Giovanni Papini El Libro Negro
Conversación 61
LA HISTORIA UNIVERSAL A VUELO DE CUERVO
Conversación 61
LA HISTORIA UNIVERSAL A VUELO DE CUERVO
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Me han dicho que en esta famosa universidad, en la que dictó cátedras de historia Federico
Schiller, hay ahora un historiador de ingenio extraordinario, discípulo de Vollgraf y adversario de
Toynbee, que arrastra a sus lecciones un auditorio numerosísimo compuesto en su mayoría por
oyentes extraordinarios y por muy pocos estudiantes matriculados. También yo quise ir a
escuchar sus clases.
El profesor Eselstein es un hombre macizo, elefantino, de rostro rubicundo y de cabellera rojiza.
Habla con voz suave y sutil, lo que causa un contraste enorme con su corpulencia.
Comenzó afirmando que todas las divisiones actuales de la historia universal, son tontas,
superficiales y erróneas. Según Eselstein, la menos estúpida es la que se funda en el agua ydivide
la historia del género humano en tres edades: potámica, mediterránea v oceánica. Mas, también
esta división tiene un valor más espacial y geográfico que temporal e histórico, de modo que ha
de ser rechazado lo mismo que las otras.
Afirma el profesor que la división de los periodos históricos se ha de hacer teniendo en cuenta el
factor esencial, dominante y permanente de la historia que se ha desenvuelto hasta el presente. De acuerdo con su juicio es ahora claro que ese factor constante y determinante, tanto en las
alternativas internas de cada nación como en las relaciones entre los pueblos, es el propósito de
suprimir el mayor número posible de adversarios, en lo interno para asegurarse el poder, en lo
exterior para apoderarse de nuevas tierras y riquezas. La guerra, antes que nada la guerra, la
guerra por encima de todo, sea guerra civil o guerra de conquista: éste es el factor primigenio que debe tener muy en cuenta el verdadero historiador.
Pero, las guerras no se hacen sin armas, y las victorias de los Estados y las sucesivas hegemonías
de las civilizaciones dependieron casi siempre del descubrimiento y del uso de las armas más
perfeccionadas o sea más mortíferas.
Por lo tanto, la historia se divide en tantas épocas cuantas fueron las revoluciones en los
armamentos, en los medios más aptos para el exterminio de seres vivientes.
La primera edad; o la prehistórica, se determina por las piedras con puntas y las redondeadas.
La segunda edad comienza con el uso de los metales que permitió el invento del hacha y de las
espadas, instrumentos más manejables y mortíferos que las piedras. Pero la verdadera revolución
se inició en la tercera época, en que se vio la aparición de la lanza y el arco. Con estas armas, y
especialmente la segunda, concluyó el primitivo cuerpo a cuerpo entre los combatientes; con la
flecha entró a jugar un gran principio que se ha ido afirmando cada vez más: la posibilidad de
matar al enemigo estando a gran distancia.
La cuarta época, caracterizada por el descubrimiento del fuego griego y de las catapultas, implica
otra revolución que ya hace presentir anticipadamente los tiempos modernos.
Pero la revolución decisiva y resolutiva se verificó en el siglo XV con el descubrimiento de la
artillería, y es la que señala en verdad el comienzo de la edad moderna, mucho mejor que el
descubrimiento de América o la reforma protestante. Desde el arcabuz a las ametralladoras, desde
las modestas culebrinas a los cañones de largo alcance, desde las dum-dum a las potentesbombas
incendiarias lanzadas por los aviones, hay un verdadero fervor de obras y progresos, hay toda una verdadera ascensión triunfal hacia el arte de matar en masa, arte protegido por una relativa
seguridad del que mata, cada vez más alejado de sus víctimas.
Hoy en día, finalmente, hemos entrado ruidosísimamente en la época sexta, en la edad de la
bomba atómica, la que ruede destruir a una ciudad entera con todos sus habitantes y sin peligro
para el lanzador de la bomba: y mañana o pasado mañana, gracias al infatigable genio destructor
del hombre, se podrá, aniquilar en pocos instantes toda la vida que haya en regiones vastísimas y pobladas. El profesor concluyó diciendo:
- Y no se ha dicho que la edad atómica haya de ser la última v la más terrible. A pesar de las
glorias efímeras de la civilización, el deseo fundamental del hombre es siempre el de matar el
mayor número posible de hombres, del modo más seguro y en el menor espacio de tiempo. Y es
así cómo ya los sabios, en el taciturno terror de sus gabinetes, están preparando los principios y
los medios orientados a la creación de armas destinadas a hacer palidecer el fulgor actual de la
bomba de hidrógeno.
»En este rápido recorrido por la historia universal hemos visto cómo se delineaba una ley cuya
enunciación podría ser ésta: la destrucción de los enemigos debe hacerse con armas cada vez más
terribles, en medidas siempre mayores, en espacios de tiempo cada vez más breves, a distancias
más y más lejanas, aumentando cada vez más las probabilidades de impunidad. Esta, ley, mis
queridos oyentes, es la esencia y compendio de milenios de experiencia terrestre».
Las últimas palabras del profesor Eselstein fueron recibidas con un ruidoso aplauso. Por mi parte, confieso que no tuve voluntad ni fuerza para aplaudir, y salí de la universidad un poco más pensativo de lo que había entrado.
