me molesta que lo eduquen como cristiano, porque su padre lo era y Priscila es una buena mujer. Dijiste que el viaje hasta aquí era largo, Igraine; créeme, hija, es más largo ahora que cuando te casaste con Gorlois. Tal vez sea igual desde la isla de los Sacerdotes, en la que crece el Santo Espino, pero la distancia es mucho mayor desde Avalón...
—Y por eso hemos venido —dijo Merlín de repente. Su voz sonó como el tañido de una gran campana, asustando a Morgana.
—No comprendo —dijo Igraine, súbitamente inquieta—. Si las dos islas están tan cerca...
—Las dos son una —corrigió Merlín irguiéndose—, pero los seguidores de Cristo dicen que no hay más Dios que el suyo; que Él creó el mundo, que lo gobierna solo y que solo hizo las estrellas y el resto de la creación.
Igraine se apresuró a hacer la señal sagrada contra la blasfemia.
—Pero eso es imposible —aseguró—. Ningún dios puede, por sí solo, gobernarlo todo. ¿Y qué hay de la Diosa, la Madre... ?
Viviana, con su voz serena y queda, dijo:
—Creen que no hay ninguna Diosa, pues dicen que el principio de la mujer es el principio de todo mal. A través de la mujer, dicen, entró el Mal en este mundo. Los judíos tienen una leyenda sobre una manzana y una serpiente.
—La Diosa los castigará —musitó Igraine impresionada—. ¿Y vosotros me casasteis con uno de ellos?
—Entonces ignorábamos que su blasfemia fuera de tal magnitud —explicó Merlín—. En nuestros tiempos hubo seguidores de otras deidades, pero todos respetaban a los dioses ajenos.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con la distancia desde Avalón? —preguntó Igraine.
—Llegamos así al motivo de nuestra visita —dijo Merlín—. Pues como bien saben los druidas, son las creencias de la humanidad las que configuran el mundo y la realidad. Hace mucho tiempo, cuando los seguidores de Cristo llegaron a nuestra isla, comprendí que estábamos en un momento crucial, un momento que cambiaría el mundo.
Morgause miró al anciano con ojos llenos de respeto.
—¿Tan viejo eres, venerable?
—Estos asuntos son demasiado complicados para la niña, venerable padre —observó Viviana con un leve reproche—. No es ssacerdotisa. Lo que Merlín quiere decir, hermana, es que él vivía cuando los cristianos llegaron aquí y le fue permitido reencarnarse de inmediato para completar su obra. Son misterios que no tienes por qué tratar de entender. Continúa, padre.
—Comprendí que era uno de esos momentos en que cambia la historia de la humanidad. Los cristianos pretenden borrar toda sabiduría que no sea la suya, y en ese empeño están haciendo desaparecer todo misterio que no concuerde con su fe religiosa. Han declarado herejía el hecho de que los hombres vivimos más de una existencia, verdad que reconoce hasta el último de los campesinos...
—Pero si no creen que haya más de una existencia —protestó Igraine—, ¿cómo evitan la desesperación? ¿Qué dios justo haría desgraciados a algunos y felices y prósperos a otros, si les diera una sola vida?
—No lo sé —reconoció Merlín. Por un momento cerró los ojos y las arrugas de su rostro se acentuaron—. El caso es que sus opiniones están alterando este mundo, no sólo en el aspecto espiritual, sino también en el material. Como niegan el mundo del espíritu y los reinos de Avalón, estos reinos dejan de existir para ellos. Existen, por supuesto, pero no en el mismo mundo que los seguidores de Cristo. Avalón, la isla Sagrada, no está muy lejos de donde estaba cuando nosotros, los de la antigua fe, permitimos a los monjes que construyeran su capilla y su monasterio en Glastonbury. Trataré de hacértelo sencillo, Igraine.
Mira. —Se quitó la torques de oro del cuello y luego desenvainó su daga—. ¿Puedo poner este bronce y este oro en el mismo lugar al mismo tiempo?
La joven parpadeó sin comprender.
—No, desde luego. Puedes ponerlos juntos, pero no en el mismo lugar.
—Lo mismo sucede con la isla Sagrada —dijo Merlín—. Hace cuatrocientos años, aun antes de que los romanos intentaran la conquista, los sacerdotes nos hicieron un juramento: que jamás se alzarían contra nosotros empuñando las armas, pues estábamos aquí antes y entonces ellos eran débiles y suplicantes. Tengo que reconocer que han respetado ese juramento. Pero en espíritu, en sus plegarias, nunca han dejado de luchar contra nosotros para que su Dios expulsara a los nuestros, para imponer su sabiduría. Y según creen los hombres, así se configura su mundo. Por eso los mundos que en otros tiempos eran uno solo se están separando.
»Ahora hay dos Britanias, Igraine: la suya, bajo su único Dios y Cristo; y junto, con y detrás de ésta, el mundo donde aún impera la Gran Madre, donde el pueblo antiguo eligió vivir y rezar. Ha sucedido antes. Hubo un tiempo en que el pueblo de los duendes, los refulgentes, se retiró de nuestro mundo, adentrándose más y más en las brumas, de tal forma que sólo un vagabundo casual puede pasar la noche entre los elfos y, de hacerlo así, el tiempo no pasaría por él, y al salir, después de una sola noche, descubría que todos los suyos han muerto, pues aquella noche podría haber durado doce años. Y te digo, Igraine, que ahora está volviendo a suceder. Nuestro mundo, gobernado por la Diosa y el Astado, su consorte, está siendo separado del curso principal del tiempo. Incluso ahora, Igraine, si un viajero parte hacia la isla de Avalón, a menos que conozca muy bien el camino o lleve guía, no llegará nunca; sólo encuentra la isla de los Sacerdotes. Para la mayoría de los hombres, nuestro mundo se ha perdido en las brumas del mar del Estío. Esto comenzó a suceder aun antes de que se retiraran los romanos; ahora, a medida que las iglesias cubren la totalidad de Britania, nuestros mundos se alejan más y más. Y si no se les detiene, llegará el día en que habrá dos mundos, sin que nadie pueda ir y venir entre ambos...
—¡Así sea! —interrumpió Viviana, enfadada—. Sigo pensando que tendríamos que permitirlo. No quiero vivir en un mundo de cristianos que reniegan de la Madre...
—Pero ¿qué pasará con los otros, los que vivirán en la desesperación? —La voz de Merlín volvió a sonar como un gran tañido—. No: es preciso mantener un sendero abierto, aunque sea secreto. Hay partes del mundo que siguen siendo una misma. Los sajones cabalgan por ambos mundos...
—Los sajones son bárbaros y crueles —dijo Viviana—. Las Tribus, por sí solas, no pueden expulsarlos de estas costas. Merlín y yo hemos visto que Ambrosio no permanecerá mucho tiempo de este mundo; le sucederá su duque guerrero, el Pendragón; Uther, lo llaman. Pero hay muchos en este país que no le seguirán. Necesitamos un jefe que atraiga a todos los habitantes de Britania. De lo contrario, caerá todo el país; durante cientos y cientos de años estaremos bajo los bárbaros sajones. Los mundos se apartarán irrevocablemente y de Avalón ni siquiera quedará una leyenda que ofrezca esperanzas a la humanidad. Sólo ese líder nos hará uno.
—Pero ¿dónde hallaremos a ese rey? —preguntó Igraine—. ¿Quién nos dará ese líder?
Y de pronto tuvo miedo, pues Merlín y la sacerdotisa se volvieron a mirarla. Sus ojos parecieron inmovilizarla, como a una avecilla la sombra de un gran halcón.
Cuando Viviana habló, su voz sonó muy queda.
—Tú, Igraine. Tú gestarás a ese gran rey.
2
En el salón reinaba el silencio, salvo por el leve crepitar del fuego. Por fin Igraine suspiró profundamente, como si acabara de despertar.
—¿Qué me estáis diciendo? ¿Que Gorlois será el padre de ese gran rey?
Vio que su hermana y el mago intercambiaban una mirada. También vio el leve gesto con que la sacerdotisa acallaba al anciano.
—No, señor Merlín: esto ha de ser dicho de mujer a mujer... Gorlois es romano, Igraine. Las Tribus no seguirían al hijo de un romano; sólo a un vástago de la isla Sagrada, verdadero hijo de la Diosa. Pero necesitamos el apoyo de romanos, celtas y cimbrios, y éstos sólo seguirán a su Pendragón, hijo de un hombre en el que confían. Ha de ser hijo tuyo, Igraine... pero el padre será Uther Pendragón.
Igraine los miró fijamente, comprendiendo, y la ira se abrió paso lentamente a través del aturdimiento. Entonces estalló:
—¡ No! Ya tengo un esposo y le he dado una hija. No permitiré que sigáis jugando con mi vida. Me casé como me ordenasteis... y nunca sabréis...
Las palabras se le atascaron en la garganta. No había manera de contarles aquel primer año. Ni siquiera Viviana llegaría a saberlo. Y aunque lo comprendiera no cambiaría de idea, no exigiría menos de ella. Demasiadas veces le había oído decir: «Si tratas de evitar tu destino o retrasar el sufrimiento, sólo te condenas a sufrirlo doblemente en otra vida. » Por eso no dijo nada; se limitó a mirar a Viviana con el sofocado resentimiento de esos últimos cuatro años. Pero negó tercamente con la cabeza.
—Escúchame, Igraine —dijo Merlín—. Yo te engendré, aunque eso no me da ningún derecho; es la sangre de la Dama la que confiere realeza, y tú eres de la sangre real más antigua de la isla Sagrada. Está escrito en las estrellas, hija mía, que sólo un nacido de dos realezas, la de las Tribus y la de Roma, librará nuestra tierra de toda esta contienda. Ha de haber una paz que permita a estos dos pueblos morar juntos. De lo contrario, nuestro mundo se esfumará en las brumas; puede que, durante milenios la Diosa y los misterios sagrados sean olvidados por la humanidad, salvo por los pocos capaces de ir y venir entre los mundos. ¿Lo permitirías, Igraine? ¿Tú, que naciste de la Dama de la isla Sagrada y de Merlín de Britania?
Igraine inclinó la cabeza, protegiendo la mente contra la ternura de esa voz. Sabía desde siempre, sin que nadie se lo hubiera dicho, que Taliesin, el Merlín de Britania, había compartido con su madre la chispa de vida que la creó, pero una hija de la isla Sagrada no mencionaba tales cosas. Una hija de la Dama pertenecía sólo a la diosa y nadie piadoso podía reclamar su paternidad. El hecho de que Taliesin utilizara este argumento la impresionó profundamente.
Aun así dijo con terquedad, negándose a mirarlo:
—Si os era preciso, ¿no podríais haber utilizado vuestros hechizos para que Gorlois fuera proclamado Gran Dragón? De ese modo, cuando nuestro hijo naciera tendríais a vuestro gran rey.
El anciano negó con la cabeza, pero fue Viviana quien habló delicadamente:
—No darás ningún hijo varón a Gorlois, Igraine.
—¿Qué? ¿Acaso eres la Diosa para decidir la fertilidad de las mujeres? —acusó la joven con violencia, aun sabiendo que sus palabras eran infantiles—. Gorlois ha engendrado varones en otras mujeres. ¿Qué me impide darle uno nacido dentro del matrimonio, como él desea?
Viviana no respondió. Sólo dijo, con voz muy suave:
—¿Amas a Gorlois?
Igraine clavó la vista en el suelo.
—Eso no tiene nada que ver. Es una cuestión de honor. Él ha sido amable conmigo. Me permitió conservar a Morgana cuando ella era lo único que tenía en mi soledad. Ha sido paciente, lo cual no ha de ser fácil para un hombre de su edad. Quiere un hijo varón; lo considera importantísimo para su vida y su honor, y no voy a negárselo. Si acaso alumbro un hijo, será el hijo del duque Gorlois y de ningún otro hombre viviente. Lo juro por...
—¡Silencio! —La voz de la sacerdotisa acalló las palabras de su hermana como el fuerte tañido de una gran campana—. Te lo ordeno. Igraine: no jures, si no quieres ser perjura por siempre.
—¿Y por qué piensas que no voy a cumplir mi palabra? ¡Se me enseñó a ser fiel! ¡Yo también soy hija de la isla Sagrada, Viviana! No me trates como si fuera una criatura balbuciente, como a Morgana, que no entiende ni una palabra...
La niña, al oír su nombre, se incorporó bruscamente. La Dama del Lago, sonriendo, le acarició el pelo oscuro.
—No creas que esta pequeña no comprende. Los niños saben más de lo que suponemos. En cuanto a ésta... bueno, eso pertenece al futuro y no tengo que mencionarlo delante de ella, pero quién sabe si un día no será también una gran sacerdotisa.
—¡Nunca! Aunque tenga que hacerme cristiana para impedirlo —estalló Igraine—. ¿Creéis que os voy a permitir conspirar contra la vida de mi hija como habéis conspirado contra la mía?
—Paz, Igraine —dijo Merlín—. Eres libre, como lo es todo hijo de los dioses. No hemos venido a ordenar, sino a suplicarte. No, Viviana —dijo levantando la mano para impedir que la Dama lo interrumpiera—. Igraine no es un indefenso juguete del destino. Creo que, cuando lo sepa todo, decidirá lo correcto.
Morgana había empezado a revolverse en el regazo de su tía. Ésta la aquietó arrullándola con suavidad, pero Igraine se levantó para hacerse cargo de la niña, airada y furiosa. Notaba los ojos ardientes de lágrimas. No tenía más que a Morgana, y ahora también ella estaba cayendo víctima del encanto de Viviana, como todos los demás.
—Levántate de inmediato, Morgause —dijo ásperamente a la muchacha, que aún tenía la cabeza en el regazo de la Dama—. Sube a tu cuarto. Ya eres casi una mujer y no puedes comportarte como una niña malcriada.
Morgause levantó la cabeza, apartándose el pelo rojo de la cara mohína.
—¿Por qué escogiste a Igraine para tus planes, Viviana? —preguntó—. No quiere tomar parte. Pero yo soy mujer y también soy hija de la isla Sagrada. ¿Por qué no me escogiste a mí para Uther, el Pendragón? ¿Por qué no puedo ser la madre del gran rey?
Merlín sonrió.
—¿Te lanzarías tan implacablemente a los brazos del destino, Morgause?
—¿Por qué Igraine sí y yo no? No tengo esposo.
—Hay un rey en tu futuro y muchos hijos varones. Pero tienes que conformarte con eso, muchacha.
Nadie puede vivir el destino ajeno. Tu destino y el de tus hijos dependen de ese gran rey. Más que eso no puedo decir —aseveró el anciano—. Ya es suficiente, Morgause.
Igraine, con la pequeña en brazos, se sintió mas dueña de sí. —Estoy faltando a la hospitalidad, hermana, mi señor Merlín —dijo con voz inexpresiva—. Permitid que mis criados os acompañen a las alcobas que hemos preparado para vosotros. Se os llevará vino y agua para lavaros; al caer el sol se preparará
una comida.
Viviana se levantó. Su voz era formal y correcta. Por un momento, Igraine se sintió aliviada; volvía a ser la señora de su casa, no ya una criatura pasiva, sino la esposa de Gorlois, duque de Cornualles.
—Hasta el anochecer, pues, hermana mía.
Los servidores se llevaron a los huéspedes. Igraine, en su alcoba, acostó a Morgana en la cama y dio en pasearse, nerviosa por lo que había oído.
Uther Pendragón. No lo había visto nunca, pero Gorlois encomiaba con frecuencia su valor. Era sobrino de Ambrosio Aureliano, gran rey de Britania, pero, a diferencia de éste, era britano de pura cepa, sin rastros de sangre romana, de modo que los cimbrios y las Tribus no vacilaban en seguirlo. Había pocas dudas de que algún día Uther sería escogido gran rey. Como Ambrosio no era joven, ese día no podía estar muy lejos.
«Y yo sería reina... ¿En qué estoy pensando? ¿Sería capaz de traicionar a Gorlois y mi honor?»
Al levantar el espejo de bronce vio a su hermana detrás, en el umbral de la puerta. Viviana se había quitado los pantalones que usaba para montar y vestía una túnica suelta de lana sin teñir. Se le acercó, alzando la mano para tocarle el pelo.
—Pequeña Igraine. No tan pequeña, ahora —dijo con ternura—. ¿Sabías, pequeña, que yo te di ese nombre? Grainné, como la diosa de los fuegos de Beltane... ¿Cuánto hace que no prestas servicio a la Diosa en Beltane?
Igraine esbozó una leve sonrisa.
—Gorlois es romano y cristiano. ¿Crees que en su casa pueden celebrarse los ritos de Beltane?
—No, supongo que no —reconoció Viviana con sentido el humor—. Pero en tu lugar no creería imposible que tus criaos escapen en el solsticio de verano para encender fogatas y holgar bajo la luna llena. Claro que el señor y la señora de una casa cristiana no pueden hacerlo, a la vista de sus sacerdotes y de su adusto Dios.
—No hables así del Dios de mi esposo, es un Dios de amor —dijo Igraine secamente.
—¿Eso crees? Sin embargo, ha hecho la guerra a todos los demás dioses y mata a quienes no lo adoran. Guárdeme yo de semejante amor. En virtud de los votos que una vez pronunciaste, podría reclamarte que hicieras lo que te he indicado en nombre de la Diosa y la isla Sagrada...
—Oh. magnífico —exclamó la joven con sarcasmo—. Ahora mi Diosa me exige que haga de puta, mientras Merlín de Britania y la Dama del Lago me hacen de alcahuetes.
Los ojos de Viviana lanzaban chispas. Dio un paso hacia delante y, por un momento, pareció que iba a abofetearla.
—¡Cómo te atreves! —dijo. Aunque su voz era queda, pareció levantar ecos en toda la habitación. Morgana, medio dormida bajo la manta de lana, se incorporó con un grito, súbitamente asustada.
—Ahora has despertado a la niña —protestó Igraine, sentándose en el borde de la cama para tranquilizarla.
Poco a poco, la cara de Viviana fue perdiendo el arrebol. Por fin se sentó junto a su hermana.
—No me has comprendido, Grainné. ¿Crees que Gorlois es inmortal? Te digo, hija, que he procurado leer en las estrellas los destinos de quienes serán vitales para Britania en los años venideros, y el nombre de Gorlois no está escrito en ellas.
La joven notó que le temblaban las rodillas.
—¿Uther lo matará?
—Uther no tomará parte en su muerte, te lo juro. Pero piensa, hija. Tintagel es una gran fortaleza. Cuando Gorlois ya no pueda retenerlo, ¿cuánto tardará Uther Pendragón en ordenar a uno de sus duques que se apodere del castillo y la mujer que lo habita? Antes Uther que uno de sus hombres.
—¿No puedo regresar a la isla Sagrada y pasar el resto de mi vida en Avalón, como sacerdotisa?
—No es ése tu destino, pequeña. —La voz de Viviana era otra vez tierna—. No puedes huir de tu destino. Tienes un papel asignado en la salvación de esta tierra, pero el camino de Avalón está definitivamente cerrado para ti. ¿Caminarás hacia tu destino o será preciso que los dioses te arrastren hacia él?
Y añadió sin aguardar respuesta:
—No falta mucho. Ambrosio Aureliano agoniza. Ahora sus duques se reunirán para escoger a un gran rey. Y no hay nadie, salvo Uther, en quien puedan confiar. Conque él será Pendragón y gran rey a la vez. Y necesitará un hijo.
Igraine tenía la sensación de estar dentro de una trampa que cerraba sobre ella.
—Si tanta importancia le das, ¿por que no lo haces tu misma? ¿ Por qué no procuras atraer a Uther con tus hechizos y concibes a ese rey predestinado?
Para sorpresa suya, Viviana vaciló largo rato antes de decir:
—Crees que no lo he pensado? Pero olvidas lo vieja que soy Igraine. Tengo treinta y nueve años; ya dejé atrás la edad de la procreación.
En el espejo de bronce que aún tenía en la mano, Igraine vio el reflejo de su hermana, distorsionado y deforme, fluido como el agua; de pronto la imagen se aclaró, para luego empañarse y desaparecer.
—¿Eso crees? —dijo—. Sin embargo, te predigo que tendrás otro hijo.
—Espero que no. Tengo más edad que nuestra madre cuando murió al nacer Morgause. Ya no podría escapar de ese destino. Este año participaré por última vez en los ritos de Beltane; después entregaré mi puesto a una mujer más joven y pasaré a ser la anciana, la hechicera. Soñaba con entregar a Morgause el lugar de la Diosa...
—¿Por qué, pues, no la retuviste en Avalón para que fuera sacerdotisa?
La Dama se mostró muy triste.
—No es apta. Bajo la capa de la Diosa no ve el incesante sacrificio, el sufrimiento, sino sólo poder. Ese camino no es para ella.
—No creo que tú hayas sufrido —objetó Igraine.
—No sabes nada. Tú tampoco elegiste ese camino. Yo, que le he entregado mi vida, afirmo que sería más sencillo vivir como simple campesina, bestia de carga y hembra de cría. Agradece a la Diosa que tu destino sea otro.
Igraine pensó, en silencio: «¿Crees que ignoro el sufrimiento, el soportar en silencio, después de estos cuatro años?» Pero no dijo nada. Viviana se había inclinado tiernamente hacia Morgana para acariciarle el pelo sedoso.
—Ah, Igraine, no sabes cuánto te envidio. Toda la vida he deseado tanto una hija... Pero sólo tuve una niña, la que murió, y mis hijos varones están lejos. —Se estremeció—. Bueno, es mi destino y trataré de obedecerlo, como tú intentarás obedecer al yo. Sólo te pediré una cosa, Igraine, dejo el resto en manos de quien es dueña de todos nosotros. Gorlois, a su regreso, tendrá que ir a Londínium para la elección del gran rey. Y tú tienes que ingeniártelas para acompañarlo.
Su hermana se echó a reír.
—¡Qué poco me pides, pero es más difícil que cualquier otra cosa! ¿Crees que Gorlois cargaría a sus hombres con la tarea de acompañar a una joven esposa hasta Londínium? Me gustaría ir, de verdad, pero él me llevará cuando crezcan higos y naranjas en la huerta de Tintagel.
—Aun así tienes que ingeniártelas para acompañarlo y buscar a Uther Pendragón.
La joven volvió a reír.
—¿Y me harás un bebedizo para enamorarlo irresistiblemente?
Viviana le acarició los rizos rojos.
—Eres joven, hermana. No creo que tengas conciencia de tu belleza. Dudo que Uther necesite de un encantamiento.
Igraine sintió que su cuerpo se contraía en un extraño espasmo de miedo.
—Quizá fuera mejor que me dieras el bebedizo a mí, para que no lo rechace.
Su hermana, con un suspiro, tocó la piedra lunar que le pendía del cuello, y dijo:
—Esto no es un regalo de Gorlois.
—No; me lo regalaste en mi boda, ¿recuerdas? Dijiste que fue de mi madre.
—Dámela —Viviana buscó bajo la cabellera rizada para desabrochar la cadena—. Cuando esta piedra te sea devuelta, Igraine, recuerda lo que he dicho y haz lo que la Diosa te indique.
La joven contempló la piedra en manos de la sacerdotisa. Luego suspiró, pero sin protestar. «No le he prometido nada, nada», se dijo fieramente.
—¿Irás a Londínium para la elección de ese gran rey, Viviana?
La sacerdotisa negó con la cabeza.
—Voy a la tierra de otro monarca que tiene que combatir al lado de Uther pero que aún no lo sabe. Ban de Armórica, en la Britania menor, ha sido nombrado gran rey de su país; sus druidas le han dicho que tiene que cumplir con el gran rito y se me envía para oficiar el sagrado matrimonio.
—Creía que Britania era tierra cristiana.
—Oh, así es —confirmó Viviana, indiferente—, y sus sacerdotes tocarán las campanas. Pero el pueblo no aceptará a un rey que no se haya comprometido al gran sacrificio.
Igraine aspiró profundamente.
—Es tan poco lo que sé...
—Antaño —explicó la Dama—, el gran rey juraba que, si el país sufría un desastre o corrían tiempos peligrosos, él moriría para que la tierra pudiera vivir. Y si se negaba al sacrificio, la tierra perecería. Una parte de Britania menor también se ha encerrado en las brumas y ya es imposible hallar el gran altar de piedra. El camino que conduce al templo ya no se puede encontrar, a menos que se conozca el sendero a Karkan. Pero el rey Ban ha jurado impedir que los mundos sigan apartándose y mantener abiertas las puertas de los Misterios. Por eso se someterá al matrimonio sagrado con la tierra. Resulta adecuado que mi último servicio a la Madre, antes de ocupar mi lugar entre las hechiceras, sea ligar su tierra a Avalón. Por eso he de ser la Diosa ante él, en este misterio.
Guardó silencio, pero el cuarto parecía colmado con el eco de su voz. Luego se inclinó para alzar a la niña dormida, abrazándola con gran ternura.
—Aún no es doncella, ni yo hechicera —dijo—. Pero somos las Tres, Igraine. Juntas componemos a la Diosa, que está aquí, presente entre nosotros.
La joven se preguntó por qué no había incluido a su hermana Morgause. Estaban tan abiertas la una a la otra que Viviana oyó esas palabras como si las hubiera pronunciado en voz alta. Dijo en un susurro (e Igraine la vio estremecerse):
—La Diosa tiene un cuarto rostro que es secreto. Tendrías que rogarle, como yo le ruego, que Morgause nunca utilice ese rostro.
3
Igraine tenía la sensación de llevar una eternidad cabalgando bajo la lluvia. El trayecto a Londínium era como un viaje al fin del mundo.
Hasta entonces había viajado poco: sólo de Avalón a Tintagel. Comparó a la niña temerosa y desesperada de aquel primer viaje con la mujer actual. Ahora montaba junto a Gorlois, quien se tomaba el trabajo de contarle algo sobre las tierras que atravesaban; ella reía y bromeaba, y por la noche, en la tienda, iba de buena gana a su lecho. De vez en cuando echaba de menos a Morgana, preguntándose cómo estaría. Pero resultaba grato verse libre otra vez, volver a ser una muchacha, sin la torpeza de la verdadera juventud. Y lo estaba disfrutando. Ni siquiera le molestaba la incesante lluvia que oscurecía las colinas distantes, obligándolos a viajar envueltos en una leve bruma.
—¿Estás fatigada, Igraine?
La voz de Gorlois sonaba suave y atenta. ¡No era, desde luego, el ogro que parecía en aquellos primeros días de terror, cuatro años atrás! Ahora estaba envejeciendo; tenía el pelo y la barba canosos (aunque se afeitaba cuidadosamente, a la manera romana), y la piel curtida por las cicatrices de muchos años de combate, lo que hacía conmovedor su deseo de complacerla. Nunca había sido cruel con ella. Sí, sabía poco sobre el cuerpo de la mujer y cómo utilizarlo, mas eso no parecía ahora crueldad, sino sólo torpeza.
Le sonrió con alegría:
—No, en absoluto. Creo que podría seguir interminablemente. Pero con tanta bruma, ¿no es posible que nos extraviemos y no lleguemos nunca a Londínium?
—No temas —contestó con gravedad—. Mis guías son muy buenos y conocen cada palmo del camino. Y antes de que caiga la noche llegaremos a la antigua vía romana que conduce al centro mismo de la ciudad. Así que hoy dormiremos bajo techo y en una cama decente.
—Será un placer volver a dormir en una cama decente —dijo Igraine, pudorosa.
Tal como esperaba, vio el súbito rubor que encendía el rostro de su marido. Pero él apartó la mirada, casi como si le tuviera miedo. Y ella disfrutó de ese poder recién descubierto.
Mientras cabalgaba a su lado, reflexionó sobre el cariño de repente le inspiraba Gorlois: cariño mezclado con pena, como si hubiera llegado a quererlo sólo ahora, al saber que tenía que perderlo. De un modo u otro, era consciente de que sus días junto a él estaban contados, y recordó cómo supo por primera vez que iba a morir.
Para advertirla de su llegada, él le había enviado a un mensajero, un hombre de ojos suspicaces que lo espiaban todo; obviamente, si él hubiera tenido una esposa joven habría llegado a su casa sin darle aviso, con la esperanza de sorprenderla en alguna falta o en un gasto extravagante. Igraine, que se sabía irreprochable, le dio una buena acogida, sin prestar atención a sus miradas impertinentes. Podía interrogar a los criados cuanto quisiera; le dirían que, a excepción de su hermana y Merlín, no había recibido a nadie en Tintagel.
Cuando el hombre hubo partido, ella se detuvo en el momento de cruzar el patio, afectada por un miedo sin causa: una sombra caía sobre ella en pleno sol. Y en aquel momento vio a Gorlois, sin caballo ni cortejo. Estaba más flaco, más envejecido, ojeroso y demacrado. En la mejilla tenía un corte que ella no recordaba.
—¡Esposo mío! —exclamó—. ¿Qué te trae hasta aquí de esta manera, solo y sin armas? ¿Estás enfermo? ¿Estás...?
