Marion Zimmer Bradley
Libro II-a
La gran reina
1
Muy al norte, donde reinaba Lot, la nieve se amontonaba en las montañas, e incluso a mediodía era frecuente una neblina de apariencia crepuscular. En los raros días en que brillaba el sol. los hombres podían salir a cazar, pero las mujeres seguían encerradas en el castillo. Morgause, que movía perezosamente el huso (hilar le resultaba tan detestable como siempre, pero en la habitación había demasiada oscuridad para labores más finas), levantó la mirada al sentir la corriente helada de la puerta.
—Hace mucho frío, Morgana —dijo en tono de leve reproche—. Te has quejado de frío todo el día, ¿y ahora quieres convertirnos en carámbanos?
—No me quejaba —dijo la joven—. ¿Acaso he dicho una palabra? Pero el ambiente está más viciado que el de una letrina y el humo apesta. Quiero respirar, ¡nada más! —Cerró la puerta de un empellón y volvió al fuego, temblando y frotándose las manos—. Desde principios de verano no he dejado de tener frío.
—No lo dudo —dijo Morgause—. Ese pequeño pasajero que llevas te roba todo el calor de los huesos. Él está cómodo y abrigado mientras su madre tiembla. Siempre sucede lo mismo.
—Al menos ya ha pasado la Navidad; ahora amanece más temprano y oscurece más tarde —dijo una de las damas—. Dentro de un par de semanas tendrás a tu recién nacido en los brazos.
Morgana, sin responder, se plantó junto al fuego, estremecida y frotándose las manos como si le dolieran. Parecía su fantasma: la cara se le había afilado adquiriendo una delgadez cadavérica; las manos esqueléticas contrastaban con el abultado vientre. Tenía grandes ojeras y los párpados enrojecidos, como llagados de tanto llorar; sin embargo, en todas las lunas que llevaba en la casa. Morgause no la había visto derramar una sola lágrima.
«Me gustaría consolarla, pero ¿cómo, si no llora?»
Llevaba un vestido viejo de su tía y una sobreveste azul oscuro, raída y grotescamente larga. Su aspecto era desgarbado, casi harapiento, y a Morgause la exasperaba que no se hubiera tomado siquiera el trabajo de acortarla un poco. Tenía los tobillos tan hinchados que sobresalían de los zapatos, como consecuencia de comer sólo hortalizas secas y carnes saladas, lo único que había en aquella época del año. Todos necesitaban comer caliente. Tal vez los hombres tuvieran suerte en la cacería; entonces tendrían carne fresca y quizás algunas hierbas del arroyo; eso era lo que deseaba cualquier embarazada, sobre todo en las postrimerías del invierno.
Su hermosa cabellera también estaba enmarañada en una trenza floja; parecía llevar semanas sin rehacerla. Por fin cogió un peine que tenían siempre a mano y, volviendo la espalda al fuego, alzó uno de los perritos falderos de Morgause para peinarlo. «Harías mejor en peinarte tú misma», pensó su tía; pero no dijo nada. En los últimos tiempos la joven estaba tan irritable que no había modo de hablar con ella. Era natural, tan cerca de la fecha. Al sentir los tirones del peine en el pelo apelmazado, el perrillo lanzó un chillido; Morgana lo acalló con una voz mucho más suave de la que ningún ser humano le había oído en aquellos días.
—Ya no puede faltar mucho, Morgana —dijo la reina delicadamente—. Cuando comience febrero ya habrá pasado, sin duda.
—No veo la hora. —Morgana dio una última palmada al perro y lo puso en el suelo—. Bueno, ahora estás decente, cachorro. ¡Qué bonito estás con ese pelo tan suave!
—Voy a avivar el fuego —dijo una de las mujeres, llamada Beth, arrimando la rueca a un cesto de lana—. Los hombres ya han de estar en casa; ha oscurecido. —Mientras caminaba hacia el hogar tropezó con un palo suelto y estuvo a punto de caer—. Gareth, diablillo, ¿quieres recoger estas basuras?
Arrojó el palo al fuego y Gareth, de cinco años, lanzó un aullido de indignación: ¡aquella astilla era uno de sus soldados!
—Bueno, hijo, es de noche y tus soldados tienen que volver al campamento —intervino Morgause enérgica.
El niño, mohíno, llevó su ejército a un rincón, pero apartó uno o dos soldados para guardarlos cuidadosamente en un pliegue de su túnica. Eran mayores que los otros y Morgana, semanas antes, los había tallado en una tosca representación de hombres con yelmo y armadura, teñidas las capas de carmesí conjugo de bayas.
—¿Me haces otro caballero romano, Morgana?
—Ahora no, Gareth —contestó—. Me duelen las manos por el frío. Quizá mañana.
Él se apoyó en su rodilla, ceñudo y exigente:
—¿Cuándo tendré edad para ir de caza con padre y Agravaín?
—Faltan unos cuantos años, supongo. —Morgana sonrío—. Será cuando tengas la estatura suficiente para no perderte en los ventisqueros.
—¡Ya soy alto! —dijo el niño estirándose—. ¡Mira: cuando estás sentada soy más alto que tú, Morgana! —Le dio una patada a una silla, inquieto—. ¡Aquí no hay nada que hacer!
—Bueno, puedo enseñarte a hilar para que no te aburras —dijo Morgana.
Pero el niño hizo una mueca y se apartó.
—¡Voy a ser caballero! ¡Los caballeros no hilan!
—Es una pena —observó Beth, agria—. Si supieran lo que cuesta hilar no gastarían tanto las capas y las túnicas.
—Pero hubo un caballero que hilaba, según cuenta la leyenda. —Morgana alargó los brazos hacia el niño—. Ven aquí. No, siéntate en el banco. Ya pesas mucho para que te tenga en el regazo. Hace mucho tiempo, antes de que vinieran los romanos, había un caballero llamado Aquiles sobre el que pesaba una maldición. Una anciana hechicera dijo a su madre que moriría en combate, y ésta le puso faldas y lo escondió entre las mujeres, donde aprendió a hilar, a tejer y hacer todo lo que hacen las doncellas.
—¿Y murió en combate?
—Por supuesto que sí: cuando pusieron sitio a la ciudad de Troya, Aquiles acudió con todos los guerreros y resultó el mejor de todos.
—Cuando esté en la corte y sea uno de los caballeros de Arturo —aseveró Gareth, con los ojos redondos como platos—, seré el mejor guerrero y en las justas ganaré todos los premios. ¿Qué fue de Aquiles?
—No lo recuerdo. Hace mucho tiempo que oí ese cuento —respondió Morgana, llevándose las manos a la espalda, como si le doliera.
—Háblame de los caballeros de Arturo, Morgana. Conoces a Lanzarote. ¿verdad?
—No la molestes, Gareth, no se encuentra bien —advirtió Morgause—. Corre a las cocinas, a ver si pueden darte una torta de avena.
El niño, aunque ceñudo, sacó su caballero de madera y se fue hablándole por lo bajo:
—Bueno, señor Lanzarote, saldremos a matar a todos los dragones del lago...
—No habla más que de guerras y de su preciado Lanzarote —comentó Morgause impaciente—. ¡Como si no bastara con tener a Gawaine lejos, combatiendo con Arturo! Cuando Gareth sea mayor, espero que haya paz en este país.
—Habrá paz —dijo Morgana distraída—, pero no servirá de nada, pues él morirá a manos de su mejor amigo...
—¿Qué? —gritó su tía mirándola fijamente.
Pero la joven tenía los ojos perdidos, vacuos. Morgause la sacudió delicadamente, inquiriendo:
—Hija, ¿te encuentras mal?
Morgana parpadeó. Luego negó con la cabeza.
—Perdona. ¿Qué me decías?
—¿Qué te decía? Más bien, ¿qué me decías tú a mí? —Pero la expresión inquieta de su sobrina le erizó la piel. Entonces le acarició la mano, desechando aquellas lúgubres palabras como producto de un delirio. Prefería no pensar que la muchacha había tenido un momento de videncia—. Supongo que estabas soñando con los ojos abiertos. Tienes que cuidarte más, Morgana. Casi no comes, no duermes...
—La comida me repugna —suspiró la joven—. Ojalá fuera verano para comer fruta... Anoche soñé que comía las manzanas de Avalón...
Le tembló la voz; bajó la cabeza para que Morgause no viera las lágrimas que le pendían de las pestañas, pero apretó los puños para no llorar.
—Todos estamos hartos del pescado salado y el tocino ahumado —dijo su tía—. Pero si Lot ha tenido buena caza podrás comer carne fresca. Tu preparación de sacerdotisa te ha habituado a ayunar, pero tu hijo no puede soportar el hambre y la sed. Y estás demasiado delgada.
—¡No te burles! —se enfadó Morgana, señalando su abultado vientre.
—Pero tus manos y tu cara son puro hueso. No puedes dejar de comer. Tienes que pensar en tu hijo.
—Pensaré en su bienestar cuando él piense en el mío —dijo Morgana— levantándose bruscamente.
Pero su tía la cogió de las manos para obligarla a sentarse otra vez.
—Hija querida, sé lo que estás pasando. He tenido cuatro hijos, ¿recuerdas? Estos últimos días son peores que todos los meses anteriores.
—¡Debí tener el buen tino de deshacerme de él a tiempo!
Morgause abrió la boca para replicar con aspereza, pero suspiró.
—Es demasiado tarde para pensar así; en diez días más terminará todo.
Sacó un peine de entre los pliegues de su ropa y comenzó a desenmarañar la enredada trenza de Morgana.
—Déjalo —protestó la muchacha, apartando la cabeza—. Lo haré yo misma. ¡Dame ese peine!
—Quédate quieta, pequeña —la instó Morgause—. ¿Recuerdas que, cuando eras niña, solías pedir que te peinara yo, porque tu niñera te daba tirones? —Fue desenredando un mechón tras otro, entre caricias afectuosas—. Tienes un pelo precioso.
—Oscuro y áspero como las crines en invierno.
—No: fino como lana de oveja negra, y brillante como la seda —corrigió su tía—. Espera. Te lo trenzaré. Siempre he deseado tener una hija, para poder vestirla y trenzarle el pelo así... —Atrajo la cabeza oscura hacia su pecho y Morgana se dejó llevar, trémula de lágrimas que no podía derramar—. Ah, bueno, bueno, pequeña mía, no llores. Ya falta poco.
—Es que... esto es tan oscuro... Siento nostalgia del sol...
—En verano tenemos sol de sobra; hay luz incluso a medianoche. Por eso en invierno recibimos tan poca.
Morgana seguía temblando en sollozos incontrolables. Morgause la estrechó contra sí, meciéndola con suavidad.
—Bueno, pequeña, bueno, te comprendo. Yo tuve a Gawaine en lo peor del invierno. El día era oscuro y tormentoso como éste; tenía sólo dieciséis años y mucho miedo. Lot estaba lejos, en la guerra; me horrorizaba verme tan gorda, estaba siempre descompuesta y me dolía la espalda. Y me encontraba completamente sola entre mujeres desconocidas. ¿Puedes creer que tenía mi vieja muñeca escondida en la cama y por la noche me abrazaba a ella, llorando? Era tan niña... Al menos tú ya eres una mujer adulta. Y ahora, aquel niño está combatiendo contra los sajones. ¡Ah, sí! Ahora recuerdo que tenía una noticia para darte: Marged. la esposa del cocinero, ya ha dado a luz.; supongo que por eso las gachas estaban tan llenas de grumos esta mañana. Así que tendrás una nodriza a mano. Aunque cuando veas a tu hijo querrás amamantarlo tú misma, sin duda.
Morgana hizo un gesto de repugnancia. Su tía sonrió.
—Así pensaba yo antes de que naciera cada uno de mis hijos. Pero en cuanto les veía la cara ya no quería que abandonaran mis brazos. —Al ver que su sobrina hacía un gesto de dolor preguntó—: ¿Qué te pasa. Morgana?
—Me duele la espalda. He estado mucho tiempo sentada. Eso es todo.
Se levantó para pasearse por la habitación, inquieta, con las manos apretadas en la parte posterior de la cintura. Morgause entornó los ojos, pensativa. Sí: en los últimos días el vientre le había bajado: ya no podía faltar mucho. Haría llevar paja fresca al salón de las mujeres. Y tenía que hablar con las parteras para que estuvieran preparadas.
Los hombres de Lot habían cazado un ciervo en las colinas; el olor a carne asada llenaba todo el castillo. La misma Morgana no pudo rechazar un trozo de hígado crudo, chorreando sangre; la costumbre indicaba que se reservara esa porción para las embarazadas.
Morgause vio su mueca de asco, la misma que ella había hecho en su momento. Pero también Morgana lo chupó con avidez; su cuerpo exigía el alimento, aunque a su mente le repugnara. Más tarde, cuando le ofrecieron un trozo de carne asada, la rechazó con un gesto. Su tía cogió una lonja y se la puso en el plato.
—Come —ordenó—. Obedece. No puedes negarte la comida y perjudicar a tu hijo.
—No puedo —musitó la joven—. Vomitaría. Guárdalo, más tarde trataré de comerlo.
—¿Qué pasa?
Morgana bajó la cabeza.
—No puedo probar... carne de ciervo. La comí en Beltane cuando... y ahora hasta su olor me asquea...
«Y este niño fue concebido entre los fuegos rituales de Beltane. ¿Qué es lo que tanto la atribula? El recuerdo tendría que serle placentero», pensó Morgause, sonriendo al recordar aquellas fiestas licenciosas. Acaso algún hombre brutal había sometido a la muchacha a una especie de violación; eso explicaría la ira y la desesperación que le inspiraba su embarazo. Cogió una torta de avena y la mojó en el jugo de la carne.
—Come esto, al menos; así recibirás el alimento de la carne. Te preparé una tisana de rosas; te sabrá bien. Recuerdo cuánto me gustaban las cosas agrias cuando estaba embarazada.
Morgana comió, obediente, y sus mejillas parecieron recobrar algo de color. La acritud de la bebida le arrancó una mueca. pero aun así la tragó con avidez.
—No me gusta —comentó—, pero no puedo dejar de bebería. ¡Qué extraño!
—Es tu hijo el que la desea —explicó Morgause muy seria—. En el vientre, el recién nacido sabe lo que le conviene y nos lo exige.
Lot, sentado cómodamente entre dos de sus cazadores, sonrió amistosamente a su cuñada.
—Era un animal viejo y flaco, pero buena comida para el final del invierno —comentó—. Y me alegra que no cazáramos ninguna hembra preñada. Vimos dos o tres, pero ordené a mis hombres que las dejaran en paz.
—Con un bostezo, se sentó en el regazo al pequeño Gareth, que tenía la cara brillante de grasa—. Pronto tendrás edad para salir de cacería con nosotros —dijo—. Tú y el pequeño duque de Cornualles.
—¿Quién es el duque de Cornualles, padre? —preguntó el niño.
—¡Cómo! El hijo de Morgana —explicó Lot, sonriente.
Gareth miró fijamente a su prima.
—¿Cómo puede un recién nacido ser duque?
Morgana rió entre dientes, intranquila.
—Mi padre era el duque de Cornualles. Yo soy su única hija legítima. Igraine me dejará el ducado a mí y yo a mis hijos.
Morgause, que la observaba, pensó: «Su hijo está más cerca del trono que mi Gawaine: será sobrino de Arturo. No sé si se ha percatado.»
—Ciertamente, Morgana, tu hijo es el duque de Cornualles.
—O la duquesa —recordó ella, sonriendo otra vez.
—No. Por el modo en que lo llevas puedo decirte que es un varón —aseguró su tía—. He tenido cuatro y he observado los embarazos de mis criadas. —Dedicó una sonrisa maliciosa a Lot, agregando—: Mi esposo toma muy en serio ese viejo dicho de que un rey tiene que ser un padre para su pueblo.
—Creo que es de derecho que los hijos legítimos que me ha dado la reina tengan muchos hermanos; dicen que no tener hermanos es como ir sin montura... Vamos, sobrina: ¿por qué no coges la lira y cantas para nosotros?
Morgana hizo a un lado el resto de la torta remojada.
—He comido demasiado para cantar —dijo ceñuda.
Y empezó a pasearse otra vez, con las manos apretadas a la cintura. Gareth fue a tirarle de la falda.
—Cántame aquello del dragón, Morgana.
—Es demasiado largo, y tienes que acostarte.
Pero fue en busca de la lira y le arrancó algunas notas. De pronto interpretó una atrevida canción de soldados. Lot se unió al coro: también sus hombres. Las voces roncas resonaron entre las vigas ahumadas.
Vinieron los sajones en medio de la noche
cuando iodos dormían como almejas,
y mataron a todas las mujeres, pues...
¡preferían violar a las ovejas!
—Eso no lo aprendiste en Avalón, sobrina—comentó Lot, muy sonriente, mientras Morgana ponía la lira en su sitio.
—Canta otra vez —pidió Gareth.
—Me falta aliento para cantar—contestó. Cogió su rueca, pero un momento después la dejaba para pasearse nuevamente por el salón.
—¿Qué te pasa, muchacha? —inquirió el rey—. ¡Estás inquieta como un oso enjaulado!
—Me duele la espalda de tanto estar sentada y la carne me ha causado dolores de vientre.
De pronto se dobló, como afectada por un calambre, y dejó escapar una exclamación de sorpresa. Morgause, que la observaba, vio que la sobreveste se oscurecía, empapada hasta las rodillas.
—Oh, Morgana, te has orinado —clamó Gareth—. ¡Ya eres muy mayor para orinarte encima! ¡Te darán una zurra!
—¡Calla, niño! —ordenó su madre con aspereza. Y corrió hacia Morgana, que estaba aún inclinada, con la cara encendida de estupefacción y vergüenza—. No pasa nada, hija. ¿Te duele aquí... y aquí? Ya me parecía. Te has puesto de parto; eso es todo.
Luego llamó a Beth:
—-Lleva a la duquesa de Cornualles al salón de las mujeres. llama a Megania y a Branwen. Y soltadle el pelo; no tiene que llevar nada anudado ni ceñido, ni en el cuerpo ni en la ropa.
Mientras la muchacha salía, apoyándose pesadamente en el brazo de la niñera, Morgause dijo a su esposo:
—Tengo que acompañarla. Es su primera vez y debe de estar asustada, pobre niña.
—No hay prisa —apuntó el rey, despreocupado—. Si es el primero, pasará así toda la noche. Tienes tiempo de sobra para sostenerle la mano. —Luego dedicó a su esposa una sonrisa—. ¡Qué prisa tienes por traer al mundo al rival de Gawain!
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella en voz baja.
—Sólo que Arturo y Morgana nacieron de un mismo vientre. Su hijo está más cerca del trono que el nuestro.
—Arturo es joven —afirmó fríamente Morgana—. Tiene tiempo de sobra para engendrar diez o doce varones. ¿Qué te hace pensar que necesita un heredero?
Lot se encogió de hombros.
—El destino es caprichoso. En combate, Arturo parece protegido por un encantamiento... y no dudo que la Dama del Lago tiene algo que ver con eso, maldita sea. En cuanto a Gawaine, es demasiado leal a su rey. Pero los hados podrían volver la espalda a Arturo. Y si llega ese día, prefiero saber que Gawaine es el más cercano al trono. Piénsalo bien, Morgause: la vida de un recién nacido es tan incierta... Harías bien en implorar a tu Diosa que el pequeño duque de Cornualles no tenga un segundo aliento.
—¿Cómo podría hacer algo así a Morgana, que es como mi hija?
Lot le dio un golpecito afectuoso en el mentón.
—Eres una madre amorosa, Morgause, y me gusta. Pero dudo que Morgana esté deseosa de tener a un recién nacido en los brazos. La he oído arrepentirse de no haberse deshecho de esa criatura.
—Cuando estaba fatigada y descompuesta —aclaró Morgause enfadada—. ¿Crees que yo no decía lo mismo cuando me hartaba de arrastrar mi panza por aquí? Trata muy bien a Gareth; le hace juguetes y le cuenta cuentos. Estoy segura de que será muy buena madre con el suyo.
Él la rodeó con un brazo.
—Oye, tesoro, tú y yo tenemos cuatro hijos varones. Cuando sean hombres se arrancarán los ojos entre ellos, porque nuestro reino no es gran cosa. Pero si Gawaine fuera gran rey entonces cada uno podría tener una corona.
Morgause asintió lentamente. Lot no quería a Arturo, así como no había querido a Uther. Pero nunca lo había creído tan implacable.
—¿Me estás diciendo que mate a ese niño en cuanto nazca?
—Morgana es tu sobrina y mi huésped —dijo Lot—; y eso es sagrado. Jamás me condenaría matando a un pariente. Sólo he dicho que los recién nacidos son frágiles, a menos que se los cuide mucho. Y si Morgana se encontrara en dificultades, bien pudiera ser que nadie tuviera tiempo para ocuparse del niño.
Morgause apretó los dientes y le volvió la espalda.
—Tengo que atender a mi sobrina.
Detrás de ella Lot sonrió.
—Piensa bien en lo que te dicho, esposa mía.
Abajo, en la sala pequeña, se había encendido el fuego; en el hogar hervía una olla de gachas, pues la noche sería larga. Habían extendido paja limpia. Como todas las mujeres felices con sus hijos, Morgause había olvidado los horrores del parto, pero al ver la paja fresca sintió un escalofrío. Morgana, vestida con una túnica holgada y con el pelo suelto, caminaba de un lado a otro, apoyada en el brazo de Megania. Todo tenía aire de fiesta, y para las otras mujeres lo sería. Morgause se acercó a su sobrina para cogerla del brazo.
—Ven, puedes caminar un rato conmigo, mientras Megania prepara los pañales para tu hijo.
Morgana la miró con los ojos de animal salvaje en una trampa, a la espera de la mano que le cortará el cuello.
—¿Será largo, tía?
—Bueno, bueno, no pienses en lo que vendrá —aconsejó Morgause tiernamente—. Puedes pensar que has estado de parto casi todo el día, de modo que ahora todo será más rápido.
Pero estaba pensando: «No le será fácil. Es menuda y se resiste a alumbrar a este hijo. Le espera, sin duda, una noche larga y difícil.»
Entonces recordó que Morgana tenía el don de la videncia; mentirle sería inútil. Le dio unas palmaditas en la mejilla pálida.
—No importa, hija, te cuidaremos bien. La primera vez siempre es larga; es como si no quisieran abandonar ese nido tan cómodo. Pero haremos lo que se pueda. ¿Alguien ha traído una gata?
—¿Una gata? Sí, allí hay una. ¿Por qué, tía?
—Porque si has visto parir a una gata, pequeña, sabes que aúllan de dolor, sino que ronronean; puede que su placer te ayude a sufrir menos. —Morgause acarició a la peluda bestezuela—. Puede que en Avalón no conozcan este tipo de magia.
Sí ahora puedes sentarte a descansar un poco y tener a la gata en el regazo.
Morgana aprovechó un momento de respiro para acariciar al animal, pero luego volvió a doblarse por un calambre agudo. Su tía la instó a continuar caminando.
—Mientras puedas... Caminar lo acelera.
—Estoy tan cansada, tan cansada... —gimió la joven.
—Apóyate en mí, hija.
—Te pareces tanto a mi madre... —comentó Morgana, aferrándose a ella con la cara contraída—. Ojalá estuviera aquí.
Luego se mordió los labios, como arrepentida de aquella momentánea debilidad, y empezó a caminar lentamente de un lado a otro.
Las horas pasaron muy despacio. Algunas de las mujeres dormían, pero siempre había más de una para ayudarla a andar. La palidez y el miedo de Morgana crecían con el correr de las horas. Salió el sol sin que las parteras la hubieran autorizado a tenderse en la paja, aunque estaba tan fatigada que apenas podía adelantar los pies. Ya se quejaba de frío, ciñéndose la capa de pieles, ya la arrojaba lejos, diciendo que estaba ardiendo. Vomitó varias veces, hasta que no pudo escupir más que bilis, pero las arcadas continuaron, pese a las tisanas calientes que le obligaban a beber y que ella tragaba con sed.
