Giovanni Papini El Libro Negro
Conversación 62
VISITA A HITLER
(0 DE LA DICTADURA)
Conversación 62
VISITA A HITLER
(0 DE LA DICTADURA)
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La audiencia fijada en la Cancillería era para las diez de la noche, pero tuve que esperar más de
una hora en un saloncito forrado de cuero, viéndome frente a frente con un dominante retrato de
Federico II de Prusia. Me dijeron que a última hora el Führer había hecho reunir un consejo de
generales. Finalmente, cuando me condujeron hasta su estudio experimenté la sorpresa de verme
frente a un hombre que más parecía ser un bonachón policía vestido de civil que el dictador de un
imperio. El famoso mechón que lucía sobre la frente no alcanzaba a darle un aspecto romántico ni
belicoso. Me miró fijamente y en silencio por un instante, y luego dijo así:
- Sé todo acerca, de usted, y como no es ni diplomático, ni periodista, ni sacerdote, puedo
hablarle sin perífrasis ni omisiones, con la antigua franqueza germánica. Usted ha venido aquí
inducido por la curiosidad de ver cara a cara a un déspota de nuevo cuño, y por conocer el secreto
de su poder. Quiero satisfacer su curiosidad en seguida, sin perder tiempo en preámbulos
hipócritas.
»Yo soy un hombre del pueblo, y conozco mejor que los señores y los politiqueros cuáles son los
humores y rencores del pueblo. En los Estados modernos el pecado dominante es la envidia, ya
sea de un Estado respecto a otro, ya de las clases entre sí dentro de cada país. En las democracias,
y a causa de la multiplicidad de cuerpos legislativos, de consejos y comisiones, los que mandan
son demasiados, y sin embargo son demasiado pocos. La masa que se ve excluida, por eso mismo
se siente atormentada por celos y envidias continuos. Si la suma del poder se concentra en manos
de un solo hombre, entonces las envidias se atenúan y casi desaparecen. El campesino, el obrero,
el empleado inferior, el comerciante modesto, todos ellos saben que deben obedecer, pero saben
también que incluso sus amos de ayer, banqueros, políticos, demagogos, nobles, están sometidos
lo mismo que ellos a ese poder único. La dictadura restablece una cierta justicia de igualdad y
aminora las torturas y sufrimientos causados por la envidia. Esto explica la fortuna de que gozan
los jefes absolutos de nuestros tiempos y el favor rayano en adoración que les dispensan los
países más diversos entre sí.
Dicho esto calló por breves instantes y en sus labios se dibujó un gesto apenas perceptible que
parecía ser un intento de sonrisa; luego, hablando en voz más elevada, continuó así
- Como bien lo sabe usted, nuestros teólogos afirman que, en lo referente a las religiones, el paso
del politeísmo al monoteísmo es un progreso admirable.
Pero los teólogos de los «principios inmortales» consideran que un paso similar, en política,
constituye un error y una vergüenza.
»Si tuviera que revelar el fondo de mi pensamiento político, diría que para mí el régimen ideal
seria la libertad perfecta de todos, o sea la anarquía. Mas, para que la anarquía fuera posible se
precisaría una transformación radical de la naturaleza humana. La sociedad ideal debería estar
formada por un pueblo de gentileshombres, de caballeros inteligentes, guiados por algún santo
genial. Pero bien sabe usted que la honradez, la bondad y la inteligencia son muy raras y muy
frágiles en todos los pueblos y en todos los tiempos. Sabe usted también que los santos escasean,
y que aun cuando los hubiera, difícilmente se dedicarían al gobierno de los pueblos; siempre
prefirieron practicar el renunciamiento en la tierra a fin de lograr la felicidad en el cielo.
»Si el género humano hubiera sido transformado profundamente, no habría necesidad de
gobernantes y mucho menos de amos de mi especie. Pero la sabiduría y la virtud de los sabios antiguos no logró cambiar a los hombres y al cabo de casi dos milenios tampoco pudo hacerlo el
Cristianismo. Si los filósofos, sabios, educadores, apóstoles y sacerdotes, hubieran hecho de los
brutos seres humanos otros tantos seres amables o por lo menos razonables, no habría necesidad
de monarcas, presidentes, magistrados, y mucho menos de tiranos.