Y entonces se interrumpió y su voz se desvaneció en el aire, pues allí no había nadie, sólo la luz caprichosa de las nubes, el mar y las sombras, y el eco de su voz.
Durante el resto de aquel día trató de tranquilizarse, diciéndose que era sólo una visión, como la que le había advertido sobre la llegada de Viviana. Pero Gorlois no poseía la videncia. Lo que había visto era su fantasma, su doble, el precursor de su muerte.
Cuando él apareció por fin, sano e indemne, ella intentó desprenderse del recuerdo. Gorlois no estaba herido ni desanimado; por el contrario, llegaba de muy buen humor, con regalos Para ella y hasta un collar de cuentas de coral para Morgana.
Después de revolver en los sacos del botín, le dio a Morgause una capa roja.
—Debió de pertenecer a alguna ramera sajona—comentó riendo y pellizcando a la muchacha bajo la barbilla—. Está bien que la luzca una decente doncella britana. El color te va. hermana. Cuando hayas crecido un poco, serás tan guapa como mi esposa.
Morgause, entre risitas y mohines, posó con su capa nueva. Más tarde, cuando la pareja se disponía a acostarse, Gorlois dijo ásperamente:
—Es preciso que casemos a esa niña cuanto antes, Igraine. Es un putoncete al que se le iluminan los ojos ante todo lo que tenga forma masculina. ¿Viste cómo miraba a mis soldados más jóvenes, a mí mismo? ¡No quiero que alguien así deshonre a mi familia y dé mal ejemplo a mi hija!
Igraine respondió con delicadeza. No podía olvidar que había visto la muerte de Gorlois y no quería discutir con un condenado. Además, a ella también le avergonzaba la conducta de su hermana menor.
«Así que va a morir. Bueno, no hace falta ser profeta para saber que un hombre de cuarenta y cinco años, tras haberse pasado la vida combatiendo con los sajones, no vivirá para ver crecer a sus hijos. No voy a creer por eso el resto de las tonterías que se me han dicho. Ni pretenderé que él me lleve a Londínium.»
Pero al día siguiente, mientras desayunaban, él habló bruscamente.
—¿No te extraña que haya regresado tan repentinamente, Igraine?
Tras la noche pasada, ella se sentía confiada y le sonrió.
—¿Cómo cuestionar la fortuna que me devuelve a mi esposo tras un año de ausencia? Espero que se deba a que las costas están libres de sajones y nuevamente en manos britanas.
Él sonrió con aire distraído. Luego la sonrisa desapareció.
—Ambrosio Aureliano está agonizando. La vieja águila se irá pronto y no hay ningún aguilucho que vuele en su lugar. Todos los reyes britanos han sido convocados para reunirse en Londínium, a fin de elegir al gran rey y jefe guerrero; yo también he de ir. Será una gran reunión, Igraine, y muchos de los duques y reyes llevarán a sus esposas. ¿Querrías acompañarme?
—¿A Londínium?
—Sí, si te atreves a hacer un viaje tan largo y a separarte de la niña. Preferiría no volver a separarme de ti, ni siquiera durante unos días.
.
«Tienes que ingeniártelas para ir a Londínium con él», había dicho Viviana. Y ahora resultaba innecesario pedirlo. Igraine tuvo una súbita sensación de pánico, como si montara un caballo desbocado. Para disimular su confusión bebió un sorbo de cerveza.
—Iré, si así lo deseas.
Dos días después iban camino del este, rumbo a Londínium y al campamento de Uther Pendragón y del moribundo Ambrosio, para la elección del gran rey.
A media tarde llegaron a la vía romana, lo cual les permitió viajar con más celeridad, y aquel mismo día divisaron las afueras de Londínium. Igraine nunca había imaginado que en un mismo lugar pudieran reunirse tantas casas; por un momento se sintió sofocada.
—Pasaremos esta noche en la casa de uno de mis soldados —dijo Gorlois— y mañana nos presentaremos en la corte de Ambrosio.
Aquella noche, sentados ante el fuego, ella le preguntó:
—¿Quién crees que va a ser el próximo gran rey?
—¿Qué puede importarle a una mujer quién gobierne?
Igraine le sonrió de soslayo.
—Aunque sea mujer, Gorlois, tengo que vivir en esta tierra. Y me gustaría saber a qué tipo de hombre seguirá mi esposo, en la paz y en la guerra.
—¡Paz! ¿Qué paz puede haber, con tantos pueblos salvajes como vienen a nuestras ricas costas? Tenemos que unir todas nuestras fuerzas para defendernos. Son muchos los que querrían lucir la capa de Ambrosio. Lot de Orkney, por ejemplo; hombre rudo, pero digno de confianza, jefe enérgico y buen estratega. Pero aún está soltero y no tiene descendencia. Es joven para ser gran rey pero, de esa edad, es el hombre más ambicioso que he conocido. Y Uriens, de Gales del norte. No tiene problemas de descendencia, pues ya tiene hijos varones, pero carece de imaginación: quiere hacerlo todo como se hizo siempre; dice que, si funcionó una vez, volverá a funcionar. Y sospecho que no es buen cristiano.
—¿A cuál elegirías tu?
Él suspiró.
—A ninguno. He seguido a Ambrosio toda mi vida y seguiré a quien él haya escogido. Es una cuestión de honor, y el hombre de Ambrosio es Uther. No hay más que decir, aunque Uther no me guste. Es un libertino, con diez o doce bastardos Ninguna mujer está segura cerca de él. Va a misa porque 10 hace el ejército y porque es lo apropiado. Prefiero un pagano sincero a un cristiano que lo es sólo por el provecho que de ello puede sacar.
—Sin embargo, lo respaldarás.
—Oh. sí. Es muy buen militar y los hombres lo seguirían hasta el infierno si fuera preciso. No escatima esfuerzos para hacerse querer por el ejército. Tiene mucho talento e imaginación. Consiguió un acuerdo con las tropas del tratado y este otoño logró que combatieran junto a nosotros. Sí, lo apoyaré. Pero eso no significa que me guste.
Mientras escuchaba, Igraine se dijo que Gorlois había revelado más sobre sí mismo que sobre los otros candidatos a gran rey. Por fin dijo:
—¿Nunca has pensado...? Eres el duque de Cornualles y Ambrosio os aprecia. ¿No podrías ser el elegido?
—Creedme, Igraine: no quiero la corona. ¿Deseas ser reina?
—No lo rechazaría —respondió recordando la profecía de Merlín.
—Lo dices porque eres demasiado joven para entender lo que eso significa —aseveró Gorlois con una sonrisa—. En otros tiempos, cuando era más joven... pero no quiero pasarme el resto de la vida combatiendo. Y para el gran rey no hay paz, aun cuando los enemigos abandonen nuestras costas, porque entonces comienzan a guerrear sus amigos, aunque sólo sea por sus favores. No, no habrá corona para mí. Y cuando tengas mi edad, te alegrarás de ello.
Mientras Gorlois hablaba, Igraine notó un escozor en los ojos. Así pues, aquel duro soldado, el hombre sombrío al que ella había temido, estaba ahora tan cómodo con ella que hasta le revelaba en parte sus anhelos. Deseó con todo su corazón que pudiera pasar sus últimos años al sol, viendo jugar a sus hijos. Pero aun en aquel momento, en el parpadeo del fuego, creía ver la sombra ominosa de la fatalidad que le seguía.
Aquella noche apenas durmió, dando vueltas y vueltas en la cama extraña, oyendo la serena respiración de Gorlois. Hacia la mañana cayó en un sueño inquieto; soñó con un mundo entre brumas, con la costa de la isla Sagrada, que retrocedía más y más entre la niebla. Le parecía ir remando en una barca, exhausta, buscando la isla de Avalón. Pero aunque la costa le era familiar, en el templo de su sueño no estaba la Diosa sino que se elevaba un crucifijo, y un coro de monjas cristianas vestidas de negro cantaba uno de esos himnos dolientes. Despertó llorando con angustia. Al incorporarse, oyó por doquier el tañido de campanas de iglesia.
Gorlois también se irguió.
—Es la iglesia en la que Ambrosio oye misa. Vístete pronto Igraine, e iremos juntos.
Mientras ella se ceñía un corselete de seda, por encima de la sobreveste de lino, un servidor desconocido llamó a la puerta pidiendo hablar con la señora Igraine, esposa del duque de Cornualles. Cuando le hizo la reverencia, recordó haberlo visto años antes, guiando la barca de Viviana. Al acordarse de su sueño, notó un escalofrío.
—Vuestra hermana os envía esto de parte de Merlín —dijo—; con la recomendación de que lo uséis y recordéis vuestra promesa. Nada más. —Y le entregó un paquete pequeño, envuelto en seda.
—¿Qué es, Igraine? —preguntó Gorlois, acercándose desde atrás con el entrecejo fruncido—. ¿Quién te envía regalos? ¿Reconoces al mensajero?
—Es uno de los hombres de mi hermana, de la isla de Avalón—explicó ella.
Iba a desenvolver el regalo, pero Gorlois se lo quitó con rudeza, diciendo:
—Mi esposa no recibe regalos de mensajeros que me son desconocidos.
Igraine abrió la boca, indignada; su reciente ternura desapareció en un solo instante.
—Vaya, es la piedra azul que llevabas cuando nos casamos —comentó él, intrigado—. ¿De qué promesa se trata? ¿Cómo llegó esta piedra a manos de tu hermana, si en verdad es ella quien la envía?
La joven aguzó el ingenio para mentir deliberadamente por Primera vez en su vida.
—Cuando mi hermana vino de visita, le di la piedra y la cadena para que hiciera arreglar el cierre en Avalón. Y la promesa de que hablaba es cuidar mejor de mis joyas. ¿Me devolverás ahora el collar, esposo mío?
El le entregó la piedra lunar, ceñudo.
—Tengo artesanos que lo habrían compuesto sin sermonearte, tu hermana ya no tiene derecho a hacerte reproches. Tienes que comportarte como una mujer adulta, depender menos de tu hogar.
—Bueno, ahora he recibido dos sermones —replicó Igraine mientras se abrochaba la cadena—. Uno de mi hermana y otro de mi esposo, como si fuera una niña ignorante.
Aún creía ver, sobre la cabeza de Gorlois, la sombra de su muerte, el temido fantasma de los condenados. De pronto pidió con fervor no haber concebido un hijo suyo, no gestar el vástago de un hombre condenado. Sintió un frío glacial.
—No te enfades conmigo, Igraine —dijo Gorlois acariciándole el pelo—. Trataré de recordar que ya no eres una criatura de quince años, sino una mujer de diecinueve. Ven. Tenemos que prepararnos para la misa del rey.
La iglesia era pequeña y modesta; dentro, en el interior frío y húmedo, se habían encendido las lámparas. Igraine se alegró de haberse puesto la gruesa capa de lana.
—¿Está el rey aquí? —preguntó.
—Acaba de entrar: está en aquel asiento, delante del altar —murmuró Gorlois inclinando la cabeza.
Lo reconoció de inmediato por la oscura capa roja con la que cubría una túnica profusamente bordada y un tahalí cubierto de piedras preciosas. Ambrosio Aureliano parecía tener unos sesenta años; era alto, enjuto y se afeitaba a la manera romana, pero caminaba encorvado, como si tuviera alguna herida interna. Quizá en otros tiempos había sido apuesto; ahora tenía la cara amarilla y arrugada, el bigote caído y el pelo gris. Lo acompañaban dos o tres consejeros o reyes menores: uno que supuso que era Uriens de Gales del norte, y otro más delgado y apuesto, ricamente vestido, con el pelo oscuro y corto, a la manera romana.
Igraine se preguntó si el segundo sería Uther, el compañero y posible heredero de Ambrosio. Durante el largo oficio aquél permaneció junto al rey, siempre atento, aunque Igraine, acostumbrada a leer en las expresiones, vio que no estaba pendiente del servicio ni del sacerdote, sino de sus pensamientos; cuando el envejecido monarca tropezó, el hombre esbelto y moreno le ofreció el brazo. En una ocasión, volvió la cabeza para mirar directamente a Gorlois y sus ojos se encontraron brevemente con los de Igraine. Eran negros, bajo espesas cejas del mismo color, y la joven sintió una repentina repulsa. Si aquél era Uther, no tendría nada que ver con él; una corona era un precio demasiado bajo por estar a su lado. Debía de ser mayor de lo que parecía, pues aquel hombre no aparentaba más de veinticinco años.
Ya iniciado el oficio, se produjo un pequeño alboroto cerca de la puerta. Entró en la iglesia un hombre alto y marcial, ancho de hombros, aunque esbelto, seguido por cuatro o cinco soldados. El cura prosiguió sin alterarse, pero el diácono apartó la mirada de los Evangelios frunciendo el entrecejo. El hombre alto se descubrió la cabeza revelando un pelo claro, va ralo en la coronilla, y avanzó por entre la congregación. «Oremos», dijo el sacerdote. Al arrodillarse, Igraine vio que el hombre alto y rubio estaba a su lado inclinando la cabeza piadosamente.
No la levantó durante toda la larga ceremonia; incluso cuando la congregación empezó a acercarse al altar para recibir el pan y el vino consagrados, él no se movió. Gorlois tocó a su esposa en el hombro y ella lo acompañó. Los cristianos sostenían que la esposa tenía que seguir en la fe a su marido; si iba mal preparada a la comunión, ese Dios que tenían podía culpar a Gorlois.
Al volver a su asiento vio que el hombre alto levantaba la cabeza. Gorlois lo saludó secamente y continuó su marcha. El hombre miró a Igraine, y por un momento fue como si se riera de ambos; ella se descubrió sonriendo. Luego, ante un ceñudo gesto de censura de Gorlois, fue a arrodillarse mansamente a su lado. Pero notó que el rubio la observaba. A juzgar por su sayo de cuadros, al estilo del norte, debía de ser Lot de Orkney, el que Gorlois consideraba joven y ambicioso. Entre los norteños los había tan rubios como los sajones.
Terminada la bendición, el sacerdote y sus diáconos se retiraron, portando el gran crucifijo y el Libro Santo. Igraine buscó al rey con la mirada. Estaba macilento y cansado y, apoyado pesadamente en el brazo del joven moreno que lo había sostenido durante toda la misa, se volvía ya para abandonar la iglesia.
—Lot de Orkney no pierde tiempo, ¿verdad, mi señor de Cornualles?—comentó el hombre rubio del sayo de cuadros—. No se separa de Ambrosio, siempre dispuesto a servirlo.
«Conque éste no es el duque de Orkney, como yo pensaba», se dijo Igraine.
Su esposo asintió con un gruñido.
—¿Es vuestra señora esposa, Gorlois?
Hosco y de mala gana, Gorlois hizo las presentaciones.
—Igraine, querida mía, he aquí a nuestro duque de guerra: Uther, a quien las Tribus llaman Pendragón, por su estandarte.
Ella le hizo una reverencia, parpadeando asombrada. ¿Aquel hombre desgarbado y rubio como los sajones era Uther Pendragón? ¿Podía ser aquél el cortesano destinado a suceder a Ambrosio? ¿Aquel torpe que entraba interrumpiendo la Santa Misa? El hombre tenía la mirada clavada, no en su cara, sino algo más abajo: en la piedra lunar que pendía sobre su pecho.
Gorlois, que también había reparado en la dirección de su mirada, dijo:
—Tengo que presentar a mi esposa al rey; buenos días os dé Dios, señor.
Y lo dejó sin aguardar más saludo. Cuando estuvieron a cierta distancia comentó:
—No me gustó la manera en que te miraba, Igraine. No es hombre al que deba tratar una mujer decente. Evítalo.
—No me observaba a mí, esposo mío —advirtió ella—, sino la joya que luzco. ¿Ambiciona riquezas?
—Ese hombre lo codicia todo —replicó Gorlois secamente.
Alcanzaron al grupo real caminando tan deprisa que el fino calzado de Igraine tropezaba con las piedras de la calle. Ambrosio, rodeado de sacerdotes y consejeros, tenía el aspecto de un anciano cualquiera que, enfermo, hubiera ido a misa en ayunas: necesitaba comida y un lugar donde sentarse. Caminaba con una mano apoyada en el costado, como para aliviar un dolor. Pero sonrió a Gorlois con sincera cordialidad. Entonces Igraine comprendió por qué toda Britania había abandonado sus rencillas para servirle y arrojar a los sajones.
—Gorlois, ¡qué pronto has vuelto de Cornualles! Tenía pocas esperanzas de verte aquí antes del consejo... o en este mundo. —Su voz sonaba débil y agitada, pero le tendió los brazos al duque de Cornualles, quien lo abrazó con cautela.
—¡Estáis enfermo, señor! ¡Tendríais que haberos quedado en cama!
Ambrosio dijo, con una pequeña sonrisa:
—Pronto tendré que quedarme allí. Y me temo que durante mucho tiempo. Ven a desayunar conmigo, Gorlois, y cuéntame cómo va todo en tu tranquila campiña.
Los dos hombres continuaron la marcha, e Igraine los siguió. Al otro lado del rey caminaba el hombre moreno y delgado, vestido de escarlata: Lot de Orkney. Una vez en su casa e instalado en una silla cómoda, Ambrosio llamó a Igraine con una seña.
—Bienvenida a mi corte, señora Igraine. Me dice tu esposo que eres hija de la isla Sagrada.
—Así es, señor —confirmó tímidamente.
—Entre mis consejeros tengo alguno de tu pueblo; a mis sacerdotes no les gusta que vuestros druidas gocen de la misma consideración que ellos, pero yo les digo que unos y otros sirven al Altísimo, cualquiera que sea el nombre que le den. Y la sabiduría es sabiduría, no importa cómo se adquiere —aseveró Ambrosio sonriéndole—. Ven, Gorlois, siéntate a mi lado.
Igraine tomó asiento en el banco acolchado, con la sensación de que Lot de Orkney rondaba el lugar como el perro apaleado que desea congraciarse con su amo. ¿Amaba a su rey o sólo quería estar cerca del trono, para recibir un reflejo de su poder? Notó que Ambrosio, aunque instaba cortésmente a sus invitados a comer el buen pan de trigo, la miel y el pescado fresco, sólo aceptaba trozos de pan remojado en leche. También reparó en el débil color amarillo que le manchaba el blanco del ojo. «Ambrosio agoniza», había dicho Gorlois; obviamente, no era más que la verdad. Y Ambrosio también lo sabía, a juzgar por sus palabras.
—Me han llegado noticias de que los sajones han hecho una especie de pacto con los del norte —dijo el monarca—. Esta vez, la lucha puede afectar a Cornualles. Uriens, tú tal vez tengas que guiar tus ejércitos por la tierra del oeste; tú y Uther, que conoce bien las colinas galesas. Es posible que la guerra llegue a tu apacible campiña, Gorlois.
—Pero estáis protegido por las costas y los acantilados —apuntó Lot de Orkney, con voz suave—. Con ese largo arrecife, Tintagel se puede defender.
—Cierto —dijo Gorlois—. Pero hay lugares donde se puede desembarcar. Y aunque no llegaran al castillo, hay granjas, sembrados y buenas tierras. Puedo defender la fortaleza, mas ¿qué será de los campesinos?
—Me parece que un señor, duque o rey, tendría que hacer algo más que la guerra —dijo Ambrosio—. Pero no sé qué. Nunca he tenido tiempo para averiguarlo. Quizá lo hagan nuestros hijos.
En la sala contigua se produjo una súbita conmoción. Luego entró el rubio y alto Uther, con un par de perros sujetos por unas enredadas correas. Se detuvo en la puerta para desenmarañarlas pacientemente y, después de entregárselas a su criado, entró.
—Os pasáis la mañana molestándonos, Uther —dijo Lot rencoroso—. Primero, al cura durante la Santa Misa; y ahora, al rey.
¿Os he molestado, señor? Os suplico perdón —dijo Uther sonriente.
El rey alargó la mano sonriendo también, como ante el hijo favorito.
—Se te perdona, Uther; pero haz que se lleven esos perros, por favor. Ven a sentarte, muchacho.
Ambrosio se levantó con dificultad. Igraine notó que el recién llegado lo abrazaba con delicadeza y deferencia. «Realmente ama al rey —pensó—, no es sólo ambición.»
Gorlois se disponía a cederle su puesto, pero el rey le indicó que no se moviera. Uther estiró sus largas piernas por encima del banco y se sentó junto a Igraine, que apartó sus faldas al verlo tambalearse. «¡Qué torpe es! Como un cachorro grande y amistoso.» Se sirvió pan y pescado; luego ofreció a la joven una cucharada de miel, que ella rehusó cortésmente.
—No me gustan los dulces —dijo.
—No los necesitáis, señora.
Igraine notó que su mirada estaba otra vez fija en su pecho. ¿Acaso nunca había visto una piedra lunar? ¿O contemplaba la curva de sus senos?
Era alto y rubio, su piel se mantenía firme, sin arrugas. El olor de su transpiración era limpio y fresco como el de un niño. Sin embargo, ya no era tan joven; el pelo claro comenzaba a ralear. Ella sintió un extraño desasosiego, algo que no había experimentado antes; su muslo estaba junto al suyo en el banco y era muy consciente de esta circunstancia, como si fuera una parte separada de su cuerpo. Con la mirada gacha, dio un pequeño mordisco al pan con mantequilla mientras escuchaba a su esposo, que discutía con Lot lo que sucedería si la guerra llegaba al oeste.
—Los sajones son luchadores, sí —intervino Uther—, pero combaten de manera más o menos civilizada. En cambio, los del norte están locos; se lanzan al combate desnudos y gritando. Es importante adiestrar a las tropas para que resistan sin aterrorizarse.
—En eso las legiones romanas nos llevaban ventaja —comentó Gorlois—, pues no eran campesinos reclutados para luchar, sino soldados vocacionales, bien disciplinados. Lo que necesitamos son legiones. Tal vez si recurriéramos al emperador...
—El emperador ya tiene suficientes problemas —dijo Ambrosio, sonriendo levemente—. Si queremos legiones para Britania, Uther, tendremos que adiestrarlas nosotros mismos.
—Imposible —aseguró Lot—. Nuestros hombres combatirán para defender sus hogares y por lealtad a los jefes de su clan, pero no por un gran rey o emperador. Me cuesta persuadir a mis hombres para que me sigan al sur; si aquí no hay sajones, dicen con parte de razón, ¿por qué tenemos que combatirlos allí?
—¿No comprenden que si los detenemos ahora, quizá nunca lleguen a su tierra? —dijo Uther, acalorado.
Lot alzó una mano riendo.
—¡Calma, Uther! Yo lo sé; son mis hombres los que lo ignoran.
Gorlois apuntó con voz ronca:
—Tal vez convendría reponer las guarniciones en la gran muralla del norte, a fin de defender tus tierras de los sajones, Lot.
—No podemos desperdiciar tropas para eso —objetó Uther, impaciente—. ¡No podemos prescindir de ningún soldado adiestrado! Tal vez tengamos que permitir que los pueblos aliados defiendan las costas sajonas, mientras nosotros presentamos resistencia en el país del Estío. De ese modo, no podrán durante el invierno saquear nuestros campamentos, como hicieron hace tres años, pues no conocen el camino que rodea las islas.
Igraine escuchaba con atención; como hija del país del Estío, sabía que durante el invierno los mares inundaban la tierra. Lo que en verano era transitable, aunque pantanoso, en invierno se trocaba en lagos y mares interiores. Incluso a un ejército invasor le costaría adentrarse por allí, como no fuera durante la canícula.
—Es lo que me dijo Merlín —manifestó Ambrosio—, y nos ha ofrecido un lugar para acampar allí nuestros ejércitos.
Uriens adujo con voz ronca:
—No me gusta abandonar las costas sajonas a las tropas aliadas. Los sajones, sajones son; sólo respetan un juramento mientras les conviene. Creo que nuestra peor equivocación fue el pacto de Constantino con Vortigern...
—No —dijo el rey—. Constantino dio tierras a Vortigern y sus sajones combatieron para defenderlas, porque son agricultores.
—Pero ahora son tantos que exigen más tierras —dijo Uriens—. Y si no se las damos, amenazan con venir a cogerlas. Por si no bastara pelear contra los sajones de ultramar, ahora tenemos que combatir con los que trajo Constantino.
—Basta —pidió Ambrosio alzando una mano huesuda—. No puedo remediar los errores de quienes murieron antes de mi nacimiento.
—Me parece —dijo Lot— que lo mejor sería expulsar a los sajones de nuestros reinos y luego fortificarnos para impedir que vuelvan.
—No creo que sea posible —advirtió el rey—. Algunos viven aquí desde los tiempos de sus abuelos y no abandonarán el suelo que les pertenece por derecho. Tampoco debemos violar el tratado. Si peleamos entre nosotros dentro de Britania, ¿cómo tendremos fuerzas para combatir cuando nos invadan desde fuera? Además, entre los sajones aliados hay cristianos; ellos lucharán a nuestro lado contra los salvajes y sus dioses paganos.
Lot sonrió irónicamente:
—Creo que los obispos de Britania tenían razón cuando se negaron a enviar misioneros a los sajones de nuestras costas. Demasiados problemas nos causan ya en esta tierra para que soportemos también sus toscas bravatas en el cielo.
—Creo que tenéis una idea equivocada del cielo —dijo una voz familiar.
Igraine experimentó una sensación extraña y buscó con la mirada a quien había hablado. Vestía una simple túnica gris, de corte monacal. Aunque nunca habría reconocido a Merlín con ese atuendo, su voz era inconfundible.
—¿Creéis realmente que las disputas y las imperfecciones de la humanidad continuarán en el más allá, Lot?
—La verdad es que nunca he hablado con nadie que hubiera estado en el cielo, señor Merlín, y creo que vos tampoco. Pero habláis con la sabiduría de un sacerdote. ¿Acaso habéis tomado las órdenes a vuestra avanzada edad?
Merlín respondió, riendo:
—Tengo algo en común con vuestros sacerdotes: he dedicado mucho tiempo a separar las cosas humanas de las divinas. Y al terminar descubro que no hay tanta diferencia.
—¿Y por qué combatimos, pues? —preguntó Uther con una gran sonrisa, siguiendo la corriente al anciano—. Si en el Cielo se resolverán todas nuestras diferencias, ¿por qué no deponemos las armas y abrazamos a los sajones como a hermanos?
Merlín volvió a sonreír cordialmente.
—Así será cuando todos nos hayamos perfeccionado, señor Uther. Mientras tanto, hemos de cumplir nuestra parte en el juego de esta vida mortal. Pero este país necesita paz para que los hombres puedan pensar, no en la guerra, sino en el Cielo.
Uther se echó a reír.
—Poco me agrada sentarme a pensar en el Cielo, anciano. Soy guerrero, lo he sido toda mi vida y ruego que se me permita vivir batallando, como corresponde a todo hombre que no sea monje.
—Cuidaos de lo que pedís en vuestras oraciones —advirtió
Merlín, clavándole una mirada penetrante—, pues los dioses con seguridad os lo darán.
-—No quiero llegar a viejo para pensar en el Cielo y en la paz—insistió Uther—. Me parece muy aburrido. Quiero guerra, saqueo y mujeres. ¡Mujeres, sí! Y los sacerdotes no aprueban nada de eso.
Gorlois dijo:
—Pues entonces no sois mucho mejor que los sajones, ¿verdad, Uther?
—Hasta vuestros sacerdotes dicen que tenemos que amar a nuestros enemigos, Gorlois. —El interpelado alargó un brazo por detrás de Igraine para dar una palmada en la espalda de su esposo—. Y yo amo a los sajones, que me dan lo que quiero de la vida. Cuando tenemos un poco de calma, como ahora, podemos disfrutar de los festines y de las mujeres. Después, de nuevo a la lucha, como corresponde a un hombre hecho y derecho.
—Podéis pensar así porque sois joven, Uther. Cuando tengáis mi edad, vos también estaréis harto de la guerra —manifestó Gorlois con seriedad.
El Pendragón rió entre dientes.
—¿Vos también estáis harto de la guerra, mi señor Ambrosio?
El rey sonrió; parecía muy fatigado.
—Poco importa, Uther, pues Dios, en su sabiduría, ha querido enviarme guerra durante todos mis días y he de cumplir su voluntad. Puede que en tiempos de nuestros hijos tengamos paz suficiente para preguntarnos por qué combatimos.
Lot de Orkney intervino, con su voz suave y equívoca:
—Vaya, nos hemos puesto filosóficos, el señor Merlín, mi rey; incluso vos, Uther, os metéis en filosofías. Pero seguimos sin decidir qué haremos con los salvajes que nos atacan desde el este y el oeste, y con los sajones de nuestras costas. Ya sabemos que no habrá ayuda de Roma; si queremos legiones, tenemos que adiestrarlas. Y creo que necesitamos también a un César propio.
Un hombre al que Igraine había oído llamar Héctor intervino:
—Los cesares gobernaron bien Britania en nuestros tiempos, pero ya vemos cuál es el peor defecto de los imperios: cuando hay problemas en su territorio de origen, retiran las legiones y nos dejan en manos de los bárbaros. Magno Máximo...