Morgause, que la observaba pensando en lo que había dicho Lot, se preguntaba si todo aquello serviría de algo. Bien podía ser que su sobrina no sobreviviera al parto.
Cuando ya no pudo caminar más le permitieron acostarse, jadeando y mordiéndose los labios para resistir los continuos dolores; Morgause, arrodillada a su lado, le estrechaba la mano. Mucho después de mediodía le preguntó en voz baja:
—El padre del niño... ¿era mucho más corpulento que tú? A veces, cuando el niño tarda tanto en nacer, es porque ha salido a su padre y es demasiado grande para la madre.
Se preguntó una vez más quién sería ese padre. En la coronación de Arturo había visto que Morgana miraba a Lanzarote. En todos aquellos meses no había explicado sus motivos Para abandonar el templo, pero si el niño era de Lanzarote, Viviana bien podía haberse enfurecido al punto de causar su huida.
Pero Morgana sólo dijo:
—No vi su rostro. Vino a mí como el Astado.
Con su leve rastro de videncia. Morgause supo que mentía ¿Por qué? Las horas parecían arrastrarse. En una ocasión Morgause fue al salón principal, donde los hombres jugaban a los dados. Lot los observaba, con una de las damas más jóvenes sentada en el regazo y jugando distraídamente con sus pechos. Al entrar la reina, la mujer hizo ademán de levantarse, inquieta, pero Morgause se encogió de hombros.
—Puedes quedarte donde estás: no te necesito junto a las parteras y. como voy a pasar la noche con mi sobrina, no tengo tiempo de pelear contigo por un sitio en el lecho de mi esposo. Mañana será otra cuestión.
La joven inclinó la cabeza, arrebolada. Lot preguntó:
—¿Cómo está Morgana. tesoro?
—Nada bien. A mí nunca me resultó tan difícil. —De pronto gritó iracunda—: ¿Le echaste el mal de ojo a mi sobrina para que no pueda sobrevivir al parto?
Lot negó con la cabeza.
—En este reino eres tú la que maneja esos hechizos, señora. No le deseo ningún mal a Morgana, a pesar de su lengua afilada.
—¿Dónde está Morgana, madre? —preguntó el niño—. Dijo que hoy me tallaría otro caballero.
—Está enferma, hijo. —Morgause aspiró hondo. El peso de la preocupación volvía a cargarla.
—Se repondrá pronto —aseguró Lot—. Entonces tendrás un primo para jugar. Será como un hermano adoptivo. Se dice que los lazos de parentesco duran tres generaciones y los de esa clase, siete. Así que será casi más que un hermano.
—Qué bien, tener un amigo —comentó Gareth—. Agravaín se burla de mí y se ríe de mis caballeros de madera.
—Bueno —dijo Morgause—, el hijo de Morgana será tu amigo, cuando haya crecido un poco. Pero tienes que rezar a la Diosa para que dé a tu tía un hijo fuerte y saludable.
De pronto rompió en llanto. Su hijo la miró con estupefacción, mientras Lot preguntaba:
—¿Tan mal están las cosas, tesoro?
Ella asintió con la cabeza. Pero se secó los ojos con la sobreveste, por no asustar al niño. Gareth miró al techo, diciendo:
—Por favor, querida Diosa, trae a mi prima Morgana un hijo fuerte, para que crezcamos juntos y seamos caballeros.
Morgause rió contra su voluntad, acariciando la mejilla de su hijo. Pero al salir sentía los ojos de su marido fijos en ella. El día anterior le había dicho que tal vez fuera mejor para todos si el hijo de Morgana no sobrevivía.
«Me conformaré con que salga con vida de esto», pensó. Y casi por primera vez lamentó haber aprendido tan poco de la gran magia de Avalón. Ahora necesitaba algún hechizo que aliviara el trance a su sobrina.
Las parteras la tenían arrodillada en la paja, para facilitar la salida del niño, pero tenían que sostenerla como a un objeto inanimado. Ahora lanzaba gritos jadeantes y de inmediato se mordía los labios, tratando de ser valiente. Morgause se arrodilló junto a ella, en la paja salpicada de sangre, y le ofreció las manos. La muchacha se aferró a ellas.
—¡Madre! —gritó—. Sabía que vendrías, madre.
Luego contrajo la cara otra vez y echó la cabeza atrás, con la boca abierta en un alarido sin voz.
—Sostenedla, señora —dijo Megania—. No, desde atrás, sostenedla erguida.
Al aferraría por debajo de los brazos, Morgause la sintió temblar y sollozar entre arcadas, forcejando ciegamente por liberarse. Ya no podía ayudarlas, pero tampoco podía permanecer pasiva, y cuando la tocaban gritaba a pleno pulmón. Su tía cerró los ojos para no ver más. sin dejar de sujetar con toda su fuerza el frágil cuerpo convulsionado.
—¡Madre, madre! —gritó otra vez. Pero no sabía si llamaba a Igraine o a la Diosa. Luego cayó hacia atrás, casi inconsciente.
El cuarto se llenó de un fuerte olor a sangre. Megania levantó algo oscuro y arrugado.
—Mirad, señora Morgana —dijo—: tenéis un hermoso hijo varón.
Luego se inclinó sobre él para soplarle en el interior de la boca. Se oyó un chillido agudo e indignado: el grito furioso del recién nacido ante el mundo frío al que llega.
Pero Morgana yacía en brazos de su tía, completamente exhausta, y no pudo siquiera abrir los ojos para mirarlo.
El recién nacido estaba lavado y vestido: Morgana había bebido una taza de leche caliente con miel y algunas hierbas contra las hemorragias. Ahora dormitaba: ni siquiera se movió con el beso leve que Morgause le dio en la frente.
Se repondría, aunque nunca había visto que una mujer luchara tanto y sobreviviera con un niño sano. La partera había dicho que. después de tantas dificultades, era difícil que tuviera otro. «Mejor así», se dijo la reina.
Levantó al niño para observar sus pequeñas facciones. Parecía respirar muy bien, aunque a veces, cuando al nacer no lloraban espontáneamente, más adelante les fallaba la respiración y morían. Pero tenía un saludable color rosa, hasta en las diminutas uñas. El pelo oscuro, completamente lacio, con vello oscuro en las pequeñas extremidades... Sí. era del pueblo de las hadas, como Morgana. Pero también podía ser hijo de Langarote y. por lo tanto, doblemente cercano al trono.
Habría que entregarlo de inmediato a una nodriza... Pero Morgause vaciló. Sin duda, después de reposar un poco. Morgana querría amamantarlo, como todas. Y entonces, contra su voluntad, recordó las palabras de Lot. «Si quiero ver a Gawaine en el trono, este niño es un obstáculo.» No había querido escuchar a su esposo, pero ahora no pudo dejar de pensar en el beneficio que obtendría si el niño no tuviera fuerzas para mamar o la nodriza lo aplastara mientras dormían. Y si Morgana nunca lo había tenido en brazos sentiría menos dolor. Si era voluntad de la Diosa que no viviera...
«Sólo quiero ahorrarle un dolor...»
El hijo de Morgana y, probablemente, de Lanzarote. ambos de la estirpe real de Avalón. Si algo le pasaba a Arturo, el pueblo aceptaría a ese niño en el trono. Pero no era seguro que fuera hijo de Lanzarote. Y aunque Morgause tuviera cuatro hijos varones, su sobrina era la niña que había llevado en brazos. ¿Podía hacer algo así contra su recién nacido? Por otra parte, ¿quién le aseguraba que Arturo no tuviera diez o doce hijos varones con su reina, quienquiera que fuese?
Pero el hijo de Lanzarote... Sí, al hijo de Lanzarote podía abandonarlo a la muerte sin ningún reparo. Así como ella siempre había estado a la sombra de Viviana y de Igraine. la gran reina, así también el fiel Gawaine quedaría a la sombra del más brillante Lanzarote. Y si éste había jugado sucio con Morgana y la había deshonrado, razón de más para odiarlo.
Sin embargo, no había motivos para que un hijo bastardo de Lanzarote naciera con pesar y en secreto. ¿Acaso Viviana pensaba que su precioso hijo era demasiado para Morgana? Sin duda la muchacha había llorado a escondidas durante esos largos meses. ¿Estaba enferma de amor y abandono?
«Esa maldita Viviana usa las vidas como dados para jugar. Arrojó a Igraine en brazos de Uther sin pensar en Gorlois; reclamó a Morgana para Avalón. ¿Será capaz también de destrozarle la vida?»
¡Si pudiera estar segura de que el niño era de Lanzarote!
Volvió a arrepentirse de saber tan poco de magia. Durante sus años en Avalón no había tenido interés ni voluntad para estudiar la tradición druídica. Aun así, la sacerdotisa que la mimaba le había enseñado ciertos hechizos sencillos. Bueno, ahora los pondría en práctica.
Cerró las puertas de la alcoba y encendió nuevamente el fuego; luego, le cortó tres pelos al niño y otros tantos a Morgana, que aún dormía. Después pinchó al niño en un dedo con una aguja, meciéndolo para acallar sus gritos, y arrojó la sangre al fuego, junto con los cabellos y ciertas hierbas. Con la mirada clavada en las llamas, susurró una palabra que le habían enseñado.
Y contuvo el aliento, en tanto las lenguas se arremolinaban y morían. Por un instante un rostro miró hacia ella: una cara joven, coronada de pelo rubio y sombreada por una cornamenta que arrojaba sombras hacia los ojos azules, tan parecidos a los de Uther...
Morgana había dicho la verdad al explicar que él había llegado bajo la figura del dios astado. Cabía imaginarlo: habían organizado el Gran matrimonio para Arturo antes de la coronación. ¿Aquello también había sido un plan de Viviana? ¿Una criatura nacida de las dos estirpes reales?
Al oír un pequeño ruido a su espalda levantó la mirada. Morgana se había puesto de pie y estaba allí, aferrada a la cabecera de la cama, blanca como la muerte. Sus labios apenas se movieron; sólo sus ojos oscuros, muy hundidos en las órbitas por el sufrimiento, pasaron del fuego a los elementos de hechicería abandonados frente al hogar.
—Morgause —dijo—, júramelo. Si me amas, júrame... que no dirás nada de esto a Lot ni a nadie. ¡Júralo, si no quieres que eche sobre ti todas las maldiciones que conozco!
Morgause acostó al niño en la cuna para conducirla de nuevo a la cama.
—Ven. acuéstate y descansa, pequeña. Tenemos que hablar. ¡Arturo! ¿Por qué? ¿Fue otra de las ideas de Viviana?
—¡Jura que no dirás nada! —repitió la joven aún más agitada—. ¡Jura que no volverás a mencionarlo! ¡Júralo!
Sus ojos refulgían salvajemente. Su tía, al mirarla, temió que le subiera la fiebre.
—Morgana. hija...
—¡Jura! O te maldeciré por el viento y por el fuego, el mar y la piedra...
—¡No! —la interrumpió Morgause. sujetándole las manos en un intento de calmarla—. Mira... lo juro, lo juro.
No quería jurar. «Debí negarme —pensó—. Tenía que discutirlo con Lot.» Pero ya era demasiado tarde. Había jurado. Y lo último que deseaba era que una sacerdotisa de Avalón le arrojara una maldición.
—Ahora acuéstate. Tienes que dormir. Morgana.
La joven cerró los ojos. Su tía le acarició la mano, mientras pensaba: «Gawaine es un hombre de Arturo, pase lo que pase. De nada le serviría a Lot ponerlo en el trono. Este niño... aunque Arturo tenga muchos hijos varones, éste es el primogénito. Con su educación cristiana se avergonzaría de este vástago incestuoso. Es conveniente conocer los más sucios secretos de un rey. Incluso me he ocupado de averiguar detalles sobre las correrías de Lot. aunque le amo.»
El niño despertó en la cuna, llorando. Morgana, como toda madre, abrió de inmediato los ojos. Aunque estaba demasiado débil para moverse, susurró:
—Mi hijo, ¿ése es mi hijo? Quiero abrazarlo, Morgause.
Su tía iba a ponerle el envoltorio de pañales en los brazos, pero vaciló. Si Morgana llegaba a verlo, querría amamantarlo, y lo amaría. Pero si se lo entregaba a una nodriza sin que ella lo hubiera visto... Bueno, así no se encariñaría mucho y el niño sería, en verdad, hijo de quienes lo criaran. Era muy conveniente que el primogénito de Arturo, ese hijo que él no se atrevería a reconocer, fuera leal a Lot y a Morgause. Por la cara de Morgana se deslizaban débilmente las lágrimas.
—Dame a mi hijo, Morgause —imploró—. Deja que lo tenga en brazos. Quiero verlo.
Su tía decidió, implacable en su ternura:
—No. hija. No tienes fuerzas para sostenerlo y darle el pecho. —Buscó apresuradamente una mentira que la muchacha, ignorante de aquellas cosas, pudiera creer—. Además, si lo abrazas ahora no querrá mamar de su nodriza. Tengo que entregárselo ahora mismo. Te lo traeré cuando estés un poco más fuerte y él esté mamando bien.
Y aunque Morgana se echó a llorar y alargó los brazos, sollozando, salió de la habitación llevando a la criatura. «Éste será hijo adoptivo de Lot —pensó—. Y tendremos siempre un arma contra el gran rey. Ahora tengo que asegurarme de que Morgana, cuando esté repuesta, se interese poco por él y no tenga inconvenientes en dejarlo conmigo.»
2
Ginebra, hija del rey Leodegranz, estaba encaramada en el alto muro de la huerta, aferrada a las piedras con ambas manos para observar los caballos de la cuadra.
Detrás de ella olía agradablemente a hierbas aromáticas y medicinales, las que la esposa de su padre usaba para hacer remedios. La huerta era uno de sus lugares favoritos, quizás el único a cielo abierto que le gustaba. Por lo general, sólo se sentía segura bajo techo o en sitios cercados. Desde allí arriba se veía todo el valle, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ginebra volvió la mirada hacia la seguridad de la huerta, pues se le estaban entumeciendo nuevamente las manos y le faltaba el aliento. Allí estaba fuera de peligro; si empezaba a sentir nuevamente aquel pánico asfixiante, podía descolgarse por el muro hacia dentro para estar a salvo.
Alienor. la esposa de su padre, le había preguntado cierta vez, exasperada: «¿A salvo de qué, hija? Los sajones nunca llegan tan al oeste.» Ginebra no pudo explicárselo. Dicho así parecía sensato. ¿Cómo explicar a la práctica Alienor que lo que la asustaba era la inmensidad de todo aquel cielo y de las interminables extensiones de tierra?
No había nada que temer, asustarse era una tontería, pero saberlo no impedía que la respiración se le agitara, ni que el entumecimiento subiera desde el vientre a la garganta, ni que las manos sudorosas perdieran la sensibilidad. Todos se impacientaban con ella, de modo que había aprendido a no decir nada. Sólo en el convento la habían comprendido. Oh, el querido convento, donde se sentía tan cómoda como un ratón en su agujero, donde nunca tenía que salir, como no fuera al jardín amurallado... Le habría gustado quedarse allí, pero ya era una mujer y su madrastra la necesitaba, pues tenía hijos pequeños.
La idea de casarse también la asustaba. Pero entonces tendría su casa, donde sería el ama y haría lo que le pareciera, sin que nadie se atreviera a burlarse de ella.
Abajo, los caballos galopaban, pero Ginebra mantenía los ojos clavados en el esbelto caballero que se movía entre ellos, vestido de rojo, con rizos oscuros sombreando la frente bronceada. Era tan veloz como los caballos; «Lanza elfo», le llamaban los sajones. Alguien le había dicho que era de la sangre del pueblo de las hadas. Lanzarote del Lago, así se hacía llamar, y ella lo vio, aquel horrible día en que se perdió en el lago mágico, en compañía de aquella horrible hada.
Lanzarote acababa de atrapar al caballo deseado: algunos hombres le gritaron una advertencia y la misma Ginebra ahogó una exclamación aterrorizada: ni el mismo rey montaba aquel animal. Riendo, hizo un gesto desdeñoso y permitió que el domador se lo sujetara mientras él le ajustaba la silla.
—¿De qué sirve montar un palafrén que podría dominar cualquiera con una brida de paja trenzada? —dijo con voz alegre—. Quiero demostraros que con estas correas de cuero puedo controlar al más fiero de vuestros caballos, convirtiéndolo en corcel de batalla. Veamos...
Tiró de una hebilla que pendía bajo el animal y montó sin ayuda. El caballo se alzó de manos; Ginebra, boquiabierta, vio que Lanzarote se inclinaba hacia delante, obligándolo a descender y a avanzar pausadamente. El vigoroso animal se movió nervioso, caminando de lado: Lanzarote ordenó por señas a un soldado de infantería que le alcanzara una larga pica.
—Observad —gritó—. Supongamos que ese fardo de paja es un sajón que viene hacia mí con una de esas grandes espadas embotadas.
Lanzó el caballo al galope a través del cercado, y al llegar al fardo de paja, lo atravesó con la larga pica; luego, desenvainó la espada y, sofrenando al caballo en pleno galope, lo hizo girar. Incluso el rey dio un paso atrás al verlo arremeter como un rayo. Lanzarote detuvo al animal frente a él y bajó de la silla, haciéndole una reverencia.
—¡Señor! Os pido autorización para adiestrar caballos y hombres, a fin de que podáis conducirlos a la batalla cuando vuelvan los sajones. Hemos tenido victorias, pero llegará el día en que una gran batalla decidirá para siempre quiénes han de gobernar este suelo: si sajones o romanos. Estamos adiestrando todos los caballos que podemos conseguir, pero los vuestros son los mejores.
—No he jurado fidelidad a Arturo —dijo Leodegranz—. Uther era otra cosa: un militar probado y hombre de Ambrosio Arturo es casi un niño.
—¿Aún pensáis así después de tantas batallas como ha ganado? —se extrañó Lanzarote—. Ya hace más de un año que está en el trono y es vuestro gran rey, señor. Aunque no le hayáis jurado fidelidad, cada batalla que libra contra los sajones os protege a vos también. Caballos y hombres: es poco pedir.
El rey asintió.
—Éste no es buen lugar para analizar la estrategia de un reino, señor Lanzarote. Ya he visto lo que podéis hacer con el animal. Es vuestro, huésped.
El caballero le hizo una profunda reverencia de gratitud, pero Ginebra vio que le brillaban los ojos como a un niño encantado.
—Pasad a mi salón — invitó su padre—. Beberemos juntos y luego os haré una propuesta.
Ginebra bajó del muro para correr a las cocinas, donde la esposa de su padre supervisaba a las cocineras.
—Señora, mi padre va a entrar con Lanzarote, el emisario del gran rey; querrán comer y beber.
Alienor la miró perpleja.
—Gracias, Ginebra. Ve a acicalarte y sirve tú misma el vino. Estoy demasiado atareada.
Ginebra corrió a su cuarto, se puso su mejor vestido y prendió de su cuello un collar de cuentas de coral. Luego se soltó el pelo, encrespado por el trenzado, y se ajustó la pequeña diadema de oro. Bajó con paso grácil y ligero; sabía que el vestido azul le sentaba como ningún otro.
Fue en busca de una jofaina de bronce con agua caliente y pétalos de rosa y la llevó al salón. Cuando su padre entró con Lanzarote, se hizo cargo de las capas y, después de colgarlas, les ofreció el agua para lavarse las manos. Al ver la sonrisa del visitante comprendió que la había reconocido.
—¿No nos conocimos en la isla de los Sacerdotes, señora?
—¿Conocéis a mi hija, señor?
Lanzarote asintió con la cabeza, mientras Ginebra decía, con su voz más tímida (a su padre le disgustaba oírla hablar con descaro):
—Me enseñó el camino del convento cuando me perdí, padre.
Leodegranz le sonrió con comprensión.
—¡Pequeña cabeza de chorlito! Se pierde con sólo alejarse tres pasos de la puerta. Y bien, señor Lanzarote, ¿qué pensáis de mis caballos?
—Ya os lo he dicho: son mejores que cuantos podamos comprar o criar —respondió—. Tenemos algunos de los reinos moros de Hispania y los hemos cruzado con nuestros ponis de las tierras altas, pero necesitamos más. Vos los tenéis en buen número: podría enseñaros a adiestrarlos para la batalla...
—No —lo interrumpió el rey—. Ya soy viejo y no tengo deseos de aprender nuevos métodos de combate. Tengo hijas de mis tres matrimonios anteriores; cuando se case la mayor, será su esposo quien conduzca a mis hombres a la batalla. Que él los adiestre como le parezca. Decid a vuestro rey que venga para que discutamos el asunto.
Lanzarote contestó algo envarado:
—Soy primo y capitán de mi señor Arturo, pero no puedo decirle que vaya a lugar alguno.
—Rogadle, pues, que venga, pues este anciano no desea apartarse de su hogar —dijo el rey, con cierta ironía—. Si no lo hace por mí, tal vez lo haga por saber cómo dispondré de mis animales y de sus jinetes armados.
Lanzarote le hizo una reverencia, diciendo:
—Lo hará, sin duda.
—Es suficiente, pues; sírvenos un poco de vino, hija mía —ordenó el rey. Ginebra se acercó tímidamente para escanciar el vino en las tazas—. Ahora vete, muchacha, para que el invitado y yo podamos charlar.
Ginebra esperó en el jardín hasta que vio partir a Lanzarote; entonces salió al camino y lo aguardó con el corazón palpitante. ¿La creería demasiado audaz? Pero él sonrió al verla y, con esa sonrisa, se adueñó de su corazón.
—¿No tenéis miedo de ese caballo tan fiero?
Lanzarote negó con la cabeza.
—Creo, mi señora, que no ha nacido el caballo que yo no pueda montar.
Ella dijo, casi en un susurro:
—¿Es cierto que domináis a los animales con vuestra magia?
Él echó la cabeza atrás en una resonante carcajada.
—De ningún modo, señora. No hay magia. Me gustan los caballos, los comprendo y sé cómo funciona su mente. Eso es todo. ¿Tengo aspecto de hechicero?
—Pero... dicen que sois de la sangre del pueblo de las hadas —adujo ella.
La risa de Langarote se tornó grave.
—Es verdad, mi madre es de la antigua raza que gobernó esta tierra al principio. Es una mujer muy sabia, sacerdotisa de la isla de Avalón.
—Veo que no queréis hablar mal de vuestra madre —decidió Ginebra—. pero las hermanas de Ynis Witrin decían que las mujeres de Avalón eran brujas malvadas y adoratrices del diablo.
Él negó con la cabeza, todavía muy serio.
—No es así. No conozco bien a mi madre, porque me crié en otro lugar. Pero puedo deciros que no es mala. Puso en el trono a mi señor Arturo y le dio la espada con la que se enfrenta a los sajones. ¿Os parece que eso es malvado? En cuanto a su magia, sólo los ignorantes pueden decir que es hechicera.. Me parece bien que una mujer sea sabia.
Ginebra dejó caer la cabeza.
—Yo no soy sabia; soy muy estúpida. Cuando estaba con las hermanas sólo aprendí a leer el misal, pues con eso bastaba, y luego las cosas que aprendemos las mujeres: a cocinar, a preparar ungüentos y a curar heridas.
—Para mí todo eso es un misterio aún mayor que el adiestramiento de los caballos, que vos creéis arte de magia —comentó Lanzarote con su amplia sonrisa. Luego se inclinó desde el caballo para tocarle la mejilla—. Si Dios es bondadoso y los sajones esperan algunas lunas más, volveré a veros cuando regrese con el cortejo del gran rey. Rezad por mí, señora.
Y partió. Ginebra lo siguió con la mirada, palpitante el corazón, pero esta vez la sensación era casi placentera. Él regresaría, deseaba regresar. Y su padre quería casarla con alguien que supiera conducir jinetes a la batalla; ¿.quién mejor que el primo del gran rey y capitán de su caballería? ¿Estaría pensando en casarla con Lanzarote? Sintió que enrojecía de placer y felicidad. Por primera vez se sentía hermosa y audaz.