»Los hombres han continuado siendo egoístas y feroces. Para domar a fieras tales se precisa la
magia verbal del encantador y, más que nada, el látigo del domador. Las tribus humanas no se
rigen con razonamientos ni afectos. Se precisa excitar la fantasía e inspirar temor, como lo enseña
tanto la historia antigua como la moderna. El animal-hombre únicamente transige si se apela a su
pasión de ser rapaz y se le amenaza con privarle de la libertad y la vida. No es culpa mía que la
materia prima esencial de la política sea de tan baja calidad. El triunfo de los dictadores es
consecuencia de tres fracasos: de la filosofía, de la religión, del capitalismo democrático, con sus
ficciones, sus espejismos, sus envidias. Los filósofos, sacerdotes y parlamentarios condenan con
gestos de horror a la dictadura, pero no se dan cuenta de que ellos precisamente son los
principales responsables de lo que llaman tiranía. Si hubieran sido más capaces, más poderosos y
más afortunados, yo no ocuparía este lugar.
»Y ya que le hablo en confianza y puedo decir a un extranjero lo que no diría a ninguno de mis
compatriotas, le haré saber que me sentiría feliz si no me viera obligado a ejercer el durísimo arte
de la dictadura. Como todo lo que deseamos, el poder parece ser mucho más hermoso cuando
todavía no lo poseemos. Le aseguro a usted que pensar, querer, decidir, hablar con tantos
millones de servidores mudos, es un horrible y fatigoso trabajo. Esto sin contar la ambición de los
compañeros de antaño, la imbecilidad de los ejecutores, la hipocresía de los amigos, la malicia de
los enemigos y todos los demás peligros que trae consigo la concentración del poder en los
autócratas. Le aseguro que estoy cansado, disgustado y hasta arrepentido. Hay en mi vida horas
de tan insoportable angustia, que he sentido, cosa que me avergüenza, la vil tentación del
suicidio. Los que me juzgan se equivocan, los que me odian son injustos, pero los que me
envidian son los más insensatos de todos los idiotas. Mi infelicidad es tan grande que un día u
otro provocaré una guerra, más terrible que la anterior, a fin de salir de la caverna de mi secreta
miseria. Si venzo en esa guerra seré emperador de la tierra, o sea, algo mejor que un simple
dictador local; si la pierdo, seré muerto, es decir, me veré liberado del angustioso peso del
mando.
»Para corresponder a mi franqueza le ruego que no repita ni una sílaba de lo que le he dicho,
antes de mi muerte. Si me traiciona, mi venganza sabrá alcanzarle en cualquier rincón del mundo.
Puede irse. No le digo hasta que nos volvamos a ver, porque cuento con que mañana abandonará
usted Berlín para siempre».
Me quedé estupefacto y atontado con todo lo que me había dicho aquel hombre y apenas tuve
fuerzas para levantarme y saludar. En la antecámara me aguardaba un oficial, quien quiso
acompañarme hasta la puerta de mi cuarto en el hotel.
una hora en un saloncito forrado de cuero, viéndome frente a frente con un dominante retrato de
Federico II de Prusia. Me dijeron que a última hora el Führer había hecho reunir un consejo de
generales. Finalmente, cuando me condujeron hasta su estudio experimenté la sorpresa de verme
frente a un hombre que más parecía ser un bonachón policía vestido de civil que el dictador de un
imperio. El famoso mechón que lucía sobre la frente no alcanzaba a darle un aspecto romántico ni
belicoso. Me miró fijamente y en silencio por un instante, y luego dijo así:
- Sé todo acerca, de usted, y como no es ni diplomático, ni periodista, ni sacerdote, puedo
hablarle sin perífrasis ni omisiones, con la antigua franqueza germánica. Usted ha venido aquí
inducido por la curiosidad de ver cara a cara a un déspota de nuevo cuño, y por conocer el secreto
de su poder. Quiero satisfacer su curiosidad en seguida, sin perder tiempo en preámbulos
hipócritas.
»Yo soy un hombre del pueblo, y conozco mejor que los señores y los politiqueros cuáles son los
humores y rencores del pueblo. En los Estados modernos el pecado dominante es la envidia, ya
sea de un Estado respecto a otro, ya de las clases entre sí dentro de cada país. En las democracias,
y a causa de la multiplicidad de cuerpos legislativos, de consejos y comisiones, los que mandan
son demasiados, y sin embargo son demasiado pocos. La masa que se ve excluida, por eso mismo
se siente atormentada por celos y envidias continuos. Si la suma del poder se concentra en manos
de un solo hombre, entonces las envidias se atenúan y casi desaparecen. El campesino, el obrero,
el empleado inferior, el comerciante modesto, todos ellos saben que deben obedecer, pero saben
también que incluso sus amos de ayer, banqueros, políticos, demagogos, nobles, están sometidos
lo mismo que ellos a ese poder único. La dictadura restablece una cierta justicia de igualdad y
aminora las torturas y sufrimientos causados por la envidia. Esto explica la fortuna de que gozan
los jefes absolutos de nuestros tiempos y el favor rayano en adoración que les dispensan los
países más diversos entre sí.