—Él no era emperador —corrigió Ambrosio, sonriendo—. Marchó con sus legiones hacia Roma porque deseaba que se le proclamara, pero sus ambiciones quedaron en nada, salvo algunas bonitas leyendas. En vuestras colinas galesas, Uther, ¿no se habla aún de Magno el grande, que volverá con su gran espada, a la cabeza de sus legiones, para rescatarnos de los invasores?
—En efecto —rió Uther—. Le achacan la antigua leyenda del rey que fue y el rey que volverá, para salvar a su pueblo en el peor momento.
—Tal vez sea eso lo que necesitamos —propuso Héctor, sombrío—: un rey de leyenda.
Merlín habló serenamente.
—Vuestro sacerdote diría que el único rey que fue y será es Cristo Celestial.
El otro rió con aspereza.
—Cristo no puede conducirnos a la batalla. Sin intención de blasfemar, mi señor, los soldados tampoco seguirían el estandarte de un Príncipe de la paz.
—Quizá tendríamos que buscar a un rey que les haga pensar en las leyendas —insinuó Uther.
En el salón se hizo el silencio. Igraine, que oía por primera vez las discusiones de los hombres, pudo leer en sus pensamientos lo que todos percibían en la pausa: la seguridad de que el monarca allí sentado no llegaría al verano. ¿Cuál de ellos ocuparía su alto sitial el año próximo?
Ambrosio apoyó la cabeza en el respaldo. Fue la señal para que Lot dijera, con su celo acostumbrado:
—Estáis fatigado, señor; os hemos cansado. Permitid que llame a vuestro chambelán.
El rey le sonrió con suavidad.
—Pronto tendré mucho descanso, primo.
Pero hasta el esfuerzo de hablar fue excesivo. Lanzando un suspiro largo y trémulo, permitió que Lot le ayudara a levantarse. Los hombres se dividieron en grupos para discutir en voz baja.
El hombre llamado Héctor se acercó a Gorlois.
—El señor de Orkney no pierde oportunidad de fortalecer su posición fingiendo solicitud hacia el rey.
—Lot no quiere que Ambrosio pueda expresar sus preferencias, que muchos respetarían. Yo entre ellos, Héctor.
—Cómo no? Ambrosio no tiene hijos varones ni puede nombrar un heredero, pero sabe que tiene que guiarnos con su deseo. Uther no me satisface, tiene demasiadas ganas de vestir la púrpura de los cesares, pero aun así es mejor que Lot. Si se tratara de elegir entre dos males...
Gorlois asintió lentamente.
—Nuestros hombres seguirán a Uther. Pero las Tribus no querrán a nadie tan romanizado. Obedecerían a Orkney.
—Lot no tiene madera de gran rey —aseguró Héctor—. Es preferible perder el apoyo de las Tribus que el de todo el país. Lo dividiría en facciones enfrentadas para ser el único que contara con la confianza de todos. —Escupió—. Ese hombre es una víbora.
—Pero sabe persuadir. Tiene talento, valor e imaginación.
—También Uther. Y es el preferido de Ambrosio.
Gorlois apretó los dientes.
—Cierto, cierto. El honor me obliga a cumplir su voluntad. Pero preferiría que hubiera elegido a un hombre cuya moral estuviera a la altura de su valor. No confío en Uther, pero... —negó con la cabeza, mirando a Igraine—. Pequeña, esto no puede interesarte en absoluto. Haré que mi escudero te escolte hasta casa.
Ella se dejó conducir sin protestas. Tenía mucho en que pensar. Los ojos de Uther, fijos en ella, llenaban sus pensamientos. ¡Cuánto la había mirado! No, a ella no: a la piedra lunar. ¿Acaso Merlín la había encantado?
«¿Debo hacer la voluntad de Merlín y de Viviana? ¿Debo entregarme a Uther sin resistencia, como antes a Gorlois?» La idea le disgustaba. Sin embargo... aún sentía el contacto de Uther en la mano, la intensidad de sus ojos grises.
Al llegar a su alojamiento guardó la piedra en la limosnera que llevaba atada a la cintura y se sentó a hilar. «Qué tontería —pensó—; no creo en esas viejas leyendas de encantamientos y filtros de amor.» Ya era una mujer de diecinueve años y tenía esposo; hasta era posible que estuviera gestando el hijo varón que él deseaba. Y si tuviera el capricho de comportarse lascivamente, había hombres más atractivos que aquel gran patán, desaliñado como los sajones y con modales de norteño.
¿Sería posible que lo eligieran gran rey?
Igraine dejó caer el huso en el regazo, pensando en la profecía de Viviana: que el hijo engendrado en ella por Uther salvaría el país, imponiendo la paz entre los pueblos en guerra. Por lo que había oído aquella mañana en la mesa del rey, estaba convencida de que tal monarca sería difícil de hallar.
Recogió el huso, exasperada. No era posible esperar a que un niño aún no concebido llegara a la edad adulta. Lo necesitaban ahora. Merlín estaba obsesionado por las antiguas leyendas. Era absurdo pensar que un hijo de Uther podía ser otro Magno el grande.
Más tarde, aquel mismo día, oyó doblar una campana y, al poco rato, entró Gorlois, triste y desalentado.
—Acaba de morir Ambrosio —dijo—. La campana dobla por él.
Igraine, al ver el dolor en su rostro, intentó consolarle.
—Era anciano —dijo— y recibió mucho amor. Aunque lo acababa de conocer, pude ver que era la clase de hombre a quien todos aman y siguen.
Su marido suspiró pesadamente.
—Es cierto. Y no tenemos a nadie como él para que lo reemplace; nos ha dejado sin guía. ¿Qué será ahora de nosotros?
Poco después le indicó que le preparara su mejor ropa.
—Al atardecer se oficiará una Misa de réquiem y yo tengo que asistir. Tú también, Igraine.
La joven se puso el otro vestido y trenzó su cabellera con una cinta de seda. Luego comió un poco de pan y queso. Gorlois no quiso probar bocado, diciendo que prefería rezar y ayunar hasta que su rey fuera sepultado.
Igraine no lo entendía. En la isla Sagrada le habían enseñado que la muerte era tan sólo la puerta a otro nacimiento; ¿por qué los cristianos temblaban de miedo ante la idea de partir hacia su paz eterna? Recordó al padre Columba con sus salmos luctuosos. Sí: su Dios era también un Dios de miedo y de castigo.
Siguió con estas cavilaciones cuando acompañó a Gorlois a misa y mientras oía el cántico lastimero del sacerdote sobre el juicio de Dios y el día de la ira, en que el alma se enfrentaría a la condena eterna. A medio himno vio que Uther Pendragón, arrodillado al fondo de la iglesia, alzaba las manos para cubrirse la cara pálida y disimular los sollozos; poco después salía de la iglesia. Se dio cuenta de que Gorlois la estaba mirando con dureza y bajó la mirada para seguir oyendo piadosamente aquellos himnos interminables.
Pero al terminar la misa, cuando los hombres se agruparon frente a la iglesia, su marido la presentó a la esposa del rey Uriens de Gales del norte, una matrona rolliza y solemne, y a la de Héctor, que se llamaba Flavila y era una mujer sonriente, no mucho mayor que la misma Igraine. Dedicó un momento a charlar con ellas, pero su mente divagaba por otros derroteros; la cháchara de las mujeres le interesaba poco y su actitud piadosa la aburría. Le preguntaron por su hija y comentaron la eficacia de los amuletos de bronce contra las fiebres de invierno y las ventajas de poner en la cuna un misal para evitar el raquitismo.
—Lo que causa el raquitismo es la mala alimentación __dijo Igraine—. Mi hermana, que es sacerdotisa y curandera, me ha dicho que ninguna criatura sufre de raquitismo si su madre está sana y lo amamanta durante dos años completos.
—Yo digo que eso son estúpidas supersticiones —aseguró Gwyneth, le esposa de Uriens—. El misal es sagrado y eficaz contra todas las enfermedades, pero sobre todo contra las de los pequeños, que han sido bautizados contra los pecados de sus padres y no han cometido ninguno.
Igraine hizo un gesto de impaciencia y no quiso discutir semejantes tonterías. Las mujeres continuaron hablando de los encantamientos contra las enfermedades infantiles, mientras ella miraba a un lado y a otro, buscando la oportunidad de abandonarlas. Pasado un rato se les unió otra señora, y las mujeres la incluyeron inmediatamente en su conversación, sin hacer caso a Igraine. Ésta aprovechó para escabullirse discretamente, y tras decir (sin que nadie la oyera) que iba en busca de Gorlois, caminó hacia la parte trasera de la iglesia.
Allí había un pequeño cementerio y, más atrás, un manzanar de ramas blanqueadas por las flores, pálidas a la luz crepuscular. Igraine agradeció el perfume fresco de los manzanos, pues los olores de la ciudad le resultaban molestos, ya que al igual que los perros, los hombres orinaban en las calles adoquinadas. Detrás de cada puerta había un muladar maloliente donde se arrojaba de todo, desde sucios juncos malolientes y carne podrida hasta el contenido de los orinales. En Tintagel también había restos de comida y excrementos, pero ella los hacía enterrar cada pocas semanas y el olor limpio del mar lo borraba todo.
Caminó lentamente por el manzanar. Algunos árboles eran muy viejos, de troncos retorcidos y ramas inclinadas hacia el suelo. De pronto oyó un leve ruido; había un hombre sentado en una rama. No la vio, pues tenía la cabeza gacha y la cara escondida entre las manos; a juzgar por su pelo claro, era Uther Pendragón. Cuando Igraine estaba a punto de alejarse discretamente, sabiendo que no querría testigos de su dolor, el hombre oyó su paso ligero y levantó la cabeza.
—¿Sois vos, la señora de Cornualles? —Torció la cara con ironía—. Ahora podéis correr a contar al bravo Gorlois que el duque de guerra de Britania se ha escondido para llorar como una mujer.
Ella se le acercó inmediatamente, preocupada por su expresión enfadada y a la defensiva.
—¿Creéis acaso que Gorlois no sufre, señor? Frío y sin corazón habría de ser un hombre para no llorar por el rey que ha amado toda su vida. Si yo fuera hombre no seguiría a la batalla a ningún jefe que no llorara por sus muertos queridos, por los camaradas caídos y hasta por los enemigos valientes.
Uther aspiró profundamente, limpiándose la cara con la manga bordada de la túnica. Luego dijo:
—Vaya, es verdad. Cuando era joven maté en combate al jefe sajón Horsa, después de muchas batallas en que me había desafiado y había conseguido escapar, y lloré su muerte, pues era un valiente. Pero en los años transcurridos he llegado a sentirme demasiado viejo para llorar por lo que no tiene remedio. Y no obstante..., cuando oí a ese santo padre hablar del juicio y la condenación eterna ante el trono de Dios, recordé lo bueno y piadoso que era Ambrosio, y casi lamenté no poder escuchar sin condenarme a los sabios druidas, que no hablan de castigo sino de lo que cada uno atrae hacia sí por su manera de vivir.
Ella le alargó la mano, diciendo:
—No creo que los sacerdotes de Cristo sepan más que cualquier otro mortal sobre lo que hay después de la muerte. Solamente los dioses lo saben. En la isla Sagrada, donde me crié, nos dicen que la muerte es siempre la puerta de una vida nueva y de mayor sabiduría. Aunque no conocí bien a Ambrosio, me gusta pensar que ahora está aprendiendo, a los pies de su Dios, la verdadera sabiduría.
Sintió que la mano de Uther tocaba la suya y que éste decía en la oscuridad:
—Así ha de ser. Dicen que Cristo nos fue enviado para que nos enseñara, no la justicia de Dios, sino su amor.
Guardaron silencio largo rato. Luego Uther dijo: —¿Dónde aprendisteis tanta sabiduría, Igraine? En nuestra iglesia tenemos mujeres santas, pero no están casadas ni se mueven entre nosotros, los pecadores.
—Nací en la isla de Avalón; mi madre era sacerdotisa del Gran Templo.
—Avalón —repitió él—. Se encuentra en el mar del Estío, ¿verdad? Esta mañana estuvisteis en el consejo, así que ya sabéis que tenemos que ir allí. Merlín ha prometido llevarme ante el rey Leodegranz para presentarme a su corte, aunque si Lot de Orkney se sale con la suya, Uriens y yo volveremos a Gales con el rabo entre las piernas. O tendremos que combatir con él y rendirle homenaje, cosa que haré cuando el sol salga sobre la costa occidental de Irlanda.
—Gorlois está seguro de que vos seréis el próximo gran rey —dijo Igraine.
De pronto cayó en la cuenta, sorprendida, de que estaba sentada en la rama de un árbol con el futuro gran rey de Britania. En el tono de voz de Uther percibió que él también lo pensaba, cuando dijo:
—Nunca imaginé que discutiría estos asuntos con la esposa del duque de Cornualles.
—¿Creéis, en verdad, que las mujeres no sabemos nada de asuntos de estado? Mi hermana Viviana es la Dama de Avalón, como antes lo fue mi madre. El rey Leodegranz y otros monarcas iban a menudo a consultarla sobre el destino de Britania...
Uther sonrió.
—Tal vez tendría que consultarla sobre el mejor modo de conseguir la lealtad de Leodegranz y la de Ban de la baja Britania. Si ellos oyen su consejo, entonces tengo que ganarme su confianza. Decidme: ¿Está casada, la Dama? ¿Es hermosa?
Igraine se rió de manera infantil.
—Es sacerdotisa. Las sacerdotisas de la Gran Madre no pueden casarse ni establecer alianzas con ningún mortal. Pertenecen sólo a los dioses.
De repente se puso rígida, asustada por lo que hacía: al sentarse a charlar con aquel hombre, ¿no estaba cayendo en la trampa que Viviana y Merlín le habían tendido?
—¿Qué pasa, Igraine? ¿Tenéis frío? ¿Os asusta la guerra? —preguntó Uther.
Ella echó mano de lo primero que se le ocurrió.
—He estado charlando con las esposas de Uriens y de Héctor; no parecen interesarse mucho por las cuestiones de estado.
Tal vez por eso Gorlois cree que yo tampoco entiendo nada del tema.
Uther se echó a reír, diciendo:
—Conozco a las señoras Flavila y Gwyneth. Es cierto que dejan todo en manos de sus maridos, salvo lo referente a la rueca, los partos y otros asuntos de mujeres. ¿Vos no sentís interés por esas cosas o acaso sois tan joven como parecéis, casi demasiado para estar casada, por no hablar de tener hijos en quienes pensar?
—Llevo cuatro años casada —dijo Igraine— y tengo una hija de tres.
—Eso es algo que podría envidiar a Gorlois; todos los hombres queremos hijos que nos sucedan. Ahora bien... —Uther suspiró—. La gente dice que ambiciono llegar a ser gran rey, pero yo renunciaría a todas mis ambiciones por tener a Ambrosio sentado en esta rama con nosotros, o al menos a un hijo suyo al que coronar esta noche en esa iglesia.
—¿No tuvo hijos varones?
—Oh, sí, tuvo dos. Uno murió a manos de un sajón; se llamaba Constantino, como el rey que convirtió a esta isla. El otro murió de una fiebre devastadora cuando sólo tenía doce años. Él decía a menudo que yo había llegado a ser ese hijo deseado. —Volvió a esconder la cara entre las manos, sollozando—. También deseaba nombrarme heredero, pero los otros reyes no lo hubieran consentido. Algunos envidiaban mi influencia; Lot, maldito sea, era el peor. No creo que Ambrosio pueda ser feliz, ni siquiera en el Paraíso, si mira hacia abajo y ve la confusión y el dolor que imperan aquí: los reyes ya están conspirando, todos intentan adueñarse del poder. ¿Acaso habría sido su voluntad que yo matara a Lot para evitar complicaciones? Una vez nos hizo pronunciar el juramento de los hermanos de sangre; no puedo violarlo —dijo Uther.
Su cara estaba humedecida por las lágrimas. Igraine, como habría hecho con su hija, usó para secarlas el ligero velo que rodeaba su rostro.
—Sé que actuaréis como el honor os lo indique, Uther. El hombre en quien Ambrosio confiaba tanto no podría actuar de otro modo.
De pronto, el fulgor de una antorcha les hirió los ojos; ella quedó petrificada en la rama, con el velo aún tocando el rostro de Uther. Gorlois preguntó ásperamente:
—¿Sois vos, señor Pendragón? ¿Habéis visto...? Ah, señora, ¿estás aquí?
Igraine, sintiéndose avergonzada y súbitamente culpable por la dureza de aquel tono, abandonó la rama del manzano. Su falda quedó enganchada en un saliente y se le subió por encima de la rodilla, descubriendo las enaguas de hilo. Se apresuró a bajarla y oyó el ruido de la tela al desgarrarse.
—Os creía perdida. No estabais en nuestro alojamiento —acusó su marido—. ¿Qué hacéis aquí, en nombre del cielo?
Uther bajó de la rama. El hombre a quien Igraine había visto sollozar por su rey y padre adoptivo, consternado por la carga depositada sobre él, había desaparecido; su voz sonaba potente y cordial.
—Ya veis, Gorlois, estaba harto de la cháchara del cura y salí en busca de aire fresco. Y aquí me halló vuestra esposa, que no encontró de su agrado el parloteo de las dignas señoras. Señora, os doy las gracias —añadió con una fría reverencia.
Y se alejó a grandes pasos. Ella notó que evitaba la luz de la antorcha.
Gorlois, a solas con Igraine, la miró con furiosa suspicacia.
—Señora—dijo, indicándole con un ademán que caminara ante él—, has de ser más prudente para evitar los chismes. Te advertí que te mantuvieras lejos de Uther; su reputación es tal que ninguna mujer casta tendría que dejarse ver charlando en privado con él.
Igraine se volvió con furia.
—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Me crees capaz de escabullirme para copular con cualquier desconocido, como un animal salvaje? ¿Te gustaría inspeccionar mi ropa para ver si me la he arrugado retozando con él en el suelo?
Gorlois le dio un ligero golpe en la boca.
—¡Déjate de impertinencias, mujer! Te dije que lo evitaras: ¡obedéceme! Te creo honesta y casta, pero no te confiaría a ese hombre ni quiero que estés en boca de las mujeres.
—Seguramente no hay mente más perversa que la de una buena mujer... salvo quizá la de un cura —replicó Igraine, iracunda, frotándose el labio que el golpe de Gorlois le había magullado—. ¿Cómo te atreves a levantarme la mano? Cuando te traicione podrás despellejarme a golpes, pero no voy a permitir que me castigues por hablar. En nombre de todos los dioses, ¿acaso crees que estábamos hablando de amor?
—¿Y de qué estabas hablando con ese hombre a estas horas, dime?
—De muchas cosas —respondió Igraine—. Sobre todo, de Ambrosio, del Paraíso y de lo que cabría esperar en la otra vida.
Su marido le clavó una mirada escéptica.
—Eso sí que me resulta improbable; ni siquiera es capaz de expresar respeto por los muertos quedándose hasta el final de la misa.
—Estaba tan asqueado como yo por esos salmos quejumbrosos. ¡Parecía que estaban llorando al peor entre los hombres y no al mejor rey!
—Ante Dios todos somos pobres pecadores, Igraine. Y a los ojos de Cristo, un rey no es mejor que los demás mortales.
—Sí, sí —protestó ella impaciente—, así lo he oído de vuestros sacerdotes. También insisten en decirnos que Dios es amor y que nuestro santo Padre está en el Cielo, pero se cuidan mucho de no caer en sus manos y lloran por quienes van a su paz eterna, como quienes van a ser sacrificados ante el altar del Gran Cuervo. Te digo que Uther y yo hablábamos de lo que esos curas saben del Paraíso, y no parece ser mucho.
—¡Uther hablando de religión! Debe de ser la primera vez que ese sanguinario lo ha hecho —gruñó Gorlois.
Igraine contestó, ya enfadada:
—Estaba llorando, Gorlois: lloraba por el rey, que fue para él como un padre. Y si sentarse a oír los plañidos de un cura es señal de respeto por los muertos, líbreme Dios de tal respeto. Envidié a Uther por ser hombre y poder ir y venir a voluntad. De haber sido hombre, tampoco me habría quedado en la iglesia a oír apaciblemente tales tonterías. Pero no tenía la libertad de salir, pues me arrastra la voluntad de un hombre que piensa más en curas y en salmos que en los muertos.
Habían llegado a la puerta de su alojamiento; Gorlois, lívido de ira, la empujó dentro con furia.
—No te dirijas a mí en ese tono, señora, si no quieres que te castigue de verdad.
Igraine se dio cuenta de que le estaba enseñando los dientes como una gata salvaje.
—Atrévete a tocarme, Gorlois, y te demostraré que una hija de la isla Sagrada no es esclava ni criada de nadie.
Él abrió la boca para una réplica furiosa. Por un momento Igraine pensó que volvería a golpearla, pero Gorlois se dominó con esfuerzo y le volvió la espalda.
—No es correcto que permanezca aquí discutiendo cuando mi rey y señor aún no ha recibido sepultura. Puedes dormir aquí si no te asusta estar sola. Mis hombres y yo rezaremos y ayunaremos hasta que llegue el momento de enterrar a Ambrosio, mañana al amanecer.
Igraine lo miró con sorpresa y un curioso desprecio. Así pues, por miedo al fantasma del muerto (aunque él le diera otro nombre más respetuoso), Gorlois no comería, ni bebería ni se acostaría con ninguna mujer hasta que su rey estuviera sepultado. Los cristianos decían estar libres de las supersticiones de los druidas, pero tenían las propias, que ella percibía más inquietantes por estar apartadas de la naturaleza. De pronto se alegró de no tener que pasar aquella noche junto a él.
—No —dijo—. No me asusta estar sola.
4
Ambrosio fue sepultado al amanecer. Igraine, acompañada por Gorlois, presenció la ceremonia con extraña indiferencia. Llevaba cuatro años tratando de comprometerse con la religión de su esposo. Ahora sabía que, aunque en público la respetara y fingiera seguirla, nunca rezaría a un dios todopoderoso y vengativo como el suyo.
Durante la ceremonia vio a Uther; estaba demacrado y exhausto, con los ojos enrojecidos, y, por algún motivo, la conmovió. El pobre no tenía quién le dijera que ayunar era una tontería, como si los muertos rondaran a los vivos para ver cómo actuaban y pudieran tener celos de verlos comer y beber.
Después del entierro, Gorlois la llevó al alojamiento y allí desayunó con ella. Pero continuaba callado y ceñudo, y en cuanto terminó se excusó diciendo:
—Tengo que asistir al consejo. Lot y Uther estarán disputando, y de algún modo tengo que ayudarles a recordar lo que Ambrosio deseaba. Lamento dejarte sola aquí, pero si deseas recorrer la ciudad ordenaré a un hombre que te escolte.
Y le dio una moneda, sugiriéndole que hiciera alguna compra en el mercado.
—Puesto que has venido de tan lejos, no hay razón para que te prives de comprar lo que quieras. No soy un hombre pobre; puedes comprar sin consultarme lo que necesites para mantener decorosamente la casa. Recuerda que confío en ti, Igraine —dijo poniéndole las manos en las mejillas para besarla.
Comprendió que era su modo de disculparse, a regañadientes, por sus sospechas y la bofetada, y eso le ablandó el corazón, haciendo que le devolviera el beso con auténtica ternura.
Era apasionante caminar por los grandes mercados de Londínium; por sucia y maloliente que fuera la ciudad, era como cuatro o cinco ferias de la cosecha en una. El estandarte de Gorlois, que su escudero llevaba en alto, impedía que la empujaran un lado a otro. Aun así, le intimidó un poco cruzar la gran laza del mercado, donde cien vendedores voceaban sus mercancías. Todo lo que estaba a la vista parecía nuevo y hermoso. Compró especias y una medida de fino paño de lana de las islas, pequeñas madejas de sedas teñidas, cintas de colores y hebillas de plata para su calzado. Tenía mucha sed y le tentaba ver la sidra y los pasteles calientes en los puestos, pero decidió regresar al alojamiento para servirse allí un poco de pan, queso y cerveza. Como su acompañante parecía contrariado, le dio una moneda pequeña de las que le habían sobrado para que se comprara lo que le apeteciera, un jarro de sidra o de cerveza ligera.
Ya en su alojamiento, se sentó a contemplar sus compras. Le habría gustado comenzar a trabajar de inmediato con el telar y la rueca, pero estaba demasiado fatigada. Por fin entró Gorlois con aspecto cansado.
Trató de mostrar interés por sus adquisiciones y encomió su frugalidad, pero era evidente que estaba pensando en otra cosa.
—Tendrías que comprar también un peine de plata y otro espejo. Puedes dar el de bronce a Morgause, que ya está crecida. Sal mañana a elegir uno, si quieres.
—¿Habrá otra reunión del consejo?
—Me temo que sí, y varias más, probablemente, hasta que podamos persuadir a Lot y a los otros de que cumplan la voluntad de Ambrosio y coronen a Uther —gruñó Gorlois—. Pero Lot ambiciona ser gran rey y en el norte hay quienes lo respaldan porque prefieren a uno de los suyos. La verdad, creo que si finalmente escogemos a Uther, todos los reyes del norte se retirarán para no prestarle juramento de fidelidad, salvo, quizá, Uriens. —Se encogió de hombros—. Es un tema aburrido para los oídos de una mujer, Igraine. Prepárame un poco de pan y carne fría, por favor. Anoche no dormí y estoy tan cansado como si me hubiera pasado el día de campaña; discutir es un trabajo agotador.
Estuvo despierta hasta muy tarde, preguntándose si realmente Merlín la habría hechizado, pues no podía dejar de pensar en Uther. Al fin cayó en el país de los sueños, y allí se encontró en el huerto donde le había secado las lágrimas, y él cogía el extremo del velo para acercarla hacia sí y apoyaba los labios en su boca. Hubo en el beso una dulzura que ella no había conocido en todos sus años de matrimonio con Gorlois; notó que su cuerpo se disolvía en él. Cuando Uther la acercó más y la cubrió con su cuerpo, Igraine le buscó nuevamente los labios. Y despertó, sobresaltada por el asombro, para descubrir que Gorlois la había envuelto en sus brazos mientras dormía. Con el cuerpo todavía colmado por la dulzura del sueño, ella se abrazó a su cuello en soñolienta docilidad, pero no tardó en impacientarse, aguardando a que él hiciera lo debido. Al terminar, él cayó nuevamente en un sueño pesado y quejumbroso. Igraine, trémula, siguió despierta hasta el amanecer, preguntándose qué le había sucedido.
El consejo se prolongó toda la semana. Noche tras noche, Gorlois volvía pálido e iracundo, cansado de las negociaciones. Hasta los placeres del mercado habían perdido color. Como durante la semana llovió mucho, Igraine se sentó a remendar la ropa de Gorlois y la propia, lamentando no tener su telar para hacer alguna bonita labor.
En la segunda semana le llegó el flujo lunar y se sintió abatida y traicionada: Gorlois no había sembrado en ella el varón que deseaba. Aún no había cumplido veinte años; si era estéril, pensó con resentimiento, la culpa debía de ser de Gorlois, que era anciano y tenía la sangre aguada por años de guerras y campañas. Luego pensó en su sueño, entre la culpa y la consternación. Merlín y Viviana lo habían dicho: le daría un hijo varón al gran rey. Si coronaban a Uther, sería realmente necesario que tuviera un heredero de inmediato.
«Y soy joven y estoy sana; si fuera su reina podría darle un hijo.»
Al llegar a aquel punto sollozó con una súbita desesperación. «Mi esposo es un anciano y mi vida ha terminado antes de los veinte años. Es como si fuera una mujer viejísima, a la que ya no le importa vivir o morir, apta sólo para sentarse junto al fuego a pensar en la muerte.» Se fue a la cama e hizo que dijeran a Gorlois que estaba enferma.
Durante aquella semana, Merlín le hizo una visita mientras Gorlois estaba en el consejo. Habría querido descargar contra él su ira y su angustia, pero a nadie se le ocurría ser grosero con Merlín de Britania, aunque fuera su padre.
—Me ha dicho Gorlois que estás enferma, Igraine; ¿puedo hacer algo para ayudarte con mis artes curativas?
Lo miró con desesperación.
—Sólo si pudierais hacerme joven. ¡Me siento tan vieja, padre, tan vieja!
Él le acarició los relucientes rizos cobrizos.
—Estás cansada y enferma. Cuando la luna vuelva a cambiar te encontrarás mejor, sin duda. Es mejor así, Igraine.
La miraba con ojos penetrantes. Comprendió que le había leído el pensamiento; era como si Merlín hablara dentro de su ente, repitiendo lo que le había dicho en Tintagel: «No darás un hijo varón a Gorlois.»
—Me siento... atrapada —dijo. Y bajó la cabeza, llorando, sin volver a hablar.
Merlín le acarició el cabello desaliñado.
—Por ahora, Igraine, dormir es la mejor medicina para tus males. Y los sueños son el verdadero remedio para lo que te aqueja. Yo, el maestro de sueños, te enviaré uno que te cure.