Pero dentro del salón, su padre dijo:
—Lanzarote es un hombre gallardo. Y sabe de caballos. Pero es demasiado apuesto para que puedan reconocérsele otras cualidades...
Ginebra dijo, sorprendida de su osadía:
—Si el gran rey lo ha nombrado capitán, ha de ser su mejor combatiente.
Leodegranz se encogió de hombros.
—Siendo primo del gran rey era difícil que lo dejaran sin un puesto en sus ejércitos. ¿Ha tratado de conquistar tu corazón... o —añadió, con un gesto intimidatorio— tu doncellez?
Ella sintió que enrojecía otra vez y se enfureció consigo misma.
—No. Es un hombre honorable y no me ha dicho nada que no pueda repetir en vuestra presencia, padre.
—Bueno, que no se te pasen ideas raras por esa cabeza de chorlito —refunfuñó Leodegranz—. Puedes aspirar a más que eso el mozo no es sino uno de los bastardos del rey Ban con sabe Dios quién. ¡Una damisela de Avalón!
—Su madre es la Dama de Avalón. suma sacerdotisa del pueblo antiguo... y él mismo es hijo de un rey.
—¡Ban de Benwick. que tiene seis o siete hijos varones ilegítimos! —aclaró su padre—. ¿Por qué casarte con un capitán del rey? Si todo marcha como lo he planeado, te casarás con el gran rey en persona.
Ginebra se echó atrás, musitando:
—¡Me daría miedo ser la gran reina!
—Todo te da miedo —apuntó el padre, brutal—. Por eso necesitas a un hombre que cuide de ti. Y mejor el rey que su capitán. —Viendo que a su hija le temblaban los labios añadió, otra vez cordial—: Bueno, bueno, no llores, niña. Confía en mí sé lo que te conviene. Para eso estoy aquí, para cuidarte y buscar un buen marido para mi hermosa cabeza de chorlito.
Si se hubiera enfurecido, Ginebra habría podido aferrarse a su rebeldía. «Pero ¿cómo puedo quejarme de tan buen padre que sólo piensa en mi bienestar?», pensó angustiosamente.
3
A principios de primavera, en el año siguiente a la coronación de Arturo, la señora Igraine, sentada en su claustro, bordaba un juego de manteles de altar. Siempre le había encantado ese tipo de labores y allí, en el convento, podía hacer buen uso de su habilidad. Sólo dos o tres de las hermanas sabían tejer la seda o hacer bordados finos; de ellas, Igraine era la más diestra.
Estaba algo preocupada. Aquella mañana, al sentarse con su bastidor, había creído oír una vez más el grito; le parecía que Morgana, en algún lugar, clamaba: «¡Madre!», y el grito era de tormento y desesperación. Pero el claustro estaba silencioso y desierto a su alrededor. Pasado un momento, Igraine se santiguó y continuó con su labor.
«Aun así...» Desechó resueltamente la tentación. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la videncia, pues era obra del demonio. No quería ningún trato con la hechicería: los dioses antiguos de Avalón debían de estar aliados con el Diablo para haber podido conservar su fuerza en un país cristiano. Y ella había entregado a su hija a esos Dioses.
A finales del verano anterior, Viviana le había enviado un mensaje que decía: «Si Morgana está contigo, dile que todo va bien.» Igraine, preocupada, respondió que no la veía desde la coronación de Arturo; en todo aquel tiempo la había creído sana y salva en Avalón. La madre superiora del convento se escandalizó al saber que se había recibido un mensaje de aquel impío lugar y prohibió todo intercambio.
Igraine quedó muy atribulada. Que Morgana hubiera abandonado la isla sin conocimiento ni permiso de la Dama era algo tan inaudito que le congelaba la sangre. ¿Dónde podía estar? ¿Habría huido con algún amante? ¿Estaría conviviendo ilegalmente, sin cumplir con los ritos de Avalón ni de la Iglesia? ¿.Habría ido a casa de Morgause? ¿O acaso estaba muerta?. Pero Igraine resistía con firmeza la tentación constante de utilizar la videncia.
Aun así, durante gran parte del invierno, fue como si Morgana caminara a su lado; no ya la pálida y sombría sacerdotisa que había visto durante la coronación, sino la niña de sus años solitarios en Cornualles, la pequeña solemne de los ojos oscuros, con su hermano en brazos. ¿Cuántas veces había descuidado a Morgana después de casarse con su amado Uther y darle un hijo varón? La niña no era feliz en la corte, y tampoco amaba a Uther. Y por ese motivo, tanto como por las súplicas de Viviana, había permitido que Morgana se educara en Avalón.
Sólo ahora se sentía culpable; ¿acaso se había apresurado al desprenderse de su hija, a fin de dedicarse por entero a Uther y a los hijos que tuviera de él? Contra su voluntad resonaba en su mente un viejo dicho de Avalón: «La Diosa no ofrece sus dones a quienes los rechazan.» Al separarse de sus hijos (uno de ellos, por su seguridad), ¿no habría sembrado ella misma la semilla de la pérdida? Tal vez la Diosa no estaba dispuesta a dar otro hijo a quien se había desprendido con tanta facilidad de la primogénita. Lo había discutido más de una vez con su confesor; éste le aseguraba que, en cuanto a Arturo, todo varón tiene que ser puesto bajo tutela tarde o temprano, pero que había hecho mal en permitir que Morgana fuera a Avalón. Si la niña era desdichada en la corte de Uther, habría tenido que estudiar en algún convento.
Al enterarse de que su hija no estaba en Avalón, Igraine pensó enviar un mensajero a la corte del rey Lot, para averiguar si estaba allí, pero aquel invierno fue terrible; cada día era una batalla contra el frío, los sabañones y la cruel humedad; incluso las hermanas pasaron hambre por compartir sus alimentos con mendigos y campesinos.
Morgana, sola y aterrorizada. ¿Morgana agonizando? ¿Dónde, Dios santo? Apretó entre los dedos la cruz que le pendía del cinturón, como a todas las hermanas del convento. «Madre Santa, guárdala, aunque sea una pecadora y una hechicera. Jesús, compadécete de ella, tal como te compadeciste de la mujer de Magdala, que era peor...»
Le consternó ver que había dejado caer una lágrima en la fina labor. Como temía manchar el bordado, se enjugó los ojos con el velo de hilo y apartó el bastidor, tratando de aclararse la vista. Ah, estaba envejeciendo. ¿O acaso eran las lágrimas las Que le empañaban la visión?
Aunque se inclinó resueltamente sobre el bordado, la cara de Morgana se presentó de nuevo ante ella: en su imaginación creyó oír el grito desesperado, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. Tal corno ella misma había clamado por su madre al nacer su hija. La asaltó el terror: Morgana, dando a luz Dios sabía dónde, en aquel invierno desesperante... En la coronación de Arturo, Morgause había hecho algún comentario sobre los ascos que le hacía a la comida, como las mujeres embarazadas. Contra su voluntad. Igraine se descubrió contando con los dedos. Sí, de ser así Morgana habría tenido a su hijo en pleno invierno... Y ahora, ya en plena templada primavera, creyó oír otra vez aquel grito. Deseaba acudir, pero ¿adonde, adonde?
Detrás de ella se oyó una pisada y una tos leve. Era una de las niñas que se educaban en el convento.
—Señora —dijo—, os esperan visitantes en el salón exterior. Uno de ellos es el arzobispo en persona.
Igraine apartó su bordado. No se había manchado, al fin y al cabo. «Las lágrimas que derraman las mujeres no dejan ninguna señal en el mundo», pensó con amargura.
—¿Para qué me busca nada menos que el arzobispo?
—No me lo dijo, señora, y creo que tampoco a la madre superiora —dijo la niña, bien dispuesta a chismorrear un rato.
—¿Y quiénes son los otros?
—No lo sé, señora, pero la madre superiora le quería prohibir la entrada a uno... —Abrió mucho los ojos—. ¡Dijo que era mago, hechicero y druida!
Igraine se levantó.
—Es Merlín de Britania, mi padre. Y no es hechicero, hija, sino un erudito que ha estudiado las artes de los sabios. Hasta los padres de la Iglesia dicen que los druidas son buenos y nobles.
La niña le hizo una pequeña reverencia, aceptando la corrección, mientras ella se cubría el rostro con el velo.
En el salón exterior no sólo esperaban Merlín y un hombre extraño y austero, con la sotana oscura que comenzaban a adoptar los eclesiásticos, sino un tercero al que apenas reconoció. Por un momento fue como ver el rostro de Uther.
—¡Gwydion! —exclamó, para corregirse de inmediato—: Arturo. Perdona el olvido.
Iba a arrodillarse ante el gran rey, pero él alargó una mano para impedírselo.
—Jamás te arrodilles en mi presencia, madre. Lo prohíbo.
Igraine se inclinó ante Merlín y el agrio arzobispo.
—Os presento a mi madre, la reina de Uther—dijo Arturo.
Y el prelado respondió, tensando los labios en algo que tenía que pasar por sonrisa:
—Pero ahora tiene un honor más alto que la realeza: ser esposa de Cristo.
«Esposa, difícilmente —pensó ella—: simplemente una viuda que ha buscado refugio en su casa.» Pero inclinó la cabeza sin decir nada. Arturo continuó:
—Señora, os presento a Patricio, arzobispo de la isla de los Sacerdotes, ahora llamada Glastonbury. a la que acaba de llegar.
—Sí, por voluntad de Dios —dijo el sacerdote—. Tras haber expulsado a todos los pecaminosos magos de Irlanda, he venido a liberar de ellos todas las tierras cristianas. En Glastonbury encontré a muchos curas corruptos, que toleran incluso el culto en común con los druidas. ¡Nuestro Señor, que murió por nosotros, habría derramado lágrimas de sangre!
Taliesin, el Merlín, dijo con voz suave:
—¿Pretendéis ser más riguroso que el mismo Cristo, hermano? Creo recordar que a él se lo criticó mucho por confraternizar con descastados, pecadores, cobradores de impuestos y hasta con mujeres como la Magdalena.
—Creo que demasiada gente presume de leer las divinas Escrituras y comete este tipo de errores —dijo Patricio, severo—. Confío en que aquellos que se ufanen de su sabiduría aprenderán de sus sacerdotes las interpretaciones correctas.
Merlín sonrió con gentileza.
—No puedo compartir vuestro deseo, hermano. Me he consagrado a la creencia de que es la voluntad de Dios que todos los hombres busquen la sabiduría por sí mismos, en vez de esperarla de otros.
—¡Bueno, bueno! —interrumpió Arturo sonriente—. No quiero controversias entre mis dos consejeros más queridos. La sabiduría del señor Merlín me es indispensable: él me puso en el trono.
—¡Señor! —adujo el arzobispo—. Fue Dios quien os puso allí.
—Con la ayuda de Merlín — insistió Arturo—. Y me comprometí a oír siempre sus consejos. ¿Querríais hacerme faltar a un juramento, padre Patricio? —Pronunciaba el nombre con el acento de las tierras norteñas en las que se había educado—. Ven a sentarte, madre. Tenemos que hablar.
—Antes permíteme mandar por vino para que os refresque de vuestro largo viaje.
—Gracias, madre. Y si es posible, envíales también a Cay y a Gawaine. que me han acompañado. Puedo componérmelas solo con uno o dos mozos de cuadra, pero insistieron.
—A tus compañeros se les servirá lo mejor —aseguró Igraine.
Llevaron el vino y ella lo escanció.
—¿Cómo estás, hijo mío?
Aparentaba diez años más que el mozo coronado el verano anterior. Se había ensanchado de hombros y había crecido medio palmo de estatura. Tenía una cicatriz, roja en la cara, ya limpiamente cerrada, por la gracia del Señor.
—Como ves. madre, he estado combatiendo, pero Dios me ha protegido —dijo—. Y ahora vengo con una misión pacífica. Pero ¿cómo están las cosas aquí?
Ella sonrió.
—Oh. aquí no sucede nada —dijo—. No obstante, recibí noticias de que Morgana había abandonado Avalón. ¿Está en tu corte?
Él negó con la cabeza.
—No, madre. Apenas tengo una corte que merezca ese nombre. Cay cuida de mi castillo, con dos o tres ancianos caballeros y sus familias. Morgana está en la corte de Lot, según he sabido por Gawaine. que fue para traer a su hermano Agravaín. Sólo la vio dos o tres veces, pero estaba bien y de buen ánimo. Toca la lira para Morgause y administra sus despensas. Creo que Agravaín estaba encantado con ella.
Por su cara pasó una expresión de dolor. Igraine, aunque extrañada, no hizo preguntas.
—Agradezco a Dios que esté a salvo y entre parientes. Estaba afligida por ella. —En presencia de los eclesiásticos no podía preguntar si Morgana había sido madre—. ¿Cuándo vino Agravaín al sur?
—A principios de otoño, ¿no fue así. señor Merlín?
—Creo que así fue.
En ese caso. Agravaín no podía saber nada.
—Bueno, madre, en realidad he venido por asuntos de mujeres. Al parecer, tengo que casarme. No tengo más heredero que Gawaine.
—Eso no me gusta —dijo Igraine—. Es lo que Lot espera desde hace muchos años. No confíes en su hijo.
Los ojos de Arturo centellearon de ira.
—Ni siquiera tú puedes hablar así de mi primo Gawaine, madre. Es un leal compañero y lo amo como al hermano que nunca tuve, tanto como a Lanzarote. Si deseara mi trono, le bastaría con distraerse un rato en su vigilancia; a estas horas yo ya estaría con el cuello roto y él sería gran rey. ¡Le confiaría mi vida y mi honor!
Esa vehemencia asombró a Igraine.
—Me alegra que cuentes con un seguidor tan leal y de confianza, hijo mío. —Y añadió en tono mordaz—: Ha de ser un verdadero pesar para Lot que sus hijos te amen tanto.
—No sé qué he hecho para que se me quiera tan bien, pero lo considero una bendición.
—Sí —dijo Taliesin—. Gawaine será fiel e incondicional hasta la muerte, Arturo, y más allá, si Dios así lo quiere.
El arzobispo intervino adustamente:
—El hombre no puede conocer la voluntad de Dios.
Taliesin no le prestó atención.
—Es de más confianza aún que Lanzarote, Arturo, aunque me duela decirlo.
El joven sonrió. Igraine, con una punzada en el corazón, se dijo que tenía todo el encanto de su padre; él también era capaz de inspirar gran lealtad en sus seguidores.
—Vamos, señor Merlín, también habré de reprenderos a vos si habláis así de mi queridísimo amigo —dijo Arturo—. También a Lanzarote le confiaría mi vida y mi honor.
El anciano suspiró:
—Oh, sí, podéis confiarle la vida. No estoy seguro de que no se quiebre en la prueba final, pero os ama y guardará vuestra vida más que a la propia.
Patricio comentó:
—Gawaine es buen cristiano, por cierto, pero de Lanzarote no estoy tan seguro. Llegará el momento en que todas estas gentes, que se dicen cristianos sin serlo, sean descubiertos como los adoradores del demonio que en verdad son. En Tara me enfrenté a ellos cuando encendí los fuegos pascuales en una de sus impías colinas, sin que los druidas del rey pudieran oponérseme. No obstante, incluso en la bendita Glastonbury, que pisó el santo José de Arimatea, veo a los curas adorando un pozo. ¡Esto es paganismo! Lo voy a cegar, aunque tenga que apelar al mismo obispo de Roma.
—Padre Patricio —objetó Taliesin con suavidad—, mal servicio haríais al pueblo de esta tierra si cegarais el pozo sagrado, que es un don de Dios. Si las gentes sencillas adoran a Dios en las aguas que fluyen de su generosidad, ¿qué tiene eso de malo?.
—Dios no puede ser adorado en símbolos hechos por el hombre...
—En eso estamos completamente de acuerdo, hermano mío: es lo que afirma la sabiduría druídica. Sin embargo, vosotros construís iglesias y las cubrís de oro y plata. ¿Dónde está el mal en beber de los manantiales creados por Dios y bendecidos con poderes curativos y profetices?
Arturo interrumpió antes de que Patricio pudiera responder.
—¡Buenos padres! ¡No hemos venido aquí para discutir de teología!
—Cierto —aseveró Igraine con alivio—. Estábamos hablando de Gawaine. Y de tu casamiento.
—Si los hijos de Lot me aman y el padre desea que alguno de su familia sea su heredero, es una lástima que Morgause no tenga una hija. Así un nieto de Lot sería mi heredero.
—Sería conveniente —dijo Taliesin—, pues los dos lleváis la sangre real de Avalón.
Patricio frunció el entrecejo.
—¿No es Morgause hermana de vuestra madre, mi señor Arturo? Casaros con una hija suya no sería mucho mejor que yacer con vuestra hermana.
El joven pareció atribulado. Igraine concordó:
—Aunque Morgause tuviera una hija, no se puede pensar en eso.
Arturo dijo quejumbroso.
—Me resultaría fácil encariñarme con una hermana de Gawaine. No me atrae mucho la idea de casarme con una desconocida. ¡Y supongo que a ella tampoco!
—A todas nos pasa —aseguró Igraine, sorprendida de oírse decirlo—. Pero los casamientos tienen que ser acordados por quienes tienen más sabiduría que una doncella.
Él suspiró.
—El rey Leodegranz me ha ofrecido a su hija, con una dote de cien hombres bien armados y montados en los excelentes caballos que cría, para que Lanzarote pueda adiestrarlos. Con cuatrocientos soldados de caballería, madre, podría hacer que los sajones volvieran a sus costas aullando como perros.
Ella rió.
—No parece buen motivo para casarse, hijo mío. Se pueden comprar caballos y contratar soldados.
—Pero Leodegranz no quiere vender —dijo Arturo—. Creo que quiere emparentar con el gran rey. No es el único, pero ha ofrecido mejor dote que ningún otro. Lo que deseo pediros, madre... No me gusta la idea de enviar a cualquier mensajero para informar al rey de mi aquiescencia y que me envíe a su hija corno a una mercancía. ¿Querrías ir a darle mi respuesta y acompañar a la muchacha a mi corte?
Ella iba a asentir, pero recordó que había hecho votos.
—¿No puedes enviar a uno de tus hombres de confianza?
—Gawaine es mujeriego; no me gustaría verlo cerca de mi prometida —dijo Arturo riendo—. Que sea Lanzarote.
Merlín aconsejó sombrío:
—Creo que tendríais que ir vos, Igraine.
—¡Vaya, abuelo! —exclamó el rey—. ¿Teméis acaso que mi novia se enamore de los encantos de Lanzarote?
Taliesin suspiró. Igraine intervino rápidamente:
—Iré, si la abadesa me lo permite.
La madre superiora no podía negarle la autorización para asistir a la boda de su hijo. Y ella acababa de comprender que, tras haber sido reina por muchos años, no era fácil quedarse cruzada de brazos tras los muros, esperando noticias de los grandes acontecimientos que se producían en el país. Bien podía ser ésa la suerte de todas las mujeres, pero ella la evitaría mientras pudiera.
4
Ginebra, sintiendo la familiar náusea en la boca del estómago, se preguntó si tendría que correr a la letrina aun antes de haberse puesto en marcha. ¿Qué haría si le atacaba la necesidad una vez que estuviera en camino? Miró a Igraine, alta y compuesta, como la madre superiora de su antiguo convento. Un año atrás, en aquella primera visita para concertar el casamiento, le había parecido amable y maternal. Ahora que llegaba para escoltarla a su boda, la encontraba severa y exigente. ¿Cómo podía mantener esa calma? Con voz débil, mirando subrepticiamente los caballos y la litera, preguntó:
—¿No tenéis miedo? Está tan lejos...
—¿Miedo? No, por supuesto —dijo Igraine—. Conozco bien Caerleon y no es probable que los sajones quieran guerrear en esta época del año. Viajar en invierno es molesto, pero mejor que caer en manos de los bárbaros.
Ginebra apretó los puños, dominada por el horror y la vergüenza, con la mirada fija en sus feos y resistentes zapatos de viaje. Igraine le cogió la mano.
—No recordaba que no habéis salido nunca de vuestra casa, salvo para ir al convento. Estuvisteis en Glastonbury, ¿verdad?
Ginebra asintió.
—Ojalá fuera ahora hacia allí.
Por un momento sintió la mirada penetrante de Igraine clavada en ella y se acobardó; si se percataba de que la boda con su hijo la hacía desdichada, tal vez llegara a cogerle antipatía. Pero Igraine se limitó a decir, estrechándole la mano con firmeza.
—Yo no era feliz cuando viajé para casarme con el duque de Cornualles; no fui feliz hasta que tuve a mi hija en mis brazos. Pero apenas había cumplido los quince años, mientras que vos tenéis casi dieciocho, ¿verdad?
Aferrada a su mano, Ginebra sentía menos pánico; a pesar de ello, al cruzar la puerta le pareció que el cielo era una vasta amenaza, encapotado por nubes de lluvia. El camino era un mar de barro pisoteado por los caballos; había allí más hombres de los que había visto en su vida, todos llamándose a aritos, entre el relincho de los animales y la confusión general. Pero la señora le retuvo la mano y ella la siguió, acobardada.
—Os agradezco que vinierais a acompañarme, señora.
Igraine sonrió.
—Soy demasiado mundana; aprovecho cualquier oportunidad para abandonar los muros del convento. —Dio un paso largo para esquivar un montón de estiércol humeante—. Cuidad donde pisáis, hija. Mirad, vuestro padre ha reservado para nosotras estos dos bonitos ponis. ¿Os gusta montar?
La joven negó con la cabeza susurrando:
—Preferiría poder viajar en litera.
—Desde luego, si así lo deseáis. —Igraine la miró con extrañeza—. Pero creo que os cansaréis mucho. Mi hermana Viviana solía usar pantalones de hombre para viajar. Tendría que haberos conseguido un par.
Ginebra enrojeció y objetó, trémula:
—Las Sagradas Escrituras prohíben que la mujer use ropa de hombre.
Su acompañante rió por lo bajo.
—El Apóstol no conocía el clima del norte, porque vivía en un lugar caluroso. Creo que lo que quería decir es que las mujeres no tienen que usar los atuendos de algunos hombres en particular. Y no hay mujer más pudorosa que mi hermana Viviana; es sacerdotisa de Avalón.
Ginebra dilató las pupilas.
—¿Es bruja, señora?
—No, no; es una mujer sabia, conocedora de hierbas y medicinas, y dotada del poder de la videncia, pero ha jurado no herir jamás a hombres ni a bestias. Ni siquiera come carne. Vive con la austeridad de una abadesa. Mirad —señaló—: allí está Lanzarote, el principal entre los compañeros de Arturo. Ha venido a escoltarnos y a conducir a los jinetes.
La muchacha sonrió ruborizada.
—Conozco a Lanzarote; vino a demostrar a mi padre lo que era capaz de hacer con los caballos.
—Sí, monta como uno de esos centauros que describían los antiguos.
Lanzarote se apeó de su montura, con las mejillas tan rojas de frío como su capa de romano y el cuello de ésta levantado en torno de la cara. Hizo una reverencia a las mujeres.
—Señora —dijo a Igraine—, ¿estáis listas?
—Creo que sí. El equipaje de la princesa ya está en esa carreta. —Ella volvió la mirada hacia la gran carreta cargada a rebosar y cubierta de pieles: una cama y sus accesorios, una gran cómoda tallada, dos telares de distinto tamaño, ollas y pucheros.
—Sí, y espero que no se atasque en el barro —comentó Lanzarote observando la yunta de bueyes que tiraba de ella—. No es esa carreta la que me preocupa, sino la otra: el regalo de bodas que el rey envía a Arturo. —Señaló sin entusiasmo una segunda carreta, mucho mayor—. Creo que. si se quiere una mesa para la casa del rey, es mejor hacerla construir en Caerleon. Mi señora tiene derecho a sus muebles de novia —añadió con una rápida sonrisa que encendió las mejillas de Ginebra—. pero ¿una mesa? Como si mi señor Arturo no tuviera suficientes.