Me han dicho que en esta famosa universidad, en la que dictó cátedras de historia Federico
Schiller, hay ahora un historiador de ingenio extraordinario, discípulo de Vollgraf y adversario de
Toynbee, que arrastra a sus lecciones un auditorio numerosísimo compuesto en su mayoría por
oyentes extraordinarios y por muy pocos estudiantes matriculados. También yo quise ir a
escuchar sus clases.
El profesor Eselstein es un hombre macizo, elefantino, de rostro rubicundo y de cabellera rojiza.
Habla con voz suave y sutil, lo que causa un contraste enorme con su corpulencia.
Comenzó afirmando que todas las divisiones actuales de la historia universal, son tontas,
superficiales y erróneas. Según Eselstein, la menos estúpida es la que se funda en el agua ydivide
la historia del género humano en tres edades: potámica, mediterránea v oceánica. Mas, también
esta división tiene un valor más espacial y geográfico que temporal e histórico, de modo que ha
de ser rechazado lo mismo que las otras.
Afirma el profesor que la división de los periodos históricos se ha de hacer teniendo en cuenta el
factor esencial, dominante y permanente de la historia que se ha desenvuelto hasta el presente. De acuerdo con su juicio es ahora claro que ese factor constante y determinante, tanto en las
alternativas internas de cada nación como en las relaciones entre los pueblos, es el propósito de
suprimir el mayor número posible de adversarios, en lo interno para asegurarse el poder, en lo
exterior para apoderarse de nuevas tierras y riquezas. La guerra, antes que nada la guerra, la
guerra por encima de todo, sea guerra civil o guerra de conquista: éste es el factor primigenio que debe tener muy en cuenta el verdadero historiador.
Pero, las guerras no se hacen sin armas, y las victorias de los Estados y las sucesivas hegemonías
de las civilizaciones dependieron casi siempre del descubrimiento y del uso de las armas más
perfeccionadas o sea más mortíferas.
Por lo tanto, la historia se divide en tantas épocas cuantas fueron las revoluciones en los
armamentos, en los medios más aptos para el exterminio de seres vivientes.
La primera edad; o la prehistórica, se determina por las piedras con puntas y las redondeadas.
La segunda edad comienza con el uso de los metales que permitió el invento del hacha y de las
espadas, instrumentos más manejables y mortíferos que las piedras. Pero la verdadera revolución
se inició en la tercera época, en que se vio la aparición de la lanza y el arco. Con estas armas, y
especialmente la segunda, concluyó el primitivo cuerpo a cuerpo entre los combatientes; con la
flecha entró a jugar un gran principio que se ha ido afirmando cada vez más: la posibilidad de
matar al enemigo estando a gran distancia.
La cuarta época, caracterizada por el descubrimiento del fuego griego y de las catapultas, implica
otra revolución que ya hace presentir anticipadamente los tiempos modernos.
Pero la revolución decisiva y resolutiva se verificó en el siglo XV con el descubrimiento de la
artillería, y es la que señala en verdad el comienzo de la edad moderna, mucho mejor que el
descubrimiento de América o la reforma protestante. Desde el arcabuz a las ametralladoras, desde
las modestas culebrinas a los cañones de largo alcance, desde las dum-dum a las potentesbombas
incendiarias lanzadas por los aviones, hay un verdadero fervor de obras y progresos, hay toda una verdadera ascensión triunfal hacia el arte de matar en masa, arte protegido por una relativa
seguridad del que mata, cada vez más alejado de sus víctimas.
Hoy en día, finalmente, hemos entrado ruidosísimamente en la época sexta, en la edad de la
bomba atómica, la que ruede destruir a una ciudad entera con todos sus habitantes y sin peligro
para el lanzador de la bomba: y mañana o pasado mañana, gracias al infatigable genio destructor
del hombre, se podrá, aniquilar en pocos instantes toda la vida que haya en regiones vastísimas y pobladas. El profesor concluyó diciendo:
- Y no se ha dicho que la edad atómica haya de ser la última v la más terrible. A pesar de las
glorias efímeras de la civilización, el deseo fundamental del hombre es siempre el de matar el
mayor número posible de hombres, del modo más seguro y en el menor espacio de tiempo. Y es
así cómo ya los sabios, en el taciturno terror de sus gabinetes, están preparando los principios y
los medios orientados a la creación de armas destinadas a hacer palidecer el fulgor actual de la
bomba de hidrógeno.
»En este rápido recorrido por la historia universal hemos visto cómo se delineaba una ley cuya
enunciación podría ser ésta: la destrucción de los enemigos debe hacerse con armas cada vez más
terribles, en medidas siempre mayores, en espacios de tiempo cada vez más breves, a distancias
más y más lejanas, aumentando cada vez más las probabilidades de impunidad. Esta, ley, mis
queridos oyentes, es la esencia y compendio de milenios de experiencia terrestre».
Las últimas palabras del profesor Eselstein fueron recibidas con un ruidoso aplauso. Por mi parte, confieso que no tuve voluntad ni fuerza para aplaudir, y salí de la universidad un poco más pensativo de lo que había entrado.
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