Alargó una mano sobre ella, en el gesto de la bendición, y se fue. Igraine se preguntó si no habría concebido un hijo de Gorlois y había abortado por algún hechizo de Merlín o de Viviana; a veces sucedían esas cosas. Luego se dijo que tal vez era mejor así. Había visto sobre Gorlois la sombra de la muerte; ¿acaso quería criar a un hijo varón sin padre? Aquella noche, cuando su marido volvió al alojamiento, creyó volver a ver suspendida tras él, la sombra del temido fantasma, la muerte al acecho, el corte de espada sobre el ojo, el rostro demacrado de dolor y desesperación. Apartó la cara y cuando él la tocó notó como si la abrazara un muerto, un cadáver.
—Vamos, querida mía, no estés tan abatida —dijo para tranquilizarla sentándose a su lado en la cama—. Sé que te encuentras mal, y que echas de menos tu casa y a nuestra hija. Pero ya falta poco. Traigo noticias.
—¿El consejo está más propicio a elegir un rey?
—Puede ser —confirmó Gorlois—. ¿Has oído, esta tarde, el bullicio en las calles? Bueno: Lot de Orkney y los reyes del norte, ya convencidos de que no escogeremos a Lot, se han ido anticipadamente permitiendo que los demás cumplamos con la voluntad de Ambrosio. Si estuviera en el pellejo de Uther no me atrevería a salir solo después de oscurecer, y así se lo dije.
Ella susurró:
—¿Crees que Lot intentará matarlo?
—Bueno, no podría medirse en combate con él. Un puñal por la espalda: ése es su estilo.
Ya en la cama, Gorlois quiso abrazarla, pero Igraine negó con la cabeza, empujándolo.
—Hoy tampoco —dijo.
Él se volvió suspirando; casi de inmediato se quedó profundamente dormido.
No podría rechazarlo muchas más veces, pero el horror se había apoderado de ella al ver nuevamente el fantasma de la muerte suspendido sobre Gorlois. Se dijo que, a pesar de todo, tenía que seguir cumpliendo sus deberes conyugales con aquel honorable hombre que la había tratado bien. Y eso le hizo pensar otra vez en el cuarto donde Viviana y Merlín habían hecho pedazos su seguridad y toda su paz. Sintió cómo las lágrimas brotaban desde muy dentro, pero trató de acallar sus sollozos para no despertar a su esposo.
Merlín había dicho que le enviaría un sueño para curar su angustia; sin embargo, todo aquello se había iniciado con un sueño. «No dormiré para no soñar...»
Si continuaba agitándose así en la cama despertaría a Gorlois. Y si la veía llorar, querría saber la causa. ¿Qué le diría entonces? Calladamente. Igraine abandonó la cama y, después de envolverse el cuerpo desnudo en una larga capa, fue a sentarse junto a los rescoldos de la fogata. Mientras los contemplaba, se preguntó por qué Merlín de Britania, sacerdote druida, consejero de reyes, mensajero de los dioses, tenía que entrometerse en la vida de una joven esposa. Más aún: ¿qué hacía un sacerdote druida como consejero real en una corte presuntamente cristiana?
«Si tan sabio creo a Merlín, ¿por qué no estoy dispuesta a cumplir su voluntad?»
Después de largo rato, con los ojos ya cansados de mirar el fuego, se preguntó si tenía que volver a la cama o ponerse a andar para no caer en el sueño que le había prometido Merlín.
Caminó sin hacer ruido hasta la puerta de la casa. Dado su estado de ánimo, no le sorprendió en absoluto ver que su cuerpo se había quedado junto al fuego, envuelto en la capa; tampoco se molestó en quitar el cerrojo de la habitación, ni el de la gran puerta principal: pasó a través de ellas como un espectro.
El patio de la casa había desaparecido, Igraine se encontró en un gran prado en cuyo centro se elevaba un círculo de grandes piedras, ligeramente iluminadas por la luz creciente del amanecer... No, no era la luz del sol, sino un gran incendio al oeste; todo el cielo parecía en llamas. Al oeste, donde se encontraban las tierras perdidas de Lyonnesse e Ys y la gran isla de Atlas-Alamesios, o Atlántida, el olvidado reino del mar. En verdad había existido un gran incendio en el que las montañas estallaron, partiéndose; en una sola noche perecieron cien mil hombres, mujeres y niños.
—Pero los sacerdotes lo sabían —dijo una voz a su lado—. Durante los últimos cien años han estado construyendo el templo estelar aquí, en las llanuras, para no perder la cuenta de las estaciones o la llegada de los eclipses de sol y de luna. Los pueblos de aquí nada saben de esas cosas, pero nos reconocen sabios, sacerdotes y sacerdotisas del otro lado del mar, y construirán para nosotros, como ya hicieron antes...
Igraine, sin sorprenderse, levantó la mirada hacia la silueta vestida de azul que estaba a su lado. Aunque el rostro era muy diferente, aunque usaba un extraño tocado, alto y coronado de serpientes, y más serpientes de oro ciñéndole los brazos, sus ojos eran los de Uther Pendragón.
El viento se tornó frío en la alta planicie, donde el círculo de piedra aguardaba el sol. Igraine nunca había visto con sus ojos físicos el templo del Sol de Salisbury, pues los druidas no se acercaban a él. ¿Quién podía venerar a los dioses Mayores, objetaban, en un templo construido por manos humanas? Por eso celebraban sus ritos en bosquecillos plantados por la mano de los dioses. Pero Viviana le había hablado de aquel templo, calculado con tanta exactitud, por medio de artes hoy perdidas, que aun quienes no conocieran el secreto de los sacerdotes podían determinar cuándo se producirían los eclipses y seguir los movimientos de estrellas y estaciones.
Igraine supo que, a su lado, Uther (¿era realmente Uther aquel hombre alto, con vestimenta sacerdotal, ahogado siglos atrás en una tierra que ya era leyenda?) miraba hacia el oeste, hacia el firmamento en llamas.
—Así que al fin ha sucedido como nos lo anunciaron —dijo, poniéndole un brazo en los hombros—. Hasta ahora no lo creía del todo, Morgana.
Por un momento Igraine, esposa de Gorlois, se preguntó por qué aquel hombre la llamaba con el nombre de su hija, pero mientras se formulaba mentalmente la pregunta supo que Morgana no era un nombre, sino el título de una sacerdotisa; significaba simplemente «mujer llegada del mar», en una religión que incluso Merlín de Britania habría considerado legendaria, casi la sombra de una leyenda.
Se oyó a sí misma decir, sin voluntad de hacerlo:
—A mí también me parecía imposible que Lyonnesse, Ahtarrath y Ruta cayeran y desaparecieran como si nunca hubiesen existido. ¿Crees posible que los dioses estén castigando a la tierra de los atlantes por sus pecados?
—No creo que los dioses obren así —dijo el hombre a su lado—. Más allá del océano que conocemos, la tierra también tiembla. Aunque los pueblos de la Atlántida hablaban de las tierras perdidas de Mu e Hy-Brasil, sé que en el mayor de los océanos, más allá del crepúsculo, la tierra tiembla y las islas surgen y desaparecen, aunque sus habitantes no saben de pecados. Y si los dioses de la Tierra desatan su venganza contra pecadores e inocentes por igual, entonces esta destrucción no puede ser castigo por los pecados, sino que está dentro de la naturaleza. No sé si esta destrucción tiene un propósito o si la tierra aún no está asentada en su forma definitiva, así como los hombres y las mujeres aún no somos perfectos. Quizá la tierra también se esfuerza por evolucionar y perfeccionarse. No lo sé, Morgana. Estos asuntos corresponden a los más Iniciados. Sólo sé que hemos traído de allí los secretos de los templos, aunque se nos hizo jurar que no lo haríamos. Eso nos hace perjuros.
Ella se estremeció.
—¡Pero si los sacerdotes nos indicaron que lo hiciéramos!
—Ningún sacerdote puede absolvernos por haber faltado a nuestro juramento, pues la palabra dada a los dioses resuena hasta el fin de los tiempos. Y pagaremos por ello. Porque no era justo que todo el conocimiento de nuestros templos se perdiera bajo el mar, se nos encomendó llevarlo lejos, con plena conciencia de que sufriríamos, vida tras vida, por haber faltado a nuestro voto. Así tenía que ser, hermana mía.
—¿Por qué tenemos que ser castigados más allá de esta vida por lo que se nos encomendó hacer? —protestó ella, resentida—. ¿Acaso los sacerdotes consideraron justo que sufriéramos por haber obedecido?
—No, pero recuerda el juramento que pronunciamos. Lo que juramos en un templo ahora sepultado por el mar donde el gran Orion no volverá a gobernar. —Al hombre se le quebró la voz—. Juramos compartir su sino, el sino de quien robó el fuego a los dioses para que el hombre no viviera en la oscuridad. De ese don surgió un gran bien, pero también grandes males, pues el hombre aprendió el mal uso y la perversidad. Y así, quien robó el fuego, reverenciado en todos los templos por llevar la luz a la humanidad, sufre encadenado para siempre, con un buitre devorándole las entrañas. Son misterios. El hombre sólo puede obedecer ciegamente a los sacerdotes y sus leyes, viviendo en la ignorancia, o desobedecer a conciencia y soportar los sufrimientos de la Rueda de las reencarnaciones. Y mira... —Señaló hacia arriba, donde se mecía la figura del Mayor de los dioses, con las tres estrellas de la pureza, la rectitud y el albedrío en el cinturón—.
Continúa allí, aunque su templo haya desaparecido.
Y nosotros le hemos construido aquí un templo nuevo, para que su sabiduría no perezca.
La rodeó con un brazo; ella estaba sollozando. Le alzó bruscamente la cara para besarla; también sus labios tenían el gusto salado de las lágrimas.
—No me arrepiento —continuó él—. En el templo nos dicen que el verdadero gozo se encuentra sólo al liberarse de la Rueda, que es muerte y renacimiento. No obstante, amo la vida en esta tierra, Morgana. Y a ti, con un amor más poderoso que la muerte. Si el pecado es el precio de nuestra unión, vida tras vida a lo largo de los siglos, pecaré gozosamente y sin arrepentirme, para regresar a ti, amada mía.
En toda su vida Igraine no había conocido un beso como aquél; aunque apasionado, parecía que cierta esencia superior a la simple lascivia los ataba el uno al otro. En aquel momento la invadió el recuerdo de la primera vez que había visto a aquel hombre, el recuerdo de la ciudad de la Serpiente, de las grandes columnas de mármol y de las escaleras doradas del gran templo de Orion, donde ambos habían morado desde pequeños y donde se les había unido en el fuego sagrado, para no separarse mientras vivieran. Pero lo que acababan de hacer los uniría también más allá de la muerte.
—Amo esta tierra —repitió él con violencia—. Henos aquí, donde los templos no se hacen con plata, oro y oricalco, sino con toscas piedras. Sin embargo, amo esta tierra hasta tal punto que de buena gana daría la vida para mantenerla fuera de peligro, esta fría tierra donde el sol no brilla nunca...
Y se estremeció bajo el manto. Pero Igraine le hizo dar la espalda a los fuegos moribundos de la Atlántida.
—Mira hacia el este —le dijo—. Cuando la luz se apaga en el oeste, en Oriente siempre hay una promesa de renacimiento.
Y se abrazaron ante el fulgor del sol, que se alzaba tras la silueta de la gran piedra. El hombre susurró.
—Éste es, en verdad, el gran ciclo de la vida y la muerte. —Y mientras hablaba la estrechó contra sí—. Llegará un día en que la gente olvidará; entonces esto será sólo un círculo de piedras. Pero yo recordaré y volveré a ti, amada mía. Lo juro.
Entonces se oyó la voz de Merlín que decía en tono lúgubre: «Ten cuidado con lo que pides al rezar, pues ciertamente te será concedido.»
Y volvió el silencio. Igraine se encontró desnuda, envuelta sólo en la capa, acurrucada frente a las cenizas frías del hogar, en su alojamiento. Y Gorlois roncaba delicadamente en la cama.
Estremecida y helada hasta los huesos, se arrebujó en la capa y volvió a la cama, buscando algunos restos de calor. Morgana. Morgana. ¿Habría dado ese nombre a su hija porque ella misma lo llevó en otro tiempo? ¿Era sólo un absurdo sueño enviado por Merlín para persuadirla de que había conocido a Uther Pendragón en una vida anterior?
Pero no podía ser un sueño; los sueños eran confusos y extraños, un mundo donde todo es absurdo e ilusorio. De algún modo había llegado al país de la Verdad, adonde va el alma cuando el cuerpo está en otra parte; de algún modo se había llevado de allí, no un sueño, sino un recuerdo.
Una cosa, al menos, era obvia: si Uther y ella se habían conocido y amado en otro tiempo, ahora se explicaba por qué le inspiraba tal sensación de familiaridad. Recordó la ternura con que le había secado las lágrimas con su velo, pensando: «Sí, siempre fue así: impulsivo, juvenil, precipitándose para ir tras lo que desea, sin sopesar el coste.»
¿Sería posible que, generaciones atrás, hubieran llevado a esta tierra los secretos de una sabiduría recientemente desaparecida, incurriendo juntos en un castigo por haber faltado al juramento?
«¿Castigo?» Supuestamente, la reencarnación era el castigo, la vida en un cuerpo humano antes de la paz infinita. Curvó los labios en una sonrisa, pensando: «Vivir en este cuerpo, ¿es castigo o recompensa?» Pues el súbito despertar de su cuerpo en brazos del hombre que era, o sería, o fue una vez, Uther Pendragón, le hacía pensar que, dijeran los sacerdotes lo que dijesen, vivir, naciendo o renaciendo, en su cuerpo, era recompensa suficiente.
Se acurrucó bajo las mantas, ya sin sueño, y sonrió en la oscuridad. Así que Viviana y Merlín sabían que estaba ligada a Uther por un vínculo tan poderoso que hacía de su atadura a Gorlois algo superficial y momentáneo. Que ambos se habían entregado al destino de esta tierra muchas vidas atrás, al hundirse el templo antiguo. Y ahora, porque los Misterios estaban nuevamente amenazados, esta vez por hordas de bárbaros y hombres salvajes del norte, volvían a unirse.
«En esta vida no soy sacerdotisa. Pero sigo siendo una hija obediente de mi destino, como tienen que serlo todos los seres humanos. Y para sacerdotes y sacerdotisas no hay vínculos matrimoniales. Se dan a sí mismos como deben, según la voluntad de los dioses, para engendrar a los que son cruciales para el futuro de la humanidad.»
Pensó en la Rueda, a la que los campesinos llaman el Carro o la Osa mayor, la gran constelación que simbolizaba, en su ir y venir la interminable Rueda del nacimiento, la muerte y el renacer. Y el Gigante que recorre el cielo a grandes pasos, con la espada al cinto... Por un momento, Igraine creyó ver al héroe que llegaría, con una gran espada de conquistador en la mano. Los sacerdotes de la isla Sagrada se asegurarían de que tuviera una espada legendaria.
Gorlois, a su lado, se removió buscándola, y ella acudió a sus brazos como buena esposa. Su repugnancia se había convertido en piedad y ternura; ya no temía concebir ese hijo suyo no deseado. No era su destino. ¡Pobre hombre condenado, sin ningún papel en aquel misterio! Era uno de los que sólo nace una vez o, en todo caso, no recordaba. Igraine se alegró de que tuviera el consuelo de su sencilla religión.
Más tarde, cuando se levantaron, se descubrió cantando. Gorlois la observaba con curiosidad.
—Pareces repuesta —comentó.
—Claro que sí —confirmó ella, sonriendo—. Nunca me he encontrado mejor.
—Veo que el remedio de Merlín te hizo bien.
Y ella sonrió sin responder.
5
Durante varios días no se habló de otra cosa en la ciudad: Lot de Orkney se había retirado para volver al norte. Se temía que eso retrasara la elección final pero, apenas tres días después, Gorlois volvió al alojamiento diciendo que el consejo había cumplido el deseo de Ambrosio, como era su deber desde un principio: Uther Pendragón era el escogido para gobernar sobre toda Britania, como gran rey entre los reyes del país.
—Pero ¿qué pasará con el norte? —preguntó ella.
—Tendrá que llegar a un acuerdo con Lot o combatirlo —dijo Gorlois—. Aunque Uther no me gusta, es nuestro mejor guerrero. Lot no me inspira miedo y estoy seguro de que tampoco a Uther.
Igraine sintió la antigua agitación de la videncia, segura de que Lot desempeñaría un gran papel en los años venideros, pero no dijo nada; su esposo había dejado muy claro que no le gustaba oírla hablar de asuntos de hombres; además, prefería no reñir con un hombre condenado en el poco tiempo que le restaba.
—Veo que tu vestido nuevo está terminado. Si quieres, podrás lucirlo cuando Uther sea coronado en la iglesia; después dará audiencia a todos sus hombres y a sus esposas antes de volver al oeste para que lo nombren rey. Por su estandarte le han dado el nombre de Pendragón, «el mayor de los dragones»; allí tienen un rito supersticioso sobre los dragones y la corona...
—El dragón equivale a la serpiente —explicó Igraine—: es un símbolo druídico de la sabiduría.
Gorlois frunció el entrecejo, disgustado, y dijo que le irritaban esos símbolos en un país cristiano.
—La unción de un obispo tendría que ser suficiente para ellos.
—Pero no todos los pueblos están preparados para los Misterios superiores —adujo ella. Así se lo habían enseñado de niña en la isla Sagrada y, desde que soñara con la Atlántida, tenía la sensación de que todo lo aprendido sobre los Misterios, todo lo que creía olvidado, asumía otra importancia y mayor profundidad en su mente—. Los sabios saben que no hay necesidad de símbolos, pero la gente corriente del campo necesita dragones voladores en una coronación, así como necesitan de las fogatas de Beltane y del gran matrimonio que casa al rey con el país...
—Esas cosas están prohibidas a los cristianos —dijo Gorlois adusto—. Así lo ha dicho el Apóstol. No me sorprendería que el impío de Uther se enredara en esos lascivos ritos paganos, satisfaciendo la estupidez de los ignorantes. ¡Ojalá haya algún día en Britania un gran rey que se atenga sólo a los ritos cristianos!
Igraine dijo con una sonrisa:
—No creo que ninguno de nosotros llegue a ver ese día. esposo mío. Incluso ese Apóstol de tus libros sagrados escribió que la leche es para los bebés y la carne para los hombres fuertes; la gente corriente, los que sólo han nacido una vez, necesitan sus manantiales sagrados, sus guirnaldas primaverales y sus danzas rituales.
—Hasta el diablo puede citar mal las palabras divinas —dijo Gorlois, aunque sin enfado—. Tal vez el Apóstol quiso decir eso al afirmar que las mujeres tenían que guardar silencio en las iglesias, pues son propensas a caer en esos errores. Cuando seas mayor y más sabia, Igraine, lo comprenderás. Mientras tanto, puedes acicalarte tanto como desees para el oficio eclesiástico y los festejos posteriores.
Igraine se puso el vestido nuevo y se cepilló el cabello hasta que brilló como el cobre pulido. Cuando se miró en el espejo de plata que le había llevado Gorlois se preguntó, con un súbito ataque de abatimiento, si Uther repararía en ella. Era hermosa, sí, pero había otras mujeres igualmente hermosas y más jóvenes; ¿cómo iba a quererla a ella, anciana y usada?
En la iglesia observó con atención la larga ceremonia en la que el obispo tomaba juramento a Uther y le ungía. Por una vez los salmos no eran dolientes, sino gozosas alabanzas, y las campanas no tañían airadas, sino jubilosas. Después se sirvieron manjares y vino; entre grandes ceremonias, uno a uno, los jefes guerreros de Ambrosio juraron fidelidad a Uther.
Igraine estaba cansada mucho antes de que aquello terminara. Pero por fin acabó; mientras los jefes y sus esposas se congregaban en torno del vino y la comida, ella se apartó un poco, observando a la alegre concurrencia. Y allí, por fin, la encontró Uther,
—Mi señora de Cornualles.
Ella le hizo una profunda reverencia.
—Mi señor Pendragón, mi rey.
—No hay necesidad de tantas formalidades entre nosotros, señora —dijo bruscamente. Y la asió por los hombros de una manera tan parecida a la de su sueño que ella lo miró fijamente, casi esperando verle en los brazos las ajorcas de doradas serpientes.
Pero él se limitó a decir:
—No lleváis puesta la piedra lunar. Me resultó muy extraña esa piedra la primera vez que la vi... La primavera pasada enfermé de fiebres y Merlín me atendió. Entonces tuve un sueño raro; ahora sé que fue allí donde os vi por primera vez, mucho antes de haber puesto los ojos en vos. Debo de haberos parecido un patán del campo, señora Igraine, pues no dejaba de miraros intentando recordar mi sueño y la parte que desempeñabais en él, y la piedra lunar que pende de vuestro cuello.
—Me dijeron que una de las virtudes de esa piedra es despertar los verdaderos recuerdos del alma —contestó Igraine—. Yo también he soñado...
Él le apoyó una mano liviana en el brazo.
—No logro recordar. ¿Por qué creo veros con algo dorado en las muñecas, Igraine? ¿Acaso tenéis un brazalete de oro en forma de... de dragón, tal vez?
Ella negó con la cabeza.
—Ahora no —dijo, paralizada al comprender que él había compartido aquel extraño sueño o recuerdo.
—Me tomaréis por un palurdo sin la menor cortesía, señora de Cornualles. ¿Puedo ofreceros un poco de vino?
Igraine cabeceó calladamente: si trataba de coger una copa le temblarían las manos y derramaría todo el contenido.
—No sé qué me sucede —dijo Uther, violentamente—. Todo lo que ha ocurrido en estos días..., la muerte de mi padre y rey, las disputas de todos estos reyes, el hecho de que me escogieran como gran rey... todo parece irreal. Y vos, Igraine, sois lo más irreal de todo. ¿Habéis estado en el oeste, en la llanura donde se levanta el gran círculo de piedras? Se cree que en la antigüedad fue un templo druida, pero Merlín dice que fue construido mucho antes de que los druidas llegaran a estas tierras. ¿Habéis estado allí?
—En esta vida no, señor.
—Me gustaría poder mostrároslo, pues una vez soñé que estaba allí con vos. Oh, no me toméis por loco, Igraine —pidió, con su brusca sonrisa infantil—. Charlemos muy serenamente de cosas normales. Soy un pobre jefe del norte que súbitamente, al despertar, ha descubierto que es el gran rey de Britania; tal vez la tensión me haya enloquecido un poco.
—Me comportaré de forma sosegada y normal —accedió ella, con una sonrisa—. Si fuerais casado os preguntaría por vuestra esposa y vuestro hijo mayor.
Él rió entre dientes.
—Pensaréis que soy viejo para no estar casado —dijo—. Dios sabe que he tenido mujeres de sobra; demasiadas para la salud de mi alma, diría el padre Jerónimo. Pero nunca conocí a una que me interesara al abandonar el lecho. Y siempre temí que, si me casaba con una mujer antes de acostarme con ella, tras haberlo hecho, me cansaría de igual modo. Pienso, no obstante, que debe de existir una pasión que no se agote tan pronto; sólo así me casaría. —Y le preguntó bruscamente—: ¿Amáis a Gorlois?
Lo mismo le había preguntado Viviana y ella había contestado que no importaba. Entonces no sabía lo que estaba diciendo. Ahora respondió en voz baja:
—No; me entregaron a él cuando era tan joven que no me interesó conocer a aquel con quien me casaba.
Uther le volvió la espalda para pasearse furiosamente; al fin dijo:
—Y me doy cuenta de que no sois una moza de taberna con la cual revolcarse. ¿Por qué, en el nombre de todos los dioses, ha tenido que hechizarme la mujer de uno de mis partidarios más leales...?
«Así que Merlín también ha usado su entrometida magia con Uther.» Aunque a Igraine ya no le molestaba. Era el destino de ambos, aunque le costara creer que el suyo fuera traicionar cruelmente a Gorlois. Era como una parte de su sueño, el de la gran llanura; toda su alma y su cuerpo parecían pedir a gritos la realidad de aquel beso soñado. Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Él la miró fijamente, consternado e indefenso.
—Igraine —susurró, retrocediendo un paso—. ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé —sollozó ella—. No lo sé.
Su certidumbre se había convertido en una desgraciada confusión. ¿Acaso le habían enviado el sueño sólo para hechizarla, para instarla a traicionar a Gorlois faltando a su honor y a su palabra?
Una mano cayó sobre su hombro, pesada y desaprobadora Gorlois la miró con suspicacia.
—¿Qué falta de decoro es ésta, señora? ¿Qué le habéis dicho a mi esposa, mi rey, que está tan angustiada? Os tengo por hombre de conducta lasciva y escasa piedad, pero aun así, la simple decencia tendría que impediros abordar a la esposa de un vasallo en vuestra coronación.
Igraine alzó la cara, enfadada.
—¡Gorlois. no merezco esto! ¿Qué he hecho para que me hagas semejante acusación en público?
Pues ciertamente, al oír aquel tono colérico, las cabezas se habían vuelto hacia ellos.
—Dime. Igraine. si no te ha dicho nada indecoroso ¿por qué lloras? —La mano que le cogía la muñeca parecía capaz de destrozarla.
—Hacéis bien en preguntar a la señora por qué llora —intervino Uther—, pues yo no lo sé. Pero soltadle el brazo si no queréis que os obligue a hacerlo. En mi casa nadie maltrata a una mujer, sea o no su marido.
Gorlois la soltó. Las marcas de sus dedos ya empezaban a convertirse en oscuras magulladuras; ella las frotó, sin dejar de llorar. Se sentía horrorizada, como si la hubieran poseído y avergonzado ante todos los que la rodeaban, y se cubrió con el velo para llorar aún más. Gorlois se la llevó a empujones. No oyó lo que le dijo a Uther; sólo cuando estuvieron en la calle, lo miró fijamente, asombrada.
—No os acusaré delante de todos, Igraine —dijo furioso—, pero pongo a Dios por testigo de que estaría justificado. Uther te miraba como un hombre mira a una mujer que ha conocido y ningún cristiano tiene derecho a conocer a la mujer de otro hombre.
Igraine comprendió que era verdad y se sintió confusa y desesperada. Aunque sólo había visto a Uther cuatro veces, sabía que se habían mirado como si fueran antiguos amantes. Amantes, compañeros, sacerdote y sacerdotisa... como fuera que lo llamaran. ¿Cómo explicar a Gorlois que había conocido a Uther sólo en un sueño? ¿Cómo explicárselo a su esposo, que no sabía ni deseaba saber nada de los Misterios?
Siguió empujándola hasta que llegaron al alojamiento. Estaba dispuesto a golpearla si hablaba, pero el silencio de Igraine lo frustró aún más.
—¿No tienes nada que decirme, esposa mía? —gritó, apretándole el brazo ya magullado con tanta fuerza que ella dejó escapar una exclamación de dolor—. ¿Acaso crees que no vi cómo mirabas a tu amor ilícito?
Ella liberó el brazo, temiendo que él llegara a arrancárselo.
—Si eso viste, también observarías que le volví la espalda cuando él sólo habría querido un beso. ¿Y no le oíste decirme que no tomaría a la esposa de su leal partidario y amigo...?
—¡Si alguna vez fui amigo suyo, ya no lo soy! —aseveró Gorlois, rojo de ira—. ¿Piensas acaso que voy a apoyar al hombre que me roba a mi esposa en público, avergonzándome ante todos los jefes reunidos?
—¡No fue así! —protestó Igraine, sollozando—. ¡Ni siquiera he rozado sus labios!
Y aquello era lo más cruel porque, realmente, ella deseaba a Uther, aunque se hubiera mantenido escrupulosamente lejos de él. «¿Por qué no hice lo que Uther quería, si iba a ser acusada aun siendo inocente?»
—¡Vi cómo lo mirabas! ¡Y me has mantenido alejado de tu lecho desde que pusiste los ojos en Uther, ramera infiel!
—¡Qué osadía! —exclamó ella, furiosa. Y le lanzó a la cabeza el espejo de plata que él le había regalado—. ¡Si no te retractas, juro arrojarme al río antes de dejarme tocar otra vez por ti! ¡Estás mintiendo a conciencia!
Gorlois agachó la cabeza y el espejo se estrelló contra la pared. Igraine se arrancó el collar de ámbar, otro reciente regalo de su marido, para lanzárselo también. Luego se quitó apresuradamente el hermoso vestido nuevo y se lo arrojó a la cabeza.
—¿Cómo te atreves a insultarme de esa manera, tú que me has llenado de regalos como si fuera una de las meretrices que siguen al ejército? Si soy una ramera, como dices, ¿dónde están los obsequios de mis clientes? Todo lo que tengo es lo que me ha dado mi esposo, un hombre malhablado y mal nacido que trata de comprar mi buena voluntad para satisfacer su lujuria, porque los curas lo han dejado medio eunuco. ¡En adelante sólo vestiré lo que tejan mis dedos! ¡Puedes guardarte tus asquerosos presentes, mal hombre! ¡Tienes la boca y la mente tan sucias como tus inmundos besos!