—Ah, pero ésa es uno de los tesoros de mi padre —dijo ella—. Perteneció a uno de los reyes de Tara; mi abuelo combatió contra él y se llevó su mejor mesa como botín de guerra. Es redonda, ¿sabéis? De ese modo el bardo puede sentarse en el centro para cantar y los criados caminar alrededor para escanciar el vino o la cerveza. Y al recibir a otros reyes ninguno se sentaba más cerca de la cabecera que los demás. Por eso mi padre la consideró adecuada para un gran rey, que tampoco tiene que tener preferencias entre sus nobles compañeros.
—Es, en verdad, un regio presente —aseguró Lanzarote cortésmente—, pero harán falta tres yuntas de bueyes para transportarla, señora, y sólo Dios sabe cuántos carpinteros para armarla otra vez. —Levantó la cabeza para escuchar; luego respondió a gritos—: ¡Iré en un momento, hombre! ¡No puedo estar en todas partes al mismo tiempo! —Luego hizo una reverencia a las señoras—. Tengo que poner este ejército en marcha. ¿Puedo ayudaros a montar?
—Creo que Ginebra prefiere viajar en la litera —dijo Igraine.
—Vaya, será como si el sol se ocultara detrás de una nube —sonrió el caballero—; pero haced vuestra voluntad, señora. Espero que otro día nos iluminéis.
Ginebra se sintió placenteramente azorada, como le sucedía ante cada una de esas frases bonitas. Nunca sabía si hablaba en serio o si estaba bromeando. Al ver que se alejaba volvió a sentir miedo. Grandes caballos a su alrededor, multitud de hombres yendo de aquí para allí: aquello parecía un auténtico ejército v ella, sólo un fardo sin importancia, casi botín de guerra. En silencio permitió que Igraine la ayudara a subir a la litera, en la que había muchos almohadones y una manta de pieles, y se acurrucó en un rincón.
—¿Dejo abiertas las cortinas, para que entre aire y luz? __preguntó Igraine, instalándose cómodamente en los cojines.
—¡No! —exclamó la muchacha, con voz sofocada—. Me... me siento mejor si están corridas.
La señora se encogió de hombros y cerró las cortinas. Por una rendija observó la partida de los jinetes y la maniobra de las carretas para ponerse en línea. Una dote principesca, en verdad: jinetes armados con todo el equipo para sumarse a los ejércitos de Arturo, casi como las legiones romanas que había oído describir.
La novia había apoyado la cabeza en los almohadones; estaba muy pálida y tenía los ojos cerrados.
—¿Os encontráis mal? —preguntó Igraine.
Ella negó con la cabeza.
—Pero todo es... tan grande... Tengo... tengo miedo —susurró.
—¿Miedo? ¡Pero mi querida niña...! —Igraine se interrumpió y acabó por decir—: Bueno, pronto os encontraréis mejor.
Ginebra escondió la cabeza entre los brazos cruzados: apenas se dio cuenta de que la litera empezaba a moverse, pues se había hundido voluntariamente en una somnolencia que le permitiría tener el pánico a raya. El nudo de terror en el vientre se apretaba más y más. Era sólo una novia con todas sus pertenencias, propiedad de un gran rey que no se había molestado siquiera en ir a ver qué clase de mujer le enviaban junto con los caballos y el equipo. Una yegua más, una yegua de cría para el gran rey, al que con suerte daría un heredero varón.
Ginebra temió que la sofocara aquella ira. Pero no tenía que enfadarse, no era decoroso, la madre superiora le había dicho que la misión de la mujer era casarse y tener hijos. Habría querido quedarse en el convento, hacerse monja, aprender a leer y a dibujar bonitas letras con la pluma y el pincel, pero eso no era adecuado para una princesa; tenía que obedecer en todo la voluntad de su padre, como si fuera la de Dios. Aquél era su castigo por ser como Eva: pecadora, llena de ira y rebeldía. Susurrando una plegaria, regresó voluntariamente a la semiinconsciencia.
Igraine, resignada a viajar tras esas cortinas cerradas, se preguntaba qué problema podía tener la muchacha. No había dicho una palabra contra la boda (claro que ella tampoco se rebeló contra su enlace con Gorlois). Pero ¿por qué se acurrucaba detrás de las cortinas en vez de ir con la cabeza erguida al encuentro de su nueva vida? ¿Qué la asustaba? No se casaba con un anciano que la triplicara en edad: Arturo era joven y estaba dispuesto a honrarla y respetarla.
Aquella noche durmieron en una tienda levantada en sitio seco, oyendo el viento y la lluvia. Igraine se despertó en mitad de la noche por los gimoteos de Ginebra.
—¿Qué pasa, hija? ¿Os encontráis mal?
—No... ¿Creéis que gustaré a Arturo, señora?
—No hay motivos para dudarlo —observó Igraine amable—. Bien sabéis que sois hermosa.
—¿Sí? —Su voz suave sonaba a ingenuidad, no a una coqueta búsqueda de cumplidos—. La señora Alienor dice que tengo la nariz demasiado grande y más pecas que una vaquera.
—La señora Alienor... —Igraine se contuvo, recordando que tenía que ser caritativa; aquella mujer no era mucho mayor que Ginebra, y había tenido cuatro hijas en seis años—. Creo que es algo corta de vista. Sois encantadora, de verdad. Nunca he visto cabello tan bello como el vuestro.
—No creo que a Arturo le interese la belleza —comentó la muchacha—. Ni siquiera averiguó si yo era bizca, coja o si tenía el labio leporino.
—A las mujeres se nos desposa por la dote, Ginebra —explicó delicadamente Igraine—; pero el gran rey también se casa con quien le aconsejan sus asesores. ¿Creéis acaso que él no pasa las noches desvelado, preguntándose qué le ha deparado la suerte? ¿Creéis que no sentirá gratitud y gozo cuando vea que le aportáis también belleza, buen carácter e instrucción? Es joven y no tiene mucha experiencia con mujeres. Y no dudo que Lanzarote le haya contado lo bella y virtuosa que sois.
Ginebra dejó escapar el aliento.
—Lanzarote es primo de Arturo, ¿verdad?
—Sí. Es hijo de Ban de Benwick y de mi hermana, la suma sacerdotisa de Avalón. Nació del Gran matrimonio. ¿Sabéis lo que es? En la baja Britania, algunos pueblos exigen los antiguos ritos paganos. El mismo Uther fue coronado así, aunque no le pidieron que se desposara con la Tierra; esa responsabilidad la asumió Merlín.
Ginebra comentó:
—No sabía que aún se practicaran esos ritos. Y a Arturo... ¿también lo coronaron así?
—No me lo ha dicho. Tal vez las cosas ya han cambiado y Merlín sea sólo su principal consejero.
—¿Conocéis al Merlín, señora?
—Es mi padre.
—¿De verdad? —La muchacha la miró fijamente en la oscuridad—. ¿Es verdad que Uther Pendragón se os presentó bajo la apariencia de Gorlois, por las artes mágicas de Merlín, para induciros a yacer con él confundiéndolo con vuestro esposo?
Igraine parpadeó; le había llegado el rumor de que el primogénito de Uther había nacido con indecorosa celeridad, pero no conocía aquella historia.
—¿Eso se dice?
—Así lo cuentan algunos bardos.
—Pero no es cierto —dijo la señora—. Llegó con la capa y el anillo que había arrebatado en combate a Gorlois, quien era traidor a su gran rey, pero yo sabía perfectamente que se trataba de Uther.
Se le anudó la garganta; aún le parecía que su amado estaba con vida, ausente en alguna campaña.
—¿Amabais a Uther? ¿No fue obra de la magia de Merlín?
—No —aseguró Igraine—. Lo amaba mucho. Os deseo la misma suerte: que vos y mi hijo lleguéis a amaros así.
—Eso espero yo también.
Ginebra volvió a aterrarle la mano. Sus dedos eran pequeños y blandos, fáciles de quebrar; no era una mano apta para atender recién nacidos u hombres heridos, sino para finos bordados y para la oración. Leodegranz habría hecho bien en dejar a esa niña en su convento y Arturo, en buscar otra novia. Sin embargo, ella no era mejor al unirse a Gorlois; tal vez la muchacha se fortaleciera con los años.
Con los primeros rayos del sol, el campamento se puso en movimiento. Ginebra estaba pálida y débil; al tratar de levantarse le sobrevino una arcada. Por un momento, a Igraine le asaltó una sospecha nada caritativa, pero la descartó de inmediato: aquella muchacha enclaustrada y tímida estaba enferma de miedo, nada más.
—Os dije que la litera cerrada os descompondría —dijo enérgicamente—. Tenéis que montar a caballo y tomar aire fresco; de lo contrario llegaréis a la boda con las mejillas pálidas. «Y si tengo que viajar un día más entre cortinas voy a enloquecer», añadió para sí—. Si montáis. Langarote viajará a vuestro lado para charlar con vos y animaros.
Ginebra se trenzó el cabello, se arregló el velo y llegó a beber algo de cerveza de cebada; luego se guardó un trozo de pan en el bolsillo, diciendo que lo comería más tarde.
Lanzarote estaba en pie desde el alba. Cuando Igraine le sugirió que acompañara a la joven se le encendieron los ojos.
—Será un placer, señora.
Ella los siguió, feliz de estar en soledad con sus pensamientos. ¡Qué hermosos eran los dos! Lanzarote, tan moreno y vital; Ginebra, blanca y dorada. Arturo también era rubio; los hijos serían deslumbrantes. Descubrió, con cierta sorpresa, que estaba deseosa de ser abuela. Sería agradable tener niños para mimar sin tener que preocuparse por ellos. Mientras soñaba despierta, observó que la muchacha montaba bien erguida; había recuperado el color y estaba sonriendo. Le había hecho bien tomar aire.
Y entonces Igraine vio cómo se miraban.
«¡Dios santo! Así me miraba Uther cuando yo era la esposa de Gorlois: como si estuviera famélico y yo fuera un bocado fuera de su alcance. ¿Qué puede resultar de esto si se aman? Lanzarote es honorable y ella parece virtuosa. ¿Cómo puede terminar esto sino en angustias?» Luego se reprochó esas sospechas; los jóvenes cabalgaban a una distancia decente y no se tocaban siquiera las manos. Si sonreían era porque ella iba a su boda y él a entregar jinetes a su rey, primo y amigo. «Soy una vieja malpensada.»
Sin embargo, su preocupación no pasó. Que el gran rey se casara con una doncella cuyo corazón pertenecía a otro era una verdadera tragedia. Pero la dote estaba pagada, la novia había abandonado la casa paterna y los súbditos se estaban reuniendo para presenciar la boda. No había modo de impedir el casamiento sin guerra y ruina.
Llegaron a Caerleon poco después del anochecer. El castillo se elevaba en una colina, sobre un antiguo fuerte romano del que aún quedaba parte de la mampostería. Por un momento, al ver las laderas cubiertas de tiendas y gente, Igraine se preguntó si el lugar estaba sitiado; luego comprendió que todos habían acudido para presenciar la boda del gran rey. Al ver a la muchedumbre Ginebra volvió a palidecer, aterrorizada. Lanzarote estaba tratando de dar alguna dignidad a aquella larga columna.
—Es una pena que os dejéis ver tan fatigada por el viaje —reconoció Igraine—, pero allí viene Arturo, que nos sale al encuentro.
La muchacha estaba tan cansada que apenas levantó la cabeza. Arturo, con su larga túnica azul y la espada al cinto, en su preciosa vaina carmesí, se detuvo un momento para hablar con Lanzarote, a la vanguardia de la columna. Luego se acercó a ellas e hizo una reverencia a su madre.
—¿Has tenido un buen viaje, señora?
Pero Igraine notó que dilataba las pupilas al ver la belleza de Ginebra. Y casi pudo leer los pensamientos de la muchacha: «Sí, soy bella. Lanzarote me considera bella. ¿Complaceré a mi señor Arturo?»
Él le ofreció una mano para ayudarla a desmontar, y viendo que se tambaleaba un poco le alargó los brazos.
—Señora y esposa mía, os doy la bienvenida a mi casa, vuestro hogar. Dios quiera que seáis feliz aquí y que este día sea tan jubiloso para vos como para mí.
Ginebra sintió el carmesí en las mejillas. Sí, Arturo era apuesto, con aquel pelo rubio y los ojos grises, graves y serenos. ¡Qué diferente del alegre y animado Lanzarote! ¡Y qué distinta era su manera de mirarla! Lanzarote la contemplaba como si fuera una estatua de la Virgen; Arturo, en cambio, la estaba observando sobriamente, como a una desconocida de la que aún no se sabe si es amiga o enemiga.
—Os doy las gracias, esposo y señor mío. Como veis, os he traído los hombres y los caballos de mi dote.
—¿Cuántos caballos? —preguntó él de inmediato.
Ginebra quedó confundida. ¿Qué sabía ella de sus preciosos caballos? ¿Era preciso dejar tan en claro que no era ella lo que le interesaba, sino su dote? Irguiéndose en toda su estatura (era alta para ser mujer), respondió con dignidad:
—No lo sé, mi señor Arturo; no los he contado. Tendréis que preguntárselo a vuestro capitán de caballería. Sin duda, el señor Lanzarote podrá deciros la cifra, hasta la última yegua y el último potrillo.
«Oh, bien por la muchacha», pensó Igraine, viendo que Arturo palidecía ante la réplica. Él sonrió con melancolía.
—Perdonad, mi señora. Nadie pretende que os ocupéis de estas cosas. Pero pensaba también en los hombres que os acompañan; me parece adecuado darles la bienvenida como nuevos súbditos, así como la doy a su señora.
Por un momento dejó entrever sus pocos años. Paseando la vista por aquella multitud de hombres, caballos, carretas, bueyes y carreteros, alargó las manos en un gesto de impotencia.
—En medio de este barullo sería difícil que me oyeran. Permitidme conduciros hasta las puertas del castillo. —La cogió de la mano para guiarla por el camino, buscando los sitios más secos—. Temo que esta construcción es vieja y lúgubre. Era la fortaleza de mi padre, pero yo no la he habitado desde que tengo memoria. Cuando los sajones nos dejen en paz por un tiempo, tal vez podamos hallar un sitio más adecuado para vivir, pero por el momento es menester conformarse con esto.
Al cruzar las puertas, Ginebra tocó la muralla. Era de gruesa y firme piedra romana; parecía estar allí desde el comienzo del mundo. Allí no había peligro. Deslizó por el muro un dedo casi amoroso.
—A mí me parece bella. No dudo que aquí estaré segura..., es decir, aquí seré feliz.
—Eso espero, señora... Ginebra —Era la primera vez que la llamaba por su nombre y lo pronunciaba con un acento raro. De pronto se preguntó dónde se habría criado—. Soy muy joven para estar a cargo de todo esto, hombres y reinos. Me alegra contar con alguien que me ayude.
Le tembló la voz como si tuviera miedo. Sin embargo, ¿qué podía temer un hombre?
—Mi tío político, Lot de Orkney, dice que su esposa gobierna tan bien como él en su ausencia. Estoy dispuesto a haceros el mismo honor, señora: permitir que gobernéis a mi lado.
El pánico volvió a contraer el estómago de la muchacha. ¿Cómo podía esperar algo así de ella? ¿Qué importaba lo que hicieran esos bárbaros del norte?
—Jamás me atrevería a pretender tanto, rey y señor mío —dijo con voz débil y trémula.
Igraine intervino con firmeza.
—Arturo, hijo mío, ¿en qué estás pensando? La niña ha cabalgado durante dos días enteros y está exhausta. Con el lodo del camino todavía en los zapatos no se puede planear la estrategia de los reinos. Te lo ruego: llévanos al encuentro de tus chambelanes, que ya habrá tiempo para que te familiarices con tu prometida.
Ginebra notó que la piel de Arturo era aún más clara que la suya; por segunda vez lo vio enrojecer como un niño regañado.
—Perdona, madre. Y vos, mi señora.
Con el brazo en alto, llamó a un joven moreno y delgado, que tenía una cicatriz en la cara y cojeaba perceptiblemente.
—Cay, mi chambelán y hermano de leche —dijo—. Cay. te presento a Ginebra, mi reina y señora.
El mozo le hizo una sonriente reverencia.
—A vuestro servicio.
—Como ves —continuó Arturo—, mi señora ha traído sus muebles y pertenencias. Bienvenida a vuestra casa, señora. Cay hará poner vuestras cosas donde se lo ordenéis. Y ahora permitid que me retire, pues tengo que ocuparme de los hombres, los caballos y el equipo.
Se inclinó profundamente otra vez. Se lo notaba aliviado, y Ginebra se preguntó si estaría decepcionado con ella o si, de la boda, sólo le interesaba la dote de jinetes. Ya lo esperaba, pero aun así le habría gustado recibir una acogida más personal. Cayó en la cuenta de que el joven de la cicatriz aguardaba sus órdenes, educado y respetuoso. No le inspiraba miedo.
Tocó otra vez las fuertes murallas, como para reconfortarse y afirmar la voz. Cuando habló, su tono fue el de una reina.
—En la carreta mayor, señor Cay, encontraréis una mesa irlandesa. Es el presente de bodas que mi padre envía a mi señor Arturo, un botín de guerra muy antiguo y valioso. Encargaos de que la armen en el salón grande. Pero antes haced preparar una habitación para mi señora Igraine y asignadle a alguien para que la atienda.
En el fondo estaba sorprendida; había hablado como corresponde a una reina. Y Cay no parecía renuente en absoluto a aceptarla como tal, pues se inclinó en una profunda reverencia, diciendo:
—Se hará de inmediato, reina y señora mía.
5
Durante toda la noche los grupos de viajeros se fueron reuniendo ante el castillo; con la primera luz, del día, Ginebra vio que toda la ladera estaba cubierta de caballos, tiendas y multitud de hombres y mujeres.
—Parece una fiesta —dijo a Igraine, con quien había compartido la cama.
La otra sonrió.
—Cuando el gran rey toma esposa, hija, esta isla está de fiesta. Mirad: aquellos hombres son los acompañantes de Lot de Orkney.
Aunque no lo dijo en voz alta, pensó: «Tal vez Morgana esté con ellos.» Qué extraño resultaba que, durante todos sus años fértiles, la mujer aprendiera a pensar ante todo en sus hijos varones. En cuanto a las hijas, una sólo pensaba que crecerían para pasar a otras manos; se las criaba para otra familia. En cambio, ella tenía con Morgana un vínculo del alma que jamás se quebraría, tal como había descubierto durante la coronación de Arturo.
—¡Cuánta gente! —musitó Ginebra—. No sospechaba que hubiera tanta gente en Britania.
—Y vos seréis su gran reina. Es aterrador, lo sé —reconoció Igraine—. Lo mismo sentí yo al casarme con Uther.
Por un momento le pareció que Arturo había errado en la elección de esposa. Ginebra era bella, sí; tenía buen carácter y educación; pero una reina tenía que ocupar su sitio a la vanguardia de la corte, y ésta parecía demasiado tímida.
Dicho en términos más sencillos, la reina era la Señora del rey. Desde el comienzo de la civilización, la misión de los hombres había sido conseguir alimentos y proteger de invasores el hogar que albergaba a las embarazadas, los niños y los ancianos, mientras que la misión de las mujeres era hacer de ese hogar un sitio seguro para ellos. Así como el rey se unía a la suma sacerdotisa en las bodas simbólicas con la tierra, como señal de que aportaría fuerza a su país, así la reina, en una unión similar con el rey. creaba un símbolo de la fuerza central existente tras todos los ejércitos y todas las guerras: el hogar.
Igraine negó con la cabeza, impaciente. Toda la cuestión de símbolos y verdades interiores estaba bien para una sacerdotisa de Avalón, pero ella había reinado sin pensar en aquellas cosas. Ginebra tendría tiempo para reflexionar sobre todo aquello cuando fuera anciana y ya no lo necesitara.
—Venid, niña. El día de vuestra boda es conveniente que os vista la madre de vuestro esposo, ya que no tenéis aquí a la vuestra.
La joven parecía un ángel; su cabellera de oro casi opacaba el brillo de la guirnalda dorada que le puso. El vestido era de sutil tejido blanco, como una telaraña, más caro que el oro, llevado de un país remoto. Quedaba tela suficiente para que Arturo se hiciera una túnica de gala; ese era el regalo de bodas que Ginebra le llevaba.
Lanzarote llegó para acompañarlas a la misa que precedería la ceremonia. Luego podrían dedicar el resto del día a comer y festejar. Él también estaba resplandeciente con su capa carmesí, pero llevaba ropa de montar.
—¿Nos abandonáis, Lanzarote?
—No—dijo él, sobriamente—. Soy uno de los jinetes que participará en la exhibición de la tarde. Arturo considera que es hora de dar a conocer a los súbditos sus planes para la caballería.
Y una vez más, Igraine vio la expresión transfigurada de sus ojos al fijarse en Ginebra y la sonrisa luminosa con que la muchacha lo contemplaba. No necesitaban de palabras. Volvió a tener el presentimiento de que nada bueno surgiría de aquello: tan sólo angustia.
Mientras avanzaban por los pasillos se les fueron uniendo criados y nobles, todos los que iban a misa. En la escalinata de la capilla se encontraron con dos jóvenes que llevaban, corno Lanzarote, largas plumas negras en la gorra. ¿Sería el distintivo de los compañeros de Arturo?
—¿Dónde está Cay, hermano? —preguntó Lanzarote—. ¿No tendría que estar aquí para acompañar a mi señora a la iglesia?
Uno de los recién llegados, un hombre corpulento y recio a quien Ginebra encontró cierto parecido con Lanzarote, dijo:
—Cay y Gawaine están vistiendo a Arturo para la boda. El me envió para reemplazarle por ser pariente de la señora Igraine. —Y se inclinó ante ella—. ¿Es posible que no me reconozcáis, señora? Soy Balan, hijo de la Dama del Lago. Os presento a Balin. mi hermano de leche.
Ginebra los saludó cortésmente con la cabeza, pensando «¿Es posible que este Balan, tan grande y rudo, sea hermano de Lanzarote? Es como si un toro se dijera hermano de un finísimo potro del sur.» Balin, en cambio, era bajo y rubicundo, de pelo y barba tan amarillos como los de un sajón.
—Creo que tú también tendrías que estar con él, Lanzarote —añadió Balan riendo—. Arturo está enfermo de nervios, como cualquier novio. Aunque en el campo de batalla pelee como el mismo Pendragón, hoy demuestra que todavía es un niño.
«Pobre Arturo —pensó Ginebra—; esta boda es más penosa para él que para mí; yo no tengo más que obedecer la voluntad de mi padre.»
—Mi señor Lanzarote —dijo delicadamente—, ¿no preferiríais acompañar a mi señor Arturo?
Sus ojos le respondieron claramente que no deseaba separarse de ella. En aquellos dos días había aprendido a leer esos mensajes mudos. Nunca habían intercambiado una palabra que no pudieran gritar en presencia de Igraine, Merlín y todos los obispos reunidos. Pero por primera vez lo veía indeciso entre deseos opuestos.
—Lo último que deseo es apartarme de vos, señora, pero Arturo es mi primo y amigo.
—Dios no permita que me interponga entre vosotros —exclamó Ginebra dándole la mano a besar—. Id junto a mi rey y señor, y decidle... —Vaciló, asombrada de su audacia; ¿sería decoroso decirlo? Pero dentro de una hora sería la esposa de Arturo, bien podía expresar interés por él—. Decidle que le devuelvo de buen grado a su leal capitán y que lo aguardo con amor y obediencia, señor.