Dicho esto calló por breves instantes y en sus labios se dibujó un gesto apenas perceptible que
parecía ser un intento de sonrisa; luego, hablando en voz más elevada, continuó así
- Como bien lo sabe usted, nuestros teólogos afirman que, en lo referente a las religiones, el paso
del politeísmo al monoteísmo es un progreso admirable.
Pero los teólogos de los «principios inmortales» consideran que un paso similar, en política,
constituye un error y una vergüenza.
»Si tuviera que revelar el fondo de mi pensamiento político, diría que para mí el régimen ideal
seria la libertad perfecta de todos, o sea la anarquía. Mas, para que la anarquía fuera posible se
precisaría una transformación radical de la naturaleza humana. La sociedad ideal debería estar
formada por un pueblo de gentileshombres, de caballeros inteligentes, guiados por algún santo
genial. Pero bien sabe usted que la honradez, la bondad y la inteligencia son muy raras y muy
frágiles en todos los pueblos y en todos los tiempos. Sabe usted también que los santos escasean,
y que aun cuando los hubiera, difícilmente se dedicarían al gobierno de los pueblos; siempre
prefirieron practicar el renunciamiento en la tierra a fin de lograr la felicidad en el cielo.
»Si el género humano hubiera sido transformado profundamente, no habría necesidad de
gobernantes y mucho menos de amos de mi especie. Pero la sabiduría y la virtud de los sabios antiguos no logró cambiar a los hombres y al cabo de casi dos milenios tampoco pudo hacerlo el
Cristianismo. Si los filósofos, sabios, educadores, apóstoles y sacerdotes, hubieran hecho de los
brutos seres humanos otros tantos seres amables o por lo menos razonables, no habría necesidad
de monarcas, presidentes, magistrados, y mucho menos de tiranos.
»Los hombres han continuado siendo egoístas y feroces. Para domar a fieras tales se precisa la
magia verbal del encantador y, más que nada, el látigo del domador. Las tribus humanas no se
rigen con razonamientos ni afectos. Se precisa excitar la fantasía e inspirar temor, como lo enseña
tanto la historia antigua como la moderna. El animal-hombre únicamente transige si se apela a su
pasión de ser rapaz y se le amenaza con privarle de la libertad y la vida. No es culpa mía que la
materia prima esencial de la política sea de tan baja calidad. El triunfo de los dictadores es
consecuencia de tres fracasos: de la filosofía, de la religión, del capitalismo democrático, con sus
ficciones, sus espejismos, sus envidias. Los filósofos, sacerdotes y parlamentarios condenan con
gestos de horror a la dictadura, pero no se dan cuenta de que ellos precisamente son los
principales responsables de lo que llaman tiranía. Si hubieran sido más capaces, más poderosos y
más afortunados, yo no ocuparía este lugar.
»Y ya que le hablo en confianza y puedo decir a un extranjero lo que no diría a ninguno de mis
compatriotas, le haré saber que me sentiría feliz si no me viera obligado a ejercer el durísimo arte
de la dictadura. Como todo lo que deseamos, el poder parece ser mucho más hermoso cuando
todavía no lo poseemos. Le aseguro a usted que pensar, querer, decidir, hablar con tantos
millones de servidores mudos, es un horrible y fatigoso trabajo. Esto sin contar la ambición de los
compañeros de antaño, la imbecilidad de los ejecutores, la hipocresía de los amigos, la malicia de
los enemigos y todos los demás peligros que trae consigo la concentración del poder en los
autócratas. Le aseguro que estoy cansado, disgustado y hasta arrepentido. Hay en mi vida horas
de tan insoportable angustia, que he sentido, cosa que me avergüenza, la vil tentación del
suicidio. Los que me juzgan se equivocan, los que me odian son injustos, pero los que me
envidian son los más insensatos de todos los idiotas. Mi infelicidad es tan grande que un día u
otro provocaré una guerra, más terrible que la anterior, a fin de salir de la caverna de mi secreta
miseria. Si venzo en esa guerra seré emperador de la tierra, o sea, algo mejor que un simple
dictador local; si la pierdo, seré muerto, es decir, me veré liberado del angustioso peso del
mando.
»Para corresponder a mi franqueza le ruego que no repita ni una sílaba de lo que le he dicho,
antes de mi muerte. Si me traiciona, mi venganza sabrá alcanzarle en cualquier rincón del mundo.
Puede irse. No le digo hasta que nos volvamos a ver, porque cuento con que mañana abandonará
usted Berlín para siempre».
Me quedé estupefacto y atontado con todo lo que me había dicho aquel hombre y apenas tuve
fuerzas para levantarme y saludar. En la antecámara me aguardaba un oficial, quien quiso
acompañarme hasta la puerta de mi cuarto en el hotel.
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