—¡Calla, maldita bruja! —Gorlois la golpeó con tanta fuerza que ella cayó al suelo—. Ahora ponte en pie y cúbrete como corresponde a una cristiana decente, en vez de arrancarte la ropa para que yo enloquezca viéndote así. ¿Fue así como sedujiste a mi rey para que cayera en tus brazos?
Ella se levantó trabajosamente, mandando el vestido tan lejos como pudo de una patada; luego se lanzó contra él para golpearle la cara una y otra vez. Gorlois. tratando de inmovilizarla, la estrujó entre sus brazos. Aunque Igraine era fuerte, se medía con un guerrero corpulento; al cabo de un momento cesó en sus forcejeos, sabiéndolos inútiles. Él la empujó hacia la cama, susurrando:
—¡Te enseñaré a no mirar más que a tu legítimo esposo!
Ella echó la cabeza atrás, despectiva.
—¿Crees que volveré a mirarte de otra forma que no sea con el odio que merecen las serpientes? Oh, sí: puedes llevarme a la cama y obligarme a hacer tu voluntad, porque la fe cristiana te permite ultrajar a tu esposa. No me importa lo que me digas, Gorlois, porque me sé inocente. Hasta este momento me sentía culpable, pensando que algún hechizo me había hecho amar a Uther. Ahora lamento no haber hecho lo que él me imploraba, aunque sólo sea porque tú estabas muy dispuesto a creerme capaz de traicionarte.
El desprecio de su voz hizo que Gorlois dejara caer los brazos y la mirase fijamente.
—¿Lo dices en serio, Igraine? —preguntó con voz ronca—. ¿De verdad eres inocente de todo mal?
—¿Crees que me rebajaría a mentirte? ¿A ti?
—Igraine, Igraine —dijo humildemente—, bien sé que soy demasiado viejo para ti, que te casaron conmigo sin amor y sin que lo desearas. Pero pensaba que habrías llegado a tenerme algún afecto. Y cuando te vi sollozar ante Uther... —Se le ahogó la voz—. No pude soportar que miraras así a ese hombre lujurioso y cruel, cuando a mí sólo me miras con resignación y por deber. Perdóname, perdóname, te lo ruego... si en verdad te juzgué mal...
—Me juzgaste mal —confirmó ella, con tono helado—. Y haces bien en implorar mi perdón, pero no lo tendrás hasta que se alcen los infiernos y la tierra se hunda bajo el océano del oeste. Sería mejor que fueras a hacer las paces con Uther. ¿Acaso crees que puedes enfrentarte a la ira del gran rey de Britania? ¿O terminarás comprando su favor como hiciste con el mío?
—¡Silencio! —ordenó Gorlois, furioso y enrojecido. Se había humillado ante ella. Era algo que tampoco podría perdonarse—. ¡Y cúbrete!
Igraine cayó en la cuenta de que aún estaba desnuda hasta la cintura. Se acercó a la cama, donde había dejado su vestido viejo, y se lo puso sin prisa. Él recogió el collar de ámbar y el espejo de plata del suelo; se los ofreció, pero ella apartó la mirada.
Gorlois los dejó en la cama y la miró fijamente. Luego salió. Una vez sola, Igraine comenzó a guardar sus cosas en las alforjas. No sabía qué iba a hacer: tal vez fuera en busca de Merlín para contárselo todo, puesto que era él quien había iniciado esa cadena de acontecimientos. Una cosa era segura: no volvería a morar con complacencia bajo el techo de Gorlois. Una pena le hirió el corazón: se habían casado según la ley romana, que concedía a su marido poder absoluto sobre su hija, Morgana. Era necesario disimular hasta que pudiera poner a la niña en un lugar seguro. Tal vez la enviara a la isla Sagrada para que Viviana la criara.
Dejó en la cama los obsequios de Gorlois, guardando sólo los vestidos que había tejido con sus manos en Tintagel; en cuanto a las joyas, sólo cogió la piedra lunar de Viviana. Más tarde comprendería que aquellos instantes de demora le habían costado la huida, pues mientras separaba los regalos Gorlois entró en el cuarto. Después de echar una breve mirada a las alforjas llenas hizo una seca señal de asentimiento.
—Bien, veo que te estás preparando para viajar. Partiremos antes del anochecer.
—¿Qué quieres decir, Gorlois?
—He retirado mi juramento en presencia de Uther, diciéndole lo que tendría que haberle dicho al principio. De ahora en adelante somos enemigos. Organizaré la defensa del oeste contra los sajones y los irlandeses; le he dicho que, si trata de entrar con su ejército en mi país, lo colgaré como al felón que es del primer árbol que encuentre.
Ella lo miró fijamente. Por fin dijo:
—Estás loco, esposo. Los hombres de Cornualles no pueden por sí solos defender el país del oeste si los sajones llegan en buen número. Ambrosio lo sabía; lo sabe Merlín. ¡Hasta yo lo sé, y no soy más que un ama de casa! Aquello por lo que Ambrosio luchó en sus últimos años, ¿vas a destruirlo en un momento, sólo por una descabellada rencilla con Uther por tus insensatos celos?
—¡Rápida eres en preocuparte por Uther!
—¡ Sería igualmente rápida en compadecer al jefe de los sajones si perdiera a sus mejores partidarios por una pelea sin fundamento! ¡En el nombre de Dios, Gorlois, te suplico que resuelvas esta riña con Uther y que no rompas así la alianza! Ya se ha ido Lot; si tú haces lo mismo sólo quedarán las tropas aliadas y unos cuantos reyes menores para apoyarlo en la defensa de Britania. —Igraine negó con la cabeza, desesperada—. ¡Ojalá me hubiera arrojado desde los acantilados de Tintagel antes de venir a Londínium!
Gorlois le clavó una mirada fulminante.
—Aunque Uther nunca hubiera puesto los ojos en ti, señora, no podría seguir a un hombre tan lascivo y mal cristiano. No confío en Lot, pero ahora sé que menos aún puedo confiar en Uther. Tendría que haber escuchado desde el principio la voz de mi conciencia en vez de acceder a prestarle apoyo. Pon mi ropa en la otra alforja. He mandado por los caballos y por nuestros hombres.
Al ver el aspecto implacable de su rostro comprendió que volvería a golpearla si protestaba. Obedeció en silencio, hirviendo de ira. Ahora estaba atrapada y ni siquiera podía huir a la isla Sagrada para ponerse bajo la protección de su hermana; mientras Gorlois retuviera a su hija en Tintagel, no podía.
Aún estaba guardando camisas y jubones doblados en las alforjas, cuando empezaron a sonar las campanas de alarma. Gorlois ordenó secamente:
—¡Quédate aquí! —y salió apresuradamente.
Igraine corrió tras él, enfadada, y se encontró con un corpulento soldado al que no había visto antes. El hombre cruzó su lanza frente a la puerta, impidiéndole cruzar el umbral. Hablaba un dialecto de Cornualles tan cerrado que sus palabras eran casi incomprensibles, pero ella logró entender que el duque le había ordenado mantener a su señora sana y salva dentro de la casa. Para eso estaba él allí.
Como no era digno forcejear con él, Igraine entró con un suspiro para terminar de preparar el equipaje. Desde la calle le llegaban gritos y ruidos de hombres que corrían y las campanadas de la iglesia cercana, aunque no era la hora de ningún oficio. En una ocasión, al oír un entrechocar de espadas, se preguntó si los sajones habrían entrado en la ciudad; realmente, era buen momento para un ataque ahora que los jefes de Ambrosio reñían entre sí. Bueno, eso resolvería uno de sus problemas, pero ¿qué sería de Morgana, sola en Tintagel?
Pasó el día; al anochecer, Igraine empezó a sentir miedo. ¿Estarían los sajones a las puertas de la ciudad? ¿Se habrían vuelto a pelear Uther y Gorlois? ¿Habría muerto uno de ellos? Casi le alegró ver a Gorlois cuando abrió de golpe la puerta de la habitación; llegaba ojeroso y distante, con los dientes apretados como si sintiera un gran dolor, pero sus palabras fueron breves e inflexibles.
—Partiremos al anochecer. ¿Podrás mantenerte en la silla o he de ordenar que uno de mis hombres te lleve a la grupa? No tenemos tiempo para viajar al paso de una mujer.
Igraine quería hacerle mil preguntas, pero no quiso darle la satisfacción de manifestar interés.
—Mientras tú puedas montar, esposo, yo podré mantenerme en la silla.
—Cuida de hacerlo, pues no tendrás tiempo para cambiar de idea. Ponte la capa más abrigada; por la noche hará frío y se está cerrando la niebla.
Igraine se recogió el pelo en un moño y se echó una capa gruesa sobre el traje de montar. Gorlois la izó sobre la montura. En la calle se apiñaban los soldados con largas lanzas. Él habló en voz baja con uno de sus capitanes antes de montar; les seguían diez o doce jinetes. Gorlois cogió las riendas de Igraine, diciendo con un colérico gesto de cabeza:
—Vamos.
Insegura del rumbo, siguió en silencio a Gorlois en el anochecer. En algún lugar se veía el fuego recortarse contra el cielo, pero ignoraba si sería la fogata de la guardia, una casa en llamas o, simplemente, la lumbre en la que cocinaban los buhoneros que acampaban en el mercado. La densa niebla les dificultaba el camino; pasado un rato se oyó el crujir del cabrestante con que se manejaban las pesadas balsas de la barcaza sobre la que cruzarían el río.
Uno de los soldados de Gorlois desmontó para guiar a bordo el caballo de Igraine; Gorlois iba a su lado. Algunos de los hombres vadearon el río con los animales. Debía de ser muy tarde: a esas alturas del año la claridad se prolongaba mucho y cabalgar por la noche era casi inaudito. De pronto se oyó un grito en la orilla:
—¡Se marchan! ¡Se marchan! Primero Lot y, ahora, el señor de Cornualles. ¡Estamos desprotegidos!
—¡Todos los soldados abandonan la ciudad! ¿Qué haremos cuando los sajones desembarquen en la costa sur?
—¡Cobardes! —gritó alguien desde la costa. La barcaza, con un gran crujido, empezó a alejarse—. ¡Cobardes! ¡Huís cuando el país está en llamas!
Una piedra salió zumbando de la oscuridad y golpeó a uno de los hombres de armas en el peto de cuero; cuando profirió un juramento, Gorlois lo acalló con una palabra seca. Desde la costa siguieron insultándolos y les arrojaron varias piedras más, pero pronto estuvieron fuera de su alcance. Al habituarse los ojos a la oscuridad, Igraine vio que su marido estaba pálido y firme como una estatua de mármol. No le dirigió la palabra en toda la noche, aunque continuaron hasta el amanecer. Y cuando la aurora se alzó tras ellos, enrojeciendo el horizonte, se detuvieron para dar un breve descanso a los hombres y a las cabalgaduras. Gorlois tendió una capa para que Igraine se acostara un rato y le llevó pan, queso y una taza de vino, pero sin hablarle. Después de un corto descanso volvió a llevar los caballos. Iba a subirla a la montura cuando ella se rebeló.
—¡No daré un paso más si no me dices adonde vamos y por qué! —Mantenía la voz baja para no avergonzarlo ante sus hombres, pero se enfrentaba a él sin temor—. ¿Por qué nos escabullimos de Londínium como ladrones en la noche? Si no me dices qué está pasando tendrás que atarme a la grupa de mi caballo para llevarme a Cornualles, e iré gritando todo el camino.
—¿Crees que lo haría si no fuera necesario? —replicó él—. No trates de irritarme, pues por ti he renunciado a toda una vida de honor y juramentos respetados.
—¿Cómo osas culparme? —le espetó Igraine—. No lo hiciste por mí, sino por tus celos demenciales. Soy inocente de cualquier pecado que tu sucia mente me atribuya...
—¡Silencio, mujer! También Uther juró que eras inocente de todo mal. Pero eres mujer y supongo que le hiciste algún encantamiento. Me presenté ante Uther con la esperanza de resolver esta disputa, ¿y qué crees que me hizo ese maldito lascivo? ¡Me exigió que me divorciara para entregarte a él!
Igraine lo miró con los ojos muy abiertos.
—Si tan mal piensas de mí, si soy adúltera y bruja, ¿por qué no te regocijaste ante la perspectiva de librarte tan fácilmente de mi carga?
En su interior crecía una ira diferente: incluso Uther creía que podía darla o tomarla sin su consentimiento. ¿Acaso era un caballo para vender en la feria de primavera? Una parte de su ser se estremecía de secreto placer: Uther la deseaba tanto que estaba dispuesto a pelearse con Gorlois y a distanciar a sus aliados por una mujer. Pero la otra parte se enfurecía: ¿por qué no le había pedido que abandonara a Gorlois para unirse a él por propia voluntad?
Pero su esposo se había tomado la pregunta en serio.
—Me juraste que no eras adúltera. Y ningún cristiano puede repudiar a su esposa, salvo por adulterio.
Entre la impaciencia y una súbita contrición, Igraine guardó silencio. No podía estarle agradecida, pero al menos había escuchado sus palabras. No obstante, era sobre todo por orgullo pues, aun cuando se hubiera creído traicionado, no habría dejado que sus soldados vieran que su joven esposa prefería a otro hombre. Tal vez habría llegado a perdonar el adulterio para ocultar que no podía conservar la fidelidad de una muchacha.
—Gorlois... —dijo.
Pero él la acalló con un gesto.
—Ya es suficiente. No tengo paciencia para cambiar muchas palabras contigo. Una vez que estemos en Tintagel podrás olvidar esta tontería. En cuanto al Pendragón, tendrá mucho que hacer en las costas sajonas. No te haré más reproches; dentro de uno o dos años tendrás un hijo varón para que distraiga tu mente del hombre que ha despertado tus fantasías.
En silencio, Igraine se dejó subir a la montura. Cuando comenzaba a aceptar que su unión con Uther era voluntad de los dioses, se alejaba de Londínium con Gorlois, con la alianza deshecha y su marido obviamente decidido a que Uther no volviera a verla. En verdad, con una guerra en las costas sajonas, el rey no tendría tiempo para viajar a Tintagel; y aunque lo hiciera, no tenía modo de entrar en aquel castillo.
Nunca volvería a verlo. Todos los planes de Merlín habían fracasado. Seguiría atada a un anciano al que, ahora lo estaba segura, odiaba, aunque hasta aquel momento no se había permitido saberlo. Más tarde tendría la sensación de haber llorado durante todo el largo viaje por los páramos y valles de Cornualles.
La segunda noche levantaron las tiendas para descansar debidamente. Ella recibió de buen grado la comida caliente y la oportunidad de dormir bajo techo, aun sabiendo que ya no podría evitar el lecho de Gorlois. No podía gritar ni forcejear, rodeados de soldados como estaban. Era su esposa desde hacía cuatro años y nadie creería que se trataba de una violación. No tendría fuerzas para resistirse ni quería perder su dignidad en una sórdida lucha. Apretando los dientes, decidió permitirle hacer lo que quisiera, aunque lamentaba no conocer alguno de los encantamientos con que se protegían las doncellas de la Diosa, que entre las hogueras de Beltane sólo concebían cuando así lo deseaban. Le parecía muy amargo que él engendrara al hijo deseado humillándola de ese modo.
Merlín lo había dicho: «No darás ningún hijo varón a Gorlois.» Pero ya no confiaba en esas profecías, puesto que todos sus planes habían fracasado. ¡Viejo taimado y cruel! La había utilizado como solían los hombres con sus hijas desde la llegada de los romanos: como peones que tenían que casarse según el deseo de los padres, como si fueran yeguas o cabras. Llorando en silencio, se preparó para acostarse, resignada y sin creerse capaz siquiera de ahuyentarlo con palabras coléricas; por su actitud era obvio que estaba dispuesto a borrarle el recuerdo de cualquier otro hombre imponiéndose de la única manera que podía.
Sus familiares manos sobre ella, el rostro sobre el suyo en la oscuridad, eran como los de un extraño.
Pero cuando la atrajo hacia sí fue incapaz de continuar; aunque la manoseó desesperadamente tratando de excitarse, no lo consiguió. Por fin la soltó con un susurro furioso:
—¡Maldita bruja! ¿Has echado algún hechizo sobre mi virilidad?
—No —respondió con desprecio—, aunque si conociera tales encantamientos lo habría hecho con gusto, mi fuerte y gallardo esposo. ¿Esperas que llore porque no puedes poseerme por la fuerza? ¡Inténtalo y me reiré en tus barbas!
Él levantó el puño apretado.
—Golpéame, sí —dijo Igraine—. No será la primera vez. Quizás así te sientas tan hombre que tu lanza se yerga para la acción.
Con un juramento furioso, él le volvió la espalda y tornó a acostarse. Pero Igraine permaneció despierta y temblorosa, sabiendo que había logrado la venganza.
Durante todo el viaje a Cornualles, Gorlois fue incapaz de tocarla, por mucho que se esforzara, e Igraine comenzó a preguntarse si en verdad, sin que ella lo supiera, su justa ira no habría arrojado algún encantamiento sobre la virilidad de su marido. De cualquier modo supo, con la intuición segura de las sacerdotisas, que él nunca podría volver a yacer con ella como esposo.
6
Cornualles parecía, más que nunca, el fin del mundo. En aquellos primeros días, cuando Gorlois la hubo dejado allí con sus guardias, que ahora eran fríos y callados con ella, Igraine se descubrió dudando que Tintagel siguiera existiendo en el mundo real; quizá, como Avalón, sólo existía en el reino de las brumas y las hadas, sin relación con el mundo que había visitado en su única y breve aventura por el exterior.
Pese a lo breve de su ausencia, Morgana parecía haber crecido; ya no era un bebé, sino una niña seria y callada que cuestionaba incesantemente cuanto veía. También Morgause había crecido; su cuerpo se redondeaba y su rostro infantil se iba definiendo en pómulos altos y pestañas largas. Le encantaron los regalos que Igraine le llevó y correteaba como un cachorro juguetón en torno de su hermana. También con Gorlois parloteaba con entusiasmo, dirigiéndole miradas de soslayo y tratando de sentarse en su regazo como si fuera una criatura. Igraine notó que su marido se mantenía serio y la apartaba de sí; pero sonreía al acariciarle la cabellera roja y le pellizcaba la mejilla.
—Ya estás muy crecida para esas tonterías, Morgause —la regañó Igraine—. Da las gracias al señor de Cornualles y lleva esos regalos a tu habitación. Y guarda las sedas, pues no las usarás hasta que hayas crecido. ¡No se te ocurra hacerte aquí la gran señora!
Morgause recogió los hermosos presentes y se fue llorando, en tanto Gorlois la seguía con la mirada. Más tarde Igraine los vio juntos en el salón; la muchacha apoyaba confiadamente la cabeza en el hombro de su cuñado. Igraine se enfureció, no tanto por la chica como por él. Cuando entró se separaron con aire inquieto y, tras salir Gorlois, Igraine miró a su hermana con ojos implacables, hasta hacerla bajar los ojos con una risita intranquila.
—¿Por qué me miras así, Igraine? ¿Temes que Gorlois me quiera más que a ti?
—Gorlois era demasiado viejo para mí, y aún lo es más para ti. Cree que contigo podría recuperarme tal como me conoció: demasiado joven para decirle que no o para mirar a otro hombre. Ya no soy una muchacha dócil, sino una mujer con ideas propias. Tal vez crea que sería más fácil tratar contigo.
—Entonces —replicó Morgause con insolencia—, tendrías que procurar tener satisfecho a tu esposo en vez de quejarte si otras hacen por él lo que tú no puedes.
Igraine levantó la mano para abofetearla, pero se contuvo haciendo un gran esfuerzo.
—¿Crees que me importa con quién se acueste Gorlois? No dudo que haya tenido relación con muchas prostitutas, pero preferiría que mi hermana no se contara entre ellas. Si te odiara, te entregaría a él de buena gana. Pero eres demasiado joven, como lo era yo. Y Gorlois es cristiano; si te deja embarazada no tendrá más alternativa que casarte a toda prisa con cualquiera de sus hombres que acepte mercancía usada. Estos romanos no son como nuestros hombres, Morgause. Entre nosotros la virginidad no tiene mucha importancia; una mujer de probada fertilidad, embarazada de un niño sano, es una esposa muy deseable. Pero entre los cristianos no es así: te considerarán deshonrada; el hombre que acepte casarse contigo te hará sufrir toda la vida por no haber sido quien engendró a tu hijo. ¿Es eso lo que deseas, Morgause, cuando podrías casarte con un rey? ¿Te ofrecerías de ese modo sólo por fastidiarme?
La joven palideció.
—No tenía idea... —susurró—. Oh, no, no quiero deshonrarme, Igraine. Perdóname.
Su hermana le entregó el espejo de plata y el collar de ámbar. Morgause se quedó mirándola.
—¡Pero si te los regaló Gorlois!
—He jurado no volver a usarlos en mi vida —dijo ella—. Son tuyos, para ese rey que Merlín vio en tu futuro, hermana. Pero tienes que conservarte virgen hasta que él venga por ti.
—No temas —aseguró Morgause, sonriendo otra vez.
Igraine se alegró de haber despertado su ambición con el recuerdo de lo que dijo Merlín. La muchacha era fría y calculadora; no se dejaría desviar de un objetivo por emociones o impulsos. Al observarla, lamentó no haber nacido también sin capacidad de amar.
Ojalá pudiera contentarme con Gorlois... o buscar fríamente como lo haría Morgause, la manera de librarme de él para ser la reina de Uther.» Gorlois pasó en Tintagel sólo cuatro días y dejó allí diez o doce caballeros. Antes de partir la mandó llamar.
—Aquí estaréis a salvo, tú y la niña —dijo secamente—.
Voy a reunir a los hombres de Cornualles para luchar contra los invasores irlandeses o contra los del norte... o contra Uther, si quisiera venir a apoderarse de lo que no le pertenece, sea mujer o castillo.
Igraine no dijo nada. El se alejó con sus hombres. Ahora podría poner su casa en orden, recuperar la antigua intimidad con su hija y componer la maltrecha amistad con su hermana.
Pero el recuerdo de Uther la acompañaba siempre, por muy atareada que se mantuviera con las tareas domésticas. Ni siquiera era el verdadero Uther el que la perseguía, el hombre impulsivo y un poco infantil, algo torpe y desmañado. Aquel Uther, el Pendragón, el gran rey, la asustaba un poco, como la había asustado Gorlois al principio. Cuando pensaba en Uther, en el hombre, imaginaba sus besos y volvía a experimentar la dulzura que conoció en el sueño; pero otras veces se sentía atrapada por el mismo miedo, frío y seco, que había notado la mañana siguiente a su boda.
El que volvía a ella, una y otra vez, era el Uther que había conocido ante el círculo de piedras, fuera del tiempo y el espacio: el sacerdote de la Atlántida con quien había compartido los Misterios. A ese Uther que estaba segura de amar como a su propia vida, a quien jamás podría llegar a temer. Cuando estaba junto a él era como recuperar una parte perdida de sí misma; con él se sentía completa. Más allá de lo que pudiera pasar entre ellos como hombre y mujer, había algo que nunca moriría ni perdería intensidad. Compartían un destino que, de algún modo, tenían que cumplir juntos.
A menudo, cuando la asaltaban estos pensamientos, se detenía con incredulidad. ¿Era un signo de locura fantasear con un destino compartido y con la otra mitad de su alma? Sin duda, los hechos eran más sencillos y menos hermosos. Ella, una mujer casada, matrona decente y madre de una niña, se había enamorado de un hombre más joven y apuesto que su legítimo esposo. Entonces se sentaba a hilar, apretando los dientes, sintiéndose culpable y preguntándose si pasaría toda la vida purgando un pecado cometido sólo a medias.
La primavera se convirtió en verano y las hogueras de Beltane quedaron muy atrás. El calor se extendía sobre la tierra; el mar estaba tan azul y tan límpido que, a veces, Igraine creía ver en las nubes las ciudades olvidadas de Lyonnesse y la Atlántida. Cuando los días empezaron a acortarse se oyeron los primeros rumores de guerra; los hombres de la guarnición llevaron los rumores que corrían por el mercado: una incursión de irlandeses en la costa, una aldea y una iglesia incendiadas, una o dos mujeres raptadas. Había ejércitos en marcha hacia el oeste y el norte, hacia el país del Estío y Gales, y no eran los de Gorlois.
—¿Qué ejércitos? —preguntó Igraine al hombre.
—No sé, mi señora, pues no los vi. Dicen que llevaban águilas como las legiones romanas de antaño, lo cual es imposible. Pero también dicen que en su estandarte había un dragón rojo.
«¡Uther! —pensó Igraine—. Uther está cerca y ni siquiera sabe dónde encontrarme.» Sólo entonces pidió noticias de Gorlois. El hombre le dijo que también su esposo estaba en el país del Estío, donde se celebraba una especie de asamblea.
Aquella noche contempló detenidamente su viejo espejo de bronce, lamentando que no fuera el cristal de las sacerdotisas para ver en él lo que sucedía muy lejos. Deseaba pedir consejo a Viviana o a Merlín. Después de haberle causado todas esas tribulaciones, ¿la abandonaban? ¿Por qué no iban a ver cómo sus planes habían fracasado? ¿Habrían hallado a otra mujer con el linaje adecuado para ponerla en el camino de Uther?
Pero de Avalón no llegaba ningún mensaje y los hombres de la guarnición no le permitían siquiera ir al mercado, diciendo respetuosamente que Gorlois lo había prohibido por el estado del país. Cierta vez vio, desde una ventana, que un jinete se acercaba a parlamentar con el jefe de la guardia. Parecía furioso e Igraine tuvo la sensación de que echaba miradas de frustración a las murallas; pero al fin volvió grupas y se alejó. ¿Acaso era un mensajero al que no se invitó a entrar?
Era, pues, prisionera en el castillo de su esposo. Pocos días después, para poner a prueba esa teoría, mandó llamar al jefe de la guardia.
—Deseo enviar un mensaje a mi hermana para que venga a visitarme —dijo—. ¿Mandaréis a un hombre a Avalón?
El hombre respondió evitando mirarla.
—No me es posible, mi señora. El señor de Cornualles fue muy explícito cuando nos ordenó permanecer aquí para proteger Tintagel en caso de sitio.
—¿No podéis contratar a un jinete de la aldea para que haga el viaje?
—Al señor no le gustaría, señora. Lo siento.
—Comprendo —dijo ella. Y lo despidió.
Aún no estaba tan desesperada como para tratar de sobornar a uno de los hombres. Pero cuanto más reflexionaba, más furiosa se sentía. ¿Cómo osaba Gorlois encarcelarla allí? Por fin resolvió dar un paso desesperado.
No se la había adiestrado para la videncia; cuando era niña la utilizaba de vez en cuando, espontáneamente, pero desde que viera a Gorlois condenado a muerte se había cerrado con firmeza a cualquier otra visión. No obstante, creía poder arreglárselas para ver el futuro. Era peligroso jugar con tales artes cuando no se estaba preparada, por lo que comenzó por buscar un paso intermedio. Cuando las hojas comenzaron a amarillear llamó nuevamente al jefe de la guarnición.
—No puedo pasarme la vida encerrada aquí, como una rata en una trampa —dijo—. Tengo que ir al mercado. Necesitamos comprar tintes, una cabra lechera, agujas y alfileres y muchas otras cosas para el invierno que se acerca.
—No tengo órdenes de permitiros salir, señora —dijo el hombre, apartando la vista.
—Entonces enviaré a una de mis damas. Irán Ettarr o Isolda, con la señora Morgause. ¿Bastará con eso?
El hombre pareció aliviado, como si ella hubiera dado con la solución; realmente, era necesario que alguien visitara el mercado antes del invierno y era ridículo impedir que la señora de la casa cumpliera con una de sus obligaciones.
Morgause enloqueció de alegría al enterarse. «No me extraña —pensó Igraine—. No hemos salido en todo el verano.» Con franca envidia, siguió con la mirada a su hermana, que partía montada en su poni, acompañada por dos hombres de la guarnición, Ettarr, Isolda y dos criadas. Las siguió con la mirada desde el arrecife, con Morgana cogida de la mano; no soportaba la idea de entrar en el castillo, convertido en su prisión.
—Madre —preguntó Morgana—, ¿por qué no podemos ir al mercado con la tía?
—Porque tu padre no quiere que vayamos, pequeña.
—¿Y por qué no quiere que vayamos? ¿Tiene miedo de que nos portemos mal?
Igraine se echó a reír.
—La verdad es que creo que sí, que eso es lo que teme, hija.
Morgana guardó silencio; era una criatura menuda, silenciosa y reservada; su pelo oscuro ya era lo bastante largo para Peinarlo en una trenza corta, pero tan lacio y fino que escapaba en guedejas que caían en los hombros. Tenía ojos oscuros y serios: y las cejas rectas eran tan gruesas que constituían su rasgo más notable. «Una pequeña —pensó Igraine—. en absoluto humana, un duende travieso.» Aunque se acercaba a los cuatro años, su tamaño era el de una criatura de dos y hablaba con la claridad y el raciocinio de una niña de ocho o nueve. Igraine la alzó para estrecharla.