Lanzarote sonrió. El gesto pareció estirar dentro de ella una cuerda que le tensó igualmente la boca. ¿Cómo podía sentirse tan unida a él? Toda su vida parecía haberse concentrado en los dedos tocados por aquellos labios. Tragó saliva y, de pronto, supo qué era lo que sentía. Pese a sus abnegados mensajes de amor y obediencia a Arturo, habría vendido su alma por retroceder en el tiempo y decir a su padre que sólo se casaría con Lanzarote.
«¿Es una broma cruel de Dios que haya comprendido lo que siento cuando ya es demasiado tarde? ¿O acaso una malvada treta del demonio para apartarme de mi deber?» No oyó la respuesta de Lanzarote; sólo supo que le había soltado la mano y ya se alejaba. Apenas oyó las palabras corteses de Balín y Balan. De pronto se dio cuenta de que Igraine le estaba hablando:
—Os dejo con los caballeros, querida mía. Deseo hablar con Merlín antes de la misa.
Tardíamente se le ocurrió que la señora esperaba su autorización para hacerlo. Su rango de gran reina ya era una realidad.
Igraine cruzó el patio, murmurando excusas a las personas que empujaba en su intento por llegar hasta donde estaba Taliesin. Aunque todo el mundo lucía coloridas ropa de fiesta, él vestía la sombría túnica gris de siempre.
—Padre...
—Igraine, hija mía. —Le resultó consolador que el anciano druida le hablara como cuando ella tenía catorce años—. Os suponía atendiendo a la novia. ¡Qué bella es! Arturo ha encontrado un tesoro.
—Padre —suplicó Igraine bajando la voz para que nadie la oyera—, tengo que preguntaros algo: ¿hay algún modo honorable de que Arturo pueda evitar esta boda?
Taliesin parpadeó consternado.
—No, no lo creo. Ya está todo dispuesto para unirlos después de la misa. ¿Acaso se nos ha engañado? ¿Es estéril, indecorosa o...? —Merlín cabeceó desconcertado—. A menos que fuera leprosa o estuviera embarazada de otro hombre, no habría manera de impedirlo. Y aun así, no se podrían evitar ni el escándalo ni la ofensa que convertirían a Leodegranz en enemigo. ¿Por qué lo preguntáis, Igraine?
—Creo que es virtuosa. Pero he visto las miradas que cruza con Lanzarote. La novia está deslumbrada por otro hombre y éste es el mejor amigo del novio; esto sólo puede traer la desgracia.
Los viejos ojos de Merlín eran tan penetrantes como siempre.
—Ah, conque es así. Siempre he pensado que nuestro Lanzarote era mucho más apuesto y encantador de lo que le convela. Sin embargo, el muchacho es honorable. Tal vez no sean sino fantasías juveniles que caerán en el olvido cuando el matrimonio se haya consumado, reducidas sólo a cierta melancolía.
—En nueve casos de diez, diría que estáis en lo cierto. Pero no los habéis visto. Yo sí.
Taliesin volvió a suspirar.
—No digo que os equivoquéis, Igraine, pero ¿qué podemos hacer?. Para Leodegranz sería un insulto tal que declararía la guerra a Arturo. Y su reinado ya soporta demasiados desafíos ¿Sabéis que un rey. del norte le mandó decir que había afeitado las barbas a once monarcas para hacerse una capa y que lo mismo haría con él si no le enviaba tributo?
—¿Y qué hizo Arturo?
—Le respondió que su barba era incipiente y no le serviría para la capa. Y le envió la cabeza barbuda de un sajón muerto en combate, con el mensaje que de ella obtendría más provecho, y que él no exigía tributo a los reyes amigos ni se lo pasaba. Así la cuestión quedó zanjada. Pero como veis. Arturo no puede permitirse el lujo de crearse más enemigos, y Leodegranz. sería uno terrible. Será mejor que despose a esa niña. Creo que diría lo mismo aunque la hubieran sorprendido en la cama con Lanzarote.
Igraine se descubrió retorciéndose las manos.
—¿Qué vamos a hacer?
Merlín le tocó delicadamente la mejilla.
—Haremos lo que es preciso, lo que los dioses ordenan, como siempre. Ninguno de nosotros se embarcó en este asunto por su felicidad, hija mía. Hagamos lo que hagamos para tratar de moldear nuestro destino, el final está en manos de los dioses... o de Dios, como prefiere el obispo. Cuanto más envejezco, más me convenzo de que poco importa qué palabras usemos para decir la misma verdad.
—A la Dama no le gustaría oíros hablar así—dijo un hombre moreno y flaco que estaba tras él. Su túnica oscura podía ser la de un sacerdote o un druida.
Taliesin se volvió a medias, sonriente.
—Aun así, Viviana sabe que es la verdad. Igraine, creo que aún no conocéis a nuestro más importante bardo. Lo he traído para que cante y toque en la boda de Arturo. Os presento a Kevin.
El hombre se inclinó profundamente Igraine notó que caminaba apoyándose en un bastón tallado; un niño de doce o trece años cargaba con su arpa. Rara vez se ofrecían las enseñanzas druídicas a quienes presentaban alguna deformidad, pues se pensaba que los dioses señalaban así los defectos internos Pero decirlo habría sido una grosería imperdonable; su don tenía que de ser muy grande para que se lo aceptara a pesar de todo.
La había distraído de su objetivo, pero al pensarlo mejor llegó a la conclusión que Taliesin estaba en lo cierto. No había manera de impedir la boda sin un escándalo y, probablemente, una guerra. Dentro de la iglesia las luces estaban encendidas y comenzaba a tañer la campana. Igraine entró. Taliesin se arrodilló con dificultad. El niño que cargaba el arpa de Kevin lo imitó, pero no el bardo, aunque ella no supo si fue por rechazo al cristianismo o porque no podía flexionar la rodilla. El obispo también lo miró, ceñudo.
—Escuchad las palabras de nuestro Señor Jesucristo —comenzó—. «Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estaré, y todo aquello que pidáis en mi nombre os será concedido...»
Igraine, aunque estaba de rodillas y con la cara cubierta por el velo, percibió la entrada de Arturo, acompañado por Cay, Lanzarote y Gawaine; vestía una fina túnica blanca y una capa azul, sin más ornamento que la delgada diadema de oro de su coronación y las piedras preciosas que adornaban la vaina de la gran espada. Ginebra, con un delicado vestido blanco, estaba de rodillas entre Balin y Balan. Lot, encanecido y delgado, entre Morgause y uno de sus hijos menores; detrás de él...
Fue como si una lira hubiera tocado algún acorde agudo, prohibido, destacando sobre lo que entonaba el sacerdote. Levantó la cabeza con cautela, tratando de ver a la persona arrodillada allí. Detrás de Morgause entrevió la cara y la silueta de Morgana, como una nota discordante en la armonía del oficio sagrado. Había cambiado; estaba más delgada y más bella, y vestía una sencilla túnica de lana oscura, con una decorosa cofia blanca en la cabeza. No hacía nada, mantenía la cabeza gacha y los ojos bajos, como la viva imagen de la atención respetuosa. Pero hasta el mismo sacerdote parecía captar la impaciencia que emanaba de ella, pues se interrumpió dos veces para mirarla. Como no podía acusarla de hacer nada que no fuera completamente decoroso y decente, al cabo de un momento prosiguió con el servicio.
Pero Igraine también estaba distraída. Aunque trataba de concentrarse en el oficio y murmuraba las respuestas debidas, no podía pensar en las palabras del cura, ni en su hijo, ni en Ginebra, que parecía estar observando a Lanzarote al amparo del velo. Ahora sólo podía pensar en su hija. Terminada la boda podría preguntarle adonde había ido y qué le había pasado.
Mientras el cura leía en voz alta el relato de las bodas de Cana, alzó los ojos por un instante para observar a Arturo Entonces vio que él también tenía los ojos clavados en Morgana.
6
Morgana, sentada entre las damas de su tía, oía en silencio el oficio, con la cabeza inclinada en una cortés máscara de respeto. Interiormente era toda impaciencia y su mente corría en desorden. Estaba harta de la corte de Morgause; ahora que volvía a la corriente principal de los acontecimientos, se sentía viva otra vez. Aun en Avalón había tenido la sensación de estar en contacto con el torrente de la vida; en la corte de Lot, en cambio, se sentía ociosa e inútil: desde el nacimiento de su hijo permanecía estancada. Pensó por un momento en su pequeño Gwydion, que apenas la reconocía; cuando quería alzarlo en brazos o acariciarlo, el niño forcejeaba para volver con su ama. Aun en aquel momento, el recuerdo de aquellos bracitos la hacía sentir débil y pesarosa, pero apartó el pensamiento. El niño no sabía siquiera que era su hijo; crecería convencido de que formaba parte de la prole de Morgause. Morgana lo aceptaba así (incluso Viviana e Igraine habían renunciado a sus hijos), pero no podía sofocar su pena.
Arturo era apuesto y viril, había crecido y se había ensanchado de hombros; ya no era el muchacho esbelto que llegara a ella con sangre de ciervo en el rostro. Aquella ceremonia sí que tenía poder, no como los balbuceos del cura sobre la transformación del agua en vino. Desde su sitio sólo veía de la novia una mata de pelo dorado, coronado por el oro más pálido de la diadema, y la magnífica tela blanca del vestido. Arturo levantó los ojos y su mirada cayó sobre Morgana. «Me ha reconocido pensó ésta al ver que se le alteraba la expresión—. No puedo haber cambiado tanto como él, que ha pasado de mozo a hombre, pues yo era ya una mujer.» Era de esperar que él y su novia se amaran. Arturo tenía que olvidar lo pasado, ver a la Diosa sólo en la esposa que había escogido.
Vio a Lanzarote junto a él. ¿Cómo era posible que los años lo hubieran dejado intacto, sin cambios? No, él también había cambiado; parecía triste. Le cruzaba la cara una larga cicatriz que se le perdía en el pelo. Cay estaba más delgado y más encorvado, con la cojera acentuada; contemplaba a Arturo como un perro devoto mira a su amo.
Entre la esperanza y el miedo. Morgana miró a su alrededor para ver si Viviana había acudido a la boda de Arturo. Pero la Dama del Lago no estaba allí. Merlín sí, con la cabeza gris inclinada, como en oración. Detrás de él Kevin. el bardo, era una sombra alta, que había tenido el buen tino de no doblar la rodilla para aquella estúpida ceremonia. ¡Bien por él!
Terminó la misa y el obispo, hombre alto, de aspecto ascético y agrio, pronunció las palabras de despedida. La única testa erguida de la iglesia era la de Kevin. Morgana lamentó no haber tenido el valor de ponerse de pie junto a él. Y Arturo, ¿,por qué era tan reverente? ¿Es que no había jurado respetar Avalen tanto como a los sacerdotes? Sin duda, el ángel blanco y pío con el que se casaba no haría nada por recordárselo. Tendrían que haberlo desposado con una mujer de Avalón.
La gente empezó a caminar hacia las puertas. Arturo y sus compañeros permanecieron donde estaban. A un gesto de Cay, Lot y Morgause se acercaron, y Morgana los siguió. También se habían quedado Igraine, Merlín y el silencioso arpista. Al levantar los ojos se encontró con la mirada anhelante de Igraine. Algo ruborizada, apartó la mirada.
Pensaba en ella lo menos posible, consciente sólo de que tenía que ocultarle quién había engendrado a su hijo. Y en aquella lucha larga y desesperada, que ya apenas recordaba, la había llamado a gritos, como una criatura. Pero aun ahora temía cualquier contacto con su madre, que en otros tiempos había tenido el don de la videncia y conocía las costumbres de Avalón.
Lot dobló la rodilla frente a Arturo, quien lo hizo levantar para besarle en ambas mejillas, serio y bondadoso.
—Me complace verte en mi boda, tío. Me alegra tener un amigo tan fiel custodiando las costas del norte. Y tu hijo Gawaine es mi más íntimo camarada. Tía, tengo contigo una deuda de gratitud, por darme en tu hijo un compañero tan leal.
Morgause sonrió. Aún era hermosa, mucho más que Igraine.
—Pues bien, señor, pronto tendréis motivos para volver a darme las gracias, pues mis hijos menores sólo hablan de servir al gran rey.
—Serán bienvenidos —dijo Arturo cortésmente Luego se volvió hacia Morgana. que estaba arrodillada—. Bienvenida. hermana. En mi coronación te hice una promesa que ahora voy a cumplir. Ven.
Le ofrecía la mano. Ella se levantó, sintiendo la tensión de aquellos dedos. Sin mirarla a los ojos la condujo hacia la mujer vestida de blanco, bajo la nube de pelo dorado.
—Mi señora —dijo con suavidad.
Ginebra se puso de pie: sus ojos se encontraron con los de Morgana y la reconocieron con sorpresa.
—Ginebra, te presento a mi hermana Morgana. duquesa de Cornualles. Es mi deseo que sea la primera entre tus damas. puesto que tiene el rango más alto.
La joven se humedeció los labios con una lengua pequeña y rosada, como una gata.
—Ya conozco a la señora Morgana. rey y señor mío.
—¿De verdad'? ¿Dónde? —inquirió Arturo sonriente.
—Fue mientras ella estaba en el convento de Glastonbury. señor —contestó Morgana—. Se perdió en la bruma y llegó a las orillas de Avalón.
Como aquel día lejano, volvía a sentirse tosca, enana y terrenal al lado de aquella etérea blancura. Sólo duró un momento. Luego Ginebra se adelantó para abrazarla y le dio un beso en la mejilla. Morgana. al devolverle el gesto, la sintió frágil como un cristal precioso y se apartó, tímida y rígida, temiendo que la niña la rechazara.
—Doy la bienvenida a la hermana de mi esposo, mi señora de Cornualles. ¿Puedo llamaros Morgana, hermana?
Ella aspiró largamente antes de murmurar:
—Como os plazca, mi señora.
Sonó mal, pero no sabía qué decir. Gawaine le echó una mirada de desaprobación que la instó a erguirse con dignidad. ¡Qué divertido sería ver a los pacatos compañeros de Arturo perder su decoro entre los fuegos de Beltane!
Ginebra dijo:
—Espero que seamos amigas, señora. No olvido que vos y el señor Lanzarote me enseñasteis el camino cuando me perdí en aquel horrible lugar.
Y elevó la mirada hacia el caballero que estaba tras Arturo. Morgana siguió la dirección de sus ojos y comprendió que Ginebra no podía evitar dirigirse a él. como si estuviera atada con una cuerda a los ojos de Lanzarote: y éste, a su vez. la miraba corno un perro hambriento mira un hueso fresco. Luego sintió la mano de Arturo todavía en la suya y eso también la atribuló; era otro vínculo que tenía que quebrarse cuando la boda se hubiera consumado. No era su amante ni la madre de su hijo, sino su hermana.
«Pero yo tampoco he roto el vínculo. Es cierto que estuve enferma después del parto y que, por no caer en el lecho de Lot. actué como la encarnación de la castidad.» Y ahora miraba a Lanzarote. con la esperanza de interceptar una mirada suya.
Ginebra cogió de la mano a Morgana y a Igraine.
—Pronto seréis como la hermana y la madre que no tengo —dijo—. Acompañadme mientras nos unen en matrimonio.
Por mucho que endureciera el corazón contra el encanto de la joven, aquellas palabras reconfortaron a Morgana. Igraine le toco la mano.
—Aún no he tenido tiempo de saludarte como es debido, madre —dijo soltando la mano a la novia para darle un beso. Por un momento las tres se unieron en un fugaz abrazo. «En verdad, todas las mujeres somos hermanas ante la Diosa.»
—Bien, venid —invitó Merlín con júbilo—. Vamos a firmar el contrato matrimonial. Luego daremos comienzo al festín y a las diversiones.
El obispo, pese a su expresión adusta, también se mostró amistoso:
—Ahora que nos sentimos enaltecidos y caritativos, regocijémonos corno corresponde a gentes cristianas en un día de tan buenos presagios.
Durante la ceremonia, Morgana notó que Ginebra temblaba. Su mente volvió a la cacería de ciervos. Aun estimulada y exaltada por los ritos, ella también había tenido miedo. De pronto, impulsada por la bondad, deseó poder dar a la novia algunas de las sabias instrucciones que se daban a las sacerdotisas más jóvenes. Así sabría cómo hacer que las corrientes vitales del sol y la tierra fluyeran por ella y el matrimonio no sería una formalidad hueca, sino un verdadero vínculo interior en todos los aspectos de la vida. Estaba por buscar las palabras adecuadas cuando recordó que la niña, por ser cristiana, no le agradecería esas enseñanzas.
Por un momento su mirada se cruzó con la de Lanzarote. Cuando se dio cuenta estaba recordando aquel momento, al sol del Tozal, en que habrían tenido que unirse como marido y mujer. Adivinó que él también lo estaba recordando, pero el caballero apartó la mirada y se persignó.
Terminada la sencilla ceremonia. Morgana puso su firma de testigo en el contrato matrimonial. Lanzarote también firmó y Gawaine, y el rey Boores. y Lot. y Héctor, y el rey Pelinor, cuya hermana había sido la madre de Ginebra. Este último le presentó solemnemente a una muchacha.
—Mi hija Elaine. prima vuestra, reina y señora mía. Os ruego que la aceptéis a vuestro servicio.
—Será un placer contarla entre mis damas —sonrió Ginebra.
Las dos se parecían mucho, aunque Elaine no tenía el fulgor de su prima; vestía sencillamente de hilo teñido con azafrán. que opacaba el oro cobrizo de su cabello.
—¿Qué edad tienes, prima?
—Tengo trece años, mi señora.
Hizo una reverencia tan profunda que se tambaleó y Lanzarote tuvo que sujetarla. Intensamente ruborizada, escondió la cara tras el velo. El sonrió con indulgencia. Viendo que sólo tenía ojos para aquellos pálidos ángeles dorados. Morgana sintió una horrible punzada de celos; sin duda. Lanzarote también la consideraba pequeña y fea. En aquel momento, toda su ternura por Ginebra se esfumó en cólera y tuvo que desviar el rostro...
En las horas siguientes Ginebra tuvo que saludar a todos los reyes de Britania y a sus esposas, hermanas e hijas. Cuando llegó el momento de iniciar el festín, susurró a Morgana:
—No sé cómo voy a recordar tantos nombres. ¿No podría llamar a todas «señora»?
Morgana le respondió en un susurro, compartiendo por un momento su tono jocoso.
—Eso es lo bueno de ser gran reina, señora: podéis hacer lo que os plazca y a ellas les parecerá bien. Y si no. tampoco se atreverán a decíroslo.
Ginebra dejó escapar una risita aniñada.
—Pero tenemos que tutearnos, Morgana. Cuando me llamas «señora» creo que te diriges a alguna gran señora entrada en años, como Flavila o la esposa del rey Pelinor.
Por fin se inició el festín. Morgana. sentada entre la novia Y su madre, comió con buen apetito; las costumbres frugales de Avalón habían quedado muy atrás. Incluso comió un poco de carne y, como no había agua en la mesa, bebió algo de vino. En realidad no le gustaba y le causaba mareos, aunque no era tan fuerte como el detestable licor de cebada que se consumía en la corte de Orkney.
Pasado un rato. Kevin se levantó para tocar y las conversaciones se apagaron. Morgana. que no oía a un buen arpista desde su huida de Avalón. sintió súbita nostalgia por Viviana. « Mi verdadera madre no es Igraine, sino Viviana. Fue a ella a quien llamé a gritos.» Y parpadeó para contener las lágrimas que no quería derramar.
Al callar la música oyó la hermosa voz de Kevin.
—Tenemos a otro músico entre nosotros —dijo—. Señora Morgana. ¿cantaréis para los presentes?
«¿Cómo pudo saber que me moría por tener mi lira en las manos?», se preguntó ella.
—Será un placer, señor, pero hace muchos años que no toco un buen instrumento.
Arturo se mostró disgustado:
—¡Cómo! ,'.Que mi hermana cante como un músico a sueldo para toda esta gente?
Kevin pareció ofenderse, «y está en su derecho», se dijo Morgana mientras se levantaba con súbita ira.
—Si el maestro arpista de Avalón ha condescendido a hacerlo, para mí será un honor. Al hacer música sólo se sirve a los dioses.
Y se sentó en un banco con el arpa en las manos. Era mayor que la suya y por un momento sus dedos vacilaron sobre las cuerdas, pero al encontrar la postura las movió con más seguridad, tocando una canción del norte que había aprendido en la corte de Lot. De pronto agradeció que el vino le hubiera aclarado la garganta; su voz de contralto sonaba dulce y melodiosa, recuperada toda su potencia. Volvió a sentirse orgullosa: «Ginebra es bella, pero yo tengo voz de bardo.»
E incluso ella se acercó para decirle, al terminar:
—Tienes una voz encantadora, hermana. ¿Fue en Avalón donde aprendiste a cantar tan bien?
—Claro, señora; la música es sagrada. ¿En el convento no os enseñaron a tocar el arpa?
Ginebra se acobardó.
—No; no es decente que las mujeres alcen la voz ante el Señor. Una vez me castigaron por rozar una lira —musitó con melancolía—. Pero tú nos has hechizado y no puedo pensar sino que esta magia es buena.
Kevin dijo:
—Todos los habitantes de Avalón, hombres y mujeres, aprenden algo de música, pero pocos están tan bien dotados como la señora Morgana. Una buena voz no se adquiere: es un don de Dios. Y si Él se la da a una mujer tenemos que aceptarlo, puesto que Él no comete errores.
—No puedo discutir de teología con un druida —dijo Héctor— pero si tuviera una hija con ese don lo consideraría una tentación para salir del sitio que le corresponde a una mujer.
Merlín intervino delicadamente:
—¿No se nos dice que María, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella, alzó la voz para cantar: «Mi alma glorifica al Señor»?
El obispo replicó con firmeza:
—Pero cantó únicamente en presencia de Dios. Sólo de María Magdalena se dice que cantaba y bailaba delante de los hombres, y eso antes de que nuestro Redentor salvara su alma.
Morgana estalló:
—Aun así fue salvada. Y en ninguna parte se nos dice que Jesús le ordenara sentarse y guardar silencio. Los dioses no dan a los hombres lo peor, sino lo mejor.
Patricio opinó con rigidez:
—Si ésta es la religión que se practica en Britania, mucho necesitamos de los concilios que ha convocado nuestra Iglesia.
Morgana bajó la cabeza, ya arrepentida de sus apresuradas palabras; no era conveniente empezar una disputa entre Avalón y la Iglesia cristiana en la boda del gran rey. Pero Arturo, ¿por qué no decía nada? Repentinamente todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Kevin comenzó a tocar entonces un aire vivaz; los criados lo aprovecharon para ofrecer nuevas exquisiteces que ya nadie deseaba.
Cuando el bardo dejó el arpa, Morgana le escanció vino y se lo ofreció de rodillas, como lo habría hecho en Avalón. Él lo aceptó con una sonrisa, invitándola a sentarse a su lado.
—Os lo agradezco, señora Morgana.
—Es mi obligación y un placer servir a un arpista como vos. ¿Habéis estado recientemente en Avalón? La Dama Viviana, ¿cómo está?
—Bien, pero muy envejecida —respondió Kevin en voz baja—. Y creo que languidece por vos. Tendríais que volver.
Morgana, atacada otra vez por la desesperación nunca olvidada, apartó la mirada.
—No puedo. Pero dadme noticias de mi patria.
—Si queréis noticias de Avalón tendréis que ir por ellas. Llevo un año sin ir allí, pues la Dama me ha encomendado llevarle nuevas de todo el reino. Taliesin ya es demasiado anciano para actuar como mensajero de los dioses.
—Bueno —dijo ella—, ahora podréis hablarle de este casamiento.
—Le diré que estáis sana y salva, puesto que ha sufrido por vos. Ha perdido el don de la videncia. Y le hablaré de su hijo menor, que es el principal compañero de Arturo. —Los labios de Kevin se curvaron en una sonrisa sarcástica—. Allí está el gran rey, como Jesús con sus apóstoles, defendiendo el cristianismo para todo el país. En cuanto al obispo, es un ignorante.
—¿Porque no tiene oído para la música? —Sólo ahora Morgana se percataba de lo mucho que había echado de menos la conversación entre iguales. ¡Los chismes de Morgause y sus damas eran tan limitados!
—Cualquiera que no tenga oído para la música es ignorante, por cierto —replicó el bardo—, pero hay más. ¿Os parece que éste es buen momento para una boda? —Señaló el cielo—. La luna está menguando. Es mal augurio para una unión, tal como les advirtió el señor Taliesin. Pero el obispo insistió, porque es la festividad de no sé qué santo. Merlín habló con Arturo para decirle que este matrimonio no le daría ninguna felicidad, por motivos que ignoro. Pero ya no era posible impedirlo de una manera honorable.
Recordando el modo en que se miraban Ginebra y Lanzarote, Morgana comprendió instintivamente qué había querido decir el anciano druida. «Aquel día, en Avalón, ella lo alejó de mí para siempre», se dijo. ¿Tendría que haberse dejado llevar por el certero instinto que la llevaba a desearlo, pese a sus votos de castidad? «Habría sido mejor, aun para Avalón, que yo hubiera aceptado entonces a Lanzarote. De ese modo esta niña habría llegado a Arturo con el corazón intacto y mi hijo habría nacido igualmente de la antigua estirpe real.»
—Os veo atribulada, señora Morgana —dijo delicadamente Kevin—. ¿Puedo hacer algo por vos?
Morgana negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas. No podía aceptar su compasión.
—Nada, señor druida. Comparto vuestros temores por este matrimonio y estoy preocupada por mi hermano; eso es todo. Y en verdad compadezco a la mujer que ha desposado.
Y decía la verdad: aunque su temor por Ginebra se mezclaba con el odio, también la compadecía por casarse con un hombre que no la amaba y amar a quien no podía desposarla.
«Si apartara a Lanzarote de Ginebra haría un favor a mi hermano. Y también a su esposa, pues entonces ella podría olvidarlo.» Pero sabía que estaba tratando de engañarse. Si apartaba a Lanzarote de Ginebra no lo haría por su hermano ni por el reino sino pura y simplemente porque lo deseaba para sí. Sabía mucho sobre filtros de amor. Pero su implacable conciencia de sacerdotisa insistía: «No puedes hacerlo. Está prohibido emplear la magia para que el universo se pliegue a tu voluntad.»
Aun así lo intentaría, pero sin más ayuda que sus manas de mujer. Se dijo fieramente que, si Lanzarote la había deseado una vez sin artes de magia, bien podía lograr que la deseara otra vez.
Ginebra estaba fatigada. Había comido más de lo que le apetecía y, aunque sólo bebió una copa de vino, se sentía muy acalorada; se echó el velo hacia atrás para abanicarse. Arturo, mientras charlaba con sus invitados, se acercaba lentamente a la mesa que ella ocupaba con las damas. Finalmente llegó, y con él, Lanzarote y Gawaine. Las mujeres se corrieron a lo largo de los bancos para hacerles sitio y Arturo se sentó junto a ella.
—Éste es el primer momento que tengo para hablar contigo, esposa mía.
Ella le alargó la mano.
—Lo comprendo. Esto es más un consejo que un festín de bodas, esposo y señor mío.
Él rió con cierta melancolía.
—Últimamente todo en mi vida parece ser así. Un rey no hace nada en privado. Bueno, casi nada —se corrigió, sonriendo azorado—. Creo que habrá pocas excepciones, esposa mía. La ley exige que nos acuesten en una misma cama, pero lo que suceda después sólo es asunto nuestro.
Una vez más, en un torrente de vergüenza, Ginebra cayó en la cuenta de que se había olvidado otra vez de él por observar a Lanzarote, pensando en lo mucho que le habría gustado unirse en matrimonio con él; ¿qué condenado destino la había hecho gran reina? Estaba sumida en aquellas cavilaciones cuando la sombra de la señora Morgana cayó sobre ellos. Arturo le abrió espacio a su lado.
—Ven a sentarte con nosotros, hermana mía; siempre habrá lugar para ti —dijo, con una voz tan lánguida que Ginebra se preguntó cuánto habría bebido—. Hemos preparado un entretenimiento algo más emocionante que la música del bardo, por bella que sea. Ignoraba que supieras cantar, hermana. Te sabía hechicera, pero músico no. ¿Nos has encantado?
—Espero que no —rió Morgana—; de lo contrario, no me atrevería a cantar nunca más. Se cuenta que un bardo cantó hasta convertir a los malvados gigantes en un círculo de piedras. Y allí están todavía, pétreos y fríos.
—En mi convento —comentó Ginebra—, decían que un santo transformó en piedras a un círculo de hechiceras dedicadas a sus ritos malvados.
Lanzarote comentó perezosamente:
—Si tuviera tiempo libre para estudiar, creo que trataría de averiguar quién construyó ese anillo de piedras y por qué.
Morgana se echó a reír.
—En Avalón se sabe. Viviana podría decíroslo.
—Pero lo que digan las hechiceras puede ser tan cierto corno las fábulas de vuestras monjas, Ginebra... Perdón: reina y señora mía. No quise faltar al respeto a tu esposa. Arturo, pero la llamaba por su nombre cuando todavía era casi una niña.
Morgana comprendió que no había hecho sino buscar una excusa para pronunciar en voz alta el nombre de la reina. Arturo bostezó:
—Si eso no molesta a mi señora, tampoco a mí, querido amigo. Dios no permita que sea de esos hombres que pretenden apartar a sus esposas de otros seres humanos. Si un marido no puede conservar la fidelidad de su mujer, probablemente no la merece. —Y se inclinó para coger la mano de Ginebra—. Creo que este festín está durando demasiado. Lanzarote, ¿cuánto falta para que los jinetes estén listos?
—Creo que no mucho —dijo el caballero apartando deliberadamente la vista de la reina—. ¿Quiere mi señor que vaya a ver?
Morgana pensó: «Se está torturando. No soporta ver a Ginebra con Arturo ni dejarla a solas con él.» Y deliberadamente convirtió la verdad en una broma:
—Creo, Lanzarote, que los novios desean estar un rato a solas. ¿Por qué no vamos a ver si los jinetes ya están preparados?
Lanzarote pidió con voz ronca:
—Con vuestro permiso, señor.
Arturo asintió con la cabeza y Morgana lo cogió de la mano. Él se dejó llevar, pero se volvió a medias, como si no pudiera apartar los ojos de Ginebra. A Morgana se le encogió el corazón; no soportaba verlo sufrir, pero al mismo tiempo quería llevárselo lejos, para no ver cómo miraba a Ginebra.
—Recuerdo —comentó— que hace años, en Avalón, dijiste que la caballería era la clave para vencer a los sajones. Supongo que eso es lo que planeas para estos jinetes.
—He estado adiestrándolos, sí. Nunca imaginé que una mujer pudiera recordar un dato de estrategia militar, prima.
—Como todas las mujeres de estas islas vivo temiendo a los sajones —respondió Morgana riendo—. Cierta vez pasé por una aldea donde habían violado a todas las mujeres, tanto a las niñas de cinco años como a las ancianas desdentadas. Cualquier esperanza de alejarlos para siempre me interesa, quizá más que a los hombres, que sólo tienen que temer la muerte.
—No se me había ocurrido —reconoció él, sombrío. De pronto le estrechó la mano—. Ya no recordaba las arpas de Avalón. Creo detestar ese lugar, pero a veces alguna nimiedad me devuelve allí: un arpa, el olor de las manzanas, los reclamos de las aves acuáticas al atardecer...
—¿Te acuerdas del día en que escalamos el Tozal? —preguntó Morgana delicadamente.
—Lo recuerdo, sí. —Y Lanzarote añadió con súbita amargura—: Ojalá no hubieras estado consagrada a la Diosa aquel día.
—Lo mismo he deseado yo —dijo Morgana en voz baja. De pronto se le quebró la voz.
Lanzarote la miró con preocupación a los ojos.
—Morgana, prima, nunca te he visto llorar.
—¿Te asustan las lágrimas femeninas, como a la mayoría de los hombres?
Él negó con la cabeza y le rodeó los hombros con el brazo.
—No —confesó quedamente—. Me asustan las que nunca lloran, porque las sé más fuertes que yo.
Estaban pasando bajo el dintel de las cuadras. Olía agradablemente a heno y paja. Fuera, los hombres iban de un lado a otro, instalando grandes muñecos de cuero rellenos de paja y ensillando los caballos. Uno de ellos resultó ser Gawaine.
—Ah, prima —saludó a Morgana—. No la traigas aquí, Lanzarote; no es buen lugar para una señora; algunas de estas condenadas bestias son indómitas. ¿Sigues decidido a montar el potro blanco?
—Quiero que Arturo pueda montarlo en la próxima batalla, aunque me rompa el cuello domándolo.
—No bromees con esas cosas —advirtió el primo.
—¿Quién dice que estoy bromeando? Si Arturo no puede, lo montaré yo mismo. Y esta tarde lo exhibiré en honor de la reina.
—No te arriesgues por eso, Lanzarote —pidió Morgana—. Ginebra no sabe diferenciar un caballo de otro. Podrías cruzar el patio en una jaca y ella quedaría tan impresionada como ante las hazañas de un centauro.
Por un momento la mirada del joven fue casi despectiva pero ella la interpretó con claridad: «Morgana no puede comprender mi necesidad de exhibirme fuerte en este día.»
—Ve a ensillar, Gawaine, y anuncia que estaremos listos dentro de media hora —indicó—. Pregunta a Cay si quiere ser el primero.
—No me digáis que Cay va a montar con esa pierna inútil —se extrañó uno de los hombres, que hablaba con acento extranjero.
Gawaine se volvió con fiereza:
—¿Le negaríais eso. el único ejercicio militar para el que su cojera no tiene ninguna importancia?
—No. no, ya comprendo —dijo el soldado. Y continuó ensillando su caballo.
Morgana tocó la mano de Lanzarote y él la miró, otra vez con aire travieso. «Aquí se olvida del amor y es otra vez dichoso —pensó—. Si pudiera mantenerse ocupado en las caballerizas no tendría que sufrir por Ginebra ni por ninguna mujer.»
Lanzarote la condujo entre las hileras de corceles atados. Morgana vio el hocico plateado y la larga crin que parecía de lino; el animal era grande, tan alto como Lanzarote. Cabeceó y su resoplido fue como el fuego exhalado por los dragones.
—Oh, qué belleza. —El caballero le apoyó una mano en el hocico—. Yo mismo lo domé. Fue mi regalo de bodas a Arturo y juré que estaría listo para montar en el día de su boda.
—Un presente magnífico —comentó ella.
—No: lo único que podía regalarle. No soy rico y él tiene joyas y oro en abundancia.
«Cuánto ama a Arturo —pensó Morgana—; por eso se atormenta de este modo. Si fuera un mujeriego como Gawaine no me preocuparía: Ginebra es virtuosa y sería un placer verlo rechazado.»
—Me gustaría montarlo —dijo—. No temo a ningún caballo.
Él se echó a reír.
—Tú no temes nada, ¿.verdad, Morgana?
—Oh, no es así, primo —le corrigió, súbitamente seria—. Hay muchas cosas que me dan miedo.
—Yo tengo miedo de morir antes de haber probado todo lo ofrece la vida. Por eso no rechazo ningún desafío.
—No parece que te queden muchas cosas sin probar —comentó Morgana.
—Claro que si. Cada vez que dejo pasar una me arrepiento amargamente; me pregunto qué debilidad, qué estupidez, me impide hacer mi voluntad.
Y de pronto se volvió para rodearla con los brazos, estrechándola con fuerza.
«Por desesperación —pensó Morgana con amargura—: no soy yo lo que desea, sino olvidar por un momento que esta noche Ginebra estará en los brazos de Arturo.» Él movió las manos sobre sus pechos, con la destreza que da la práctica, y apretó los labios contra los suyos, haciéndole sentir toda la longitud de su cuerpo. Morgana. inmóvil en sus brazos, con un creciente deseo que era como el dolor, abrió los labios bajo su boca y se dejó recorrer por sus manos. Pero cuando quiso llevarla hacia un montón de paja, reaccionó con una débil protesta.
—Estás loco, querido mío. Hay medio centenar de soldados y jinetes pululando por la cuadra.
—¿Te molesta? —susurró Lanzarote.
Y Morgana respondió, temblando de excitación:
—No, ¡no! —Y se dejó acostar.
En el fondo de su mente había un pensamiento resentido: «La duquesa de Cornualles, la sacerdotisa de Avalón, revolcándose en las cuadras como una campesina cualquiera, sin tener siquiera la excusa de Beltane.» Pero lo apartó de sí, dejando a Lanzarote hacer lo que deseara sin resistirse. «Mejor esto que romper el corazón a Arturo.» No sabía si aquel pensamiento había sido suyo o del hombre que la cubría con su cuerpo y la magullaba con manos furiosas: sus besos eran casi salvajes. Como él le quería quitar el vestido a tirones, se movió para desabrocharlo.
Y un momento después se oyó un clamor, gritos, un ruido similar al martilleo sobre un yunque, un alarido de miedo y. de súbito, diez voces a la vez:
—¡Capitán! ¡Señor Lanzarote! ¿Dónde está el capitán?
—Aquí abajo, me pareció...
Uno de los soldados más jóvenes corría entre los pesebres. Lanzarote lanzó un juramento por lo bajo e interpuso el cuerpo entre el muchacho y Morgana, mientras ella, casi desnuda, escondía la cara en el velo y se acurrucaba en la paja.
—¡Demonios! ¿No puedo ausentarme un momento...?
—Oh. señor, venid pronto. Uno de los caballos nuevos Había una yegua en celo... Dos de los potros comenzaron a pelear y creo que uno se ha fracturado una pata.
—¡Por los fuegos del infierno! —Lanzarote se apresuró en arreglarse la ropa, irguiendo toda su estatura frente al soldado. —Voy a...
El mozo había visto a Morgana. En un momento de horror ésta temió que la hubiera reconocido; aquel sí que sería un chisme jugoso para la corte. «¿Y qué será de la reputación de Lanzarote? ¿O ser sorprendido en la paja es un mérito para el hombre?»
—¿Interrumpí algo, señor? —preguntó el mozo, tratando de mirar por detrás de él.
Lanzarote, sin responder, lo empujó hacia delante.
—Ve en busca de Cay y del herrador, corre. —Regresó con la velocidad de un tornado para besar a Morgana, que se había puesto de pie—. ¡Por los dioses, qué maldita...! —La estrechó con fuerza y le dio un beso tan ardiente que sintió su calor en el rostro—. Esta noche, ¡júralo!
Morgana no podía hablar. Sólo pudo asentir con la cabeza, aturdida, con todo el cuerpo clamando por la satisfacción interrumpida, en tanto él se alejaba precipitadamente. Al poco rato se acercó un joven que le hizo una respetuosa reverencia, mientras fuera se oía el grito horrible, casi humano, de un animal moribundo.
—¿Señora Morgana? Soy Griflet. El señor Lanzarote me ordenó escoltaros hasta los pabellones. Me explicó que os trajo para enseñaros el caballo que está domando para el rey, pero que caísteis en la paja al resbalar y que estaba comprobando si estabais lesionada antes de que lo llamaran. Os ruega que lo disculpéis.
Cuando el joven Griflet le ofreció el brazo, ella se apoyó pesadamente, diciendo:
—Creo que me torcí el tobillo—. Aquello explicaba su ropa arrugada y la paja que tenía en el cabello. Por una parte agradecía el rápido ingenio de Lanzarote; por otra, desolada, reclamaba que él la reconociera y amparara.
Arturo había ido con Cay a las caballerizas, afligido por el accidente. Morgana dejó que Ginebra e Igraine se afanaran en atenderla y aceptó un lugar a la sombra para ver los ejercicios ecuestres.
—Después de esto —declaró el rey grandilocuente—, nadie volverá a decir que los caballos sólo sirven para tirar de las carretas. —Sonrió a su esposa—. ¿Te gustan mis caballeros, señora?
—Cay monta como un centauro —comento Igraine a Héctor que sonreía de placer—. Arturo, fuiste muy bondadoso al darle uno de los mejores caballos.
—Cay es muy bueno, como soldado y como amigo, para marchitarse en casa —contestó Arturo con decisión.
—¡Mirad! —exclamó su madre—. ¡La legión ha derribado toda esa serie de blancos! Jamás vi montar así.
—Creo que nada podría resistir esa embestida —aseveró el rey Pelinor—. Lástima que Uther Pendragón no haya vivido para verlo.
Gaheris, uno de los hijos de Morgause, se inclinó ante Arturo.
—¿Puedo ir a las cuadras para ayudar a desensillar, señor? —Era un alegre muchacho de unos catorce años.
Morgause alzó la voz:
—¡No, tú no, Gareth! —Y lanzó un manotazo hacia un pequeño regordete de unos seis años—. ¡Gaheris! ¡Tráelo!
Arturo alzó las palmas mientras soltaba una carcajada.
—No os preocupéis por él; los niños corren a las cuadras como las pulgas al perro. ¡Me han contado que monté el potro de mi padre cuando sólo tenía seis años!
Morgana se estremeció súbitamente, recordando a un niño rubio que parecía muerto y una sombra en un cuenco de agua... No, había desaparecido.
—¿Te duele mucho el tobillo, hermana? —preguntó Ginebra solícita—. Apóyate en mí.
—Gawaine cuidará del niño —continuó Arturo despreocupado—. Creo que es nuestro mejor hombre para el adiestramiento de jinetes.
—¿Mejor que el señor Lanzarote? —preguntó Ginebra.
«Sólo quiere pronunciar su nombre —pensó Morgana—. Pero era a mí a quien deseaba hace un rato. Y esta noche será demasiado tarde. Mejor eso que romper el corazón a Arturo. Se lo diré a Ginebra, es preciso.»
—¿Lanzarote? Es nuestro mejor jinete —respondió el rey—, aunque demasiado audaz para mi gusto. Los muchachos lo adoran, pero Gawaine les enseña mejor. Lanzarote es demasiado exhibicionista. Mirad, allí viene, montando el caballo que está domando para mí.
Y rompió en una carcajada, mientras Igraine decía:
—¡Ese diablillo!
Pues Gareth se había colgado de la silla como un mono Lanzarote. riendo, lo montó delante de él y partió a galope colina arriba, hacia donde estaba el grupo del rey. Frenó al animal frente a ellos, haciendo que se alzara de manos y girara en el aire.
—Vuestro caballo, señor Arturo —dijo con una reverencia mientras le ofrecía las riendas con una mano—. Y vuestro primo. Tía Morgause, aquí tenéis a este pequeño tunante. ¡Curtidle las posaderas! ¡El caballo podría haberlo matado!
Y dejó caer al niño en el regazo de su madre. Gareth no oyó una palabra del regaño materno; sus ojos azules estaban fijos en Lanzarote, llenos de adoración.
—Cuando seas mayor —prometió Arturo asestándole un golpe juguetón—, te haré caballero y saldrás a rescatar bellas señoras.
—Oh, no, mi señor Arturo —exclamó el niño—. Mi señor Lanzarote me hará caballero para que vayamos juntos a una gesta.
—Me ha hecho sombra —comentó el rey con buen humor—. Mi flamante esposa no puede apartar los ojos de Lanzarote y ahora Gareth también lo prefiere. Si no enloquezco de celos es sólo porque Lanzarote es mi mejor amigo.
Pelinor, que contemplaba el trote del jinete, dijo:
—Ese condenado dragón sigue oculto en un lago de mis tierras, matando a mis siervos y mis vacas. Si tuviera un caballo como ése, capaz de pelear, podría ir nuevamente tras él. La última vez casi no salvé la vida.
Morgana no prestaba mucha atención, aunque se preguntaba cuánto habría de verdad en aquella historia y cuánto de exageración para impresionar. Sus ojos seguían a Lanzarote, que iba aminorando el paso del animal.
Arturo dijo a su esposa:
—Yo no podría con un caballo así. Lanzarote lo está domando por mí. Hace dos años era más salvaje que el dragón de Pelinor, pero ¡vedlo ahora!
—A mí todavía me parece salvaje —confesó Ginebra—. Claro que todos me dan miedo, hasta los más mansos.
—Un caballo de combate no puede ser manso como un palafrén —explicó Arturo—. Tiene que ser brioso... ¡Dios del cielo!
Se levantó súbitamente. Un torbellino blanco, tal vez un ganso, había aleteado súbitamente bajo los cascos del caballo, que se alzó de manos con un relincho frenético. Lanzarote, sobresaltado, trató de dominarlo, pero cayó al suelo, casi bajo los cascos; aunque medio desmayado, se las compuso para rodar hacía un lado.
Ginebra lanzó un alarido. Morgause y las demás señoras se hicieron eco, en tanto Morgana, olvidando la supuesta lesión He tobillo, se levantó de un salto para correr hacia el caballero y lo sacó a rastras de entre los cascos del animal. Arturo también corrió a sujetar la brida y. haciendo uso de todas sus fuerzas. alejó al caballo de Lanzarote, que yacía inconsciente. Morgana se arrodilló a su lado y le palpó la sien, donde ya había un morado y un hilo de sangre mezclado con el polvo.
—¿Ha muerto? —gritó Ginebra—. ¿Ha muerto?
—No —respondió Morgana con aspereza—. Que traigan agua fría y vendas de hilo. Creo que se ha roto la muñeca al parar la caída para no romperse el cuello. Y el golpe que tiene en la cabeza...
Le apoyó un oído contra el pecho. Luego cogió la jofaina de agua fría que le acercaba la hija de Pelinor y le limpió la frente con un trozo de lienzo. Gawaine se acercó para llevar el caballo a las cuadras.
El incidente había aguado la fiesta; uno a uno, los invitados se fueron a sus alojamientos. Morgana vendó la cabeza a Lanzarote y logró entablillarle la muñeca antes de que reaccionara con gemidos de dolor; después mandó a Cay por algunas hierbas que lo harían dormir. Lo hizo llevar a su cama y se quedó junto a él, aunque no la reconocía.
En una ocasión la miró fijamente, murmurando: «Madre.» El corazón de la joven dio un vuelco. Pero al fin cayó en un sueño profundo e inquieto. Al despertar dijo:
—¿Morgana? ¿Prima? ¿Qué ha pasado?
—Te caíste de un caballo.
—¿De un caballo? ¿De qué caballo?—inquirió confundido. Y al recibir la respuesta dijo—: Eso es ridículo. Nunca me he caído de un caballo.
Se durmió otra vez. Morgana, sentada a su lado, se dejaba estrechar la mano con el corazón destrozado. Aún tenía la marca de sus besos en la boca y en los pechos. Pero el momento había pasado y lo sabía. Aunque Lanzarote recordara no la querría, nunca la había querido, salvo para calmar el tormento de pensar en Ginebra y en el rey, su primo.
Empezaba a oscurecer; a distancia, en el castillo, se oía música, risas, canciones festivas. De pronto se abrió la puerta y entró Arturo en persona, llevando una antorcha en la mano.
—¿Cómo está Lanzarote. hermana?
—Vivirá. Tiene la cabeza muy dura —respondió Morgana con fingida indiferencia.
—Te queríamos entre los testigos cuando se acostara a la novia, ya que firmaste el contrato matrimonial. Pero supongo que es mejor que no esté solo y no quiero dejarlo con un chambelán. Es una suerte que te tenga a ti. Sois hermanos adoptivos ¿verdad?
—No —replicó Morgana, con inesperado enfado.
Arturo se acercó a la cama para levantar la mano laxa del herido, que gimió y abrió los ojos, parpadeando.
—¿Arturo?
—Aquí estoy, amigo mío. —Morgana se dijo que nunca había oído una voz masculina tan tierna.
—Tu caballo... ¿está bien?
—Está bien. Al diablo con el caballo. Si hubieras muerto, ¿de qué me habría servido e! caballo? —Arturo casi sollozaba.
—¿Cómo sucedió?