—¡Mi pequeña!
Morgana soportó la caricia y hasta la devolvió con un beso, cosa que sorprendió a su madre, pues no era muy cariñosa. Pero no tardó en revolverse; no le gustaba estar en brazos y prefería hacerlo todo por su cuenta, incluso se vestía sola. Ambas volvieron tranquilamente hacia el castillo.
Igraine se sentó al telar e instaló a su hija ante la rueca. La pequeña era concienzuda y precisa, y aunque su hebra era desigual, movía el huso con destreza. De no ser por el pequeño tamaño de sus manos habría hilado tan bien como Morgause. Después de un rato dijo:
—No recuerdo a mi padre. ¿Dónde está, madre?
—En el país del Estío, con sus soldados.
—¿Cuándo volverá a casa?
—No lo sé, Morgana. ¿Quieres que vuelva?
La niña reflexionó un instante.
—No —dijo—. Cuando estaba aquí tenía que dormir con la tía; estaba oscuro y tenía miedo. Claro que era muy pequeña —añadió con solemnidad. Igraine disimuló una sonrisa—. Y no quiero que vuelva porque te hacía llorar.
«Bueno, como dijo Viviana, los pequeños entienden mucho más de lo que una piensa.»
—¿Por qué no tienes otro niño, madre? Otras mujeres tienen el segundo en cuanto destetan al primero. Ya tengo cuatro años. Isolda dijo una vez que tendrías que darme un hermano. Me gustaría tener un hermano con quien jugar. Aunque fuera una niña.
Igraine estaba a punto de decir: «Es que tu padre...» Pero se contuvo. Por muy adulta que Morgana pareciera, sólo tenía cuatro años y no era posible revelarle ciertas cosas.
—Porque la Madre Diosa no ha querido enviarme un hijo varón, hija.
El padre Columba, que salía entonces a la terraza, dijo adustamente:
—No tenéis que hablar a la niña de diosas y supersticiones. Gorlois desea que se la eduque como a una buena cristiana. Morgana, tu madre no ha tenido un hijo varón porque tu padre se enfadó con ella y Dios ha querido castigarla por sus deseos pecaminosos.
No por primera vez, Igraine sintió el impulso de arrojar su lanzadera contra aquel cuervo de mal agüero. ¿Le habría confesado Gorlois todo lo que había sucedido entre ellos? De pronto Morgana se levantó.
—Vete, viejo —dijo con claridad, haciendo una mueca al cura—. No te quiero. Has hecho llorar a mi madre. Mi madre sabe más que tú. Y si ella dice que es la Diosa la que no le ha enviado un hijo, la creo, porque no miente.
El padre Columba se dirigió a Igraine, furioso:
—¿Veis la consecuencia de vuestro capricho, señora? Esta niña merece una azotaina. Entregádmela para que la castigue por su falta de respeto.
Ante aquello estallaron la ira y la rebeldía de Igraine. El padre Columba había avanzado hacia Morgana, que se mantenía firme. Ella se interpuso.
—Si ponéis una mano sobre mi hija, sacerdote —dijo—, os mataré aquí mismo. Mi esposo os trajo a esta casa y no puedo expulsaros, pero si volvéis a presentaros ante mí os escupiré. ¡Fuera de mi vista!
Él no cedió terreno.
—El señor Gorlois me confió el bienestar espiritual de esta familia, señora. Os perdonaré estas palabras para no pecar de orgulloso.
—Vuestro perdón me importa tanto como el de una cabra. Salid de mi vista, si no queréis que os haga expulsar por mis criadas. Y no volváis a presentaros ante mí. ¡Largo!
El sacerdote vio sus ojos llameantes y su mano levantada, y se escabulló.
Tras aquel acto de abierta rebeldía, Igraine quedó paralizada por su temeridad. Pero al menos, Morgana y ella se habían librado del cura. No permitiría que enseñaran a su hija a avergonzarse de su femineidad.
Morgause regresó de la feria ya cerrada la noche, con provisiones cuidadosamente escogidas y muchas cosas que contar. Las hermanas charlaron hasta la medianoche en el cuarto de Igraine, mucho después de que la niña se durmiera con un caramelo en las manos y la cara pegajosa.
«¡Es innoble que tenga que enterarme de lo que hace mi marido por las noticias del mercado!»
—Hay una gran reunión en el país del Estío —dijo Morgause—. Dicen que Merlín ha reconciliado a Lot con Uther.
También dicen que Ban, de la baja Britania, se ha aliado con ellos y les envía caballos traídos de Hispania. Hubo una gran batalla con los sajones y allí estuvo Uther, con el estandarte del dragón. Y oí cantar a un trovador, en forma de romance, que el duque de Cornualles tiene a su señora prisionera en Tintagel...
En la oscuridad. Igraine vio a su hermana con los ojos dilatados y los labios entreabiertos.
—Dime la verdad, Igraine: ¿Uther fue tu amante?
—No, pero Gorlois cree que sí y por eso discutió con Uther. No me creyó cuando le dije la verdad. —Las lágrimas le hicieron un nudo en la garganta—. Ahora lamento que no haya sido cierto.
—Dicen que el rey Lot es más apuesto que el Pendragón —comentó Morgause—. Y que está buscando esposa. Y se rumorea que, si creyera poder hacerlo sin peligro, desafiaría a Uther para arrebatarle el trono. ¿Es más apuesto que Uther? ¿O el gran rey es tan maravilloso como dicen, Igraine?
Ella negó con la cabeza.
—No lo sé, Morgause. Supongo que, a los ojos del mundo, ambos son hombres de buena estampa: Lot, moreno; Uther, rubio como un nórdico. Aunque no fue por su claro semblante por lo que pensé que Uther era mejor.
—¿Por qué, entonces? —preguntó la joven, vivaz e inquisitiva.
Igraine suspiró, sabiendo que no lo comprendería. Pero la necesidad de compartir siquiera un poco de lo que sentía la impulsó a decir:
—Bueno... no lo sé bien. Sólo que... era como si lo conociera desde el principio del mundo.
—Pero si ni siquiera te besó...
—No tiene importancia. —Y por fin, sollozando, Igraine admitió lo que sabía desde mucho tiempo atrás—: Aunque no vuelva a ver su rostro en esta vida, estoy ligada a él y así será hasta mi muerte. Y no puedo creer que la Diosa haya causado este caos en mi vida si estoy destinada a no verlo nunca más.
A la escasa luz, notó que Morgause la miraba con gran respeto y un poco de envidia, como si a sus ojos se hubiera convertido en la heroína de alguna antigua leyenda romántica. Habría querido decirle: «No, no es así, esto no es romántico en absoluto», pero comprendió que no había modo de explicarlo. Morgause nunca conocería ese tipo de realidad: vivía en un mundo diferente.
Había dado un paso al enemistarse con el sacerdote, hombre de Gorlois, y otro al confesar a su hermana que estaba enamorada de Uther. Viviana había dicho algo sobre los mundos e se alejaban el uno del otro; Igraine tuvo la sensación de que empezaba a habitar en un mundo distinto del ordinario, ese en el que Gorlois tenía derecho a pretender que ella fuera su criada, u esclava... su esposa. Sólo Morgana la ataba ahora a ese mundo Contempló a la niña dormida, con las manos pegajosas y el lo oscuro revuelto, y a su hermana menor, con los ojos abiertos de par en par; se preguntaba si, ante la llamada de lo que le había sucedido, sería capaz de abandonar esos últimos eslabones que la retenían en la existencia real.
La idea le causó gran dolor, pero interiormente susurró: «Sí. Incluso eso.»
Así pues, el paso siguiente, el que tanto había temido, le resultó sencillo.
Aquella noche, despierta entre Morgause y su hija, trató de decidir qué haría. ¿Tenía que huir, confiando en que Uther la encontrara? Casi de inmediato rechazó la idea. ¿Tenía que enviar a Morgause a Avalón para que diera aviso de que estaba prisionera? No, si incluso se cantaba como trova en los mercados; su hermana mayor iría por ella si lo considerara necesario. Y en el fondo la carcomía siempre la voz callada de la duda y la desesperanza. Su visión había sido falsa. O tal vez, viendo que ella no lo dejaba todo por Uther, Merlín y Morgana habían abandonado el plan y tenían ya otra mujer para el gran rey y la salvación de Britania.
Al amanecer, cuando el sol comenzaba a asomar, cayó en un sueño intranquilo. Y allí encontró su guía. Al despertar fue como si una voz dijera dentro de su mente: «Líbrate, sólo por hoy, de la niña y de la doncella. Entonces sabrás qué hacer.»
El día amaneció claro y soleado. Mientras desayunaban, Morgause, contemplando el mar reluciente, dijo:
—Qué aburrido es no salir... ¡Sólo ayer, en el mercado, caí en la cuenta de lo harta que estoy de esta casa!
—Podrías llevarte a Morgana y pasar el día fuera, con las pastoras —sugirió Igraine—. Supongo que a ella también le gustaría salir.
Les preparó unos trozos de pan y de carne; para Morgana aquello era una fiesta. Ahora sólo tenía que encontrar el modo de evitar al padre Columba; aunque no se le acercaba, respetando su voluntad, sus ojos la seguían a todas partes. Pero a media mañana, mientras tejía en su telar, el sacerdote se le acercó diciendo:
—Señora...
Ella no levantó la mirada.
—Os indiqué que os mantuvierais a distancia, cura. Podéis quejaros de mí a Gorlois cuando vuelva, si así lo deseáis, pero no me dirijáis la palabra.
—Uno de los hombres de Gorlois se ha herido al caer de los acantilados. Sus compañeros creen que va a morir y me han pedido que vaya a verlo. No tenéis nada que temer; estaréis bien custodiada.
—Id y que el diablo os lleve para que no vuelva a veros —dijo, volviéndole la espalda.
—Si tenéis la osadía de maldecirme, mujer...
—¿Por qué malgastar saliva en una maldición? Lo mismo podría desearos que Dios os reciba en vuestro paraíso, y ojalá él disfrute más que yo de vuestra compañía.
En cuanto se fue, Igraine comprendió por qué había sentido la necesidad de deshacerse del cura. A su modo, también era un iniciado en los misterios, aunque no fueran los mismos; no tardaría en reconocer y desaprobar lo que tenía pensado. Fue al cuarto de Morgause en busca del espejo de plata. Luego bajó a las cocinas para indicar a las criadas que encendieran el fuego en su dormitorio. La miraron con sorpresa, pues no hacía frío, pero Igraine repitió la orden como si fuera lo más normal del mundo. Luego se proveyó de algunas cosas: sal y un poco de aceite, pan, vino y queso; las mujeres pensarían que todo era para la comida.
Salió al jardín en busca de flores de espliego y logró encontrar algunos escaramujos. También cortó unas cuantas ramas de enebro y un trocito de avellano. Ya en su cuarto otra vez, echó el cerrojo y se despojó de toda la ropa. Nunca había hecho aquello y estaba segura de que Viviana no lo aprobaría, pues quienes no dominan el arte de la hechicería pueden crearse problemas al practicarla. Pero con todo aquello podría conjurar la videncia, aun cuando no la tuviera.
Arrojó el enebro al fuego y, al elevarse el humo, se ató la rama de avellano a la frente. Luego depositó los escaramujos y el espliego ante el fuego y se untó los senos con sal y aceite; después mordió el pan y bebió un sorbo de vino. Finalmente, temblando, puso el espejo donde reflejara la luz de las llamas y vertió en la superficie de plata un poco de agua de lluvia, susurrando:
—Por las cosas comunes y las que no lo son, por el agua y la sal, el aceite y el vino, por las frutas y las flores, te Diosa, que me permitas ver a mi hermana Viviana.
La superficie del agua se agitó lentamente. Una súbita corriente de aire estremeció a Igraine; por un momento se preguntó si el hechizo fracasaría, si su magia era también blasfemia. La cara borrosa que se formaba en el espejo era la suya, pero fue cambiando poco a poco y se convirtió en el sobrecogedor rostro de la Diosa, con las bayas de serbal ciñéndole la frente.
Y entonces según se aclaraba y cobraba firmeza, Igraine vio.
No fue, como esperaba, un rostro vivo y parlante, sino una habitación que conocía bien. En otros tiempos había sido la alcoba de su madre, en Avalón. Allí había mujeres vestidas con la túnica oscura de las sacerdotisas. Al principio buscó en vano a su hermana, pues las mujeres entraban y salían y en la habitación reinaba la confusión. Por fin vio a Viviana; parecía exhausta, enferma y demacrada; caminaba de un lado a otro, apoyada en el brazo de una sacerdotisa. Igraine se horrorizó al comprender lo que veía: Viviana, con su túnica clara de lana sin teñir, tenía el vientre hinchado por el embarazo y el rostro contraído por el sufrimiento. Caminaba y caminaba, tal como las parteras habían hecho caminar a Igraine. cuando estaba a punto de dar a luz a Morgana...
«¡No, no! Oh, madre Ceridwen, diosa bendita, no... Nuestra madre murió así, pero Viviana estaba segura de haber dejado atrás la edad fértil... Y ahora va a morir. A su edad no puede sobrevivir a un parto. ¿Por qué no tomó alguna pócima para librarse de la criatura? Éste es el fin de todos sus planes. Y yo también he destrozado mi vida por un sueño...»
Inmediatamente Igraine se avergonzó por pensar en su angustia cuando Viviana se enfrentaba a un alumbramiento que difícilmente podría superar. Horrorizada, sollozando de miedo, no pudo siquiera apartar la vista del espejo. Y de pronto Viviana levantó la cabeza; en sus ojos turbios, ojerosos y angustiados, asomó la ternura. Fue como si hablara directamente a la mente de su hermana:
«Pequeña..., hermana..., Grainné...»
Igraine habría querido gritarle su dolor y su miedo, pero en esos momentos no podía cargarla con sus penas. Vertió todo su corazón en un solo clamor:
«Te escucho, madre mía, hermana mía, sacerdotisa y diosa.»
«No pierdas las esperanzas, Igraine, no desesperes. Todos nuestros sufrimientos tienen sentido. Lo he visto. No desesperes...»
Y por un momento, con un escalofrío. Igraine sintió en su mejilla un roce ligero, como el más leve de los besos, y un susurro:
«Hermana...»
Luego, con la cara contraída de dolor, Viviana cayó en brazos de la sacerdotisa, como desmayada, y una brisa agitó el agua del espejo. Igraine vio su rostro, borroso por el llanto, y se estremeció. Cogió una prenda cualquiera para abrigarse y arrojó el espejo embrujado al fuego. Luego se lanzó de bruces en la cama y lloró hasta no poder más.
Por fin, cuando ya no pudo derramar otra lágrima, se levantó para lavarse la cara con agua fría. Viviana estaba agonizando; quizá ya había muerto. Pero con sus últimas palabras le había recomendado no perder la esperanza. Se vistió y se colgó al cuello la piedra lunar que ella le había regalado. Y entonces, en una leve conmoción del aire, Uther apareció ante ella.
Esta vez no era él en persona, sino una visión. Ningún ser humano, mucho menos Uther Pendragón, habría podido entrar en su custodiada alcoba sin que algún soldado se lo impidiera. Se cubría con una gruesa manta escocesa, pero tenía en los brazos las serpientes que le había visto al soñar con la Atlántida. Sólo que ya no eran ajorcas de oro, sino serpientes vivas que alzaban la cabeza, siseando. Aun así no la asustaron.
—Amada mía —dijo. Y aunque era su misma voz, el cuarto permaneció silencioso; a través del susurro creyó oír el crepitar de las ramas de enebro—. Vendré por ti el día que señala la mitad del invierno. Lo juro: vendré por ti, a pesar de todos los obstáculos. Espérame ese día.
Un momento después estaba sola en el cuarto, con el sol dentro, el reflejo del mar fuera y en el patio, abajo, las voces risueñas de Morgause y su hija.
Igraine respiró hondo y bebió con calma el resto del vino. Así, en ayunas, le subió a la cabeza, provocándole una especie de aturdido regocijo. Luego bajó a paso lento para esperar la noticia que no tardaría en llegar.
7
Lo primero que sucedió fue que Gorlois volvió.
Debido a los nervios de aquella visión momentánea (y asustada, pues nunca había pensado que Viviana pudiera morir), Igraine esperaba otra cosa: algún mágico mensaje de Uther o la noticia de que Gorlois había muerto, dejándola en libertad. La aparición de su marido, cubierto de polvo, hambriento y ceñudo, parecía calculada para inducirla a pensar que su visión era sólo un engaño que ella misma había creado o una alucinación enviada por el Maligno.
«Bueno, en ese caso tiene su parte positiva, pues si mi visión fue ilusoria, significa que mi hermana está viva.» Así que recibió serenamente a Gorlois con comida, un baño, ropa limpia y palabras cordiales, absteniéndose de interrogarlo. También llevó a Morgana a su presencia para que le hiciera una reverencia y luego la envió a la cama.
Gorlois, con un suspiro, apartó su plato.
—Está muy guapa, pero es como un duende, como las gentes de las colinas huecas. ¿De dónde le viene esa sangre? En mi familia no hay nadie así.
—Pero mi madre era de la estirpe antigua —dijo Igraine—. Y también Viviana. Creo que su padre debió de ser del pueblo de las hadas.
Su marido se estremeció.
—Ni siquiera sabes quién la engendró. Si algo bueno hicieron los romanos fue terminar con esa gente de las colinas huecas, con sus círculos encantados y esas pócimas que lo envían a uno al infierno. El diablo los creó para perdición de los cristianos. ¡Creo que matarlos es obra de Dios!
Igraine pensó en las hierbas y los preparados con que las mujeres del pueblo de las hadas curaban aún a sus conquistadores; en los dardos envenenados que derribaban presas imposibles; en su madre y en el desconocido padre de Viviana. Gorlois, como los romanos, ¿quería terminar con todas aquellas gentes sencillas en nombre de su Dios?
—Bueno —dijo—, supongo que es la voluntad de Dios.
—Sería conveniente educar a Morgana en un convento, para que jamás la contamine el gran mal que ha heredado de tu sangre antigua —reflexionó su marido—. Ya nos ocuparemos de eso, cuando tenga la edad suficiente. Un santo hombre me dijo una vez que las mujeres llevan la sangre de su madre desde los tiempos de Eva, mientras que e! varón hereda la sangre de su padre, así como Cristo fue hecho a imagen de Dios. Por eso, Igraine, si tenemos un hijo varón no habrá peligro de que en él asome la sangre del maligno pueblo de las colinas.
Un acceso de ira recorrió a Igraine, pero había decidido no irritarlo.
—Eso también será como tu Dios quiera. —Pues sabía, aunque él lo hubiera olvidado, que no podría volver a tocarla como el hombre toca a la mujer. Poco importaba ya lo que dijera o hiciera—. Dime, esposo, ¿qué te trae tan inesperadamente a casa?
—Uther, por supuesto. Ha habido una gran ceremonia de coronación en la isla del Dragón, que está próxima al Glastonbury de los sacerdotes; no sé como éstos permanecen allí, siendo un lugar pagano donde se rinde homenaje al astado de los bosques, a las serpientes erectas y demás estupideces indignas de un país cristiano. Leodegranz, el rey del país del Estío, me apoya y se ha negado a pactar con Uther, pero todavía no está dispuesto a hacerle la guerra; no está bien que peleemos entre nosotros mientras los sajones se reúnen en las costas del este. Si este verano vinieran los escoceses nos veríamos entre la espada y la pared. Y ahora Uther ha presentado un ultimátum: tengo que poner a mis hombres bajo su mando, de lo contrario vendrá personalmente a imponérmelo. Por eso estoy aquí. Si fuera preciso, podríamos defender indefinidamente Tintagel, pero he advertido a Uther que, si pone un pie en Cornualles, presentaré batalla. Leodegranz ha pactado una tregua hasta que los sajones lleguen a estas costas, pero no es mi caso.
—Por Dios, es una locura —adujo Igraine—. Leodegranz tiene razón: los sajones no podrían resistir contra todos los hombres de Britania unidos. Pero si peleáis entre vosotros os atacarán reino por reino, y así no pasará mucho tiempo sin que toda Britania sirva a los dioses caballo.
Gorlois apartó sus platos.
—No se puede pretender que una mujer entienda las cuestiones de honor, Igraine. Ven al lecho.
Estaba convencida de que ya no le importaba lo que él quisiera hacerle, pero no había previsto que Gorlois luchara tan desesperadamente por su orgullo. Acabó por golpearla otra vez, entre maldiciones.
—¡Has usado tu magia contra mi virilidad, maldita bruja!
Cuando él cayó en un sueño de agotamiento, Igraine siguió despierta, llorando calladamente a su lado, con la cara amoratada y palpitante. ¿Conque ése era el premio a su mansedumbre, el mismo que había recibido por sus palabras hirientes? Ahora su odio estaba justificado; en cierto modo, era un alivio no sentirse culpable por detestarlo. De pronto deseó ardientemente que Uther lo matara.
Gorlois partió al rayar el día con todos sus hombres, dejando apenas a cinco o seis para defender Tintagel. Por lo que se dijo en el salón antes de la partida, esperaba tender una emboscada al ejército de Uther cuando bajara de los páramos al valle. Privaría a Britania de su gran rey, dejando a la tierra desnuda como una mujer para que fuera violada por las hordas sajonas, sólo porque no era lo bastante hombre con su esposa y temía que Uther lo fuera.
Tras su partida los días pasaron con penosa lentitud, lluviosos y callados. Llegaron las primeras heladas; la nieve cubrió los páramos. Ella deseaba tener noticias; se sentía como un hurón atrapado en la madriguera invernal.
Uther había dicho que iría el día de mitad del invierno... pero Igraine comenzaba a preguntarse si no habría sido sólo un sueño. Al sucederse los días del otoño, oscuros y fríos, empezó a dudar de la visión. Y de nada serviría tratar de repetirla; se le había enseñado que la magia no tenía que convertirse en unas muletas, pues se corría el peligro de no atreverse a dar un solo paso sin buscar la guía de lo sobrenatural.
«Nunca he podido confiar en mí misma», pensó con amargura. Cuando niña, había buscado la orientación de Viviana; en cuanto fue mujer, la casaron con Gorlois.
Ahora, ante la oportunidad de comenzar a pensar por sí sola, se volvió hacia su interior. Enseñaba a su hija a manejar la rueca y a Morgause a tejer en el telar; administraba con prudencia la reserva de alimentos, pues el invierno amenazaba ser más largo y frió que de costumbre, y escuchaba ávidamente las más ínfimas noticias que le llegaban a través de los pastores o los viajeros. Pero éstos eran pocos, pues el invierno se cernía ya sobre Tintagel.
Pasado Samhain, llegó al castillo una buhonera, envuelta en harapos y chales desgarrados, fatigada y con llagas en los pies. No estaba muy limpia, pero Igraine le dio un lugar junto al fuego y una escudilla de estofado de cabra, le vendó los pies y le compró dos agujas. Después, considerando que se lo había ganado, preguntó a la mujer si había noticias del norte.
—Soldados, señora—dijo la anciana, suspirando—. Y los sajones también se están congregando en los caminos del norte. Y una batalla... y Uther, con los sajones al norte y el duque de Cornualles que va contra él desde el sur. Guerra en todas partes, hasta en la isla Sagrada.
—¿Vienes de la isla Sagrada? —inquirió Igraine.
—Sí, señora. Me sorprendió la noche en aquellos lagos y me perdí en la bruma. Los curas me dieron pan seco y quisieron que oyera misa y me confesara, pero ¿qué pecados tiene una vieja como yo? Todos han quedado atrás, olvidados y perdonados, y ya no los lamento —dijo con una risa cascada—. Los viejos y los pobres tenemos pocas oportunidades de pecar, como no sea dudando de la bondad divina. Y como dentro de la iglesia hacía más frío que fuera, me adentré en la niebla. Luego vi una barca y de algún modo llegué a la isla Sagrada, donde las mujeres de la Dama me dieron comida y lumbre, como vos... Je, je, je...
—¿Viste a la Dama? —quiso saber Igraine, inclinándose para mirarla de frente—. Oh, dame noticias de ella, es mi hermana.
—Sí, eso me dijo y me dio un mensaje para vos. Por eso he venido, cruzando esos páramos. Ahora... ¿qué fue lo que me dijo? Pobre de mí, no recuerdo. Creo que perdí el mensaje entre las brumas que rodean la isla Sagrada. ¿Sabéis qué me dijeron los curas? Que la isla Sagrada ya no existe, que Dios la ha hundido en el mar.
Se detuvo, doblándose por la risa. Igraine esperaba; por fin preguntó:
—Háblame de la Dama de Avalón. ¿La viste?
—Oh, claro que la vi. No se parece a vos; es como el pueblo de las hadas, menuda y morena. —Los ojos de la mujer cobraron brillo—. ¡Ahora recuerdo el mensaje! Era: «Di a mi hermana Igraine que tiene que recordar sus sueños y no perder las esperanzas.» Y yo me eché a reír... ¿De qué sirven los sueños? Ah sí, y también esto: que en la temporada de la cosecha tuvo un hermoso varón. Y que está bien, contra todo lo que cabía esperar. Y que ha dado al niño el nombre de Galahad.
Igraine dejó escapar un largo suspiro de alivio. Así que Viviana, había sobrevivido al parto, pese a todo. La vendedora ambulante prosiguió:
—Y agregó que era hijo de un rey y que era justo que el hijo de un rey sirviera a otro. ¿.Comprendéis algo de eso, señora? Suena a delirios y disparates.
La mujer se deshizo en risas y, encorvada en sus harapos, alargó las manos flacas hacia el calor del fuego. Pero Igraine conocía el significado del mensaje. «El hijo de un rey tiene que servir a otro.» Viviana había tenido un hijo del rey Ban, de la baja Britania, tras el rito del Gran Matrimonio. Y si Igraine, como lo anunciaba la profecía, daba un hijo a Uther, gran rey de Britania, el uno tendría que servir al otro. Durante un momento se sintió al borde de la misma risa histérica que encorvaba a aquella anciana demente. «¡La novia aún no ha sido desflorada y henos aquí, disponiendo la crianza de los hijos!»
En su exultante estado vio a aquellos niños, el que había nacido y el que tenía que nacer, rodeándola como sombras entre la luz parpadeante del fuego: uno moreno y esbelto, con los ojos de Viviana; el otro alto y delgado, con el pelo brillante como el de los norteños. Y luego, centelleando al fulgor de las llamas, vio la Sagrada Regalía de los druidas, que se conservaba en Avalón desde que los romanos incendiaran los bosques sagrados: el plato, la copa, la espada y la lanza, centelleantes ante los cuatro elementos: el plato por la tierra, la copa por el agua, la espada por el fuego y la lanza o vara por el aire. Se dijo, soñolienta, que había una parte de regalía para cada uno de ellos. «Qué suerte...»
Parpadeó con energía, obligándose a erguir la espalda. El fuego se había reducido a ascuas. La anciana dormía, con los pies arropados bajo chales y harapos. El salón estaba casi vacío. Su doncella dormitaba en un banco, bien envuelta en una manta; los otros servidores se habían acostado. ¿Acaso lo había soñado todo?. Despertó a la criada, que se fue a la cama, gruñendo. Luego, dejando que la buhonera siguiera durmiendo junto al fuego, subió a su cuarto. Se metió en la cama junto a Morgana, temblando de frío, y la abrazó con fuerza, como para ahuyentar el miedo y las fantasías.
Aquel invierno fue muy crudo. En Tintagel no había mucha leña: sólo una especie de piedra que ardía, pero humeaba endemoniadamente ennegreciendo las puertas y los techos. A veces tenían que quemar algas secas, con lo que todo el castillo hedía a pescado muerto, como el mar durante la marea baja. Y al fin empezaron a llegar rumores de que los ejércitos de Uther se acercaban a Tintagel, dispuestos a cruzar los grandes páramos.
En condiciones ordinarias, Uther habría podido someter a los hombres de Gorlois. «Pero ¿y si le tendían una emboscada? Uther no conocía la zona.» Se sentiría amenazado por el agreste y desconocido terreno, sabiendo que los ejércitos de Gorlois estarían agrupándose junto a Tintagel. ¡Uther no esperaría una emboscada tan próxima!
Igraine no podía hacer otra cosa que esperar. Por la noche permanecía despierta, pensando en su esposo y en su amado. Lamentaba no ser hechicera o sacerdotisa, como Viviana. Le habían enseñado que era malo utilizar la magia para imponer la propia voluntad a los dioses; ¿estaba bien, en cambio, permitir que Uther fuera muerto con todos sus hombres en una emboscada? Sin duda habría algo que ella pudiera hacer, algo mejor que esperar.