—Un ganso se escapó y se metió entre las patas del caballo. El muchacho que los cuida se ha escondido. ¡Sabe que le espera una tremenda zurra!
—No lo castigues —dijo Lanzarote—. Es sólo un pobre estúpido; no tiene la culpa de que los gansos sean más inteligentes que él. Prométemelo, Gwydion.
Morgana quedó atónita al oírle utilizar el viejo nombre. Arturo le dio un beso en la mejilla, evitando cuidadosamente el lado herido.
—Te lo prometo, Galahad. Ahora duerme.
Lanzarote le apretó la mano con fuerza.
—Estuve a punto de arruinarte la noche de bodas, ¿verdad? —dijo, y Morgana reconoció su ironía.
—Ya lo creo. Mi novia ha llorado tanto por ti que me pregunto qué habría hecho si el herido fuera yo —aseguró Arturo riendo.
Morgana intervino con fiereza.
—Aunque seas el rey, hermano, este hombre necesita tranquilidad.
—Es cierto. —Arturo irguió la espalda—. Mañana haré que Merlín venga a verlo. Pero esta noche no tendría que quedarse solo.
—Yo lo cuidaré —dijo Morgana enfadada.
—Bueno, si estás segura...
—¡Ve a reunirte con Ginebra! ¡Tu novia te espera!
Arturo suspiró, abatido. Al fin dijo:
—No sé qué decirle. Ni qué hacer.
«Esto es ridículo —pensó ella—. ¿Pretende que le dé instrucciones? ¿O a su novia?» Pero su expresión le hizo bajar los ojos y decir, con mucha suavidad:
—Es sencillo. Haz lo que la Diosa te indique.
Parecía un niño asustado. Con voz ronca, luchando con las palabras, murmuró:
—Ella... ella no es la Diosa. Es sólo una niña... y está asustada —Después de un momento barbotó—: ¿No sabes. Morgana, que todavía...?
—¡No! —lo interrumpió ella violentamente, alzando una mano para ordenarle silencio—. Recuerda al menos una cosa: para ella serás siempre el Dios. Preséntate como el Astado.
Arturo se persignó, estremecido.
—Que Dios me perdone —susurró—. Este es el castigo...
Y enmudeció. Por un momento se miraron sin poder hablar. Por fin Arturo dijo:
—No tengo derecho. Morgana... ¿Puedes darme un beso?
—Hermano mío... —Con un suspiro, ella se puso de puntillas para darle un beso en la frente. Luego le hizo en la cabeza la señal de la Diosa—. Bendito seas. Ve con tu novia, Arturo. Te prometo, en nombre de la Diosa, que todo saldrá bien. Te lo juro.
Arturo tragó saliva. Luego se apartó de Morgana, murmurando:
—Que Dios te bendiga, hermana.
La puerta se cerró tras él.
Morgana se dejó caer en una silla a vigilar el sueño de Lanzarote, inmóvil, atormentada por las imágenes de su mente. Lanzarote, sonriéndole al sol, en el Tozal. Ginebra, con la falda empapada, aferrada a la mano del joven. El Astado, con la cara manchada de sangre, apartando la cortina de la cueva. Los labios de Lanzarote, frenéticos contra sus pechos... ¿Habían pasado sólo unas cuantas horas?
—Al menos no pasará la noche de bodas de Arturo soñando con Ginebra —murmuró.
Y se recostó en el borde de la cama, apoyando cautelosamente el cuerpo contra el del herido. En silencio, sin un sollozo, hundida en una angustia demasiado profunda para el llanto. pasó la noche sin cerrar los ojos. Luchaba contra la videncia y contra los sueños, luchaba por lograr el silencio y la insensible Esencia de pensamiento que le habían enseñado en Avalón.
Mientras tanto, en el ala más lejana del castillo. Ginebra yacía despierta, contemplando con culpable ternura el pelo de Arturo bajo el claro de luna, el pecho que subía y bajaba con tranquila respiración. Por las mejillas le corrían lentas lágrimas.
«Sólo quiero amarlo», pensaba. Luego rezó: «Oh. Dios mío. Virgen María, ayudadme a amarlo como debo, porque es mi rey y señor y es tan bueno que merece ser amado más de lo que yo puedo amar.»
A su alrededor la noche parecía respirar tristeza y desesperanza.
«Pero ¿por qué? —se preguntó—. Arturo es feliz. No tiene nada que reprocharme. ¿De dónde surge este pesar que llena el aire?»
7
A fines de verano, en una tarde calurosa, la reina Ginebra estaba en el salón de Caerleon. con algunas de sus damas. La mayoría fingía hilar o cardar lo que restaba de la lana de primavera, pero los husos se movían con pereza. Incluso la reina, tan buena bordadora, había dejado de dar puntadas en el fino mantel de altar que estaba haciendo para el obispo.
Morgana, que estaba cardando, apartó la lana con un suspiro. En aquella época del año siempre sentía nostalgia de las nieblas y los acantilados de Tintagel; no había vuelto allí desde su infancia.
Arturo había ido con su legión a la costa del sur, a fin de examinar el nuevo fuerte construido por los sajones de las tropas aliadas. Aquel verano no habían sufrido incursiones; en dos años, las legiones montadas habían reducido el combate con los sajones a un ejercicio esporádico. Pero el rey aprovechaba esa temporada pacífica para fortificar todas las defensas de las costas.
—Tengo sed otra vez —dijo Elaine, la hija de Pelinor—. ¿Puedo pedir que envíen más jarras de agua?
—Llama a Cay; él se encargará —indicó Ginebra.
Morgana se dijo: «De ser una criatura tímida y asustada ha crecido hasta convertirse en reina.»
—Tendrías que haberte casado con Cay cuando el rey lo propuso, señora Morgana —dijo Elaine. al volver de su recado—. Los demás hombres de este castillo ya pasan de los sesenta años. Y la que se case con él no tendrá que dormir sola seis meses al año.
—Puedes quedarte con él, si quieres —dijo Morgana, amigablemente.
—Todavía me extraña que no lo aceptaras —dijo Ginebra—. Habría sido tan conveniente... Cay, hermano de leche y favorito del rey, y tú, su hermana y duquesa de Cornualles.
—Pero decidme, señora Morgana—dijo Elaine—. ¿fueron sólo sus cicatrices y su cojera lo que os amilanó? Cay no es ninguna belleza, pero sería un buen esposo.
—No me engañas —replicó Morgana. fingiendo un buen humor que no sentía—. Lo que te interesa no es mi felicidad conyugal con Cay. sino una boda que rompa la monotonía del verano. No seas codiciosa: ya tuviste la del señor Griflet con Meleas. esta primavera, y el año que viene habrá hasta un recién nacido para que arrulles.
—Pero lleváis mucho tiempo soltera, señora Morgana —dijo Alienor de Calis—. Y no podríais esperar mejor alianza que con el hermano de leche del rey.
—No tengo ninguna prisa por casarme. Y Cay estaba tan poco interesado en mí como yo en él.
Ginebra rió entre dientes.
—Cierto. Tiene una lengua tan afilada como la tuya y un carácter nada dulce.
—Además —dijo Meleas—, si Morgana se casara tendría que hilar para su familia. ¡Como de costumbre, está haciendo menos de lo que le corresponde!
Su huso volvió a girar, en tanto la bobina descendía lentamente hasta el suelo.
Morgana se encogió de hombros.
—En realidad, prefiero cardar, pero ya no hay más lana —dijo cogiendo el huso de mala gana.
Era cierto que detestaba hilar y lo rehuía en cuanto le era posible: retorcer la hebra entre los dedos, obligando al cuerpo a la inmovilidad, en tanto la bobina giraba y giraba y caía al suelo... y arriba otra vez, torcer y retorcer entre las manos... Era demasiado fácil caer en trance. Las mujeres chismorreaban sobre las pequeñas novedades cotidianas: las náuseas matutinas de Meleas. relatos sobre la escandalosa lascivia de Lot... «Yo podría contarles muchas cosas; doncella o matrona, duquesa o criada, todo le da igual mientras tenga faldas. Aun siendo la sobrina de su esposa, me costó no caer en su lecho...» Torcer la hebra, torcerla otra vez, y el huso que gira y gira. «Gwydion ya ha de estar crecido, tiene ya tres años.» Qué suerte, que no se pareciera a su padre; una pequeña réplica de Arturo en la corte de Lot habría dado pábulo a las habladurías, por cierto. Aun así, tarde o temprano alguien sumaría dos más dos...
Morgana levantó la cabeza, enfadada. Era muy fácil caer en trance mientras se hilaba, pero tenía que hacer su parte: en invierno haría falta lana para tejer... Cay no era el único hombre menor de cincuenta años en el castillo: también estaba Kevin el bardo, que había llegado con noticias del país del Estío… Con cuanta lentitud caía el huso... Retorcer, retorcer la hebra como si los dedos tuvieran vida propia. Incluso en Avalón entre las sacerdotisas, se ocupaba más de los tintes para evitar la odiosa tarea de hilar, que dejaba su mente vagar... Cuando la hebra giraba era como la danza en espiral en el Toral Tal vez era la bobina la que giraba en torno del hilo, enroscándose como una serpiente... Si fuera hombre podría cabalgar con las legiones de Caerleon, corriendo hacia los sajones como la sangre corre por las venas, sangre roja en torrentes vertiéndose sobre la tierra...
Oyó su grito, que había roto el silencio de la habitación. Dejó caer el huso, que rodó por la sangre roja que caía a borbotones sobre la tierra...
—¡Morgana! ¿Te has pinchado con la bobina, hermana? ¿Qué te sucede?
—Sangre en la tierra —tartamudeó ella—. Mirad, allí, allí, ante el sitial del rey, como una oveja sacrificada delante del rey...
Elaine la sacudió. Aturdida, se pasó una mano por los ojos. No había sangre: sólo el lento pasar del sol de la tarde.
—¿Qué has visto, hermana? —preguntó Ginebra con suavidad.
«¡Madre Diosa! Ha vuelto a suceder.» Morgana trato de serenar la respiración.
—Nada, nada. Sin duda me dormí y soñé algo. —¿No visteis nada? —Calla, la gorda esposa del mayordomo, la miraba ávidamente.
Morgana recordó la última vez, más de un año atrás, en que había caído en trance mientras hilaba y vio al caballo favorito de Cay con una pata rota, condenado a muerte en las cuadras.
—No. Fue sólo un sueño —dijo impaciente—. ¿Acaso todos los sueños tienen que ser un augurio?
—Si vais a profetizar, Morgana —bromeó Elaine—, tendríais que anunciarnos algo útil. Cuándo llegarán los hombres, por ejemplo, para ir calentando el vino. O si Meleas tendrá una niña o un varón. O cuándo tendremos a la reina embarazada.
—Calla, bestia —murmuró Calla, pues los ojos de Ginebra se habían llenado de lágrimas.
A Morgana le dolía la cabeza como consecuencia del trance no buscado: veía luces ante los ojos, como gusanos de colores.
—¡Estoy harta de esta vieja broma! —estalló—. No soy una curandera de aldea para traficar con encantamientos y pociones de amor. ¡Soy sacerdotisa!
—Bueno, bueno —dijo Meleas contemporizando—. Dejad a Morgana en paz. Con este sol cualquiera ve cosas que no existen. ¿Queréis agua, señora? —Y se acercó al cántaro de agua para ofrecerle un cazo, del que Morgana bebió con sed—. Por lo que sé, las profecías rara vez se cumplen. Lo mismo daría preguntar cuándo matará el padre de Elaine al dragón que persigue de año en año.
Previsiblemente, la broma dio resultado.
—Si es que existe —dijo Calla—. ¿O será una simple excusa para ausentarse cuando se harta del hogar?
—Nunca lo he visto —dijo Elaine—. Dios no lo permita. Pero algo se lleva las vacas, de vez en cuando, y una vez vi un gran rastro de baba en los campos, y una vaca medio comida, cubierta de un limo maloliente. Eso no fue obra de un lobo.
—Hablando de vacas —intervino Ginebra con firmeza—, tengo que preguntar a Cay si tenemos una oveja o un cordero para sacrificar. Si esta noche o mañana llegan los hombres, no podremos alimentarlos con gachas y pan con mantequilla. Despejemos los bancos. Morgana, acompáñame. Elaine, hija, lleva mi bordado a la alcoba y cuida que no se manche.
Ya en el pasillo, le preguntó en voz baja:
—¿En verdad viste sangre, Morgana?
—Soñé —repitió Morgana tercamente.
Ginebra la miró con atención, pero entre ambas solía haber un auténtico afecto y prefirió no insistir en el tema.
—Vamos a preguntar a Cay qué reservas de carne tenemos. —Bostezó—. Ojalá pase este calor. Es posible que venga tormenta; esta mañana se agrió la leche. Tengo que decir a las criadas que la usen para hacer cuajada en vez de dársela a los cerdos.
—Eres muy buena ama de casa, Ginebra —comentó Morgana irónica—. Yo sólo pensaría en engordar a los cerdos.
—Ya están muy gordos, con tantas bellotas maduras. —La reina volvió a observar el cielo—. ¡Mira! ¿Eso fue un relámpago?.
Morgana vio la descarga refulgente.
—Sí. Los hombres llegarán mojados y con frío. Tendríamos que preparar vino caliente —dijo distraída.
De inmediato dio un respingo. Ginebra parpadeaba.
—Ahora estoy convencida de que eres vidente. Diré a Cay que traiga carne.
Y se fue por el patio, mientras Morgana se apretaba la cabeza dolorida con una mano. «Esto no marcha bien.» En Avalón le habían enseñado a controlar la videncia, a no permitir que la pillara desprevenida. Pronto estaría vendiendo encantamientos y filtros de amor por puro aburrimiento. «Algún día me rebajaré a dar a Ginebra el hechizo que busca para dar un heredero a Arturo.»
La mayoría de las damas no pensaban más allá de la comida siguiente. Ginebra y Elaine, en cambio, tenían alguna instrucción; con ellas solía sentirse casi tan cómoda y relajada como en la Casa de las doncellas. La tormenta estalló poco antes del anochecer, con granizo y lluvia torrencial. Cuando el vigía de la torre anunció la proximidad de jinetes, Morgana no dudó que eran Arturo y sus hombres. Poco después, en las murallas de Caerleon se apiñaban hombres y caballos. Ginebra había ordenado iluminar el patio con antorchas, asar una oveja y preparar vino caliente. Como buen capitán, Arturo se ocupó del alojamiento de hombres y caballos antes de entrar en el patio, donde lo esperaba Ginebra. Llevaba la cabeza vendada y se apoyaba un poco en el brazo de Lanzarote, pero desechó con un gesto sus preguntas nerviosas.
—Ha sido una escaramuza, había jinetes enemigos en la costa. ¡Huelo a cordero asado! Esto es cosa de magia. ¿Cómo sabíais que vendríamos?
—Morgana me lo dijo. También tenemos vino caliente —replicó Ginebra.
—Bueno, es una suerte contar con una hermana vidente. —Arturo le dio un beso con una sonrisa jovial que le acentuó el dolor de cabeza.
—Estás herido, esposo mío. Permite que te atienda...
—No es nada. Nunca pierdo mucha sangre si llevo esta vaina. Pero ¿cómo estás tú, señora, después de tantos meses? Esperaba que...
Los ojos de la reina se llenaron lentamente de lágrimas.
—Me equivoqué otra vez. Oh, señor, esta vez estaba tan segura...
Él le estrechó la mano, sin poder expresar su desencanto.
—Bueno, bueno, Morgana tendrá que darte alguna pócima dijo—. Aún no somos viejos, Ginebra mía.
«Pero tampoco soy joven —pensó ella—. A los veinte años la mayoría de las mujeres ya tiene hijos criados. Melcas sólo tiene catorce y medio.» Trataba de parecer despreocupada y serena, pero la reconcomía la culpa. La primera obligación de una reina era dar al rey un hijo varón.
—¿Cómo está mi querida señora? —Lanzarote le hizo una sonriente reverencia y ella le dio la mano a besar—. Cada vez que regresamos a Caerleon os encuentro más bella que antes Comienzo a pensar que Dios lo ha decretado: mientras las otras mujeres envejecen y engordan, vos estaréis siempre hermosa.
Ella sonrió, reconfortada; tal vez era mejor no volverse tripona y fea; no habría soportado que Lanzarote la viera así. Aunque el mismo Arturo tenía un aspecto desaliñado, como si no se hubiera cambiado de ropa en toda la campaña, el caballero del lago estaba tan impecable como siempre. Parecía más rey que el propio rey.
Mientras las criadas pasaban con bandejas, ofreciendo carne y pan, Arturo se llevó a Ginebra a un lado.
—Ven a sentarte con Lanzarote y conmigo, Ginebra, para que charlemos. Tú también, Morgana, siéntate a mi lado. Estoy harto de estas campañas; quiero oír chismes sin importancia. —Mordió con apetito un trozo de pan—. ¡Qué grato es comer pan recién horneado en vez de galletas y carne seca!
Lanzarote se volvió hacia Morgana.
—¿Cómo estás, prima? ¿Hay alguna noticia de Avalón? Tenemos aquí a alguien deseoso de recibirlas: mi hermano Balan ha venido con nosotros.
—No tengo noticias de Avalón —dijo Morgana—. Pero hace años que no veo a Balan; supongo que él las tendrá más recientes.
—Está allí. —El caballero señaló a los hombres reunidos en el salón—. Arturo lo invitó a cenar. Sería un detalle que le llevaras una taza de vino, Morgana, y la bienvenida de una señora, aunque no sea su novia, sino un familiar.
Morgana cogió un cuerno lleno de vino y caminó alrededor de la mesa, gratamente complacida por la atención que despertaba, aun sabiendo que, tras tantos meses de campaña, habrían mirado así a cualquier señora bien vestida.
—Os saludo, primo. Lanzarote os envía vino de la mesa del rey.
—Os ruego que lo probéis primero, señora. —De inmediato Balan parpadeó—. ¿Sois Morgana? Apenas os reconozco, tan elegante. ¿Cómo está la Dama?.
Morgana se llevó el cuerno a los labios (una cortesía en la corte recuerdo de los tiempos en que no era raro envenenar a los reyes rivales) y se la entregó.
—Esperaba saber de Viviana por medio de vos. pariente.
Hace muchos años que falto de Avalón —dijo.
—Sí supe que estabais en la corte de Lot. ¿Acaso reñísteis con Morgause?
Morgana negó con la cabeza.
—No, pero no es fácil librarse de la cama de Lot.
—Así que vinisteis a la corte de Arturo, como dama de su reina—comentó Balan—. Ginebra cuida bien a sus doncellas y la casa ventajosamente. ¿Aún no os ha conseguido un buen esposo, prima?
Morgana se obligó a responder en tono alegre.
—¿Esto es una proposición, mi señor Balan?
Él rió entre dientes.
—Os la haría si no fuéramos parientes tan cercanos. Pero me dijeron que Arturo pensaba casaros con Cay, puesto que habéis abandonado Avalón.
—Ni a Cay ni a mí nos interesaba —replicó Morgana seca—. Y no he dicho que no piense volver a Avalón, el día en que Viviana mande por mí.
Por un momento creyó ver en los ojos marrones de Balan el parecido con Lanzarote.
—Cuando era niño pensaba mal de la Dama..., de Viviana; creía que no me amaba como corresponde a una madre. Pero ahora sé que, cuando me entregó en tutela a la señora Priscila, me dio una madre amante, un hermano de la misma edad para que nos criáramos juntos y un buen hogar, donde pudiera conocer al verdadero Dios.
Morgana sonrió ligeramente.
—En ese aspecto no comparto vuestra gratitud, pues creo que la Dama hizo mal cuando permitió que su hijo abandonara a sus dioses. Pero ella solía decirme que cada uno tiene que adoptar las creencias religiosas y espirituales que más le satisfagan.
—Balin podría discutir con vos mejor que yo; es más piadoso y mejor cristiano. Yo sólo puedo repetir lo que dicen los curas: que sólo hay una fe verdadera. —Luego miró hacia la mesa principal—. Decidme, prima, vos que lo conocéis mejor: ¿qué peso lleva nuestro Lanzarote en el corazón?
Morgana inclinó la cabeza.
—Si lo supiera. Balan, no podría contaros un secreto ajeno.
—Tenéis razón, pero detesto verlo tan angustiado. Nuestra madre trató a Lanzarote peor que a mí. Nunca tuvo un hogar, ni en Avalón ni en la corte de Ban de Benwick, donde fue sólo uno más entre los bastardos del rey. Me gustaría que Arturo le diera una esposa, para que pudiera tener finalmente un hogar.
—Bueno —dijo Morgana. en tono ligero—, si el rey quiere que me case con Lanzarote, no tiene más que fijar la fecha.
—¿No sois parientes demasiado cercanos? —objetó Balan. Luego reflexionó por un momento—. Supongo que no, Igraine y Viviana son sólo medio hermanas. Y ninguno de los dos tendría que abandonar la corte: vos sois la favorita de la reina, como Lanzarote lo es del rey. ¡Ojalá sea así! —La observó con amable preocupación—. Vos también habéis pasado de sobra la edad para que Arturo os asigne un marido.
«¿Y por qué darme, como si yo fuera uno de sus caballos?», se preguntó Morgana. Pero luego se encogió de hombros; al haber vivido tanto tiempo en Avalón, a veces olvidaba que las leyes romanas convertían a las mujeres en propiedad de los hombres de su familia. El mundo había cambiado y de nada servía rebelarse contra lo que no tenía remedio.
Poco después volvió a rodear la gran mesa que Arturo había recibido de su suegro como presente de bodas. Quedaba muy justa en el salón principal de Caerleon, a pesar de que era muy grande. En un sitio tuvo que trepar a los bancos, que estaban demasiado cerca de la pared.
—¿No tenemos a Kevin? —preguntó Arturo—. En ese caso, que cante Morgana. Me apetecen mucho el sonido de la lira y las cosas civilizadas.
Morgana ordenó a uno de los criados que llevara la lira de su alcoba. El muchacho tuvo que trepar al banco y perdió pie; sólo la celeridad de Lanzarote, que alargó una mano para sostenerlo, impidió la caída del instrumento. Arturo arrugó el entrecejo.
—Mi suegro fue muy amable al enviarme esta gran mesa redonda —dijo—, pero en Caerleon no hay suficiente espacio. Creo que, cuando hayamos expulsado a los sajones para siempre, haré construir un salón sólo para darle cabida.
—Entonces no se construirá nunca —rió Cay—. «Cuando expulsemos a los sajones para siempre» equivale a decir «cuando las ranas críen pelo» o «cuando las vacas vuelen».
—O cuando el rey Pelinor mate a su dragón —rió Meleas.
Arturo sonrió.
—No os burléis de Pelinor y su dragón —dijo—, pues se comenta que lo han vuelto a ver.
—Oh, sí. Siempre hay quien ve dragones o a gente del antiguo pueblo de las hadas, pero yo nunca los conocí.
—¿Y lo dices tú, que te educaste en Avalón, Lanzarote del Lago—preguntó Morgana delicadamente.
Él se volvió a mirarla.
—A veces eso me parece irreal. ¿No te sucede lo mismo, prima?
—Es cierto —respondió Morgana—, pero en ocasiones siento nostalgia de Avalón.
—También yo, prima. Jamás, desde la noche de bodas de Arturo, le había dado a entender que sintiera por ella algo más que el cariño de los compañeros de infancia. Morgana creía haber aceptado el dolor, pero la hería de nuevo cada vez que aquellos bellos ojos oscuros la miraban con tanta bondad.
«Tarde o temprano todos pensarán como Balan: los dos estamos solteros, la hermana del rey y su mejor amigo...»
Arturo dijo:
—Bueno, cuando hayamos expulsado a los sajones (y no os riáis), me construiré un castillo con un salón donde quepa esta mesa. Ya he escogido el emplazamiento: una colina donde existe una fortaleza anterior a los tiempos romanos, junto al lago y cerca del reino de vuestro padre, Ginebra.
—Lo conozco —dijo ella—, había un viejo pozo en ruinas donde encontrábamos puntas de flecha de los duendes. —Le parecía extraño recordar un tiempo en que le gustaba pasear bajo el cielo abierto, cuando ahora se mareaba si no tenía una muralla a mano.
—Es un sitio fácil de fortificar —continuó el rey—, aunque espero que por entonces tengamos paz y sosiego en esta isla.
—Innoble deseo en un guerrero, hermano —dijo Cay—. ¿Qué harías en tiempos de paz?
—Pedir a Kevin que compusiera canciones, domar yo mismo mis caballos y montarlos por placer. Mis compañeros y yo podríamos criar a nuestros hijos sin ponerles una espada en la mano antes de que acaben de crecer.
Lanzarote agregó:
—Para mantener vivo el arte de la guerra, celebraremos juegos como en los tiempos antiguos y coronaremos al ganador con guirnaldas de laurel. Y también habrá guirnaldas para los arpistas. Canta. Morgana.
—Será mejor que cante ahora —dijo—, pues supongo que cuando los hombres celebréis vuestros juegos, las mujeres lo tendremos prohibido.
Comenzó a entonar un antiguo canto que había oído en Tintagel. En el silencio del salón, sabiéndolos a todos pendientes de su voz. continuó con viejas canciones de las islas. Cuando empezó a quedarse ronca, aunque todos pedían más, alzó una mano en protesta.
—Basta. No puedo cantar más, de veras. Parezco un cuervo.
Poco después, Arturo hizo apagar las antorchas y acompañar a los huéspedes a sus aposentos. Una de las tareas de Morgana era cuidar que las damas solteras de la reina estuvieran sanas y salvas en el largo cuarto de arriba, lejos de los soldados. Pero se demoró un momento contemplando a la pareja real, que daba las buenas noches a Lanzarote.
—He ordenado a las mujeres que os preparen la mejor cama de huéspedes —dijo Ginebra.
Pero él negó con la cabeza, riendo.
—Soy soldado. No puedo acostarme sin comprobar que hombres y caballos estén bien alojados.
Arturo, riendo entre dientes, rodeó con un brazo la cintura de Ginebra.
—Tenemos que casarte, Lanzarote, para que no pases frío por la noche. No por ser mi capitán de caballería tienes que dormir entre las monturas.
Ginebra sintió una punzada en el pecho, temiendo que él volviera a decir, como lo hizo una vez: «Mi reina ocupa todo mi corazón y no tengo lugar allí para otra señora.» Contuvo el aliento, pero Lanzarote se limitó a suspirar.
«No: soy una mujer casada y cristiana. Hasta pensarlo es pecado; tengo que hacer penitencia.» Y luego, con un nudo en la garganta que incluso le impedía tragar, el pensamiento llegó sin invitación: «Ya es suficiente penitencia estar separada del hombre que amo.» Y de inmediato se le escapó una exclamación de espanto que sobresaltó al rey.
—¿Qué te pasa, amor mío? ¿Te has hecho daño?
—Me... me he pinchado con un alfiler. —Y apartó los ojos, fingiendo buscar el alfiler entre los pliegues de su vestido. Al ver que Morgana la observaba se mordió el labio. «Está siempre observándome... y es vidente. ¿Acaso conoce todos mis pensamientos pecaminosos? ¿Por eso me mira con tanto desdén?»
Sin embargo, Morgana la trataba con bondad de hermana. Y en el primer año de casada, cuando una fiebre le hizo perder al niño que gestaba desde hacía cinco meses, cuando no soportaba la presencia de ninguna de sus damas, Morgana la había atendido casi como una madre. ¿Cómo podía ser tan desagradecida?
Lanzarote se retiró. Ginebra, consciente del brazo que le rodeaba la cintura y del franco anhelo de Arturo, sintió un súbito resentimiento: «Desde aquella vez no he vuelto a concebir. ¿No puede siquiera darme un hijo?» Claro que debía de ser culpa suya; debía de haber cogido la enfermedad de las vacas que expulsan a los terneros antes de tiempo, una y otra vez. Desgarrada por la culpa, siguió a su esposo a la alcoba.
—No era una simple broma, Ginebra —dijo Arturo mientras se quitaba las calzas—. Es preciso casar a Lanzarote. ¿Has visto cómo le siguen los niños y qué bien los trata? Necesita hijos. ¡Lo casaremos con Morgana!
—¡No!
La palabra surgió como arrancada. Arturo se sorprendió.
—¿Qué te pasa? ¿No te parece perfecto? Mi hermana y mi mejor amigo. Y sus hijos serían herederos del trono, si Dios no nos enviara hijos... No, no, no llores, amor mío. No es un reproche, los hijos vienen cuando la Diosa así lo quiere; sólo ella sabe cuándo tendremos uno. Quiero mucho a Gawaine, pero no voy a poner a un hijo de Lot en el trono. Morgana es hija de mi madre; Lanzarote, mi primo.
—Poco importa que él tenga hijos o no —observó Ginebra—. Es el quinto o el sexto entre los varones del rey Ban, y bastardo por añadidura.
—No esperaba oírte ese reproche. Y no es un bastardo vulgar, sino hijo del bosque y del Gran matrimonio.
—¡Obscenidades paganas! Tendrías que limpiar esa mugre hechicera de tu reino.
Arturo, inquieto, se metió bajo el cobertor.
—He jurado honrar a Avalón por la espada que me dieron en mi coronación.
Ginebra echó un vistazo a la gran Escalibur. que parecía burlarse de ella. Después de apagar la luz se acostó junio a Arturo, diciendo:
—Jesucristo te cuidará mejor que ninguno de esos malvados encantamientos. No tuviste nada que ver con esas viles diosas antes de subir al trono, ¿verdad? ¡Éste es un país cristiano!
Él se agitó con desasosiego.
—En este país hay muchos pueblos y yo debo fidelidad a todos, no sólo a los seguidores de Cristo.
—Creo que ésos son tus verdaderos enemigos, no los sajones. Un rey cristiano sólo tiene que guerrear contra quienes no siguen a Cristo.
Eso le provocó una risa nerviosa:
—¡Hablas como el obispo Patricio, que quiere convertir a los sajones en vez de pasarlos por la espada!
Pero Ginebra no sonrió y él acabó por suspirar.
—Bueno, piénsalo, esposa mía. Me parece la mejor alianza: mi amigo más querido y mi hermana. Así, sus hijos serían mis herederos. —Y agregó, buscándola con los brazos en la oscuridad—: Pero ahora tratemos de hacer que nuestros herederos sean los que tú me des, amor mío.
—Dios lo permita —susurró Ginebra.
E intentó borrar todo de su mente.
Morgana se demoró junto a la ventana mucho después de que las mujeres estuvieran acostadas. Elaine, que compartía su lecho, murmuró:
—Venid a dormir, Morgana. Es tarde; debéis de estar cansada.
Ella negó con la cabeza.
—Creo que la luna se me ha metido en la sangre; no tengo sueño.
No quería cerrar los ojos para que la imaginación la atormentara. A su alrededor, los hombres se reunían con sus esposas; incluso los soldados solteros habrían hallado alguna mujer para pasar noche. Desde el rey hasta el último de los caballerizos, todos dormían aquella noche en brazos de alguien, salvo las doncellas de la reina: Ginebra se creía en la obligación de custodiar su castidad.
Lanzarote, en las bodas de Arturo... Había quedado en la nada, aunque no por voluntad propia, y él se ausentaba de la corte tan a menudo como podía, sin duda para no ver a Ginebra con Arturo. «Pero ahora está aquí» Y también estaba solo, entre soldados y caballos, sin duda soñando con la reina, la única mujer del reino que no podía poseer.
«Yo podría haberlo hecho feliz, aunque ya no pueda darle hijos. Hubo un tiempo en que me deseó, antes de que conociera a Ginebra. Y también después... A no ser por aquel accidente, la habría olvidado entre mis brazos.
»Y soy atractiva. Esta noche, mientras cantaba, muchos de los caballeros me miraban con deseo...
»Podría hacer que Lanzarote me deseara...» __¿No venís a acostaros, Morgana? —preguntó Elaine, impaciente.
—Todavía no. Creo que saldré a caminar.
—¿No tenéis miedo, con tantos hombres acampando por aquí?
—¡Bueno, ya estoy cansada de dormir sola! —rió Morgana Viendo que la broma ofendía a su compañera, añadió con más suavidad—: Soy la hermana del rey. Nadie me tocará contra mi voluntad. Además, no soy tan tentadora. Ya tengo veintiséis años, Elaine.
Se acostó sin desvestirse. En la oscuridad y el silencio, su imaginación o la videncia formaron imágenes, tal como temía: Arturo con Ginebra, hombres con mujeres en todo el castillo, por amor o simple lujuria. Y Lanzarote, sus besos en el Tozal, su deseo en las caballerizas...
De pronto, con la claridad de la videncia, la figura del caballero llegó a su mente: caminaba por el patio, solo, con el rostro expresando soledad y frustración.
En silencio, con cuidado para no despertar a la niña, se deslizó fuera de la cama. Después de calzarse los zapatos salió del cuarto moviéndose sin ruido, como un espectro de Avalón.
«Si es un sueño nacido de mi imaginación, si no está allí, pasearé un poco a la luz de la luna para calmar mi fiebre. Y luego volveré a mi cama sin haber hecho ningún daño.» Pero la imagen persistía; Lanzarote estaba allí, solo y desvelado, como ella.
También era de Avalón. Las mareas del sol también corrían por su sangre. De pronto sintió un súbito sentimiento de vergüenza: si el vigía la descubría allí, todos sabrían que la hermana del rey deambulaba por la casa, entregada al puterío, cuando las personas decentes dormían...
—¿Quién vive? ¡Alto! ¡Daos a conocer!
La voz fue grave y áspera: la voz de Lanzarote. Súbitamente, pese a su exaltación, Morgana sintió miedo: su videncia había resultado acertada, pero ¿qué pasaría ahora? Lanzarote había llevado la mano a la espada, parecía muy alto y delgado entre las sombras.
—No —dijo Morgana en voz muy queda.
Él apartó la mano de la espada.
—¿Eres tú, prima? ¿Tan tarde? ¿Me buscabas? ¿Pasa algo? Arturo..., la reina...
«Incluso ahora sólo piensa en la reina», pensó Morgana con un cosquilleo de enfado y nerviosismo.
—No, todo está bien... al menos que yo sepa. Pero no podía dormir. ¿Cómo me preguntas qué hago aquí, si tú mismo no estás en la cama?
Percibió que Lanzarote sonreía.
—Estaba inquieto. Tal vez la luna se me ha metido en la sangre.
Era la misma frase que ella había dicho a Elaine; de algún modo pareció un buen presagio, símbolo de que la mente del uno respondía a la llamada del otro. Lanzarote seguía hablando delicadamente en la oscuridad.
—En noches como ésta pienso mucho en la guerra. Se diría que en estas islas todos los hombres viven pensando en el combate; la paz es tan sólo un tranquilo interludio femenino —suspiró—. Son ideas sombrías. Se explica que el sueño nos eluda, Morgana. Esta noche daría todas las armas por una manzana de los huertos de Avalón...
Apartó la cara. Morgana puso una mano en la suya.
—También yo, primo.
—No sé por qué siento nostalgia de Avalón, si no viví mucho tiempo allí —musitó Lanzarote—. Sin embargo, lo recuerdo como el lugar más hermoso de la tierra... si es que existe. Creo que la antigua magia de los druidas la apartó de este mundo porque era demasiado bella para nosotros, hombres imperfectos. Supongo que es como un sueño del Paraíso, imposible... —Se interrumpió con una carcajada—. ¡A mi confesor no le gustaría oírme decir estas cosas!
Morgana sonrió.
—¿Te has vuelto cristiano, Lanzarote?
Él bajó la cabeza. Con la mirada ya habituada a la penumbra, Morgana lo vio con claridad: la delicada línea de la sien curvándose hacia el ojo, la curva larga y estrecha de la mandíbula, el pelo que se rizaba sobre la frente. Una vez más su hermosura fue un dolor en el corazón.
—Ya no sé lo que creo —dijo el caballero—, pero he visto morir a muchas personas en esta larguísima guerra. Y en esos momentos pienso que la fe es una ilusión, que todos morimos como las bestias, sin que haya más. Que los dioses y las diosas son fábulas para consuelo de los niños. Ah, Morgana, ¿por qué estamos hablando así? Tendrías que ir a descansar, prima, y también yo.
—Me iré, si quieres.
Pero al volverle la espalda la inundó la felicidad, pues él le buscó la mano.
—No, no; cuando estoy solo caigo presa de estas angustiosas dudas. Si han de venir, prefiero expresarlas en voz alta para que el oído me diga lo descabelladas que son. Quédate conmigo, Morgana...
—Cuanto quieras —susurró ella con lágrimas en los ojos.
Y lo abrazó por la cintura. Lanzarote la estrechó con brazos fuertes, pero de inmediato la soltó, lleno de remordimientos.
—Eres tan menuda..., lo había olvidado. Podría quebrarte con las dos manos, prima...—Le acarició el pelo, que ella había cubierto con un velo, y enredó una guedeja a sus dedos—. Morgana Morgana, a veces pienso que eres una de las pocas cosas completamente buenas que hay en mi vida. Como las hadas de los viejos cuentos, que llegan de una tierra desconocida para decir a un mortal palabras de belleza y esperanza. Y luego se alejan otra vez hacia las islas del Oeste, sin que se las vuelva a ver.
—Pero yo no me iré —susurró ella.
—No. —A un lado del patio había un bloque de piedra donde los hombres solían sentarse a esperar sus caballos; la atrajo hacia sí, diciendo:
—Siéntate aquí, a mi lado. —Luego vaciló—. No, no es buen lugar para una señora. —Y se echó a reír—. Tampoco la cuadra, aquel día. ¿Te acuerdas, Morgana?
—Pensaba que lo habías olvidado al caer de ese maldito caballo.
—No lo maldigas. Más de una vez ha salvado la vida a Arturo en el combate; para él es un ángel guardián —dijo Lanzarote—. Ah, qué día tan desgraciado aquél. Habría sido muy injusto, prima, si te hubiera tomado así. Muchas veces he deseado pedirte perdón, oírte decir que no me guardabas rencor.
—¿Rencor? —Morgana levantó la mirada, súbitamente mareada por un arrebato de emoción intensa—. ¿Rencor? Antes se lo guardaría a quienes nos interrumpieron.
—¿De veras? —Su voz sonaba suave. Le cogió la cara entre las manos para apoyar sus labios contra los de ella, con deliberación. Morgana se apretó contra él, entreabriendo la boca, y sintió la erizada suavidad de su piel rasurada, la cálida dulzura de su lengua. Él la atrajo más, casi alzándola en vilo. El beso se prolongó hasta que ella, contra su voluntad, tuvo que separarse Para respirar. Lanzarote rió por lo bajo, admirado.
»Parece que volvemos a las mismas... y esta vez voy a degollar a quien nos interrumpa. Pero besarnos en el patio de las caballerizas, como un mozo de cuadra y una fregona... ¿Qué hacemos, Morgana? ¿Adonde podemos ir?
No parecía haber un sitio seguro para ellos. Morgana dormía con otras cinco damas y Lanzarote, entre sus soldados Además, algo le decía que aquélla no era la manera correcta: la hermana y el amigo del rey no podían revolcarse en los pajares La manera correcta, si en verdad se deseaban, era esperar hasta el amanecer y pedir a Arturo permiso para casarse...
No obstante, en el fondo sabía que no era lo que Lanzarote quería; quizá la deseara en un momento de pasión, pero nada más. Y tampoco ella quería casarse, con él ni con nadie, aunque pensara que era lo mejor para alejarlo de la corte, por su bien, el de Arturo y hasta el de Ginebra.
Fue un pensamiento fugaz. La aturdía su proximidad, el sonido del corazón que palpitaba junto a su mejilla. La deseaba; ahora no pensaba en Ginebra, ni en nadie, sino en ella. «Que sea como lo quiere la Diosa: hombre y mujer...»
—Ya sé —susurró, tomándolo de la mano.
Detrás de las cuadras había un sendero que conducía al huerto. La hierba era espesa y suave; en las tardes de sol las mujeres solían sentarse allí.
Lanzarote extendió su capa en el césped. Los rodeaba un aroma indefinible de hierba y manzanas verdes. «Casi como en Avalón», pensó ella. Y Lanzarote, con esa habilidad que tenía para compartir sus pensamientos, murmuró:
—Hemos encontrado un rincón de Avalón.
Y la acostó a su lado. Le quitó el velo para acariciarle el cabello, pero no parecía tener prisa; la mantenía abrazada con suavidad, inclinándose de vez en cuando para besarla en la mejilla o en la frente.
—La hierba está seca; no hay rocío. Lo más probable es que llueva antes de la mañana —murmuró acariciándole el hombro.
Sus manos estaban encallecidas por la espada; al sentirlas tan recias la asombró recordar que él tenía cuatro años menos. Luego le desató el corpiño del vestido. Morgana se sentía aturdida, trémula; la pasión la inundaba como la marea al cubrir una playa, se ahogaba en sus besos. Lanzarote murmuró algo que ella no oyó; estaba más allá de las palabras.
Lanzarote tuvo que ayudarla a desvestirse; los vestidos que se usaban en la corte eran más complejos que las simples túnicas de las sacerdotisas. Se sentía torpe, incómoda. ¿Le gustaría? Tenía los pechos tan blandos y fláccidos desde el nacimiento de Gwydion...
Pero él los acarició sin notar nada, pellizcando los pezones entre los dedos y luego, delicadamente, entre los labios y los dientes. Entonces Morgana perdió la conciencia por completo; nada existía en el mundo, salvo aquellas manos, el pulso de sus dedos, que recorrían los hombros, la espalda, el fino vello oscuro. Siempre había pensado que el vello del pecho masculino sería duro y elástico, pero aquél se rizaba suave y sedoso. Recordó, deslumbrada, que su primera vez, la única, había sido con un doncel de diecisiete años a quien había tenido que guiar. Llegaba a Lanzarote casi virgen. En un acceso de pena, lamentó que no fuera, en verdad, su primera vez. Así tuvo que haber sido. Movió su cuerpo contra el suyo en una súplica, gimiendo. Ya no soportaba esperar más.
Al parecer Lanzarote aún no estaba listo, aunque el cuerpo de Morgana palpitaba de vida y deseo. Se movió contra él, ávida, incitante. Susurró su nombre, ya suplicante, casi temerosa. Él continuó besándola con suavidad, con caricias tranquilizadoras. Pero ella no quería tranquilizarse: su cuerpo pedía a gritos la culminación; aquello era un tormento. Trató de implorarle, pero sólo emitió un sollozo.
Lanzarote la abrazó con suavidad sin dejar de acariciarla.
—Calla, calla, Morgana, no, espera, ya basta... No quiero hacerte daño ni deshonrarte, no pienses eso... Ven, acuéstate a mi lado, deja que te abrace. Te dejaré satisfecha.
Desesperada, confundida, ella lo dejó hacer; pero mientras su cuerpo estallaba en gritos por el placer que él le estaba dando, una curiosa ira crecía en su interior. ¿Dónde estaba el flujo de vida entre dos cuerpos, macho y hembra, las mareas de la Diosa? Era como si Lanzarote estuviera frenando esa marea, convirtiendo su amor en una burla, un juego, una parodia. Y no parecía importarle, como si así debiera ser, para que ambos quedaran satisfechos... como si sólo importaran los cuerpos, aunque no hubiera una gran unión con todo lo vivo. Para la sacerdotisa criada en Avalón, armonizada con los grandes ritmos de la vida y la eternidad, ese acto de amor cuidadoso, sensual y calculado era casi una blasfemia.
Y entonces, en las profundidades de aquella mezcla de placer y humillación, comenzó a disculparlo. Él no se había educado en Avalón, sino en un campamento militar. Quizás estaba habituado a mujeres que sólo le ofrecían un momento de Paz para el cuerpo. «No quiero hacerte daño ni deshonrarte», había dicho, como si pudiera haber algo malo o deshonroso en aquella unión.
Él se había apartado un poco, ya frío, pero aún la tocaba y la acariciaba. Morgana cerró los ojos, aferrándose a él, furiosa y desolada. Tal vez no merecía otra cosa por haberse comportado como una mujerzuela. Aún lo deseaba, con un dolor intolerable que jamás calmaría por completo. Y él no la que. ría; sólo deseaba a Ginebra... o a cualquier otra a quien pudiera gozar sin dar de sí más que ese vacío contacto de piel con piel Entre el dolor y el deseo de amor se estaba filtrando una fina veta de desprecio. Y aquél era el peor de los tormentos: no amarlo menos, saber que lo amaría siempre igual.
Se incorporó y se puso el vestido con dedos temblorosos. Él la observaba en silencio. Después de largo rato dijo, apenado:
—Hemos obrado mal, Morgana mía, tú y yo. ¿Estás enfadada conmigo?
Ella no pudo hablar; tenía la garganta cerrada por un nudo de dolor. Al fin dijo, forzando la voz:
—No, enfadada no. —Habría debido alzar la voz, gritarle, exigirle lo que él no podía dar.
—Somos primos, parientes... a pesar de que no ha habido daño —adujo él, con voz trémula—. Al menos no tengo que reprocharme por haberte arriesgado al deshonor delante de toda la corte. No lo haría por nada del mundo, prima. Te quiero bien.
Morgana ya no pudo contener los sollozos.
—Te lo ruego en nombre de la Diosa, Lanzarote: no hables así. ¿Qué daño podía haber? Es lo que manda la Diosa, lo que los dos deseábamos...
Él hizo un gesto de inquietud.
—Hablas de cosas paganas... Casi me asustas, prima. —Se vistió con manos temblorosas. Por fin dijo, casi balbuceando—: El pecado me parece más mortal de lo que es, supongo... Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana.
Fue como una bofetada cruel y traicionera. Por un momento no pudo hablar. Después, por un instante, toda la ira de la Diosa pareció poseerla. Sintió que se erguía con todo el hechizo de las sacerdotisas; pequeña e insignificante como era, se mostró muy grande ante él. Y el poderoso caballero, capitán de la caballería, se encogió, intimidado como todos ante la imagen de la Diosa.
—Eres... eres un despreciable necio, Lanzarote —dijo— ¡No vales siquiera una maldición!
Se volvió y echó a correr, dejándolo sentado allí, con los calzones a medio subir, atónito y avergonzado. Le palpitaba el corazón. Una parte de ella había querido gritarle con furia; la otra, derrumbarse en un llanto desesperado, suplicarle el amor profundo que le negaba. Por su mente pasaban pensamientos fragmentados, una vieja leyenda sobre la ira de la Diosa desdeñada, el dolor de haber logrado lo que deseara durante tantos años y de que sólo fuera polvo y cenizas.
En Avalón aquello no habría sucedido; nadie habría rechazado su poder. Se paseó de un lado a otro, con un fuego que le quemaba en las venas, sabiendo que nadie podía comprender sus sentimientos, salvo otra sacerdotisa. «Viviana —pensó con nostalgia—. Viviana comprendería, o Cuervo, o cualquiera de las que fuimos educadas en la Casa de las doncellas. ¿Qué he estado haciendo durante tantos años, lejos de mi Diosa?»
HABLA MORGANA...
Tres días después obtuve la autorización de Arturo para abandonar su corte y viajar a Avalón. Sólo dije que sentía nostalgia de la isla y de Viviana. Y en aquellos días no hablé con Lanzarote, como no fuera para saludarlo cuando no podíamos evitar el encuentro. Aun entonces noté que no me miraba a los ojos. Y me sentí furiosa y avergonzada, y me esforcé por no cruzarme con él.
Por fin monté a caballo y me encaminé hacia el este, entre las colinas. No volví a Caerleon en muchos años. Tampoco tuve noticias de lo que aconteció en la corte de Arturo... Pero ese relato queda para otra oportunidad.
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