Pocos días antes de la mitad del invierno estalló una feroz tormenta que duró dos días. En los páramos del norte sólo podrían sobrevivir los que estuvieran guarecidos como un conejo en su madriguera. Incluso la gente del castillo se acurrucaba junto a los pocos hogares encendidos, temblando al oír la furia del viento. Durante el día, entre la nieve y la ventisca, la oscuridad era tal que Igraine ni siquiera tenía suficiente luz para hilar. Las reservas de velas eran tan limitadas que no se atrevía a utilizarlas, pues aún quedaba mucho invierno que soportar, de modo que pasaban la mayor parte del tiempo en la oscuridad. Igraine trataba de recordar viejos cuentos de Avalón para mantener a Morgana entretenida y a Morgause libre del aburrimiento y la fatiga.
Pero cuando finalmente se dormían las dos, Igraine se arrebujaba en su capa, junto a los restos de la pequeña fogata, demasiado tensa para dormir; sabía que, si se acostaba permanecería en vela, con los ojos doloridos abiertos en la oscuridad, tratando de enviar sus pensamientos... ¿hacia dónde? ¿Hacia Gorlois, para averiguar dónde lo había conducido su perfidia? ¿O hacia Uther, que estaría tratando de acampar en aquellos páramos desconocidos, castigado por la tempestad, perdido y a ciegas?
¿Cómo llegar a él? Rememoraba los pocos conocimientos de magia que había aprendido en Avalen, siendo niña: cuerpo V alma no están atados con firmeza: durante el descanso el alma abandona el cuerpo para ir al país de los sueños, donde todo es ilusión y locura: a veces, en el caso de los druidas, al país de la verdad, al que Merlín la había llevado aquella única vez.
Temblando bajo la capa, Igraine miró fijamente el fuego y, de pronto, concentró su voluntad en estar en otro sitio...
Lo logró. El cambio más notable era que ya no oía el gemido salvaje de la tormenta contra los muros del castillo. No volvió la vista atrás; se le había enseñado que, cuando se abandona el cuerpo, es preciso no mirar nunca atrás, pues el cuerpo atrae al alma. Aun así podía ver a su alrededor, y supo que su cuerpo continuaba inmóvil ante el fuego moribundo. En aquel momento tuvo miedo. «Tendría que haberlo avivado primero», pensó. Pero supo que, si regresaba a su cuerpo, ya no tendría valor para intentarlo otra vez.
Pensó en Morgana, el vínculo vivo entre ella y su marido. Aunque él rechazara a la criatura, el vínculo seguía allí y le permitiría encontrarlo. Y mientras el pensamiento se formaba en su mente se encontró... en otro sitio.
¿Dónde estaba? Vio el resplandor de una lámpara pequeña y, a su luz caprichosa, a su marido, rodeado por varias cabezas: hombres arracimados en una pequeña cabaña de piedra, en los páramos. Gorlois estaba diciendo:
—Durante muchos años he combatido junto a Uther. Lo conozco: sé que contará con el valor y la sorpresa. Sus hombres no conocen nuestro clima; ignoran que, cuando el sol se pone en medio de una tempestad, escampará poco después de medianoche. Y no avanzarán hasta que vuelva a amanecer. Si podemos rodearlos en esas horas, entre el final de la nevada y la salida del sol, podremos sorprenderlos cuando levanten el campamento. No estarán preparados para combatir, sino para marchar. Con un poco de suerte, los aplastaremos antes de que puedan desenvainar las armas. Una vez que el ejército de Uther esté hecho pedazos, si él sobrevive pondrá pies en polvorosa y no volverá jamás a Cornualles. —A la luz escasa de la lámpara, Gorlois mostró los dientes como un animal—. Y si muere, sus ejércitos se dispersarán como las abejas de una colmena cuando alguien mata a la reina.
Igraine retrocedió espantada. Aunque era un ser incorpóreo. Gorlois debió de percibir su presencia, pues alzó la cabeza con el entrecejo fruncido, tocándose la mejilla.
—Una corriente de aire... Hace frío aquí—murmuró.
Pero antes de que terminara la frase Igraine estaba lejos de allí, suspendida en un limbo inmaterial, ciega en la oscuridad, perdida en la nada: bastaría el más ínfimo pensamiento para encontrarse de nuevo en su cuarto de Tintagel, en su cuerpo helado y entumecido junto al hogar apagado. Luchó por mantenerse en aquella mortal penumbra, implorando sin palabras: «Permitidme llegar a Uther.» Sabía, no obstante, que las curiosas leyes del mundo en que se hallaba lo hacían imposible: en aquel cuerpo no tenía ningún vínculo con él.
«Pero mi vínculo con Uther es más fuerte que el de la carne, pues ha perdurado durante más de una existencia.» Igraine se descubrió discutiendo con algo impalpable, como si apelara a un juez superior. Las sombras parecieron oprimirla; no podía respirar: de algún modo sintió que el cuerpo abandonado allá abajo se estaba congelando, que le faltaba la respiración. Algo en ella gritó: «¡Regresa, regresa! Uther es todo un hombre: no necesita que cuides de él.» Y respondió luchando por seguir donde estaba. «Es sólo un hombre, vulnerable a la perfidia.»
En la opresiva oscuridad hubo una sombra más intensa. Igraine comprendió que no estaba ante su yo, sino ante algún otro. Trémula- sacudida por los escalofríos, oyó con todos sus nervios la orden:
—Regresa. Debes regresar. No tienes derecho a estar aquí. Las leyes están establecidas; no puedes permanecer aquí sin pagar el precio.
Y se oyó a sí misma decir a aquella extraña sombra:
—Si es preciso pagaré el precio que se me imponga.
—¿Por qué quieres ir donde está prohibido?
—Tengo que avisarle —explicó, frenética. Y de pronto la oscuridad desapareció. Igraine vio, enroscadas a sus brazos, las serpientes doradas que había lucido en aquel extraño sueño del círculo de piedras. Alzó los brazos, gritando una palabra en un idioma extraño. Más adelante sólo recordaría que era un verbo de gran poder. La sombra adusta se esfumó, dejándole ver una luz, la luz del sol naciente...
No: era la tenue luz de una lámpara en la penumbra glacial de una maltrecha cabaña de piedra, torpemente techada con manojos de juncos. Pero distinguió algunas caras, las mismas que había visto en Londínium acompañando a Uther: reyes, jefes soldados. Exhaustos y muertos de frío, se acurrucaban en torno a la diminuta llama. Y Uther estaba entre ellos, demacrado por la fatiga, con las manos ensangrentadas por los sabañones, la manta escocesa cubriéndole la nuca y la barbilla. Aquel no era el majestuoso sacerdote amante que había visto en su sueño, ni siquiera el joven tosco y desgarbado que interrumpiera la misa; pero aquel hombre cansado y ojeroso, de nariz enrojecida por el frío, le pareció más real y más hermoso que nunca. Igraine, sufriendo por la piedad, tuvo la sensación de haber gritado: «¡Uther!»
Comprendió que la había oído, pues le vio levantar la cabeza para mirar a su alrededor, estremecido. Y luego distinguió, a través de las capas y las mantas que lo cubrían, las serpientes enroscadas a sus brazos. Uther debió de verla también y abrió la boca para hablar. Imperativamente, ella le acalló con un gesto.
«Tienes que prepararte ahora mismo para marchar. De lo contrario, estás condenado.» El mensaje no se formó en palabras, sino que pasó de su mente a la de él. «La nevada cesará poco después de medianoche. Gorlois y sus hombres te creen inmovilizado aquí y caerán sobre vosotros para haceros pedazos. Tenéis que estar preparados para repeler su ataque.»
La fuerza de voluntad que la había llevado a través del abismo se estaba apagando. Ya no podía hacer más. La invadió un frío mortal, la debilidad del agotamiento absoluto; sintió que se esfumaba en el hielo y la sombra, como si la tempestad atravesara todo su cuerpo...
... Yacía en el suelo de piedra, ante las cenizas frías del hogar. Sobre ella soplaba un viento glacial: los postigos de las ventanas se sacudían, abiertos por los últimos embates de la tormenta, y dejaban entrar torrentes de lluvia helada.
Estaba congelada, hasta el punto que temió que no podría volver a moverse; el frío de su cuerpo se convertiría gradualmente en el frío de la muerte. Y en aquel momento no le importó.
«Tiene que haber un castigo por desobedecer una prohibición; así lo manda la ley. He desobedecido y no puedo salir indemne. Si Uther está a salvo, lo acepto, aunque mi castigo sea la muerte.» Y, acurrucada bajo el insuficiente abrigo de su capa, Igraine pensó que la muerte sería misericordiosa. Al menos no tendría tanto frío...
Pero Morgana dormía en la cama, cerca de aquella ventana abierta; si nadie la cerraba, podía coger frío y enfermar de los pulmones. Igraine, que no se habría movido por salvar su vida, se obligó a actuar por la de su hija y por su inocente hermana. Con torpeza, con movimientos de ebria, caminó hasta la ventana y cerró los postigos; aunque no sintió dolor, supo que se había arrancado una uña en el forcejeo. Por fin, pillándose un dedo frío y azul en el marco, logró asegurar la cuña de madera.
Aún hacía mucho frío en la habitación. Si no encendía el fuego, Morgana y Morgause caerían enfermas. Y aunque nada deseaba tanto como meterse en la cama con ellas, todavía envuelta en su capa, faltaban horas para el amanecer y había sido ella quien había dejado el hogar desatendido. Tiritando y arrebujándose en la capa, cogió un badil del hogar y bajó sigilosamente la escalera. En la cocina, tres criadas dormían amontonadas como perros frente a las ascuas; allí hacía calor. Una marmita humeante pendía de un gancho de la chimenea: gachas para el desayuno, sin duda. Hundió una taza en la marmita y bebió el caldo caliente, pero ni siquiera así pudo entrar en calor. Luego llenó el badil de brasas y, protegiéndolo con un pliegue de su falda, subió nuevamente la escalera. Estaba débil y temblorosa; a pesar del caldo, temblaba tanto que tuvo miedo de caer. «Si caigo no podré volver a levantarme. Y las brasas podrían incendiar algo...»
Se arrodilló ante el hogar de su habitación, sacudida por grandes temblores, con el pecho dolorido. Pero ya no tenía frío; el cuerpo entero le ardía. Alimentó pacientemente las ascuas con trocitos de yesca; luego, con palitos, hasta que el leño prendió y lanzó llamas rugientes. Ahora estaba tan acalorada que se quitó la capa. Llegó tambaleándose a la cama y se acostó con Morgana entre los brazos. Pero no supo si caía en el sueño o en la muerte.
No, no había muerto. La muerte no causaba esas sacudidas de calor y escalofríos. Pasó largo tiempo envuelta en paños humeantes, que eran reemplazados cuando se enfriaban; la obligaban a tragar líquidos calientes: a veces, repugnantes tisanas contra la fiebre; otras, licores fuertes mezclados con agua caliente. Días, semanas, años, siglos pasaron sobre ella, en tanto ardía y temblaba, soportando los repugnantes bebedizos que le vertían en la garganta cuando estaba demasiado débil para vomitarlos.
Cierta vez Morgause le preguntó, inquieta: «Si te encontrabas mal, Igraine, ¿por qué no me despertaste para que encendiera el fuego?» La silueta oscura que le había prohibido el paso estaba en un rincón; ahora Igraine podía verle la cara: era la Muerte, que custodia las puertas de lo prohibido, y ahora iba a castigarla... Morgana la miraba con miedo en su pequeño rostro sombrío, y ella quería tranquilizarla, pero estaba demasiado débil para hablar. Y Uther también estaba allí, pero nadie más podía verlo.
El padre Columba fue a murmurar frases latinas junto a ella. Eso la puso frenética: ¿con qué derecho la molestaba con sus últimos sacramentos cuando no podía defenderse? Según sus reglas, era una mala mujer por haber incurrido en hechicerías. La condenaría por traicionar a Gorlois; había ido para vengar a su amo. La tormenta había vuelto, y ella vagaba infinitamente en medio de la tempestad, tratando de hallar a Morgana, a quien había perdido. Pero era Morgause quien estaba allí, con la corona de los grandes reyes de Britania. Y luego Morgana, en la proa de la barcaza que cruzaba el mar del Estío hacia las costas de Avalón; Morgana, con vestiduras de sacerdotisa, las mismas que usaba Viviana...
Y luego todo fue oscuridad y silencio.
Había sol en la habitación. Igraine se movió, sólo para descubrir que no podía incorporarse.
—Estaos quieta, señora —dijo Isolda—. Dentro de un rato os traeré el remedio.
Igraine dijo (y la sorprendió descubrirse susurrando):
—Si he sobrevivido a tus tisanas es probable que también sobreviva a esto. ¿Qué día es hoy?
—Faltan sólo diez para la mitad del invierno, señora. En cuanto a lo que ha sucedido..., bueno, sólo sabemos que vuestro hogar se apagó durante la noche y que se abrió la ventana. La señora Morgause dice que os vio cerrarla y encender el fuego, pero no dijisteis nada. Hasta la mañana siguiente no descubrió que estabais ardiendo de fiebre y no reconocíais a nadie.
Esa era la explicación sencilla. Sólo Igraine sabía que su enfermedad era algo más: el castigo por intentar una hechicería superior a sus fuerzas, agotando su cuerpo y su espíritu casi hasta el punto del que no hay retorno.
—¿Qué pasó con...? —se interrumpió. No podía preguntar por Uther—. ¿Hay noticias del señor, del duque?
—Ninguna, señora. Sabemos que hubo una batalla, pero no recibiremos noticias hasta que se despejen los caminos bloqueados por la tempestad —dijo la doncella—. No habléis más, señora. Tenéis que tomar unas gachas calientes y volver a dormir.
Igraine bebió pacientemente el caldo y se quedó dormida. Las noticias llegarían a su debido tiempo.
8
En la víspera del día señalado, el tiempo volvió a mejorar. Durante todo el día goteó la nieve fundida; los caminos se llenaron de lodo y la niebla cubrió delicadamente el mar y el patio; las voces y los susurros parecían despertar infinitos ecos cuando alguien hablaba. En las primeras horas de la tarde salió el sol e Igraine pudo salir al patio, por primera vez desde su enfermedad. Ya se encontraba muy repuesta, pero la inquietaba, como a todos, la falta de noticias.
Uther había jurado que llegaría la noche de mitad del invierno. ¿Cómo se las arreglaría si el ejército de Gorlois estaba entre los dos? Pasó el día entero callada y abstraída; incluso habló con dureza a Morgana, que correteaba como un animalillo salvaje, feliz de verse libre tras el confinamiento y el frío del clima invernal.
«No tengo que ser brusca con mi hija sólo porque estoy preocupada por mi amante», pensó enfadada consigo misma, y llamó a Morgana para darle un beso. Al posar los labios en la suave mejilla notó un escalofrío: al transgredir la prohibición para advertir a su amado sobre la emboscada de Gorlois, podía haber condenado a muerte al padre de la criatura. Pero no: Gorlois estaba señalado por la muerte y la merecía por su traición al gran rey.
El padre Columba fue a pedirle que prohibiera a sus damas y a sus criados encender las fogatas típicas de la fecha.
—Y vos misma tendríais que darles buen ejemplo asistiendo esta noche a misa —insistió—. Hace mucho tiempo que no recibís los sacramentos, señora.
—He estado enferma —dijo ella, indiferente—. En cuanto a los sacramentos, creo recordar que me disteis la extremaunción cuando estaba enferma. Aunque puedo haberlo soñado. Sueño tantas cosas...
—Y muchas son cosas que ninguna cristiana tendría que soñar. Señora, os administré los últimos sacramentos por el bien de mi señor, cuando no teníais oportunidad de confesar y recibirlos dignamente.
—Sí, bien sé que no fue por mi —dijo Igraine, torciendo levemente la boca.
—No oso poner límites a la misericordia de Dios —aseguró el sacerdote.
Y ella adivinó la parte inexpresada de su pensamiento: en caso necesario, prefería errar por exceso de misericordia y dejar que Dios fuera duro con ella.
Pero al fin aceptó ir a misa. Por poco que le gustara aquella nueva religión, Ambrosio había sido cristiano, el cristianismo era la religión de la gente civilizada de Britania y lo sería cada vez más; Uther la practicaría en público, cualesquiera que fuesen sus creencias privadas. Bajó la mirada y trató de prestar atención a la misa.
Tras la puesta de sol, mientras Igraine charlaba en la cocina con sus mujeres, oyó un alboroto al final del acantilado, raido de jinetes y un grito en el patio. Se echó la capa en los hombros para salir a la carrera, seguida por Morgause. En la puerta había hombres abrigados con mantos romanos, como los que usaba Gorlois, pero los guardias les cerraban el paso con sus largas lanzas.
—Mi señor Gorlois dejo órdenes de no dar entrada a nadie durante su ausencia.
En el centro del grupo se irguió un hombre increíblemente alto.
—Soy Merlín de Britania —dijo, haciendo resonar la voz en la oscuridad y la neblina— Apártate, hombre. ¿Me negarías el paso?
El guardia se echó atrás con instintivo respeto, pero el padre Columba se interpuso con un gesto de rechazo.
—Yo os lo negaré. Señor, el duque de Cornualles ordenó que particularmente vos, anciano hechicero, no entraseis aquí en ningún momento. —Y alzó la gran cruz de madera que le colgaba del cinturón—. En el nombre de Cristo, ¡os ordeno desaparecer! Regresad a los reinos tenebrosos de donde venís.
La risa de Merlín resonó en las murallas.
—Buen hermano en Cristo —le dijo—, tu Dios y mi Dios son uno y el mismo. ¿Crees realmente que me desvaneceré con tu exorcismo? ¿O me tornas por algún diabólico enemigo procedente de las tinieblas? no, a menos que llames tinieblas a la noche de Dios. Vengo de una tierra no más tenebrosa que el país del Estío. Y mira: estos hombres que me acompañan portan el anillo de su señor, el duque de Cornualles. Mira.
La antorcha centelleó sobre la mano que extendía uno de los hombres encapuchados. En el índice refulgía el anillo de Gorlois.
—Ahora déjanos entrar, padre, pues no somos enemigos, sino mortales ateridos y cansados; hemos hecho un largo viraje, ¿O tenemos que santiguarnos y decir una oración para demostrarlo?
Igraine se adelantó, humedeciéndose los labios con nerviosismo. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo era posible que tuvieran el anillo de su esposo, a menos que fueran mensajeros suyos? Ninguno le resultaba conocido. Y Gorlois nunca habría escogido a Merlín como mensajero. ¿Acaso había muerto y así le llevaban la noticia de su fallecimiento? Dijo bruscamente, con voz áspera:
—Dejadme ver ese anillo. ¿Es en verdad el suyo o una falsificación?
—Es el suyo, señora Igraine —dijo una voz familiar.
Igraine, forzando la vista para observar el anillo a la luz de la antorcha, vio una mano conocida, grande, ancha y encallecida; y sobre ella, lo que sólo había visto en una visión: en los brazos velludos de Uther, tatuadas en color azul, se enroscaban dos serpientes, una en cada muñeca. Temió que le fallaran las rodillas, dejándola caer en las losas del patio.
Él lo había jurado: «Vendré por ti el día de mitad del invierno.» Y allí estaba, llevando el anillo de Gorlois.
—¡Mi señor duque! —exclamó impulsivamente el padre Columba, dando un paso adelante.
Pero Merlín alzó una mano para acallar esas palabras.
—¡Silencio! El mensajero es secreto —dijo—. No digáis nada.
Obediente a pesar del desconcierto, el cura retrocedió, pensando que el encapuchado era Gorlois.
Igraine le hizo una reverencia, luchando todavía con la incredulidad y la consternación.
—Entra, señor —invitó.
Y Uther, con el rostro siempre oculto bajo la capucha, alargo la mano enjoyada para estrecharle los dedos. Los de ella parecían de hielo; los de él, en cambio, estaban tibios y firmes. Igraine se refugió en una charla trivial.
—¿Te traigo un poco de vino, señor, o mando traer comida?
Él le murmuró al oído:
—Por Dios, Igraine. busca el modo de que podamos estar solos. Ese cura tiene una vista aguda, aun en la oscuridad, y quiero dar la impresión de que es realmente Gorlois quien ha venido.
Igraine se volvió hacia Isolda.
—Sirve comida y cerveza aquí, en el salón, para los soldados y el señor Merlín. Tráeles agua para que se laven y todo cuanto deseen. Yo voy a hablar con el señor en nuestras habitaciones. Haz que nos suban inmediatamente comida y vino.
Los criados corrieron hacia todos lados para obedecerle. Merlín dejó que un hombre se hiciera cargo de su capa y depositó cuidadosamente su arpa en uno de los bancos. Morgause apareció en el umbral de la puerta, espiando con audacia a los soldados. Cuando sus ojos cayeron sobre la alta silueta de Uther, hizo una reverencia.
—¡Mi señor Gorlois! ¡Bienvenido, querido hermano! —dijo, echando a andar hacia él.
Uther hizo un leve gesto e Igraine se apresuró a interponerse, con el entrecejo arrugado, pensando: «Esto es ridículo; aun encapuchado, se parece a Gorlois tanto como yo.»
—El señor llega fatigado, Morgause —dijo con brusquedad—; no está de humor para la cháchara de los niños. Lleva a Morgana a tu alcoba; esta noche dormirá contigo.
Ceñuda y mohína, Morgause recogió a la pequeña y se la llevó escaleras arriba. A prudente distancia de ellas, Igraine subió de la mano de Uther. ¿Qué treta era ésa y qué objetivo tenía? Con el corazón acelerado, temiendo desmayarse antes de llegar, lo llevó a la alcoba conyugal y cerró la puerta.
Ya dentro, él se quitó la capucha, dejando al descubierto el pelo y la barba húmedos de niebla, y alargó los brazos. Ella no dio un solo paso.
—¡Mi señor rey! ¿Qué significa esto? ¿Por qué te confunden con Gorlois?
—Un poco de magia de Merlín —dijo él—. Es, sobre todo, obra de la capa y el anillo, pero también hay algo de magia; nada que pueda mantenerse si me ven a plena luz o desembozado. Veo que a ti no te engañé; tampoco lo esperaba. Te juré que vendría a ti en este día y he cumplido mi promesa. ¿No vas a darme siquiera un beso por todos mis desvelos?
Ella se adelantó para cogerle el manto, pero evitó tocarlo.
—¿Cómo lograste el anillo de Gorlois, señor?
Las facciones de Uther se endurecieron.
—¿Esto? Se lo arranqué de la mano en combate, pero el traidor volvió grupas y huyó. No te equivoques, Igraine: no he venido como ladrón en la noche, sino ejerciendo mi derecho. El encantamiento es sólo para proteger tu reputación a los ojos del mundo. No quiero que mi futura esposa sea considerada adúltera. Pero vengo con todo derecho; Gorlois recibió Tintagel por jurar vasallaje a Ambrosio Aureliano; después renovó ese juramento ante mí, pero ha faltado a su palabra. ¿Lo comprendes, señora Igraine? Ningún rey puede mantenerse si sus hombres rompen impunemente sus juramentos y se alzan en armas contra él.
Ella inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Esto ya ha costado un año de trabajo en la lucha contra los sajones. No pude impedirle que abandonara Londínium con sus hombres; fue menester que me hiciera a un lado y les permitiera saquear la ciudad, cuando había jurado defender a mi pueblo —Su voz sonaba amarga—. A Lot puedo perdonarlo, porque se negó a prestar juramento. En cambio, confiaba en Gorlois y me traicionó. He venido a recuperar Tintagel. Y me cobraré también con su vida. Él lo sabe.
Su rostro parecía de piedra. Igraine tragó saliva con dificultad.
—Y te cobrarás también con su esposa, ¿por conquista y por derecho, como en el caso de Tintagel?
—Ah, Igraine —exclamó él, atrayéndola hacia sí—, bien sé por quién te decidiste; lo supe cuando te vi, la noche de la tempestad. Si no me hubieras puesto sobre aviso habría perdido a mis mejores hombres y, sin duda, también la vida. Gracias a ti, Gorlois me encontró preparado. Fue entonces cuando le arranqué el anillo del dedo; le habría arrancado también la mano y la cabeza, pero se me escapó.
—Sé que en eso no tenías alternativa, señor —dijo ella.
En aquel momento alguien llamó a la puerta. Una de las criadas entró con una jarra de vino y comida.
—Mi señora —murmuró, haciendo una reverencia.
Mecánicamente, Igraine se liberó de las manos de Uther, cogió la bandeja y cerró la puerta tras la mujer. Luego colgó la capa en uno de los pilares de la cama para que se secara y le ayudó a quitarse el cinturón y las botas. «Como una esposa abnegada», comentó una voz en su mente. Su decisión estaba tomada. Tal como Uther decía, Tintagel pertenecía al gran rey de Britania, al igual que su señora. Y era su voluntad.
Les habían llevado carne seca hervida con lentejas, una hogaza de pan recién horneado, un poco de queso fresco y vino. Uther comió como si estuviera famélico mientras decía:
—He pasado estas dos últimas lunas a cielo abierto, gracias a ese maldito traidor al que llamas esposo; ésta es la primera vez que como bajo techo desde el día Samhain... aunque el buen padre que está ahí abajo me recordaría que no se llama así sino «Todos los Santos».
—Esto es lo que teníamos para cenar los criados y yo, señor, nada adecuado para...
—Pues a mí me parece un banquete navideño después de lo que he estado comiendo a la intemperie.
—Masticaba ruidosamente, desgarrando el pan con fuertes dedos y cortando trozos de queso con su cuchillo—. ¿Piensas seguir llamándome «señor»? He soñado tanto con este momento, Igraine... —Dejó el queso para mirarla. Luego la abrazó por la cintura para acercarla a su silla—. ¿No hay una palabra cariñosa para mí? ¿Es posible que sigas siendo leal a Gorlois?
—He tomado una decisión—contestó ella dejándose atraer.
—He esperado tanto... —susurró el rey sentándola sobre sus rodillas. Luego siguió con la mano el contorno de su cara—. Empezaba a temer que este momento no llegaría jamás. Y ahora no me dedicas una sola palabra de amor o de ternura. Igraine, Igraine, ¿ha sido un sueño, después de todo, pensar que me amabas y me deseabas? ¿Tendría que haberte dejado en paz?
Ella tuvo frío; temblaba de pies a cabeza.
—No, no —musitó—. Si era un sueño, yo también lo soñé.
Lo miró sin saber qué más decir o hacer. No tenía miedo, como con Gorlois, pero ante la inminencia del momento se preguntó, con un súbito ataque de pánico, por qué había llegado tan lejos. Él la mantenía rodeada con el brazo, sentada en sus rodillas y con la cabeza apoyada en su pecho. Con la mano le abarcó toda la cintura.
—No me había percatado de lo esbelta que eres. Eres alta; te tomé por una mujer corpulenta y majestuosa, pero eres frágil, algo que podría quebrar con mis manos como los huesos de un pajarillo. Y tan joven...
—No soy tan joven —corrigió ella, riendo repentinamente—. Llevo cinco años de casada y tengo una hija.
—Pareces demasiado joven para eso. ¿Era la pequeña que vi abajo?
—Mi hija. Morgana. —Y de pronto Igraine comprendió que él también retrasaba el momento de la verdad, intranquilo Supo por instinto que, pese a sus treinta y tantos años, sólo tenía experiencia con mujeres de la vida; una mujer decente, de su clase, era algo nuevo. Y lamentó no saber qué hacer ni qué decir.
Por ganar algo de tiempo, acarició las serpientes tatuadas en sus muñecas.
—No te las había visto antes.
—-No —dijo él—. Me las hicieron en la isla del Dragón, al coronarme. Ojalá hubieras estado allí conmigo, mi reina. —Y le cogió la cara entre las manos inclinándola hacia atrás para besarla en los labios—. No quiero asustarte, pero he soñado tanto con este momento...
Ella se dejó besar, trémula, sintiendo que algo se agitaba extrañamente en su interior. Con Gorlois nunca había sido así... Y, de pronto, volvió a tener miedo. Con Gorlois no tomaba parte, era algo que él hacía y que ella se limitaba a observar a distancia. Ahora, bajo los labios de Uther, supo que ya no podría permanecer ajena; no volvería a ser la de siempre. La idea la aterrorizó. Pero saber que él la deseaba tanto le aceleraba la sangre en las venas. Apretó las serpientes azules.
—Las vi en un sueño... pero pensé que era sólo un sueño.
Él asintió gravemente.
—Yo soñé con ellas antes de tenerlas. Y tú también llevabas algo parecido en los brazos, sólo que eran doradas.
Ella sintió que se le erizaba el vello de la nuca. No había sido un sueño, sino una visión del país de la Verdad.
—No recuerdo todo el sueño —dijo Uther, mirando por encima de su hombro—. Sólo que estábamos juntos en una gran llanura, ante algo parecido a un círculo de piedras. ¿Qué significa que compartamos los sueños, Igraine?
A ella se le quebró la voz como si estuviera a punto de echarse a llorar:
—Tal vez sólo signifique que estamos destinados el uno a la otra, mi rey... mi señor... y mi amor.
—Mi reina y amada. —De súbito la miró a los ojos; fue una larga mirada y una larga pregunta—. El tiempo de soñar ha terminado, Igraine.
Y se puso en pie, reteniéndola entre sus brazos. Cruzó la habitación en dos zancadas para depositarla en la cama y, arrodillándose a su lado, la besó otra vez.
—Mi reina —murmuró—. Ojalá te hubieran coronado junto a mí. Allí celebran ritos que ningún cristiano tendría que conocer. Pero sin ellos yo no sería reconocido como rey por el pueblo antiguo, el cual estaba aquí mucho antes de que los romanos llegaran a estas islas. Recorrí un largo camino para llegar aquí; parte de él, sin duda, no existe en el mundo que conozco.
—¿Te pidieron que celebraras el Gran Matrimonio con la tierra, como antaño? —La atravesó una súbita punzada de celos al pensar que una sacerdotisa podía haber simbolizado para él la tierra que juraba defender.
—No —dijo él—. No sé si lo habría hecho, pero no me lo pidieron. Merlín dijo que era él quien tenía que prestar juramento de sacrificarse por su pueblo, en caso necesario. —Se interrumpió—. Pero esto no ha de tener sentido para ti.
—No olvides que me crié en Avalón —observó ella—. Mi madre era sacerdotisa; mi hermana mayor es ahora la Dama del Lago.
—¿Tú también eres sacerdotisa, Igraine?
Negó con la cabeza. Iba a pronunciar un simple «no», pero dijo:
—En esta vida no.
—Acaso... —Uther volvió a trazar con el dedo las serpientes imaginarias, mientras se tocaba las suyas con la otra mano—. Siempre he sabido que tuve otras existencias; me parece que la vida es algo demasiado grande para vivirla de una sola vez y apagarla luego, como una lámpara al viento. ¿Y por qué, al verte por primera vez, tuve la sensación de conocerte desde siempre? De estos misterios tal vez sepas más que yo. Dices que no eres sacerdotisa, pero supiste venir a prevenirme... Tal vez no tengo que preguntar más, para no oír de ti lo que ningún cristiano tendría que saber. En cuanto a éstas —volvió a acariciar las serpientes con la yema del dedo—, quizá las usé antes de esta existencia y por eso el hombre que me las tatuó dijo que eran mías por derecho. Las uso como símbolo de que extenderé mi protección sobre esta tierra igual que el dragón despliega las alas.
—En ese caso —susurró ella—, serás sin duda el más grande de los reyes, mi señor...
—¡No me llames así! —la interrumpió él con fiereza, inclinándose para cubrirle la boca con la suya.
—Uther —susurró ella, como en un sueño.
La besó en el hombro desnudo pero, cuando quiso quitarle el vestido, ella se apartó con un gesto de temor; tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía hablar. Uther le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos, diciendo delicadamente:
—¿Tan mal te han tratado, amada mía? Que Dios me castigue si alguna vez tienes algo que temer de mí, ahora o siempre.
—a la luz vacilante de la lámpara, las lágrimas oscurecían sus ojos aunque eran azules—. Igraine, te juro por mi corona y por mi hombría que serás mi reina y que nunca preferiré a otra mujer ni te apartaré de mi lado. ¿Crees acaso que te trato como a una cualquiera?
Su voz temblaba; Igraine comprendió que era porque tenía miedo de perderla. Y al saber que él también era vulnerable al miedo, el suyo desapareció. Le rodeó el cuello con los brazos, diciendo con claridad:
—Eres mi amor, mi señor y mi rey. Te amaré mientras viva y, después, hasta que Dios disponga.
Entonces se dejó desvestir y se refugió desnuda en sus brazos. Nunca había imaginado que pudiera ser así. Hasta aquel momento, pese a cinco años de matrimonio y el nacimiento de una hija, había sido una inocente e ignorante muchacha. Ahora cuerpo, mente y corazón se fundían, y se unía a Uther como nunca se había unido a Gorlois. Pensó fugazmente que no había intimidad como ésa, ni siquiera para un niño en el vientre de su madre...
Él se recostó en su hombro, fatigado, haciéndole cosquillas en los pechos con el pelo áspero.
—Te amo, Igraine —murmuró—. Surja de esto lo que surja, te amo. Y si viene Gorlois, lo mataré antes de que pueda volver a tocarte.
Ella no quería pensar en Gorlois. Le apartó de la frente el pelo claro, susurrando:
—Duerme, amor mío, duerme.
Igraine no quería dormir. Aun cuando la respiración de Uther se hizo pesada y lenta, siguió despierta, acariciándolo con suavidad. Su torso era casi tan suave como el de ella, cubierto por un vello ralo y rubio. Su olor era dulce pese al sudor. Nunca se cansaría de tocarlo. Al mismo tiempo que custodiaba celosamente su descanso, deseaba que despertara para tomarla nuevamente en sus brazos. Ya no sentía miedo ni culpa; lo que con Gorlois había sido deber y resignación se convertía en un deleite casi insoportable, como si se hubiera reencontrado con alguna parte perdida de su cuerpo y de su alma.
Por fin se quedó dormida, inquieta, acurrucada en la curva de su cuerpo. Apenas una hora después la despertó de repente una conmoción en el patio. Se incorporó mientras se apartaba el pelo del rostro. Uther la atrajo hacia el colchón, soñoliento.
—Duerme, amor mío. El alba aún está lejos.
—No —dijo ella, con seguro instinto—, no tenemos que retrasarnos más.
Después de echarse encima un vestido y una sobreveste, se recogió el pelo con manos trémulas. La lámpara se había extinguido y en la oscuridad no encontraba las horquillas, así que finalmente se cubrió con un velo y se calzó para correr abajo. Aún estaba demasiado oscuro para ver con claridad. En el gran salón sólo brillaba el pequeño resplandor del fuego cubierto. De pronto se detuvo en seco ante una ligera corriente de aire.
Allí estaba Gorlois, con un gran tajo de espada en el rostro, mirándola con indecible dolor, reproche y consternación. Era la visión que tuvo meses atrás, el espectro de la muerte. Cuando levantó la mano, Igraine notó que le faltaban tres dedos, uno de ellos el del anillo. Su palidez era fantasmagórica, pero la miraba con pena y amor, y sus labios se movieron formando su nombre. En aquel momento comprendió que Gorlois también la había amado a su manera. Por ese amor había traicionado a Uther, acabando con el honor y el ducado, sólo para que ella le respondiera con odio e impaciencia. Con la garganta atenazada por la angustia, quiso gritar su nombre, pero él desapareció en un movimiento del aire, como si nunca hubiera estado allí. Y en aquel momento el pétreo silencio que la rodeaba se convirtió en voces masculinas que gritaban en el patio:
—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! ¡Luces aquí, luces!
El padre Columba entró en el salón y metió una antorcha entre las ascuas para encenderla. Luego corrió a abrir la puerta de par en par.
—¿A qué viene ese alboroto?
—Han matado a vuestro duque, hombres de Cornualles —gritó alguien—. ¡Traemos el cadáver del duque! ¡Abrid paso! ¡Gorlois de Cornualles ha muerto y traemos su cuerpo para sepultarlo!
Igraine sintió que los brazos de Uther la sostenían por detrás; de lo contrario se habría caído. El padre Columba protestó en voz alta:
—¡No, no puede ser! El duque llegó anoche con algunos de sus hombres. En este momento duerme arriba, en la alcoba de su señora...
—No. —La voz de Merlín, aunque suave, resonó hasta en los últimos rincones del patio. Cogió una de las antorchas, la acercó a la del sacerdote para encenderla y se la entregó a uno de los soldados— El duque traidor nunca llegó a Tintagel como ser viviente. Vuestra señora está aquí, con vuestro rey y señor Uther Pendragón. Hoy mismo los casaréis, padre.
Hubo gritos y murmullos entre los soldados; los criados, habían acudido a la carrera, miraban estupefactos la tosca litera de cuero cosido que introducían en el salón. Igraine rehuyó aquel cuerpo cubierto. El padre Columba descubrió la cara, hizo la señal de la cruz y se apartó, dolorido y furioso.
—Esto es brujería —escupió, blandiendo la cruz entre ellos—. Esta sucia ilusión fue obra tuya, anciano hechicero.
Igraine intervino:
—¡Cuidado, cura, con lo que le dices a mi padre!
Merlín alzó una mano.
—No necesito la protección de ninguna mujer... ni de ningún hombre, señor Uther —dijo—. Y esto no ha sido hechicería. Visteis lo que deseabais ver: el regreso de vuestro señor. Sólo que vuestro señor no era el traidor Gorlois, que había perdido todo derecho sobre Tintagel, sino el verdadero gran rey y señor, que venía a coger lo que era suyo. Limitaos a vuestro sacerdocio, padre; tenéis que oficiar un entierro y celebrar una misa nupcial entre vuestro rey y mi señora, a la que ha escogido como esposa.
Igraine, desde los brazos de Uther, devolvió la mirada resentida del cura; sin duda se habría vuelto contra ella, tratándola de bruja y puta, pero el miedo a Uther lo mantuvo callado. El padre Columba le volvió la espalda y se arrodilló junto al cadáver de Gorlois para rezar. Pasado un momento, Uther también se arrodilló; su pelo rubio relucía a la luz de las antorchas. Hizo lo propio a su lado. ¡Pobre Gorlois! «Había recibido la muerte del traidor y la tenía bien merecida, pero la había amado.»
Igraine se disponía a arrodillarse junto a Uther cuando una mano en su hombro se lo le impidió. Merlín la miró a los ojos.
—Así que ha sucedido, Grainné. Tu destino, tal como estaba predicho. Procura afrontarlo con todo tu valor.
Arrodillada junto a Gorlois, rezó por el difunto; después, sollozando, rezó por sí misma y por el destino desconocido que tenían ante ellos. Al contemplar el rostro de Uther, ya tan amado, comprendió que pronto tendría que tomar las riendas de su reino; nunca volvería a ser tan completamente suyo como la noche pasada. Así, arrodillada entre el cadáver de su esposo y el nombre al que amaría durante toda su vida, luchó contra la tentación de aprovecharse de su amor para alejarlo de los deberes de estado, obligándolo a pensar sólo en ella. Pero Merlín no los había unido para su placer; si trataba de conservarlo no haría más que destruirlo. Cuando el padre Columba se levantó para indicar a los soldados que llevaran el cuerpo a la capilla, ella le tocó el brazo. El cura se volvió, impaciente.
—¿Sí, señora?
—Tengo mucho que confesaros, padre, antes de que el duque vaya a su último descanso... y antes de casarme. ¿Querréis oír mi confesión?
Él la miró con el entrecejo fruncido. Por fin dijo:
—Cuando amanezca, señora.
Y se alejó.
Igraine se acercó a Merlín y le miró a los ojos.
—Eres testigo, padre mío, de que a partir de este momento renuncio para siempre a la hechicería. Hágase la voluntad de Dios.
Merlín contempló con ternura su expresión desolada. Su voz sonó más suave que nunca.
—¿Crees que nuestra hechicería puede conseguir algo que no sea voluntad divina, hija mía?
Ella se aferró a algún resto de aplomo, sin el cual se habría echado a llorar como una criatura ante todos aquellos hombres.
—Iré a vestirme, padre, y a ponerme presentable.
—Tienes que recibir este día como corresponde a una reina, hija mía.
Reina. La palabra le causó escalofríos. No obstante, a eso le conducía todo lo que había hecho, para eso había nacido. Subió lentamente la escalera. Tenía que despertar a Morgana y decirle que su padre había muerto; por suerte, la niña era demasiado pequeña para recordarlo o llorar su pérdida.
Mientras llamaba a sus mujeres para que la peinaran y le pusieran los mejores vestidos y joyas, se apoyó una mano inquisitiva en el vientre. De algún modo supo, con el último resto de la magia a la que acababa de renunciar, que de esa única noche en que habían sido sólo amantes, no todavía rey y consorte, nacería el hijo de Uther. Y se preguntó si Merlín lo sabía.
HABLA MORGANA...
Creo que mi primer recuerdo claro es la boda de mi madre con Uther Pendragón. Apenas recuerdo a mi padre. De pequeña, cuando era desdichada, creo recordarlo corpulento, de barba v pelo oscuros; me acuerdo de haber jugado con una cadena que llevaba en torno al cuello. Cuando mi madre o mis maestros me regañaban, o en las raras ocasiones en que Uther reparaba en mí con reprobación, solía consolarme imaginando que mi padre vivía y me sentaba en sus rodillas. Ahora, ya mayor y sabiendo cómo era, sé que probablemente me habría metido en un convento en cuanto hubiera nacido un hermano varón, para no volver a pensar en mí.
No puedo decir que Uther me tratara mal; simplemente, las niñas no le interesaban mucho. Era mi madre quien ocupaba el centro de su corazón, como él el corazón de ella. Eso me molestaba: haber perdido a mi madre por aquel torpe oso rubio. Cuando Uther estaba lejos, haciendo la guerra (y había mucha guerra en mis tiempos de doncella), mi madre se dedicaba a mí; me enseñaba personalmente a hilar y a tejer con colores. Pero en cuanto los hombres de Uther estaban a la vista, yo volvía a mis habitaciones, olvidada hasta su próxima ausencia. No es extraño que le odiara, que detestara con toda el alma la llegada a Tintagel de un jinete con el estandarte del dragón.
Cuando nació mi hermano aún fue peor. Allí estaba aquel niño llorón, rosado y blanco, cogido al pecho de mi madre. Y para colmo de males, ella pretendía que lo amara. «Es tu hermano —decía—; cuídalo bien, Morgana, y ámalo.» ¿Amarlo? Le odiaba con todo mi corazón, pues ahora, si me acercaba a mi madre, ella se apartaba diciendo que ya era demasiado mayor para sentarme en su regazo, demasiado mayor para pedirle que me atara las trenzas, demasiado mayor para apoyar la cabeza en sus rodillas. Me habría gustado pellizcarlo, a no ser porque eso me hubiera ganado el odio de mi madre. De cualquier modo, a veces parecía odiarme. Y Uther se desvivía por mi hermano, aunque creo que siempre quiso tener otro hijo varón. Nunca me lo dijeron, pero yo lo sabía; tal vez oí comentarios entre las mujeres o quizá tenía el don de la videncia más desarrollado de lo que imaginaba. Sabía que había poseído a mi madre cuando aún era la esposa de Gorlois y algunos pensaban que ese hijo no era suyo, sino del duque de Cornualles.
Nunca comprendí cómo podían pensar tal cosa, pues dicen que Gorlois era moreno y aquilino, mientras que mi hermano era como Uther, rubio y de ojos grises.
Aun en vida de mi hermano, que fue coronado con el nombre de Arturo, oí todo tipo de leyendas sobre cómo recibió ese nombre. Se dice que provenía de Arth-Uther, «el oso de Uther», Pero no es cierto. Cuando era niño lo llamaban Gwydion, el brillante, por su pelo refulgente. El mismo nombre llevaría su hijo más tarde... pero ésa es otra historia. Los hechos son simples: cuando Gwydion tenía seis años lo enviaron al país del norte para que lo educara Héctor, uno de los vasallos de mi padrastro, y Uther quiso que recibiera el bautismo cristiano. Y en el bautismo le dieron el nombre de Arturo.
Pero desde que nació hasta los seis años vivió pegado a mis talones; en cuanto lo destetó, mi madre lo puso en mis manos, diciendo: «Éste es tu hermano; tienes que amarlo y cuidar de él.» Yo habría querido matara aquel pequeño llorón y arrojarlo desde los acantilados, para correr luego tras mi madre implorándole que volviera a ser mía. Pero a ella le importaba mucho la suerte del niño.
Cierta vez, cuando llegó Uther, ella se acicaló como siempre y nos dio a ambos un rápido beso, lista para correr a reunirse con su esposo, radiantes las mejillas. Yo quedé en lo alto de la escalera, llorando, odiando tanto a Uther como a mi hermano. Mientras esperábamos al aya, él echó a andar tras Igraine, diciendo: «¡Madre, madre!», aunque por entonces apenas sabía hablar, pero cayó y se hizo un corte en la barbilla. Llamé a gritos a mi madre, pero ella iba a reunirse con el rey y me regañó con irritación, sin detenerse: «Te dije que cuidaras del pequeño, Morgana.»
Alcé al niño que aullaba y le limpié la barbilla con mi velo. Se había herido el labio con los dientes (creo que sólo tenía ocho o diez, por entonces) y seguía llamando a mi madre. Como ella no vendría, me senté en el peldaño, con él en la falda; el pequeño me echó los bracitos al cuello y escondió la cara en mi pecho. Después de sollozar un rato, se quedó dormido. Me pesaba en el regazo. Tenía el pelo suave y mojado; también tenía mojada otra parte, pero eso no me molestó mucho. Y por su modo de aferrarse a mí comprendí que, en su sueño, había olvidado que no estaba en brazos de su madre. «Igraine nos ha olvidado a los dos —pensé—. Ahora tendré que servirle de madre.»
Lo sacudí un poco. Al despertar se abrazó a mi cuello para que lo llevara en brazos y yo lo apoyé en la cadera, como hacía el aya.
—No llores —le dije—. Te llevaré con el aya.
—Madre —gimoteó.
—Madre se ha ido; está con el rey —dije—. Pero yo cuidaré de ti, hermano.
Y con su manita regordeta en la mía comprendí lo que Igraine había querido decir: yo era demasiado mayor para llorar y llamar a mi madre, pues ahora tenía a un pequeño que cuidar.
Creo que por entonces tenía siete años cumplidos.
Cuando Morgause, la hermana de mi madre, se casó con el rey Lot de Orkney, sólo recuerdo que estrenaba mi primer vestido de mujer y un collar de ámbar y plata. Quería mucho a Morgause, que a menudo tenía tiempo para dedicarme cuando mi madre no lo tenía. Además, me contaba cosas de mi padre (creo que después de su muerte, Igraine no volvió a pronunciar su nombre). Pero también temía a Morgause, pues a veces me pellizcaba y me llamaba «mocosa malcriada». Fue la primera que me hizo llorar con una frase de la que ahora me enorgullezco: «Naciste del pueblo de las hadas. ¿Por qué no te pintas la cara de azul y vistes pieles de ciervo, Morgana de las Hadas?»
Yo sabía poco de los motivos de esa boda tan temprana: sólo que mi madre se alegraba de verla casada y lejos, pues imaginaba que Morgause miraba con lascivia a Uther; probablemente ignoraba que Morgause miraba con lujuria a cuantos hombres se le cruzaban. Durante la boda oí comentar que era gran suerte que Uther se hubiera apresurado a resolver sus diferencias con Lot de Orkney, hasta el punto de entregarle la mano de su cuñada. Lot me parecía encantador; creo que sólo Uther era inmune a ese encanto. Morgause parecía amarlo... o tal vez sólo le parecía conveniente actuar como si lo amara.
Creo que fue allí donde conocí a la Dama de Avalan. También era hermana de mi madre, y descendiente del pueblo antiguo: menuda, morena y radiante, con cintas carmesíes trenzadas en el pelo oscuro. Ya no era joven, pero siempre la vi bella; su voz era grave y sonora. Lo que más me gustaba de ella era que me hablaba como si yo fuera una persona de su edad, sin el tono fingido que usa la mayoría de los adultos para dirigirse a un niño.
Entré en el salón un poco tarde, pues mi aya no pudo trenzarme el pelo con cintas y al final tuve que hacerlo yo misma. Estaba muy ufana con mi vestido color azafrán y mi collar de ámbar; la edad de los corales había quedado atrás. Pero en la mesa principal no había asientos libres; la rodeé, desilusionada, sabiendo que, si en Cornualles era toda una princesa, en la corte real de Caerleon sólo era la hija de la reina y de un hombre que había traicionado a su rey.
De pronto, sentada en un taburete bordado, vi a una mujer morena y menuda (tanto que al principio la tomé por una niña algo mayor que yo). Me alargó los brazos, diciendo:
—Ven aquí, Morgana. ¿Te acuerdas de mí?
No la recordaba, pero observé su cara morena y radiante con la sensación de que la conocía desde el principio de los tiempos. Se sentó sonriendo en un extremo del taburete para hacerme sitio. Entonces me di cuenta de que no era una niña, sino una señora.
—Ninguna de las dos es muy grande —dijo—. Creo que aquí cabemos las dos.
Desde aquel momento la amé, tanto que a veces me sentía culpable, pues el padre Columba me había dicho que había que honrar a padre y madre por encima de todos los demás. Durante todo el banquete de bodas estuve sentada junto a Viviana; descubrí que había criado a Morgause: la madre de ambas había muerto en ese parto y Viviana la amamantó corno a su hija. Eso me fascinó, pues me había enfurecido que Igraine alimentara a mi hermano de su pecho en vez de entregarlo a una nodriza. Uther decía que era indigno de una reina y yo estaba de acuerdo. Supongo que estaba celosa, aunque me habría avergonzado reconocerlo.
—Tu madre, mi abuela, ¿ era reina ? —le pregunté, pues vestía tan lujosamente como Igraine y las demás reinas del norte.
—No, Morgana, no era reina sino una gran sacerdotisa, la Dama del Lago. Ahora yo soy la Dama de Avalón en su lugar. Puede que algún día tú también seas sacerdotisa. Llevas la sangre antigua y es posible que tengas también el don de la videncia.
—¿ Qué es la videncia ?
Ella arrugó el entrecejo.
—¿Igraine no te lo ha explicado? Dime, Morgana, ¿sueles ver cosas que los demás no ven ?
—Constantemente —dije, comprendiendo que aquella mujer me conocía muy bien—. Pero el padre Columba dice que es obra del diablo. Y madre me ha dicho que tengo que guardar silencio, pues esas cosas no son correctas en una corte cristiana, y que si Uther se entera me enviará a un convento. No quiero entrar en un convento, vestirme de negro y no reír nunca más.
Viviana dijo una palabra que de ser pronunciada por mí, mi aya me habría lavado la boca con el cepillo de los suelos.
—Escucha, Morgana: tu madre tiene razón en cuanto a que no tienes que mencionar estas cosas al padre Columba. Pero cree siempre en lo que te revele la videncia, pues viene a ti directamente desde la Diosa.
—¿La Diosa es lo mismo que la Virgen María, madre de Dios?
Ella frunció el entrecejo.
—Todos los dioses son un mismo Dios y todas las diosas una misma Diosa. La Gran Diosa no se ofenderá si le das el nombre de María, que era buena y amaba a la humanidad Escucha, querida mía: ésta no es conversación para una fiesta. Pero te juro que, mientras haya un soplo de vida en mi cuerpo, no ingresarás en un convento, diga Uther lo que diga. Ahora que sé de tu videncia moveré cielo y tierra, si es necesario, para llevarte a Avalón. ¿Guardaremos este secreto entre las dos, Morgana? ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dije.
Ella se inclinó para besarme en la mejilla.
—Escucha: los arpistas comienzan a tocar para que se baile. ¿Verdad que Morgause está hermosa con su vestido azul?
9
Un día de primavera, durante el séptimo año del reinado de Uther Pendragón en Caerleon, Viviana, sacerdotisa de Avalón y Dama del Lago, salió al atardecer para mirar en su espejo mágico.
Aunque la tradición, de la cual la Dama era sacerdotisa, era más antigua que la de los druidas, compartía con éstos uno de sus dogmas de fe: las grandes fuerzas creadoras del Universo no podían ser dignamente veneradas en una casa construida por manos humanas, ni el Infinito contenido en nada fabricado por el hombre. Por lo tanto, el espejo de la Dama no era de bronce, ni siquiera de plata.
Detrás de ella se elevaban los muros de piedra gris del antiquísimo templo del Sol, construido por los Refulgentes que llegaron de la Atlántida siglos atrás. Ante ella se extendía el gran lago, rodeado de altos y ondulantes cañaverales y envuelto en la bruma que, aun en los días de sol, cubría ahora la tierra de Avalón. Sin embargo, más allá del lago había islas y más lagos, y el conjunto que formaban era llamado el país del Estío, porque en verano los pantanos y marismas se secaban y las tierras emergían. Pero la isla de Avalón permanecía eternamente rodeada de nieblas, oculta a la vista de todos, salvo de los fieles, y para los peregrinos del monasterio al que los monjes cristianos llamaban Pueblo de Cristal, el templo del Sol era invisible, como si estuviera en otro extraño mundo. Si Viviana usaba su videncia, llegaba a ver la iglesia que habían construido.
Existía allí desde hacía mucho tiempo. Merlín le había contado que un pequeño grupo de sacerdotes había llegado a aquel lugar desde el sur, llevando a su profeta nazareno para que fuera educado en la morada de los druidas; y la historia dice que el mismo Jesús fue educado allí, donde una vez estuvo el templo del Sol, y que aprendió toda la sabiduría de aquéllos. Años después, cuando Cristo fue sacrificado, uno de sus discípulos regresó allí y clavó su cayado en el suelo de la colina santa, donde se convirtió en el espino que florece, no sólo a principios de verano, como todos los espinos, sino entre la nieve invernal. Y los druidas, en memoria del gran profeta que también conocieron y amaron, permitieron que José de Arimatea construyera, en la misma isla Sagrada, una capilla y un monasterio en honor de su Dios, pues todos los dioses son uno solo.
Durante un tiempo, cristianos y druidas convivieron adorando al Único, pero después llegaron los romanos; aunque tenían fama de tolerar las deidades locales, fueron implacables con los druidas: talaron y quemaron sus bosques sagrados y divulgaron falsamente que hacían sacrificios humanos. El verdadero crimen de los druidas había sido, desde luego, alentar a la gente a no aceptar las leyes y la paz de los romanos. Fue entonces cuando, en un gran acto de magia, a fin de proteger el último refugio de su preciada escuela, los druidas efectuaron el último cambio importante, el que retiró la isla de Avalón del mundo humano. Ahora estaba escondida entre las brumas, salvo para los iniciados o para aquellos a quienes se revelaban los caminos secretos del lago. Las Tribus sabían que estaba allí y allí practicaban su culto. Los romanos, cristianos desde los tiempos de Constantino, creían que los druidas habían sido eliminados por su Cristo, sin saber que los pocos que quedaban vivían y transmitían su antigua sabiduría en la tierra escondida.
Aunque todavía había luz suficiente para ver bien, la Dama había llevado consigo una pequeña lámpara de llama vacilante. Volviendo la espalda a los juncales y a los pantanos salobres, caminó tierra adentro, dejando atrás las antiguas columnas, ya podridas, sobre las que los antiguos habitantes habían construido sus casas a la orilla del lago, en tiempos remotos.
Su pequeña lámpara titilaba, haciéndose cada vez más visible en la oscuridad; por encima de los árboles asomó el arco creciente de la luna, apenas visible, como el collar de plata que rodeaba el cuello de la Dama. Continuó ascendiendo lentamente por el viejo sendero de las procesiones hasta llegar al estanque del espejo, formado entre grandes y antiquísimas piedras.
El agua clara reflejaba el arco de la luna y la diminuta lámpara de la sacerdotisa. Se inclinó para hundir la mano en el agua y bebió; estaba prohibido sumergir allí objetos construidos por el hombre, aunque más arriba, donde el agua borboteaba de un manantial, los peregrinos podían llenar botellas y jarras.
Después de beber, con el respeto y la reverencia de siempre, Viviana dejó la lámpara en una roca plana, cerca de la orilla, a fin de que su luz se reflejara en el agua. Allí estaban los cuatro elementos: el fuego en su lámpara, el agua de la que había bebido, la tierra que pisaba, y una brisa errática que, como de costumbre, vio rizando la superficie del estanque al invocar los poderes del aire.
Dedicó un momento a la meditación. Luego se formuló la pregunta que iba a consultar con el espejo mágico:
«¿Cómo está Britania? ¿Cómo está mi hermana? ¿Y su hija, sacerdotisa nata? ¿Y el hijo que es la esperanza de Britania?»
Por un momento, al agitar el viento la superficie del estanque, sólo vio imágenes confusas: fugaces y borrosas escenas de batallas, el estandarte del dragón y sus Tribus combatiendo junto a Uther; Igraine, vestida y coronada como la había visto personalmente. Y por fin, en un atisbo que le aceleró el corazón, vio llorar a Morgana y, en un segundo y terrorífico atisbo, una criatura rubia que yacía inmóvil, inconsciente... ¿muerta o viva?
Luego, la luna se perdió de vista detrás de la bruma y la visión desapareció. Pese a todos sus intentos, Viviana no pudo invocar otra cosa que dudosas y momentáneas imágenes: Morgause con su segundo hijo varón en brazos; Lot y Uther paseándose por un gran salón e intercambiando palabras furiosas, y el confuso recuerdo del niño magullado y moribundo. Pero todas esas cosas, ¿habían sucedido o eran sólo una advertencia de cosas venideras?
Mordiéndose los labios, Viviana se inclinó, arrojó el aceite restante a la superficie del estanque (el aceite quemado para la videncia no se podía usar después con fines mundanos) y bajó apresuradamente a la morada de las sacerdotisas.
Una vez allí llamó a su criada.
—Prepáralo todo para partir con la primera luz —dijo—; que mi novicia esté lista para prestar servicio hasta la luna llena, pues antes de que pase un día más tengo que estar en Caerleon. Envía recado a Merlín.
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